viernes, 26 de febrero de 2021

 

Guía de la iglesia de San Caprasio de Santa Cruz de la Serós, Huesca

Introducción

Santa Cruz de la Serós en una población ubicada en la histórica y preciosa comarca de La Jacetania, en la esquina noroeste de la provincia de Huesca. Dista solamente 16 kilómetros de la capital comarcal: Jaca y 90 de la capital oscense. También está muy cerca (45 kilómetros) del puerto de Somport por donde entra la Vía Tolosana del Camino de Santiago desde Francia.

Esta población se ha llamado desde la Edad Media Santa Cruz apellidada con nombres alusivos a las monjas que se asentaron en este lugar: Sorores. Ya en el siglo XX el nombre quedó fijado como Santa Cruz de la Serós.


El visitante que tenga como principal objetivo dos joyas románicas como son la catedral de Jaca y el monasterio de San Juan de la Peña (situada a muy poca distancia) no deberá dejar de adentrarse en este histórico e idílico pueblecito con menos de 200 habitantes y que cuenta con dos joyas románicas: la iglesia de San Caprasio, que es la que nos ocupa en este artículo y la iglesia monástica de Santa María.


Este lugar del Prepirineo Aragonés está íntimamente ligado a la historia del Condado de Aragón, después convertido en reino. Sabemos que el Alto Aragón recibió las embestidas de Almanzor en el año 999 y de su hijo Abd al-Malik en 1006. Estas destrucciones desbaratarían la repoblación de esta zona de los Pirineos. Sería con el reinado de Sancho III el Mayor de Pamplona en el primer tercio del siglo XI cuando se relanzaría la labor edilicia de construcciones defensivas y religiosas.


Dado su modesto tamaño, la iglesia de San Caprasio debió ser el templo de una parroquia con no muchos feligreses. Los especialistas la datan durante el reinado del monarca citado en la tercera o cuarta década del siglo XI, siendo un puro ejemplar del románico lombardo.


Interesa este aspecto porque el románico lombardo, también conocido como primer románico, abunda en la zona norte de Cataluña y, en lo que respecta de Aragón, en la esquina opuesta, es decir la noreste (comarcas del Sobrarbe y de la Ribagorza) con iglesias tan renombradas e importantes como la catedral de Roda de Isábena y el monasterio de Santa María de Obarra.


Por tanto la iglesia de San Caprasio de Santa Cruz de la Serós se puede considerar como rara avis por estos pagos, dominados por el románico internacional estrenado por la catedral de San Pedro de Jaca. No debemos pensar, sin embargo, que la iglesia es un ejemplar híbrido. Al contrario, en su mayor parte es un edificio lombardo muy puro en lo que respecta a su estructura, decoración y materiales.

Exterior

Más bien pequeña de dimensiones, su planta es de una nave engarzada a una cabecera de breve presbiterio y ábside de planta semicircular.


La puerta se encuentra en el muro oeste, algo descentrada, y es de gran sencillez como es propio del estilo: una sola arquivolta de dovelas muy desiguales que cobija tímpano más dintel.


La articulación exterior es la típica: lesenas (pilastras estrechas y poco salientes) que continúan en arquillos rítmicamente dispuestos. Los muros son de sillarejos hechos con maza. La iluminación corre a cargo de los tres ventanales de aristas vivas del ábside (simbolismo de la Trinidad) y de dos vanos similares en el muro meridional.


Décadas después, en el siglo XII, se añadió una torre campanario de sillería con huecos de campanas bíforos (menos el occidental). Los parteluces son de zapata lo que le confiere un aspecto también lombardo.


Interior

Tanto el exterior como el interior se encuentran despojados del enfoscado que con seguridad tendría, dejando a la vista el material primario de la construcción.

En el interior, el ábside se cubre con bóveda de cuarto de esfera; el presbiterio con bóveda de medio cañón y los dos tramos de la nave con bóveda de arista con arcos fajones que continúan por los muros sin intermediación de impostas por pilastras de triple esquina.


La vecina iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós

La visita a Santa Cruz de la Serós tiene premio doble para el viajero. Además de la pequeña joya de San Caprasio, contamos con la soberbia iglesia del que fuera monasterio de monjas de Santa María. Es un notable edificio del Románico Internacional Pleno influido directamente por la catedral de Jaca.

https://www.arteguias.com/iglesia/sancaprasiosantacruzseros.htm



Monasterio de Santa María de Santa Cruz de la Serós (Huesca)

Introducción

En pleno corazón del Alto Aragón, la pequeña localidad de Santa Cruz de la Serós se ubica a escasos 15 kilómetros de la ciudad Jaca, constituyéndose, como si de su antesala se tratase, en paso obligado para llegar al histórico Monasterio de San Juan de la Peña, germen del primitivo Reino de Aragón y, como no podía ser de otra forma tal y como veremos a continuación, de la propia población de Santa Cruz.


Pese a que en la actualidad Santa Cruz de la Serós, con sus apenas 200 habitantes, no deja de ser una más de las minúsculas poblaciones que jalonan las sierras prepirenaicas, puede enorgullecerse de poseer una dilatadísima historia además de contar con dos monumentos románicos de primer orden: la iglesia (antiguo monasterio) de Santa María y la Iglesia de San Caprasio.


El propio topónimo "Serós", apócope de "Sorores" (hermanas), muestra bien a las claras la importancia que tuvo en el desarrollo de la localidad la comunidad monacal femenina que, como abordaremos en las próximas líneas, se estableció en este bellísimo enclave altoaragonés en fechas altomedievales.

Una aproximación histórica

Pese a que la tradición, apoyándose en fuentes del todo imprecisas, ha venido señalando que el origen de Santa María de Santa Cruz de la Serós se remontaría a las últimas décadas del siglo X (992), en tiempos del monarca navarro Sancho Garcés II; recientes estudios han acabado por desmentir dicha teoría, retrasando la más que posible fundación de una primera comunidad monástica en la localidad hasta la primera mitad de la undécima centuria.

De este modo, parece probado que los orígenes verdaderos del Monasterio de Santa María de Santa Cruz de la Serós se remontarían hacía, aproximadamente, el año 1025 cuando, con motivo de la refundación e implantación de la orden benedictina en el vecino monasterio de San Juan de la Peña por Sancho III el Mayor, el cenobio pinatense, hasta entonces dúplice, pasase a ser morado exclusivamente por monjes, debiendo entonces trasladarse la rama femenina al actual Santa Cruz, donde sería erigida una primera iglesia de nave rectangular y testero recto cuya existencia ha podido ser atestiguada gracias a una campaña de excavaciones acometida en 1991.


Durante la segunda mitad del siglo XI el rey Ramiro I mandaría edificar una nueva iglesia dotada de todos sus equipamientos monásticos propios, ingresando en él como religiosa, en 1059, la menor de sus hijas: la Infanta Doña Urraca.

Sin embargo, el primer momento de esplendor de la comunidad femenina de Santa María de Santa Cruz de la Serós llegaría entre 1065 y 1070 cuando, tras enviudar del Conde Ermengol III de Urgell (fallecido según algunas crónicas en lucha contra los musulmanes en un lugar indeterminado entre Monzón y Barbastro), la Condesa Doña Sancha, también hija del rey Ramiro I, ingresa en la comunidad, siendo al poco tiempo nombrada abadesa.


Poco tiempo después, también tras enviudar de un conde provenzal llamado Bertrand, ingresaría en el monasterio una tercera hija del rey Ramiro de nombre Teresa, convirtiéndose de este modo el cenobio de Santa Cruz de la Serós en destino de numerosas damas cortesanas y de alta alcurnia de la época que tomaban hábitos y, por lo tanto, en objeto de innumerables y generosísimas donaciones tanto por parte de la Corona, como de los distintos linajes nobiliarios aragoneses.

Durante el abadiato de la Condesa Doña Sancha, mujer de enorme influencia política durante las últimas décadas del siglo XI merced a su relación de enorme proximidad y confianza con su hermano, el rey Sancho Ramírez; el monasterio de Santa Cruz de la Serós alcanzó sus mayores cotas de poder gracias a las riquezas que fue acumulando tanto en forma de donaciones como de heredades, hasta el punto de que llegó a decirse que, buena parte de la financiación de las campañas bélicas de la Corona aragonesa, procedía de las riquezas que proveía el monasterio santacrucero a través de sus extensos dominios.

En 1097 fallecería la Condesa Sancha, siendo enterrada en el fabuloso y célebre sarcófago en el que después nos detendremos y que, desde el propio monasterio de Santa María de Santa Cruz de la Serós, fue trasladado al Convento de las Benitas de Jaca, donde se conserva hoy en día.


Durante los siglos XII y XIII, al igual que ocurriría con su vecino de San Juan de la Peña, el monasterio de la Serós iría perdiendo su influencia dentro de los contextos políticos de la Corona de Aragón una vez que los límites geográficos de ésta, tras distintas y exitosas campañas contra los musulmanes, habían alcanzado la ciudad de Zaragoza y rebasado, incluso, la propia línea del Ebro.

La comunidad permaneció en Santa Cruz hasta el 1 de julio de 1555, fecha en que, por orden de Felipe II, el cenobio fue exclaustrado y sus religiosas trasladadas a Jaca. A partir de ese momento, salvo la iglesia, que pasaría a detentar la función de parroquia de la localidad, el resto de dependencias monacales, ya obsoletas (claustro, refectorio, capítulo), irían desapareciendo al ser progresivamente abandonadas y aprovechados sus materiales para la construcción de viviendas en la zona.


La iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós sería declarada Monumento Nacional en noviembre de 1931, siendo objeto, ya durante los años 90 del siglo XX, de una profusa restauración consistente en rehabilitar la torre, consolidar la fábrica, desprenderla de aditamentos tardíos y acometer en ella varias prospecciones arqueológicas para tratar de profundizar en sus orígenes y en su historia.

Tras una última intervención de consolidación en 2004, el 25 de mayo de 2005 fue declarada Bien de Interés Cultural.

La iglesia de Santa María

Lo primero que llama la atención al encuentro con la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós es, pese a ser un templo de un tamaño medio, la tendencia a la verticalidad que le confiere al conjunto su soberbia torre campanario y la misteriosa estancia levantada sobre el falso crucero, en la cual, nos detendremos más adelante.


Presenta la iglesia una planta de cruz latina engendrada a partir de una sola nave rectangular de dos tramos desiguales, un falso crucero propiciado por dos capillas laterales abiertas a cada uno de los dos costados de la nave, y un ábside cabecero semicircular precedido por un breve tramo recto presbiterial.


Resulta curioso el hecho de que esas dos capillas que generan el crucero, quedan rematadas en su muro oriental por sendos nichos a modo de minúsculas absidiolas semicirculares cubiertas con cuartos de esfera que, al exterior, presentan remate plano sobresaliendo ligerísimamente del muro, hasta el punto de que, de no ser por sus mínimos vanos, darían la apariencia de ser simples contrafuertes de refuerzo.


Queda cubierta la nave mediante una bóveda de cañón reforzada por dos arcos fajones de medio punto doblados que descansan sobre columnillas adosadas a pilastras y rematadas en capiteles figurados. A lo largo de toda la nave, justo a la altura del arranque de las bóvedas, discurre una imposta horizontal ajedrezada que, incluso, se prolonga por las capillas laterales y la cabecera.


Mientras que el ábside central cabecero presenta una bóveda de horno precedida del mencionado tramo recto cubierto con bóveda de medio cañón; las capillas laterales que definen el crucero resuelven sus cubiertas mediante sencillas soluciones a base de dos nervios que se cruzan justo en el centro geométrico de la bóveda.

Tanto el arco triunfal de acceso al presbiterio, como los que abren a las capillas laterales disponen roscas de medio punto trasdosadas por la omnipresente moldura ajedrezada, también denominada de "taqueado jaqués".

Pese a que en planta el edificio presenta la prototípica morfología de cruz latina y que al exterior llama poderosamente la atención tanto el juego de volúmenes como su verticalidad, una vez rebasado el umbral de la puerta, el visitante queda con la sensación de encontrarse ante un modesto edificio de una sola nave rematada en un único ábside semicircular, como tantos templos rurales existen en el románico español.

Este singular "efecto" viene motivado por el hecho de que el transepto, lejos de quedar resaltado, bien en alzado o bien mediante la erección de un cimborrio o de una cúpula, apenas se manifiesta al interior; no siendo apreciable desde dentro, en ningún caso, el potente volumen que, al exterior, corona el tramo crucero adosado a la torre. Este elemento en concreto hace de Santa María de Santa Cruz de la Serós un edificio prácticamente único y de primer orden dentro del románico español.


Esta cámara secreta e independiente, accesible en origen tan solo mediante escaleras portátiles de madera desde un vano en altura abierto en el paramento norte de la nave, ha suscitado, entre especialistas y estudiosos, numerosas teorías acerca de su posible funcionalidad; identificándose como una cámara en la que resguardar el tesoro litúrgico, como un posible lugar de refugio para la comunidad en caso de ser atacada o, incluso, más recientemente, como una "galilea" o capilla en altura.

El habitáculo, de apariencia cuadrangular al exterior, se torna octogonal al interior merced a unas exedras angulares que, a modo de trompas (manifestadas al exterior mediante volúmenes esquineros prismáticos), permiten que una superficie cuadrada quede rematada en ochavo, abovedándose el espacio mediante una solución nervada cuyos nervios, tras cruzarse en el centro, van a descansar sobre columnas rematadas en capiteles dispuestas en el centro de cada uno de los cuatro lados principales.


La torre, de porte monumental y considerablemente desproporcionada respecto al conjunto del templo, se dispone sobre la capilla lateral sur que da lugar al brazo meridional del crucero, quedando unida y comunicada con la recién tratada cámara superior secreta mediante un pequeño vano adintelado.

Presenta planta cuadrangular y se eleva en tres cuerpos en altura definidos, en cada uno de sus frentes, por otros tantos registros de vanos geminados de maineles cilíndricos, quedando coronada la rotunda estructura prismática mediante un remate octogonal.

Hacia el centro de la nave en el muro sur del templo abre una pequeña portadita de vano adintelado en la que, abrazado por un guardapolvo ajedrezado de medio punto, se despliega un tímpano presidido por un crismón compuesto por una rueda de seis radios entre rosetas; pudiendo adivinarse en él mínimas incisiones con los caracteres "x", "p", "a" y "w". Muy probablemente, en origen esta puerta fuera la que daría acceso desde el templo al desaparecido claustro.

Mucho más interesante es la portada principal, habilitada a los pies de la iglesia en un cuerpo en resalte o arimez bajo un tejaroz sostenido por canecillos figurados. Se compone, bajo una moldura ajedrezada a modo de guardapolvo, de cuatro arquivoltas de medio punto abocinadas que apean alternativamente sobre pilares y columnas, quedando rematadas estas últimas en capiteles vegetales y figurativos.

El elemento más interesante de la portada occidental es, sin lugar a dudas, su tímpano, en el cual, dos leones de feroz aspecto, uno de ellos sobre un motivo floral, flanquean un crismón trinitario en el que resulta curioso cómo, a excepción del símbolo "Rho" (P), que aparece en su prototípico lugar, el resto de caracteres como el Alfa y el Omega se sitúan desplazados respecto a la posición en la que suelen aparecer.


Todo el diámetro del círculo del crismón queda recorrido por una inscripción cuya traducción vendría a ser la siguiente: "Yo soy la puerta de entrada: pasad por mi fieles. Yo soy la fuente de la vida: tenéis más sed de mí que de vino, vosotros que penetráis en este bienaventurado templo de la Virgen".

Una segunda inscripción, justo en el borde inferior del crismón y al pié de los leones reza lo siguiente: "Corrígete primero para que puedas invocar a Cristo".

Para muchos especialistas, este crismón de la portada occidental de Santa María de Santa Cruz de la Serós venía siendo interpretado como una copia o versión del existente en la Catedral de Jaca, sin embargo, recientes estudios, entre los que destacan los de Francisco Matarredonda o Juan Antonio Olañeta, han concluido, basándose en la propia morfología del crismón, que el del antiguo monasterio de la Serós, cuya creación sitúan hacia 1090, vendría a ser más antiguo que el existente en la seo jacetana, el cual, encuadran en una fecha próxima a 1115.


En cuanto a la escultura monumental presente en el edificio, amén de la ya comentada de sus portadas, destacan los capiteles de las dos grandes columnas adosadas que dividen en tres paños el muro absidial al exterior, siendo perfectamente reconocible en uno de ellos el pasaje de Daniel en el foso de los leones. También encontramos ricos capiteles figurados al interior, tanto coronando las columnas que sostienen los arcos fajones de la nave, como en la cámara secreta sobre el crucero.


Capítulo aparte merece la colección de canecillos del alero que, si bien algunos de ellos no son figurados, otros muchos nos ofrecen un repertorio humano y, sobre todo, animalístico muy interesante: leones, monos, peces, bóvidos, así como otros seres pertenecientes al bestiario fantástico.


En todo el conjunto eclesial se advierte el trabajo de varias manos, ente ellas, concretamente en un capitel decorado con el tema de la Anunciación de la cámara superior, la del conocido como Maestro de Doña Sancha, artífice del famoso sepulcro y de algún capitel de la propia Catedral de Jaca.

La visita a Santa Cruz de la Serós tiene su lógica extensión a dos lugares de importancia capital para el románico. El primero es el conjunto monumental de Jaca, donde son de obligada visita su catedral, el Museo Diocesano y algunas iglesias y ermitas más, donde se conservan importantes piezas románicas como el citado Sepulcro de Doña Sancha o un capitel del Maestro Esteban.


El segundo es el Monasterio de San Juan de la Peña, a pocos kilómetros de distancia y accesible por una montaraz carreterita que comunica el propio Santa Cruz de la Serós con este histórico cenobio aragonés.



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Cenotafio de la basílica de San Vicente de Ávila

Introducción

La basílica de San Vicente de Ávila es uno de los edificios señeros del románico castellanoleonés y de toda España. Son tantos los alicientes arquitectónicos y escultóricos que ofrece al visitante que son necesarias varias horas para poder conocer todos sus aspectos interesantes: la preciosa cabecera con su cripta, las naves repletas de escultura en las columnas embebidas en los pilares, la tribuna que se construyó por encima de las naves laterales, la bóveda de crucería con que se remató la obra, las tres portadas de acceso, especialmente la occidental y la meridional, etc.


En este artículo nos centraremos en una de las joyas que guarda la basílica de San Vicente de Ávila, que es toda una obra maestra de la escultura románica tardía española: el cenotafio de San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta que se encuentra en el interior del transepto del templo.


San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta

Estos tres jóvenes cristianos de Talavera fueron martirizados a comienzos del siglo IV d.C. durante las persecuciones de los emperadores Diocleciano y Maximiano, siendo pretor Daciano. La tradición cuenta que se negaron a firmar un documento que acreditara que habían realizado ofrendas a los dioses romanos. Fueron martirizados y ejecutados en Ávila y sus cadáveres abandonados en el hueco de una roca.


Cuenta la tradición que un judío delataba y se burlaba de los mártires cuando una serpiente surgió para matarlo. En ese momento el judío oró a Dios ofreciendo su conversión y su compromiso de enterrar adecuadamente los cadáveres en sarcófagos. Ya una vez superada la clandestinidad de los cristianos tras el Edicto de Milán se construiría probablemente una capilla o pequeño martyrium para preservar las valiosas reliquias.


Se sabe que Fernando I de Castilla mandó trasladar en 1062 dichas reliquias desde Ávila hasta San Pedro de Arlanza para que su custodia fuese más segura. En el siglo XIX, ya muy arruinado el cenobio burgalés, se trasladaron los restos mortales hasta la colegiata de Covarrubias de donde regresaron posteriormente a Ávila y se depositaron en urnas en el altar mayor.

El cenotafio

Un cenotafio es un monumento funerario erigido en un lugar donde no se encuentra/n el/los difuntos/s a los que se rinde homenaje, pero que se construye para guardar memoria de ellos.


El cenotafio de los mártires de San Vicente de Ávila es obra de la segunda mitad del siglo XII. Se cree que el autor pudiera ser el propio maestro Fruchel, artífice probablemente de origen borgoñón, que trabajó en la catedral abulense y también en una de las fases de la construcción de San Vicente. Generalmente se asigna a su autoría la monumental fachada occidental con su gran portada y el nártex.

El cenotafio es un voluminoso monumento pétreo que imita a las arquetas relicario y éstas a su vez a iglesias, de modo que el cenotafio abulense imita las formas de una iglesia de tres naves (como la propia de San Vicente), la central con cubierta a dos aguas y las laterales a una vertiente. En el siglo XV se construyó encima un enorme baldaquino de estilo gótico flamígero de madera policromada y dorada sobre fondo azul, con relieves vegetales, arcos conopiales y varios escudos heráldicos.


Se piensa que en esta fecha es cuando se policromó también el cenotafio románico. La citada policromía no se apreciaba por la capas de suciedad y por un pintado en blanco realizado en tiempos modernos. Pero en 2007 se restauró y se le han devuelto los colores, siendo predominantes el rojo, el verde, el azul y el marrón.


La parte inferior de la estructura románica del cenotafio son arcos de medio punto con intradós pentalobulado sobre grandes columnas con los fustes muy decorados.


Encima de los capiteles se dispusieron relieves de monjes en distintas actitudes propias de los monasterios: lectura, escritura, música, encuadernación de un códice, etc.


En las esquinas se representaron a los apóstoles por parejas.

Pero lo que ha hecho célebre al cenotafio de la basílica de San Vicente es el conjunto de representaciones de los costados laterales altos y los respectivos frontales. Su iconografía es la siguiente:

Frontal oeste dedicado a Cristo en gloria:

  • En el centro aparece Cristo en Majestad, con la particularidad impactante de su cabello y barba que aparecen de color blanco, lo que resulta muy chocante.
  • Dos de los símbolos del Tetramorfos: el león de San Marcos a la izquierda y el toro de San Lucas a la derecha.


Frontal este dedicado a la parte del Ciclo de la Natividad protagonizada por los Magos:

  • Viaje de los tres Reyes Magos a caballo (no en dromedario como es la iconografía actual).
  • Adoración a Jesús (Epifanía) con el primero iniciando una genuflexión, mientras San José dormita.
  • Sueño por el que son avisados los reyes magos, acostados con sus coronas, para que no regresen al palacio de Herodes.




Lateral del lado norte dedicado al arresto de San Vicente y la huida de los tres hermanos hacia Ávila

  • San Vicente es llevado a presencia del pretor Daciano, identificado por su corona.
  • El santo es conducido a prisión, dejando la huella de su pie en una losa, símbolo de la fortaleza de su fe.
  • San Vicente es visitado por sus hermanas Sabina y Cristeta que le ruegan huya de la cárcel.
  • Daciano es informado de lo hechos y manda que los soldados los persigan.
  • Dos soldados inician la persecución a caballo.
  • Delante de éstos aparecen a caballo Vicente, Sabina y Cristeta.




Lateral del lado sur dedicado al martirio y ejecución, seguidos del arrepentimiento del judío delator

  • Una vez arrestados en Ávila, los tres protagonistas son desnudados completamente menos Vicente que lleva un paño de pureza.
  • Se inicia el martirio siendo atados a los mástiles de una especie de potro en forma de aspa.
  • Para rematarlos se les aplasta las cabezas mediante lo que pudieran se tablas de madera o losas de piedra. En esta escena aparece la mano de Dios bendiciendo (Dextera Domini) y las almas de los santos son llevadas por ángeles en un lienzo.
  • Una serpiente ataca al judío delator y se enrosca en su cuello, mientras éste ruega a Dios su perdón, convirtiéndose y prometiendo enterrar debidamente los cadáveres de los mártires.
  • Por último aparece el judío cumpliendo su promesa, construyendo los tres sarcófagos.


En cuanto a la plástica de los relieves del cenotafio, es especialmente remarcable la capacidad narrativa de sus escenas, su talla en altorrelieve y el acusado naturalismo de las anatomías tanto de los cuerpos tanto desnudos como vestidos (de una plástica muy tardorrománica o, mejor dicho, ya protogótica). Sobresale el realismo de las figuras y el estudio de sus movimientos, como por ejemplo en la escena de los tres mártires que son desnudados, el soldado que toma las riendas del caballo que se encuentra a su lado o los movimientos de los torturadores. También el autor ha jugado con una cierta perspectiva al colocar los sepulcros que está esculpiendo el judío escalonadamente en profundidad, lo que sería impensable en un relieve realizado en el románico pleno.


En fin, una verdadera joya medieval que muestra cómo en la segunda mitad del siglo XII aparecen una serie de maestros en España -probablemente emigrados desde Francia- que inician una forma de esculpir que se va alejando de los esquemas románicos puros para iniciar lo que ya se adivina como estética gótica.
























jueves, 25 de febrero de 2021

 

EN TORNO AL RACISMO (I). El peligro amarillo

Tanto los historiadores, económicos o no, como los sociólogos o los políticos somos prisioneros en mayor o menor medida de una visión  eurocéntrica que se ha ido sedimentando a lo largo de los últimos siglos. Una de las  referencias obligadas es E. Said y «Orientalismo»:

Toda época y toda sociedad recrea sus «otros». Lejos de ser algo estático, la identidad de uno mismo o la del «otro» es un muy elaborado proceso histórico, social, intelectual y político que tiene lugar en un certamen, en el cual intervienen personas e instituciones de todas las sociedades. ([1978] 2009, p. 436).

            Said demostró bien cómo la cultura europea había sido capaz de manipular e incluso dirigir Oriente desde un punto de vista militar, ideológico o científico. El Orientalismo -filtro  bajo el cual se interpretan realidades y emociones ocurridas en un «Oriente» único- es un discurso en el sentido de Foucault, pero no es algo etéreo, es una creación  impuesta por una relación de poder y de complicada dominación. Esperamos que esta pequeña serie  sobre el racismo ayude a comprender mejor otras realidades en tiempo de pandemia. Conversación sobre la Historia.

Florentino Rodao
Catedrático de la Universidad Complutense. Dept. International Relations and Global History. Es autor entre otros libros de «La soledad del País vulnerable. Japón desde 1945» (Crítica, 2019.

 

Muy a su pesar, Japón se situaba geográficamente en el ámbito de lo oriental. Es decir, de lo que no es occidental, puesto que la diversidad de culturas y países que abarca el «Oriente» está delimitada solamente por la perspectiva eurocentrista. Esta había sido una construcción ideológica con un enfoque muy claro y conveniente que servía sobre todo para definir lo propio (occidental) frente a lo diferente (oriental), pero en el caso de Japón se añadía una complicación adicional, porque se asociaba geográficamente con una región y una construcción ideológica donde se le veía como la excepción que confirmaba la regla. Mientras que se le consideraba el contrapunto de unas imágenes, en otros momentos formaba parte de ellas, tal como se comprueba con las dos visiones principales del Oriente que afectaban a las relaciones con ese país, la del «peligro amarillo» y la China. Ambas imágenes eran ambivalentes y podían expresar tanto temor, desgobierno y superficialidad como su lectura alternativa, la del oriental amable, la del buen japonés o la sofisticación de su cultura. Positivas y negativas, todas estas interpretaciones estaban a disposición del perceptor occidental para hacer uso de ellas según la conveniencia del momento, del contexto y de sus propios intereses. Eran imágenes de los otros para uso exclusivo de uno mismo.

El «peligro amarillo» históricamente se asociaba a Atila, al Gran Tamerlán o a las invasiones mongolas. Su representación más famosa muestra a las naciones europeas dibujadas como bellas mujeres que desde una alta montaña observan con preocupación a un Buda levitando en la lejanía. Era producto del desasosiego que provocaba la desproporción tan grande entre los pocos occidentales dominadores y los muchos orientales dominados, y por eso se señalaba la región donde esa desproporción era mayor, en las zonas más habitadas del planeta. Pero lo más interesante de esta imagen es su versatilidad ante las intenciones políticas. La evolución del «peligro amarillo» ha demostrado cómo puede ser utilizado en las condiciones más diversas, contra enemigos del más variado pelaje y condición, tanto políticos como comerciales, e incluso para defender a esos «amarillos» de otros «amarillos». En cambio, en otros momentos ha sido desactivado hasta parecer cómico, y en otros se ha empleado como señuelo erótico. El uso de esta imagen en España es un ejemplo de la adaptación a las necesidades de cada momento.


El peligro amarillo, grabado de 1895 a partir de una pintura de Hermann Knackfuss (foto: Wikimedia Commons)

El dibujo del Peligro amarillo indica la necesidad de Occidente de crear un enemigo. El hecho de que fuera la mujer alemana la que señalara ese Buda refleja una política imperial de Berlín que buscaba arrastrar a los demás países en la concienciación de la amenaza, tal como constata que el dibujo fuera hecho a instancias del káiser. Además, al representar la imagen de un Buda se señalaba precisamente a uno de los sistemas de creencias menos militantes del mundo. Por otro lado, denominar «amarillos» a una raza como la mongoloide muestra la necesidad de encontrar una diferencia con la caucásica. Este color fue asignado más con el objetivo de clasificar que de describir y, ciertamente, en las narraciones sobre los japoneses de los siglos XVI y XVII no se encuentra ninguna referencia a él. Además, Occidente no podía permitirse perder el monopolio de un color de piel que implica pureza, virtud o decoro y a los habitantes de Extremo Oriente se les atribuyó otro diferente, el amarillo, que está asociado con lo viejo y con lo decadente e incluso con la enfermedad. La asignación de este color, en definitiva, obedecía a la necesidad de simplificar la división de los pueblos del mundo entre los civilizados y los que estaban por civilizar y de que la raza dominadora tuviera en exclusiva una característica que connotara su superioridad sobre las demás.

La versatilidad de la imagen, por otro lado, permitía aplicarla a cualquier clase de desafío, empezando por la raza mongoloide y siguiendo por cualquier pueblo en presunta actitud amenazadora, ya fuera distinto en lo geográfico como en lo cultural, «amarillo» o no. La amenaza podía abarcar, por tanto, no sólo a todo aquel que tuviera los ojos rasgados, sino también a los indios e incluso a los rusos, que no sólo eran blancos, rubios muchos de ellos, y no tenían los ojos rasgados, sino que incluso compartían la misma cultura cristiana. Era definida más por el receptor de ese «peligro amarillo» que por ese «amarillo» tan «peligroso». Así, esta noción rondaba la mente de cualquier occidental cuando oía hablar de un país lejano con una actitud amenazadora, fuera Japón, la Unión Soviética o la India.


Tarjetas postales francesas de comienzos del s. XX sobre el «peligro amarillo»(foto: visualizingcultures.mit.edu)

Además de señalar las posibles amenazas militares o culturales a la civilización occidental, el «peligro amarillo» también servía para intereses menos loables. Sobre todo a raíz de la crisis de 1929 se utilizó cuando los nipones acabaron conquistando un segmento de mercado importante en las colonias europeas. La etiqueta made in Japan significaba algo muy diferente de lo que ha implicado en la posguerra, lo barato y de mala calidad: una broma recurrente era calificar a una persona de «japonesa» para indicar que su salud era muy quebradiza. No obstante, permitió que muchos asiáticos pudieran comprar por primera vez cepillos de dientes, lámparas, botones, telas e incluso bicicletas. Así, aunque los productores metropolitanos habían desdeñado las mercancías con escaso margen de beneficio, los productos japoneses se convirtieron en una competencia indeseable para los gobiernos coloniales cuando comenzaron a desbancar las exportaciones de las metrópolis. La amenaza tanto para los industriales europeos como para las manufacturas locales provocó que los distintos gobiernos coloniales en la India y en el sudeste asiático tendieran a levantar barreras a la penetración comercial japonesa para, según decían, detener el «peligro amarillo». La justificación era fácil, porque hubo prácticas niponas no muy éticas, tales como el dumping o la manipulación del tipo de cambio del yen, pero el principal objetivo de los que agitaron esa bandera era mantener sus propios privilegios frente a los advenedizos. En un mercado que siempre habían considerado propio, esas dos palabras eran más bien un reflejo del poder blanco frente a la alternativa amarilla, mientras que los otros amarillos (los colonizados) permanecían sin poder decidir sobre su propio destino. El «peligro amarillo» también tuvo su aplicación en conflictos de carácter más rutinario.


La lectura más útil del «peligro amarillo» en Occidente, no obstante, no era para describir amenazas contra los blancos, sino para justificar su propio colonialismo entre los orientales. Los occidentales tendían a enumerar y describir a los gobiernos no controlados por ellos mismos como especialmente déspotas y autoritarios, afirmando que la vida de una persona tenía escaso valor ante el poder omnímodo de esos mandatarios educados en la tiranía. La principal característica de los regímenes orientales pasó a definirse con el llamado «despotismo asiático» y el ministro de España en Tokio, Méndez de Vigo, por ejemplo, reflejó esa idea cuando aseveraba que la sustitución del «hombre blanco» por el «hombre amarillo» sería sin duda alguna «más inhumana, egoísta y agresiva». Quizá quien con más éxito ha plasmado esa idea subyacente de superioridad de la civilización occidental ha sido el ex comunista Karl A. Wittfogel en su obra Oriental Despotism, publicada por primera vez en 1957. Utilizando principios «macroanalíticos» ya empleados, al parecer, por Aristóteles, Maquiavelo y Adam Smith, Wittfogel escribió un erudito libro en que comparaba un buen número de sistemas económicos, desde el bizantino al de los incas, para concluir que los regímenes comunistas chino y soviético estaban caracterizados por una historia basada en una burocracia aplastante, producto de la necesidad de mantener los sistemas de irrigación. La única persona libre en estas sociedades que llamaba hidráulicas sería el emperador o los dirigentes de los partidos comunistas respectivos, pero sufrían de la «soledad total», tal como titula uno de los capítulos de su trabajo. El «despotismo asiático», en definitiva, se podía aplicar a todos los pueblos no occidentales, como el «peligro amarillo», y sirvió para interpretar la ventaja productiva nipona como debida a la pobreza y la opresión a la que estaban sometidos sus habitantes. Si la competencia comercial con los japoneses fuera en igualdad de condiciones, los blancos ganarían.


El embajador Santiago Méndez de Vigo (segundo por la izquierda) con el teniente general Alberto Castro Girona, la esposa de éste, el diplomático José Rojas y Moreno y Hachiro Arita, ministro de Exteriores de Japón, en audiencia celebrada el 7 de julio de 1940 en el palacio imperial Meiji Kyuden (foto de la colección familiar de Inmaculada Hernández Castro-Girona, autillodecampos.blogspot.com)

Las implicaciones sobre la necesidad de que los blancos actuaran para solventar esos problemas eran claras, porque les reafirmaba su magnanimidad hacia aquellos que no habían tenido la suerte de nacer así. Los occidentales debían ayudar a esas razas inferiores a blanquearse o, por utilizar un término de Méndez de Vigo, a «humanizarse», en una tarea denominada de muy diversas formas, tales como «destino manifiesto» o «la carga del hombre blanco». Los imperios coloniales, al sostener que lo mejor para esos pueblos dominados por el despotismo era ser guiados por un pueblo civilizado que les llevara por el camino del progreso, se convencían a sí mismos de lo conveniente de su dominio y, de paso, a algunos de los dominados.

En tiempos de calma, ese «peligro amarillo» se trocaba en paternalismo. La simpatía hacia esos oprimidos orientales, por tanto, era la otra cara de la moneda del gobernante déspota, porque los orientales eran buenos por naturaleza, infantiles en muchas ocasiones, y merecían afecto y cariño para que pudieran aprender el camino del progreso. Esta visión se superpuso con el erotismo porque tuvo su plasmación en el sector de población más sugerente para los colonizadores, las mujeres. Así, la carrera colonial no se vio impulsada sólo por la conveniencia de librar a los oprimidos del yugo despótico sino por múltiples fantasías sexuales, tales como las Mil y una noches, el Kamasutra o las mousmée, una palabra tomada del japonés [musume, hija] que significa joven prostituta en francés. El ejemplo más claro fueron las novelas coloniales, cuya estructura básica consistía en la historia de un occidental que, durante su estancia temporal en un país exótico, narraba cómo era este centrando la trama en su relación con una nativa. La mujer acababa totalmente prendada de él, de tal forma que al llegar la hora de la despedida invariablemente renunciaba a su vida anterior y dependía de la voluntad del occidental. En unas ocasiones acababa marchándose con él, en otras enloquecía y en otras se suicidaba, pero siempre abrazaba la superioridad occidental, tal como ocurre en la ópera Madame Butterfly, donde las costumbres retrasadas niponas la llevaban a cometer seppuku. Las novelas coloniales también evocaban esa superioridad con la que se autojustificaban los imperios coloniales.


Cartel de la serie de películas «La amenaza amarilla» (1916)(foto: Wikimedia Commons)

España agitó la bandera de ese ambivalente «peligro amarillo». Fue a finales del siglo XIX, cuando la debilidad de la colonia en las islas Filipinas hacía temer un ataque desde cualquier otro país. Para el «moribundo» imperio español, tal como se expresaba entonces, esa etiqueta se acopló perfectamente a las escasas posibilidades de victoria que concebía. Porque conocía bien su escaso margen de actuación frente a las apetencias de cualquier otro país europeo en Filipinas (o frente a Estados Unidos en Cuba), el cual no le permitía más que defender sus posesiones en el campo diplomático, tal como había ocurrido con la mediación del papa León XIII ante Alemania a propósito de la Micronesia de 1885. En cambio, frente a las ambiciones de China y Japón España pensó que era posible defender las Filipinas por las armas. Su mejor argumento para espolear los ánimos de lucha fue el «peligro amarillo». Así, los planes de la Marina definieron a ambos países como los enemigos a batir y de ahí nació el interés de Madrid por la Armada japonesa (la china era cada vez menos peligrosa). Las páginas de la Revista General de Marina, la puesta en marcha de un plan naval para la defensa de Rodríguez Arias en 1885 o el nerviosismo oficial de España al ser fronteriza con Japón desde 1895, al norte de las islas Batanes de Filipinas, tras ceder Pekín la isla de Taiwan tras la guerra chinojaponesa, son ejemplo de ello.

El gobierno de Manila estaba angustiado ante la posibilidad de una alianza entre invasores «amarillos» y filipinos rebeldes o, lo que se denominaba entonces, la unión de las razas orientales. Los planes estratégicos contaban con la posibilidad de una victoria inicial japonesa aprovechando la sorpresa y la dispersión de la flota hispana en Filipinas, pero se temía sobre todo que los invasores pudieran desembarcar en el archipiélago en esos primeros momentos y provocar una revuelta que haría imposible su recuperación. Así, aunque Manila no tuvo ocasión de dar muestras fehacientes de tal aprensión porque el gobierno japonés mantuvo siempre una buena relación con Madrid (tanto durante la revolución filipina como durante la guerra con Estados Unidos), prueba de este temor es que se prohibió la emigración japonesa en los dominios españoles, tanto en las Filipinas como en la Micronesia, a pesar de los seguros beneficios económicos que sus ciudadanos habrían podido reportar a un plazo más largo. Como otras naciones europeas, los españoles sintieron ese temor «amarillo», y tomaron medidas bajo los efectos de un mapa cognitivo parecido.


Soldados tagalos del Ejército Filipino de Liberación tras la capitulación española, con bandera del Kaputinan y uniformes españoles (foto: 1898miniaturas.com)

Lo cierto es que el miedo a lo «amarillo» fue más real para Madrid que para otros países. A la fragilidad hispana se unía la creciente fortaleza de sus adversarios orientales filipinos y japoneses. Durante el sitio de Manila en 1898, rodeados por norteamericanos y filipinos katipuneros, los españoles negociaron secretamente su rendición con los primeros para que sólo entraran ellos en Intramuros e impedir a los filipinos el festín de la victoria. Temían que si Manila caía en sus manos hubiera una orgía de sangre y de violación de mujeres. Esto sugiere que la diferencia más temida no era racial, porque entre los rebeldes de Katipunan había cada vez más sangre española, y tampoco cultural, ya que podían entender mejor el español que los norteamericanos y muchos de ellos eran cristianos, apostólicos y romanos (algunos también masones.) El temor era más bien político: los españoles sitiados temían a los pobres.El «peligro amarillo» no sólo ponía de manifiesto el desasosiego ante un cambio racial, también denotaba el miedo a que se intranquilizaran los que ocupaban los escalones más bajos de la sociedad.

Después de la derrota en Filipinas ese «peligro amarillo» desapareció de España. La escasez de inmigrantes, los pocos productos japoneses que llegaron y su pobre situación en el ámbito internacional hicieron que ese temor se percibiera sólo de manera tangencial. José Antonio Primo de Rivera, por ejemplo, mencionó en algún discurso la «barbarie asiática», pero ni fue en muchas ocasiones ni lo veía como un peligro inmediato, y tampoco figuraba entre las principales amenazas. Su visión fue principalmente descriptiva. Sin apenas contacto con esa «barbarie», más que temor o simpatía, en la España del siglo XX predominaba la indiferencia. 


Portada de Puck Magazine de 1898 (foto: Library of Congress)

La imagen de China como nación, por otro lado, implicaba dos elementos negativos: el desgobierno y el vendedor ambulante. La anarquía política y social en el antiguo Imperio Celeste predominaba entre las noticias: se informaba de violencia entre los señores de la guerra, de las luchas entre el Partido Nacionalista o Guomindang y los comunistas, y de los ataques vandálicos que incluían asesinatos de misioneros católicos. El cónsul de España en Shanghai, por ejemplo, comentaba la «especial moralidad y psicología del oriental» que permitía «que de la noche a la mañana se unan para hacer negocios los mortales enemigos de la víspera», o que «todo se puede esperar de la moralidad del asiático», observaciones que demuestran que la superficialidad de su imagen impedía comprender muchos matices que eran resueltos con descalificaciones automáticas. La conclusión lógica de la percepción exótica era asegurar que los chinos eran incapaces de gobernarse a sí mismos y que la intervención exterior era beneficiosa. Las concesiones extraterritoriales en su país, por tanto, no se veían como una afrenta a la soberanía china, sino antes bien, como remansos de paz en un país convulso y como ejemplos evidentes de modernización y progreso. Estos islotes de ocupación extranjera eran ventajosos para los propios chinos, en definitiva, a pesar de que ellos se opusieran.

El segundo elemento de la imagen de China en España era el vendedor de baratijas. Era más popular, posiblemente procedente de la experiencia con los culíes en Cuba, trabajadores asiáticos que trabajaban en un régimen cercano a la esclavitud, y reflejo de las escasas oportunidades de los españoles de a pie de ver a personas tan diferentes. También, menos elaborada, a tenor de una cancioncilla de entonces que nos ha sido transmitida por un japonés:

            Al chino le gusta el vino
            
al chino le gusta el pan
            
al chino le gusta todo 
            menos trabajar.


La competencia asiática como amenaza para la economía occidental, caricatura norteamericana de la década de 1870 (foto: www.oakton.edu)

Lo peor de la imagen del chino, no obstante, es su vaguedad; abarca una diversidad enorme de pueblos y culturas mongoloides. Esta asimilación muestra diversas características de la relación de Occidente con Asia, como son la satisfacción perceptual, la frivolidad, el interés por el reflejo de lo propio o la despreocupación política.

La imagen de lo impenetrable de la cultura china trasluce que el interés aparente por su cultura se queda en relatos exóticos enfocados a satisfacer el deseo de conocer algo anecdótico. Era suficiente escuchar un relato sugestivo con descripciones de tipismo o verles dibujados en un grabado o enmarcados en una foto que confirmaran las opiniones previas sobre su salvajismo o sobre lo extraños o raros que eran. Sin embargo, no había interés por penetrar en esa cultura. Ya que era tan complicado conocer su mundo, se rechazaba buscar explicaciones complicadas o hacer indagaciones profundas para desentrañar las dudas, porque una de las características de las visiones de estos pueblos es precisamente su superficialidad. Por expresarlo de otra forma, no había interés porque dejaran de ser orientales. El exoticismo salvaba las conciencias occidentales; con saber unos pocos datos era suficiente.


La contraposición entre las imágenes de la modernización de Japón y el atraso de China, visualizada en una pintura de la era Meiji (foto: visualizingcultures.mit.edu)

Para los japoneses, en segundo lugar, la frivolidad de la visión de los chinos que abarcaba a todos aquellos de ojos rasgados era un engorro. Como es de imaginar, no les gustaba ser confundidos con ese pueblo considerado ocioso, vago y poco fiable. Por ello, a nivel individual se esforzaban por mostrar su prosperidad y un status superior tanto en lo económico como en lo relativo a la asimilación de «las formas civilizadas». Pero la confusión también afectaba al plano nacional, porque junto a su imagen positiva siempre se recordaba la negativa de China, lo que fue uno de los motivos para su intervención en este país. Tokio no sólo buscó equipararse con los occidentales en la política colonial, sino resaltar asimismo su contraste con los otros al mostrar los esfuerzos por «poner orden» y «civilizarlo». China era el reflejo de cómo podía estar Japón si no hubiera emprendido el camino de la universalización en 1868 y sirvió para que se ufanase ante propios y extraños de los logros conseguidos.

Japón representado como «niño prodigio» por su occidentalización, en una caricatura de Punch del año 1894 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

Su esfuerzo tuvo un relativo éxito porque, al margen de los hechos reales, Japón se benefició de la tendencia de las imágenes a la simetría. Si había un chino malo, debía de haber otro chino bueno. Frente al chino malo, tramposo y astuto, se consolidó la imagen del japonés amante de su país, occidentalizado y que trataba de ayudar a Europa en su labor civilizadora. El orden japonés se convirtió en el contraste de la anarquía china al acoplarse su política en China con el estereotipo del «buen salvaje»: el japonés pasó a ser el «buen extremooriental» o «el buen chino». Además, ante las posibles dudas sobre el presunto daño de la colonización europea en China, ahí estaba el caso de Japón como ejemplo de sus ventajas. Fue producto de una tendencia de las imágenes a equilibrar la cognición.

Los beneficios, sin embargo, fueron temporales porque el origen de esa percepción no estaba controlada por los nipones, sino por las necesidades de Occidente. Si se analiza la historia de la percepción norteamericana de los asiáticos, por ejemplo, es posible observar que siempre ha existido una compensación entre la imagen de China y la de Japón. Cuando ha habido problemas con unos, la tendencia predominante ha sido a resarcirse con la imagen favorable de los otros. Si en el siglo XIX dominó la admiración hacia Japón como un país abierto frente al retraso y al estancamiento chinos, a partir de la guerra chino-japonesa la imagen predominante pasó a ser la del salvaje militarista japonés frente al chino cultivado e intelectual, la cual volvió a dar un giro de 180 grados tras el ascenso de Mao Zedong al poder y la rehabilitación de Tokio en la posguerra. Siempre se ha querido buscar un amigo junto al enemigo: si había unos que les rechazaban, seguro que otros estaban abiertos al mensaje civilizador. Cabría pensar si habría sido posible distinguir a un chino bueno de la China de otro chino malo también de la China, pero en las imágenes del Asia Oriental no ha predominado la sofisticación. Al contrario, todos los de ojos rasgados eran chinos. La visión era como las dos caras de una misma moneda. Para Occidente.


Caricatura de Punch sobre la guerra chino-japonesa de 1895 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

La asociación de los habitantes del sureste asiático a lo chino, en tercer lugar, recalca la superficialidad de esa imagen, pero denota también otras ambiciones. Es necesario matizar la calificación de los asiáticos surorientales como chinos, en parte porque entonces no existía el concepto de Asia Suroriental, desarrollado a partir de la Segunda Guerra Mundial, pero también porque la región se veía más como una amalgama de influencias, solapada además con el otro gran foco de la imagen oriental, lo árabe. Por último, porque los pueblos de estas zonas eran percibidos principalmente a través de los países colonizadores. Así, los franceses se preocupaban de conocer y diferenciar a sus súbditos indochinos, quienes eran percibidos por las semejanzas con sus colonizadores, los holandeses hacían lo propio con los de las llamadas entonces Indias Orientales, y así sucesivamente. Todos eran chinos excepto los dominados por uno mismo, en gran medida porque la metrópoli, al buscar su reflejo en su colonia, se interesaba más por sus habitantes como parte de ella.


Fernando de Antón del Olmet, marqués de Dosfuentes (foto: Wikimedia Commons)

Para comprender la desatención política hacia los chinos conviene recordar que un embajador de España, el marqués de Dosfuentes, en despacho oficial a sus superiores, los describió «como 450 millones de macacos cortados por el mismo patrón, o mejor dicho, el mismo muñeco de celuloide repetido 450 millones de veces, como muñeco de celuloide de una fábrica monstruosa». Fue un caso excepcional, como es de imaginar. Se cuentan historias de Dosfuentes durante la guerra civil que indican una excentricidad cercana a la locura, y si se le destinó a China fue precisamente para evitar las repercusiones políticas que sus inmoderadas declaraciones habían tenido en otros países, como Venezuela. Lo extraño, no obstante, es que no fuera expulsado ni recibiera amonestación por ello ni por ninguna otra de sus manifestaciones. Porque el enfado de un gobierno asiático o de su opinión pública por unos comentarios destemplados ha tenido menor importancia que el de otros lugares del planeta. El traslado de Dosfuentes a China evidencia que Extremo Oriente fue hasta hace pocas décadas un destino de compromiso adonde iban llegando los casos más difíciles de la diplomacia hispana. Los problemas diplomáticos en Asia eran menos problema.

En la actualidad, en definitiva, perdura esa imagen polivalente del chino, como la del «peligro amarillo», y conviene recordarlo porque este desinterés por acabar con la vaguedad inherente de su significado connota la pervivencia de una actitud de superioridad que ya debería ser simplemente un recuerdo del pasado. Peligrosos y despóticos, pero también simples y sensuales; pobres, herméticos y traicioneros, pero también abiertos a la influencia occidental; más desarrollados que los africanos y menos que los occidentales. Los orientales eran buenos y eran malos y sólo estaban esperando a que Occidente les llevara por el buen camino. De nuevo era una visión ambivalente en la que la importancia de los aspectos positivos y los negativos podía cambiar según el momento y hacer que la balanza se decantara dependiendo de los intereses y las ambiciones del momento. Al igual que las imágenes de Japón. 

Fuente: Versión abreviada de Franco y el imperio Japonés. Imágenes y Propaganda en tiempos de guerra, 2002, pp.52.56.

Portada: L’Asie contre l’Europe, ilustración sobre la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 en L’Arc-en-ciel, nº 6 (foto: visualizingcultures.mit.edu)

https://conversacionsobrehistoria.info/2020/04/18/en-torno-al-racismo-i-el-peligro-amarillo/

 

EN TORNO AL RACISMO (II).

El regreso de Fu Manchú: chinos y racismo en la España del Covid -19

 

Jesús Izquierdo Martín
Universidad Autónoma de Madrid. Codirector del programa de radio Contratiempo.
Historia y Memoria (Radio Círculo de Bellas Artes)

 

Hay secuelas de esta desoladora pandemia que parecen pasar desapercibidas, como si no existieran en nuestro imaginario colectivo, como si no formaran parte de nuestra cultura política. Sin embargo, están ahí, dando sentido a una gran parte de las vidas que llenan este país tan familiar como extraño. Algunas merecen nuestro respeto porque retroalimentan vínculos de solidaridad, reciprocidades que parecen imposibles en las modernas sociedades liberales. Otras, sin embargo, resultan, cuando menos, condenables. Y uno de estos corolarios ha sido la reactivación del racismo; un racismo que se despliega sobre grupos humanos con los que creamos distancias porque la crisis nos ha unido, pero, paradójicamente, con el pegamento que emplea como materia prima la exclusión del otro, el distinto, el diferente: “moros”, “gitanos”, “sudacas”, “negros” y, en este inmediato presente, “chinos”.

De los primeros nunca hemos sabido modificar una actitud que está profundamente arraigada desde que acuñamos la idea de “reconquista”, una idea que solo pretendía legitimar la vinculación entre la vieja dinastía visigoda y la nueva monarquía conquistadora. El franquismo fue incluso más allá al aplicar el estigma del “otro moro” incluso a los muertos rifeños que le dieron los primeros éxitos tras el fracaso del golpe de Estado de 1936. Véase el documental del director marroquí Driss Deiback, Los perdedores (2006). Sus imágenes remiten, entre otras cosas, a la incapacidad de la dictadura para enterrar a aquellos muertos rifeños conservando sus pautas culturales. Quedaron así, como pruebas mortuorias de vidas despreciadas, esos cementerios desparramados por la península, restos mal inhumados de otros vencidos en la guerra que, se supone, habían triunfado junto a sus colonizadores nacional-católicos.


Cementerio militar musulmán en Griñón (Madrid)(foto: M.R./El Independiente)

De los gitanos, mejor ni hablar. Pueden seguir levantando asociaciones que combatan las contraposiciones estereotípicas que de ellos hemos edificado. Ahora bien, la sombra del árbol de la intolerancia no las deja crecer. Un gitano ha sido, es y será un segundón, pese al flamenco y Camarón. Apelar al nicaragüense Eleazar Blandón, el temporero devastado este verano por un golpe de calor en los campos murcianos y abandonado por sus patronos hasta la muerte en un centro de salud, no es más que volver a dar cuenta de nuestra tenacidad por construir un otro pseudo-humano más cercano al mundo de las cosas inmundas que al universo de los ciudadanos respetados. Pero, descuiden, no nos veremos afectados. Moneda de bajo valor en el mercado de la España grande y libre. Y de los hombres y mujeres de “color”, lo más suave es señalar que continúan siendo una de esas pieles en las que reflejamos nuestra distinción, como alteridad negativa que deslinda la frontera entre el nosotros y la geografía imaginada más allá del Estrecho de Gibraltar -o del Sahara, si se me apura-; un espacio conjeturado como hábitat natural de arcanas tribus que solo sangran pobreza y muerte, donde son inimaginables estructuras políticas complejas como los antiguos imperios de Mali, Kanem, Gran Zimbabue o el Imperio de Ghana. O los reinos de Aksum y del Congo. A nosotros solo nos corresponde pensar que los incontestables restos arqueológicos de aquellos entramados políticos tienen que ser europeos, porque Europa siempre fue, es y será referente del progreso. Morimos como ellos, pero sus muertes no tienen comparación con nuestra vida, la vida del verdadero español, la de los Abascales, los Casados y la de esta clase media que hace de carne de cañón de los distraídos ricos, quienes seguramente ni se asomaron a los balcones ni aporrearon cacerolas. Estaban más bien dedicados a curiosear el mundo desde ningún lugar, sin temer que algún “despreciable” ocupara su espacio de privilegio. Los “otros” sencillamente no han contado, cuentan o contarán. Nunca lo han hecho, no lo hacen ni lo harán.


Agosto de 2020: manifestación de temporeros pidiendo su realojamiento tras el incendio del asentamiento de chabolas en el que vivían en Lepe (Huelva)(foto: Paco Fuentes/El País)

Pero en esta crisis sanitaria el rostro de la negatividad ha sido ocupado por esa construcción subjetiva a la que nos remitimos con desdén como “el chino”. La investigadora en la Universidad Autónoma de Madrid, Núria Canalda Moreno, ha estudiado bien este fenómeno, esta evidencia que ha demostrado la necesidad española –y occidental, que se lo digan a Donald Trump- de hallar un culpable para una pandemia en la que desde el principio perdimos el control. Nos da igual que detrás de ese “rostro de ojos rasgados” se esconda un singapurense, un tailandés o un coreano; tampoco nos importa que su origen sea transnacional, que proceda de territorios de Asia pero que por nacimiento y crianza sean españoles, de segunda, tercera o cuarta generación. Ellos mismos han acuñado un concepto, “chiñol”, para identificar su identidad en España. Pero aquí, entre nosotros, son simplemente chinos, el rostro de la enfermedad. No escuchamos su acento andaluz, extremeño o gallego, una entonación procedente de vidas compartidas como conciudadanos; no apreciamos que puedan ser señeros en la cultura y la economía de este país. Son solo eso: chinos. No asumimos que hayan gestado un movimiento de contestación al racismo inculpatorio, enarbolando la campaña #NoSoyUnVirus, o que fueran los primeros en cerrar sus tiendas en una lógica de responsabilidad que fue de inmediato calificada como una asunción de culpabilidad. O que en nuestras universidades reclamaran a las autoridades una y otra vez el uso de mascarillas, mientras profesores y estudiantes los mirábamos con una mezcla de sorna e incredibilidad. Repito: simplemente son chinos y, ya lo sabemos, el virus no solo tiene rasgos raciales, también tiene nacionalidad.


Ilustración de Lisa Wool-Rim Sjöblom para la campaña No soy un virus

Esta doble identificación del virus –racial y nacional- se ha incrustado bien en la identidad de los españoles. No estamos, en esto, al margen de otros lugares donde este proceso ha calado con intensidad. No se trata de citar países. Pero nosotros hemos sublimado esa identidad negativa en un momento de pandemia en el que necesitábamos rehacer nuestra condición colectiva. Aquí el estereotipo ha funcionado con mayor intensidad quizá porque carecemos de tradición en la convivencia con lo asiático. Y además ya no teníamos suficiente con los arquetipos catalán y vasco para levantar nuestra españolidad. Para poner rostro al virus no alcanzaba ni un Valentí Almirall ni un Sabino Arana, aunque seguro que alguno de los abanderados y “cacerolones” esté sintiendo la tentación de hacerlo durante el rebrotar del virus. Era más fácil no bajarse del carro de la ignorancia e identificar el rostro del virus en ese ya sospechoso “asiático” que no se deja ver, a escondidas en su “tienda de chinos”, entre baratijas y pantallas de vídeo cuarteadas en programas de televisión y cámaras de vigilancia. Ponerle rostro nacional a un virus no es difícil cuando se conoce el lugar de procedencia. Tampoco es complicarlo racializarlo: solo requiere reducir a una única etnia las 56 existentes en China y luego extender ese único grupo humano a todo aquel sujeto que proceda del Extremo Oriente. El acto de estereotipación es sencillo y logramos poner cara a un ser no vivo. Ni más ni menos.

Más complejo resulta buscar en una comunidad nacional –la china- intenciones para contaminar a los demás, al menos para quien esto firma. Pero una vez dibujado el rostro, adjudicamos propósitos y, por lo tanto, responsabilidad. Y así nos exculpamos al tiempo que nos incluimos en un colectivo sufriente y victimizado. No somos responsables de la ineficiencia de la gestión de la crisis del Covid-19. Solo hay uno y tiene un rostro bien perfilado. Simplemente es la faz de un chino. Lo chino abarca así toda la barbarie o, planteado en otros términos, todo lo azaroso que los modernos europeos creímos haber controlado dentro de nuestras fronteras. Porque el concepto de barbarie siempre ha ido de la mano de las ideas de albur y de horda. Chinos, chinos y más chinos.


Pese a lo que diga la teoría liberal, las identidades no se constituyen voluntariamente; más bien son resultado de procesos supra-intencionales o sub-intencionales de reconocimiento grupal. Es más; necesitamos identidad para operar intencionalmente y siempre vienen asentidas por los demás. La identidad grupal requiere además de una alteridad, la constitución del otro en el que reflejar lo que creemos no ser; y lo peor es que generalmente también necesita de la construcción de una subalternidad: un otro distinto pero situado debajo de nuestra humanidad. El sociólogo Alessandro Pizzorno o la filósofa Gayatri Spivak, entre otros, han venido reflexionando sobre este asunto desde hace décadas. Son resultados socio-históricos. Pero, como otras edificaciones del tiempo, las naturalizamos, instituyéndolas como verdades trascendentes. Este es el origen de la asignación de un rostro chino para un virus sin vida, sin nación, sin raza que, sin embargo, da sentido a las vidas de estos españoles temerosos que buscan en los confines del mundo la cara de la enfermedad. Parece, como me recordaba mi amigo y escritor Alfons Cervera, el retorno de aquel personaje maligno que aparecía en los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín (1941-1976); ese Fu Manchú asiático y conspirador que tanto exotismo y orientalismo desplegó en la España franquista. Aquel número 1083, editado en 1973, El regreso de Fu Manchú, parece así renacido, como un espectro que pone viejo rostro a una nueva maldad: el asiático Covid-19. Y nos exculpa.

Portada: «The Mongolian Octopus» en la revista australiana The Bulletin, 31 de enero de 1880 (foto: https://www.nma.gov.au/)

https://conversacionsobrehistoria.info/2020/08/25/en-torno-al-racismo-ii-el-regreso-de-fu-manchu-chinos-y-racismo-en-la-espana-del-covid-19/

 


































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