martes, 27 de febrero de 2018


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BUDISMO



¿Quién fue el primero que enseñó el arte de prescindir del YO de olvidarse de sí mismo? No un psicólogo de nuestro tiempo, sino el Buda. Él enseñó el “arte de la vida vigilante”, cuyo símbolo es el tiro de arco. Para el Buda, el esfuerzo correcto y la vigilancia correcta satí son la condición para la concentración meditativa samadhí que lleva a la perfecta iluminación bodhí.



El Buda: Uno de los grandes guías espirituales de la humanidad

            Uno de esos grandes guías espirituales es Gautama, llamado el Buda, es decir, el “despierto”, el “iluminado”. Venerado por innumerables personas en todo el globo, es, junto con Cristo, la figura que el arte ha representado con más frecuencia en el mundo. Una figura que irradia quietud, seguridad en sí mismo, superioridad, paz. La convexidad en el vértice de la cabeza ushnisha, el punto por el que, según la concepción india, entra y sale el alma, simboliza la iluminación. El “tercer ojo” urna en medio de la frente viene a indicar el conocimiento espiritual, los lóbulos alargados de las orejas, la sabiduría del Buda.


La profesión de fe del budismo

Durante mucho tiempo no hubo en Bodh Gaya, como en otros lugares conmemorativos budistas, ninguna estatua del Buda. Lo único que aquí se venera es una huella muy estilizada, grabada en piedra, de los pies del Buda. Al principio no se representaba la persona del Buda sino que sólo se la insinuaba mediante símbolos. Él también había desviado de su persona a los hombres para encaminarlos hacia su doctrina.
     Y por eso, la fórmula del credo budista reza hasta el día de hoy: Me refugio en el Buda, en la doctrina (en el dharma), en la comunidad monástica (en el sangha). En el cristianismo podría formularse, de modo muy parecido: Me refugio o, mejor, creo en Cristo, en su doctrina (el evangelio) y en la comunidad de los creyentes (la Iglesia).
     El Buda Gautama fue el gran maestro que, a centenares de millones de personas, desde las alturas del Himalaya y del Hindukush hasta Indonesia o China y Japón, mostró, como nadie ha sabido hacerlo mejor, el camino de salvación: aquello en lo que el hombre puede encontrar apoyo y ayuda.
     Y por eso no sorprende que la primera mención del Buda en el cristianismo, hacia el año 200, en Alejandría, sea el siguiente comentario: En India hay personas “que siguen los preceptos del Buda” y que lo “veneran como a un dios debido a su extraordinaria santidad” (Clemente de Alejandría, Stromata, 1,15).

El camino de Gautama a la iluminación

            En el budismo lo importante no era, en sus orígenes, profundas especulaciones sino la superación de las realidades de la vida. Y de esas realidades se enteró Siddharta Gautama, rico heredero de un príncipe y casado desde muy joven, cuando salió en coche por primera vez del lujoso entorno de su palacio y viajó por el país.
            Allí se vio confrontado con todo el sufrimiento del mundo, un sufrimiento al que los hombres están expuestos inevitablemente. Todos los hombres envejecen. Todos los hombres enferman. Todos los hombres tienen que morir. Vejez, enfermedad, muerte: tres signos de la caducidad. Es el problema fundamental de toda existencia humana: en la vida, nada es estable. Todo depende de otra cosa. Todo es mudable y pasajero. Todo, finalmente comporta sufrimiento: todo estállenlo de sufrimiento.
            En la vida de Gautama, el cambio se produce cuando le salió al encuentro un monje mendicante. Su vida privilegiada le parece de pronto carente de sentido, le resulta insoportable. Un día, poco después de nacer su hijo, Siddartha pone en conocimiento de su joven esposa que va a abandonar a su familia. Que renuncia al poder. Que incluso deja su patria, la república aristocrática de su familia, los Sakyas, en la frontera entre India y Nepal. Más tarde recibirá el nombre de Sakyamuni,sabio de la familia Sakya”.
            Tenía a la sazón 29 años. Al cabo de seis años abandona la vida asceta. Y sus discípulos lo abandonan. Se retira a un río y practica la meditación. Allí se repone, y por fin, después de meditar mucho tiempo, bajo un árbol, alcanza la anhelada iluminación bodhí, salvación, liberación. Así se ha convertido Siddharta en el Buda, en el “despierto”, el “iluminado”. Ahora tiene respuestas a las cuatro preguntas capitales: qué es el sufrimiento, cómo nace, cómo puede ser superado y cuál es el camino para conseguirlo. Ése es a partir de entonces su mensaje. Todo está resumido en esas Cuatro Nobles Verdades.

El árbol de la Iluminación

Esto sucedió, pues, hace unos 2 500 años en el actual estado de Bihar, en el norte de la India, cerca de la pequeña localidad de Uruvela. Debido a ello, ese árbol, que procede la higuera originaria, recibe el nombre de árbol Bodhi, el árbol de la Iluminación. Y la ciudad de Uruvela se llama Bodh Gaya. Es, después de la ciudad natal de Siddharta, Lumbini, el segundo gran lugar conmemorativo del budismo.
            Una nueva religión, en efecto, pues rechaza los fundamentos de la antigua religión india: la autoridad de los Vedas y con ella el predominio de los Brahmanes y los sacrificios cruentos. En su lugar, espiritualidad, interiorización, abstracción. El Buda recorrió ese camino él solo, por su propio esfuerzo. Y sin embargo ese despertar no es una autoliberación, ya que no puede ser forzado por el hombre. Pero tampoco es un regalo de Dios, ya que para el Buda no hay un Dios creador y omnipotente.
            Los budistas, en un acto de gratitud, aislaron más tarde, como recinto sagrado, ese lugar donde nació el budismo y lo llamaron trono de diamantes. Pronto se construyó allí un templo: el templo de Mahabodhi, el “templo del gran despertar”. Ha experimentado diversos cambios a través de los siglos y hace poco más de 137 años (1881), cuando estaba completamente abandonado, fue magníficamente restaurado por un rey de Birmania.
            También fueron destruidos otros santuarios. Porque durante algún tiempo Bodh Gaya volvió a estar por completo en manos hindúes. Y para los hindúes el Buda es sólo la novena encarnación avatara del dios Visnú, a la que sucederá un día la décima.
            En el Campo de las Gacelas de Sarnath, a las puertas de Varanasi, el Buda se encuentra con cinco ascetas itinerantes que antes lo habían abandonado pero que ahora se convierten  en sus primeros seguidores. Ellos forman el núcleo de la comunidad monástica, la sangha. Primero son cinco, pronto son 500. En los siglos V-VII vivían y enseñaban sólo en Sarnath 1 500. Por eso es ése el tercer lugar conmemorativo del budismo: allí puso Buda en movimiento la rueda de la doctrina, del dharma.
            El Buda sigue caminando y enseñando con sus monjes otros 45 años por Bihar y Uttar Pradesh. Muere a la edad de 80 años (según una antigua tradición, en 368 a.C.), de una intoxicación alimentaria, en Kushinagara (hoy Kasia), en Npal. Así entró el Buda en la salvación definitva, en el parinirvana sin nuevo renacer. No nombró sucesor o vicario. Sus discípulos han de observar el dharma, pero no imponérselo a nadie.
            Por tanto esa enseñanza del no yo del Buda no pretender ser una doctrina metafísica. El Buda rechazó por principio tal género de doctrina. Lo que pretende es ayudar, de un modo completamente ético-práctico, a la experiencia personal: el hombre ha de apartarse de su autoinvolucración en la codicia, en el odio y la obcecación y tomar el camino del altruismo, apartarse del egocentrismo del yo, que no es durable. Y por eso es una cuestión controvertida entre los budistas la de si el yo es sólo algo no firme, no invariable, no sustancial o es algo que carece por completo de realidad. El altruismo, en un sentido ético, tampoco es, en definitiva, ajeno al cristianismo.

Los cristianos suelen entenderlo mal: el mensaje de Buda no es pesimista ni resignativo, no quiere consolar con el más allá. Quiere mostrar un camino aquí, en este mundo en la vida cotidiana. El sendero que conduce al nirvana es:

·         Conocimiento correcto y forma de pensar correcta: saber panna,
·         Palabras y obras correctas, vida correcta: moralidad, ética sila,

·         Esfuerzo correcto, vigilancia correcta satí y concentración samadhí correcta


El saber es condición previa para un comportamiento moral, para una actitud ética; en ésta suelen quedar detenidos los discípulos laicos aunque a cambio tengan que aceptar después un nuevo nacimiento. Pero los monjes intentan llegar, ejercitando el espíritu, a la concentración meditativa, para quedar liberados por fin del ciclo de los nacimientos y entrar en el nirvana, en la “extinción”, en el final de la codicia, del odio y de la obcecación. Éste es, pues, el camino budista de salvación, camino que dura toda una vida. 

Vida monástica Budista y Cristiana: semejanzas

En India, el monacato es una institución ancestral, en el cristianismo, relativamente tardía. Uno se pregunta: los padres egipcios del desierto que en el siglo IV introdujeron por primera vez el monacato en el cristianismo ¿estarían influidos por los monjes indios, a quienes se conocía en la cosmopolita Alejandría? Desde hacía por lo menos 600 años, desde la campaña de Alejandro Magno en India, existían relaciones comerciales y culturales entre las grandes civilizaciones de los valles del Indo y del Nilo.
            Al principio, los monjes budistas eran también eremitas y monjes errantes. Muy a menudo se retiraban durante la época de lluvias a cuevas, que eran frescas en verano y calientes en invierno y que estaban cerca de los cruces de caminos que servían de vías comerciales. Fue más tarde cuando los monjes empezaron a vivir en monasterios fijos, como en Dharamsala, la aldea entre montañas al pie del Himalaya, actual residencia en el exilio del Dalai Lama y de sus monjes tibetanos (monasterio de Namgyal).
            Igual que en los monasterios cristianos, los monjes se reúnen ya muy temprano para la meditación matutina. En lugar de doblar las rodillas, se arrojan al suelo y lo rozan con la frente en señal de sumo respeto y de humillación voluntaria. UN ritual que existe también en el cristianismo, cuando se pronuncian votos o durante la ordenación sacerdotal. Y también en el budismo se invocan con mucha frecuencia a “todos los santos”, a todo el panteón budista: Budas, Bodhisattvas y grandes gurús.
            En lugar de oraciones, que presuponen un Dios creador y omnipotente, se recitan sutras y mantras: para invocar, aplacar o alejar a los dioses de la naturaleza y a los malos espíritus. Porque están convencidos de la eficacia mágica de palabras y fórmulas sagradas en toda clase de asuntos. Son cánticos profundos y rítmicos que no sirven de solaz sino que ayudan a meditar. Cantar y recitar en comunidad hace retroceder el YO, incluso olvidarlo.
            El monacato budista y el cristiano presentan muchas semejanzas. Externas, como el sencillo hábito igual para todos, y salmodiar en comunidad. Pero también semejanzas en la estructura básica:
  • ·         Ambos exigen apartarse del mundo.
  • ·      Ambos llevan una vida austera, según una regla vinaya, con preceptos, prohibiciones, catálogos de penitencias, confesión de culpas.
  • ·     Ambos exigen renuncia a bienes personales y continencia sexual.



Monacato: sólo primordial para el budismo

Por otra parte, en el cristianismo el monacato es más bien marginal. En el budismo constituye el centro, ingresaba en la sangha, la comunidad monástica. Los monjes budistas se distinguen de los otros monjes indios por seguir a Buda, su modelo, y aceptar su doctrina y observar su regla.
            Pero no todos pueden ni quieren tomar sobre sí los cinco mandamientos especiales para los monjes novicios. Que son, desde los tiempos de Buda:

  1.        I.           Comer sólo una vez al día.
  2.     II.            Huir de las diversiones (bailes, fiestas).
  3.  III.            No usar adornos ni perfumes (pomadas).
  4.  IV.            No usar camas ni sillas lujosas.
  5.     V.            No tener dinero para uno mismo.



Y menos aún quieren todos cargar con las más de 200 reglas para los monjes. Por otra parte, esas reglas han sido parcialmente adaptadas a la vida moderna. En cualquier caso, como también en el cristianismo, los monasterios budistas poseen bienes. Es más, muchos se hicieron ricos, mediante fundaciones y donaciones, lo que fue motivo de quejas entre el pueblo y de luchas, incluso de guerras por el poder entre monasterios rivales.

La Comunidad de monjes y laicos

            En la vida diaria apenas hay nada más venerado por los budistas creyentes que los monjes, los maestros de espiritualidad guru. Ellos ofrecen al pueblo alimento espiritual, y el pueblo, en contrapartida, les da sostén material. Porque los monjes regalan al pueblo el dharma, la doctrina del Buda. Y están a disposición del pueblo para las ceremonias domésticas: matrimonio, exequias, etc. Recitan entonces, de los escritos sagrados, lo que traerá prosperidad a la casa y a su familia, y expulsan a los espíritus con sus mantras e instrumentos. Sus cánticos, que en un bajo profundo, han de aplacar o expulsar las fuerzas elementales. Por eso los monjes tienen derecho a aceptar comida, dinero y regalos del pueblo. Limosnas a base de mantequilla de yak, son, precisamente entre los tibetanos, muy frecuentes.
            Sin embargo, el budismo, que no acepta un Dios creador y omnipotente, se unió muy pronto con la religión popular y sus dioses, por ejemplo, con la religión autóctona, mágico-chamánica, del Tibet, la religión bon y con el tantrismo indio. En ella, hay que aplacar siempre mediante conjuros y ofrendas a los poderosos dioses de la naturaleza, a los dioses de las montañas, de las tormentas y del granizo. A menudo, los templos budistas están protegidos por serpientes y dragones, que en Oriente son venerados como seres sobrenaturales y benéficos. A menudo, también están protegidos por músicos y bailarinas celestiales, estatuas feroces de guerreros o también divinidades apacibles y amables custodian la entrada del santuario. Como en la Edad Media europea, hay por todas partes espíritus malignos que han de ser expulsados mediante la recitación de sutras, pero también con música y estruendo. Con los giros de un molinillo de oración grande o pequeño, la oración se repite constantemente. En los países del budismo theravada,  como Birmania y Tailandia, aún se sigue entregando a veces en la calle la comida a los monjes. En señal de su renuncia al mundo, los monjes se rapan la cabeza y se desprenden de toda propiedad personal. Quedan exceptuados seis objetos: el platillo para las limosnas, el cinturón, la cuchilla de afeitar, una aguja, un mondadientes y un tamiz para filtrar los organismos vivos del agua.

Escuelas monásticas: estudiar y debatir

Los niños –solo los varones, las niñas no- pueden ser admitidos en las escuelas monásticas a los 6 o 7 años. Esto constituye un gran mérito y también un honor para los padres. El niño tiene garantizada una buena formación monástica. Los novicios aprenden de memoria los textos sagrados en libros delgados y de formato ancho que han sido impresos, como era usual en la antigua China, con matrices de madera. Pero en el monasterio los alumnos también pueden recibir por ejemplo clases de inglés.
            Por tanto, el paso de la comunidad monástica a la comunidad laica es mucho más fácil que en el cristianismo. Los monjes y las monjas pueden exclaustrarse en todo momento y luego volver a ingresar. En los países del theravada, por ejemplo en Tailandia, hay niños que se cortan el pelo y viven tres meses en un monasterio para estudiar las doctrinas budistas. Los adultos también ingresan por un breve período de tiempo en un monasterio, para una especie de “jornadas de recogimiento” o de ejercicios espirituales.

            Pero, además de la meditación y las ceremonias religiosas, la vida en la sangha abarca el estudio detallado de los escritos normativos budistas. No obstante, los estudiantes no sólo han de estudiar el dharma, sino también practicarla y, si no eligen la vida meditativa, trasmitírsela a otros. Durante los debates, el examinado está sentado. El examinador, en posición de asalto, le lanza la pregunta y la termina cada vez con fuertes palmadas. Así se aprende dialéctica y retórica, rápido pensamiento analítico y fuerza  de persuasión retórica.

Ayudas para meditar: MÁNDALAS

En el centro de la vida de un monje budista esta la meditación. Para calmar los sentidos y ejercitarse en la vigilancia, recomendó el Buda observar ante todo la propia respiración en posición sentada y en silencio: percibir de modo consciente cómo entra el aire, cómo se queda un instante y cómo vuelve a salir: un hecho enormemente fugaz que podría cesar en cualquier momento. Eso se considera desde entonces la técnica básica del camino espiritual. El método especial de meditación de los budistas, el entrenamiento espiritual mediante la vigilancia (pali satipatthana), está basado en la observación de cómo entra y sale el aire al respirar.
            Por otra parte, durante ese ejercicio el que medita sabe por experiencia que el intelecto muy pronto suele desviarse hacia toda clase de recuerdos y de fantasías. En ese caso, una imagen también puede ayudar a mantener fija la atención del meditador. Sobre todo los monjes del Tibet, que han aprendido mucho del tantrismo indio, saben fabricar imágenes de meditación, grandes y pequeñas, configuradas del modo más diverso: mándalas (en sánscrito, “círculo”, “anillo”, “arco”, “corte”). Esos diagramas combinan círculos concéntricos y cuadrados. Su finalidad es representar fuerzas cósmicas, el mundo de los dioses y también, a menudo en su mutua dependencia, la estructura de la personalidad psíquica del que se ejercita. En el mándala se despliega un completo universo místico y del orden interior espiritual. Budas, Bodhisattvas, divinidades protectoras y santos patronos han de ayudar a comprender la vanidad del mundo y de sus fenómenos y a encontrar la iluminación.

Las obligaciones fundamentales de los budistas
El budista profesa la fe en el Buda, en el dharma, en la sangha, en la comunidad de los monjes. Sin embargo, la comunidad budista constaba desde los comienzos de monjes y de laicos.
     Pero los laicos no tienen obligación de cumplir los más de 220 preceptos y prohibiciones de los monjes, sino sólo el comienzo, los primeros peldaños del óctuple sendero. De él forman parte las obligaciones fundamentales éticas, cinco en número. Solamente, en el budismo no existe un “Yo soy el Señor, tu Dios: no matarás…”, sino que se trata de “autoobligaciones”: “Prometo (me ejercito en) abstenerme de matar…”
     La quinta de esas obligaciones es específicamente budista: no está forzosamente en todos los textos, tampoco su cumplimiento es siempre estricto: a saber, abstenerse de bebidas embriagantes. Pero las otras cuatro son los cuatro postulados básicos éticos que deberían cumplir todos y cada uno de los hombres, que ya encontramos en germen en las “religiones tribales” y que hasta son reconocidos hoy como los cuatro postulados elementales de una ética común a todos los hombres, de una ética universal, a saber:
·         No matar,
·         No mentir,
·         No robar,
·         No abstenerse de desórdenes sexuales.
     Y por eso no es casualidad que fuese precisamente el Dalai Lama el primero que, en el Parlamento de las grandes religiones que se celebró en Chicago en 1993, firmó la declaración sobre una ética universal.


Comunidad primitiva-Religión de masas

La primera comunidad de monjes, con su vida austera, no necesitaba templos ni monasterios. El óctuple sendero del Buda no menciona ritos ni ceremonias. La constelación primigenia del budismo es la religión simple y monacal de una élite. Obras plásticas budistas no las hay hasta siglos después, sobre todo bajo la influencia de la escuela d arte indo-helenística de Gandhara (en el actual Pakistán), que crea las primeras representaciones corporales del Buda: con los pliegues del ropaje griego. Lo único que se cultiva desde el principio, siguiendo el ejemplo del Buda, son los lugares conmemorativos de grandes difuntos y sobre todo del propio Buda.
            Porque con el tiempo la doctrina salvadora de unos pocos radicales ha devenido la doctrina salvadora de muchos, de las masas. La pequeña comunidad primitiva se convierte en la gran “comunidad de los oyentes” shravakayana. En el budismo también se consuma un proceso que hoy se denomina cambio de la constelación general: en este caso de la religión de élites de la comunidad primitiva a la religión de masas de los Estados budistas, con un arte evolucionado, con ritos y ceremonias. Esto es, sin duda alguna, lo que el Buda mismo había denominado una de las “diez ataduras”, sin valor para la salvación.

Escisión de la Sangha

Durante varios centenares de años las enseñanzas del Buda no habían sido resumidas en un canon vinculante. Sino que se transmitían y recitaban según tradiciones muy diferentes. Así, no es casualidad que hubiera cada vez más interpretaciones, explicaciones y ampliaciones contradictorias. En el tercer concilio del año 250 a.C., aparecen los siguientes partidos:
ü  De una parte están quienes quieren seguir conservando la doctrina de los más antiguos (sthaaviras) y que representa a los monjes conservadores. Los únicos sucesores de ese grupo que han sobrevivido hasta hoy son las escuelas del theravada (doctrina de los antiguos), minusvaloradas como pequeño vehículo (hinayana), porque sólo tiene cabida en él un pequeño número de monjes y monjas que renuncian al mundo.
ü  Y de otra parte están los monjes que apoyan la idea de las comunidades laicas y que quieren seguir desarrollando el dharma. Ellos representan en aquel entonces la mayoría (mahasangikas). Fue mucho más tarde, a comienzos de nuestra era, cuando se formó a partir de ellos el gran vehículo (mahayana).

El gran vehículo

Entre los siglos I y V d.C., se produce, en efecto, un segundo giro de la rueda de la doctrina: el movimiento del mahayana o gran vehículo. Desde los comienzos era evidente que ello llevaría a una nueva formulación de la doctrina budista. En ella habían de conservarse las constantes budistas: Buda, dharma, sangha.
            Y sin embargo, para legitimar la propia posición, se intenta desacreditar el budismo theravada de la comunidad monástica tradicional como vehículo menor, y se presenta el canon pali de éste como incompleto. Afirman que ya es hora de anunciar las enseñanzas más profundas del Buda que llevan a la perfección del conocimiento (prajnaparamita). Para ello el mahayana se apoya en nuevos sutras, que se atribuyen sin más al Buda histórico y que, según ellos, expresan la verdadera esencia del budismo.

Tensión entre existencia Monacal y Laica

En el pequeño vehículo (hinayana), el ideal era el arhat monacal, que sólo consigue la liberación para sí mismo: el ideal de llegar a la salvación individual. Frente a él se abre ahora paso el ideal del santo filantrópico, del ser iluminado, del bodhisattva, también muy diferente del santo mago o siddha del tantrismo, que dispone de virtudes milagrosas. El bodhisattva no busca el camino más corto para llegar al nirvana. Él procura también que otros se salven. En toda situación apurada se le puede pedir auxilio porque, en su ilimitada compasión, quiere ayudar a todos los hombres a conseguir la salvación. Pero quien quiera cumplir el ideal del bodhisattva tiene que alcanzar, en el curso de sus existencias, las seis perfecciones (paramita): generosidad, actitud ética (sila), paciencia, energía y, finalmente, la profundización (dhyana) los grados más altos de la meditación, para llegar así a la sabiduría (prajna).
            El mahayana tiene el mérito indiscutible de haber deshecho la tensión básica entre la existencia del monje y la del laico. Esa tensión, ya existente en el budismo originario, se había hecho sentir plenamente en el theravada, si bien allí quedó amortiguada por la piadosa costumbre de las limosnas (dana). Por tanto, la denominación del “gran vehículo” está justificada, pues se trata de trasladar a otros, a través del gran río del sufrimiento, hasta la orilla (la liberación). Ahora el camino de la liberación definitiva es accesible no sólo a unos cuantos monjes sino a mucha gente. La religión para monjes se convierte así cada vez más en una religión para laicos que promete a los no monjes, incluidas las mujeres, que también ellos conseguirán la iluminación.
            Sin embargo, pese a esa apertura hacia los laicos, en el mahayana se formaron poderosas jerarquías monásticas que casi podrían llamarse eclsiásticas, con solemnes títulos (abades, archiabades, abades generales), costosas túnicas y acumulación de riquezas en templos y monasterios. Los monjes de más categoría, de modo semejante a algunos jerarcas cristianos, reciben del pueblo un trato reverente, casi servil. Y cuando monjes de China (en túnica amarilla), Corea (gris), Tibet (roja) y Japón (violeta) llegan en gran número a Nara, la antigua capital del Japón, para celebrar la fiesta del otoño en el templo Todaiji, entonces aparecen no sólo como una asamblea de vistoso colorido sino también como una asamblea de gran ceremonial, e incluso como una religión clerical.

Tres opciones budistas


¿Qué futuro tiene la religión en Japón? ¿A quién escucha la nueva generación? Esta pregunta se la plantean no sólo los representantes de la “religión nacional” sintoísta, fuertemente comprometida con el nacionalismo y el militarismo y, en cuánto religión oficial, prohibida por los aliados en 1945.
            Una cuestión fundamental es saber hasta qué punto puede subsistir el budismo y qué budismo. ¿Qué ofrece el budismo al hombre de hoy? A este respecto, el japonés tiene, en principio, tres opciones budistas. Dicho de modo muy esquemático: puede concentrarse en la meditación, en la recitación o en la acción. Desde el siglo XIII, partiendo sobre todo de Kyoto y en vinculación con la montaña sagrada de Hiei, hay tres grandes corrientes ligadas a los hombres de grandes reformadores budistas:
1.      El budismo de meditación de los maestros zen Dogen (fundador de la secta Soto-zen) y Eisai (fundador de la secta Rinzai-zen),

2.      El budismo de fe de Honen y de su discípulo Shinran (fundador de la secta de la Tierra pura),

3.      El budismo político-social de Nichiren y de muchas religiones modernas.

En lo que sigue se tratarán esas tres opciones.

Caligrafía ZEN
La atracción que el zen  ejerce sobre muchos japoneses se debe en buena parte a que en él están íntimamente vinculados religión y arte. Muchos japoneses practican el arte de la caligrafía con pincel y tinta china: para ellos es un camino de disciplina espiritual y de meditación en el que hay que atenerse a determinadas reglas estéticas y filosóficas. En la caligrafía ves la realidad de la persona, cuando escribes, no puedes mentir, retocar ni adornar. Estás desnudo ante Dios.
            Ikebana (flores vivas), el arte japonés de la colocación de las flores, constituye una vía parecida. También se practica según determinadas reglas y escuelas. Así, por ejemplo, un centro de flores ha de simbolizar la ley del cielo (arriba), la tierra (abajo), y el hombre (el centro).

Budismo de Meditación

El hombre del mundo moderno que busca concentración religiosa, sencillez, interiorización y experiencia inmediata del corazón, donde mejor puede encontrar todo eso es, sin duda alguna, en el budismo de meditación de tradición mahayana. Ya desde los comienzos, la meditación, en cuanto método de intensiva autodisciplina espiritual, forma parte del óctuple sendero del Buda.
            En su período de apogeo, entre los siglos VIII y XIII, el movimiento reformador chino del budismo de meditación Ch´an asimiló mucho del misticismo de la naturaleza y del modo de vida del taoísmo. Ya a comienzos del siglo XIII hizo su entrada en Japón, donde recibió el nombre de Zen, que significa asimismo “recogimiento e inmersión”. Como método ideal para llegar a la iluminación satorí se practica el zazen: abstraerse sentado, en silencio y sin pensar. Sirven de ayuda enigmas paradójicos y problemas mentales koan casi insolubles que obligan a prescindir de las constricciones del pensar racional.

Ese camino del recogimiento interior y del vaciamiento del espíritu, en el que queda suprimida la distinción dualista entre yo/tú, sujeto/objeto, seguirá sin duda siendo muy estimada por muchos también en el futuro. Porque así podría hablar con nosotros un maestro zen:

v  ¿Piensas que es exagerada la veneración tradicional del Buda y que se desconoce su verdadera importancia? Entonces, en el zen puedes ocuparte seriamente con el Buda originario, con el maestro y guía. Refugio en Buda.
v  ¿Estás harto de los ritos exteriores, de imágenes, de templos, ofrendas, pero también de las abstracciones y sutilidades filosóficas, de toda esa intelectualización y sistematización de los comentarios de las escuelas budistas? Entonces, en el zen puedes regresar a la doctrina sencilla, que muestra al mismo tiempo un camino práctico de la experiencia, de la práctica de la meditación para la consecución del ideal budista. Refugio en el Dharma.

v  ¿Rechazas todas las fosilizaciones de carácter “eclesiástico” y todo el clericalismo a los “bonzo” (monje) del budismo tradicional? Entonces, en el zen encuentras una comunidad abierta: los laicos también pueden alcanzar la iluminación en esta vida, a veces en cosas inesperadas y en hechos habituales de la vida cotidiana. Todos pueden descubrir la naturaleza-del-Buda que se haya en lo hondo de cada ser humano, la unión y unión en el conjunto de la realidad. Refugio en la Sangha.


Budismo de Fe (Shin)

El hombre de la sociedad moderna que considera más bien inadecuada para su salvación la total responsabilidad propia del budista zen puede encontrar en el budismo de fe un camino en el que lo único importante es la confianza en el Buda, más exactamente, en el Buda Amida, el Buda del “paraíso occidental”.
            En Japón, lo que tiene más adeptos no es el zen sino ese budismo de fe o de Amida: sobre todo esa escuela verdadera de la Tierra pura (jodo sin-sho), que nació en una época de crisis de la sociedad y de la religión, en la Edad Media japonesa, en la época militar de los Kamakura: fundada en el monte Hiei por Shinran Shonin (1173-1262), un coetáneo de los grandes maestros zen Eisai y Dogen, pero también de Tomás de Aquino y de Buenaventura en Europa. Shinran había sido iniciado en la fe en Buda Amida por su maestro Honen Shonin (1133-1212), y desde entonces vio el único camino de salvación en la recitación del nombre de Buda.
            El punto de partida de su movimiento fue una crisis completamente personal. Porque, de modo parecido a la experiencia que haría más tarde en el cristianismo el monje Martín Lutero, el monje Shinran vivió la experiencia de que las numerosas obras de la religiosidad tradicional no aportaban la salvación. Así, Shinran rompe con la orden y la tradición monástica. Desesperado por su incapacidad y por su inseguridad en la salvación, abandona el monasterio del monte Hiei al cabo de veinte años. Se casa, funda una familia y, primero entre los campesinos del Japón oriental, pero finalmente desde Kyoto, propaga su doctrina: el mensaje de la Tierra pura. ¿Qué es para él lo esencial de esa doctrina?
            En un punto central de su mensaje, Shinran se opone a la doctrina clásica budista. Según ésta, el hombre puede conseguir la salvación por propias fuerzas jiriki, es decir, sin un Dios clemente y sin intercesión de santos ni sacrificios de sacerdotes. Pero Shinran, debido a su propia experiencia existencial, ha llegado a la convicción de que el hombre sigue siendo un ser involucrado en sus pasiones, sometido al karma. Es incapaz de salvarse a sí mismo, de superar por sí mismo su sufrimiento. Ya sea monje o laico, hombre o mujer, letrado o iletrado: sólo puede lograr la salvación confiando en otra fuerza tariki. Por tanto, sólo a base de fe, confiando por completo en la promesa del Buda Amida amithaba. Que está sentado en una flor de loto, reina sobre el paraíso occidental e irradia compasión y sabiduría infinitas.

Budismo político-social de Nichiren


Si Shiran aparece como una especie de Lutero del budismo, casi podría llamarse a otro reformador el Calvino del budismo: Nichiren (1222-1282). Es coetáneo de Shiran y Dogen, el gran maestro zen. Él también iba en busca de la verdadera doctrina de Buda. Pero lo que fascina a Nichiren es el Sutra del loto, el Sutra del Buda que predica su karma eterno en la eternidad. Él ha dado un sentido completamente propio y lo interpreta de manera extraña y personal, con la mirada puesta en una época de decadencia religiosa y con la esperanza en la unificación de Japón y en una renovación religiosa.

Contribución del budismo a una ética universal
Por todas partes se le exige algo a persona individual. Cada persona ha de caminar por sí sola. El hombre se convierte en lo que es. Se deviene un ser humano ejercitándose en el comportamiento humano. Lo fundamental es olvidar en lo posible el yo, ejercitarse en el altruismo. En ese altruismo que es condición indispensable para que a todos los seres vivientes se les dispense:

v  En lugar de rechazo y discriminación, ilimitada benevolencia maitrí,
v  En lugar de frialdad e insensibilidad, universal compasión karuna,
v  En lugar de envidia y celos, callada alegría solidaria mudita y,

v  En lugar de ansia de poder, de éxito y de prestigio, serenidad inquebrantable upekkha.


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Küng, Haus, En busca de nuestras huellas, La Dimensión espiritual de las religiones del mundo, México, Mondadori, Debolsillo, 2ª edición, 2013.


Historia Universal, el Origen de las grandes religiones, Perú, Salvat Editores, 2005, vol. 7.

jueves, 22 de febrero de 2018



(8)ENTREVISTAS CON MUJERES 
INOLVIDABLES

Beata Mariana de Jesús, mercedaria y
Copatrona de Madrid

La Tesoro de la ciudad
La Estrella de Madrid

El conventillo de Santa Bárbara se levantaba muy próximo y un tanto al sudeste de la Puerta con el nombre de la misma santa virgen, de la que nos acordamos cuando truena,



A la derecha del camino a Hortaleza y del famoso Campo del Tío Mereje, y apenas separado por unas corralizas de la calle de Las Flores.



El conventillo pertenecía a la Orden de la Merced Descalza, y era pobre, de más adobe que cantería. Presentaba dos torres gemelas rechonchas. Y todo él –iglesia y convento, jardín y huerta- estaba rodeado de un alto muro de ladrillo de Alcobendas. Pero a mí, en aquella mañana de junio, no me importaban ni el conventillo, ni la huerta amplia, ni su cerca de corraliza manchega, ni el cielo alto y limpio, ni el aire leve de la mañanita recién estrenada. Yo, desde el esquinazo de la plaza con la calle de San Mateo, ilusionado y nervioso, vigilaba un cobertizo adosado por fuera a la cerca del conventillo, en su misma punta sudeste. En aquella covacha vivía ella, en compañía de una amiga y como sierva Catalina de Cristo.

¿Qué quién era ella? Pues nada menos que María Ana Navarro de Guevara y Romero, terciaria española de la Orden de la Merced, ya por entonces muy popular en la villa con el nombre de la Madre Mariana, quien, desdeñando las solicitaciones de una ciudad en trance de saturación de vicios y jolgorios, se había dedicado a la piedad de la contemplación y al derroche de la caridad para con el prójimo. Sabía yo que todas las mañanas, al filo de las siete, la Madre Mariana salía de su aposento y recorría la villa recolectando limosnas con las que mantener las esperanzas de unas docenas de vidas humildísimas.

            Y sí; a la hora ritual, cuando sonaban las campanillas de Santa Bárbara, las de Santa María del Arco, las de Belén, abrióse el postigo del cobertizo y apareció ella. Vestía una taladura de estameña gris y llevaba del ronzal un jumentillo viejo, sobre cuyo lomo, a sendos lados, se balanceaban unas alforjas de esparto vacías. Viva de paso y tirando con fuerza del ronzal, la Madre Mariana inició su caminata de todas las mañanas. Y yo, removido de gozo y angustia, la fui siguiendo a cierta distancia, como siguen los perros vagabundos al caminante. Durante cinco horas largas nuestro itinerario fue éste: a la ida, camino de Hortaleza, Red de San Luís, Puerta del Sol, calle de la Paz, plazuela de la Leña, plaza de la Provincia, calle de la Lechuga, Puerta Cerrada, plazuelas del Conde de Barajas y del Conde de Miranda, callejón del Codo, Platerías y Puerta de Guadalajara. A la vuelta: calle de Tintoreros, Caños del Peral, puente de Leganitos, calle de los Reyes, plazuela del Gato, Noviciado, calles de las Pozas, Tesoro y Espíritu santo, corredera Alta de San Pablo, Camino de Fuencarral y calle de San Mateo.

Como detalle curioso quiero advertir que la Madre Mariana dejaba libre, el jumentillo a la puerta de cada templo, de los muchos que jalonaban la carrera, y penetraba y permanecía en ellos un buen rato, saliendo de cada visita, tan de su gusto, con el rostro como rejuvenecido de un gozo primaveral, florecido como nunca más he visto en expresión humana.

            La Madre Mariana, entró en La Soledad, en la Victoria, en San Felipe, en Santa Cruz, en san Justo, en Sam Miguel de los Otoes, en El Salvador, en San Ignacio del Noviciado… Nuevo curioso detalle: cuando el jumentillo quedó a las puertas de La Soledad, sus alforjas aún estaban vacías; cuando quedó, con estática mansedumbre, ante el templo del Noviciado de la Compañía, las alforjas rebosaban de los más diversos objetos: prendas de vestir y alimentos. Porque siguiendo tan complicado itinerario, la Madre Mariana de Jesús había penetrado en muchos palacios y casones, de ninguno de los cuales salió con las manos vacías. Recuerdo muy bien la confianza con que penetraba en las moradas, para mí atemorizadas, de Oñate –calle Mayor-, de Barajas y Miranda –en las plazuelas de tales nombres-, de Lasso de Castilla –plazuela de la Paja, de Trastámara –calle de la Inquisición-, de Osuna –Alto de Leganitos-… Más tarde supe que los Osuna le teníanle asignados, para cada viernes, cinco ducados, limpios igual que soles, y los Trastámara, un día sí y otro no, doce reales cincuentines, y los Lasso, si día fijo, pedazos de las suntuosas, vestidos usados, objetos rotos de algún valor y ciertos palominos vivos, y los Barajas habían dado orden a su mayordomo de que dejara descansar a la madre en uno de los bancos del zaguán y que la regalara con brinquiños y alguna limonada, y que fuera ella la que pidiera lo más conveniente; y los Miranda le daban cera y miel…

 Genio y figura

            Durante la caminata de aquel 5 de junio de 1607, pude observar a placer a la Madre Mariana. Contaba entonces poco más de cuarenta años, pero las penitencias, achaques y trabajos habíanle echado encima como diez o quince años más. Era esbelta y enjuta, como talla en boj de imaginero castellano, y un tanto cargada de espaldas. Tenía la piel tirante y cetrina, pómulos y barbilla saliente, frente abombada y marcada de surcos, y demasiadas cuerdas tensas en el cuello y en las manos. Vestía, como ya he dicho, del rostro a los pies, con un sayal empardecido y con calandrajos, ceñidos a la cintura por una correílla. Una toca blanca, muy limpia, le cubría la cabeza, pequeña, y ceñiale el ovalado rostro. Calzaba almadreñas de esparto. Pero su fuerza espiritual debía de ser prodigiosa, pues que, moviéndose, parecía una de aquellas honradas villanas de Vallecas o del puente de Segovia, que tanto trajinaban en las comedias de Lope y de Tirso, sobre los tablados de los Corrales de la Cruz y del Príncipe.

 El día 5 de junio de 1607, luego de cinco horas de caminata –las dos últimas bajo los ardores de un sol casi canicular, y bien rebozadas en el polvo de las calles, levantado con rabia por las pesadas ruedas de las carrozas y por los cascos de los caballos velazqueños-, yo me sentía  cansadísimo con la boca reseca, fluyendo de mi cuerpo sudores y languideces. No menos cansino que yo, con las alforjas colmadas, avanzaba el jumentillo. Pero la Madre Mariana proseguía con su ligero paso, y aún derrochaba arrestos tirando con fuerza del ronzal de la remolona bestezuela franciscana. Siempre distanciados como por un centenar de metros, dejando atrás la puerta de los Pozos de la Nieve, llegamos a un altozano raleado de encinas. Contra todo lo previsible por mí, la Madre Mariana se detuvo, soltó el ronzal y se sentó en el brocal, muy bajo, de un pozo cegado. Y como yo me detuviera indeciso, sin atreverme a consumir ni un metro más de la distancia respetuosa, habló con un acento retiñido de resonancias tiernas y cálidas…

El diálogo revelador

            -Acércate. ¿No quieres contemplarme más cerca?
            ¡Oh, Madre Mariana! ¿Sabíais que os seguía?
            -Claro está que sí. Adiviné tu vigilancia antes de salir de mi covachuela. Sin necesidad de volver la vista atrás, he ido observando tu obstinada porfía durante cinco horas. Acércate. Mírame bien de cerca. Luego hablaremos.

Me aproximé trémulo, lentamente; me sentía el alma caída y pesándome kilos y kilos en cada pie. Quedé a pocos pasos de ella, erguido, en lugar más bajo, como si no pudiera desistir de que ella, para mi devoción, quedara a la altura precisa con que en los altares están las veneradas imágenes. Y la miré con una insistencia conmovida que no había perdido el debido respeto. Sí, parecía sumar muy cerca de los sesenta años, ¡tanta era su delgadez, sus arrugas, la terrosidad de su color, las cuerdas tirantes del cuello y de las manos, ahora posadas sobre sus rodillas! En aquel ser, en quien el gozo de la santidad ponía como una inminencia de celestiales transfiguraciones, sólo los ojos melados, conservaban la luz y la seducción de la juventud. Y yo pensé: “¡Tanta luminosidad sobrenatural irradia esta mujer, que seguro estoy de que apenas lleve contemplándola cinco minutos, me parecerá que no he visto en mi vida otra mujer más hermosa!” Y pasados como cinco minutos comprobé que mi suposición se había cumplido.
            ¿Qué quieres de mí? –y me sonreía con una boca desdentada, a la que devolvía sus dientes, para sonreír, una gracia blanca y brillante proyectada “desde fuera de ella”, milagrosamente.
            Envalentonado por su sonrisa y por mi devoción, aclaré:
            -Yo, Madre Mariana, escribí hace años un librillo cuyas páginas llené de episodios de vuestra mortal existencia, narrados casi con pringosa ternura y, sin casi, con ciega fe.
            -Lo sé, hijo; losé. Contaste de mí muchas cosas ciertas y algunas que no lo fueron; pero todas muy entrañables y piadosas.
            ¡No quise mentir! ¡No quise mentir! Si acaso, intenté poetizar…
            -¡Por supuesto! Y no te apenes. Me atribuistes bastantes mentirillas… ¡Pero tan bonitas, tan de buena fe, que hubiera deseado fueran verdades y haberlas vivido!
            ¿Es que no jugasteis, siendo niña, con vuestro vecinillo Lope de Vega?
            -No jugué con él; le conocí muchos años después, cuando ya era sacerdote y famoso por sus invenciones. Pero, en compensación a tu graciosa y falsa suposición, acertaste a describir cómo Lope, rezumando contrición, removido de piedad amical, me visitó cuando ya estaba próxima a descansar en mi Señor. Sí, fue una escena muy parecida, mucho a como tú la cuentas.
            -Y… ¿acerté en otras cosas importantes, intuyéndolas con mi amor, Madre Mariana?
            -En muchas, hijo; en muchas. En cuanto escribiste acerca de mi familia y de mi infancia tristona y llena de comezones espirituales. Sí, hijo, sí; me corté el pelo, dejándome trasquilada que daba risa; dormí en el desván de mi casa, sobre una esterilla, durante varios años; leí y releí con deleite renovado, hasta aprendérmelo de memoria, el Tercer Abecedario Espiritual, de Fray Francisco de Osuna; muy jovencita aún, peregriné, a pie y descalza, hasta Ávila, para visitar el convento de San José, primera fundación de la Santa Madre Teresa de Jesús, cuya gloria crecía en España; en ese cobertizo, del que me has visto salir, durante cuatro años bordé un manto para Nuestra Señora de la Almudena con escamillas de oro sobre terciopelo morado, en cada una de las cuales –yo pensaba entonces-, puesta a la luz, se cuajaba un sol pequeñito. Pero… ¿para qué voy a repetirte lo qué tú sabes, hijo?
-¡Oh, Madre Mariana! Dígame: ¿fueron ciertos los milagros que le atribuimos los madrileños a vuestra santidad?
            Fueron ciertos. Pero no fueron milagros míos, ¡pobre de mí!, sino de Nuestro Señor o de su Santísima Madre, quienes se sirvieron, para regalarlos, de la más indigna de sus siervas.
            -¿Y verdad también que vuestras caridades sostenían las esperanzas o la resignación de miles de madrileños desheredados?
            -Verdad también. Pero… tú has comprobado hoy que las caridades tampoco fueron mías, sino de mi Señor, que movía el corazón de los poderosos para que yo pudiera levantar el ánimo de los oprimidos. Y basta ya de interrogarme, hijo, que más me cansa tu curiosidad mucho más que las leguas recorridas. Ya que estás viéndome y escuchándome deseo… una bobería. Verás. Corre por mi villa amadísima, desde hace siglos, una frase que considero sumamente acertada y poética, ésta: De Madrid al Cielo y aquí un agujerito para verlo.
            -¡Ya lo creo que es famosa la frase, y hasta la hemos convertido los madrileños en un ilustre tópico!
            -Bien. ¿Y a quién atribuís frase tan enternecedora?
            -A nadie en concreto. Como todas las frases más sugestivas, ha pasado a ser invención y patrimonio de nuestro pueblo.
            -¡pues os equivocaís de medio a medio! Esta frase la tejimos, en colaboración inmediata y emocionante, Lope de Vega y yo. Atiende. Fue dos o tres días antes de que mi ánima se desprendiera de su envoltura mortal. Yacía yo, herida de muerte, entre el recelo de mis culpas y la esperanza en la divina misericordia, cuando una tarde,  ya muy caída, llegó a visitarme Lope. Tenía yo el pelo canudo y la mirada melancólica y la cabeza soberbia redimida en una voluntaria inclinación. Estuvimos charlando un muy largo rato. Y entre los muchos ánimos que me daba para esperar de la otra vida inmortal, recuerdo que chanceó:
            -Yo, madre mía, por mis muchos pecados y escándalos, es justo que me atribule. Pero vos, con vuestra clara y penitente vida, ¿por qué habéis de temer? Yo os aseguro, como sacerdote que soy, aun cuando indigno, que os iréis bien pronto de Madrid al Cielo. ¿Puede haber nada más hermoso que tal camino?

            -¡De Madrid al Cielo! –prorrumpí como un eco. Y siguiendo lo que yo creía como ánimo enternecido de chanza, declaré chancera-: ¡Es verdad, padre mío, que para un madrileño no puede existir camino mejor! Y acaso Nuestro Señor aún mejore tal fortuna “abriéndome en su morada un agujerito para que pueda seguir contemplando Madrid”. La sonrisa de Lope la recuerdo transfigurada de gozo. Luego, su voz se convirtió en un trueno:
            Sí, madre mía, sí: de Madrid al Cielo y aquí un agujerito para seguir contemplando nuestra amadísima patria. Vos lo lograréis. Pero… ¿lo lograré yo?
            Hube de animarle a mi vez, prometiéndole mis preces y aconsejándole su infatigable contrición y las renovadas buenas obras hasta el punto que Dios dispusiera de su existencia.

            Calló la Madre Mariana de Jesús. Se levantó con presteza y, tomando el ronzal del jumentillo, se encaminó hacia su cobertizo. Cuando ya estaba como a unos cien metros de mí, conseguí romper mi estupor para gritarle:
            -¡Madre Mariana! ¡Madre Mariana de Jesús! ¡Por el amor de Dios! ¡Que no se olvide de mí!
           
Se detuvo un momento. Se volvió a mí, sonriente, y me dijo:

Ya pido por ti, hijo; ya pido…;  ¡porque buena falta te hace! Pero convendría mucho que te ayudaras bastante a ti mismo. ¡Ayúdate para que te ayuden Nuestro Señor y su Santísima Madre: se me olvidaba decirte que me gusta mucho que me llames la Estrella de Madrid, y que cada noche, mirando nuestro incomparable Cielo, creas que desde la más limpia y brillante de las estrellas yo puedo estar mirando a Madrid. Porque, a veces, ¿sabes?..., ¡ya lo creo que lo miro!
La Beata Mariana en la Catedral de la Almudena de Madrid
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El 5 de abril de 1731 se volvió hacer un reconocimiento al cadáver, al abrir el ataúd se volvió a percibir nuevamente el agradable aroma y el cadáver todavía se mantenía fresco, la carne tierna, los miembros flexibles y el corazón intacto.

Durante todo este tiempo, muchos fueron los milagros atribuidos a Mariana, los supuestos milagros, la presión popular y su cuerpo incorrupto hicieron que el Papa Pío VI le concediese el título de beata el 18 de enero de 1783.

En 1924, con motivo de la conmemoración de los 300 años de su muerte se examinó una vez más su cuerpo que, curiosamente, seguía incorrupto, flexible y oloroso. La última vez que se volvió a examinar el cuerpo fue en 1964, encontrándose en el mismo estado que en las ocasiones anteriores.

El cuerpo incorrupto de Mariana se conserva milagrosamente en el Convento de Don Juan de Alarcón, muy cerca de la Gran Vía, en la calle Valverde, 15.

Sepulcro en el convento de Mercedarias de Madrid

Gozos a la Beata Mariana de Jesús

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-barcelona-México, DAIMON, Manuel tamayo, 1963.




















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