lunes, 30 de septiembre de 2019


RÓMULO AUGUSTO

EL ÚLTIMO EMPERADOR

EL FIN DE ROMA

Estimados lectores una vez más, os voy a poner como y porque Roma se fue a pique, a causa de los malos manejos, intrigas de Zenón el emperador de Oriente y el ansia de poder de todos a la vez. Interesante trabajo de José Joaquín Caerols, profesor de filología latina de la universidad Complutense de Madrid.

Espero sea de vuestro agrado, y entendáis las causas, para no caer en lo mismo en el futuro.


Ejército romano en combate contra los germanos durante las guerras marcomanas. Relieve del sarcófago de Portonaccio (c. 180 d. C), Museo Nacional Romano.


A finales del verano del año 476, Ravena, ciudad que desde hacía décadas era la capital del Imperio romano de Occidente, fue escenario del acto final de una breve y dramática historia de lucha por el poder: el general bárbaro Odoacro destituía al joven Rómulo Augusto, a quien su padre, el patricio Orestes, había nombrado emperador de Occidente un año antes. Previamente, Odoacro se había puesto al frente de una revuelta de soldados del ejército imperial en Italia y, tras ocupar Ticino (Pavía), había dado muerte a Orestes en Placentia (Piacenza) y a su hermano Paulo en la misma Ravena.
            Tradicionalmente, estos sucesos han sido interpretados y descritos como el último capítulo de la historia del Imperio romano de Occidente, con el que cae el telón de la Antigüedad y se abre el de la Edad Media.

En aquellos días, sin embargo, pocos verían en estos hechos el final de un Imperio que ya había superado el milenio y parecía destinado a perdurar para siempre como Roma aeterna. Más bien debieron considerarlo como un nuevo episodio en una larga y turbulenta secuencia de golpes de mano e intentos de usurpación protagonizados por miembros de la aristocracia senatorial, altos funcionarios imperiales y jefes del ejército, algunos de ellos romanos, la mayoría bárbaros.

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            Los sucesos del 476 giran en torno a la figura de Rómulo Augusto. Sin embargo, él no es el personaje principal de este pequeño drama, sino tan sólo una víctima involuntaria de las decisiones de otros: en primer lugar, Orestes y Odoacro; algo más lejos, en Constantinopla y manejando los hilos del juego, Zenón, el emperador de Oriente; en la sombra, condenado a la inacción, el depuesto emperador de Occidente, Julio Nepote.



Las crónicas nos presentan a Rómulo Augusto como hijo de Orestes, un noble romano afincado en Panonia (Hungría), una zona en la que desde la década de 430 había desaparecido toda autoridad imperial. La familia de Orestes, como tantas otras casas nobles en diferentes zonas del Imperio ahora bajo control bárbaro, tuvo que adaptarse a las circunstancias poniéndose al servicio de los nuevos gobernantes. Así, entre 449 y 452, Orestes se unió al séquito del huno Atila. Le sirvió como secretario y como embajador, y en dos ocasiones fue enviado a la corte imperial de Constantinopla en misiones de cierta importancia. La presencia de Orestes en estas legaciones respondía, más que a su dominio de las lenguas clásicas o a la confianza que en él tuviera depositada el líder huno (en ambos casos hubo jefes hunos al frente de las embajadas: Edeco y Esla, respectivamente), a la utilidad de su red de contactos tanto en Constantinopla como en Italia.
            A la muerte de Atila, en el año 453, Orestes buscó fortuna en el Imperio romano de Occidente, donde desarrolló una exitosa carrera. Veintidós años después, en 475, recibía del emperador Julio Nepote la codiciada dignidad de patricio, el más preciado honor que se podía conceder a un noble, así como el nombramiento de general de las tropas imperiales magister militum destinadas a contener los ataques visigodos y burgundios en el sur de la Galia.
            Sin embargo, en lugar de cumplir las órdenes recibidas, Orestes se rebeló y marchó contra Julio Nepote. El emperador, puesto sobre aviso, dejó Ravena en agosto de 475 y huyó por mar a Salona, en Dalmacia (Croacia), donde tenía la base de su poder. Dos meses más tarde, el 31 de octubre, el hijo de Orestes, Rómulo Augusto, era proclamado en Ravena emperador de la parte occidental del Imperio romano. Como era de esperar, Orestes se constituyó en el hombre fuerte del nuevo gobierno imperial, y asumió y ejerció el poder en nombre de su hijo durante los escasos diez meses que duró su mandato.
            Pero Orestes apenas tuvo tiempo de gustar las mieles del poder. En el verano de 476, hubo de hacer frente a una rebelión de su ejército: los soldados le reclamaban la concesión de la tertia, esto es,  un tercio de las tierras de labor, para asentarse en ellas como propietarios de pleno derecho. Ya se había hecho anteriormente en otras provincias, pero en suelo itálico esta demanda resultaba totalmente inaceptable, por lo que a Orestes no le quedó más remedio que rechazarla. Las tropas amotinadas escogieron como líder a Odoacro, a quien otorgaron el título de rex. Lo demás es conocido: la conquista de Ticino y la ejecución del padre de Rómulo en Placentia.


La figura de Odoacro se ofrece a nuestros ojos con un perfil más nítido y preciso. Era hijo de un noble huno, Edeco, comandante de uno de los ejércitos de Atila y hombre de confianza del rey. Curiosamente fue a Edeco a quien Atila envió a Constantinopla en compañía de Orestes, su secretario romano, en la primavera del año 449. Pero a la muerte del rey huno siguieron tiempos difíciles, hasta que en 469 Edeco, al frente de un contingente de guerreros escirios, murió en un choque contra los ostrogodos.
            Sus hijos corrieron la mejor suerte. Dos de ellos, Armato y Onulfo, prosperaron como soldados al servicio de Constantinopla y alcanzaron el rango de magister militum. Odoacro, por su parte, se dirigió hacia el oeste, donde, tras algunas correrías en el sur de la Galia, entró al servicio del ejército imperial en Italia. Al frente de estas mismas tropas –integradas por hérulos, escirios y torcilingos- encabezó la revuelta del año 476 que acabó con la destitución de Rómulo Augusto y puso en sus manos el gobierno hecho de toda Italia.
            A partir de ese momento, todos los esfuerzos de Odoacro se encaminaron a legitimar su posición inédita en suelo itálico. Así, hizo que llevasen a Constantinopla la vestis regia (vestimenta real) y los ornamenta palatii (insignias de palacio), con lo que daba a entender que se sometía a la autoridad del emperador de Oriente, Zenón, al que consideraba único gobernante legítimo de todo el Imperio; a cambio pedía que se le concediera la dignidad de patricio y se reconociera el derecho a gobernar Italia en calidad de único representante autorizado del emperador.
Algunos autores han visto detrás de estos sucesos una especie de conspiración familiar urdida por los hijos del huno Edeco para hacerse con el poder en ambas zonas del Imperio. Por otro lado, no se pueden descartar razones y motivos de índole más personal. El historiador Prisco –activo agente al servicio de la diplomacia de Constantinopla- da a entender que a la vuelta de la embajada a Constantinopla las relaciones entre Orestes y el padre de Odoacro se habían agriado. El jefe huno, al parecer, desconfiaba de Orestes y sospechaba que éste podía informar a Atila de sus oscuras negociaciones en la corte imperial, donde el chambelán Crisafio había intentado sobornarlo para que diera muerte a su rey. Quizá este episodio influyó posteriormente en la suerte del trono imperial de Occidente.
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Comprimida entre Orestes y Odoacro, esos dos aventureros de altos vuelos, la figura de Rómulo Augusto queda empequeñecida, difuminada. Fue una marioneta en manos de uno y de otro, un instrumento más de sus juegos de poder, útil por un breve espacio de tiempo y pronto expulsado del escenario, relegado al silencio y el olvido. Rómulo Augusto es, para nosotros, poco más que un hombre, una fecha y un puñado escaso de datos, algunos de los cuales resultan, además, confusos y de difícil interpretación.
Para empezar, el mismo nombre de Rómulo Augusto ha suscitado no pocas disquisiciones. El primer término se lo debía a su abuelo materno, el conde Rómulo, un aristócrata italiano con una larga experiencia en asuntos de Estado a sus espaldas, que había sido embajador del general romano Aecio ante el rey Atila. El segundo término, Augusto, debió añadirse tras su subida al trono; sus pocos años  explican que se le denominase Augústulo, “pequeño Augusto#. El nombre, por lo demás, constituía toda una declaración de intenciones, ya que evocaba dos figuras del imaginario mítico e histórico de Roma: Rómulo, primer fundador de la ciudad, y Octavio Augusto, el forjador del Imperio. El hijo de Orestes se presentaba así como “heredero” y continuador de la tarea de sus predecesores, como renovador de Roma y su Imperio. La paradoja radica en que con Rómulo Augusto se acabaron los días de gloria y orgullo de esta misma Roma. Además, nadie ignoraba que el joven emperador no era, a la postre, más que un usurpador, dado que el emperador legítimamente elegido seguía siendo Julio Nepote, quien, desde su refugio en Dalmacia, no dejaba de reclamar, en vano, la restitución de su trono.
Nada podemos decir de los pocos meses que Rómulo Augusto ocupó el trono imperial. A los cronistas antiguos, no les interesa otra cosa que las circunstancias en que dio comienzo su reinado y, sobre todo, su final. No obstante, si a la explicación propuesta para el nombre del joven emperador unimos los datos sobre el origen de la rebelión militar que llevó a sus sustitución, fácilmente se puede llegar a la conclusión de que la acción de gobierno, marcada y desarrollada por su padre Orestes, tendría como eje principal la defensa de los intereses itálicos y, muy especial, los de las élites aristocráticas y administrativas del Imperio de Occidente.
El episodio de la destitución de Rómulo Augusto lleva aparejada una nota de incertidumbre: tras haber dado muerte a su padre y a su tío en el plazo de una semana, Odoacro se limitó a privar al joven de su trono, apiadado, dicen las fuentes, de sus pocos años. En realidad, no sabemos si fue éste el motivo de tal decisión. De hecho, la eliminación física del niño no habría supuesto un contratiempo importante en sus relaciones con el emperador de Constantinopla, Zenón, dado que éste únicamente reconocía como emperador a Julio Nepote. Odoacro, sin embargo, debió considerar más conveniente mantenerlo vivo y apartado en una hacienda imperial, junto a Nápoles, donde el muchacho estaría, a buen seguro, convenientemente vigilado (aunque no prisionero) y siempre a mano para cualquier eventualidad que pudiera presentarse.
En esta dirección apunta una noticia recogida por el historiador Malco de Filadelfia, en su Historia bizantina: la embajada que llevó a Constantinopla las insignias del poder imperial y la petición de reconocimiento institucional de Odoacro, extrañamente, a instancias del propio Rómulo Augusto; otros cronistas, en cambio, atribuyen la iniciativa a Odoacro. Por tanto,, o bien Malco cometió un error, o bien Rómulo Augusto instó el envío de dicha comisión, pero obligado por Odoacro, lo que reforzaría la hipótesis de que no fue desposeído del trono –algo que habría comprometido la legitimidad del gobierno de “facto” impuesto por Odoacro-, sino más bien “invitado a abdicar.
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Privado del trono, Rómulo Augusto asumió la condición de ciudadano privado. Fue desterrado a un lugar llamado castellum Lucullanum, situado junto a la bahía de Nápoles. Se trataba, al parecer, de una gran finca de titularidad imperial que cumplía funciones administrativas y defensivas, además de residenciales. Se tienen noticias de que, por lo menos en la Antigüedad tardía, los oficiales más distinguidos de la corte imperial recibían villas en este lugar como recompensa por los servicios prestados. Se trataba, pues, de un exilio dorado. Para sobrellevarlo, Rómulo Augusto recibió una asignación anual de 6.000 sólidos de oro, una suma muy respetable que le permitiría vivir de forma bastante acomodada en compañía de sus parientes más cercanos, quizá su madre y un hermano.
Tras esta noticia y la de la embajada senatorial enviada a la corte de Constantinopla, la figura de Rómulo Augusto se difumina y parece caer en el olvido, para reaparecer 34 años más tarde, de nuevo entre dudas e incertidumbres, en una misiva recogida por Casiodoro en sus Cartas diversas y datadas en el año 510. En ella, el rey ostrogodo Teodorico, a la sazón gobernante de Italia, confirmaba a un tal Rómulo la validez de una concesión hecha por su ministro Liberio (que también lo había sido de Odoacro). Dicha concesión, otorgada a este Rómulo y a su madre, ha sido identificada con la renta estipulada por Odoacro en el año 476, renta que, por lo tanto, habría sido reconocida y ratificada por Teodorico tras su ascenso al trono. Algún autor ha vinculado la disposición de estos fondos con la fundación, en el mismo entorno del castellum Lucullanum, de un monasterio donde fueron depositados los restos de San Severino, el apóstol de Nórico (actual Austria), con quien se relacionaron en su momento tanto Orestes como Odoacro.
De esta manera, entre los jirones de la niebla que pone ante nuestros ojos una documentación histórica demasiado parca y esquiva, se desvanece la figura de un emperador niño que fue víctima de los manejos y enredos de ambiciosos señores de la guerra y hacedores de emperadores, en un Imperio romano que, sin saberlo, había entrado en una lenta pero inexorable metamorfosis.


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EUROPA BÁRBARA




Desde el siglo III importantes contingentes de “bárbaros” se habían instalado en el interior del Imperio romano de Occidente como aliados del mismo, que recurrió a ellos para defender sus fronteras de otros invasores. Pero en el siglo V la presión en las fronteras del Rin y el Danubio se hizo incontenible, y una avalancha de pueblos germánicos cubrió el Imperio en lo que fueron grandes migraciones. En algunos casos se asentaron en territorio romano en calidad de federados de Roma, tal como sucedió con los visigodos, que combatieron contra alanos, vándalos y suevos en nombre del Imperio. La progresiva disolución del poder central convirtió sus dominios en reinos independientes y enfrentados entre sí.

Puerta Negra de Tréveris, Esta colonia romana fundada por Augusto junto al Rin, fue objeto de repetidos ataques de los francos y los hunos a lo largo del siglo V.



Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente desde la división de Teodosio en el año 395, fue capaz de conjurar la amenaza de las invasiones bárbaras. En la imagen, interior de Santa Sofía.

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Caerols, José Joaquín, Rómulo Augusto, El último emperador, El Fin de Roma, en Revista, Historia, Madrid-Barcelona, National Geographic, n° 50, 2008.







jueves, 19 de septiembre de 2019


ROMANCES HISTÓRICOS

DEL

DUQUE DE RIVAS



Estimados lectores para cambiar un poco, sea cual fuere la opinión que se adopte acerca del origen del romance octosílabo castellano, no puede dudarse que se confunde con el de la lengua misma, también llamada “romance”, y que fue el metro propio de nuestra poesía popular más antigua, de la que cantaba el vulgo, y de la que se conservaba en su memoria las hazañas, milagros, amoríos y todo género de tradiciones. Me permito, poner una serie de estos romances obra del Duque de Rivas, espero os agrade y sintáis paz.

PRÓLOGO

Tenemos muchos compuestos en la más remota antigüedad, ignorándose el nombre de sus autores; y aunque rudos e inarmoniosos, ofrecen sumo interés, y son tan vigorosos en la expresión y en los sentimientos, que nos encanta su lectura; encontrando en ellos nuestra verdadera poesía castiza, original y robusta, luchando con una lengua naciente, estrecha, insonora y semi-bárbara. Su efecto es tan grande, como se advierte cuando los oímos intercalados con toda rudeza, y con su antiguo lenguaje, en el diálogo de comedias históricas muy posteriores. Célebres ingenios del siglo XVII dieron con ellos,, aunque pertenecientes a época tan inculta, y a una literatura tan atrasada, mucho realce a sus composiciones. Luís Vélez de Guevara en su drama titulado Reinar después de morir, Cubillo de Aragón en El rayo de Andalucía, y los autores de La más hidalga hermosura lo hicieron así con mucho acierto, ingiriendo en estas comedias los romances, que muchos años atrás andaban ya en los labios del vulgo, solemnizando el infortunio de Doña Inés de Castro, la muerte y venganza de los Infantes de Lara, y la noble determinación tomada por los castellanos de libertar a su conde Fernán González, preso a traición por el rey de Navarra. Innumerables ejemplos pudiéramos citar de esto mismo. Y el apoderarse así a la letra de los antiguos romances, para realzar con ellos los dramas históricos, ha merecido elogio hasta del severo y clásico Moratín en su obra titulada: Orígenes del teatro español.
            El romance octosílabo más acomodado a los oídos y a la memoria del vulgo, que los informes y pesados versos del poema del Cid, y que los alejandrinos más ataviados y cultos de Gonzalo de Berceo, prevaleció sobre ellos campeando siempre como verdadero metro nacional. No solo se cantaban el él hazañas pasadas, sino que se escribían nuevos romances siempre que ocurrían acontecimientos notables, y sucesos o hechos de armas, cuya memoria debía conservarse. Y había poetas de profesión en los campamentos de nuestros caudillos, y en las cortes de nuestros reyes, que cantaban en este metro sus proezas y sus conquistas. El glorioso rey San Fernando llevaba en las huestes con que ganó a Sevilla a Nicolás de los romances, sobrenombre que le dan las crónicas, y que demuestra cuál era su ejercicio, y ejercicio a que debió repartimiento después de la conquista, entrando a la parte con los guerreros, como poeta de la expedición, en el despojo de la victoria. ¿No recuerda esto la importancia que tuvieron los bardos de los antiguos pueblos del norte, porque eran los que conservaban la historia de sus hazañas?
            La consideración que merecían los romances históricos, de aquellos siglos, se conoce al recordar, que de las tradiciones conservadas en ellos, se formaron muchas de las narraciones de las crónicas. Narraciones que aun cuando sean de hechos falsos o exagerados, y que por lo tanto hayan sido últimamente arrojados de la historia por la crítica moderna, tienen siempre para nosotros una ventaja inapreciable, la de darnos a conocer las ideas de los siglos en que se escribieron y creyeron.
            Los romances más antiguos que poseemos refieren hazañas o milagros y caballerías de la corte de Carlomagno, por donde se ve que nuestra poesía tuvo el mismo origen que la de todos los países del mundo: la admiración de los grandes hechos, y el entusiasmo religioso. Estos romances tienen la misma estructura conque hoy los hacemos; pues son versos de ocho sílabas, en que los impares van libres o sueltos, y los pares rimados con una misma desinencia. Y en esta estructura particular, y colocación alternada de la rima, apoya el ilustrado Conde su opinión, que es la más admitida, de que el romance castellano proviene de los versos árabes de diez y seis sílabas, pareados, esto es, rimados de dos en dos; que se escribieron por ignorancia o de intento, divididos en emistiquios, y cada uno de estos en un renglón aparte, resultando la rima alternada y como hoy la colocamos en el romance.
            Estos fueron constantemente escritos en consonante riguroso y uniforme, los que le daba un monótono y continuado martilleo muy desapacible. Y en los más antiguos, como escritos en la infancia de la lengua, y cuando aún no estaba fijada, los poetas añadían letras y sílabas a las palabras finales de los versos, ya que para completar el número, y ya para formar el sonsonete. Siendo ciertamente muy desagradable y fastidiosa la repetición del mismo sonido cada dos versos, veinte o treinta veces, o acaso más, pues algunos de aquellos romances son de bastante extensión; los adelantos de la lengua y del buen gusto produjeron la invención y adopción del asonante. Bien sea este, como muchos creen, y no sin fundamento, tomado del árabe; bien que se descubriese por mera casualidad; bien que el deseo de evitar la pesadez de la repetición de un mismo consonante hiciese observar, que en nuestra lengua basta la conformidad de las dos últimas vocales de una palabra con las de otra, para formar una rima muy distinta y armoniosa; el romance se apoderó exclusivamente de este primor de nuestro idioma, de esta semidesinencia, que luego se introdujo en otros metros, como artificio exclusivo de la versificación castellana, y que más adelante admitió el vulgo con particular y decidida preferencia en sus seguidillas, tiranas, etc.
            Mucho ganó con ella el romance en soltura, facilidad y armonía, como ganó, bien que a costa tal vez de energía y severidad, en orden, gala y corrección, cultivado por los ingenios de aquella época. Y saliendo del estrecho campo a que estaba reducido, empezó en manos del fecundo Lope de Vega, del lozano Góngora, del portentoso Calderón, a prestarse a todo género de asuntos, ya eróticos, ya filósofos, ya místicos, ya satíricos, engalanándose con todos los atavíos de la buena poesía. Entonces nacieron los romances moriscos, escaso de erudición. Error que se nota sólo con considerar, que ni las costumbres, ni los afectos ni las creencias, que en ellos se atribuyen a personajes moros, son los de aquella nación; advirtiéndose desde luego que son cristianos enmascarados con nombres y trajes moriscos; moda que produjo muy felices composiciones, y que estuvo una temporada muy en boga entre nuestros poetas, que el mismo Góngora, que la ridiculizó festivamente en un romance jocoso, tuvo que obedecer a ella, y escribió muchos y muy bellos romances moriscos. Inventados fueron, pues, estos por los ingenios castellanos; y los que Pérez de Hita introdujo en su Historia de las guerras civiles de Granada.
            En pos de los romances moriscos vinieron los pastoriles, en que fue extremado el Príncipe de Esquilache, y en que perdió aquel metro mucho vigor y lozanía, ganando algo en ternura y en sencillez. El ingenio colosal de Quevedo se apoderó también del romance para la sátira, y le dio en este género un ensanche sin límite, y una facilidad sin igual, haciéndolo asiento, no sólo de todas las festivas sales de nuestra lengua, sino de los pensamientos más nuevos y originales, y de todas las frases más agudas y festivas de que es capaz idioma alguno.
            El romance octosilábico castellano fue adoptado por los poetas dramáticos, y en comedias anteriores a Lope de Vega, los vemos ya introducidos, y continúan hasta nosotros, siendo el metro favorito del teatro. Nuestros antiguos poetas cómicos lo mezclaron con quintillas, redondillas, cuartetas, décimas, octavas, sonetos, liras, y aun versos sueltos, mirando como una belleza del drama la variedad de la versificación; pero en Lope, Alarcón, Tirso, Calderón, Moreto, Rojas y demás insignes dramáticos se observa que emplearon casi exclusivamente el romance para las narraciones. Este fue luego enseñoreándose completamente de la escena cómica, hasta que se hizo dueño absoluto de ella, a fines del siglo pasado, arrojando de su término los demás metros. Castrillón fue el primero de los modernos que restableció en antiguo gusto de variar la versificación en la comedia; y hoy día se ha restablecido.
            La misma popularidad de que gozó el romance desde su origen, por los asuntos que le fueron peculiares; la facilidad que adquirió su composición con la introducción del asonante; la vulgaridad que le dio el diálogo cómico; y la soltura y ensanches que debió, como dejamos dicho, al gigantesco ingenio de Quevedo, lo fueron entregando al brazo seglar de los meros versificadores y de los copleros vergonzantes. Y convertido al fin en su patrimonio exclusivo, murió a sus manos, ya hinchado y ridículamente culto; ya lánguido, trivial y chabacano. Se desacreditó hasta tal punto, que fue últimamente mirado como el verso escrito sólo para el vulgo, y como el que podía permitírsele al vulgo en sus groseras composiciones; y los hombres literatos comenzaron a asquearlo y a desdeñarlo.
            En vano Luzan hizo su elogio, y demostró su importancia en el renacimiento de la poesía española. En vano Meléndez justificó con su ejemplo la doctrina de aquel erudito, y escribió no sólo romances eróticos y descriptivos, sino también composiciones líricas de un género más filosófico y atrevido en el mismo metro. Y en vano se reimprimieron muchos romances antiguos, con razonados prólogos, tributando al género los elogios más encarecidos: el romance no resucitó. Los ingenios que han honrado nuestro Parnaso después de Meléndez, apenas han escrito alguno que otro, ya erótico ya jocoso, dedicándose exclusivamente al cultivo de los metros italianos. Y los poetas más recientes tampoco han hecho esfuerzo alguno a favor del romance, ya que tantos hacen por resucitar las coplas de arte mayor, y por aclimatar en nuestro suelo los cuartetos endecasílabos con consonantes agudos, que dan a nuestra lengua un giro mezquino, y una canturía, más propios del idioma francés que del castellano.
            Es ciertamente extraño que en esta época de ensanche, y acaso de regeneración (en que la poesía rompiendo los estrechos límites de reglas arbitrarias, aunque respetadas por un siglo entero, pugna por volver a su origen, dejando a un lado la servil imitación de griegos y latinos más en armonía con las sociedades modernas), no haya renacido con muchas ventajas, el romance octosílabo castellano. Pues buscando en los tiempos feudales y en los siglos caballerescos los asuntos y el colorido de la poesía actual, ningún otro metro podía encontrarse más a propósito, como castizo y original; como nacido en la época misma de los héroes que ahora se celebran; como depósito de esos matices mismos que hoy se buscan con tanto empeño; y como el más adecuado, en fin, por su sencillez, facilidad y soltura, a todos los tonos de la poesía; y por lo tanto a los atrevidos, variados y desiguales vuelos del romanticismo.
            Pero aún más extraño es que en esta época misma, literatos que gozan de justa nombradía, hayan emprendido proscribir por principios el romance, como indigno del Parnaso español, y como metro despreciable y chabacano. El primero que ha escrito contra el romance ha sido un extranjero; el alemán Schelegel, el que sin negarle gracia y gallardía, decide que no es capaz de la poesía digna de elogios y de imitación. Que un extranjero se haya equivocado, y sentenciado sin conocimiento de causa, no es de extrañar, pero sí lo es, y mucho, que le hayan seguido y reforzado escritores nacionales, y no ignorantes por cierto de nuestra literatura.
            En una obra elemental, que anda en real orden en manos de la juventud, se deprime hasta con encono, y se ridiculiza hasta con pueril acritud el romance octosilábico castellano, como indigno de la poesía alta, noble y sublime. Se asegura en ella que aunque venga a escribirle el mismo Apolo, no le puede quitar ni la medida, ni el corte, ni el ritmo, ni el aire, ni el sonsonete de jácara. Y se sienta como pocos romances se han escrito; porque también se han escrito gran número de malísimas octavas, de enrevesados tercetos, de sonetos abominables. Y al que me arguya con los romances de Montoro y Marujan, yo le pondré las ridículas y extravagantes silvas de Gracián, y los desmayados y prosaicos endecasílabos de Iriarte, y no nos quedaremos nada a deber.
            Ciertamente aún no le ha ocurrido a ningún italiano el proscribir los sonoros y fluidos versos cortos cantables, tesoro inagotable de su idioma, y tan cultivado y engrandecido por Metastasio, y otros grandes poetas; fundado en que son los mismos que cantan y vulgarizan los copleros improvisadores de las hosterías y de las plazas públicas. Y precisamente en ellos ha escrito el insigne Manzzoni una de las odas más altas, sublimes y filosóficas de nuestros días, la que intitula el 5 de mayo, y cuyo argumento es la muerte de Napoleón. ¿Y el francés Beranger no ha colocado su nombre entre los primeros líricos de este siglo, sin escribir más que en los metros más vulgares de su país?
            No somos nosotros de los que creen que la poesía consiste únicamente en la forma con que se expresa en pensamiento. Atribuyendo todo el encanto de esta arte divino, sólo a la expresión. Por lo tanto no damos tanta importancia al metro que busca el poeta para transmitirnos las imágenes de su fantasía, y los afectos de su alma. Creemos sin embargo que ciertas formas pueden contribuir a aumentar el efecto en algunos casos, y que ciertas armonías pueden excitar más o menos nuestras emociones. Pero fijar reglas en el particular, y que el frío preceptista decida magistralmente en la materia, y marque en que número y con qué armonía se han expresar tales y tales pensamientos y pasiones, nos parece absurdo. ¿Y esas reglas en que pueden fundarse? ¿No vemos la rotunda y pomposa octava, el verso heroico por excelencia, aplicada con tanta facilidad y magisterio, por el flexible ingenio de Ariosto, a todos los tonos, desde el más sublime y apasionado, hasta el más trivial y burlesco; ya a la narración épica más alta, ya a la descripción más florida y lozana, ya a la relajación más baja y vulgar? ¿Y, no parece, al leer el Orlando, que la octava está inventada, exprofeso, para cada uno de estos géneros, para cada uno de estos estilos tan diversos y tan encontrados?.... Lo mismo diremos de los demás metros. En los severos tercetos en que el terrible Dante nos pinta sus espantosas visiones, escribió el templado y melancólico Rioja sus pensamientos morales y apacibles; y en tercetos están escritas las sátiras de los Argensolas, y aún las más libres y sarcásticas de Quevedo y de Arriaza. ¿Y el soneto?... No hay combinación métrica y rítmica más artificiosa, de más pompa y majestad: parece hecha adrede para encerrar los pensamientos más sublimes y encumbrados. Pues tan felizmente se presta a los místicos y a los históricos, como a los profundos y filosóficos de los Argensolas, a los risueños y floridos de Arguijo, a los melancólicos y pastoriles del bachiller Francisco de la Torre, y a los chistosos, libres y hasta chabacanos del gran Quevedo. ¿En qué ejemplos, pues, fundan los preceptistas esas reglas con que quieren tiranizar al ingenio, y encadenar la imaginación?.... Por fortuna el ingenio creador y la imaginación fecunda producen sus grandes bellezas, y echado mano del instrumento que su propio instinto les sugiere, como el más a propósito, en el momento de la inspiración.
            Si todos los metros se prestan más o menos a todos los géneros de poesía, y en todos ellos pueden expresar felizmente sus ideas y sus afectos los verdaderos poetas, porque saben darles el tono, el giro y la armonía más convenientes a la expresión de sus pensamientos y de sus pasiones; el romance octosilábico castellano es acaso la combinación métrica, que obteniendo la primacía para la poesía histórica, como la más apta para la narración y la descripción, se presta más naturalmente a todo género de asuntos, a toda especie de composiciones. Su facilidad aparente, esa facilidad misma, que le echan en cara los que creen que la poesía consiste en vencer dificultades de rima y de versificación, le da una elasticidad suma, y es sin disputa uno de sus mayores méritos; y si se examina esa facilidad, se hallará acaso en ella un peligrosísimo escollo para el poeta. La variación de sus giros y de sus cortes, pues los que le nieguen este dote no han leído los hermosos romances que Calderón introduce en sus comedias, y en que con efectos sorprendentes los ha diversificado hasta el infinito, hacen al romance el metro más a propósito para el cambio de tono, y para la variación de colorido. Y hasta la armonía del asonante, que en una composición larga puede de cuando en cuando variarse sin la menor dificultad, y que es tan exclusivamente española, tan grata a los oídos españoles, tan varia, y de suyo tan dulce y tan poco fatigosa, hace del romance castellano el instrumento más a propósito para todo género de asuntos. Y su rapidez misma ¿no está indicando que el verso octosílabo el más adecuado para expresar los grandes pensamientos filosóficos, las sentencias profundas, y la sencillez y viveza de los afectos?

Engolfados en esta materia, fuerza es que citemos algunos ejemplos en apoyo de cuanto dejamos dicho, y para demostrar más palpablemente cuán sin razón se ha pronunciado la sentencia contra el romance. Más no iremos a buscar lo más exquisito y primoroso que en ellos se encuentra, sino que echaremos mano de lo primero que ocurra a nuestra memoria. Copiaremos, pues, algo de aquél romance anónimo de las exequias del maestro D. Álvaro de Luna. Dice así:
“iba declinando el día
su curso y ligeras horas,
y el padre que al mundo alumbra
para occidente se torna.
A los reflejos divinos
de aquella luz milagrosa,
pálidos, descoloridos,
cubiertos de negras sombras,
amenazaba la noche,
mustia, temerosa y sorda;
no de luzeros vestida
de que se pule y se adorna.
La luna en el primer cielo
con las nubes se arreboza,
y en los escondidos valles
aljófar y perlas llora.
De las aldeas vecinas
dejan desiertas y solas,
unos las casas baldías,
otros las pajizas chozas.
Sonaba en Valladolid
el eco de voces roncas,
y responden los quejidos
de las apartadas rocas.
Hace señal San Benito,
y su rico templo adornan
con los funestos tapices
de bayeta lastimosa.
Murmuraban por las calles
de  unas orejas en otras,
la no pensada caída
de aquella Luna hermosa.
Juntáronse los ilustres,
y las iglesias entonan
el entierro de aquél cuerpo,
que del cuello sangre brota.
En los hombros le reciben
cuatro con sus cruces rojas,
que le sirvieron en vida
y en la muerte le dan honra.
Pusieron el cuerpo helado
debajo  una dura losa,
y con el peso insufrible
dio temblor la tierra toda.
Alrededor de la tumba
arden lumbres, todos lloran
de la miseria infeliz
la tragedia lastimosa.
Sollozan sus tiernos hijos,
lamenta su triste esposa,
y de su vertida sangre
pide al cielo la deshonra…”

            Acaso para los que opinan que la poesía consiste en huecos sonidos, y en pomposas cláusulas, no tendrán mérito estos versos. Pero a nosotros nos hacen mucho efecto, y nos parecen que están llenos de sublime sencillez, que son altamente poéticos; y que este bellísimo trozo de poesía histórica no tendría ni más vida, ni más nobleza, ni más dignidad escrito en octavas o en tercetos.
            Por no alargarnos demasiado no copiaremos algunos trozos de los romances de Bernardo del Carpio, llenos de robustez y de sensibilidad; o de los de Arias Gonzalo, en que también pintadas están la lealtad y entereza de aquél insigne castellano, de aquél desventurado padre, o de los que refieren las bodas de Doña Lambra con el Señor de Villaren  y de Barbadillo, tan llenos de interés y de vida; pues todos ellos, a pesar de la rudeza de estilo y de la estrechez del lenguaje, están rebosando poesía castiza y original.
            El alcaide de Molina excita así a sus soldados a la pelea en un romance anónimo:
“Dejad la seda y brocado,
vestid  la malla y el ante,
embrazad la adarga al pecho,
tomad lanza y corvo alfanje.
Haced rostro a la fortuna,
tal ocasión no se escape,
mostrad el pecho robusto
al furor del duro Marte.”

¿Son menos varoniles estos belicosos acentos por sonar en versos asonantados de ocho sílabas?
            Léanse las maldiciones de las Troyanas a Helena; la pintura del rey D. Rodrigo huyendo del desastre del Guadalete, y la lucha de D. Pedro el Cruel y de D. Enrique, en la que
“Riñeron los dos hermanos,
y de tal suerte riñeron,
que fuera Caín el vivo
a no haberlo sido el muerto.”

            Recuérdense los lamentos del alcaide de Alhama cuando pierde esta fortaleza; y examínese, en fin, el razonamiento de Rui Díaz de Vivar al Conde Lozano, desafiándolo para vengar a su ultrajado padre, y se verá hasta donde se remonta el romance octosílabo castellano, en la narración y en la expresión de los elevados y heroicos sentimientos.
            ¿Será necesario a un español, que escribe para españoles, citar los trozos de las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro; del Heraclio de Calderón, y aún de la Verdad Sospechosa de Alarcón, escrito n verso octosílabo asonantado, y tan hermosa y maestramente traducidos en versos franceses por l gran Corneille, el padre del teatro francés? Pues compárense los versos castellanos con la traducción, y se verá que no son en nada inferiores, aunque de romance, a los pomposos alejandrinos en que se tradujeron, y que en estos no ha ganado nada la expresión de los pensamientos de nuestros autores.
            Sin tanta energía y sencillez ofrece el romance para los asuntos históricos, ¡cuánto se presta a la descripción poética, y a los afectos blandos! No copiamos, porque es muy conocido, el bellísimo nombre, ya mencionado, de Góngora a Angélica y Medoro, tan rico de poesía, tan armonioso, tan bien escrito. Léase esta preciosa composición, y las descripciones de las fiestas de toros y cañas en otros romances moriscos, y el tierno y apasionado de Meléndez a Rosania en los fuegos; y se hallará en ellos la verdadera elocución poética, y se verá que en nada cedn a las mejores composiciones, que a los mismos asuntos han hecho grandes poetas en veros endecasílabos.
            La poesía descriptiva que cabe en el metro que defendemos, puede verse en los veros siguientes:
“Entraron los sarracenos
en  caballos alazanes,
de naranjado y de verde
marlotas y capellares.
En las adargas tenían
por empresas sus alfanjes
hechos arcos de Cupido,
y por letra: Fuego y Sangre. Etc.”

            O en aquellos:
“Cuando las sagradas aguas
del  ancho y sagrado Bétis,
con la multitud de barcos
con dificultad parecen;
cuando entoldadas las popas,
de juncia y de ramas verdes,
en el agua escaramuzan
a pesar de sus corrientes;
cuando mil alegres cantos
que los sentidos suspenden,
interrumpen a los vientos
y enamoran a los pezes;
cuando en las torres más altas
mil luminarias parecen,
y cual veloces cometas
atraviesan los cohetes;
entonces, etc.”

            O estos:
“Nunca las puertas de Oriente
abrió  tan hermosa el alba,
cuando saca de alhelíes
las bellas sienes orladas.”
            O en estos otros de Góngora:
Mirábalo en los ramblares
ora a caballo, ora a pie,
rendir al fiero animal
de las otras fieras rey.
Y con la real cabeza,
y con la espantosa piel,
ornar de  su ingrata mora
la respetada pared.”

            ¿Y es la expresión de los afectos ya fuertes e impetuosos, ya tiernos y melancólicos, que el metro aventaja al romance? No es posible expresar mejor la indignación, que lo está en el final de aquel romance, del desafío del moro Tarfe:
“Esto el moro Tarfe escribe
con  tanta cólera y rabia,
que donde pone la pluma
el delgado papel rasga.”

            ¡Qué interesante y tierna melancolía reina en todo el romance de Góngora del Forzado de Dragut, que empieza:
“Amarrado al duro banco
de  una galera turquesca,
ambas manos en el remo
ambos ojos en la tierra, etc.”

            La tierna emoción del cautivo, que descubre desde el mar los montes y las torres de su patria, me recuerdan los siguientes cuatro versos de Matos al mismo asunto en la comedia titulada: El Genízaro de Hungría:
“Alargando iba los ojos
hacia mi querida patria,
a donde en prisión más dulce
dejaba cautiva el alma.”

            ¿Podía escribirse mejor en endecasílabos el terrible diálogo de Fócas y Astolfo en el Heraclio de Calderón, solicitando el tirano conocer la verdad para acabar con la sangre d su enemigo, y obligándole el leal anciano a que la respete, por temor de derramar la de su propio hijo? En romance está escrito este diálogo, y seguramente al saborearlo en la escena nadie recuerda las jácaras que acaso acaba de oír al ciego en la esquina del teatro, por unas que tengan el mismo sonsonete.
            Recordemos los versos de Guevara:
“Que con decir que son hombres
No se disculpan los reyes.”
            Y los que pone en boca de Don Juan Malec, en la comedia titulada: Amar después de la muerte, o el Tuzaní de las Alpujarras, en que refiriendo el noble anciano a sus compatriotas los moriscos la ofensa que acaban de hacerle en el Ayuntamiento; cuando va a contar que le han dado con su propio báculo un golpe afrentoso, se detiene, y dice:
………………………….Esto basta,
que hay cosas que cuesta más
el decirlas, que el pasarlas.

            Sería necesario un tomo entero para copiar todos los ejemplos de esta clase que se nos ocurren. Y por otro para los que podíamos recordar de expresiones nuevas y pintorescas con que este fecundo metro ha enriquecido la poesía castellana. Y si lo consideramos aplicado a la sátira, y a los asuntos jocosos, en manos de Góngora y de Quevedo, ¡cuánto podríamos citar en su abono!
            Pero basta ya, porque no hay literato alguno, versado en la lectura de nuestros poetas líricos y dramáticos, a quien no sean familiares los hermosos trozos de poesía, de todos los géneros y tonos, escritos en verso octosílabo asonantado, y tan apacibles por lo menos como cuantos se puedan citar en cualquiera otra especie de versificación.
            El romance, que es metro castizo de nuestra lengua, en el que se cantaron las hazañas de nuestros mayores, el que cultivaron y engalanaron nuestros mejores poetas, el que también suena en el diálogo escénico, el que tan dócil se amolda a todos los asuntos, a todos los estilos, tan fácil, tan sonoro, asiento del asonante, primor exclusivo de nuestra hermosa lengua, debido a su variedad infinita de terminaciones, y al sonido puro, fijo, invariable, de sus cinco vocales, no debe ser despreciado, ni olvidado por metros y combinaciones rítmicas, que hemos tomado, ciertamente con muchas ventajas, de otro idioma. Y aunque con ellos y con ellas se ha enriquecido el nuestro, y se han escrito muchas obras admirables en todo género, no renunciemos al abundante y rico tesoro de elocución poética castellana que en los romances octosilábicos poseemos, ni desechemos uno de nuestros mejores títulos a la gloria poética.
            El romance, pues, tan a propósito, como dejamos repetido, para la narración y descripción para expresar los pensamientos filosóficos, y para el diálogo, debe, sobre todo, campear en la poesía histórica, en la relación de los sucesos memorables. Volverlo a su primer objeto y a su primitivo vigor y enérgica sencillez, sin olvidar los adelantos del lenguaje, del gusto y de la filosofía, y aprovechándose de todos los atavíos, con que nuestros buenos ingenios lo han engalanado, sería ocupación digna de los aventajados poetas. Con débiles fuerzas he intentado tan difícil e importante empresa, escribiendo ésta colección de Romances Históricos. Mis lectores ilustrados decidirán si he logrado mi intento. Si no he sido tan dichoso, al menos habré conseguido llamar la atención sobre el “romance castellano”, y sobre la “poesía histórica”, a la estudiosa juventud, que con tanto aprovechamiento cultiva hoy la amena literatura.


EL ALCÁZAR DE SEVILLA
ROMANCE I

 Magnífico es el Alcázar
con que se ilustra Sevilla,
deliciosos sus jardines,
su excelsa portada rica.
 De maderos entallados
en  mil labores prolijas,
se levanta el frontispicio
de resaltadas cornisas;
 Y hay en ellas un letrero
donde , con letras antiguas,
D. Pedro hizo estos palacios
esculpido se divisa.
 Mal dicen en sus salones
las  modernas fruslerías,
mal en sus soberbios patios
gente sin barba y ropilla.
 ¡Cuántas apacibles tardes,
en la grata compañía
de chistosos sevillanos
y de sevillanas lindas,
 Recorrí aquellos vergeles,
en cuya entrada se miran
gigantes de arrayan hechos
con actitudes distintas!
 Las adelfas y naranjos
forman  calles estendidas,
y un oscuro laberinto
que a los hurtos de amor brinda.
 Hay en tierra surtidores
escondidos, se improvisan,
saltando entre los mosaicos
de pintadas piedrecillas.,
 Y a los forasteros mojan
con algazara y con risa
de los que ya escarmentados
el chasco pesado evitan.

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 En las tardes del estío,
cuando el ocaso declina
el sol entre leves nubes,
que de oro y grana matiza,
 Aquel transparente cielo
con ráfagas purpurinas,
cortado por un celaje
que el céfiro manso riza;
 Aquella atmósfera ardiente
en que fuego se respira,
¡qué languidez dan al cuerpo!
¡qué temple al alma divina!
 De los baños, tan famosos
por quien los gozó, la vista,
la del soberbio edificio,
obra gótica y morisca,
 Tétrico en partes, en partes
alegre , y en el que indican
los dominios diferentes,
ya reparos, ya ruinas;
 Con recuerdos y memorias
de las edades antiguas
y de los modernos años,
embargan la fantasía.
 El azahar y los jazmines,
que si los ojos hechizan,
embalsaman el ambiente
con las aromas que espiran:
 De las fuentes el murmullo,
la  lejana gritería
que de la ciudad, del río,
de la alameda contigua.
 De Triana y de la puente
confusa llega y perdida,
con el son de las campanas
que en la alta Giralda vibran;
 Forman un todo encantado,
que nunca jamás se olvida,
y que al recodarlo, siempre
mi alma y corazón palpitan.

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 Muchas deliciosas noches,
cuando aún ardiente latía
mi ya helado pecho, alegres,
de concurrencia escogida
 Vi aquellos salones llenos;
y a la juventud, cuadrillas
o contradanzas bailando
al son de orquestas festivas.
 En las doradas techumbres
los pasos, la charla y risas
 de las parejas gallardas,
por amor tal vez unidas,
 Con el son de los violines
confundidos  se extendían
acordes ecos hallando
por las esmaltadas cimbrias.

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 Más, hay! Aquellos pensiles
no he pisado un solo día,
sin ver (sueños de mi mente)
la sombra de la Padilla.
 Lanzando un hondo gemido,
cruzar leve ante mi vista
como un vapor, como un humo
que entre los árboles gira:
 Ni entré en aquellos salones,
sin figurárseme erguida,
del fundador la fantasma
en helada sangre tinta:
 Ni en el vestíbulo oscuro,
el que tiene en la cornisa
de los reyes los retratos,
el que en columnas estriba,
 Al que adornan azulejos
abajo, y esmalte arriba,
el que muestra en cada muro
un rico balcón, y encima
 El hondo artesón dorado,
que la corona y atrista;
sin ver en tierra un cadáver.
Aún en las losas mira
Una tenaz mancha oscura…
ni las edades la limpian!
Sangre!!! Sangre!!! ¡oh cielos, cuántos,
sin saber que lo es, la pisan.

ROMANCE II

 Quinientos años más joven
era el magnífico alcázar:
aún lustrosas sus paredes,
su alto almenaje sin faltas,
 Y lucientes los esmaltes
de las techumbres doradas,
mansión del rey de Castilla
orgulloso se ostentaba;
 Cuando dl mayo florido
una apacible mañana,
en aquel salón que tiene
los balcones a la plaza,
 Dos ilustres personajes
en grande silencio estaban:
un caballero era el uno,
el otro una hermosa dama.

-------------------

 Rica berberisca alfombra,
del rey moro de Granada
don o tributo, cubría
las losas de aquella cuadra.
 Un cortinaje de seda
con listas y flores varias,
matizado en el oriente,
que galeras venecianas
 (Tal vez de su dux regalo)
trajeron a nuestra España;
del abierto balconaje
el radiante sol templaba.
 En el testero de enfrente,
de maderas cinceladas
un rico oratorio había
con embutidos de nácar,
 Y en él la imagen devota
de la Virgen soberana,
escultura harto mezquina,
más no de atractivos falta,
 De la cual era el adorno
una corona de plata,
reverberando en su cerco
amatistas y esmeraldas.
 Un manuscrito precioso
con las oraciones santas,
ornatos de miniatura,
y de oro y marfil las tapas,
 Colocado se veía
sobre un atril, que formaban
de un ángel mal esculpido
aunque con primor, las alas;
 Y de brocado de oro
en el suelo una almohada,
mostrando, por medio hundida,
de dos rodillas la marca.
 En los muros blanqueados
con cal de Morón, de caza
pendían varios trofeos,
banderas y limpias armas;
 Y en una mesa o bufete,
puesta en medio de la estancia,
con un tapete cubierta,
cuyos picos arrastraban,
 Un templado laúd había,
un rico juego de tablas,
búcaros llenos de flores,
y un cofre de filigrana.

-------------------

 De un balcón sentóse cerca,
muy pensativa la dama,
en un gran sillón dorado,
cuyo respaldo formaba
 Un dosel o guardapolvo
en una curva gallarda,
de castillos, de leones
y de corona adornada,
 Un vistoso brial de seda
verde, y con labores varias
de sirgo y perlas, y en torno
de oro recamos y franjas,
 Era su traje; una toca
muy más que la nieve blanca,
y un claro cendal cubrían
sus trenzas negras y largas.
 Celestial era su rostro
y divina su garganta;
pero del color de cera,
que miedo y penas retrata:
 Dos soles eran sus ojos
bajo las luengas pestañas,
donde dos perlas preciosas,
prontas a correr, brillaban.
 Era una fresca azucena,
a quien cruda muerte amaga,
porque un corroedor gusano
ya su hondo cáliz desgarra.
 Ora un blanco pañizuelo,
con puntas bordado y randas,
revolvía con las manos
convulsas y deslustradas,
 Ora absorta y distraída,
agitaba en torno el aura
con un precioso abanico
de ricas plumas de Arabia.

---------------------

 Delgado era el caballero,
de estatura no muy alta,
vivaces ojos, la boca
inquieta, roja la barba,
Pálido y enjuto el rostro,
nariz corva y afilada,
noble su porte, y siniestras
y terribles sus miradas.
 Envuelto en un rojo manto,
de oro bordado y con chapas,
y una gorra en la cabeza
puesta de lado con gracia,
 De largo a largo medía
con pasos lentos la estancia,
y pasiones diferentes
su mudo rostro mostraba.
 A veces se enrojecía,
arrojando fieras llamas
por los encendidos ojos,
hechos del infierno brasas;
 Luego extendían los labios
sonrisa feroz y amarga;
o en las doradas techumbres
fijaba atroces miradas;
 Bien apresurado el curso
de pie a cabeza temblaba;
bien repuesto proseguía
su paso noble con calma.
 Así he visto al tigre fiero,
ya tranquilo, ya con rabia,
revolverse a todos lados
dentro de la estrecha jaula.
 Doña María Padilla
era la llorosa dama,
y el callado caballero
el rey D. Pedro de España.

---------------------

 Cual de solitaria torre
en torno están revolando
fieras aves de rapiña,
cuando el sol baja al ocaso,
 Así en torno de D. Pedro
vuelan pensamientos varios,
cuyas sombras ofuscaban
de su semblante los rasgos.
 Ya ocupa su airada mente
el poder de sus hermanos,
a los que mató la madre,
y a quienes llama bastardos:
 Ya de los grandes inquietos
la insolencia y desacato,
o la mengua del tesoro
sin medios de repararlo:
 Ya la linda Doña Aldonza,
a quien tiene a buen recaudo;
o las sangrientas fantasmas
de inocentes que ha matado:
 Ya una proyectada empresa,
rompiendo la fe de un pacto,
contra el moro granadino;
o una traición o un engaño.
 Más, con las mismas aves
se van escondiendo al cabo
entre las almenas rotas
del castillo solitario,
 Y sólo constante queda,
en torno de él volteando,
la más voraz, la más fuerte,
la que no admite descanso;
 Así aquel tropel confuso
de pensamientos extraños,
en que se encontró D. Pedro
envuelto pequeño rato,
 En su pecho y su cabeza
fueron nidos encontrando,
y quedó despierta y viva,
dándole gran sobresalto,
 La imagen de D. Fadrique,
el mejor de sus hermanos,
norma de los caballeros
y maestre de Santiago.
-------------------
 Del rey de Aragón acaba
don Fadrique el esforzado
de conquistar a Jumilla
con noble denuedo y brazo:
 Deja en lugar de las barras
los castillos tremolando,
y viene a entregar las llaves
a su rey, señor y hermano.
 Sabe el rey que no es rebelde,
que es su amigo y partidario,
y más que a Tello y a Enrique
le está embravecido odiando.
 Don Fadrique fue el que tuvo
de venir a Francia encargo
por la reina Doña Blanca;
más tardó en llevarla un año.
 Con ella en Narbona estuvo…
y un rumor corrió entretanto
de aquellos que son ponzoña,
ora ciertos, ora falsos.
 Doña Blanca está en Medina,
y en una torre pagando
las tardanzas del viaje,
las hablillas de palacio;
 Y el cuello de D. Fadrique
está en los hombros intacto,
porque tiene gran valía,
poder mucho y nombre claro.
 Más hay de él!... es de las damas
el ídolo por su trato,
por su gallarda presencia
y por su esfuerzo bizarro;
 Y si no da sombra al trono,
porque es fiel, da, mal pecado!
Al corazón duros celos;
Y esto es peor, si aquello es malo.
 Doña María Padilla,
cuyo entendimiento claro
del regio amante penetra
los más ocultos arcanos,
 Y en quien la bondad del alma
sobrepuja a los encantos
de su peregrino rostro
y de su cuerpo gallardo;
 Vive víctima infeliz
de continuo sobresalto,
porque al rey ama, y le mira
a mal fin tender el paso.
 Conoce que sobre sangre,
persecuciones y llantos
no está nunca firme un trono,
nunca seguro un palacio;
 Y tiene dos tiernas niñas,
que con otro padre acaso,
aunque ilegítimo fruto,
pudieran todo esperarlo.
 Ve en el insigne Fadrique
un apoyo, un partidario:
sabe que llega a Sevilla,
y a voces le está indicando.
 De su fiero amante el rostro,
que viene en momento aciago;
y por aquietar sospechas,
o darles punto más alto,
 Al fin rompiendo el silencio,
aunque con trémulos labios,
osó hablar, y estas palabras
entre los dos se mezclaron:
 “¿Con qué hoy llegará triunfante
D. Fadrique vuestro hermano?”-
“Y por cierto que ya tarda
En llegar aquí el bastardo.”-
 “Bien os sirve!... Sí, en Jumilla
como un héroe se ha portado:
de su lealtad os da pruebas;
es muy valiente.”- “Lo es harto.”-
 “Ya estaréis, señor, seguro
de su pecho noble y franco.”-
“Aún más lo estaré mañana.”-
Enmudecieron entrambos.

ROMANCE IV

 Grande rumor se alza y cunde
de armas, caballos y pueblo
de Sevilla por las calles,
al maestre recibiendo.
 Suenan los vivas unidos
con los retumbantes ecos,
que en la altísima Giralda
esparce el bronce hasta el cielo.
 Vase acercando la turba,
pero se la escucha menos:
ya a la plaza de palacio
llega, y se para en silencio;
 Qué la vista del alcázar
gozaba del privilegio
de apagar todo entusiasmo,
de convertir todo en miedo.
 Quedó, pues, mudo el gentío,
falto de acción y de aliento,
para pisar la gran plaza
con un mágico respeto;
 Y el maestre de Santiago,
con algunos caballeros
de su orden, entra, seguido
de corto acompañamiento.
 Se dirige hacia la puerta,
como aquel que va derecho
a encontrar de un buen hermano
el alma y brazos abiertos;
 O como noble caudillo,
que por sus gloriosos hechos
de un rey a recibir llega
los elogios y los premios.
 Sobre un morcillo lozano
que espuma respira y fuego,
y a quien contiene la brida
si ensoberbece el arreo,
 Se muestra el noble Fadrique
con el blanco manto suelto,
en que el collar y cruz roja
van su dignidad diciendo;
 Y una toca de velludo
carmesí lleva, do el viento
agita un blanco penacho
con borlas de oro sujeto.

--------------------

 Pálido como la muerte
El iracundo D. Pedro,
En cuanto entrar en la plaza
Vio al hermano desde lejos,
 Como si de mármol fuera
Quedó del salón en medio,
Y en sus furibundos ojos
Ardió un relámpago horrendo.
 Así que volver la espalda
Le vio la Padilla, lleno
El corazón de amargura
Y de llanto el rostro bello,
 Álzase y sale turbada,
Del balcón al antepecho,
Al gallardo maestre indica
Con actitudes y gesto.

---------------------

 Apenas puso el Maestre,
de dos solos escuderos
seguido, el pie confiado
en el vestíbulo regio,
 Donde varios hombres de armas
vestidos de doble hierro,
paseándose guardaban
de la escalera el ingreso;
 Cuando a uno de los balcones,
como aparición de infierno,
el rey se asoma gritando:
Matad al Maestre, mazeros.
 Siguió como en la tormenta
el súbito rayo al trueno,
y seis refornidas mazas
sobre Fadrique cayeron.
 Llevó la mano al estoque,
pero en el tabardo envuelto
halló el puño, y fue imposible
desenredarlo tan presto.
 Cayó en tierra, un mar de sangre
del roto cráneo vertiendo,
y lanzando un alarido
que llegó sin duda al cielo.
 Voló al instante la nueva
de tan horrible suceso;
apelaron a la fuga
los freiles y caballeros;
 Huyó a esconderse en sus casas,
temblando de horror, el pueblo,
y del alcázar quedaron
los alrededores desiertos.

-------------------

 Cual si no hubiese en palacio
nada ocurrido de nuevo,
se asentó el rey a la mesa,
como acostumbra, comiendo,
 Jugó enseguida a las tablas,
salió después a paseo
fue a ver armar las galeras
que han de ir a Vizcaya luego;
 Y en cuanto cubrió la noche
con su manto el hemisferio
entró en la torre del Oro,
donde tiene en un encierro
 A la linda Doña Aldonza,
 a la cual del monasterio
de Santa Clara ha sacado
y a la que idolatra ciego.
 Fue un rato a hablar enseguida
con Leví, su tesorero,
en quien tiene su privanza,
aunque es un infame hebreo;
 y muy tarde se retiró
sin más acompañamiento
que un moro su favorito,
hombre bajo por supuesto.
 Entró en el tranquilo Alcázar,
llegó al vestíbulo excelso
y en él se paró un instante
la vista en torno moviendo.
 Una lámpara pendiente
del artesonado techo
en derredor derramaba
ya sombras, y ya reflejos:
 Entre las tersas columnas
dos hombres de armas, dos negros
bultos se veían solos,
vigilantes y en silencio;
 Y en tierra aún tendido estaba,
de un lago de sangre en medio,
el maestre D. Fadrique
en su roto manto envuelto.
 Se acercó el rey, le contempló
con atención un momento,
y notando que no estaba
del todo su hermano muerto,
 Pues aún respiraba acaso
palpitante el hondo pecho,
le dio con el pie un empuje
que hizo estremecer el cuerpo;
 Desnudó la aguda daga,
al moro la dio, diciendo:
Acábalo, y sosegado
subió y se entregó al sueño.


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Saavedra, D. Ángel de (Duque de Rivas), Romances Históricos, París, Librería de D. Vicente Salva, 1841.


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