jueves, 24 de mayo de 2018


(1) VICENTE BLASCO IBAÑEZ

VIAJE AL ORIENTE 1907



LOS BALCANES

El tren deja atrás Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro, y la ciudad de Carlowitz, célebre por su tratado de paz entre Austria y Turquía y por ser cuna del poeta serbio Branco Randichevié.
            En los corredores de los vagones suena un ruido de sables, y un capitán del ejército serbio, seguido de varios gendarmes, va pidiendo el pasaporte a los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En adelante, imposible viajar, ni aún moverse, si exhibir a cada momento el pasaporte, contestando a bulto las preguntas del policía, a quien no entendéis y que no os entiende.
            Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balcanes, con sus pequeños y revoltosos estados. Pasamos el Save, amplio afluente del Danubio, y la ciudad de Belgrado, capital de Serbia, aparece sobre un promontorio, dominando con su antigua ciudadela turca la confluencia de los dos ríos.
            Al apearme en la estación, gran extrañeza de los viajeros, todos los cuales van directamente a Constantinopla, y de los mismos servicios que llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme o de paisano, simples curiosos habituados a ver pasar con frecuencia los trenes de Oriente sin que a ningún extranjero se le ocurra detenerse en su capital.
            Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven a examinar mi pasaporte varios oficiales d gendarmería y un comisario joven, de largo gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un cráneo puntiagudo y pelado. Es el sabio de la Compañía. Después de examinar largamente el papel, atina con la nacionalidad.
            -Spaniske!...- exclama con cierto asombro.
            ¡Un español en Belgrado!... Y la pregunta, que parece reflejarse en los ojos de los oficiales serbios, la formula el policía en una jerga mezcla de italiano y serbio. Los asombra mi propósito de entrar en Belgrado, y aún se extrañan más al enterarse de que es sólo un capricho, una curiosidad de viajero. Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no tiene otro objeto que de ver de cerca el Konak, el trágico palacio, donde hace cuatro años fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga por los oficiales sublevados.
            Los nuevos gobernantes de Serbia viven en perpetuo recelo. Bien se nota en la precauciones de la Policía y en su deseo manifiesto de aislar al país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el ejército, que le dio inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía en un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces; pero a pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un hijo natural de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado Alejandro, y al cual educan para pretendiente, y que, cualquier noche un grupo de oficiales que se juzguen ofendidos pueden reunirse en el Casino Militar, inmediato al Konak, y entrar en ésta a sable en mano, como entraron hace cuatro años.
            Al fin, el bicho raro, el spaniske, puede entrar en la ciudad dentro de un coche de alquiler, que salta sobre el suelo mal empedrado y pendiente de las calles empinadas. Las casas son bajitas; las calles oscuras. A grandes trechos, farolas de electricidad, como para fingir una civilización occidental; pero su luz turbia se pierde en las tinieblas de Belgrado, haciendo aún más palpable su lobreguez. La capital de Serbia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española; algo así como un Gobierno Civil de quinta clase, o una de esas poblaciones episcopales sin otra vida que la que le proporcionan el palacio del prelado y el Seminario. Aquí, el obispo que da importancia a la ciudad es un rey.
            Ni un transeúnte en las calles. Son las diez de la noche, y Belgrado está muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cobertizo o en el quicio de una puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor guardada. El gendarme serbio da una alta idea del país, con su aire arrogante de funcionario bien mantenido y su uniforme azul oscuro con vueltas encarnadas, altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión insolente de bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una fisonomía y un alma lo mismo que las personas, y el revólver que llevan al cinto los gendarmes serbios parece suelto y vivo dentro de su funda. Los que piensen conspirar contra el anciano Pedro Karageorgevich tienen que pasarlas muy duras.
            Encuentro abrigo en el hotel de los Balcanes, especie de posada a pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza a media docena de popes griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz, con la aceitosa cabellera bellota. Más allá llenan varias mesas como dos docenas de oficiales de diversos y vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises o azul celeste, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación. En las otras mesas, simples paisanos, acompañados de sus mujeres e hijas, beben con cierto recogimiento respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna palabra con los sacerdotes y los soldados.
            Son tenderos judíos o griegos, que saben venerar a estos firmes pilares de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hacen que prosperen a costa de los pobres campesinos serbios. Muchos de ellos se animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un castellano fantástico, mezcla de palabras anticuadas y de voces orientales.
            -Yo español… Los mayores, de allá… Espanya, terra bunita.
            Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen señalando al vacío, como si viesen a los mayores en su éxodo doloroso al ser expulsados de la terra bunita, y acaban por mirarme con la misma expresión que a los popes y a los fierabrás uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con amenazas de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza acobardada por luengos siglos de palos y despojos, no impide a estos dulces españoles que al día siguiente le suelten al compatriota moneda falsa en sus tiendas, o les hagan pagar doble el paquete de cigarrillos o la tarjeta postal.
            En la plaza del Mercado, poco después de la salida del sol, puede apreciarse el carácter pintoresco que aún guarda el pueblo serbio. Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro largos palos, de los que penden en balanza verduras, frutas o volatería. Los hombres, de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro nacional, una tiara de felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen unas faldillas blancas que ocultan los bombachos y dejan al descubierto unas polainas de piel de cordero, ceñidas por las correas de puntiagudas abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con pañuelos puestos a la oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de amplias mangas, y sobre la ropa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada a guisa de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores semejante a un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca, el pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones guerreras. En vano ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización occidental, con sus tranvías, sus alumbrados, sus tiendas, sus periódicos y su único teatro. El pueblo serbio nos es más que una tribu belicosa que cultiva la tierra.
            La tragedia del Konak debió de parecerle el suceso más natural del mundo. Matar a unos reyes para poner a otros en su sitio, es un hecho vulgarísimo en Serbia. Alejandro no fue el primer soberano asesinado, ni será, ciertamente, el último.
            Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir por las calles al lado de un oficial o de un pope. Los sacerdotes son innumerables, y en cuanto a militares, se ven, relativamente, más en Serbia que en Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules; popes con faja y sin ella, con grandes pectorales o con una simple cruz, y los uniformes militares son tan incontables que, dada la pequeñez de Serbia, hay que creer que cada regimiento usa traje distinto. Pero todos los serbios, vistan como vistan, lo mismo los que imitan las modas occidentales, con la exageración propia de una ciudad de provincia, que los que siguen fieles a los antiguos usos; así los sacerdotes, los militares, los estudiantes, saturados de teología ortodoxa y los altos empleados del Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París, todos tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento, adivinándose que una ligera raspadura para dejar al descubierto al bárbaro, al serbio belicoso de otros tiempos, que fue el más implacable de los guerreros.
            Mi curiosidad me lleva hasta el Konak, un palacio no más grande que cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los servicios de la vida moderna, manteniendo además, por halagar el sentimiento nacional, un gran ejército, no permite a sus soberanos grandes lujos.
            Recuerdo que fueron asesinados Alejandro y Draga, al hacerse el inventario de la aventurera, de la Mesalina odiada por el pueblo, su ajuar resultó más insignificante que el de una mediana cocotte. Creo que, entre nuevos y usado, sus vestidos no pasaban de media docena. Su dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en los cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se encontró abierta una novela de Anatole France, que estaba leyendo en el instante que entraron los oficiales, sable en mano, para hacer pedazos a ella y a su esposo. Seguramente que este volumen era el único libro francés que existía en Belgrado.
            Paso un día entero aburridísimo en la capital de Serbia, aguardando la noche para tomar otra vez el tren de Oriente, Belgrado me parece una odiosa población de provincia. Militares por todas partes, con su aire de perdonavidas; popes que van de café en café, empinando el codo; señoritas de ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean por la calle principal seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de música que toca en el jardín de la Ciudadela.
            Salgo de la ciudad con el propósito de visitar, en una llanura lejana, la famosa Torre de los Cráneos. Los turcos, para intimidar a los belicosos hijos del país, que los molestaban con una incesante lucha de guerrillas, elevaron la torre, cubriendo sus paredes con cráneos de serbios desde los cimientos a las almenas. Hoy los cráneos han sido enterrados por la veneración patriótica; pero la torre sigue en pie, mostrando en su argamasa los innumerables alvéolos que contenían las calaveras.
            Al ir a la estación y ver por última vez las calles de Belgrado, paso ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los anuncios de la función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos a 24 de agosto de 1907, cuando yo creía vivir el 6 de septiembre. El calendario de la religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por el país de los Balcanes.

LOS TURCOS


Un río, el Maritza, el Ebro de los antiguos, padre o abuelo, por el nombre de nuestro río aragonés y en cuyas orillas destrozaron las Furias al dulce Orfeo, corre con grandes tortuosidades por el territorio de Serbia y Bulgaria, cruza la Rumelia, y penetra en la Turquía europea. Allí donde alcanza la benéfica influenza de sus aguas, el suelo balcánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las orillas de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña un agua roja que arrastra la envoltura de la tierra de las montañas. En los extensos prados pacen salvajes potradas o rebaños de bueyes con las astas achadas atrás, en compañía de corderos enormes, de cuernos retorcidos.
            En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia crece el arroz; en los campos secos se esparcen las viñas que producen el vino de los Balcanes, único que beben los cristianos y judíos del Imperio turco. Las aldeas apenas si sobresalen, con débil relieve, sobre el fondo rojo de los montes, faltas de campanarios o de minerales, con la llana monotonía de la religión griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio.
            Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque sus habitantes parecen de carácter más dulce. Su Gobierno, dirigido por un príncipe de origen francés que ha vivido largas temporadas en París, muestra gran empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores edificios de Sofía son la Escuela de Medicina y la Imprenta Nacional, de donde salen publicaciones. Esto, en un país como el de los Balcanes, significa algo notable.
            En Filopépolis, capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los uniformes búlgaros; sables pendientes del hombro, altas botas, bonetes de astracán, copiados de los rusos; pero las mezquitas cortan el horizonte, incendiado por la puesta del sol, con la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como agujas. La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.
            Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de amplia gorra a la alemana son sustituidos por otros con fez rojo. Este gorro otomano, de color purpúreo, empieza verse por todas partes, dando a la muchedumbre vestida de oscuro el aspecto de una aglomeración de botellas lacradas. Suben a los vagones los aduaneros, arrastrando el curvo sable y llevándose para saludar una mano a la frente y la otra al corazón. Gran registro de maletas, para no tocar más que los libros y los papeles. Luego se presenta la policía, graves señores de barba negra, pálidos y tristes como ascetas, con algo de clerical en sus levitas negras y sus gorros rojos e inmóviles. Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin hablar apenas, y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres en caracteres rusos.
            Estamos en el Imperio Otomano en la estación de Adrianópolis, segunda capital de la Turquía europea, que sigue en importancia a Constantinopla. Los andenes están llenos de militares con sus sombríos y elegantes uniformes europeos, semejante a los de Alemania, pero rematados por el fez rojo. Adrianópolis es la gran población militar de Turquía. Un ejército de ochenta mil hombres está acuartelado en la ciudad y sus alrededores. Los rusos en la última guerra con Turquía, llegaron a Adrianópolis y acamparon en su recinto. ¡Quién sabe i tardarán mucho, los mismos extranjeros u otros, en vivaquear en esta ciudad de hermosas mezquitas y enormes fortificaciones!...
            Yo soy de los que aman a Turquía y no se indignan, por un prejuicio de raza o religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar por tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que acompañan a toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los descendientes directos d sus remotos pobladores, expulsando a las razas invasoras que llegaron después procedentes de Asia o África, nuestro continente quedaría desierto. Yo amo al turco, como lo han amado con especial predilección todos los escritores y artistas que le vieron de cerca. Diecinueve razas pueblan el vasto Imperio otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en innumerables sectas, forman esta aglomeración de seres, distintos por orígenes y tradiciones que lleva el nombre de Turquía, y, sin embargo, como dice Lamartine, “el turco es el primero y el más digno entre todos los pueblos de su vasto Imperio”.
            Existe una concepción imaginaria del turco, que es la que acepta el vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual, capaz de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas, y esclavas que danzan. Con igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de Holanda o los Países Bajos, los cuales no pueden oír hablar de España, sin imaginarse un país de implacables inquisiciones, capaces de quemar por una simple errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros e inexorables, como el antiguo duque de Alba.
            Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y la guerra jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres. Otros pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han tratado por medio de sus cañones y fusiles a los indígenas de África y Asia peor que los turcos a las poblaciones de los Balcanes. Todos los escritores que han viajado por Turquía se irritan contra la injusticia con que es apreciado este pueblo. El turco es bueno y franco. Su dulzura se manifiesta por un gran respeto a los animales, jamás se les ve maltratarlos.
            La justicia y la traición son los dos resortes que disparan su cólera. Esto hace que aunque el turco oculte bajo las formas de una exquisita cortesía su pena por las injurias o las humillaciones sufridas, aproveche la primera ocasión para sacar su resentimiento. La hospitalidad es la más visible de sus virtudes. No hay aldea en Turquía especialmente en Asia, donde la falta de aglomeración de europeos aún no les ha enseñado lo que somos, que no tenga en todas sus casas la habitación para viajeros, el mussafir odassi, donde todo viandante encuentra abrigo por la noche sin tener que pagar nada  y sin que el dueño muestre el más leve empeño en saber quién es y cuáles son sus opiniones.
            El turco es el más religioso de los hombres. Su fe es inquebrantable; ni la menor sombra de duda viene a turbar sus creencias. Está convencido de que posee la verdad; pero no siente el afán de los occidentales por imponer esta verdad a los otros despreciando o escarneciendo lo que el vecino piensa. Podrá creerse superior a los demás por ser musulmán y tener su religión como la única verdadera; pero no hace el menor esfuerzo por imponerla a nadie. El fanatismo mahometano del moro de África no lo conoce el turco. En sus ciudades funcionan diversos cultos, y sacerdotes y templos son respetados con el escrúpulo que inspira a los otomanos todo lo que representa la fe en Dios.
            Su prudencia silenciosa y un tanto altiva da en Constantinopla grandes muestras de tolerancia. Jamás entran los turcos en los templos católicos, en las capillas protestantes, en las sinagogas o en las iglesias griegas, a turbar el culto de los fieles. En cambio, fervientes mahometanos, tienen que irse a las mezquitas de los arrabales a hacer sus plegarias, pues en las céntricas y famosas se ven molestados por las bandas de europeos y europeas que entran con el Baedecker en la mano y el guía al frente de la expedición, tonándolo todo, queriendo verlo todo, riéndose de las ceremonias y de la cara de éxtasis de los fieles y apostrofándolos algunas veces porque siguen las creencias de sus padres y no quieren conocer la verdad descubierta por los padres de los otros.
            Las matanzas de cristianos que ocurren de cuando en cuando en Turquía no tienen nada de religión. A ningún turco se le ocurre matar porque la plegaria ordenada por el Profeta sea mejor que la misa de los armenios. En tal caso, dirigiría sus ataques contra los templos. Esas matanzas de cristianos, que explotan en Europa el fanatismo religioso y el interés político, desfigurando su carácter, son simples conflictos por el pan; choques sociales semejantes a las sangrientas peleas que ocurren a veces en Marsella entre trabajadores franceses e italianos, o a los asesinatos de chinos que perpetran los trabajadores de los Estados Unidos cuando ven que, por la concurrencia terrible de los asiáticos, pierde su precio la mano de obra.
            El armenio, que es en Turquía el cristiano por excelencia, se atrae las mismas cóleras populares que el judío en la Edad Media. El turco, señor del país, no puede moverse sin tropezar con el armenio, raza vencida que aprieta el dogal a sus dominadores con un odio de siglos. Los armenios son los comerciantes, los tenderos, los prestamistas, los ricos que poco a poco s apoderan de todo, consumiendo, con las artimañas de la usura, la vida entera del pobre osmanlí, que trabaja y trabaja, sin verse libre nunca de la esclavitud del dinero. De propietario pasa a ser mísero arrendatario de la tierra que cultiva; si toma una industria, el armenio le empobrece fingiendo protegerle: si, acosado por el hambre, quiere hacerse hamal y cargar fardos en los puertos turcos, su enemigo, más musculoso y listo que él, le quita el sitio, trabajando por menos dinero.
            Caballeresco, hasta en sus defectos, el turco gusta mucho de proteger a los demás, y es magnánimo en sus dádivas: pero por eso mismo resulta ávido de dominación y la resistencia le vuelve cruel. Sus odios se condensan, su orgullo de raza se subleva ante estos antiguos siervos que se convierten astutamente en sus amos, y entonces apela a la espada, suprema razón del Profeta.
            ¡Pobre Turquía! Viéndola de cerca se la ama más,, porque se aprecian mejor sus cualidades y se ven con mayor claridad los peligros que la amenazan. Al llegar a ella, se sorprende el ánimo viendo los enormes territorios que ha perdido casi recientemente. En nuestros días ha sido expulsada de Montenegro, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Bulgaria y Rumania, y recientemente de la Rumelia. Esos despojos de su antigua dominación forman reinos.
            La Europa occidental sueña con arrojar a los turcos al otro lado del Bósforo, arrebatándoles los territorios que poseen en el continente, enormes todavía, pero insignificantes comparados con sus dominios del pasado. Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la vieja Europa, que devuelve el territorio asiático a los invasores que tanto miedo le hicieron sufrir. Error; el turco ya no es asiático, como nosotros no somos latinos, a pesar de que nos agrupamos bajo este nombre. Ningún pueblo del mundo merece con justicia el origen que ostenta.
            Los turcos del Asia central que aún existen en el territorio de los mogoles son hermanos de estos otros, que los abandonaron para marchar hacia Occidente como una ola devoradora. Los turcos asiáticos son de raza amarilla. Los turcos del Imperio otomano, los que todos conocemos, son ya caucásicos, como nosotros. Sus incesantes cruzamientos con la raza blanca y los azares de la guerra con sus mezcolanzas han fundido y hecho desaparecer el primitivo elemento étnico.
            Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que ir por una calle de Madrid. Cada cara recuerda un nombre. A veces se duda al cruzar la mirada con los ojos de un transeúnte, y se lleva la mano al sombrero para saludar. Se cree uno en Carnaval, y dan ganas de decir:
            ¡Amigo López…, o amigo Fernández, ¡basta de broma! ¡Quítese el gorrito rojo, que le he conocido!

CONSTANTINOPLA

Cuando Constantino hizo de Bizancio la capital del Imperio y la llamó Nueva Roma, estaba lejos de imaginarse que su propio nombre prevalecería como título de la enorme ciudad.
            No hay población que pueda compararse, por su belleza topográfica, con la famosa Constantinopla, compuesta de tres ciudades: Pera y Gálata, formando una sola agrupación urbana; Estambul, que ocupa el solar de la antigua Bizancio, y Escútari, en la ribera asiática.
            Para dar una idea aproximada de la situación de esta triple ciudad, hay que imaginarse una inmensa Y de forma irregular. El tronco de la Y  es el final del mar de Mármara y de la entrada del Bósforo; la rama de la izquierda, el famoso Cuerno de Oro, profundo brazo de mar que atraviesa la ciudad y se pierde tierra adentro; la rama de la derecha, la continuación del Bósforo, hasta dar con el mar Negro.
            En el espacio comprendido entre el tronco de la Y y el final de la rama izquierda está Estambul. En el espacio que existe entre las dos ramas, o sea en la península limitada por el Cuerno de Oro y el Bósforo, se hallan asentadas Gálata y Pera. A lo largo del Bósforo, o sea en todo el lado derecho de la Y, desde la base de la letra a su remate superior, están Escútari y demás poblados que pertenecen a Constantinopla. El lado izquierdo de la Y y el espacio comprendido entre las dos ramas es Europa; todo el lado derecho de la letra es Asia. Dos piastras (que son unos sesenta céntimos) bastan para que un vigoroso remero turco, gran maestro en el arte de sortear las corrientes que van y vienen por el enorme callejón acuático, entre el mar de Mármara y el mar Negro, os lleve en unos cuantos minutos de un continente a otro.
            Las tres ciudades más importantes en la historia de la humanidad son Atenas, Roma y Constantinopla.
            Grecia enseñó a los hombres el arte de pensar, el culto de la belleza, y aún hoy vivimos de sus lecciones. Las leyes y usos de Roma regulan todavía la vida moderna. Constantinopla fue la intermediaria indispensable entre el mundo antiguo y el actual, hasta el punto de que, si ella no hubiese existido, el mundo se vería privado de su más noble herencia, ignorando lo que filósofos, poetas y artistas pnsaron y produjeron para nosotros hace tres mil años.
            Es de uso corriente despreciar a Bizancio y desconocer la presencia histórica del Imperio de Oriente. Es cierto que la existencia del llamado Bajo Imperio fue poco noble, por su historia de miserias, crímenes y disensiones religiosas, que acababan siempre en derramamientos de sangre.
            El populacho, capitaneado por monjes bárbaros y falsos profetas, mataba o moría defendiendo sutilezas teológicas que no le era dado entender. Por si los templos cristianos debían tener imágenes o privarse de ellas, por si el Hijo era más o menos que el Padre y el Espíritu Santo superior a los dos, el pueblo de las discusiones bizantinas, saturado de nimias sutilezas de la decadencia griega, andaba a palos y cuchilladas en las callejuelas de Bizancio. Además, el Hipódromo, con los mil incidentes de sus carreras de carros, monopolizaba toda la vida nacional. El color de los dos bandos de cocheros, el verde y el azul, dividía al pueblo bizantino en dos grandes partidos, y verdes y azules ocupaban el poder a fuerza de revoluciones y convirtiendo el circo en campo de batalla. A todas estas desgracias se unieron las hambres, los incendios, la peste y los continuos ataques de los búlgaros durante los mil años que sobrevivió el decaído Bajo Imperio.
            Pero, a pesar de su larga agonía, Constantinopla, centro del Imperio de Oriente, tuvo su grandeza y sirvió noblemente a la civilización. Ella guardó las tradiciones del arte griego, la legislación romana, los monumentos literarios, toda la antigüedad; y cuando en el siglo XI, surgió el primer intento de renacimiento y en el siglo XV llegó a ser un hecho el hermoso despertar de la Humanidad, de su seno salieron los hombres y las ideas que realizaron el Italia el retroceso bendito hacia la antigüedad clásica. Además, durante la Edad Media fue Constantinopla la gran muralla que contuvo el empuje de las invasiones asiáticas. Europa, defendida por este puesto avanzado, pudo constituirse lentamente a su abrigo. La Cristiandad se dio cuenta de la importancia de Constantinopla cuando después de caer ésta en poder de los turcos, los vio avanzar en unos cuantos años hasta el corazón de Europa, siendo precisa una acción común para atajarlos junto a los muros de Viena y en las aguas de Lepanto.
            Grecia, aunque mutilada por los siglos y los hombres, guarda grandezas de su pasado en el Partenón y otros monumentos. Roma conserva el esqueleto de su gloria en ruinas, casi enteras de termas, templos y circos; pero de la antigua Bizancio apenas quedan vestigios. El turco lo arrasó todo, más que por barbarie por afán de dominación, por celos del pasado, por su deseo de que ninguna obra antigua pudiera rivalizar con las del periodo de gran esplendor que vino tras la conquista. Si respetó Santa Sofía, fue para convertirla en una mezquita, borrando de ella todo signo de cristianismo griego.
            Otros conquistadores no menos temibles que los turcos cayeron sobre la ciudad. En 1204, los cruzados creyeron más cómodo y lucrativo conquistar la gran metrópoli cristiana que pelear con los musulmanes de Asia, y su asalto fue terrible. En la ciudad de Constantino y Justiniano no quedó piedra sobre piedra. Los guerreros de la Cruz robaron templos y palacios, y los marinos genoveses y venecianos que conducían en sus galeras la expedición, se cobraron el pasaje de la cruzada llevándose a sus Repúblicas lo mejor de Constantinopla. Los famosos caballeros de Lisipo, los cuatro corceles de bronce dorado que se encabritan en la fachada de San Marcos, de Venecia, son un recuerdo de este gran saqueo. Cuando expulsados al fin los cruzados, volvió a reestablecerse el Imperio griego, la ciudad conservaba sus famosos monumentos, pero empobrecidos por el despojo, y antes llegó la conquista de los turcos que el nuevo florecimiento de Bizancio.
            Nada queda en Constantinopla del pasado; pero ¡cuán hermosa es con su aspecto musulmán! No existe ciudad que pueda comparársela en grandeza.  Londres o París son más enormes; pero el viajero se convence de esto porque así lo dicen los libros, no porque lo vean sus ojos. Es imposible encontrar en ellas una calle o una plaza que proporcione la sensación exacta de la grandeza de la ciudad. Constantinopla, en cambio, puede abarcarse de un solo golpe de vista. Basta colocarse en mitad del Cuerno de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, o en el Gran Puente para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana. Ninguna ciudad del mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal aspecto de inmensidad. Su vecindario de es de millón y medio de seres, pero cualquiera puede atribuirle cuatro o cinco millones.
            La torre de Gálata, pesada y enorme, mira desde lo alto de su península al viejo Estambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como la plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una llama de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas cúpulas que ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una media luna que arde bajo los rayos del sol.
            ¡El atardecer de mi primer día en Constantinopla!… Venía yo de contemplar, a cierta distancia, la santa mezquita de Eyoub, donde jamás ha puesto su pie ningún cristiano. Eyoub es un arrabal, en el fondo del Cuerno de Oro que se conserva como lo más turco y creyente de Constantinopla. Su mezquita, viene, en rango de santidad, detrás de La Meca. Las viejas del barrio, envueltas en su manto negro, escupen a los pies de todo cristiano que encuentran al atardecer en sus calles, y le desean a gritos las mayores desgracias.
            En los balconcillos de los minaretes, hombres liliputienses con turbante blanco, agitaban los brazos, acompañando estos movimientos con las modulaciones de un chillido sobrehumano. Sobre los puentes de los buques de guerra, un hombre entonaba un canto majestuoso y triste, semejante a las saetas de la Semana Santa de Andalucía.
            La Ilah il Allah ve Mohamed resoul Allah!, cantaban con melancolía religiosa, en el misterio del crepúsculo. Los centenares de gorros alineados a lo largo de las bordas, entre las bocas de los enormes cañones y las torres blindadas, rugían al contestar como un estampido: Allah! Allah! Y al ver esta fe de los desiertos asiáticos, este ardor fervoroso de los jinetes errantes de otros tiempos, repetirse a bordo de los buques acorazados, tuve una visión exacta de lo que es la Turquía moderna; europea exteriormente pero cuando escucha la voz del Profeta siente despertarse en ella la misma alma de los que llegaron tras el caballo de Mohamed II a la conquista de Constantinopla.

EL GRAN PUENTE

Para el que dese conocer en conjunto la variadísima población de Constantinopla, el mejor punto de observación es el Gran Puente, que va de Gálata a Estambul. Tiene medio kilómetro de extensión y su piso de maderos desiguales, en los que tropieza el transeúnte, está sentado sobre pontones insumergibles, pues la profundidad del Cuerno de Oro, en algunos lugares tiene cerca de cien metros, no permite sostener más sólidos.
            A un lado descuella sobre el caserío en pendiente, la maciza torre de Gálata, empavesada con los pabellones de las grandes potencias, que parecen proteger los barrios europeos. En el extremo opuesto, como si cerrase el paso por la parte de Estambul, se alza la mezquita de la Sultana Validé sus esbeltas torrecillas y sus cúpulas con medias lunas de oro.
            Desde el centro del puente se abarca en todo su esplendor el espectáculo del Cuerno de Oro, grandioso puerto que lleva el nombre por su forma curva rematada en punta, y por las riquezas incalculables desembarcadas en él. Navíos de todos los países forman una segunda ciudad flotante a ambos lados del puente. En las primeras horas de la madrugada se abre una parte de éste para dar paso hacia el Bósforo a los grandes navíos de guerra y los vapores comerciales que anclan en el fondo del Cuerno de Oro. Los vaporcillos de viajeros para los pueblos del Bósforo, las islas de los príncipes o Brussa, parten con gran frecuencia. Cada cuarto de hora sale uno agitando sus ruedas con la doble cubierta repleta de gorros rojos. Braman, las sirenas, humean las chimeneas, tiemblan los pontones con el encontronazo de los veloces cascos, y sobre las aguas verdosas, agitadas por las corrientes y que el continuo paleto de ruedas y hélices conmueve, pasan los caiques, ligeros como flechas. Los bergantines turcos, de arcaica forma, que recuerda a las galeras de la piratería, extienden sus velas amarillentas y salen cabeceando como venerables mendigos entre las elegantes parejas de yates y la revoltosa e inquieta granujería de vaporcitos “moscas” y botes automóviles, que parecen burlarse de estos ancianos del mar, pasando. Las barcas griegas despliegan sus velas triangulares hacia los puertos de Mármara; los buques del Occidente europeo van hacia el mar Negro en busca de trigo y de petróleo. Grandes bandas de gaviotas, ebrias de sol y de azul. Una niebla de humo de carbón flota sobre el Cuerno de Oro en los días de calma, y por encima de esta nube parda a la que da el sol doradas transparencias, aparecen las cúpulas y minaretes del viejo Estambul, blanco y rojo, como una ciudad de ensueño flotando en el espacio.
            Para ser capitán de buque o simple remero de caique en el Cuerno de Oro y en el Bósforo se necesita tanta habilidad como para ser cochero en Constantinopla, donde las callejuelas se abrieron con el propósito de que pasase por ellas cuando más un carruaje, y sin embargo, circulan dos en distinta dirección. La primera vez que se navega por los citados callejones marítimos, el alma parece subirse a la garganta. El caique, mísero cascaron que apenas puede sostenerse, se pega con la mayor tranquilidad a las ruedas o las hélices de los vapores. Los vaporcillos se van sobre los barcos de vela, y cuando parece inevitable el abordaje, pasan por su lado rozándolo, pero sin choque alguno.
            Los buques tanto de vela como de vapor, tienen que marchar en zigzag, sorteando un obstáculo a cada instante, navegando con la misma atención que le es precisa al viajero al transitar por primera vez por las calles de Constantinopla. El capitán ve cerrado su derrotero por otros buques que vienen hacia él o que oblicuan su marcha contándole el enjambre de caiques que trasladan pasajeros de una orilla a otra; de vaporcillos moscas que llevan en su popa banderas de todas las naciones; de largas góndolas blancas y doradas, con remeros negros, en cuya popa se muestran damas misteriosas, cubiertas con antifaces y capuchones que sólo dejan visibles los pintados ojos. Gritan los barqueros en todas las lenguas; saltan de un barco a otro las malas palabras de todos los idiomas; chillan los silbatos, rugen las sirenas.
            A lo largo del Gran Puente ha ido extendiéndose, como hongos adheridos a él, un sinnúmero de casuchas flotantes, muelles y pequeños cafés, todo miserable de maderas carcomidas por la lluvia y l aire salino, pero con esa alegría dorada que el sol oriental comunica a las mayores suciedades. Estos hijos del puente cabecean con el continuo movimiento del agua removida por los buques, y parecen temblar con las palpitaciones de la extensa plataforma de medio kilómetro, por la que pasa toda Constantinopla, tronando la madera bajo las ruedas de los carruajes. Los cafetines flotantes tienen terrazas embreadas, a las que una línea de macetas de flores dan el aspecto de pensiles. Viejos turcos, sentados a la oriental y con la barba descendiendo hasta el abdomen, fuman el narguile y pasan las cuentas de su rosario de ámbar, gozando al permanecer impasibles e indiferentes en medio de este movimiento loco. El tropel de gorros rojos y de mujeres encapuchadas como máscaras se precipita en los muelles salientes, que dan acceso a los vapores de viajeros. El suelo, inseguro, es de tablones desiguales, por entre los que puede pasar un pie, y, además, están cubiertos de residuos de frutas.
            A ambos lados de estos muelles amarrados al Gran Puente hay casuchas que ocupan los vendedores de comidas y bebidas. Judíos que hablan un español extravagante van de un lado a otro pregonando rosarios musulmanes, sorbetes, rollos de pan espolvoreados de ajonjolí, y bizcochos a los que llaman en Constantinopla Pan de España. En las puertas de los tenduchos se elevan pirámides de melones amarillos y enormes sandías con su verdor cortado por blancas inscripciones en árabe. En los cafetines se exhiben en primera fila las ventrudas botellas de limonada o naranja con un limón por tapadera, y más adentro humean las pequeñas tazas de café turco, líquido pastoso digno de los dioses. Los perros vagabundos, que son en Constantinopla algo así como una institución pública y popular, pasan por entre las piernas del gentío, mansos, corteses y silenciosos, buscando su comida.
            Los extranjeros se mueven desorientados en este torbellino de gente, y si desean tomar un barco, siempre llegan tarde. Hay dos problemas en Constantinopla que el viajero no resuelve nunca y mira con misterio: la hora y la moneda.
            En Constantinopla hay dos horas: la hora a la franca, que es la de los relojes de la Europa occidental, y la hora a la turca, que es por la que se rigen los vapores, tranvías, etc.; todo lo que depende del Municipio y del Gobierno.
            La jornada empieza para el turco al ponerse el sol, y de aquí que todos los días los buenos otomanos tengan que arreglar su reloj, sin que aún ellos mismos sepan ciertamente en ningún momento cuál es la hora exacta. La medida del tiempo cambia por día y por estación. Cuando nuestro reloj a la franca marca el mediodía, el turco dice que son las cinco o las seis, así como unos meses después dirá que son las tres o las cuatro. No hay en esto otro daño que llegar tarde a todas partes, perdiendo trenes y vapores, o verse obligado a largas esperas; pero lo de la moneda trae mayores perjuicios.
            En Turquía hay buena moneda y mala moneda, y según se recibe un pago en una o en otra, la cantidad vale más o menos. Hay también moneda borrosa, que nadie toma, pero que todos procuran dar al viajero; hay papel emitido por el Gobierno otomano, llamado kaimé, que carece de valor. Pero lo más original es el cambio. Exceptuando algunos cafés y restaurantes europeos, nadie cambia gratuitamente una moneda. En las calles importantes de Constantinopla, junto al Gran Puente, cerca de los tranvías y muelles de embarco, en el Gran Bazar y en todos los lugares de algún tránsito, existen numerosos puestos de cambiadores de moneda, antiguos compatriotas nuestros, que siguen fieles a Abrahán y Moisés.
            En Constantinopla el que no lleva a mano moneda menuda, aunque guarde en su bolsillo oro y billetes a puñados, como si no llevase nada. El cochero o el conductor del tranvía le hace bajar para que vaya al cambiador más inmediato, y el que despacha billetes en una taquilla o cobra peaje en el Puente, le enviará al judío más próximo, sin dejarle pasar.
            Cambiáis una moneda de oro, y el cambiador os da el dinero en medjidiés de plata, especie de duros turcos, quedándose por el cambio con una piastra, que es como un real en España. Después se os ofrece cambiar uno de los medjidiés, y el cambiador os entrega cuartos de medjidiés, que son como las pesetas turcas, y se queda con otra piastra. Luego cambiáis en otro sitio una de esas pesetas, y se quedan con otra piastra, y así, de cambio en cambio, de cada veinte francos, el cambiador se queda con uno o más. El que conoce esta costumbre cambia de golpe una pieza de oro en pequeña moneda, y tiene que ir con los bolsillos repletos de piastras y paras, monedas más pequeñas que botones de camisa. La moneda de oro tomada de un judío es pérfida y peligrosa. No pasa por sus manos que no la lime hábilmente para arrancarle un poco de polvo de oro, y así, de rasguñón en rasguñón, juntando limaduras, se gana doce y quince francos extraordinarios, según las piezas que toca durante el día. Después, en los bancos y demás establecimientos públicos donde conocen la artimaña, someten las monedas al peso, y el incauto que las ha tomado pierde dos o tres francos. La discusión con el compatriota que intenta estafaros es interesante, por la fogosidad como se expresa y los ademanes dramáticos que acompañan a su castellano espcial:
            -Que por mis hixos que no engaño, señoreto… Que toma la pieza, que yo soy un buen trocador de dinero… Que la tomes como si fuese una alahaxa… Que por mis viexos te lo juro, que antaño vinieron da allá, como tu vienes agora; porque yo, señoreto, también soy español.

LOS  QUE PASAN POR EL GRAN PUENTE

Unos mocetones, con la gordura musculosa de los turcos, vistiendo largas blusas blancas, cortan el paso al transeúnte, extendiendo una mano. Son los cobradores del puente, que exigen el pasaje: diez paras.
            Toda Constantinopla pasa por el Gran Puente. Los turcos del viejo Estambul necesitan ir a Gálata y Pera, donde están los bancos, las embajadas, los grandes almacenes, y los habitantes de estos dos barrios europeos se ven obligados a pasar a la ciudad turca, porque en ella se encuentran los centros administrativos del Gobierno otomano, la Sublime Puerta, con sus ministerios e innumerables dependencias.
            La plataforma de madera tiembla bajo el rodar de los carruajes y el paso de millares de transeúntes. Aturde y ensordece el vocear de este pueblo poliglota, donde el que menos habla cinco idiomas y son mayoría los que poseen doce idiomas. Asombra y deslumbra la carnavalesca variedad de los trajes.
            Al entrar el puente parece éste un campo interminable de rojos geranios. Miles de gorros oscilan al marchar, sirviendo de remate lo mismo a tocados puramente turcos que a trajes europeos. Los marineros otomanos completan su uniforme, igual al de todas las marinas del mundo, con el fez, que da una gracia exótica a su aspecto de navegantes europeos. Los oficiales, con sus insignias a la inglesa, enguantados de blanco, calzados de charol y el sable bajo el brazo, cubren también su cabeza con el gorro turco, que es obligatorio para todo súbdito otomano y para todo extranjero dependiente del Gobierno. El ejército de tierra, uniformado a la alemana, guarda también el cubrecabezas nacional, y el mismo fez escarlata sirve al último soldado que al bajá, que se muestra en caballo brioso, con dorada silla, saltando sobre sus hombros de las pesadas charreteras al compás del galope.
            Sobre la nota oscura y dorada de los uniformes militares, se destaca la muchedumbre variadísima de Constantinopla, formada de diecinueve pueblos distintos, que aún guardan sus usos y sus trajes tradicionales. Pasan los árabes del lejano Yemen o los moros africanos de la Tripolitania con sus chilabas pardas y la cuerda de pelo de camello anudada a las sienes; los croatas, que sirven de porteros en las grandes casas de Constantinopla, vestidos de rojo y azul, con gran profusión de galones y bordados, un bonetillo redondo sobre la bigotuda cabeza y un enorme revólver de Eibar atravesado en la faja; los albaneses y macedonios con faldillas blancas, planchadas y encañonadas, sobre el traje oriental; los judíos, con la túnica a rayas de los días de fiesta, y encima un gabán de pieles, aunque sea verano; los armenios, con un pañuelo de hierbas anudado en torno del gorro; los griegos vestidos a la europea, pero con una palidez aceitunada y unos ojos como tizones, que revelan su origen; el clero innumerable de imanes, soffas y derviches, unos con el turbante blanco, otros con el turbante verde, recuerdo de su peregrinación a la Meca; algunos con gorros de grotesca forma, y todos ellos con el rosario de ámbar en la mano, repitiendo a cada cuenta la monótona alabanza a Alá.
            La muchedumbre tiene que apartarse, abriendo sus filas a cada momento, para dejar paso a los carruajes, que avanzan veloces, o a las sillas de mano, que todavía son aquí de uso corriente; aparatosas literas, dentro de las cuales van las damas turcas a sus visitas, en los estrechos callejones.
            Un pelotón de jinetes, carabina en mano, escolta a un coche que todos saludan. Es el gran visir, que va a la Sublime Puerta. Tras él pasan varios cargadores armenios, no menos temibles que un vehículo, pues marchan abrumados por pesos inauditos que nos les permiten mirar ni apartarse.
            En Constantinopla es donde se ve con asombro hasta donde pueden llegar las fuerzas del hombre: por algo dice el proverbio: “Fuerte como un turco”. La estrechez de las calles y el respeto amoroso que siente el otomano por los animales son causa de que en Constantinopla se haga todo a brazo: el comercio, las mudanzas, etc. Se ven venir por el puente pilas de cajas que parecen marchar solas, pues apenas si se distinguen entre ellas y el suelo unos pies entrapajados y un fez. Yo he visto a un cargador armenio echarse un piano a la espalda, en una mudanza, y emprender la marcha vacilante bajo el peso, pero sin detenerse un momento. Los hombres, abrumados por este esfuerzo sobrehumano, caminan a ciegas, y el público tiene que huir.
            Por el centro del puente se abren paso de pronto, con las manos cruzadas sobre el estómago, en una actitud frailuna de mansedumbre, varios señores vestidos de negro. Llevan la elegante levita de corte, llamada estambulina, sin solapas y cerrada como una sotana que es aquí el traje de ceremonia. Tras ellos marcha lentamente una carroza, que todos saludan, y en su interior se ven varias damas envueltas en velos blancos, o un caballero de gorro rojo con bigotes a lo káiser. Son señoras del harén imperial que vienen a comprar a la ciudad, con un sequito de empleados palatinos, o alguno de los innumerables hijos, hermanos o sobrinos del sultán. Con aire de superioridad se abren paso a codazos unos negros elegantes vestidos del mismo color de su piel, con la estambulina de ceremonia y el fez muy recto sobre la cabeza. Tienen las piernas muy largas; el cuello es enorme. Cuando hablan es a gritos, son personajes que viven aparte, y a los que mira la gente con cierto respeto; son eunucos del palacio imperial o de los harenes delos grandes bajaes, habituados a su existencia entre beldades misteriosas. Algunas veces van sentados en el pescante de un coche de lujo, en cuyo interior ríen y comen dulces cuatro beldades turcas, vestidas con trajes parisienses de la rue de la Paix, y con el rostro cubierto con una finísima gasa. Estas mujeres de bajá, que van a las grandes tiendas de Pera, son turcas modernas que hablan francés e inglés, tocan el piano, leen novelas y conocen todas las seducciones de la vida europea… todas, menos el adulterio, que es aquí imposible, no por falta de ganas, sino por la vigilancia brutal.
            Las turcas más modestas, esposas de musulmanes pegados a la tradición que viven en Estambul, o las simples mujeres del pueblo, van a pie, vistiendo amplios trajes semejantes a dominós de gruesa seda adamascada, negra, roja, verde o azul. Por las amplias mangas de esta envoltura asoman los brazos de la blusa interior, encintada y vaporosa. Las manos, enguantadas, sostienen la sobrilla y el bolso. La abertura del capuchón que corresponde al rostro tiene un teloncillo de seda negra a modo de máscara, que en unas es tupida e inaccesible a toda mirada, y en otras, diáfana y atrayente, como una invención de la coquetería. La calidad de estas mascarillas permite apreciar el valor de lo que se oculta detrás, aún antes de verlo. Regla general: todo velo espeso esconde una vieja dama o una fea desfigurada por las horribles enfermedades del Oriente. Al través de los velos claros se encuentra siempre alguna cara de criadota española o de monja fresca, con triple barbilla, carrillos de luna arrebolados por el colorete y unos ojos hermosos.
            La moral y la decencia son frágiles invenciones humanas, que cambian con la mayor facilidad, según los tiempos y los pueblos. Estas damas turcas, para las cuales es una indecencia levantarse el velo ante otro hombre que su legítimo señor, y a las que vigila en todas partes la terrible Policia otomana para que no cambien una palabra con el extranjero, se remangan la faldamenta hasta más arriba de la rodilla, aunque no llueva, y muestran con la mayor naturalidad sus pantorrillas enormes y chillonas, que, según dicen los comerciantes, de aquí, proceden de Cataluña. Estas máscaras, encapuchadas y misteriosas, bajo la luz del sol que caldea los maderos del puente, dan un atractivo novelesco a la multitud. Las mujeres circulan entre el gentío con la mayor tranquilidad, sabiendo que nadie osará mirarlas, que todo musulmán bajará la vista para no verlas, y por eso, cuando se encuentran sus ojos con los ojos audaces del europeo, unas, las más hermosas, sonríen con cierta turbación, y otras crispan su cara, indignadas.
            De toda la multitud cosmopolita que diariamente circula por el puente, el más simpático y cortés es el turco. Yo no entiendo su lengua; pero los ademanes constituyen un idioma inteligente y claro para el extranjero que, privado del habla, observa con la mayor atención. Además, los que conocen el turco elogian con entusiasmo la cortesía y mesura de este pueblo, grave, un tanto triste, pero bueno y generoso. No hay idioma según ellos que contenga iguales expresiones de afecto. La madre turca habla siempre a los pequeños dándoles el nombre de flores o graciosos animales; el hombre tributa al extranjero o al amigo los más extremados elogios, al par que les da hospitalidad y protección.
            La caridad cristiana de los pueblos occidentales que tiene las calles llenas de mendigos y deja morir de hambre a muchos infelices, es bien poca cosa considerada desde Constantinopla. Aquí los pobres son muchísimos miles, y, sin embargo, sólo se encuentran pordioseros en el puente o en los alrededores de alguna mezquita, y estos nunca son turcos, sino griegos y judíos. El pobre es sagrado para el turco, y no se contenta con darle unos céntimos, sino que le abre su casa y le da cuanto necesita. En este pueblo generoso, que tiene la noble manía de la protección todos los pobres están colocados; todos cuentan con una casa.
            De los actos exteriores del otomano, el que más admiro, como suprema expresión de nobleza, es el saludo. Los europeos no sabemos saludar. Cogemos el sombrero, lo levantamos con más o menos rudeza, sonreímos, y ya está hecho todo. En cambio el turco es un verdadero artista de la cortesía. Su gorro rojo es inconmovible. Solo se pone al levantarse y no se despoja de él ni un instante hasta la noche. Descubrirse la cabeza es la mayor descortesía y algo así como una blasfemia religiosa. Quitarse el cubrecabezas para saludar significaría lo mismo que si un europeo se despojase de un zapato para dar la bienvenida una señora. Esta necesidad de mantener el fez recto e inmóvil sobre la cabeza, ha confiado a la mano y a los ojos todo el saludo.
            ¡La noble dignidad oriental de los turcos al encontrarse!... La mano, que parece hablar, desciende a la rodilla, y de allí se remonta al corazón, pasando luego a la frente, al mismo tiempo que el cuerpo se inclina con majestad y los ojos expresan el respeto y la alegría del encuentro con un arte y una gracia que ningún europeo puede imitar.
            Constantinopla es el gran vertedero del continente. Aquí se ocultan y se pierden los más temibles aventureros. Turquía es un pan blando, en el que vienen a hincar el diente los lobos del mundo. Esos turcos d aspecto inquietante, que sólo son turcos por el fez que llevan en la cabeza, inspiran miedo. Son europeos, y el europeo es lo peor de Turquía.

EL GRAN VISIR

Mi amigo Mizzi es un abogado inglés notabilísimo que desde hace treinta y cinco años vive en Constantinopla. Habla y escribe con la mayor facilidad doce idiomas, y en un mismo día perora ante el Tribunal consular de Inglaterra, hace una defensa en turco, escribe una demanda en griego o en ruso y acaba su jornada en el Consulado español expresándose en castellano. Desde Constantinopla ha ido a defender pleitos a Siberia. Otra vez fue a Bagdad y a Bassora, países de leyenda para intervenir como abogado en una herencia de príncipes árabes. Sólo en Oriente pueden encontrarse estos litigios.
            Mizzi es inglés porque nació en Malta; pero su madre era española, y él siente un gran afecto por España. Es consejero legista de casi todas las embajadas y consulados; condecoraciones y títulos llueven sobre él, y sin embargo, lo que más aprecia es su nombramiento de vicecónsul de España. The Levant Herald, el diario más grande de Constantinopla es propiedad suya, y en él trabaja diariamente dando al público una información del mundo entero. Ir con Mizzi por las calles de Pera y Gálata es asistir a un desfile de popularidad. Saludo a un turco en su lengua, conversación con un griego, diálogo con un francés o italiano, sombrerazos, apretones de manos, frases cariñosas. Una mañana me lleva Mizzi a saludar al gran visir, antiguo amigo suyo de la juventud.
            ¡El Gran Visir!, este hombre evoca visiones de inmenso poder; hace recordar las lecturas de la niñez, los mágicos cuentos de las “Mil y una noches”; presenta ante la imaginación un imponente personaje de luenga barba y turbante blanco enorme, con una majestuosa cohorte de esclavos, ejecutores, escribas y fanáticos santones.
            El gran visir de Turquía, que es más que nuestros jefes de Gobierno (algo así como el vicesultán), resulta uno de los personajes más importantes del mundo. Gobernar naciones como, por ejemplo, España, puede hacerlo cualquiera. Con tener una mayoría en las cámaras, todo está asegurado. Ningún peligro exterior amenaza al país, y la vida interior se desarrolla plácida y entretenida, a través de chismes y comadreos, a los que se da el nombre de política, entendiéndose todos al final.
            Para llegar a gran visir hay que ser un hombre extraordinario. Sustentas unidas y en paz las diecinueve razas del imperio, separadas por odios históricos y radicales diferencias religiosas; gobernar desde Constantinopla el lejano Yemen, poblado de fanáticos que se irritan al ver que Turquía hace una vida europea, o Bagdad, alejada de la capital por un viaje de cincuenta y cuatro días, y al mismo tiempo hacer frente, con engaños y energías, al tropel de lobos de las grandes potencias europeas, que ya han arrancado miembros enteros del cuerpo otomano, y cada vez aúllan más fuerte, pidiendo nueva carnaza: todo esto es empresa que requiere inteligencia y la firme voluntad de un hombre superior.
            Vamos a visitar al gran visir a su casa, antes que se traslade a su despacho de la Sublime Puerta, en las primeras horas de la mañana, pues este personaje, sobre cuya inteligencia pesa todo un imperio, es un gran madrugador. Llegamos al palacio, situado en las afueras de Pera, cerca de un gran campo de maniobras, donde galopan, en traje de campaña, varios escuadrones de caballería. Un cuerpo de guardia con numerosos centinelas, se eleva frente a la vivienda del gran visir, precaución que no es superflua en este país, donde han sido frecuentes atentados contra el sultán y sus ministros. El palacio no tiene nada de oriental. Es una gran casa, con amplias escaleras de mármol. El fez de los empleados y sirvientes, que van de un lado a otro, y la falta de alumbrado eléctrico son los únicos detalles que recuerdan a Turquía.
            Entramos en una pequeña antesala, saludamos a otros visitantes que aguardan, y ellos nos contestan con la grave cortesía oriental, inclinándose, llevando su diestra de las rodillas al corazón y a la frente. Son turcos de correcto exterior con el fez muy planchado y erguido y la negra levita militarmente abrochada; imanes jóvenes, de luenga barba, elegantes y limpios, que para entretener la espera pasan entre sus dedos, las cuentas del rosario. Nos distraemos fumando cigarros orientales, hasta que un oficial del gran visir viene a advertirnos qu su alteza nos espera, recibiéndonos antes que a los demás.
            Mizzi me advierte que debo llamar alteza al gran visir. En Turquía, fuera de la familia del sultán, no hay más que dos altezas: el gran visir… y el gran eunuco del harén imperial.
            Pasamos ante un salón de enormes proporciones, que parece un almacén de muebles por la gran cantidad que contiene de sillerías, lámparas, espejos, cuadros y cojines, todo europeo. Son regalos de los Gobiernos extranjeros y que éste amontona en el salón de fiestas diplomáticas. Los objetos de Europa, con su abigarrada y rica variedad, quedan en la pieza destinada a recibirlos. Más allá está la vida íntima, la vida turca. Me veo de pronto en un pequeño gabinete. Tres hombres están en pie, con levita negra, calado fez, la mirada en el suelo y manos cruzadas sobre el abdomen en actitud respetuosa. Otro hombre también de levita, avanza hacia nosotros, sonriendo con una mano tendida. Creo estar en una antesala, desde la cual van a anunciarnos… Pero no; estoy en el gabinete del primer ministro de Turquía y el hombre que nos sonríe y nos tiende la mano es el propio gran visir.
            Me siento desconcertado por esta sencillez. El gabinete es una pieza de paredes blancas y desnudas, sin otro adorno que una fotografía del sultán. En un extremo, dos pequeñas librerías con cristales de colores. Unos divanes bajos, de sedas oscuras, son los únicos muebles, y junto a una ventana, que encuadra un pedazo de cielo y de jardín, acaba de tomar asiento el poderoso personaje. Nada hay en él que recuerde las “Mil y una noches”. Ni su aspecto ni su habitación revelan el poder inmenso de que está investido.
            Ferid bajá, gran visir de Turquía desde hace nueve años, periodo de gobierno que no alcanza ningún político en Europa, es un hombre extraordinario. Es un hombre de gran estatura, fuerte y musculoso, y con una hermosa barba negra que empieza a blanquear. Tendrá poco más de cincuenta años. Es un albanés, un turco que ha nacido cerca de Italia y de Grecia. Su juventud en la universidad de Janina fue muy brillante. El futuro gobernante asombró a los profesores griegos con sus profundos estudios sobre los poetas de la antigüedad. Luego vino a Constantinopla, entrando en la administración pública. Fue gobernador de lejanos pueblos de Asia, hasta que su talento político llamó la atención del sultán.

EL PALACIO DE LA ESTRELLA

El marqués de Campo Sagrado, nuestro ministro en Constantinopla, es el más conocido de los representantes diplomáticos. Hasta los turcos modestos de Estambul conocen su nombre. Nueve años de permanencia en Turquía y un carácter franco y bondadoso de gran señor, que para inspirar respeto no necesita imitar a ciertos embajadores. Cuando se citan los nombres de los representantes de Europa, el de Constans, embajador de Francia, y el de Campo Sagrado, son los primeros que acuden a la memoria de los turcos. Al pasar yo la frontera otomana, apenas dije a los encargados de los pasaportes que iba recomendado al embajador de España, todos, funcionarios y viajeros del país, le designaron por su nombre.
            Hasta las damas turcas, que parecen vivir aisladas del mundo cristiano y fingen ignorar la existencia de “infieles” en Constantinopla, conocen todas al representante de España, y cuando lo ven, sonríen amablemente bajo sus velos. Es un excelente embajador para un país como el nuestro, que tiene pocas relaciones con Turquía. Ya que le faltan ocasiones para ejercitar su acción diplomática, mantiene el prestigio de España a honrosa altura con su generosidad y cortesía, condiciones que alcanzan profundo respeto en este pueblo oriental.
            Cuando llegué al palacio que tiene España en Buyuk-Daré, en la ribera del Bósforo, cerca del Mar Negro, vi avanzar a Campo Sagrado, sonriente y corpulento, con un aire animoso y tendiéndome su fuerte diestra de cazador asturiano. Ha pasado muchos años en las estepas rusas cazando con el zar y los grandes duques y ahora acosa a los venados turcos en compañía de los bajaes más poderosos. Cuando el sultán conversa con él, se entera con interés de sus hazañas vanatorias.
            Nos da un almuerzo, en el que figura como plato principal un buen arroz a la valenciana. El almuerzo es bueno; al final se brinda por la lejana patria…; pero más notables es aún el comedor. Por un lado, las ventanas dejan ver el parque de la Legación, que extiende su arboleda cuesta arriba por la ribera europea. En el lado opuesto, las arcadas de una logia sirven de marco al mágico espectáculo del Bósforo y a las verdes montañas de la vecina costa de Asia. Por la extensión azul pasan caiques con remeros vestidos de blanco, y sentandas en el fondo de estas ligeras embarcaciones, damas turcas, que sólo dejan ver encima de la borda su cabeza encapuchada, teniendo frente a ellas, esclavas negras, libres de velos.
            -Verá usted en Constantinopla muchas cosas interesantes –dice el ministro de España-. Pero créame usted a mí, que llevo en esta tierra algunos años: los dos espectáculos, lo que no puede verse en ninguna otra parte, son el Bósforo y el Selamlik.
            El Bósforo ya lo había visto, en toda su extensión, al dirigirme a la Legación. Me quedada por ver el Selamlik, cosa difícil para la gran mayoría de extranjeros, pues se necesita para ellos la recomendación de un embajador. Pero Campo Sagrado es incansable cuando trata de favorecer a un compatriota, y me acompañó en persona a la ceremonia palaciega.
            Todos los viernes, al mediodía, el sultán va con gran pompa a hacer su plegaria a la mezquita de Hamidié, vecina a su palacio. Es el único monumento en que se deja ver públicamente. Abdul-Hamid podía prescindir de esta ceremonia especialmente desde hace tres años, en que estuvo próximo a perecer, por la explosión de una bomba a la salida de la mezquita. Pero el Comendador de los Creyentes quiere cumplir sus deberes de supremo jefe religioso, y en treinta y cinco años, sólo dos viernes por causa de enfermedad, ha dejado de presentarse. Esta asistencia voluntaria a una fiesta en la que ha sido objeto de atentados demuestra que Abdul-Hamid no vive sometido a locos temores ni lo trastorna una manía persecutoria, como han hecho creer los armenios que escriben desde París.
            El sultán vive más allá de los arrabales de Constantinopla, en Yildiz-Kiosk o Palacio de la Estrella, extensión amurallada como diez o doce veces Madrid, en la que hay un lago donde pesca y navega a vapor, caminos por los que corre en automóvil, bosques plagados de caza y unos cincuenta palacios, que habita y abandona a su capricho, mudando su residencia varias veces en una misma semana. Con una instalación tan completa se comprende que el majestuoso señor no sienta ningún deseo de visitar Constantinopla. Sólo una vez por año entra en la gran ciudad; pero es por mar, atravesando el Bósforo en dorado caique para hacer una visita religiosa al Viejo Serrallo, donde se guardan como milagrosas reliquias el manto y el estandarte del Profeta. Todos sus caprichos y deseos puede cumplirlos sin salir del inmenso jardín que le sirve de palacio. Entre esposas legítimas, odaliscas y parientas, su har´n guarda unas trescientas mujeres.
            No por esto hay que suponer al sultán entregado a pecaminosas diversiones. Hombre de gran actividad para los negocios públicos, quiere saber todo lo que ocurre en sus vastos dominios, su harén es puro aparato; necesidad de seguir las tradiciones musulmanas. Abdul-Hamid repite, con la certidumbre de la experiencia, que el hombre solo debe acordarse de tarde en tarde de las mujeres, para no ser un esclavo.
            Cinco mil personas forman su servidumbre alta o baja. Las cocinas imperiales dan de almorzar y de comer diariamente a cinco mil bocas, con la generosidad propia de una vivienda imperial. Imagínese el lector los carros de pan, los rebaños de ovejas y carneros, los cargamentos de hortalizas, las tinajas de miel y otras vituallas que diariamente entran en las despensas del palacio. A los cinco mil servidores hay que añadir los regimientos que acampan en el recinto de Yildiz-Kiosk, lo que forman un total de diez mil personas. El intendente del palacio es un importante personaje; pero el gran eunuco es superior a él, y exhibe con orgullo su título de alteza. En realidad es el más poderoso de los funcionarios en una monarquía absoluta, pues conoce de cerca las debilidades del señor, y esto crea siempre cierta confianza.
            Tenía grande deseos de ver de cerca a este personaje, y amigos influyentes preparaban nuestra entrevista. Después he desistido ¿Para qué? Para ver la colección de blondas artísticas que está formando y que exhibe a los extranjeros no vale la pena de molestarse y llamar alteza a este grotesco y triste personaje.
            No es fácil el acceso al Palacio de la Estrella. El día de Selamlik los embajadores, que son en Turquía los personajes más respetados después del sultán, se quedan fuera del palacio en un elegante y grandioso pabellón de dos pisos. Allí, en un palacio anexo, recibe el sultán a los embajadores, después de la ceremonia religiosa.
            Los banquetes en el palacio son algo semejante a las fiestas de Las mil y una noches. El convidado se ve en un salón con gruesos candelabros de oro de la altura de dos hombres. Los platos son de oro trabajado a martillo; los cubiertos de oro; de oro las botellas y hasta las argollas de las servilletas. Casi siempre estos banquetes son de treinta o cuarenta cubiertos; pero hace poco se dio en palacio una comida a la oficialidad d la flota inglesa -unas doscientas personas- y el servicio fue de oro, tan completo como siempre. Este palacio es inagotable, comerían mil a la mesa del sultán, y es posible que a nadie le faltase su pila de platos de oro y áureo cubierto.
            En Turquía la riqueza ostentosa resulta aplastante. El viajero se marcha hastiado para siempre de las piedras preciosas, enormes hasta la ridiculez, y tan exageradamente ricas, que se acaba por perderles todo respeto.
            Algo semejante ocurre con las condecoraciones. El sultán, al darlas, regala las insignias de brillantes. Los que dirigen el servicio en un banquete del sultán llevan el pecho cruzado y bandas y constelado de estrellas de diamantes. El gran señor condecora también a las damas turcas, hijas o parientas de los bajaes; y muchas de las encapuchadas que pasan en carruajes por las calles yendo a visitas y fiestas, llevan bajo el misterioso dominó, bandas y estrellas y medias lunas d brillantes.

Continuará……

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Blasco Ibañez, Vicente, Obras Completas, Madrid, Aguilar, S.A., Ediciones, 1967, tres tomos, t. II.


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