martes, 30 de mayo de 2023

 

LA PRESENCIA DE GALDÓS EN TOLEDO

EN MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO

Enorme, variada, intensa y prolongada es la relación de don Benito Pérez Galdós con Toledo, pues hubo de iniciarse casi en la infancia del maestro si hacemos coincidir la maqueta de una ciudad medieval coronada por un caserío encrestado y realzada por un robusto edificio y la esbelta torre de una catedral gótica que configuró siendo casi niño con la ciudad de Toledo. Y es enorme la relación porque a Toledo se refiere en múltiples ocasiones y por distintos motivos, y de ella se sirve como escenario sin par, ideal, para sus elucubraciones literarias en numerosos textos 1 ; variada también es esta relación porque lo hace de múltiples maneras: como escenario real, como lugar ideal revolucionario, como ciudad-símbolo de fe, como platea en que aún se puede soñar…; e intensa por muchas anécdotas aquí surgidas y vivencias entrañables; y prolongada, en fin, porque se estiró esta relación durante cincuenta años mal contados. En ese prolongado tiempo de relaciones, cifrado en viajes más o menos esporádicos a Toledo –solo en un principio y acompañado por escritores y estudiosos de lo toledano después– y estancias contadas en varias semanas, se ha de añadir también su afán por recopilar fotografías de Toledo para deleitarse con imágenes de la ciudad allá donde viviere, en cuyo respaldo escribía comentarios tan oportunos como pertinentes en San Quintín, su casa de Santander.

Por ello, correspondiendo a esta afición a Toledo desde su primera juventud, la ciudad imperial está presente en los inicios literarios de Galdós y en el final también si exceptuamos Santa Juana de Castilla, obrita de teatro publicada un año después de Memorias de desmemoriado y es la última que dio a la estampa de la imprenta. Y esta subrayada relación entre Galdós y Toledo crea –ha de crear– amor, por lo que el doctor Marañón, que hizo su primer viaje a Toledo de la mano de Galdós, pudo afirmar a este respecto que el amor de Pérez Galdós «por Toledo formaba parte de la vida íntima y literaria del escritor»; en fin, es tanto el afecto de Galdós a esta ciudad que añade Marañón: «De Galdós y de Hurtado de Mendoza recibí yo mis primeras lecciones de amor a Toledo, esto es, de amor a España» 2 . Y la causa de esta fascinación galdosiana por Toledo la explica el maestro en Generaciones artísticas en la ciudad de Toledo 3 , su primer libro toledano, publicado por entregas en la Revista España en 1870, donde leemos: «Toledo es una historia de España completa, la historia de la España visigoda, de los cuatro siglos de dominación sarracena en el centro de la Península, del viejo reino de Castilla y León, de la monarquía vasta fundada por los Reyes Católicos, y por último, de ese gran siglo XVI. Todo lo que en España ha vivido en Toledo (sic), ha sido testigo de las más grandes empresas de la Reconquista; y antes vio desarrollarse y corromperse el Imperio de los visigodos» 4 .

Y ante esta realidad, la conclusión no puede ser otra que si Galdós es el gran cantor narrativo de Madrid y a Madrid dedicó lo esencial de su obra creativa, Toledo se alza como la ciudad persistente en su proceso creador y más, si cabe, en sus afectos y sentimientos. Y en relación con esta penetración de Toledo en el alma del escritor, traigo esta cita del propio autor que escribía en 1888 en un artículo sobre Fernández y González, porque se puede aplicar a él mismo, y así dice: «Y es que la vida del hombre y el trabajo del artista van tan íntimamente ligados, y se complementan de tal modo, que no hay manera de que por separado se produzcan, sin afectarse mutuamente» 5, y es lo que ocurre con Toledo y Pérez Galdós.

Ya en esa primeriza obra de 1870, publicada por Alberto Ghiraldi en 1924 como Toledo, su historia y su leyenda, Galdós da muestras suficientes de que se ha hecho con lo significativo toledano, y ello le va a inspirar el argumento de Ángel Guerra y de otros escritos sobre nuestra ciudad. Así, leemos que Toledo es «lugar de magias y conjuros, de pesadillas místicas y enajenaciones teológicas, escena donde la imaginación se complace en colocar a los misántropos de la religión, «el mágico prodigioso» y «el condenado por desconfiado» 6 . Y en 1915 dicta sus Memorias de un desmemoriado, obra en la que incluye dos capítulos dedicados a su relación con Toledo, con sus monumentos, gentes y paisajes, y es lo que voy a comentar.

Pero no hubo de dictar Galdós estas Memorias por capricho de escritor; más bien por necesidad económica, de la que se haría cargo la dirección de la revista madrileña La Esfera 7 , donde fueron publicadas en trece entregas, entre marzo y octubre de 1916, aunque la intención primera del autor fuera dictar un texto más amplio 8 . A este respecto, traigo una cita de una entrevista que el venerable maestro concede a «El Caballero Audaz», seudónimo que se corresponde con José María Carreter, para La Esfera, recogida después por Pedro Gómez Aparicio en Historia del periodismo español: «A pesar de toda mi labor pasada, si en el presente quiero vivir no tengo más remedio que dictar todas las mañanas durante cuatro o cinco horas y estrujarme el cerebro hasta que dé el último paso en esta vida» 9 . Y no serán éstas, unas «memorias» al uso, pues el autor no cedió ante reiteradas sugerencias de amigos y editores a revelar episodios de su vida íntima y personal, ya que ello no guarda relación con su obra literaria y, además, «son tonterías… Tonterías», argumentaba como excusa. Y no cedió en este asunto, a pesar de la insistencia amable y terca de los directores de La Esfera que, haciéndose cargo de la situación económica del maestro, le proponen la publicación de sus Memorias.

Así pues, no encontrará en este libro el lector comentarios personales sobre otros escritores, excepto sobre Pereda, ni sus relaciones con personajes femeninos, y las tuvo, y frecuentes, prolongadas y abundantes, si no que hablen Concepción Ruth Morell Nicolau, actriz y mujer de inteligencia destacada, y Teodosia Gandarias, su último amor, y Lorenza Cobián y la hija de ambos, María Pérez Galdós Cobián. Y si calló el maestro, no seré yo quien rompa su decisión. Por estos y otros silencios intencionados, afirma Leopoldo Alas «Clarín», gran amigo de Galdós, que el maestro canario «tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya» 10 .

En fin, existen y asisten razones para afirmar que estas Memorias no se corresponden con lo que conocemos por libro de memorístico, autobiográfico, al uso. Más bien, resultan un libro de viaje en que el autor monologa con su memoria, aquí llamada «ninfa», para introducir el diálogo y ofrecer otras perspectivas y tonos afectivos y coloquiales al relato.

Por tanto, Toledo es escenario de numerosas novelas, y refugio para su sosiego y tranquilidad, pues Toledo y en Toledo complacía gran parte de sus gustos estéticos y culturales, por lo que venía en fechas muy concretas y cuando encontraba oportunidad. Pero también hubo de acudir abatido cuando acudió a refugiarse en la finca «La Alberquilla» en 1915, ya casi ciego, una vez que habían fracasado cuantos intentos se proyectaron para tributarle un homenaje nacional y las fallidas propuestas para el premio Nobel. Tengo entendido, a este respecto, que en estos días tristes de 1915 de Galdós en «La Alberquilla» le llegó el socorro económico obtenido en una corrida de toros destinada a ese fin…

Empieza a venir a Toledo al poco tiempo de establecerse en Madrid, procedente de sus islas Canarias, con la encomienda familiar –más y antes que con el firme propósito del propio escritor- de estudiar la carrera de Derecho. Y Alberto Aguilera, y León y Castillo, su paisano y distinguido político, y periodista y cofundador y director de La Revista España, donde Galdós, que también será director de este semanario madrileño, publicará artículos de carácter político, y algunos más serán sus primeros acompañantes por nuestra ciudad; luego, va a ser su sobrino José Hurtado de Mendoza el inseparable guía y compañero. Y en Toledo solían esperarle el extraordinario pintor de paisajes toledanos Ricardo Arredondo, Francisco Navarro Ledesma, el archivero y autor de El ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes Saavedra, el malogrado ingeniero Sergio Novales, Casiano Alguacil, el canónigo Wenceslao Sangüesa y el campanero de la catedral Mariano Portales, y Hermenegildo, afanoso trabajador de «La Alberquilla» cuyo nombre se estampó en «Melejo», que trasladaba al maestro por los pueblos cercanos y, sobre todo, le subía y bajaba a Toledo en una carreta tirada por dos caballos aderezados con cascabeles; también le acompañaba el abogado Juan García-Criado, que tenía su casa enfrente de San Justo y allí recibía las visitas del escritor, y se corresponde con el «don Suero» de Ángel Guerra.

Sus visitas habituales a Toledo, según Marañón, se fijaban en fechas concretas: el 19 y 21 de marzo, días de «San Pepino» y de «San Benito», respectivamente; también, cada primero de mayo para regodearse y confundirse con el gentío que festejaba a la Virgen del Valle, en cuya ermita gustaba de tocar la campana; y ese toque en tan señalada fecha y lugar, según el decir popular femenino, garantiza encontrar novio –o novia– en el próximo año a cuantos agiten el badajo campanileril en esa ocasión. Claro está que Galdós, impertérrito solterón, lo agitaría sin dar crédito a la dicha popular. Acudía también a Toledo en fecha precisa para saludar la llegada de cada año nuevo, y para Semana Santa con el fin de entrar en estancias cerradas de los conventos –única oportunidad– y ver las joyas que las monjitas cobijan con esmero y recato y exponen esos días contados; y en la fiesta del Corpus para participar del excelso espectáculo popular y extasiarse con la custodia, «alhaja descomunal» la llamaba. Y nunca faltaba el día en que el fervor popular celebra a la Patrona, la Virgen del Sagrario, acompañado, a veces, por doña Carmen Pérez Galdós, su hermana. Las estancias más largas las pasaba en la calle de Santa Isabel, alojado en la pensión que regentaban las hermanas Figueras 11, doña Angustia y doña Benita, pensión que le había recomendado Arredondo y en la que hubo de escribir muchas páginas de Ángel Guerra; y para viajes más breves y una vez arruinadas las hermanas Figueras, se alojaba en varios hoteles, de los que el Lino era el preferido. Después, estas largas estancias las pasaba en «La Alberquilla», como el tiempo en que se prolongó la guerra de 1898 y otra, cifrada en semanas también, en 1904, y también a partir de 1915.

Era «La Alberquilla» propiedad de su amigo Sergio Novales, ingeniero agrónomo dedicado a la agricultura y ganadería, quien la había adquirido de su tío, el extremeño insigne e inmoderado bibliófilo don Bartolomé José Gallardo (Campanario, 1776-Alcoy, 1852), «príncipe de la bibliografía española e ilustre polígrafo», como le define José Luis Alborg en su Historia de la literatura, y gran defensor de la lengua castellana o española y universal. Este ilustre extremeño, también gran defensor del decir liberal de las Cortes de Cádiz, pasó sus últimos años en la paz de «La Alberquilla», y desde aquí hacía viajes por las provincias españolas, sobre todo por Andalucía, en busca de más libros; mas también viajó hasta Alcoy… Allí encontró la muerte repentina llevada por un derrame cerebral...

Y el arquitecto Novales gozaba teniéndole como huésped, pues siempre había en «La Alberquilla» una habitación dispuesta y disponible para Galdós. Y en esa finca» hubo también de escribir muchas páginas, pues aún se ve una habitación con estanterías y un escritorio que yo quiero que fuera todo ello lo reservado para el venerable maestro.

Gustaba también Galdós de callejear, de perderse por calles y barrios y plazas desiertas y silenciosas, y gozaba demostrando que sabía distinguir el sonido de las campanas de las diferentes iglesias y de repasar el laberinto callejero sin equivocarse. También disfrutaba con las vistas –paisajes, horizontes, estampas de Toledo atardeciendo– que le ofrecían los cigarrales, donde localiza episodios de varias de sus obras y las escenas más dramáticas de su Ángel Guerra… Y en la catedral pasaba horas y más horas, y gustaba de asistir a los oficios religiosos, como hace constar «Ángel Guerra» en su novela, y de indagar por los rincones escondidos de las Claverías acompañado por Mariano. Iba con frecuencia por la calle de «las Armas» a la casa del tío de Navarro Ledesma, cuyo patio describe en Ángel Guerra. Con mucha frecuencia comía, acompañado por su sobrino Hurtado de Mendoza y Arredondo, en el Granullaque, «famoso figón a espaldas de Zocodover», como puntualiza Marañón, en el mismo recinto en que «Ángel Guerra» y el cura Casado celebraban sus encuentros sobre las tentaciones de la carne. También acudía con frecuencia a la tienda de Casiano Alguacil, localizada en la calle de La Plata, «la calle de la alcurnia», número 5, en busca de fotografías de la ciudad. Y para saborear vistas toledanas, se acercaba también a la explanada del Alcázar para admirar la magnificencia del edificio histórico-militar y los hondones del Tajo; y al mirador de la Virgen de Gracia, donde se deleitaba con los ardientes y extraordinarios atardeceres y con la estampa de San Juan de los Reyes extendida a sus pies; y con el claustro y sus gárgolas, y con los heraldos. Y frecuentaba los conventos: San Juan de la Penitencia, quizá su preferido, con cuyas monjas le pusieron en contacto las hermanas Figueras; y Santo Domingo el Real, y el de San Pablo, y San Clemente...

Subraya Marañón esta predilección de Galdós por visitar las iglesias y los conventos toledanos y su tratamiento con las monjas, a las que conocía y profesaba singular estimación. Y a este entusiasmo por lo conventual y su ambiente de espiritual complacencia, se unía su afición por el Greco, cuyos cuadros buscaba con fruición una vez superado su rechazo hacia el pintor cretense con las explicaciones de Bartolomé Cossío. Y pasaba muchas horas en la casona de Ricardo Arredondo, junto a la Puerta del Cambrón. Y amante de la buena mesa, daba cuenta de los platos típicos toledanos: perdices, cabrito asado y de albaricoques de hueso dulce y mazapán en la confitería «Labrador», en la plaza de la Magdalena, y de la mermelada que preparaban las Comendadoras de Santiago, residentes en Santa Fe…

«Te convido a comer en casa de Granullaque –invita el narrador a su musa en Memorias– … Tendremos que escoger entre muy reducidos condimentos, a saber empanadas de carne o de pescado y bartolillos… Allí van todos los extranjeros que vistan Toledo, entre ellos personajes de viso, pues la fama de Granullaque se ha extendido por todo el mundo. Un día que yo estuve, tuve a mi lado a don Pedro de Braganza, Emperador del Brasil», palabras con que termina el texto «Ángel Guerra y Toledo». Y así comienza el titulado «Visita a una catedral»: «Cuando concluimos de comer en el bodegón de Granullaque, el desasosiego de mi ninfa me revelaba la comezón de escapar de mi lado».

En definitiva: al poco tiempo de su permanencia en la Península, Galdós viene a Toledo y se entusiasma con la ciudad, aunque hubo de superar desagradables impresiones primeras, pues no todo lo que veía en Toledo resultaba de su agrado (pobreza, ruinas, desolación del paisaje), y lo manifiesta ya en Generaciones... Y muchos años después, publica por entregas sus Memorias cuando va a cumplir sus 73 años, y ya sólo tendrá fuerzas y vista para dictar su breve tragicomedia Santa Juana de Castilla, estrenada por Margarita Xirgu en el teatro de la Princesa de Madrid el 8 de mayo de 1918. A estas alturas de su prolongada existencia, resultaría lógico que Galdós se dispusiera a dar a conocer datos y detalles de su propia vida y de su labor de escritor. Sin embargo, no resultará así, pues señala que «la historia anecdótica» será el «principal asunto de estas páginas, tan verídicas como deshilvanadas», por lo que sólo encontrará el lector «lo anecdótico y personal».

https://eltemplodelahistoria.wordpress.com/2015/07/29/perez-galdos-1863/

Así pues, el contenido de este libro más parece una guía de viajes que cualquier otra cosa, como señalé antes, si se exceptúan algunos sucesos históricos mezclados con apuntes sobre su persona y amistad con otros escritores. Y relacionado con este contenido «viajero» están los capítulos titulados 12 que dedica a Toledo en el libro. Y aunque en ellos recuerde anécdotas y vivencias y describa monumentos ya relatados en otros escritos, existe un hecho significativo: mezcla sus entes de ficción toledanos con los personajes reales de Toledo que tienen partidas de nacimiento y, ¡ay!, de defunción también. Se componen estas Memorias de artículos, de mayor o menor extensión, en los que Galdós refiere algunas etapas de su existencia, omitiendo otras (su infancia, por ejemplo) porque «carece de interés o se diferencia muy poco de otras de chiquillos o bachilleres aplicadillos», dice, y empieza a rememorar desde 1863, es decir, cuando acude a Madrid a estudiar Leyes.

Se inicia el primer texto, «Ángel Guerra y Toledo» señalando que el narrador se encuentra en Madrid dispuesto a continuar el plan trazado para su novela Ángel Guerra, y continúa con un diálogo con su «ninfa» que, al oír el nombre de Toledo, le pregunta si se trata de la calle de Nápoles así leída en un rótulo callejero de aquella ciudad italiana, pues «Como te oí hablar de una tal Dulce nombre y una tal Leré, creí que éstas eran hembras napolitanas». Y con este diálogo narrador-ninfa surge el contraste entre Nápoles y nuestra Toledo. La ninfa, pues, no sólo confiere color y vivacidad al texto; le permite también inventar diálogos, exponer ideas en forma de conversación...

«-No son napolitanas, sino del Toledo de las orillas del Tajo. Debo advertirte, ninfa mía, que lo que aquí llamamos Ciudad Imperial, no es inferior a las de Italia ni en monumentalidad ni en riqueza de joyas artísticas. Aquí no tenemos Pompeyas ni Vesubios, pero abundan los Berruguetes, los Guas, los Juanelos; oríferes como Arfe, escultores como Alonso Cano; herreros como Villalpando, y cien mil artistas más, que te iré nombrando cuando sea ocasión. Catedrales hay en Italia, pero la de acá se puede parangonar con las mejores de allá, y de añadidura poseemos las dos sinagogas que no tienen semejante en ninguna parte del mundo».

Traigo ahora una nota relacionada con el escritor y su memoria, aquí «ninfa», que aparece en el entorno del escritor cuando tiene que escribir textos ocasionales, circunstanciales, discursos, prólogos, es decir, textos que no resultaban de su agrado y para los que no sentía fluida inspiración. Así, como pasara el tiempo, medido en años, y no preparara su discurso para ocupar su sillón como numerario en la Real Academia Española de la Lengua, su musa se lo reprocha de esta manera: «Tontaina, ¿no sabes que te has comprometido a no dilatar tu ingreso en la Academia? La fecha en que fuiste elegido se pierde ya en los tiempos de Maricastaña. Ya debieras haber escrito, o por lo menos pensado, el discursillo que es de ritual en acto tan solemne. Con repetidas instancias de este jaez la discreta ninfa ganó mi voluntad y puse mano en la pieza oratoria, que me salió corta y ceñida. Hice el debido elogio de mi antecesor en la silla N, don León Galindo de Vera, y tuve la suerte y el honor de que se encargara de contestarme el insigne polígrafo don Marcelino Menéndez Pelayo. El acto resultó muy lúcido, destacándose el admirable discurso de Marcelino sobre el mío, modesto y tímido en su complexión. Dos semanas después ingresó en la corporación el gran escritor y novelista don José María de Pereda. Mi amistad estrechísima con el insigne montañés me movió a reclamar la honra de contestarle. Así se hizo, y si Pereda fue justamente aclamado, yo no quedé mal en aquella segunda prueba».

A continuación, pide a la ninfa que le deje continuar con «mi Ángel Guerra, cuyo tomo segundo tiene por escena la gran Toledo. En estos libros… te daré a conocer al famoso don Pito, viejo lobo de mar trasplantado tierra adentro, y al donoso beneficiado de la Catedral don Francisco Mancebo, fanático por la Lotería, y a su sobrinita Leré, que no tiene más ambición que ser hermana de la Caridad». De pronto, el narrador se da cuenta de que está hablando solo… Con lo citado hasta ahora, se colige que Galdós, desde su presente de 1915 en que dicta estas «memorias», presenta el pasado como futuro, pues su novela Ángel Guerra la publicó en 1891.

En la segunda secuencia de este primer capítulo la musa le recuerda que ha de visitar Pisa, donde «podrás admirar» entre otras muchas cosas, «las maravillosas pinturas del cementerio, punto culminante en la historia del Arte». Además, le espeta: «Este Toledo imperial, que tanto admiras, tendrá muchas y variadas grandezas, pero un Dante no ha nacido aquí». Y el narrador, en su detallada contestación de carácter general sobre las maravillas históricas, artísticas y arquitectónicas toledanas, ante esa pregunta tan directa de su musa referente a que en Toledo no hay poeta que se compare a Dante, echo en falta –como también lo acusaría Cervantes- el olvido galdosiano de Garcilaso tan relacionado, además, con Nápoles; incluso, no lo menciona aun estando en esa ciudad italiana, aunque sí a Quevedo y al grande de Osuna.

Y en esta presentación global de la ciudad en comparación con la mediterránea, añade: «En supersticiones y milagrerías poéticas no es Toledo inferior a ese Nápoles que tú tanto admiras. La leyenda del Cristo de la Luz, el milagro de la Virgen poniéndole la casulla a San Ildefonso, el prodigio del conde de Orgaz, que inmortalizó El Greco… Créeme, ninfa mía, que no acabaría si te contara punto por punto todas las grandezas que encierra ésta por tantos títulos noble y sacra ciudad. Con una mirada retrospectiva verás desfilar en tu mente los ilustres varones que gobernaron la diócesis toledana…». Y después de numerarlos, distingue a tres: «Silíceo, fundador del Colegio de Doncellas Nobles, admirable institución más laica que religiosa; a Tavera, creador del grandioso Hospital de Afuera, y a Carranza, que por una fruslería que escribió en no sé qué librito de Doctrina fue perseguido infamemente por la Inquisición…». Luego rememora sus visitas a los conventos, «que tienen en Toledo encantadora poesía», y señala los más interesantes: Santo Domingo el Real, cuyo pórtico renacentista está enclavado «en una plazoleta que, sin vacilar, designo como el lugar más solitario de Toledo» y el más silencioso, pues «El único rumor que a mis oídos llegaba descendía de la espadaña del convento; sonaba la campana triste marcando la hora canónica y aleteaban algunos cuervos o cernícalos, posándose en la veleta». Y «Terminada mi comprobación del paraje absolutamente solitario, salí de él por otro cobertizo que me condujo a las Capuchinas», y desde ahí, «oh, ninfa vaporosa!, vete a San Juan de la Penitencia, de la Orden Franciscana, y quedarás pasmada cuando eleves tus ojos hacia la tracería del artesonado». Después, «continúa tu paseo calle abajo hasta llegar a San Pablo, donde una comunidad de religiosas pobres conserva como preciada reliquia el cuchillo con que fue degollado el Apóstol titular de aquella casa. Cuando yo visité este convento iba en compañía de Arredondo, famoso pintor avecindado en la Capital Imperial, y en ella gozaba de merecida popularidad. Más por Arredondo que por mí, las monjitas nos acogieron con franca gentileza y nos entregaron el cuchillo para que lo examináramos a nuestro gusto. El arma era una brillante hoja damasquinada con vaina de terciopelo rojo. Aproveché el instante en que Arredondo y yo estuvimos solos para afilar con el cuchillo de San Pablo el lápiz que usaba yo para mis apuntes. Devolvimos la reliquia a sus dueñas y nos retiramos, dejando una limosna en el cepillo que la comunidad tenía para remedio de su estrechez».

Lo que no había averiguado el entrañable maestro es que las monjas habían descubierto, digamos, la travesura, y en las siguientes visitas que hicieran los dos egregios personajes al convento, las monjitas se fingían distraídas para que don Benito afilara su lápiz con tan prodigioso sacapuntas.

«Ahora, ninfa, prosigue tu inspección de conventos monjiles. Te recomiendo Santa Isabel, el aristocrático San Clemente, las Gaitanas, Madre de Dios y, por último, las Santiaguesas, donde hacen unos dulces secos y unos almíbares que son la gloria divina». Y como ha llegado la hora de comer, el narrador invita a su musa a acudir a la «casa de Granullaque (…) aunque el menú se agote en «empanadas de carne o pescado y bartolillos», bartolillos a los que, según Marañón en Elogio y nostalgia… «Galdós, como buen canario, era en extremo aficionado».

El segundo capítulo – «Visita a una catedral»- también consta de varias secuencias y se presenta en el hilo narrativo como continuación del anterior: «Cuando concluimos de comer en el bodegón de Granullaque…». Y como intuyera que su musa pretendía abandonarle, le propuso visitar juntos la catedral, «pues era absurdo que un ser inteligente abandonara Toledo dejando atrás el goce inefable de tantas maravillas. Porque la Basílica toledana viene a ser como una enciclopedia de catedrales. El coro, la sacristía, las capillas del Sagrario y San Pedro, las de Reyes Nuevos, Santiago y Albornoz, la Mozárabe, la Sala Capitular, bastarían por su grandeza y hermosura para ser consideradas como ornamento principal de otros templos cristianos». Y después de mencionarlas, hace breves comentarios sobre cada uno de estos recintos, excepto «Del coro y presbiterio… porque ya las he descrito en otras páginas».

Pero no se limita a referir lo que contienen las capillas; también tiene comentarios para los reyes y personajes ahí enterrados, y ello le ofrece oportunidad para dar su opinión sobre algún momento histórico concreto. Así, cuando se refiere a la capilla de Reyes Nuevos, al llegar el turno de sus comentarios a Enrique III, añade que «Este desdichado Rey tuvo que empeñar una noche un gabán para poder cenar. ¡Así andaba el reino!». También echo en falta en esta ocasión que el maestro no aluda, aunque sólo de paso, a que este «doliente» rey murió en Toledo el día de Navidad de 1406, a la edad de 27 años, en el palacio que los Caracena tenían entre las calles de San Torcuato y de «la Reina», donde después, siendo el edificio Colegio de los Jesuitas, murieron el P. Juan de Mariana y el P. Ripalda, el del recordado Catecismo.

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«De Reyes Nuevos pasamos a la capilla inmediata, que es la de Santiago, donde tienen su sepulcro don Álvaro de Luna y su esposa»; y después de señalar algunas notas relevantes del recinto, recordando que la mayor parte de los reyes ahí enterrados pertenece a la Casa de los Trastámara, señala «una misteriosa afinidad trágica» entre ambas capillas, pues uno de esos reyes llevó al suplicio al encumbrado valido e «insigne político». Además, hace referencia a la leyenda de que en la cripta de la capilla de Santiago están los familiares de don Álvaro, pero no enterrados, sino sentados alrededor de una mesa de piedra, leyenda ésta con que coincide la del Hombre de palo, según la cual el industrioso Juanelo Turriano había construido un artefacto de madera que iba a la catedral a la hora de misa, y llegando a la capilla del Condestable se arrodillaba devotamente; y concluida la ceremonia, regresaba de igual manera por el camino que hasta allí había le había llevado.

En la secuencia siguiente, se suspende la visita catedralicia y el narrador propone a su «querida ninfa» salir al exterior para dar cuenta de una típica estampa ciudadana: los cadetes desfilando hasta la iglesia de San Juan Bautista para oír misa seguidos de una recua de golfillos callejeros. Sí, «vámonos a la calle, que hoy es domingo y me gusta presenciar el paso de los cadetes en formación, con su música al frente, para ir a misa» a la iglesia de los Jesuitas. Estos «alumnos de la Academia de Infantería son la gala de Toledo; sin ellos, las hermosuras artísticas de esta ciudad no tendrían otro encanto que el inherente a un soberbio panteón». Y viéndolos, surge una nota de enardecido patriotismo: «Ahí van –exclamo yo contemplando a los alumnos- la esperanza de la Patria. Hoy son traviesos y enamoradizos, mañana serán valientes y darán su sangre por el honor de la bandera». Por la tarde, estos jóvenes militares quedarán libres y poblarán las calles de Toledo, y, agrupados, llenarán el teatro Rojas, donde las compañías dramáticas representan sus funciones, de manera que estas compañías, gracias a la asistencia de estos futuros militares y de sus familias «ganan en un día para vivir toda la semana»

Y quizá esta aglomeración humana y este rendimiento financiero le suscitaran la idea del turismo en Toledo, tema de actualidad en aquellos días de la segunda década del siglo pasado. A este respecto, el narrador propone a su musa «que Toledo debería ser uno de los lugares de la Tierra más frecuentados de viajeros y artistas», y piensa que el afamado Hotel Castilla es insuficiente para tanto turista. Y ante esa insuficiencia hotelera, exclama con un sueño como solución: «¡Qué fabuloso número de extranjeros atraería Toledo si el Alcázar fuera convertido en hotel! Esto es un sueño, esto es un imposible, pero a mí me gusta lanzarme a la región de las bellas hipótesis». Pero…; «pero dejémonos de ensoñaciones quiméricas, que aquí está bien instalada la Academia de Infantería, y no nos corresponde a nosotros alterar caprichosamente la realidad de los hechos. ¿Estás conforme? Pues vámonos al Hotel Castilla, donde hallaremos excelente trato y una sociedad escogidísima de franceses, ingleses y yanquis». Y en Toledo todos saben de la estrecha relación de Félix Urabayen con el hotel Castilla.

Y «Después de comer volvimos a la Catedral, donde nos siguió una caravana de los extranjeros que habíamos visto en el Hotel de Castilla». Y en la catedral continúan –el narrador y su musa- la visita interrumpida: ahora van a la capilla de Albornoz, la Sala Capitular, donde «los extranjeros admiraron más la talla de las cajoneras que los retratos de los arzobispos», y a la capilla mozárabe. Mas, como los extranjeros querían conocer «esa antigualla de la misa mozárabe», decidieron regresar al día siguiente. Pero antes se habían extasiado ante el extraordinario fresco de la toma de Orán, conquista en la que tan importante papel desempeñó el arzobispo titular de la capilla. El cicerone, sin embargo, se empeñaba en recabar la atención de los turistas para el cuadro que decora el altar mayor de la capilla, que no es pintura, sino un mosaico ceramístico que regaló el cardenal Lorenzana, con lo que quedó subrayado «el mal gusto del cicerone».

Y no podían abandonar la catedral «sin ver las curiosidades más extraordinarias que guarda la capilla de la Torre, que son «los cinco premios mayores de la lotería del Arte»: «el manto de la Virgen del Sagrario, bordado en cuero para soportar el peso de las piedras, cuya cantidad el cicerone, que todo lo sabía, fijó en tres millones y pico», de modo que para colocar «a la Señora su manto tenían que valerse de una cabria»; «la colosal custodia», «la estatuilla de San Francisco de Asís», obra de Alonso Cano, es el tercero; «la bandeja de plata repujada representando el Robo de las Sabinas», de Benvenuto Cellini, y el quinto premio, «la cruz de plata que el cardenal Mendoza llevaba en la rendición de Granada» que, a pesar de su peso, «era como un junco para el atlético puño del cardenal, que subió con ella hasta lo más alto de la Alhambra y la clavó en la Torre de la Vela». Pero, antes, era necesario reunir a los tres canónigos que guardan las respectivas llaves de aquel recinto, para lo que se vale el narrador de su amigo «el beneficiado don Francisco Mancebo, que acertó a pasar por nuestro lado».

En fin, aturdidos por tanto arte, por tanta maravilla el narrador propone a su musa salir del templo, pues «Cansa lo bueno, lo bello y hasta lo sublime cuando nos embelesamos indefinidamente en su contemplación». Y al salir por la Puerta Llana, encuentra el narrador al «licenciado Mancebo y a su sobrina Leré», personajes de ficción, claro, quienes le recuerdan que debe regresar a Madrid para continuar y concluir los tomos restantes de Ángel Guerra. La ninfa, sin embargo, insiste en que debe acompañarla a Génova, pues «el viaje a Italia no está terminado… nos falta el vistazo a Génova, la hermosa ciudad mediterránea». El narrador, no obstante, muestra su contrariedad y su no disposición a viajar hasta allá.


 




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En el proceder narrativo del autor se observa en estos dos capítulos que el autor ofrece un doble plano: el real, principalmente referido a la ciudad, -los monumentos citados, visitados y descritos aunque someramente, y los rótulos callejeros, y los establecimientos citados- se encuentran, tal cual, repartidos e identificados en el laberinto toledano; y bastantes de los personajes nombrados tienen –tuvieron- carnet de identidad y son realmente reales; y el plano novelesco, que obedece exclusivamente a la exclusiva imaginación del autor: me refiero a los personajes, Leré y el señor Mancebo que sólo transitan por las páginas de Ángel Guerra. Así pues, realidad y ficción se mezclan de tal modo en el escenario toledano que se hacen la misma cosa, indisoluble e inseparable. Y es así porque Galdós se deleita entretejiendo una tupida relación entre su mundo imaginario y el mundo real, hasta el punto de confundir la realidad literaria con la realidad cotidiana, sobre todo mezclando personajes reales con los literarios en espacios ciudadanos cotejables.

La actitud adoptada por el narrador en este libro es próxima y amable, con la intención de crear un ambiente conversacional, lo que permite pensar que Galdós está dialogando con un receptor o grupo de personas en un ambiente familiar y tono apacible, relajado de cosas externas y no comprometedoras. En fin, a través de lo que Galdós cuenta de Toledo en estos dos textos de Memorias de un desmemoriado –la sublime poesía que emana de sus iglesias y conventos; el prestigio de sus ilustres varones, la inmensa riqueza de tesoros artísticos que guarda y de sus grandes artistas; sus creencias populares rayanas, algunas, en supersticiones y milagrerías; la grandeza de sus instituciones seculares y religiosas, y la historia misma de la ciudad, condensación de la historia de España, etc.-, el lector percibe el exhausto conocimiento que el venerable maestro poseía de la ciudad; y por el modo conversacional y cálido se puede considerar claramente autobiográfico, una vez que lo referido ofrece la sensación de lo experimentado, de lo realmente vivido por el autor en Toledo, aunque algunos personajes de ficción, -hijos de su fantasía-, se mezclen y convivan con los auténticos nativos toledanos, con personajes de carne y hueso; es decir, con personajes unamunianos.

NOTAS

1 La relación literaria de Pérez Galdós con la ciudad de Toledo se inicia con Generaciones

artísticas en la ciudad de Toledo, escrita a lo largo de 1870, pero salió publicada por entregas

en el semanario madrileño Revista de España, una revista de pocos lectores, coincidiendo con el

nombramiento del escritor como director de dicho semanario. Tenía el autor 27 años, y ha

permanecido inédito como libro, aunque ampliado y enriquecido por el autor, hasta que en 1930

fue editada en el conjunto de Obra completa de Galdós preparada por Alberto Ghiraldo con el

título de Toledo. Su historia y su leyenda, y se puede considerar como el canto póstumo del

maestro a la ciudad que tan grata le resultaba. También de esta fecha es El audaz (1870), y en

varios Episodios Nacionales: Los Apostólicos (1879), Un faccioso más y algunos frailes

menos (1879) y Prim (1906). Pero es en Ángel Guerra (1991) donde expresa su gran homenaje

a Toledo, y Memorias de un desmemoriado (1916). También escribió artículos periodísticos

dedicados a Toledo, como «El Alcázar de Toledo», en La Prensa, 1887, recogido en Arte y

crítica: Obras inéditas II. Ed. Alberto Ghiraldo. Madrid. Renacimiento, 1923.

2 MARAÑÓN, Gregorio: «Galdós en Toledo», en Elogio y nostalgia de Toledo. Madrid. Espasa-

Calpe. Col. «Austral», núm.1643, pág. 172. Este libro es primordial para conocer la estrecha e

íntima relación entre Galdós y Toledo; también para amortiguar el republicanismo galdosiano y

para aproximar al venerable maestro a la confesión católica tradicional.

3 Esta primeriza obra de Galdós, Generaciones artísticas… la recopiló de la revista Alberto

Ghiraldi en el volumen VIII, 1924, de la obra galdosiana como Toledo, su historia y su leyenda,

Madrid. Renacimiento, obra en la que ya el venerable maestro denota que ha aprehendido lo más

notable del espíritu toledano, y le va a inspirar el argumento de Ángel Guerra y de otros escritos

toledanos.

4 Toledo, su historia y su leyenda, ob- cit., pág.44.

5 PÉREZ GALDÓS, Benito: «Fernández y González», en Arte y crítica. Obras inéditas X. Ed.

Alberto Ghiraldo. Madrid. Renacimiento, 1923.

6 PÉREZ GALDÓS, Benito: Toledo. Su historia y su leyenda. Ed. Alberto Ghiraldo, ob. cit.,

pág. 41.

7 La Esfera salía los sábados, profusamente ilustrada con grabados y fotografías, con artículos

sobre literatura contemporánea y monumentos y paisajes de España, También daba cuenta de la

actualidad europea y del deporte español y extranjero. Su primer número salió el 3 de enero de

1914. Para ver detalles sobre esta revista madrileña, véase «Galdós y lo autobiográfico: Notas

sobre Memorias de un desmemoriado», de Anthony PERCIVAL.

8 Véase a este respecto el artículo de Carmen MENÉNDEZ-ONRUBIA: «Las Memorias de

un desmemoriado de Galdós: Texto y contexto», en Actas IX Congreso Internacional

Galdosiano.

9 GÓMEZ APARICIO, Pedro: Historia del periodismo español. Madrid. Editora Nacional,

1974, pág. 547.

10 ALAS «CLARÍN», Leopoldo: «Benito Pérez Galdós», en Obras completas, I, Galdós. Madrid.

Renacimiento, 1912, pág. 7. Este artículo se encuentra recogido también en Benito Pérez Galdós.

Edición de Douglass M. Rogers. Madrid. Taurus, Col. El escritor y la crítica, núm. 62, 1973.

11 Es sabido que desde abril a junio de 1891 lo pasó en Toledo documentándose para escribir la

segunda parte de Ángel Guerra.

12 Se ha de señalar que los títulos de los capítulos de las Memorias… entregadas por Galdós a La

Esfera y publicadas entre marzo y octubre de 1916, los introdujo Alberto Ghiraldi, recopilador del

texto de La Esfera y editor de la obra como Memorias en 1930, en el vol. X de las Obras

inéditas de Pérez Galdós (Madrid. CIAP-Renacimiento), así como otras modificaciones y

alteraciones. Véase para este particular el artículo citado de Carmen MENÉNDEZ-ONRUBIA,

de donde tomo la cita.

 

 

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Las fiestas en la ciudad de Barcelona durante la ocupación napoleónica

La ocupación de Barcelona por las tropas napoleónicas del general Duhesme la tarde del sábado 13 de febrero de 1808, hasta su salida a finales del mismo mes de 1814 cuando la abandonaron los soldados del mariscal Suchet, introdujo un cambio en la administración municipal y en la vida cotidiana de los ciudadanos.

2El objeto de este artículo es explorar a partir del Diario que escribió el padre Raymundo Ferrer durante la ocupación, titulado «Barcelona cautiva»1, los cambios que se produjeron en la celebración de las fiestas, principalmente las religiosas, señalando las continuidades o discontinuidades con la situación anterior.

3Las fiestas tienen un papel fundamental en la vida colectiva donde se inserta el individuo, superando la rutina y cotidianidad a partir de actitudes y comportamientos que se distancian de él. La suspensión de las actividades laborales, la instauración de un ambiente de solemnidad, de distensión y de diversión, que se exterioriza en las manifestaciones públicas, ofrece la vivencia de un tiempo nuevo a la colectividad mediante un comportamiento individual sacralizante, capaz de superar las frustraciones, revigorizar al grupo y regenerar a los individuos2. Por otro lado la fiesta religiosa da un sentido trascendente a la vida temporal, máxime cuando arrecian las dificultades, como en tiempos de guerra, entonces la faceta religiosa alcanza su mayor intensidad.

4No se puede olvidar que las creencias forman parte del tejido de la vida cotidiana de la gente corriente y los símbolos religiosos hay que verlos desde la perspectiva de la antropología social y cultural como un medio de la representación y construcción activa de las relaciones sociales así como de su transformación3.

El trasfondo religioso de la contienda

5En la construcción del imaginario colectivo de los pueblos de Cataluña y de toda España, la visión de Francia y los franceses desde la Edad Media es negativa a causa de los conflictos y guerras que se sucedieron, entre ellas la de la Convención de 1793-95, o «Guerra Gran» en la denominación catalana. La francofobia sirvió para mantener viva en la colectividad la identidad propia, la defensa del territorio patrio, las costumbres y la tradición. Y el sentimiento español que se desarrolló de forma mayoritaria en Cataluña durante la llamada Guerra de la independencia o Guerra del francès de 1808-1814, en defensa del «deseado Fernando» como contrapunto a Napoleón, promovió sobre todo un sentimiento religioso cercano a una cruzada contra el «ateismo ilustrado y jacobino» de origen francés, que fue impulsado sobre todo por el clero regular4.

6La guerra se convirtió en una guerra de opinión y de propaganda y la Iglesia jugó un papel clave de mediación entre las nuevas autoridades creadas en torno a las juntas provinciales o corregimentales y el pueblo. La fuerza del sentimiento religioso estriba en su carácter eminentemente popular y fue utilizada y dirigida por el bajo clero en aras de la movilización contra los franceses, que habían «profanado» la independencia de la patria y sometido a su rey5. Iglesias y ermitas se convirtieron en verdaderos centros de socialización del conflicto a través de los sermones y de los catecismos, que presentan una imagen del adversario como enemigo de la religión y de la Iglesia. Y este sentimiento religioso que estaba asumido por todos los grupos sociales dio a la guerra un carácter de extraordinaria agresividad y violencia6.

7La cuestión religiosa no se puede obviar, máxime por los graves acontecimientos que se produjeron sobre todo durante los primeros meses de la contienda. Algunos soldados franceses, con el consentimiento de sus mandos o por su pasividad, atacaron de forma reiterada los símbolos religiosos que eran valores muy preciados por el pueblo. Se cometieron numerosos actos irreverentes de iconoclastia, como refiere en su Diario el padre Raymundo Ferrer, en menor grado en Barcelona donde se respetaron con cierta liberalidad los centros de culto y las prácticas religiosas:

«Quien lea la historia de España en tiempo de la invasión napoleónica, y vea templos profanados, santuarios arruinados, imágenes de Santos mutilados, Reliquias echadas por tierra, las Monjas dispersas, y los Frayles perseguidos de muerte, y sepa que los que cometieron tales barbaridades y sacrilegios fueron los que enteramente dominaron en Barcelona por 6 años cumplidos, no podrá menos de exclamar: !Oh templos¡ ! Oh Clero¡ !Oh Frailes¡ !Oh Monjas¡ !Oh Religión¡ ! Oh culto católico¡ ! Que persecución¡ ! Que exterminio¡ ! Que destrozos¡ !Que olvido de Dios y de los sacramentos. Pero nada de esto se verificó (como era de creer) por la bondad de Dios»7.

8Fueron saqueadas y profanadas, entre otras, las iglesias de l´ Arboç, Sant Boi, Sant Esteve de l´Ordal, Cervelló, la Palma, Vallirana, Molins de Rei, Calella, Mataró, Vallvidrera, Sant Julià d´Altura, Jonqueres, Granollers, Cerdanyola, Manresa, Monistrol, Castellbisbal, Cervera, Solsona, Vilafranca del Penedès, Bràfim, El Papiol, Monistrol d´Anoia, Centellas, Moià, Arbúcies, Gualba, Vilassar de Mar, Lleida y Tarragona.

9Al acabar la guerra las autoridades eclesiásticas autorizaron la celebración en las parroquias de actos litúrgicos especiales para desagraviar los ultrajes cometidos por las tropas napoleónicas en los lugares de culto. En LLeida incluso se estableció una fiesta anual el 14 de febrero de 1815, «en desagravio de los ultrages é injurias que hicieron los Franceses a nuestros Templos y Altares», coincidiendo con la huida de los franceses de la ciudad, que estuvo vigente durante gran parte del siglo XIX”8.

Consecuencias de la política religiosa

10¿Cuál fue la política religiosa del gobierno «intruso» en España y en Cataluña? Sin duda inició un proceso de reformas de la Iglesia inspiradas en el proceso de la Revolución Francesa. En los decretos de Cahamartín de Napoléon de 4 de diciembre de 1808 se vislumbra un duro golpe contra las clases privilegiadas. En lo referente a la Iglesia, se suprimió la Inquisición, incorporándose sus bienes a la Corona y los conventos se redujeron a una tercera parte, exclaustrándose los frailes regulares pasando sus pertenencias a manos estatales.

11Al decreto de 19 de agosto de 1809 relativo a la reducción de las comunidades religiosas de varones, que fueron obligados en su totalidad a secularizarse, hay que añadir el de 29 de noviembre del mismo año sobre el embargo de la plata de las iglesias. Sus bienes fueron desamortizados y los conventos se destinaron a cuarteles o edificios públicos, produciéndose abundantes rapiñas, que tuvieron nefastas consecuencias para el patrimonio artístico cultural9.

12En el caso de Barcelona se debe tener en cuenta que las autoridades francesas ordenaron el cierre de algunos templos y prohibieron el toque de campana, retirando sus badajos para evitar el toque de somatén, que era el sistema de defensa utilizado tradicionalmente en los momentos de dificultades en pueblos y ciudades ante la presencia de enemigos. También regularon los horarios de apertura de las iglesias con el fin de controlar la asistencia de los fieles, pues en ellas la resistencia organizó diversas conspiraciones contra los ocupantes que siempre fracasaron10.

13El general Duhesme tomó diversas medidas, entre ellas impedir la entrada de civiles a los conventos y registrarlos periódicamente en busca de armas que supuestamente escondían11. También utilizó en los primeros meses de la ocupación a los canónigos José Antonio Sagarriga y Pedro José Avellá para urgir a los predicadores que calmaran al pueblo. El mismo Vicario General de la diócesis Francisco Sans y Sala envió una circular a los sacerdotes para evitar que en sus sermones utilizasen expresiones que pudieran excitar los ánimos del pueblo y perturbar la tranquilidad pública. Lo cierto es que la medida no tuvo efecto, pues unos días después se vio obligado a retirar las licencias de predicación al padre carmelita calzado Esteban Dresyara porque a primeros de marzo de 1808 había pronunciado un sermón subido de tono en el monasterio cisterciense de Valldozella12.

14Las relaciones entre la autoridad eclesiástica y los militares franceses fue problemática en muchos casos y provocó la protesta del Vicario General al realizar frecuentemente registros en los conventos sin el permiso de la autoridad eclesiástica. Las autoridades francesas atribuyeron a los frailes y eclesiásticos la organización de la resistencia en Cataluña desde el principio. Así lo afirma el comisario de policía Mr. Hubert de Beaumont Brivazac en un informe que envió al conde Decaen, gobernador general de Cataluña, en el que califica a los monjes de «fanáticos revolucionarios»:

«Una muchedumbre de Frayles catalanes abandonaron el altar, y ciñeron el cinturón; pero no fueron afortunados. La principal pérdida precisamente cayó sobre ellos. Sus huesos blanquean aun los Campos de Molins de Rey, y a las orillas del Llobregat el Señor General Devaux y la División Chabran hicieron justicia de aquellos fanáticos revolucionarios. (...) ¡En el décimo nono siglo una cruzada! ¡Quando toda la Europa ilustrada de tanto tiempo á esta parte reniega de unas empresas tan contrarias á la verdadera piedad, como á la política y á la razón!»13.

El Carnaval y las fiestas religiosas

El Carnaval

15Las fiestas de Carnaval en los países de tradición católica, antes del inicio de la Cuaresma, siempre han gozado de popularidad y de simpatía frente a la prohibición y condenación de la Iglesia. Los festejos se convirtieron en un tiempo de ruptura y de trasgresión de la norma establecida por las autoridades e incluso de crítica social y de sátira. Su carácter efímero ha dejado, sin embargo, escasos documentos escritos y solo algunas referencias indirectas en el ámbito eclesiástico.

16Catorce días después de la ocupación de Barcelona, el domingo 28 de febrero tuvo lugar la fiesta de Carnaval en la que tradicionalmente el pueblo se entregaba al mayor regocijo e incluso a los desórdenes. Esta vez todo quedó en suspenso y aunque en las Ramblas hubo bullicio y juerga, en todo caso fue menor que la de años anteriores. Los bailes de máscara se suspendieron por mandato del Gobierno en espera de las órdenes que llegaran de París. A pesar de todo, por la noche se celebró un baile en la casa del Marqués de Villel en la que residía el general en jefe Duhesme, «para desvanecer toda sospecha y confirmar al pueblo de la buena armonía que reinaba entre las dos naciones»14.

17El cuadro que describe Raymundo Ferrer sobre las fiestas de Carnaval de ese año es el de una ciudad atemorizada por la ocupación militar, que no se atrevió a celebrar la fiesta en la calle pues estaba controlada por los ocupantes, más aún la gente se retiró a sus casas y acudió religiosamente a los templos15. Contrasta esta fiesta con la proclamación del príncipe Fernando como Rey, tras los sucesos de Aranjuez y la abdicación de Carlos IV del 18 y 19 de marzo. Tampoco hubo en Barcelona en esa ocasión manifestaciones públicas de regocijo, reduciéndose todo a súplicas y oraciones en las iglesias y conventos para solicitar la ayuda divina que llevara a buen puerto su reinado, pues los eclesiásticos tenían mucho que ganar, sobre todo la suspensión del proceso de la desamortización eclesiástica emprendida por Godoy en 179816.

18Al año siguiente de 1809 el lunes de Carnaval, 13 de febrero, coincidió con el aniversario de la ocupación de Barcelona y nada en el ambiente se parecía a una fiesta. Las Ramblas estaban solitarias, sin apenas gente, el teatro cerrado y de bailes nadie hablaba, por más que la policía había publicado una nota prohibiendo tales actos sin la correspondiente licencia. El ritmo de vida de la ciudad era similar al de otros días, tan solo había empezado en la Catedral la celebración de una novena en honor de la patrona, Santa Eulalia, que estuvo muy concurrida17.

19En 1810 sucedió lo mismo, el martes de Carnaval 4 de marzo no hubo «ninguna demostración de bulla, ni en la Rambla, ni en casas particulares». Tan solo Duhesme permitió la apertura del Oratorio de San Felipe Neri, al que pertenecía Raymundo Ferrer, que tuvo gran concurrencia de gentes a los actos religiosos. Hubo un baile oficial por la noche en casa del Intendente, al que solo acudieron oficiales franceses y empleados que entregaron a las señoritas un pequeño ramo de flores de seda, y después hubo una cena «sin excitar interés alguno sus circunstancias». Lo cual le congratula al eclesiástico: «¡Quanto se han complacido los político-pios Barceloneses al saber, que en dicho baile no se habia introducido ninguno de los fieles Conciudadanos!»18. Como contraste exalta la celebración del miércoles de ceniza, a la que concurrió mucha gente a las iglesias para oír el sermón tradicional de ese día.

20Por lo que respecta al Carnaval de 1811 también fue «silencioso» como los anteriores, no hubo bailes públicos sino alguno en casas particulares, «señaladas ya por sus empleos, o adhesión a nuestros opresores»19.

La Semana Santa

21La Semana Santa de 1808 fue muy deslucida. No hubo ni procesión de las palmas el Domingo de Ramos, 10 de abril, ni la de Jesús Nazareno el martes día 12. El Jueves Santo se celebraron en las iglesias las funciones con el mismo lucimiento que los demás años; pero por prudencia se suprimió la procesión que salía en este día de la Iglesia de Nuestra Señora del Pino. Los soldados franceses no participaron en ningún acto religioso y vistieron de manera ordinaria, si bien el capitán general Ezpeleta – que había consentido la ocupación de la ciudad- participó en el oficio de las «Estaciones». Las iglesias se cerraron por orden del Vicario General a las ocho de la tarde, adelantándose por ello los sermones, y la procesión general de ese día, «que con tanta majestad, como gusto y magnificencia se hacía», también se suprimió20. El Viernes Santo pasó sin pena ni gloria, como un día normal y al despuntar el alba el domingo 17 los franceses se sorprendieron por el ruido de los disparos de todo tipo de armas con motivo de la Pascua de Resurrección21.

22La Semana Santa de 1809 transcurrió de la misma manera. El Domingo de Ramos, 26 de abril, se celebró en todas las iglesias y en la Catedral las procesiones de costumbre, a excepción de la Iglesia de los padres Servitas. También se celebró ese mismo día una parada militar, a la que no asistió el general Saint-Cyr, y dos «opíparos» convites, uno en su casa y otro en la casa del conde de Centellas a la que asistió el general Duhesme22.

23El día de Jueves Santo careció de la solemnidad tradicional y en las iglesias no se hicieron los monumentos tan ostentosos. El de la Catedral se colocó en la capilla de San Olegario, con un dosel rojo carmesí bordado de oro y con alumbrado muy escaso, como en las iglesias de Santa María del Mar y en la del Pino. Los santos óleos, procedentes de la Catedral de Vic, fueron traídos a Barcelona por un sacerdote escoltado por soldados franceses y el Viernes Santo no hubo la procesión acostumbrada23. El Sábado Santo, 1 de abril, tampoco repicaron las campanas por la noche en la vigilia pascual, y después de la misa, a las 23 horas, se disparó a destiempo una salva. En la Catedral y demás iglesias se cantaron los oficios divinos el día de Pascua con mayor ó menor pompa, según las circunstancias particulares de cada iglesia. En la de San Francisco de Asís acudió el general Saint-Cyr con uniforme de gala, con la plana mayor del Ejército, en medio de dos compañías de granaderos. Tras la misa, hubo parada militar en las Ramblas, en la que participaron 1.200 infantes, 200 coraceros y cuatro piezas de artillería24.

24Tampoco hubo procesión de tarde el Domingo de Ramos de 1810 (15 de abril) y por la mañana se celebró la bendición y procesión de ramos en todas las iglesias. El lunes impuso por la fuerza el Gobierno, como Dignidad de Sacristán de la Catedral, a Mr. Voisin, capellán de honor del mariscal Duhesme25. El Jueves Santo, 19 de abril, se celebró las funciones religiosas en la Catedral con toda la solemnidad, si bien no acudió la corporación municipal, y el sencillo monumento se colocó en la capilla de San Olegario con un dosel y 28 luces. En las iglesias se solemnizó el día con la pompa que permitió las circunstancias, faltando sacerdotes en algunas de ellas, sobre todo en la de los Capuchinos que sólo había dos religiosos sacerdotes, y otras estaban cerradas. La novedad de este año fue que el gobernador Lacombe Saint Michel decidió visitar como era costumbre ese día algunas iglesias, entre ellas la Catedral, aunque al final no lo pudo ejecutar por la alarma suscitada al aparecer en la costa un grupo de barcos de vela, supuestamente de los enemigos. Las iglesias permanecieron abiertas desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y no se realizaron procesiones26. El Viernes Santo hubo funciones religiosas en todas las iglesias con la solemnidad acostumbrada, pero en ningún oficio de las «Peroraciones» se mencionó al rey José I ni a Napoleón, supliéndose el vacío de Regem nostrum N. con las expresiones de Devotisimum, ó Catholicum, «por el qual entendían el cautivo y amado Fernando VII»27. Era una forma de demostrar el no reconocimiento de la dinastía impuesta por la fuerza. Tampoco hubo ese día procesión. El Sábado Santo, 21de abril, ni siquiera sonó una campana anunciando la Pascua, ni hubo salva como el año anterior, prueba de la volubilidad de los «opresores», y el domingo 22 el gobernador intruso Lacombe Saint Michel, con el Ayuntamiento, asistieron a la misa mayor de la Catedral. Lo que extrañaron todos es que no hubiesen acudido a las funciones de Jueves y Viernes Santo.

El Corpus

25La fiesta tradicional del Corpus, que se celebró el jueves 16 de junio
de 1808 en todas las iglesias, estuvo muy deslucida por los acontecimien-
tos de la segunda batalla del Bruc, que comportó la llegada de las tropas francesas de Schwartz a Barcelona tras su derrota y por las acciones que emprendieron en Mataró, El Masnou y la costa del Maresme. La procesión general se hizo tras la misa mayor dentro de la Iglesia de la Catedral y sus claustros, a la que asistió el Cabildo y el Ayuntamiento. El pueblo manifestó tristeza al no tener la fiesta la magnificencia y solemnidad de costumbre
28. Lo mismo aconteció en la fiesta de la octava del Corpus el día 23 de junio, que se celebró una procesión en las parroquias alrededor de la iglesia, con mucha tristeza por las noticias tan negativas que llegaban de los acontecimientos del Maresme29.

26El 1 de junio de 1809 se celebró la fiesta del Corpus de forma muy parecida, aunque con mayor pompa dentro de la sencillez: tras la misa mayor tuvo lugar la procesión por dentro de la iglesia, llevando el palio los sacerdotes. No tuvieron ningún papel los nuevos regidores del Ayuntamiento y las iglesias permanecieron abiertas hasta las 18 horas. En la parroquial de Santa María se hizo lo mismo, con la exposición del Santísimo durante la misa y por la tarde vísperas. En todo caso no hubo ni música, ni campanas, en un ambiente triste: «No es fácil pintar -escribe R. Ferrer- la tétrica sensibilidad, que infunde en el ánimo de los Barceloneses esta sencillez y quietud en día tan santo y de tanto júbilo, pues ni se oye un instrumento músico, ni una sola campana»30.

27En 1810 se produjo un cambio muy ostensible en la celebración del día de Corpus. El Vicario General Francisco Sans, informó a los párrocos y ecónomos que debían de asistir a la procesión general del Corpus. A las seis de la mañana se anunció la fiesta con una salva, otra a las nueve al cerrarse las puertas de la ciudad y la tercera a las once al salir la procesión. Según el programa de la ceremonia religiosa inspirado por el gobernador St. Hilaire, las tropas vestidas de gala formaron a las nueve horas en la plaza de la Catedral y dos columnas de soldados franqueaban las calles por donde trascurrió la procesión (Santa Lucía, Obispo, San Jaime, Libretería y Plaza del Rey). Las autoridades militares ocuparon los bancos situados en la parte del Evangelio y las civiles en el de la Epístola. En la procesión las autoridades se situaron detrás del Santísimo en el siguiente orden: el gobernador acompañado de los generales, comandante de la plaza y de los oficiales del Estado Mayor; el corregidor acompañado del presidente de las Cortes de Apelación y Criminal, Tribunal Civil, comisario principal de policía, presidente del Tribunal de Comercio y Municipalidad; los oficiales de los diferentes cuerpos de la guarnición fuera de servicio; las Cortes de Apelación, la Criminal, el Tribunal Civil, el cuerpo Municipal, el Tribunal de Comercio, los jueces de paz y los comisarios de policía. Una compañía de granaderos iba en fila a la derecha e izquierda y un pequeño piquete de caballería cerraba la marcha después de las autoridades. Tanto el corregidor como el comisario principal dieron las órdenes oportunas para que el acto se celebrara con la pompa y magnificencia debida y las calles estuvieran bien barridas y adornadas.

28No pasa desapercibido al padre Raymundo Ferrer la actitud novedosa del gobierno intruso en la procesión. El Ayuntamiento pagó la iluminación de la Catedral y los soldados tuvieron un comportamiento respetuoso, si bien acudió poca gente y menos clérigos y representantes de los gremios que otros años31.

Santiago y la Inmaculada

29La fiesta en honor de Santiago, patrón de España, se celebró el 25 de julio de 1808 con gran solemnidad en la Iglesia de Santa María del Pino32. En la fiesta de la Inmaculada, el jueves 8 de diciembre, no hubo función religiosa extraordinaria en la Catedral como años anteriores y se cerró muy pronto al público. La sensación era de tristeza, pues no hubo redobles de campana en las iglesias ni alegres himnos ni cánticos sonoros y el Ejército español que sitiaba la ciudad se limitó tan solo a lanzar una salva en honor de la Virgen33. Precisamente ese mismo día un bando del general Lechi, gobernador de la plaza, ordenó el cierre de las iglesias y conventos de la ciudad desde las cuatro de la tarde hasta las ocho de la mañana. La fiesta de la Inmaculada se vio también deslucida en los años posteriores: en 1809 hubo una salva en honor de la Virgen y en 1810 la procesión se hizo dentro de la Catedral sin pompa alguna y no acudieron los concejales «afrancesados» del Ayuntamiento34.

Navidad

30La fiesta de Navidad careció también de prestancia el año de 1808. La Misa del Gallo la noche del 24 de diciembre no se pudo celebrar por estar cerradas las iglesias y tuvo lugar a las seis de la mañana el 25, día de Navidad, celebrándose la misa de la aurora. Hubo mucha quietud y concurso de gentes, pero a pesar de la solemnidad no repicaron las campanas, lo que infundió mucha tristeza en un día que era de alegría35. En 1809 la Navidad tuvo mayor realce por la presión del general Duhesme, que se trasladó con su séquito a la Catedral para asistir a la misa. Había amenazado al Cabildo Catedralicio que si no se disponía la Iglesia «con la pompa, magestad e iluminación, de lo contrario, los tendría por sospechosos, y serian tratados militarmente». También acudió el Ayuntamiento en pleno, pero muy poca gente, no en cambio en otras iglesias como las de Belén y Santa María del Mar donde asistieron muchos fieles36. En 1810 en la Catedral se cantaron las solemnes vísperas de Navidad el día 24 y el 25 se celebraron en todas las iglesias la solemnidad de la fiesta religiosa, acudiendo un elevado número de personas. A la Catedral asistieron a la misa mayor los regidores presididos por el Intendente Mr. de Lupe que hacía la función de alcalde («maire»)37.

La nueva fiesta de San Napoleón

31El cambio introducido fue la celebración el día 15 de agosto, fiesta tradicional de la Virgen, dedicada ahora en honor del Emperador San Napoleón. La orden del cuartel general señalaba la fiesta de cumpleaños de S.M. el Emperador y Rey y la celebración de San Napoleón. La víspera, el 14 por la tarde, se anunció el evento con una salva de 100 cañonazos y al día siguiente al alba se hizo lo mismo. A las 10,30 horas se formó un cortejo con las autoridades españolas y francesas y se realizó un desfile militar. Un destacamento de cada cuerpo junto con el Ayuntamiento en pleno asistió a la misa en la Catedral donde se cantó un Te Deum, y a la señal convenida se disparó otra salva de 100 cañonazos. Para realzar la fiesta se convidó a los franceses a asistir a dicho acto y a iluminar por la noche sus fachadas, a su vez los soldados recibieron ese día doble ración de vino38. Lo que llama la atención es el opíparo convite de 40 cubiertos que ofreció el general Lechi a las autoridades, amenizándolo con una música militar marcial y dulce. Por la noche hubo iluminación en las casas de franceses empleados o afrancesados, siendo las más vistosas la de la casa del general Lechi en la calle Ancha y la del pagador del Ejército francés en Escudillers. Lo importante es que el Ayuntamiento se negó a poner iluminarias:

«Si en alguna casa particular se ha visto alguna luz, se ha conocido bien, que mas era por burla, que por obsequio, pues lo sucio del papel y lo melancólico de la luz (por escasear algun quarto de aceyte) no indicaban otra cosa. El haberse negado á hacerla el Muy Ilustre Ayuntamiento, según se vé de la contextacion expresada, y el repetir en ella, que sin órden expresa de la Superioridad no podian hacer iluminaciones, manifiesta, que no reconocen otro Gobierno que el Español»39.

32El Diario de Barcelona recoge la noticia del itinerario por donde transcurrió la comitiva: salió de la casa del Gobernador, pasando por Las Ramblas, Puerta Ferrisa, Plaza Nueva y la calle que conduce a la Catedral; la vuelta se hizo por la calle del Obispo, Ancha y San Francisco. Otros datos se refieren a la misa, Te Deum, las iluminaciones que debían de poner en las casas hasta media noche y los fuegos artificiales como final de la fiesta40.

33En 1809 se utilizó el mismo protocolo para la celebración de esta fiesta y se añadió un convite organizado por el cónsul francés, canciller Dorsenac, dirigido a todos los franceses residentes en la ciudad. Llama la atención que toda la propaganda se dirigió a los franceses y se publicó en el Diario de Barcelona solo en lengua francesa, lo que demostraría según Raimundo Ferrer el poco apoyo que tenía esta fiesta entre los barceloneses. En el citado Diario de 1809, 1810 y 1812 apareció el nombre de San Napoléon junto al de la Asunción de la Virgen y en este último año apareció primero el de San Napoleón, en cambio en 1813 sólo se menciona la festividad de la Virgen. Todo ello se puede interpretar como muestra de la «volubilidad de los franceses» y del poco eco que tuvo la fiesta de San Napoleón en Barcelona41.

34Por la noche hubo fiesta con música en casa del general Duhesme y en otras de varios generales, comisario de policía (Casanova), cónsul y corregidor (Uranx d’Amelin) hasta altas horas de la mañana. Los músicos se vieron forzados contra su voluntad a participar en estos actos y algunos no probaron bocado alguno, «frenéticos por haber de cooperar con su habilidad á fiestas tan opuestas á sus opiniones». En los actos religiosos celebrados en la Catedral, muchos canónigos y beneficiados excusaron su asistencia por indisposición, actuando como maestro de ceremonias el capellán de honor Mr. Agustin de Pierre. Acudió escaso público a la ceremonia y muchas personas de la administración con sus mujeres, que al decir de Raymundo Ferrer algunas «usando de la libertad galicana, asistieron con sus vestidos de color, y con sus gorros ó nada en la cabeza, y… con bastante indecencia». De nuevo, tras él Te Deum, los capitulares se negaron a que el celebrante pronunciara la oración Pro Imperatore y el maestro de ceremonias introdujo la expresión Pro gratiarum actione, que se podía entender también «por las felices armas Españolas en Talavera»42. Los espectadores que estaban apostados en las calles para ver pasar la comitiva tras los actos religiosos mantuvieron una clara actitud de pasividad o de rechazo con gestos como el no quitarse el sombrero a su paso, a pesar de las indicaciones que en este sentido hizo el regente Madinabeytia. Tampoco asistió al almuerzo del medio día ninguno de los vicarios generales ni otros eclesiásticos. Ese mismo día se distribuyó por la ciudad una proclama del comandante británico, que incitaba a la resistencia.

35La fiesta anual del Emperador Napoleón en 1810 se anunció con salvas de artillería el 15 de agosto; a las 12 se cantó en la Catedral un Te Deum y asistieron todas las autoridades civiles y militares presididas por el gobernador Mauricio Mathieu, incluso el ex-corregidor Pujol y el ex-comisario general de policía Font Closas, que habían sido apartados de su cargos por corrupción. Las calles donde pasó la comitiva estaban limpias e iluminadas por orden del comisario general de policía. Pero faltó la ostentación del año anterior: «Ni con tanta pompa, ni con tanto boato, ni tropa como el año último. Nadie ha extrañado la falta de esta, porque sabemos, que ha salido casi toda la (tropa) disponible hacia el Llobregat»43. Por la noche hubo una sesión de teatro con un amplio programa: zarzuela en dos actos, el Shaskespeare enamorado (comedia en un acto) y Furores del amor, tragedia burlesca de siete escenas. Por la noche en la Rambla de Santa Mónica se disparó un fuego artificial, simulando un surtidor de un jardín, que duró un cuarto de hora. Por su parte el administrador General de Correos compuso una oda en su honor, «su nombre es inmortal»: Sur l´anniversaire du 15 aöut, tour de la naissance et de la féte de Napoleón Le Grand44.

36En 1812 para celebrar con pompa y esplendor esta fiesta se dispuso que los coliseos de la ciudad dieran una representación gratuita, destinándose las lunetas para sargentos y soldados, los palcos bajos, primer piso y anfiteatro para las personas que la autoridad destinara y el resto para el público45. También se celebraron fiestas con motivo del cumpleaños de la Emperatriz, con fuegos artificiales en las Ramblas46.

Conclusiones

37Barcelona y la Cataluña sometida al dominio francés, segregada de España en 1810 y anexionada a Francia en 1812, estuvieron controladas por los generales y mariscales napoleónicos y no por el nuevo rey impuesto, José I Bonaparte. En cuanto a las fiestas religiosas hubo una clara continuidad con las tradicionales, Navidad, Semana Santa y Corpus, aunque perdieron lustre y boato por las circunstancias. La del Corpus buscaba llevar la conmemoración a la ciudad, imponiéndose la decoración de ventanas y balcones, para sacralizar de esta forma el territorio urbano.

38La presencia francesa en la ciudad y la celebración de las fiestas nada tiene que ver con la «Fiesta de la Revolución del Año II», encaminada a hacer del pueblo francés actor y no espectador del acontecimiento, integrando la fiesta y el arte en el movimiento general que llevaba al pueblo hacia la libertad y la regeneración. Las fiestas, en las ciudades ocupadas, tanto en Barcelona como en Sevilla, Zaragoza o Madrid, no fueron nunca «laboratorio» donde desarrollar proyectos de grandes coliseos, circos, templos o cualquier otra referencia a la «Nueva Roma» que se buscaba durante la Revolución Francesa o el culto al Emperador (Napoleón I)47. La nueva fiesta introducida en honor de San Napoleón el 15 de agosto nunca desplazó a la de Virgen de Agosto tan tradicional en los pueblos y ciudades de España.

39Es cierto que se crearon cafés, billares o librerías nuevas en las ciudades ocupadas y se adecuaron algunos espacios de los conventos e iglesias para fines sanitarios o militares. Durante estos años se celebraron en las iglesias de estas ciudades numerosos actos en favor de la paz, pero las fiestas religiosas mantuvieron el significado que tenían en el Antiguo Régimen.

40Los ocupantes se dieron cuenta de la importancia que tenía la religión en toda España. En Cataluña intentaron atraerse a los catalanes a partir de 1810, no solo con la utilización del catalán en el Diario de Barcelona, convertido en Diari de Govern de Catalunya i Barcelona, sino con una política más favorable a todo lo relacionado con la religión. De esta manera el general Lacombe Saint-Michel, lugarteniente de François-Charles Augereau (duque de Castiglioni), siguiendo muy probablemente las instrucciones de Macdonald, restableció – como se ha indicado – la fiesta del Corpus en Barcelona ese año con una brillantez extraordinaria. Él mismo, la oficialidad y todas las autoridades y los organismos afrancesados, asistieron vestidos de gala a los actos religiosos junto con la tropa.

41En Barcelona las prácticas religiosas se hicieron con normalidad, aunque sin la solemnidad de antes, como las cuarenta horas, los octavarios y las novenas, y los ejercicios diarios de oración mental practicados en la Iglesia del Oratorio San Felipe Neri. Algunas iglesias se cerraron al culto y se dedicaron a actividades de tipo militar o simplemente se utilizaron como almacenes. A principios de 1812 solamente continuaban cerradas ocho iglesias: San Agustín, San Antonio Abad, San Lázaro, Santa Mónica, Espíritu Santo, San Sebastián, Junqueras y San Francisco de Paula. El número de clérigos, a pesar de los que habían huido de la ciudad, era importante: 120 sacerdotes seculares, 107 religiosos y 369 monjas48. La reflexión de Raymundo Ferrer es incisiva:

«Si miramos á Barcelona à principios de 1812 baxo el punto de vista religioso ciertamte. q. no podremos menos de alabar la misericordia del Señor, pues que continuando á estar supeditada por unos enemigos tan barbaros como irreligiosos, no se reparaban ningunas trabas en el Culto Católico, exerciendose todas sus funciones con publicidad, y ostentación, pero esta ceñida a la escasez de los tiempos, y aquella como en tiempos mas felices»49.

42El clero de Barcelona boicoteó de forma reiterada a los franceses en sus fiestas, en sus personas y en la administración. Así, la Catedral tenía el adorno ordinario en la fiesta del 15 de agosto de 1809 en honor de San Napoleón y a ella asistieron pocos canónigos y beneficiados50. Del mismo modo el año anterior el Vicario General se negó a asistir ese mismo día a la comida preparada por las autoridades después del oficio religioso. El boicot a las personas se hizo al negarse a reconocer los nombramientos hechos por las autoridades francesas de algunos eclesiásticos, como el caso del prior francés Joan Affré que Duhesme quería investirlo como canónigo. Y el boicot administrativo lo ejercieron los párrocos de Barcelona al negarse en 1809 y 1810 a confeccionar una lista-registro del cumplimiento pascual, como era costumbre, para así no dar ninguna información a los ocupantes sobre la población51. Tampoco utilizaron el papel sellado dispuesto por el Gobierno intruso para los asuntos eclesiásticos52.

NOTAS

1 R. Ferrer, Barcelona cautiva, ó sea Diario exacto de lo ocurrido en la misma ciudad mientras la oprimieron los franceses, con una idea mensual del estado religioso-político-militar de Barcelona y de Cataluña, 7 Vols., Barcelona, Oficina de Antonio Brusi, 1815-1821. En los textos citados se conseva la grafía original.

2 A. A. Nascimento, A festa: entre exuberancia e celebraçâo, en C. Guardado da Silva (coord.) História das festas, Câmara Municipal de Torres Vedras, Ed. Colibrí, 2006, pp. 9-10.

3 H. Medick, «Els missioners en la barca de rems? Vies de coneixement etnològic com a repte per la historia social», en A. Colomines, V. S. Olmos, edts. Les raons del passat. Tendències historiogràfiques actuals, Catarrosa- Barcelona, Ed. Afers, 1998, pp. 168-169.

4 A. Moliner Prada, «La elaboración del mito absolutista del “deseado” Fernando», en Josep Fontana. Història i projecte social, Barcelona, Crítica, 2004, Vol. 2, pp. 952-967; Id. «La Imagen de Napoleón en España en la Guerra de la Independencia (1808-1814)», en Napoleâo, História e Mito (coord. de António Ventura), Centro de História da Universidade de Lisboa, Caleidoscópio, 2008, pp. 65-101.

5 M. Moreno Alonso, Los españoles durante la opcupación napoleónica. La vida cotidiana en la vorágine, Málaga, 1997, pp. 189-195.

6 A. Moliner Prada, «El papel de la Iglesia en la Guerra de la Independencia: de la movilización patriótica a la crisis religiosa», en La Guerra de la Independencia en Málaga y su provincia (1808-1814), Málaga, Diputación de Málaga, pp. 277-304; Id. Catalunya contra Napoleó. La Guerra del Francès (1808-1814), LLeida, Pagès Editor, 2007, pp. 35-42.

7 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Barcelona, Vol. 1, Prólogo, pp. XX-XXI.

8 R. Gras de Esteva, Notas sobre la dominación Francesa en Lérida, Lérida,1910, pp.120-121.

9 J. Sanz y Mª L. Sánchez, Monjas en guerra, 1808-1814. Testimonios de mujeres desde el claustro, Madrid, Castalia, 2009, pp. 182-183.

10 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Vol. 1. pp. 489, 491, 549, 569 y 607.

11 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, pp. 229, 244, 250, 252, 254. 258 y 271.

12 J. Bada, L´església de Barcelona en la crisi de l´ antic règim (1808-1833), Barcelona, Ed. Herder, 1986, pp. 175-176.

13 Mr. H. de Beaumont Brivazac, Historia de las conspiraciones tramadas en Cataluña contra los exércitos franceses, Vol. 1, Impr. J. Alzina i P. Barrera, Barcelona, 1813, p. 87.

14 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1. p. 26.

15 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1. p. 33.

16 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1. p. 55.

17 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, p. 118.

18 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, pp. 207-210.

19 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol 7, p. 242.

20 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 66.

21 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 70.

22 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, pp. 194-195.

23 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, pp. 196-198.

24 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, pp. 241-142.

25 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, p. 300.

26 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, pp. 304-306.

27 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, pp. 306-307.

28 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 169.

29 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 185.

30 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, p. 455.

31 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, pp. 460-461.

32 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 263.

33 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, pp. 562-563. (...«silencio en la Iglesia, silencio en el campanario, soledad en los cláustros, soledad casi eterna en la Iglesia, pues pocas son las horas que queda abierta. ¡Gracias á nuestros opresores!»).

34 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 6, pp. 442-443.

35 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, pp. 607-608.

36 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 4, pp. 423-427.

37 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 6, p. 456.

38 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, pp. 320-323.

39 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 1, p. 325.

40 Diario de Barcelona, 15 de agosto de 1808, p. 996.

41 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 4, p.120.

42 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 4, pp. 120-122.

43 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, p. 123.

44 R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 5, pp. 225-226.

45 Diario de Barcelona, 13 de agosto de 1812, p. 4 y 14 de agoto de 1812, p. 3.

46 Diario de Barcelona, 25 de agosto de 1813, p. 3.

47 C. Sambricio, «Fiestas, celebraciones y espacios públicos en el Madrid josefino», Ponencia presentada al Congreso La Guerra de Napoleón en España. Reacciones, Imágenes, Consecuencias, celebrado en Alicante, Junio de 2008 (Actas en prensa).

48 En enero de 1809 el número de monjas ascendía a un total de 402. Cf. R. Ferrer, Barcelona cautiva, vol. 3, p. 42.

49 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Manuscrit 1803, «Idea del Estado de Barcelona y Cataluña á los principios del Año 1812» s/n (Biblioteca Universtaria de Barcelona).

50 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Vol. 4, pp. 121-123.

51 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Vol 3, pp. 63, y Vol 5 pp. 147 y 148.

52 R. Ferrer, Barcelona cautiva, Vol 6, p. 100.

Referência do documento impresso

Antonio Moliner Prada, «Las fiestas en la ciudad de Barcelona durante la ocupación napoleónica», Ler História, 58 | 2010, 137-151.

Referência eletrónica

Antonio Moliner Prada, «Las fiestas en la ciudad de Barcelona durante la ocupación napoleónica», Ler História [Online], 58 | 2010, posto online no dia 07 dezembro 2015, consultado no dia 12 março 2023. URL: http://journals.openedition.org/lerhistoria/1205; DOI: https://doi.org/10.4000/lerhistoria.1205

·         Quijada Álamo, Diego . (2022) Las fiestas reales del dominio napoleónico en Castilla. Un modelo urbano para su estudio (PalenciaAutor

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