viernes, 21 de diciembre de 2018


¿QUÉ HABRÍAMOS COMIDO EN NAVIDAD EN LA EDAD MEDIA?

Los días previos a la Navidad a menudo nos tienen ocupados en apresuradas compras de regalos y planes para señaladas cenas y comidas. ¿Han hecho aquel pastel de Navidad para este año? Nos tememos que no. Pero si hubieran tenido que preparar una comida navideña hace 600 años, sin duda les habría tocado bastante más en el plato.
La siguiente imagen es la ilustración de una página de calendario extraída de un Libro de Horas, un tipo de libro de oraciones muy popular entre las gentes más ricas y piadosas de la época medieval. Aparte de sus ropas, los personajes que aparecen en la parte inferior de la página se parecen mucho a nosotros: procuran mantenerse calientes y disfrutar de su comida y su bebida.




Libro de Horas, 12º día de las Navidades. Imagen aportada por la autora, cortesía de la Biblioteca Brotherton, Universidad de Leeds

Podría resultar sorprendente observar que el mes al que corresponde la página de este calendario es enero. El día festivo que celebra la pareja de la ilustración es el 6 de enero, destacado en rojo (Epyphania). Nuestras navidades actuales, por frenéticas que puedan parecernos, no son nada en comparación con las antiguas tradiciones que celebraban las gentes del Medievo a lo largo de los doce días de las navidades, desde el 25 de diciembre hasta la Epifanía –el día en el que los tres Reyes Magos se presentaron ante un Jesús recién nacido para ofrecerle regalos– aunque habitualmente no festejaban por igual todos estos días. En algunos hogares el gran banquete se reservaba para el día de Navidad, mientras que en otros se celebraba el primer día del año o el 6 de enero, dependiendo de las costumbres del lugar.


Ricos y pobres


No conocemos con detalle lo que comería la pareja de la ilustración en su banquete de Epifanía. El artista medieval parecía más interesado en el detalle de las fresas y flores de los márgenes que en mostrarnos algo de comida sobre la mesa de la pareja. Esto es algo habitual en las ilustraciones de los manuscritos medievales. Existen incluso detalladas descripciones de banquetes regios que dicen poco acerca de la comida. Y aún sabemos menos qué es lo que comían los pobres, aunque lo más probable es que los señores ofrecieran al menos un banquete a sus invitados a lo largo de las fiestas navideñas.
Sabemos que los preparativos para el invierno daban comienzo a finales de otoño. Humanos y animales se alimentaban básicamente de lo mismo: cereales. Los más pobres no tenían suficientes cereales para alimentar a sus animales a lo largo de todo el invierno, por lo que la mayoría de sus cerdos y ganado se engordaban a base de bellotas y se sacrificaban en esta época del año para el consumo de su carne. Los calendarios conmemoran esta decisión estratégica para los meses de noviembre y diciembre con imágenes como las que podemos ver a continuación, acompañadas de los signos del zodíaco correspondientes (Sagitario y Capricornio).  






La cría del cerdo en la Edad Media: engorde en noviembre y matanza en diciembre. Cortesía de la Biblioteca Brotherton, Universidad de Leeds



Por supuesto, los más pudientes podían permitirse no sacrificar a sus animales y seguirlos alimentando, de modo que podían disponer de carne fresca durante todo el invierno. No es cierto que emplearan especias para disimular la podredumbre de la carne: clavo, nuez moscada, pimienta y canela se importaban de la India e Indonesia, de modo que quien podía comprar productos tan caros sin duda podía conseguir carne fresca en invierno. Los más ricos también podían permitirse el consumo de azúcar: fruta escarchada, almendras garrapiñadas y dulces de todo tipo siempre han sido manjares navideños muy populares.
Los más pobres, por su parte, comían salchichas, tocino y embutidos en general, también pescado salado si podían conseguirlo, manzanas secas o en conserva, guisantes y alubias, quizás algo de miel, y a duras penas podían añadirle a sus comidas los sabores de cebollas, puerros y ajos. Hasta la sal era cara por aquel entonces. Las épocas en las que se pasaba más hambre de hecho no eran las de los meses del frío invierno, sino más bien abril y mayo. Era entonces cuando los almacenes se encontraban vacíos y en los huertos aún había poca cosa cultivada. Tampoco se disponía de mucha leche o huevos en esta época del año, ya que las gallinas de forma natural ponen menos huevos en invierno, y las vacas no dan leche hasta que paren a sus terneros en primavera.

Banquetes navideños

 

La mejor forma de descubrir qué comían las clases más pudientes es revisar sus cuentas financieras y libros de cocina. Libros de cocina como el Forme of Cury, escrito para la corte del rey Ricardo II (1377-1399), y que nos aporta algunas sabrosas recetas. En un reciente proyecto cocinamos recetas halladas en éste y otros libros medievales para que el público pudiera probarlas en ferias y mercados de los alrededores de Yorkshire. En diciembre del 2012, por ejemplo, en el Mercado de Castleford, preparamos una degustación con recetas medievales propias de esa época del año, como pan de jengibre, estofado de cordero y pastel de manzana.


Un opulento banquete navideño. Cortesía de la Biblioteca de Brotherton, Universidad de Leeds

Para las clases humildes resultaba casi imposible poder preparar los platos principales de los que los ricos disfrutaban en sus banquetes. El pavo vino originalmente de América, por lo que no empezó a aparecer en las mesas de Inglaterra hasta finales del siglo XVI. Probablemente sustituyó a otra ave más vistosa pero mucho menos sabrosa: el pavo real. El elevado precio de estas aves implicaba que muchos debían contentarse con otra también bastante cara: el ganso, un tradicional plato fuerte navideño hasta hace relativamente poco. Y estrechamente vinculado a la Navidad estaba el jabalí: a menudo se traía a la sala una cabeza de jabalí durante los festejos para acompañar a los villancicos. Pero curiosamente, no siempre con la intención de que los invitados se la comieran. 
De este modo, elaboradas presentaciones de carne asada, azúcar o cera bajo las formas de ángeles, castillos y animales fantásticos a menudo formaban parte de la celebración, algunos de ellos hasta se movían por medios mecánicos e incluso explotaban.
Así pues, considérese afortunado por no pasar hambre este invierno. Quizás haya dejado el pastel para muy tarde este año, pero aún puede reservar el pavo real y la cabeza de jabalí para el año que viene.



Celebración de la Navidad y del Año Nuevo en la Edad Media

La Iglesia decidió toda una serie de fechas para celebrar el periodo navideño en días importante para la religión pagana, siendo más sencillo cristianizar toda una serie de fechas paganas que intentar hacerlas olvidar radicalmente. La elección del 25 de diciembre se correspondía con la antigua fiesta del solsticio de invierno o “sol invicto”, siendo Julio I quien pidió que se celebrase el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre, decretado por el Papa Liberio en el 354. Será durante la Edad Media cuando se depuraron, definieron y enriquecieron las fiestas y celebraciones navideñas, con toda una solemnidad y manifestaciones sociales, artísticas y gastronómicas.
Fue entre los siglos IV al VI cuando se estableció el periodo de Adviento, es decir, todo el periodo de preparación espiritual para el nacimiento de Jesús, que podía oscilar entre las tres y seis semanas según cada país, basado en meditaciones, predicaciones… Cuando pasaban esas semanas, se llegaba a la propia época navideña, con dos fiestas fundamentales, la Nochebuena y la Navidad. Tras el gran banquete de la cena del 24 de diciembre, los fieles acudían a la Iglesia a medianoche para celebrar la Misa del Gallo, popularizándose por toda Europa a partir del siglo VIII. Esta misa recibe su nombre de una leyenda, que decía que un ave que pasaba la noche en la gruta de la Natividad fue la que anunció el nacimiento de Jesús. Se la identificó como un gallo, ya que es símbolo de fecundidad y de renacimiento en las culturas paganas y como anunciador de la salida del Sol. Esta ave fue la que dio nombre a esta primera misa de la Navidad, anunciándose a los cristianos que Cristo acababa de nacer. Pero no pensemos que Nochebuena solo era una festividad solemne, si no que el jolgorio y la alegría desbordaban al pueblo, llegando a su punto culminante en el momento de adoración al Niño, ya que se entonaban cantos, hacían sonar sus instrumentos.
En el año 1471 en Jaén se celebró así la Nochebuena y la Navidad por Miguel Lucas de Iranzo:
“El día 24 de diciembre, a primeras horas de la noche, juego de dados en el palacio del condestable, donde éste muestra su generosidad pues juega «mas por eccelencia e fin de franquear que por cobdiçia de ganar». Misa de maitines. Representación por la noche en la catedral de la Historia del nacimiento de nuestro señor y salvador Jesucristo y de los pastores. Consumo en las fiestas del 24 de diciembre al 6 de enero de «muchos manjares e vinos e confites e conservas». A veces, de pescados frescos, «empanados y en pipotes». El día 25 «Estrenas, mercedes e limosnas» como aguinaldo a los que acuden al palacio del condestable. Alborada en palacio. Misa. Comida y colación. Cena y colación. Danza y baile después de la comida y la cena. Empleo de trompetas, atabales, chirimías y cantores en los actos principales”[1].
La elección del día 31 de diciembre como el cierre del año y el comienzo del otro se debe a Julio César, cuando en el 45 a.C y siguiendo a los astrónomos egipcios, instauró el año solar, que comenzaba el primero de enero, arrinconándose así el sistema primitivo. Más tarde, sería el calendario juliano sustituido por el gregoriano, introduciendo cambios para compensar las desviaciones del anterior.
Retomando la Crónica sobre Miguel Lucas de Iranzo:
“En la Nochevieja, misa y juego de dados, como en Nochebuena. Alborada del día 1. Misa, comida, cena, colaciones y danzas como en los días anteriores”.
El origen de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad es tan antiguo como la propia fiesta, ya que estos ágapes entroncaban con los banquetes romanos celebrados durante las Saturnales que recibían el Año Nuevo. La tradición de poner un ave como plato central de la cena de Nochebuena o en Navidad proviene del mundo grecorromano, ya que para ellos, las aves migratorias que volvían al norte a final del invierno, traían el anuncio de la primavera, por lo que el plato, representaba un acto favorecedor del buen tiempo. En la época bizantina cristiana, la presencia de pintadas o gallinas de Guinea era habitual. Desde el siglo VI era común el capón, el gallo castrado y engordado para las comidas de Navidad, mientras que a partir del siglo XIII lo común entre la nobleza era el gallo. El consumo de gansos y ocas a lo largo de la Edad Media fue tan elevado que a punto estuvieron de exterminarse estas especies.
En cuanto a los dulces navideños, el mazapán es de origen incierto, pues muchos lo sitúan en el mundo árabe, pero otros los sitúan en Venecia o en Alemania. Otros estudios sin embargo, indican que nació en España, concretamente en Toledo, en el convento de San Clemente el Real. En uno de los asedios de la ciudad, en 1214, cuando la comida escaseaban, las religiosas guardaban en sus despensas gran cantidad de almendras, que machacaron y mezclaron con azúcar hasta formar una pasta que fueron repartiendo entre la población. En cuanto al turrón, una carta de María de Trastámara en 1453 a las monjas del convento de Santa Clara en Barcelona, es la primera noticia escrita que se tiene en España de este manjar, aunque parece que el origen del dulce es árabe. Y por último, estaría el Roscón de Reyes, que tiene origen pagano. En las Saturnales romanas se comía una torta redonda en cuyo interior se escondía un haba. Quién la encontraba en su porción era nombraba rey de la fiesta, y se le debía obedecer. Esta tradición se cristianizó y se siguió celebrándose allá por el año mil, cuando ya recibió el nombre de pastel de Reyes y que servía para cerrar las fiestas navideñas.
El origen del belén es italiano y medieval. El pesebre se convirtió en un icono cristiano significativo en las celebraciones navideñas, como en el siglo VII cuando el Papa Teodoro I hizo traer desde Belén los restos del pesebre del Niño Jesús. A partir de entonces y a lo largo de toda la Edad Media, el pesebre era un elemento fundamental de iglesias, abadías y catedrales en la Navidad. Ya en el siglo X se realizaban representaciones de episodios bíblicos relacionados con el Nacimiento de Jesús, siendo una de las primeras el Auto de los Reyes Magos en el siglo XIII (de origen francés probablemente). Sin embargo, estas representaciones acababan con mofas hacía San José, por lo que Inocencio III en 1207 prohibió estas escenificaciones, sustituyéndose a los actores por figuras inmóviles que llevasen a la devoción. A partir del siglo XIII se inició la elaboración de figuras, tanto para templos como para casas, extendiéndose de Italia por toda la Cristiandad, siendo destacado el papel de los franciscanos y clarisas en esta difusión.
Rodríguez Gallar, E., “La Navidad a través del tiempo”, La Natividad: arte, religiosidad y tradiciones populares, coord. Por Campos y Fernández de Sevilla, F. J., (2009), pp. 825-846.
[1] Ladero Quesada, M.A., Las fiestas en la cultura medieval, Editorial Debate, 2004, p.154





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jueves, 20 de diciembre de 2018


LA IGLESIA CONTRA EL LIBERALISMO

Carlos Federico Smith señala que el liberalismo tuvo conflictos con la Iglesia Católica solamente porque históricamente había estado fuertemente asociada con las autoridades imperiales españolas.

Para analizar esta afirmación que se suele encontrar acerca del liberalismo clásico, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se dio en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.

En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la elaboración de la Constitución española de 1812. A los diputados asistentes a dichas reuniones y que se oponían al absolutismo monárquico de la época se les llamó liberales. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. De acuerdo con Hayek, “como nombre de un movimiento político, el liberalismo aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los Liberales” (Friedrich A. Hayek,  Liberalism”, en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978,  p.p. 120-121).
Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba fuertemente ligada al poder político español. Conforme se independizaron los países latinoamericanas —independencia que fue impulsada en grado sumo por los movimientos liberales— la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas “terrenales”. 
Es discutible si esas acciones gubernamentales ante el poder terreno de la Iglesia Católica —que en cierto grado algunas no parecen ser muy liberales— fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la Iglesia Católica.
Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia Católica profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. La lucha de los liberales por la libertad de los individuos los enfrentó directamente con el poder religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.
Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares, adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como intentaré explicar.
Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún grado de detalle.
John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía  a otros se la negaba a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad Divina” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).
El liberalismo busca garantizar la libertad de los individuos para que puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un Estado cuyo poder sea limitado. Señala Cubeddu que si este objetivo se traslada al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea refleja la posición de Locke acerca de la iglesia, de la cual escribió que, “Veamos lo que es una iglesia. Considero que ésta es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987, p. 8) y, en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me parece resume bien la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.” (Ibídem, p. 34).
Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de cada persona desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno… (ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18). 
Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no dañe a los restantes individuos.
El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he citado, es crucial en el desarrollo del pensamiento liberal. En su "Carta sobre la tolerancia" ("Letters Concerning Toleration"), trata del derecho de cada individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos religiosos de las personas.
Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta sobre la tolerancia”, en Estudios Públicos, Op. Cit., p. 6 y p. 8).


Liberalismo español e Iglesia Católica en el XIX
El estudio de las relaciones entre el liberalismo español y la Iglesia Católica en el siglo XIX puede ayudarnos a entender mejor la situación de poder que la misma tiene en la actualidad en nuestro país.
La Revolución Liberal española generó un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica en relación con lo que existía en el Antiguo Régimen.
La Constitución de 1812 estableció que la religión oficial de España era la católica, por lo que parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. Pero el liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier viso de reforma agraria. Una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.



La llegada de los liberales moderados al poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la Década Moderada, provocó un cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por  la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen. Pero el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación anterior.
A causa de la desamortización de Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido, una de las fuentes principales de financiación de la Iglesia había desaparecido y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado, el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845 establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus ministros. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con el dinero. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas negociaciones que duraron siete años.
En el año 1845 se llegó a un primer acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados, porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de dinamismo al proceso negociador.  Por otro lado, tenemos que tener en cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al establecimiento de la república romana. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se firmó el Concordato.
La Iglesia obtuvo el reconocimiento como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza.
El Concordato consagraba la paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, debía renunciar a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. El Estado debía sostener el culto y a sus ministros. Para ello, se destinaría el producto de los bienes no vendidos, de la bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes Militares, más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida, de la asignación presupuestaria del Estado español.
Por su parte el Estado consiguió conservar el derecho del patronato, privilegio de los tiempos del Antiguo Régimen, es decir, intervenir en el nombramiento de los cargos eclesiásticos, especialmente de los obispos.
La Constitución de 1869, resultante de la Revolución Gloriosa, respetó algunos privilegios de la Iglesia, pero introdujo algunos cambios importantes, partiendo del hecho de que España dejaba de tener religión oficial. El artículo nº 21 obligaba a la nación a mantener el culto y los ministros de la religión católica, respetando uno de los principales puntos del Concordato de 1851. Pero, ahora se permitía el libre ejercicio privado y público de cualquier otro culto a los extranjeros residentes en España y a aquellos españoles que profesasen otra religión, con la única limitación de respetar “las reglas universales de la moral y el derecho”. Por otro lado, la obtención y desempeño de empleos y cargos públicos, así como la adquisición y ejercicio de los derechos civiles y políticos, sería independiente de la religión que profesasen los españoles.
Es en materia educativa donde la Revolución de 1868 marcó otra clara diferencia con el reinado de Isabel II, al proclamar en el Manifiesto del Gobierno Provisional, la libertad de enseñanza. En el texto no se alude expresamente a la Iglesia Católica, pero sí se puede leer entre líneas una crítica profunda a su influencia y censura:
“…“La libertad de enseñanza es otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega, contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos de oscuros e irresponsables poderes….”
La libertad de enseñanza se reguló en un decreto de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. Pero en materia educativa no se avanzó mucho más, porque no cuajó ningún proyecto para crear una ley general que sustituyera a la Ley Moyano.
En el reinado de Amadeo de Saboya el principal problema entre el Estado y la Iglesia se centró en la polémica que generó entre muchos católicos la elección del titular de la nueva monarquía democrática, a pesar de que el nuevo rey era católico, aunque progresista y defensor de las desamortizaciones. Pero Amadeo I era hijo de Víctor Manuel II, monarca que había terminado con la existencia de los Estados Pontificios, al completar el proceso de unificación italiana. El Papa no reconoció la nueva situación política, considerándose como si fuera rehén en el Vaticano.
En la I República el Proyecto constitucional federal de 1873 estableció en su artículo nº 34, por vez primera en la Historia española, la separación entre la Iglesia y el Estado. Ninguno de los distintos entes de la República -Nación o Estado federal, poderes regionales, y municipales- podría subvencionar directa ni indirectamente ningún culto. Las actas de nacimiento, de matrimonio y defunción serían registradas por autoridades civiles. Por fin, se proclamaba la libertad de cultos. El texto nunca entró en vigor pero marcó la tendencia que el republicanismo defendería posteriormente, la defensa de los principios del laicismo y de la separación entre la Iglesia y el Estado.
La Constitución de 1876 consagró la vuelta al Estado confesional. La religión católica, apostólica y romana sería la del Estado, y la nación se obligaba a mantener el culto y sus ministros, como expresaba el artículo 11. En compensación, nadie sería molestado en España por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su culto respectivo. Pero esta aparente tolerancia era muy limitada, ya que los otros cultos no podrían ir contra los principios de la moral cristiana y no podrían desarrollarse en público. Este artículo desencadenó una intensa polémica. La Iglesia Católica pretendía regresar a la situación de la época isabelina sin tolerancia alguna hacia otras confesiones. En esto, como en varias cuestiones, Cánovas, aunque profundamente conservador, intentó poner en práctica un cierto equilibrio entre los principios del liberalismo moderado del reinado de Isabel II y las conquistas del liberalismo más progresista y democrático del Sexenio. En este sentido, al menos, se terminó con las dificultades que la minoría protestante española había sufrido durante el pasado, y que habían generado tensiones en la política exterior española, especialmente con Inglaterra.
Durante la época de la Restauración canovista, en el último cuarto del siglo XIX, el clero regular experimentó una clara recuperación, después de lo que había sufrido en el proceso de la revolución liberal. Bien es cierto, que dicha recuperación comenzó cuando los moderados monopolizaron el gobierno con Isabel II, pero se había paralizado en el Sexenio. Ahora, las órdenes religiosas vivieron una época de expansión, potenciada además por la llegada de religiosos disueltos por la III República francesa. Se abrieron muchos centros educativos, de beneficencia, noviciados y conventos por toda España, potenciando como reacción, un recrudecimiento del secular anticlericalismo político, intelectual y popular.
En el ámbito educativo se produjo un conflicto que tuvo unas repercusiones insospechadas a favor de la renovación pedagógica en España. El ministro de Fomento, Manuel de Orovio, dio un famoso decreto el 26 de febrero de 1875 que suspendía la libertad de cátedra ganada en el Sexenio Democrático, ya que los profesores no podrían ejercer si no acataban los principios religiosos católicos y de obediencia a la monarquía. Una serie de catedráticos de Universidad fueron separados de sus plazas, entre los que destacaron Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, etc.., y que terminarían fundando la Institución Libre de Enseñanza en el año 1876.

CONTRA EL LIBERALISMO DEL SIGLO XIX



El historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm (1917-2012) sostenía que "La península ibérica tiene problemas insolubles, circunstancia común, e incluso normal, en el "tercer mundo", aunque extremadamente rara en Europa". Lo de "problemas insolubles" lo dice él; España no tiene más problemas que cualquier otro país europeo desde que la pseudo-reforma protestante y el liberalismo existen y su grado de solución es tanto como el de cualquiera (sería hora de dejar atrás ese paralizante fatalismo). Para fundamentar su dictamen Hobsbawm recurría a los estudios de su compatriota Raymond Carr los cuales concluían que, en el curso del siglo XIX, en España había fracasado el liberalismo (desarrollo económico capitalista, sistema político parlamentario burgués y desarrollo cultural e intelectual occidental); si en España -parece decirnos Hobsbawm- hubiera triunfado el liberalismo, todo sería mejor e incluso nos ahorraría tal vez llamarnos eso de "tercer mundo".
No vamos a enredarnos en las consecuencias hipotéticas de lo que hubiera sido España de triunfar sin oposición el liberalismo, eso vamos a dejárselo a los visionarios de la historia ficción, lo que sí interesa es constatar que el liberalismo no triunfó en España y ni que decir tiene que es algo que aplaudimos. Es a la hora de entrar a identificar los obstáculos con los que se encontró el liberalismo con lo que habría que lidiar. Los primeros que, sin dudarlo, se oponen frontalmente al liberalismo son los carlistas: la resistencia carlista al liberalismo tuvo mucho de instintiva defensa del orden tradicional, pero por encima del instinto de los voluntarios del pueblo planeaba -y esto no hay que olvidarlo- la dirección de lo que, permítaseme denominarle, era la "intelligentsia" del carlismo: la facción de los "apostólicos". Esta facción carlista estaba formada en su gran parte por el clero que había identificado el "liberalismo" como lo que era: el correlato político, económico y social de la herejía protestante. Teniendo en cuenta esto entenderemos mejor que el carlismo no fue, como quieren sus detractores, una fuerza ciega, la refractaria caverna reaccionaria -durante mucho tiempo hemos estado contemplando nuestra historia nacional con los tópicos propagandísticos del enemigo liberal del siglo XIX, heredados por la izquierda internacionalista y apátrida.
Pero no sólo fue el carlismo el gran obstáculo con el que chocó el liberalismo decimonónico. El liberalismo entendió que había que ganarse a la Iglesia católica (siempre hubo liberales, desde la Cortes de Cádiz, que así habían pensado; lo mismo que liberales exasperados que, atiborrados de anticlericalismo, habían pensado lo contrario). Los "moderados" (la derecha liberal) fue la que actuó con más astucia: frenó los excesos y desórdenes de los liberales más exaltados y anticlericales y, una vez que al clero le despojaron (desamortizando sus bienes) de las fuentes que le permitían tradicionalmente la independencia económica, lo vinieron a reducir al papel de burócrata del culto, un "estamento" ahora asalariado, a sueldo del estado liberal; y no fue poco triunfo liberal el de firmar un Concordato con la Santa Sede en 1851, pero en modo alguno fue bueno ni para la Iglesia ni para España. Una nada despreciable parte de nuestro clero quedó subordinada al patronazgo estatal y fue convertido en "deudo" de los nuevos ricos que, a cambio de una chocolatada, arrendaban un puesto en el cielo tras haber saqueado a la Iglesia. Hubo mucha claudicación, mucha componenda en un amplio sector del clero que no estuvo a la altura de las circunstancias, salvando egregias excepciones rurales más o menos combativas (como el Cura Santa Cruz) o más o menos intelectuales (Sardá y Salvany: "El liberalismo es pecado") pero, a la postre, la conducta práctica del clero en general se percibe como una connivencia con el liberalismo y suena a: "Como los carlistas no han ganado, más vale que nos arreglemos con los moderados". Y así nos fue a todos... El clero, con sus nuevas amistades, lo que logró fue enajenarse las simpatías del pueblo empobrecido que, mal guiado por la didáctica masonizante, se quedó con la impresión de que la Iglesia se había convertido en aliada de la burguesía incipiente y egoísta, liberal.
Por eso, en el correr del siglo XIX, una cada vez más importante masa popular, depauperada por las consecuencias de la política económica liberal, se aleja cada vez más de la Iglesia y adopta posiciones revolucionarias. Así, en el verano de 1861, estalla la sublevación de Loja (la Revolución del Pan y el Queso), pero con antelación -también en el verano, era el de 1857- unos pocos más de cien jornaleros se alzan en el campo andaluz, tomando Utrera y El Arahal, al grito de "Mueran los ricos". Estos alzamientos llevan todavía el sello de la reacción popular contra una situación de hambre y carestía, propiciada por la profunda injusticia social que instala el liberalismo extranjerizante. Se produjeron intermitentes alzamientos campesinos en Andalucía, en Castilla y en Aragón... Pero, ¿quiénes son ahora los que lideran estos conatos tumultuarios de diversa consideración? Los demócratas y los republicanos, sin que podamos descartar que en sus lóbregos y sórdidos antros la masonería estuviera maniobrando. Más tarde, andando el tiempo, el anarquismo bakuninista aterriza en España, en el contexto de la Revolución de 1868. Con anterioridad Pi y Margall había traducido a Proudhon y el federalismo se había nutrido de estas dos canteras. El anarquismo adopta el ateísmo y transmite un inconfundible mensaje anticlerical, pero es imposible desvincular el anarquismo primitivo con un soterráneo fondo cristiano, hasta en sus formas de propagación recuerda el cristianismo primitivo. El hecho es que el anarquismo capta las simpatías y logra las adhesiones de una parte importante del pueblo pobre y el agitador anarquista releva a los curas de antaño que arengaban contra el liberalismo desde sus púlpitos. Cuenta el Barón de Laveleye (1854-1938) que, cuando vino el belga a Barcelona, los anarquistas celebraban sus reuniones en iglesias abandonadas de la Ciudad Condal: "desde el púlpito los oradores atacaban a todo...", denunciaban las maldades del mundo capitalista y de la clase burguesa egoísta y anunciaban un mundo nuevo, una versión secularizada de la "parusía". Sin el sustrato católico -de mentalidad católica- hubiera sido difícil que las masas se convirtieran a la nueva religión sin Dios del anarquismo; si el anarquismo no hubiera tenido ese asombroso parecido con el cristianismo, en su rechazo del liberalismo, tampoco hubiera granjeado grandes éxitos en la "catequización" de las masas campesinas y obreras españolas.
Si consideramos estos fenómenos arriba someramente planteados con la debida atención debiéramos extraer algunas conclusiones:
1. España es constitutivamente antiliberal, refractaria al liberalismo económico, político y social.
2. Lo fue en su contra-revolución, con los carlistas.
3. Lo siguió siendo en su "revolución anarquista".
4. El fundamento de ese antiliberalismo es el sustrato católico, operante expresamente en el carlismo y operante, aunque severamente amputado en el orden trascendente, en su anarquismo posterior.



EL CHOCOLATE

Origen e historia del chocolate



Entre la leyenda, la tradición oral indígena y los relatos de los conquistadores españoles ¿qué parte tienen lo imaginario y la realidad respecto al origen del chocolate?
            En un continente que ningún europeo puede ni siquiera imaginar se suceden desde hace dos, tres milenios, unas civilizaciones que se mezclan y se erigen, para desaparecer después. A principios del siglo XVI, existe una de estas civilizaciones desde hace apenas dos siglos. Su pueblo se llama así mismo “los Mexica o Azteca de Aztlán”, el punto de partida mítico de su migración. Al principio, pequeña tribu guerrera, mal instalada en la laguna de Texcoco, sobre la meseta central a 2.200 metros de altitud, los Aztecas edificaron poco a poco una magnífica capital, México-Tenochtitlán, y extendieron su dominación, de las estepas desérticas del norte a las tierras cálidas del sur, del Pacífico al mar del Caribe. Su tradición les hace herederos de las civilizaciones anteriores y muy especialmente de los habitantes de Tula, los toltecas.
            Quetzalcoátl, la serpiente emplumada, el rey sagrado de los toltecas, es el jardinero del Paraíso en el que vivían los primeros hombres. Les enseñó a cultivar el Cacahuaquahitl, el cacao. Les enseñó las artes, la agronomía y la medicina. Era el dios de la felicidad pacífica y jamás aceptaba sacrificios humanos “porque amaba mucho a sus súbditos y sólo ofrecía serpientes, pájaros y mariposas en sacrificio”.
            Luego llegó el día fatal en el que Quetzalcoátl es echado del Paraíso por Tezcatlipoca, el mago negro. La leyenda le describe alejándose de la costa en una extraña balsa de serpientes entrelazadas hacia el País Rojo de Tlapallán, “de donde sale el sol”.
            Desaparecido hacia levante, este buen Quetzalcoátl deja, sin embargo, sucesores. Se honra a Tlaloc, el dios de los labradores y de la lluvia. Ofrece a los que él escoge el paraíso de Tlalocán, país cálido y húmedo en el que crecen en abundancia los frutos y el cacao en los vergeles frondosos bajo la lluvia. Es, en apariencia, un dios de serenidad y bondad. No obstante, en la fiesta de la lluvia, además de los baños ceremoniales en la laguna, se ofrecen a Tlaloc niños a los que se ahoga.
            Dice la tradición que Hunahpú, tercer rey maya, desarrolla el cultivo del cacao. Los mayas eran un pueblo de agricultores y se cree que dominaban el cultivo y la producción del cacao. La última dinastía maya cobraba gravosos tributos en cacao a las últimas ciudades del reino en extinción, y que sus negociantes que navegaban y comerciaban en las costas de Yucatán utilizaban el haba de cacao como moneda corriente.
            No obstante, será por los aztecas por los que el cacao va a dejar la vaguedad de la leyenda para entrar en la realidad de la historia. En 1507, Moctezuma II, emperador de los aztecas, celebra la fiesta del Fuego Nuevo –la ligadura de los años-, el primer día de un nuevo siglo. En ese momento Europa entra en el Renacimiento. Francia está metida en las guerras de Italia, y España, reconquistando al fin su suelo a los moros expulsados de Granada, está sedienta de conquista. Empieza a mandar sus carabelas, sus misioneros, hacia tierras nuevas, recientemente descubiertas, las Bahamas, Tahití, Cuba.
            Ente 1492, primer viaje de Cristóbal Colón, y 1519, llega de Hernán Cortés, va a transcurrir un oco más de un cuarto de siglo, durante el que Moctezuma II, inconsciente del destino que le espera, a él y a su pueblo, prosigue la expansión de su imperio hasta las lejanas provincias de los trópicos. Su control se extiende sobre todas las regiones productoras de cacao: Tepaca, Orizaba, Tehuantepec y Soconusco, el país del mejor cacao. Por todas partes, cobra tributos en este producto. Las habas son a la vez una moneda y una bebida. La verdadera historia del chocolate está a punto de empezar.
            A decir verdad, habría podido principiar unos años antes de Cortés, si Cristóbal Colón hubiera sido más el hombre de los golpes felices de fortuna. Parte en 1502 de Cádiz para su cuarto y último viaje hacia las Indias. Después de una escala en la Martinica, Colón continúa su ruta hacia una tierra desconocida. En julio de 1502 llega a una isla llamada Guanaja por los indígenas y que él bautiza Isla de Pinos. Aborda su carabela una barca indígena con veinticinco remeros, y su jefe, ricamente engalanado con un manto bordado y un tocado de plumas, sube a bordo. Le sigue numerosos y preciosos presentes. También quiere comerciar, pues ofrece a Colón unas habas marrones como moneda de cambio.
            Con estas mismas habas, el jefe hace que sus servidores le preparen una curiosa bebida amarga y picante que ofrece a Colón y a sus compañeros. Unos europeos acaban de ver chocolate por primera vez y lo encontraron francamente malo.
            Se separan, los aztecas vuelven a partir hacia las riberas de Yucatán con algunas baratijas, y Colón navega de nuevo hacia el Viejo Mundo, enriquecido con algunas habas. No era la hora del chocolate y los europeos lo iban a desconocer durante un buen tiempo.
            En 1519, durante la semana santa, Cortés, con sus hombres acorazados, sus arcabuces desembarcan en México, en la costa de Tabasco, el año en que el regreso de la serpiente emplumada estaba previsto por los augures aztecas. Animado por un deseo ardiente de conquista, quema sus naves sin intención de regreso y se dispone a penetrar en el continente desconocido. En San Juan de Ulúa, encuentra a unos funcionarios aztecas. Pinotl, gobernador de la provincia de Cuetlaxtlan, acompañado de dos dignatarios. ¿Qué pueden pensar unos de otros, estos representantes de dos razas distintas, de dos civilizaciones que no tienen en absoluto ningún punto de contacto?
            Religiosidad y temor respetuoso para unos, y para los otros, deseo de ir a ver más lejos la riqueza que este país puede ocultar, evitando si es posible, los conflictos inmediatos: todo contribuye a facilitar la marcha de Cortés y sus hombres hacia Tenochtitlán y su emperador Moctezuma. Aunque preparado por las poblaciones, durante su penetración. Cortés a su llegada a México es acogido por Moctezuma.
            La ciudad es grande, bella y ordenada. Las calles anchas y rectas, con canales, están bordadas de bellos edificios con terrazas floridas. Se circula a la vez a pie y en barco, y una multitud de embarcaciones cubre la laguna. Los españoles, por último, vuelven su mirada hacia la gran plaza del mercado y contemplan a la multitud de gentes que compran y venden en él…, algunos soldados dijeron “que jamás habían visto un mercado tan bien organizado y ordenado, tan grande y tan lleno de multitud”.
            Por este mercado, Bernal Díaz del Castillo va a pasearse mucho y a descubrir todas las mercancías que afluyen a él de todos los rincones del imperio. También conoce las habas de cacao, a la vez mercancía, moneda y bebida. Los cacahueteros especializados en el comercio del cacao sólo vendían habas duras y seleccionadas. Su procedencia estaba cuidadosamente catalogada, pasando por ser las mejores del país de Xoconochco (Soconusco). El precio de estas habas cambiaba según su calidad y país de origen y servían de moneda para toda clase de transacciones: tantas habas por un esclavo, pero también por un pollo. Sirven, por último, para fabricar el tchocolatl, bebida por la que los aztecas sienten una pasión devoradora, pero reservada al emperador, a los nobles y a los guerreros.
            En el inmenso palacio de Moctezuma, compuesto por una serie de edificios unidos por patios interiores, los españoles asisten pasmados, a los festines de Moctezuma, Bernal Díaz del Castillo, dice: aislado detrás de un biombo –objeto desconocido para los conquistadores y que el cronista califica de “plancha pintada de oro”, el emperador, “sentado en un trono bajo, rico y mullido, ante una mesa cubierta con un algodón blanco, comía o, más bien, gusta de los centenares de platos que le ofrecían, así como cantidades de frutos deliciosos. La vajilla usada era la cerámica de Cholula, roja o negra. Mientras Moctezuma cenaba, la gente de su guardia que permanecía en la sala contigua debían tener cuidado con no hacer ningún alboroto. De vez en cuando le presentaban en copas de oro fino una bebida hecha de cacao, que decían que tenía una virtud para tener trato con mujeres. Traían alrededor de cincuenta jarras de buen “tchocolatl” con su espuma. Era la bebida de Moctezuma”. Cuando la cena había terminado, la guardia y la corte tenían, por fin, derecho a festejar, mientras se celebraba un espectáculo de danzas y canciones. Se consumían alrededor de “mil kilos de carne y más de dos mil jarras de cacao, tal como se hace entre los mejicanos”.
            En los primeros tiempos de la conquista, Cortés se interesaba medianamente por el cacao. Como moneda, no percibe enseguida su valor y, como bebida, ni él ni sus hombres se siente en lo más mínimos atraídos por ella. Además, a Cortés le falta dinero para asegurar las necesidades de su expedición y ve en estas habas un medio para procurarse el oro que tanto desea. Hace, pues, que Moctezuma le da la plantación real de Manialtepec, que se convierte así en la banca de la que puede sacar dinero en todo momento en forma de habas, y cuyo cambio puede él fijar para poderlas cambiar por oro. Mientras tanto, al ser el vino más bien escaso en las altiplanicies mejicanas, los soldados españoles se resignan a probar este cacao “para no estar siempre obligados a beber agua pura”, y “cuando se ha bebido, se puede viajar todo el día sin fatiga y sin tener necesidad de alimento”.
            Hay que decir que esta bebida, tal como era, no tenía nada para alegrar los paladares europeos, y el tchocolatl no se dejaba beber sin resistencia. En tiempos de los aztecas, se aseguraban una buena producción sacrificando a los dioses. Así, la siembra, la cosecha y la selección estaban rodeadas de todo un ceremonial religioso. Guerreros desnudos y emplumados danzaban para celebrar la madurez de las mazorcas de cacao y los sacerdotes oficiaban delante de las efigies de la diosa del alimento, Tonacatecutli, y de la diosa del agua, Chalchiuhtlicue, mientras se veía el tchocolatl.
            Rodeada también de ritos y ceremonias, la preparación de la bebida no era fácil. Las habas eran primero tostadas y luego trituradas para hacer una pasta que se mezclaba con agua. Esta mezcla se calentaba hasta que la manteca de cacao subía a la superficie. Se le quitaba la espuma y luego se volvía a mezclar, según ciertas proporciones, a la bebida, que se batía, por último, enérgicamente, para formar un líquido espumoso que se bebía fresco. A esta preparación de base se le añadían según los gustos, diferentes ingredientes como la guindilla, la pimienta, la vainilla, la bija y la harina de maíz. De esta forma, el tchocolatl era amargo y picante.
            Sin embargo, los conquistadores se instalan en el país y adoptan la costumbre no sólo de consumir los demás productos del país (tomates, pavos, maíz, tabaco, etc.) Por desgracia, las relaciones se deterioran más y más entre los aztecas y sus ocupantes. Unos oprimen a un pueblo cuyas riquezas quieren y cuya religión sanguinaria no pueden comprender en nada, y los otros ya no pueden soportar más las exigencias españolas y los quieren echar.
            Todo acaba en 1521 con la destrucción de Tenochtitlán. El joven Méjico, la colonia, está listo para desarrollarse. Poco a poco, el país se puebla de europeos que van a hacer fortuna. Toman conciencia de la riqueza que el cacao puede proporcionarles y desarrollan las plantaciones. Pero para que el tchocolatl adquiera sus cartas de nobleza y se convierta en la bebida favorita de los colonos españoles, es preciso que se agregue otro elemento: el azúcar.
            Desde el descubrimiento de América, los españoles habían plantado la caña de azúcar desde las Canarias a Santo Domingo y luego en Méjico. Bastaba con tener la idea de reunir azúcar, cacao y vainilla para tener por fin un tchocolatl agradable. Unas religiosas instaladas en Oaxaca, al predisponer la vida conventual a las investigaciones gastronómicas, ponen a punto recetas  deliciosas, agregando a veces, canela y anís. Se abren en Méjico establecimientos públicos, las “chocolaterías” a las que se iba a tomar el fresco al final del día, escuchando música indígena y degustando chocolate espumoso, caliente o frío. De Méjico, el chocolate se difunde por toda la América española. En Cuba, lo llaman “chocolate de regalo” y lo preparan con maíz molido. En Venezuela, es el chocolate “chorote” que se hace con azúcar moreno.

El chocolate seduce a España

            Los españoles que vuelven al país no pueden prescindir de su bebida favorita. Es el principio de la ruta del chocolate. Parte del golfo de Méjico, los barcos son impulsados por el viento chocolatero, y la brisa propicia la navegación durante la buena temporada. Se supone que el chocolate da sus primeros pasos en España en 1527 y su envío se regulariza a partir de mediados del siglo XVI. A su llegada a España, el chocolate se considera como un medicamento bueno para cuidar numerosas afecciones, en particular la “debilidad orgánica”, cuando no es tomado por un filtro mágico algo inquietante, hasta que sus cualidades alimenticias y reconstituyentes son simplemente reconocidas. Empiezan a encontrarlo cada vez más delicioso a medida que las recetas se refinan y se limitan a composiciones de azúcar y cacao, perfumadas con vainilla o canela.
España coge, entonces, pasión por el chocolate. Así, se ve a las sirvientas de las damas nobles llevarles chocolate a las iglesias para permitirles soportar la duración de los oficios, sosteniendo sus estómagos debilitados, lo que no es del todo del gusto de los obispos, que tronarán en las catedrales y amenazan con la excomunión. Eso incita a las damas a cambiar de lugar de oración, saliendo el chocolate, de ese modo, gran vencedor del caso.
En 1523, Pedro Martín de Anglería escribe al papa Clemente VII que es “una moneda acertada” pues no predispone a la avaricia, siendo también una bebida deliciosa y útil. En los conventos españoles, en particular entre los cistercienses, se empieza a fabricar y a consumir chocolate. En esa época, los ayunos eran rigurosos y los eclesiásticos veían en el chocolate el medio de atenuar los rigores de sus privaciones, mitigando el hambre. La iglesia estudia, entonces, una cuestión grave: ¿el chocolate es un alimento o una bebida? Como bebida no rompe el ayuno, como alimento está prohibido. Durante largo tiempo, los canonistas disputarán sobre ello.
En 1662, un cardenal goloso, Francesco María Brancaccio, hace un juicio salomónico: “Las bebidas no rompen el ayuno, pues el vino, siendo como es muy nutritivo, no lo rompe. Ocurre lo mismo con el chocolate, que nutre, no se puede negar, pero de ello no resulta en modo alguno que sea un alimento”. Y, concluye, Alert Franklin, en La Vie privée d´autrefois, “su opinión prevaleció y ello por la buena razón de que todo el mundo tenía interés en que triunfara”.
Unos años más tarde, en 1671, la marquesa de Sévigné, zanjaba su propio aso de conciencia, declarando: “lo tomé ayer para nutrirme y poder ayunar hasta la noche, me hizo los efectos que yo quería y he aquí en qué lo encuentro agradable, en que actúa según la intención”. Estas graves discusiones teológicas no impedirán que el chocolate atraviese las fronteras y se extienda por toda Europa.



El chocolate a la conquista de Europa

            Durante mucho tiempo, el chocolate sigue siendo una exclusividad española y un producto de lujo fuertemente gravado. Es, pues, una bebida para privilegiados, y no rebasa las fronteras del país. Luego, los españoles lo introducen en Flandes. Y el chocolate aparece más o menos simultáneamente en los diferentes países de Europa.
            Hacía 1606, un italiano, Antonio Carletti, que había residido largo tiempo en las Indias, introduce la fabricación del chocolate en Italia. El éxito es inmediato y los ciocolatieri es gente hábil que lo prepara de mil maneras apetitosas. Su arte es apreciado tanto en los cafés de Florencia y Venecia como en el extranjero, y los chocolateros italianos serán cada vez más solicitados por toda Europa.
            El chocolate llega a Alemania hacia1646, por un sabio de Nuremberg, Johan Georg Volckammer. Ha disfrutado del chocolate en Nápoles y lo lleva a su país. Reticentes al principio, los alemanes se entusiasman con él… y le atribuyen virtudes afrodisiacas.  Se pretende que en casa de los buenos burgueses, la taza de chocolate de la noche era de rigor… Pero el gobernó grava el producto. Y el chocolate siegue siendo un placer de privilegiados.
            Unos años más tarde, en 1657, los ingleses descubren el chocolate. Considerado al principio como una extravagancia y limitado a medios muy reducidos, su uso se desarrolla con bastante rapidez. Numerosas casas de degustación abren sus puertas. En 1674, un café londinense célebre, At the Coffee Mill and Tobacco Roll, hace degustar a sus numerosos parroquianos chocolate en pasteles y en budines a la Española. En 1746, se funda el célebre club, el Cacaotree, en el que se reúnen aficionados al chocolate que innovan e inventan: el agua del chocolate, lo único empleado hasta entonces, la substituyen por leche y agregan a veces huevos, alcohol y vino añejo, Oporto o Madera.
            En 1697, un burgomaestre de Zurich, Henri Escher, va a Bruselas, toma chocolate y le gusta… terriblemente. De regreso a su ciudad, lo da a probar a sus amigos a quienes también les gusta mucho, y así lo dan a probar a otros. Ninguno sospechaba la fortuna extraordinaria que iba a conocer este delicioso y agradable producto en su país. En 1755, last but not least, los americanos, entonces colonia inglesa, lo descubren al fin.
Francia y el chocolate
            El chocolate entra por la puerta grande. El 25 de octubre de 1615, Luís XIII se casa con una pequeña infanta española, Ana de Austria, hija de Felipe II. A ésta le encanta el chocolate, y lo transporta en su equipaje con todo lo necesario para prepararlo. Para granjearse su simpatía, los cortesanos adoptan esta nueva bebida… y le cogen gusto. El hermano de Richelieu, el cardenal de Lyon, es un ferviente adepto.
            Lo bebe a menudo “para modificar los vapores de su brazo y luchar contra la ira y el mal humor”. Mazarino hace ir de Italia a su propio chocolatero, que le prepara chocolate italiano, mejor, para él, que el chocolate a la francesa. Durante la Regencia, Felipe de Orleans se aficiona a él hasta el punto de que desayuna cada día una taza de chocolate e invita a sus cortesanos a esta ceremonia. Al salir de su habitación, va a beberlo a una gran habitación a la que van a saludarle; es lo que se llama “ser admitido al chocolate”.
            Este gusto por el chocolate gana a la corte. Las fábricas de porcelana y los orfebres comienzan a fabricar juegos para chocolate, y las damas parlotean en los salones, con su taza de chocolate en la mano. En 1661, Luís XIV se casa con María Teresa de Austria. De ella se dice que tiene dos pasiones: el rey y el chocolate. Desde 1659, el Gran Rey, consciente de las ganancias que el chocolate podía proporcionarle, había concedido a David Chaillou, por real despacho y por veintinueve años, el privilegio exclusivo de “vender y suministrar cierta composición que se llama chocolate… ya sea líquido, en astillas o bocaditos o de cualquier otro modo que se quiera”.
            El primer chocolatero francés abre, pues, tienda en la calle de Arbre-Sec y la moda del chocolate empieza a extenderse por la ciudad, pero sigue estando limitada a la capital y a la corte. Todavía no llega a la provincia e incluso sufre una especie de descrédito en la corte del que se hace eco Mme. De Sévigné: “El chocolate ya no es conmigo como solía… me ha gustado el chocolate, como sabéis, pero parece que me ha consumido, y, además, he oído hablar realmente mal de él…” Nada, sin embargo, puede detener la expansión del chocolate, tanto más cuanto que los franceses, pueden, en lo sucesivo, procurarse directamente el cacao, gracias al almirante d´Estrées, que lo trae, en 1679, de la Martinica.
            Hacia 1682, la influencia de Mme. De Maintenon era grande y el rey ya no podía negarle nada. Por eso, el chocolate se sirve en las colaciones ofrecidas en Versalles por Luís XIV, los días de diversiones. ¿Cómo lo degustaba? Durante el siglo XVII se enfrentan dos escuelas: el chocolate a la española, espeso, en el que se mojaba pan y pasteles; el chocolate a la francesa con agua, batido espumoso y bebido rápidamente. Cada uno tenía sus aficionados. Era servido en chocolateras y estos preciosos objetos eran muy apreciados. Leemos en el Mercure galant de julio de 1689 que el duque de Orleans organizó una rifa y que Mme. De Méré ganó “una chocolatera de plata, una de porcelana, siete barras de chocolate y una caja de té”.
            Los reinados pasan, el chocolate permanece y bajo el reinado de Luís XV está completamente de moda, ero en formas diferentes. El siglo XVIII adora los objetos bonitos y se apasiona por la bombonera que se saca del bolsillo y que se admira. De ahí a llenarlas de golosinas de chocolate… la decisión se toma con rapidez. En forma de pastillas muy perfumadas con aromas diversos, el chocolate se regala, se chupa, se roe, se cuscurrea… María Antonieta hace otro tanto, pero prefiere sabores más simples de chocolate, azúcar y vainilla. Su chocolatero le fabrica lo que ella llama su “chocolate de salud”, no muy lejos, en definitiva, de nuestro gusto actual.
            Mientras tanto, el comercio del chocolate se extendía en París. Durante mucho tiempo, los chocolates españoles y portugueses serán los más buscados, pero fines del siglo XVII se va a preferir el de París. En 1692, los comerciantes afamados por su buen chocolate son, en primer lugar, David Chailou, todavía instalado en la misma calle, luego el señor Rere, en la plaza Dauphine y el señor Renaud cuyo hijo y sucesor hace que todo París ensalce su chocolate.
            Por fin, en 1776, un tal Roussel tiene la idea de estampillar su chocolate e inserta una propaganda en el Mercure de France: “El señor Roussel, comerciante en ultramarinos en la abadía de Saint-Germain-des-Près… al considerar que el empleo del chocolate se hace ordinario, tanto para la salud como para el placer, seguro de la calidad de su fábrica por los testimonios de varias personas distinguidas y de gusto…, hace saber al público que como ciudadano que quiere ser útil a sus compatriotas, y para evitar cualquier sorpresa, hace poner sobre cada pastilla de chocolate que sale de su fábrica el sello de su nombre y su vivienda”. Todas estas producciones seguían siendo artesanales y el chocolate, desde las habas hasta el producto terminado, se hacía a mano. Después, en 1777, en Barcelona, el señor Fernández, toma el título de “fabricante de chocolate de Mme. La Dauphine y de los príncipes y señores de la corte” y fabrica mecánicamente el chocolate por vez primera.
            Se abandona definitivamente el periodo artesanal, que se había extendido desde principios del siglo XVI hasta finales del XVIII. La Revolución francesa y las conmociones políticas de finales de este siglo, frenan un momento el desarrollo industrial del chocolate. Pero, a principios del siglo siguiente, al mismo tiempo que se desarrolla el cultivo del cacao en el mundo, la industria del chocolate se mecaniza y organiza casi a la vez en diferentes países.
            En Suiza, François Louis Cailler, de regreso de un aprendizaje de maestro chocolatero en Turín, instala en un molino cerca de Vevey, en 1819, la primera fábrica de chocolate. Al mismo tiempo se ponía a punto en Barcelona un triple molino creado por el conde de Lasterye. En 1815, la fábrica Van Houten y Booker comienza a funcionar en Amsterdam. En 1824, en Francia, Antoine Brutus Menier funda en Moisiel-sur-Marne la primera chocolatería construida a escala mundial. Los suizos, golosos, continúan sus investigaciones y Daniel Peter descubre el chocolate con leche en 1875. Gracias al nuevo método de condensación de la leche puesto a punto por Henri Nestlé, la fábrica Peter puede producir, en 1905, un chocolate con leche según una recta de la sociedad Henri Nestlé.
            El chocolate se ha convertido en el producto elaborado de una industria perfeccionada que se desarrolla a través del mundo entero, para placer de todos nosotros y muy lejos de la amarga bebida de Quezatcóatl.

Botánica y recolección
Las variedades del cacao




Theobroma Cacao L.: éste es el nombre exacto y científico del cacao. Theobroma, en griego, bebida de los dioses, cacao, del azteca cacahuatl, y L. de Carlos Lineo, el naturalista sueco que lo clasificó. El Theobroma Cacao L. comprende tres grupos:

            El criollo: es el genuino, el que los españoles bautizaron al llegar a Méjico. Todavía se cultiva en América Central: Venezuela y Colombia, y ya no se cultiva en absoluto en Méjico. La mazorca es alargada. Las habas redondas y claras proporcionan un cacao de gran calidad, de escaso contenido en tanino, reservado para la fabricación de los chocolates finos. El árbol es, desgraciadamente, frágil y de escaso rendimiento.
            El forastero: es originario de la alta Amazonia. Las mazorcas son redondeadas, las habas son planas y proporcionan el cacao corriente, de tanino más elevado. Es el más cultivado. A este grupo pertenecen los cacaos africanos de producción muy importante.
            El trinitario: sería un cruce de los dos; reúne los caracteres de ambos grupos y da un cacao cuyas cualidades son comparables a las del forastero.

Botánica

            Se podría pensar que este don de los dioses crece como una ortiga y dispensa a los hombres sus beneficios tomándose éstos solamente el trabajo de recoger sus frutos, como eso ocurría, parece, en el paraíso terrenal. Naturalmente, no se trata de eso, y este chocolate que nos gusta tanto comer es, en resumen, fruto del azar en cuanto a su reproducción y de la imaginación humana en cuanto a su fabricación.
            En primer lugar, el cacao sólo acepta crecer a unos 600 metros de altura, y sólo en el centro de ésta faja que rodea el globo entre el paralelo 22, con Cuba al norte, y el paralelo 21, con La Reunión al sur, zona en la que se desarrollan tantos productos, como el café, la caña de azúcar, la vainilla. Le gusta, pues, el calor y la humedad, pero no el calor excesivo. No se siente feliz más que en las sombras de la gran selva tropical. Así, pues, el que quiera hacer una plantación debe, primero, plantar árboles bajo los cuales los árboles pequeños de entre 4 y 6 metros de altura estén al abrigo.
            Árbol original que produce a la vez hojas, flores y frutos, el cacao echa hojas varias veces al año, pero está sin cesar en floración. No por eso, sin embargo, es de gran fertilidad. Las flores, pequeñas, rosáceas o blancas, sin perfume, salen directamente del tronco o en las ramas gruesas. Su vida es de corta duración, 48 horas, y son a la vez macho y hembra. La transmisión del polen espeso no puede hacerse más que por moscas pequeñas, al no atraer a otros transmisores la ausencia del polen y néctar. En 12 meses, un solo árbol puede producir de 50 a 100 mil, pero la dificultad de polinización hace que una flor de cada 500, como medida, desarrolle un fruto.

Se le llama mazorca: tiene en cierto modo la forma de un membrillo y puede medir de 15 a 30 cm de largo por 7 a 10 de ancho y sale del tronco del árbol y de las ramas gruesas como las flores de las que ha nacido. Su color es distinto según las especies y varía al llegar a la madurez: un fruto verde de joven se vuelve amarillo, mientras que una mazorca rojo-violeta evoluciona hacia el naranja. Esta mazorca es dura, y contiene unas 40 habas alineadas en una pulpa azucarada de la que se nutren. Estas habas tienen  la constitución de nuestras judías: dos partes y un germen rodeados de una envoltura rica en tanino. Como media, 20 mazorcas frescas proporcionan 1 kg de habas secas y se considera como un rendimiento óptimo de 1 tonelada a 1.5 toneladas por hectárea y año.
            Un árbol vive durante unos cuarenta años. Todo ese tiempo, la plantación será objeto de cuidados regulares, tanto para evitar la agresión del sol y disponer bien las sombras como para proteger a los cacaos de todos los insectos, parásitos y enfermedades que pueden atacarlos.

Recolección

            En los países de lluvia abundante y estación seca y poco acentuada, se pueden recoger las mazorcas todo el año. Pero cuando hay estación seca y estación de lluvias en las regiones productoras, se hacen dos cosechas.
            La mazorca está madura de unos cuatro a seis meses después de la fecundación de la flor. La madurez se juzga por una parte por el cambio de color de las mazorcas: las mazorcas verdes cambian a amarillo y las rojas a naranja, y producen un sonido apagado cuando se las golpea ligeramente: si se agitan, se oyen las habas chocar unas con otras.
            La cosecha es difícil y requiere la mano hábil de un especialista. Hay que seccionar, en efecto, el tallo del fruto con muchas precauciones y un cuchillo muy afilado para no dañar las yemas dormidas, promesas de flores y luego de frutos. Las mazorcas se parten después en sentido longitudinal para extraer de ellas las habas. Es también una operación delicada que requiere precisión, pues se trata de partir de un golpe el duro envoltorio del fruto sin estropear las habas. Este “desmazorcado” se hace a mano y requiere una mano de obra abundante. Se empiezan a utilizar desmazorcadas mecánicas.



Pinturas aztecas y mixtecas representan a los primeros pobladores de América bebiendo el brebaje hecho de semillas de cacao, que cultivaban, mezcladas con harina de maíz, especias, plantas aromáticas y agua.


Cuando se han extraído todas las habas, éstas van a sufrir un primer tratamiento, la fermentación, que tiene como finalidad el quitar del haba su pulpa viscosa y hacer que se hinche. Dos métodos: en las pequeñas plantaciones se cubren unos cañizos con una cama de hojas agujereadas para dejar pasar el agua de sudación, se colocan las habas sobre ellos y éstas se recubren a su vez. En las grandes plantaciones se ponen las habas en tinas de madera o de cemento que tienen una abertura en la parte superior y una salida de agua en la parte inferior.
            Esta fermentación reduce la astringencia y el amargor del grano, y desarrolla los que los plantadores llaman los “precursores” del aroma. La observación del estado de hinchamiento de las habas, del olor que desprenden, o del bello color marrón de los granos decide el momento en que se detiene la fermentación. Es, al fin, el momento en que el haba huele a cacao, y en el que se comienza a creer en la existencia futura de un producto llamado chocolate. Se detiene entonces la fermentación poniendo las habas a secar al sol sobre eras de cemento durante unas dos semanas. Se agitan regularmente para asegurar un secado homogéneo. En América, en ciertas regiones, se practica todavía la danza del cacao: los indígenas recorren la era de secado arrastrando los pies y cantando melopeas ritmadas. Se eliminan así las partículas de las habas, que adquieren un bruñido característico.
            La aventura de las habas ha terminado en sus lugares de origen. Puestas en sacos, cargadas en barcos, van a partir a través de los océanos para que se lleve a cabo las últimas metamorfosis.

Fabricación del chocolate

            Y un día, estas habas se convertirán en cacao y chocolate.

Control de Calidad
            A su llegada, las habas son controladas en cuanto a calidad siguiendo un proceso muy severo. Los cargamentos de habas de cacao no deben, particularmente, presentar olor o sabor extraños, deben estar desprovistas de todo cuerpo extraño, no superar una proporción de agua normal y no contener más de un determinado porcentaje de habas defectuosas.
Limpieza de las habas
            Un poco sucias, mezcladas con polvo y residuos variados, las habas pasan por un tamiz oscilante y un sistema desempolvador-desempedrador, que las liberará de toda impureza.
La Torrefacción
            Como el café, el cacao no despliega la plenitud de sus perfumes y no adquiere su color marrón de cacao más que una vez tostado. Es una operación delicada. Los cacaos “finos” requieren una torrefacción menos fuerte que los cacaos “ordinarios”, con variaciones, además, en función de la calidad de los chocolates o de los polvos que hay que obtener.
            La torrefacción se hacía antaño en grandes esferas giratorias durante un tiempo y a unas temperaturas dadas. Las cosas no han cambiado tanto hoy, sólo que se utilizan cada vez más torrefactores continuos. Las habas de cacao son tostadas con mucha lentitud de 25 a 50 minutos, variando su temperatura, según las calidades, de 110° a 150°. Al final de la operación es cuando interviene el olfato del especialista: es él el que determina el momento breve y preciso del desarrollo óptimo del carácter cacao en el que, habiéndose sacado la humedad, las habas se carbonizarían si no se detuviera muy deprisa la torrefacción para enfriarlas inmediatamente por ventilación.

La Trituración

            Después de su enfriamiento, las habas, cuyas cáscaras han comenzado a explotar por el efecto de la torrefacción, se llevan a una máquina de triturar y limpiar. Allí, se muelen las habas de cacao y se separan de los pedazos de “almendra” del haba, lo máximo posible, los fragmentos de piel y los gérmenes.


La Molienda



Las habas trituradas pasan a través de una batería de molinos. Por efecto de la trituración, el tejido celular de las habas, que contiene d un 50 a un 60% de manteca de cacao se desgarra liberando en gran parte esta manteca, que se licúa por el calor del frotamiento.

            De sólido, las habas se transforman en una masa líquida: la pasta de cacao, suspensión de substancias con cacao, en manteca de cacao. La pasta de cacao obtenida así tomará dos caminos diferentes según se quiera obtener cacao en polvo o chocolate.

El cacao en polvo

            El cacao tiene un contenido relativamente bajo en materia grasa, comprendido en general entre el 8  y el 22 % y se presenta en estado de polvo ultrafino. Cuatros fases para llegar ahí:
Primero, la solubilización (ya practicada por los aztecas) que consiste en alcalinizar la pasta.
            Después, se tritura muy finamente a través de una batería de molinos de muelas, cilindros o bolas.
            Luego, la pasta de cacao, después de la homogeneización y calentamiento a unos 100°, es propulsada en prensas hidráulicas. Se extrae así una cantidad de manteca de cacao que será filtrada y molida en panes. Es un producto precioso que se utilizará en la preparación del chocolate. La pasta de cacao, desprovista de una parte controlada de su manteca de cacao, se presenta en forma de “pan” sólido, llamado hogaza que tendrá un contenido del 8 al 22% de manteca de cacao.
            Por fin la hogaza es triturada y pulverizada en molinos, para restituir la finura de la pura pasta original, y, por último, es tamizada. El polvo fino obtenido así es sometido a una ventilación de aire acondicionado para que conserve su ligereza y su bello color. Es el cacao el polvo tal como lo encontramos en los comercios. Los polvos a base de cacao se distinguen por sus denominaciones, representativas de la naturaleza de sus componentes y de sus porcentajes. Recordemos brevemente la legislación en la materia:




(1)    Los polvos de cacao
Se trata de productos amargos, no azucarados.
El cacao en polvo o cacao: constituido únicamente de hogaza de cacao transformada en polvo y conteniendo al menos un 20% de manteca de cacao.
El cacao desgrasado en polvo o cacao desgrasado: cacao cuyo contenido mínimo en manteca de cacao es de un 8%.
(2)    Los diferentes cacaos azucarados en polvo o chocolates
El cacao azucarado o chocolate en polvo: es una mezcla de cacao en polvo y azúcar con un mínimo de 32% de cacao en polvo.
El cacao familiar azucarado o chocolate familiar azucarado en polvo: mezcla de cacao en polvo y sacarosa con al menos un 25% de cacao en polvo.
El cacao desgrasado azucarado en polvo: mezcla de cacao desgrasado en polvo y sacarosa con un mínimo de un 32% de cacao desgrasado en polvo.
El cacao familiar desgrasado azucarado en polvo: mezcla de cacao desgrasado y sacarosa con al menos un 25% de cacao desgrasado en polvo.
(3)    Las preparaciones para bebidas a base de productos con cacao.
Son polvos que sirven para preparar desayunos según porcentajes en azúcar y cacao distintos a los anteriormente citados, con adición o no de otros ingredientes.






El Chocolate

            La pasta de cacao va a sufrir una serie de operaciones para convertirse en chocolate. El chocolate es una mezcla de pasta de cacao no desgrasada, manteca de cacao, azúcar y, según las variedades que se desee obtener, leche e ingredientes diversos, como avellanas, almendras, etc., excluyendo cualquier harina. Se puede precisar, por encima, que es el azúcar n menos o mayor cantidad el que hace que el chocolate sea amargo o dulce. Es la manteca de cacao añadida la que hace que se parta bien y tenga un crujido agradable. Es la leche la que aporta suavidad, dulzura y más valor nutritivo.
            La composición, una vez terminada, es malaxada y amasada en un mezclador para hacer de ella una mezcla homogénea. Se obtiene una masa de cierta fluidez. En este punto, ya es agradable al paladar pero granulosa. Se refinará, pues, pasándola por decirlo así por el tamiz, en trituradoras-refinadoras de varios cilindros, cada vez más apretados y girando más deprisa, de donde saldrá en estado de delgada película sólida.
            Podríamos, entonces, imaginarnos que por fin se tiene chocolate. Nada de eso. Es durante la operación siguiente, el conchado, considerada como la más importante, la que dará al chocolate toda su finura y su untuosidad, cuando el chocolate alcanzará la forma definitiva deseada por el fabricante.



El Conchado


            Es una especie de amasado suplementario en una especie de artesas específicas que, antaño, tenían forma de concha y de ahí su nombre. La pasta es batida, estirada en un lento movimiento de vaivén en la artesa por unos rodillos durante un periodo y a temperaturas que varían según el producto que se quiera obtener, en todo caso unas horas, y a menudo varios días. Se añade manteca de cacao para aumentar la fluidez y la untuosidad de la pasta y substancias aromáticas para dar el gusto definitivo deseado.
El Templado

            Durante todas las operaciones que el producto ha sufrido antes de convertirse en chocolate, ha sido sin cesar mantenido, para ser bien trabajado, a una temperatura superior al punto de fusión de la manteca de cacao, luego en forma líquida. Habrá que llevarlo de nuevo a una temperatura en la que la manteca de cacao se cristalice en una masa fina y homogénea, compuesta de cristales bien específicos, cosa que evita al chocolate el tener un aspecto grasoso o blanquecino y le permite, al fin, ser brillante, untuosos y estable. Esta cristalización dirigida, operación previa al moldeado del chocolate, se obtiene por enfriamiento de la pasta de chocolate, luego recalentamiento d 2 a 29° para el chocolate con leche, y de 29 a 30° para el chocolate negro.


El Moldeado

            Es la fase terminal; para nuestro placer y necesidades, el chocolate será moldeado y acondicionado en su forma definitiva.

LAS VARIEDADES DE CHOCOLATES

Chocolate en tabletas
            Se distinguen cuatro modalidades de chocolate en tabletas: el chocolate, el chocolate con leche, el chocolate blanco y el chocolate relleno. Las modalidades “chocolate” y “chocolate con leche” están en función del contenido mínimo creciente en componentes de cacao, en 3 variedades de denominación: chocolate familiar, chocolate y chocolate con calificativo de superioridad.
            El aumento de la proporción de cacao en un chocolate tiene como corolario una reducción de su contenido en azúcar, con un aumento casi siempre del porcentaje de manteca de cacao. Ya sean visto que cuanto más elevado es el contenido del cacao, más amargo es un chocolate. Cuanto más azúcar contiene, menos amargo es. Cuanta más manteca de cacao contiene, más blando y untusoso es; cuanto menos contiene, más quebradizo es.
            El consumidor podrá, pues, distinguir por la denominación de la tableta y por la mención obligatoria del contenido del cacao, el carácter del producto presentado:
El chocolate familiar: contenido mínimo d cacao de 30%.
El chocolate: contenido mínimo de cacao del 35%.
El chocolate con calificativo de superioridad (chocolate “superior”, “superfino”…): contenido mínimo de cacao del 43%.
            Para nuestro gusto, un chocolate amargo, para ser bueno, debe de contener más del 50% de cacao.

Chocolates de cobertura
Se distinguen dos clases de cobertura:
·         Chocolate de cobertura
·         Chocolate de cobertura con leche.
Son utilizados, sobre todo, por los profesionales para confeccionar los chocolates de confitería o los moldes de los motivos (huevos de Pascua, peces, etc.). Contienen, , en el caso del “chocolate de cobertura” al menos un 31% de manteca de cacao, un 2.5% de cacao y un 16% mínimo si lleva la mención “color oscuro”.


La primera fábrica al vapor de chocolate instalada en Madrid ha cumplido 150 años. La Compañía Colonial dedicada al sector del cacao fue fundada por Jaime Méric a mediados del S.XIX y ha ido cambiado de dueños y nombres. Pero, sigue en funcionamiento en la localidad de Pinto bajo la marca mercantil de Eureka.


Las virtudes del chocolate

            El chocolate nunca ha dejado de ser indiferente. Ha provocado discusiones apasionadas y una literatura abundante.



Durante los siglos XVII y XVIII, se va a hablar enormemente de sus virtudes terapéuticas y nutritivas, sin insistir verdaderamente en el placer exquisito que proporciona. En suma, una aptitud que podría resumirse así: es muy bueno para mi salud, es perfecto para reconstituir mis débiles fuerzas pero, qué suerte, es delicioso, y, entonces, hago bien en beber mucho.
Ya al principio de la historia del chocolate, Bernal Díaz del Castillo, historiador de la conquista, describe: “Cuando se ha bebido este líquido, se puede viajar todo el día sin fatiga y sin tener necesidad de alimento”. A su llegada a España, se advierten pronto sus virtudes reconfortantes y se considera al principio como el medicamento de los débiles y raquíticos.






Antonio Colmenero escribe un tratado donde se encuentran recetas complicadas cuyas fórmulas cambian según la naturaleza de la enfermedad que hay que combatir. Luego, se dice que el chocolate es conveniente, sobre todo, para los hombres de estudios y, así, para los eclesiásticos, que ven aquí, rápidamente, un medio agradable de soportar los largos ayunos de cuaresma. Y las buenas damas que siguen piadosamente los oficios no tardan en pensar que una buena taza de chocolate rompería agradablemente la duración de éstos, dándoles fuerzas… Poco a poco, todos los pretextos son buenos, durante el XVIII español, para atracarse de chocolate.
En Francia, esta bebida de reina sorprende al principio y gusta después, empiezan a beber mucho, pero se insiste sobre todo en sus virtudes terapéuticas. En 1684, el bachiller Foucault escribe una tesis sobre el chocolate y hace un elogio de él. Théophile Dufour, en la misma época, declara que presta grandes servicios a las personas “que tienen el estómago debilitado”; es muy nutritivo, “lo es tanto, que no hay caldo de carne que sostenga tanto tiempo, ni con más fuerza. Muchas personas que tenían, por la salud,  que beberlo a menudo, pasaron varios días contentándose con tomar tres tazas al día sin otro alimento y no se encontraron mal por ello”. Un tal Dr. Blégny celebra los méritos del chocolate preparado por él “para que a los que les guste el chocolate y tengan la desgracia de encontrarse aquejados de la más universal de las enfermedades galantes, puedan encontrar en él alivios necesarios para su consuelo”.
En 1712, para el Dr. Hecquet, , el chocolate no es una bebida sino más bien un caldo o consomé “de tan nutritivo que es y de tan lleno de jugo como está, capaz de sostener a las personas más robustas”, y Nicolás Audry, colega de Hecquet, asegura que cura la tisis. En 1720, el padre Labat, gran viajero que había residido en La Martinica, nos hace saber que en estos lugares “se utiliza el chocolat para hacer pequeñas tabletas, pastillas a las que llaman diabolines, y una especie de mermelada sobre la que se ponen piñones confitados. Sería deseable que el uso de este excelente alimento se estableciera en Francia”.
En Holanda, el Dr. Stéphani Blancardi se entrega, en 1705, a un verdadero concierto de alabanzas, que señala, con precisión, los placeres de la deliciosa bebida: “El chocolate no es sólo agradable al paladar, sino que también es un verdadero bálsamo para la boca, que mantiene en buena salud a glándulas y mucosas. Por eso los que beben chocolate tienen un aliento tan dulce”.
Por último, en el siglo XIX, Brillant-Savarin, en su Fisiología del gusto, era normal que hablase del chocolate: “El chocolate es un alimento tan saludable como agradable, es muy conveniente a las personas que se entregan a un gran esfuerzo mental, es conveniente para los estómagos más débiles”.

BIBLIOGRAFÍA

Brillant-Savarin, J.A., Fisiología del Gusto, Prólogo de Ernesto Luján, Barcelona, Ediciones B, S.A., 2001.
Martine, Jolly, El Libro del amante del chocolate, una pasión devoradora, traduc. De Victoria Argimón, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, Editor, 1985 (El Cuerno de la Abundancia, serie mayor).


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