miércoles, 30 de septiembre de 2020

 

¿EXISTIÓ UN PODER NAVAL HISPÁNICO?

La reciente historiografía sobre la marina en tiempos

de los Habsburgo (1516-1659)

Introducción

LA historiografía militar sobre el ejército de la Monarquía Hispánica ha sido, sin duda, muy extensa y prolífica, sobre todo en los últimos años. Un aspecto de la historiografía de corte militar es que en contadas ocasiones ha tratado sobre la Marina de guerra que, en definitiva, fue cobrando su importancia con el devenir de los tiempos y, por esto mismo, configurándose como una pieza más del poder militar hasta lograr su reconocimiento.

El objetivo que aquí se busca es rastrear en historiadores que han dedicado obras a la temática para encontrar signos de un poder naval hispánico que se ha infravalorado y, a la vez, considerado como hegemónico. Se pretende dar una visión del desarrollo de una marina de guerra que se ha considerado desde distintas perspectivas como, por ejemplo, el caso de la Armada Invencible. No se pretende hacer una valoración de los éxitos y fracasos, sino de la logística que se empleó en la formación de la marina en una de las potencias de la Europa Moderna. A su vez se pretende ver el desarrollo de esta logística, aunque de modo muy puntual, en otras potencias de la época, como Inglaterra y las Provincias Unidas, viendo así mejor los distintos caminos tomados y hacia dónde condujeron.

Por último, se argumentan determinadas hipótesis sobre el poder naval hispánico, empezando con la de si verdaderamente existió o no en la época a que nos referimos.

Carlos I

El César heredó de sus abuelos maternos, además de territorios aliados y rivales, una determinada política naval centrada en el Mediterráneo. En este escenario, el Imperio otomano representaba una amenaza para la Cristiandad y en concreto para Carlos una amenaza a sus dominios imperiales y a los de la Corona de Aragón. Bajo el auge de Solimán I el Magnífico (para la historiografía turca Solimán II el Legislador), el Imperio otomano expandió sus territorios debido a sus conquistas. Sirviéndose de los corsarios berberiscos (entre otros, los hermanos Barbarroja) Solimán maniobró para adueñarse del Mediterráneo occidental. La conquista de Túnez en 1534 por mano de Barbarroja, marcó el punto más álgido del peligro y se revitalizaron las demandas de actuación contra los infieles por parte de Castilla, existentes ya en 1519, el mismo año en que estando el César en Barcelona vio los efectos de una incursión berberisca. Tras sus éxitos en el Mediterráneo, Barbarroja no era ya un simple corsario protegido por Solimán, sino el almirante de la flota turca y cabecilla de los corsarios berberiscos.

La presión de Castilla no tuvo que ser muy intensa puesto que el mismo Carlos necesitaba asegurar su patrimonio marítimo y, además, creía en que la empresa era encomendada por Dios. Un miembro de las Cortes de Castilla dejó constancia del proyecto del César:

                Su Majestad ha determinado de hacer una armada gruesa de muchas galeras (...) de manera que sea tan poderosa o más que la de los enemigos, y con ayuda de Nuestro Señor, romperla y desacerla, o echarla de los mares de sus reinos y de la Cristiandad. (...) de manera que son por todas las galeras que aquí se hallan 74, y habrá otras 30 galeotas, bergantines y fustas de remos, y los navíos serán cerca de 300, con las carabelas, galeones y naos del serenísimo rey de Portugal, nuestro hermano, entre los cuales hay 10 o 12 galeones muy bien armados y artillados.

Carlos consiguió arrebatarle Túnez a Barbarroja en 1535, pero sus aspiraciones no se vieron reflejadas en la realidad de la empresa, en la que se debe atribuir parte del éxito a la ayuda de la Monarquía portuguesa, un hecho que con frecuencia escapa de los juicios sobre la toma de Túnez, acontecimiento que se ha tendido a castellanizar.

A pesar de lo que el César pretendiera tras su victoria naval en Túnez, las palabras del historiador Fernand Braudel anuncian un hecho paralelo y no menos importante:

                Desde 1534 a 1540 y 1545, una dramática lucha invirtió la situación en el Mediterráneo: los turcos aliados a los corsarios berberiscos, mandados por el más ilustre de todos, Barbarroja, consiguieron adueñarse de casi todo el Mediterráneo (...); esto fue un enorme acontecimiento.

La extraordinaria recuperación del poder naval turco-berberisco llevó al Papa, Venecia, Génova y a Carlos a unir sus fuerzas en 1538 para proteger sus respectivos intereses hacia un enemigo común. Esta primera Liga Santa no sirvió de mucho, excepto para demostrar la incompatibilidad de los aliados para organizarse, defenderse y hacer un frente común. Tras el desastre de Prevesa, en la fecha de 1541, el César tomó la iniciativa atacando la plaza de Argel, hecho que constituyó uno de los más sonados fracasos de su trayectoria. A partir de este momento los turcos se adueñaron por completo del Mediterráneo occidental: una tras otra las plazas fuertes de la Cristiandad fueron cayendo bajo su ímpetu. La toma de Djerba y los fracasos repetidos en los contraataques hispanos marcaron tanto el punto culminante de la hegemonía turca como el fracaso de la Monarquía Hispánica. La reacción que desde círculos castellanos se esperaba ya no tuvo lugar. Las palabras del propio César pusieron de relieve este hecho: Llegados aquí (...) por no aventurar todo lo que por clemencia Nuestra Señora ha quedado, se ha resuelto, dexando por agora la empresa para otro tiempo que, con su ayuda, se podrá más convenientemente hacer.

Carlos atribuyó el fracaso, algo que también hicieron sus sucesores, a la voluntad divina; sin embargo, nunca prestaron atención a las voces de los expertos. Harían falta muchos años para que la percepción del poder naval llegara a la política de Castilla que, en definitiva, era la de la Monarquía Hispánica.

Felipe II, el Mediterráneo y el Atlántico

El historiador Geoffrey Parker en su obra Felipe II equipara unos versos de Shakespeare (pertenecientes a Julio César) a la figura del Rey Prudente:

Pues, hombre, recorre el estrecho mundo

como un Coloso, y nosotros miserables

pasamos bajo sus enormes piernas...

Los mismos versos son aplicables al tan mencionado poder naval hispánico. En el tema naval, el peor enemigo de la Monarquía Hispánica fue la propia Monarquía Hispánica, concretamente Castilla y los particulares intereses de su política. La puesta en escena en el ambiente naval que se dio en otros estados de la época, en el caso de la Monarquía Hispánica fue relegada a un lugar muy secundario y siempre en función de los intereses de Castilla, ignorando en ocasiones las necesidades de los demás reinos que formaban la monarquía.

El gobierno de ésta recaía tanto en la figura de un rey que por las exigencias y deseos de Castilla (y por su gusto) se fue castellanizando, como en su círculo de consejeros, formado en su mayor parte por castellanos, que veían con malos ojos a los que no lo eran aunque formaran parte de otros reinos hispánicos. Estos consejeros castellanos tenían, mayoritariamente, unos claros intereses terrestres; además, pesaba en ellos la tradicional cultura militar castellana, enfocada por entero al ejército terrestre. Frente a esto, los intereses de quienes gobernaban en estados rivales, como Inglaterra o las Provincias Unidas, giraban en torno a una clase burguesa con evidentes motivaciones comerciales. Es por ello que en estos estados hubiera una clara apuesta por el poder naval, que se tradujera no únicamente en la creación de astilleros y arsenales, sino también en crear academias para la formación de marinos de guerra, tanto marinería llana como oficiales entrenados.

En los primeros años de su reinado, de hecho hasta el inicio de la revuelta holandesa, Felipe II intentó llevar a cabo los frustrados planes de su padre respecto a la política en el Mediterráneo. A diferencia de Carlos, Felipe II se preocupó de realizar una política de reconstrucción naval, lo cual constituía algo elemental para poder enfrentarse al Imperio otomano por el dominio de las aguas. La década de 1560 fue testimonio, entre otros acontecimientos, de las pugnas hispano-turcas. El fin del período de Solimán I benefició la tarea de Felipe, puesto que los turcos debían prestar atención a sus disputas con Persia y por ello abandonaron un tanto el Mediterráneo.

El primer gran éxito hispánico, tras una larga sequía, se dio en 1565, cuando en el asedio de Malta los turcos salieron derrotados; cabe añadir que, además de por la defensa en sí, por las epidemias que les afectaron diezmando sus efectivos. Sin embargo, eliminado momentáneamente el peligro turco, quedaba la amenaza berberisca. La revuelta de las Alpujarras (1568-1571) creó en la Monarquía cierta paranoia por la que se creía una conjura en la que tomaban parte los sublevados moriscos y los berberiscos bajo la dirección del Imperio otomano. Las maniobras a nivel internacional del Rey Prudente consiguieron como fruto la creación de una nueva Liga Santa en la que tomaban parte la propia Monarquía, el Papado y la República de Venecia, que si en 1565 no había prosperado, en la fecha de 1568 se llevó a la práctica.

Los cinco años de relativa inactividad entre 1565 y 1570 dieron la oportunidad al sultán Selim II de rearmar su flota y renovar la moral; se reanudaron las acciones navales y de nuevo se comprometió la hegemonía cristiana en el Mediterráneo occidental. Finalmente se cumplió el deseo de Pío V y Carlos I de unir a la Cristiandad contra el infiel.

Tras las obvias discusiones dentro del bando cristiano, se llevó a cabo el proyecto final del ataque contra los turcos. Bajo el mando de Don Juan de Austria se reunió un enorme potencial bélico jamás visto hasta entonces. Según Braudel:

Lepanto fue el más grande de los acontecimientos militares del siglo XVI en el Mediterráneo, el más grande de todos.

Verdaderamente el éxito fue, en gran parte, debido a la estrategia utilizada por Don Juan de Austria. Más que la superioridad que representaban arcabuces contra arcos y flechas, fue el gran número de combatientes lo que otorgó la mencionada ventaja a los cristianos: Don Juan prometió la libertad a los presos remeros si luchaban en el combate. La victoria cristiana permitió la tranquilidad, relativa, en el Mediterráneo. Este hecho se debió a las treguas secretas que firmaron el Sultán y el Católico y que fueron posteriormente renovadas. Cabe añadir un factor de gran relevancia: la victoria psicológica, algo que también ocurrió en el caso de la Invencible que hizo que aunque los turcos renovaran su flota, la moral tras la derrota de 1571 ya era la de los vencidos. Con esta tranquilidad, tanto el Imperio otomano como Felipe II giraron sus atenciones hacia otros derroteros, la amenaza persa y el Mar del Norte respectivamente. Dos historiadores dan gran magnitud a este hecho: por una parte Chaunau menciona el giro en política internacional de Felipe II al cambiar la frontera de la Cristiandad por la frontera de la Catolicidad, mientras Braudel concluye con que a partir de Lepanto y las treguas de 1580, el Mediterráneo permanecería fuera de la Gran Historia.

La problemática en torno a la revuelta holandesa y la intromisión de la Inglaterra de Isabel I en ella, llevaron al Rey Prudente a centrar la atención en el Mar del Norte. A partir de finales de la década de 1560 los incidentes tomaron un nuevo rumbo cuando el corsario Hawkins, acompañado de un joven Francis Drake, llevó a cabo varios saqueos en las Antillas. Ambos contendientes fueron hostigándose hasta que las aguas se calmaron en 1574 gracias al tratado de Bristol, por el que las dos partes intentaron apaciguar los ánimos. Sin embargo, la nueva expedición de Drake, que le valió el nombramiento de Sir, en diciembre de 1577, trajo dos importantes hechos: por una parte, Inglaterra tomó conciencia de cuán importante era para su fortuna el control del mar; por otra, Felipe II tuvo la certeza de no poder controlar a los rebeldes holandeses sin antes destruir a Inglaterra, esto último fue algo que los papas Gregorio XIII y Sixto V no dejaron de recordarle, incitándole a acometer alguna empressa famosa1. Esta nueva incursión de Drake en los dominios hispánicos coincidió con los primeros pasos de una maniobra geoestratégica por parte de Felipe II al consolidar la anexión del Reino de Portugal, mediante la toma de las Azores por el marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazán. Este hecho marcó una pauta para la pretendida consolidación del poder hispánico en el mar, puesto que los dominios portugueses pasaron a engrosar los de la Monarquía Hispánica sirviendo, algunos, de base para la lucha contra los ingleses.

La guerra anglo-hispana se inició tras el saqueo de Vigo, Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín de Florida, de nuevo de la mano de Drake, corsario de Su Graciosa Majestad Isabel I, pero considerado un simple pirata desde la perspectiva hispánica. El plan de Felipe II consistió en encargar a Santa Cruz, experto marino, el proyecto de la invasión de Inglaterra. El marqués previno una fuerza naval de quinientos sesenta barcos, la mitad de los cuales deberían destruir la flota inglesa —en una clara superioridad numérica— y la otra mitad transportar a los Tercios, cuerpos militares terrestres mejor armados y con mucha más experiencia que los soldados de Isabel I. Una vez desembarcados deberían tomar la ciudad de Kent y dirigirse hacia Londres para apresar la ciudad, a ser posible con la reina y los ministros en ella2. Además, se contaba con que la caída de Londres produciría revueltas en la Escocia calvinista y la Irlanda católica que ayudarían a destronar a Isabel. Alejandro Farnesio creyó mejor embarcar las tropas en los Países Bajos para no arriesgarse a los peligros del transporte naval. Esto, sin embargo, eliminaba el factor sorpresa, ya que dirigirse hacia Dunkerque retardaría la empresa además de exponerse ante la flota inglesa. Del proyecto presentado por Santa Cruz cabe decir que sólo quedó el nombre en su puesta en escena: el marqués había pensado en una flota Invencible por su número, de hecho de doble magnitud que la inglesa, con lo que era posible enfrentarse a los ingleses en el mar y a la vez desembarcar a los Tercios sin exponerse a peligro alguno. Las halagadoras palabras de Santa Cruz al rey terminaron por consolidar el proyecto de la Invencible, mientras que éste aludía a la voluntad divina como parte esencial del éxito.

Aunque el proyecto inicial de Santa Cruz pudiera haber hecho verdadera la invasión de Inglaterra, no contempló las estructuras navales de la Monarquía Hispánica; pues, aunque existían astilleros y arsenales era inconcebible preparar una flota de tal envergadura. Además, el presupuesto que exigía el proyecto no era aplicable a la siempre y tan repetida mala situación financiera de la monarquía con lo que el proyecto final se quedó en ciento treinta naves (tan sólo veinticuatro de guerra, que regresaron todas intactas); obviamente, con la realidad, se iba eliminando el matiz de Invencible a la Armada propuesta por Santa Cruz. A la muerte de éste, Felipe II otorgó el mando de la expedición al duque de Medina Sidonia, hecho que dejó francamente desconcertado al recién nombrado almirante. De la relación epistolar que se conserva entre estos dos personajes se pueden extrapolar hechos muy significativos y sorprendentes, como por ejemplo el que Medina Sidonia confesara a su rey:

Señor, yo no me hallo con salud para embarcarme, porque tengo experiencia de lo poco que he andado en la mar, que me mareo (...) no es justo que la acepte —la empresa— quien no tiene ninguna experiencia de mar, ni de guerra, que no lo he visto ni tratado (...) que he de dar mala cuenta, caminando en todo a ciegas y guiándome por el camino y parecer de otros, que ni sabré cuál es bueno y cuál es malo.

O también:

Ir a cosas tan grandes con fuerzas iguales no convendría, cuanto más siendo inferiores como lo están... y así crea Vuestra Majestad que esto está muy flaco. ¿Cómo va a salir bien esta empresa con lo que lleva?

Por toda respuesta Medina Sidonia recibió de Felipe II la plena y absoluta confianza en que Dios guiaría a sus naves y ejércitos hacia la victoria contra los herejes.

Mientras tanto Isabel I encargó a Drake los preparativos para la defensa, a quien se puede atribuir el primer paso hacia la creación del futuro dominio naval inglés. La estrategia del corsario consistió en una fuerte apuesta por la artillería de sus naves, superior a la de Medina Sidonia. Este último confió en la victoria a imitación de Lepanto, es decir, en abordar las naves y dejar a la experimentada infantería el resto; Drake, consciente de esto, mejoró el alcance de sus cañones con lo que pretendió hundir las naves de la Invencible antes de ser abordado por éstas. Esta estrategia, junto a la ayuda de los Mendigos del Mar holandeses y sus brulotes (pequeñas lanchas incendiadas repletas de munición) fueron las ventajas de Drake frente al almirante andaluz, quien vio a su flota derrotada en la decisiva batalla de las Gravelinas. Tras ésta, la opción de Medina Sidonia para no arriesgar más a sus naves y hombres fue la de rodear las islas británicas eludiendo así el bloqueo anglo-holandés del Canal de la Mancha, aunque las tormentas acabaron por diezmar la expedición. Por mucho que Felipe II aludiera más tarde a que había enviado a sus naves a luchar contra los hombres y no contra los elementos, la opinión de Stradling sostiene que nadie se ocupó en España de construir galeones, de fabricar una artillería apropiada y, en definitiva, de crear todo un aparato naval permanente3. El mito creado en torno a la derrota del poder naval hispánico con la Invencible, difiere mucho de la realidad histórica: tras el desastre de 1588, Felipe II fue consciente de la necesidad de fomentar un poder naval fuerte para sostener su hegemonía mundial pues no va en ello menos que la seguridad de la mar y de las Indias y de las flotas dellas, y aún de las propias casas. Una vez asumido este concepto, Felipe II emprendió una política de construcción naval sin precedentes; de este ímpetu surgieron la Flota de Barlovento, la Flota de los Mares del Sur, Los Doce Apóstoles (de más de mil toneladas) y setenta naves de guerra más, que no en vano incitaron el temor de Isabel I ante una posible segunda invasión. Con la misma iniciativa se fortificaron ciudades costeras, tanto en la Península como en otros puntos de la Monarquía y —para mayor pasmo, pues habían sido prohibidos por los Reyes Católicos en 1498— se facilitaron préstamos para construir naves dedicadas al corso y se eximió del pago del Quinto Real, fructificando bases en Cantabria y Galicia a modo de protección de las costas, las rutas y los corredores militares. El caso del corso hispánico fue verdaderamente curioso, no solamente por el caso de «amnesia histórica» de los monarcas, sino por su carácter defensivo, en contraposición con el de los corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los corsarios al servicio del Rey Prudente fueron considerados como un mal menor ante la imposibilidad de la Monarquía de asegurar todos los frentes, a pesar de la política de construcción naval. Cabe preguntarse si esta aceptación del corsarismo escondía en su interior la incapacidad de la Monarquía Hispánica para mantener a raya a sus adversarios en el mar.

Felipe III: los proyectos y la realidad

Siguiendo las instrucciones de su padre, Felipe III se preocupó por cerrar todos los frentes bélicos que mantenía la Monarquía Hispánica; la Paz de Vervins (1598) y la Paz de Londres (1604) supusieron el fin de las hostilidades con Francia e Inglaterra, respectivamente, mientras que la Tregua de los Doce Años (1609) posponía el conflicto con los holandeses hasta 1621. Sin embargo, que se cerraran los frentes de manera oficial, no significa que se cerraran de manera real: las hostilidades en el mar prosiguieron, de forma encubierta, en el Atlántico, el Pacífico, el Índico y en especial en la zona del Caribe.

La política naval iniciada por Felipe II se truncó en gran parte debido al clima de la Pax Hispanica y también por la sangría a las maltrechas finanzas (debido a la política de Carlos I y Felipe II) que suponía mantener a los ejércitos y la marina, estando los rivales en paz. Además, tanto la historiografía, que se ha centrado más en las figuras de Carlos I, Felipe II, Felipe IV y Carlos II por su trascendencia, como la tarea de los reputacionistas, al borrar el rastro de los arbitristas que rodearon a Felipe III, hace difícil encontrar algún indicio de sus actuaciones en el tema naval.

Lo que demostró ser un factor de gran valor para la Monarquía fue el papel del corsarismo como medio para la defensa de las rutas y las costas hispánicas, al igual que con los últimos años del reinado de Felipe II. Cada vez más a los corsarios se les atribuyeron nuevas funciones y así terminaron por cobrar más importancia y fueron insustituibles. Con el tiempo, los consejeros del rey tendrían más en cuenta al papel de este corso hispánico, que acabó apareciendo como un elemento indispensable en muchos proyectos navales.

El Mar del Norte cobró una renovada importancia ya que la estrategia en este medio era fundamental de cara al reinicio de las hostilidades con los holandeses. La monarquía encontró en la figura del marqués de Velada al hombre que debía planificar el poder militar naval de cara a enfocar el conflicto con ventaja, o al menos con igualdad, frente a los enemigos. Impresionado por la visión y los proyectos de Velada, Felipe III creyó conveniente reforzar la armada de guerra. En este proyecto del marqués —cuyo inspirador fue Gauna, pionero de la escuela vizcaína de pensadores y gestores en torno a la marina— se veía cómo la amenaza verdadera de la armada no era sólo por su poder militar sino que también se convertiría en un elemento de presión sobre la población y la economía de los rebeldes, ya fuera bloqueando sus puertos, cortando sus líneas de suministros o hundiendo su flota pesquera, base en gran parte de su economía. Esta política tuvo su éxito, ya que se hundieron cerca de dos mil barcos de pesca; pero, aunque la situación llegó a ser desesperada para los holandeses, no fructificó como se esperaba puesto que éstos consiguieron apoderarse de la Flota de la Plata recuperando con creces lo perdido.

Las únicas actuaciones de Felipe III ante el tema naval consistieron en seguir con la política del corso y la empresa del Mar del Norte, ambas ya perfiladas por su padre Felipe II. Con éstas se aseguró el rey mantener abierta la ruta de suministros hasta Flandes por la que mandar dinero, tropas, municiones y alimentos. Felipe III contribuyó a consolidar las rutas marítimas y a frenar un tanto las amenazas a las que estaban expuestas, aprovechando el periodo de relativa paz que se vivía en Europa. Antes de cerrar los conflictos con los ingleses y holandeses se constató la eficacia de las medidas tomadas por Felipe II tras el desastre de 1588: cada vez era más difícil y arriesgado irrumpir en el comercio hispánico4. Sin embargo, en Portugal las clases comerciantes y dominantes se quejaban a menudo —un descontento que crecería con el tiempo— del desentendimiento en el que cayeron sus rutas comerciales por parte de la monarquía, orientada hacia otras miras, usando para ello las infraestructuras navales portuguesas, algo común al resto de los reinos. El inicio de la guerra de los Treinta Años en 1618, brindó una nueva oportunidad para comprobar la eficacia de la política naval, sobre todo en el Mar del Norte. A modo de imitación de Carlos I, quien usó los puertos flamencos para atacar a Francia, Felipe III usó los corredores militares del Mar del Norte para actuar en el Imperio, jugando estratégicamente con la armada y el ejército terrestre.

El problema que surgió bajo el reinado de Felipe III, y que afectó a los reinados siguientes, fue la falta de hombres de mar experimentados, dolencia que ya afectó al Rey Prudente. Mientras que en el ejército terrestre se dieron figuras de renombre como don Ambrosio de Spínola; en el mar, desde la muerte de Álvaro de Bazán, no se produjeron figuras de su mismo talante, mientras que ingleses y holandeses iban proliferando cada vez más en barcos, tácticas y dotados hombres de mar, tanto para tripulación como para el mando. Sin embargo, las palabras como las del experto Semple fueron reiteradamente desoídas por el monarca y su círculo de consejeros:

                Tengo 40 años de experiencia tras de mí, de modo que los ministros de Vuestra Majestad harían bien en escuchar mis propuestas.

Felipe IV y Olivares

Bajo el reinado de Felipe IV y el gobierno de Olivares la Monarquía Hispánica vio renovado su ímpetu militar y su propio canto de cisne como potencia hegemónica. El conde-duque de Olivares menospreció el poder naval frente al terrestre de los Tercios, llevando a cabo varias políticas militares en las que relegó la marina a un lugar secundario; la ironía del destino le llevó a dejar cierta cantidad de dinero en su testamento para la creación de una escuela de marinería. La ya tradicional desconfianza hacia mandos extranjeros fue más destacada en este período: los oficiales italianos, portugueses o flamencos del Rey Católico fueron paulatinamente retirados del poder y sustituidos por oficiales castellanos con escasa o nula experiencia; incluso a Ambrosio de Spínola le fue retirado su cargo de Almirante de las Galeras de Flandes.

En 1621 Olivares editó una cédula en la que, entre otros, figuraba un proyecto para la nueva guerra marítima por el que se pasaría a ampliar el corso y, evidentemente, a no incrementar la marina de guerra5. De nuevo un plan de la Monarquía chocaba con la mentalidad castellana y, hecho ya también tradicional, con las maltrechas finanzas puesto que el proyecto requería una inversión que se escapaba de los presupuestos. Otro punto del plan de Olivares consistía en la autofinanciación de una armada para cada reino según sus posibilidades, prestando especial atención al Reino de Nápoles y a la Corona de Aragón. A esta política contribuyó la obra de Anthony Sherley, dedicada a Olivares, y en la que se apostaba para que la Monarquía Hispánica encontrara un aliado en el Mar del Norte; de esta manera se cumplirían las previsiones del autor:

                Ingleses y holandeses se han convertido en los amos del mar y del comercio a costa de burlar nuestro poder en tierra (...) Su Majestad debe mantener una gran flota en las aguas de Flandes. No importa que existan sólo dos puertos apropiados, Dunkerque y Ostende. Ambos pueden ofrecer un fondadero seguro (...) para una flota que cerque a los rebeldes y estrangule el comercio que los sustenta hasta destruirlo.

Ante estos planes surgieron dos nuevos problemas: la alarma por la financiación que el proyecto requería y, de nuevo, la envidia de los consejeros castellanos que expusieron otras tácticas ya que despreciaban a Sherley. Esto se justificaba con la vieja idea de la Monarquía Hispánica como una potencia en el ejército terrestre, lo cual se creía suficiente para vencer e imponerse.

La idea básica de Olivares radicaba en llevar a cabo completamente sus planes basándose en la colaboración de todos los reinos. Los informes encargados respecto de la política naval más conveniente a seguir especificaban (...) formar para nuestra defensa marítima varias escuadras, de modo que esta Corona pueda realizar al fin la restauración comercial.

Los planes de Sherley se apartaban, pues, de los planes elaborados por el valido. El autor inglés pretendía, básicamente, imitar a los rebeldes holandeses: explotar los puertos para la construcción y potenciar nuevas bases navales y comerciales, hechos que de paso animarían a la economía de los Países Bajos. En cuanto a la Península, seguiría ésta una política autárquica, lo que se traducía en un esfuerzo considerable para proteger las rutas hispanas y portuguesas.

Lo cierto es que con proyectos presentados por extranjeros o por el propio Olivares, en 1623 el proyecto para la reforma de La Flota de la Plata sólo prosperó al aceptar barcos holandeses e ingleses en las filas hispánicas ya que no quedaba otra opción por la terrible escacez que padecemos en estos reinos. El mismo año, Felipe IV debió pedir a las Cortes de Castilla más dinero ante las alarmantes noticias de un gran rearme de los holandeses y el peligro que esto suponía; de tal magnitud se consideró el asunto que por primera vez en la historia de la Monarquía Hispánica se triplicaron, durante seis años, los presupuestos anuales para la marina de guerra. Por su parte, Olivares se centró en intentar convertir a los aristócratas de Sevilla con intereses comerciales, en futuros miembros del aún por crear Almirantazgo, algo que en otros estados europeos se hacía desde aproximadamente un siglo.

El estancamiento militar terrestre hizo que se valorara la marina de guerra a finales de la década de 1620 e inicios de la de 1630: se protegieron mediante corsarios los convoyes hacia los Países Bajos (que a su vez debían traer productos procedentes del Báltico) y se aprovecharon los períodos invernales para impulsar el corso hacia los rebeldes. Como testimonio de estos éxitos nos han llegado las palabras de Manuel Sueyro, un espía en Zelanda, en las que advertía la cólera causada entre los rebeldes a causa de las acciones navales hispánicas. Otras voces, como las del cardenal De la Cueva, o la propia gobernadora de los Países Bajos, Isabel, confirmaban esta opinión, añadiendo que el deseo de venganza de las Provincias Unidas contra la Monarquía Hispánica se estaba convirtiendo en deseo de reconciliación.

A esta derrota de los rebeldes se debe sumar la de los otros enemigos. Inglaterra, en este caso, fue quien sufrió las iras de los corsarios hispánicos, incluso en la ciudad de Londres. También allí la situación se invertía contra el enemigo y las mismas voces que empezaron a pedir la guerra pasaron ahora a pedir la paz.

Ahora bien, si esta política del corso aportó tales beneficios a la Corona, la prohibición de comercio con el enemigo afectó a la propia monarquía. Desde los Países Bajos se veía cómo esta medida estaba poco a poco arruinando el país. Retama llegó a decir al rey y a su valido que estas medidas que ahora aportaban quejas podían acabar con una rebelión en las «provincias obedientes». En 1627 las oleadas de protestas se hicieron más evidentes, pero nada se hizo desde el seno de la monarquía, puesto que ahora el conde-duque de Olivares tenía la vista fijada en el Báltico a resultas de la guerra de los Treinta Años. Con fecha de 1628 se encuentra un memorial de Olivares en el que se pone de manifiesto el pensamiento del valido en cuanto a la estrategia naval. En este caso el valido consideraba una guerra ofensiva por mar como la ruina de un Estado, con lo que su posición final consistió en intentar recurrir a la fuerza del Emperador para unir sus naves y cortar las líneas de suministro de los enemigos, hundiendo así la economía de las potencias protestantes del Báltico. Sin embargo, contra este plan se alzaron las voces de los comerciantes de Amberes, quienes querían reactivar su maltrecha economía y no contribuir de nuevo con sus barcos, hombres y dinero a un nuevo proyecto. Además, una guerra contra las potencias del Báltico les aportaría un nuevo enemigo a sumar a los holandeses e ingleses. Pero de nuevo Olivares atendía a otros asuntos: en esta ocasión a una posible invasión de Inglaterra para lo que necesitaba la colaboración de Francia, y por ello era necesario que Olivares pactara con Richelieu una posible ayuda en el asedio a La Rochelle. Poco a poco, el valido fue acrecentando sus expectativas respecto al poder naval, llegando a incluir en su lenguaje cotidiano metáforas relacionadas con el mundo del mar. Según Stradling, la sal había entrado definitivamente en sus venas (...) Su mente se veía estimulada por la dimensión marítima de su trabajo. Se veía a sí mismo como piloto de la nave del Estado.

Poco a poco Olivares fue prestando más atención al mar, pero no por interés real, sino por la cada vez más desastrosa situación de los ejércitos hispánicos y por las llamadas guerras relámpago que contribuían a la sangría de dinero que escaseaba con el paso del tiempo. A su vez, el Almirantazgo se hallaba en una verdadera lucha interna para hacerse con el poder, de la que Spínola dejó un testimonio:

                … me veo obligado a reconocer los problemas cada vez mayores por la falta de inteligencia entre el personal del Almirantazgo.

La situación fue a peor en el momento en que todos los oficiales de las flotas que no eran castellanos fueron relevados de sus puestos de mando, siendo sustituidos por castellanos poco o nada cualificados. La corrupción que se dio de inmediato paralizó todas las operaciones en activo o en proyecto. Según la gobernadora Isabel:

Nada impedirá la ruina de estas armadas, lo que sería de lamentar considerando la cantidad de bajas que han causado en nuestros enemigos.

En esta delicada situación se tuvo que prestar atención al Atlántico, espacio por el que navegaban a sus anchas piratas y corsarios y por lo que se paralizaron todas las acciones navales. El nuevo empeño militar de Olivares para firmar (a estas alturas y viendo la realidad) una paz honrosa con las Provincias Unidas, hizo al valido sopesar la importancia de las acciones navales. La plena conciencia de la armada como un poder efectivo llevó al valido a impulsar más el tema naval. Las palabras del marqués de Gelves reconfortaron más aún a Olivares:

Cada escudo gastado en la armada aprovecha más que diez destinados a los Tercios, y no sólo por el daño acusado al enemigo, sino porque devuelve la inversión a la Corona (...) Dicha armada, sin embargo, demanda alguien que conozca la gente de la flota y sepa afrontarse a los problemas cuando surgen.

La archiduquesa Isabel fue, de nuevo, quien puso un tono de realidad en los proyectos de Olivares al instarle a buscar oficiales aptos y a establecer puntos estratégicos de control en el Mar del Norte y el Sund; sin embargo, los múltiples frentes abiertos en la Monarquía Hispánica hacían de cualquier proyecto una fantasía en cuanto a su financiación, sobre todo por la negativa de Felipe IV ante cualquier proyecto que fuera más allá de Castilla.

A partir de entonces los desastres tocaron plenamente a la monarquía y a sus flotas. La media de duración de un navío con la bandera de la Monarquía Hispánica era de tan sólo setenta días en el mar. La desolación se empezó a apoderar de los barcos, llegando al extremo de quedar algunos de ellos en los puertos pudriéndose, al no poder pagar ni a las tripulaciones ni los víveres.

Los rebeldes holandeses apresaron dos veces seguidas la Flota de la Plata, logrando que su enemiga acérrima no renovara en absoluto sus maltrechas finanzas; además, el gran botín logrado por los Mendigos del Mar sirvió para frenar el descontento en las Provincias Unidas y recuperarse de las pérdidas en la guerra. El poderoso coloso hispánico se tambaleaba y su mejor baza, la armada, le seguía los pasos. El embajador de Venecia en Madrid envió una carta al Senado en 1632 en la que decía:

… los holandeses son ahora más que nunca los amos absolutos del mar, pues España ya no tiene marineros y apenas alguna fuerza naval de relieve.

Desastres como Matanzas destrozaron al completo la armada y la moral, pues cada vez abundaban menos los hombres dispuestos a morir en el mar. La desesperación por cubrir todos los frentes, en una clara inferioridad, llevó a que escuadras enteras sucumbieran a causa de los temporales en un desesperado intento de llegar a salvar tal puerto. Los corsarios también fueron víctimas de esta derrota general y cada vez eran más las víctimas ante los holandeses. En 1630 el monarca sueco Gustavo II Adolfo consiguió destruir una importante escuadra hispánica en el Báltico con lo que, además de dinamitar el proyecto hispano-imperial de dominio de la zona, se cortó la vía de suministros de materias primas necesarias para la construcción naval. Con el conflicto con los holandeses abierto y en el peor momento para la Monarquía Hispánica, la Francia de Richelieu declaró la guerra en 1635. El marqués de Aytona aseguró a Felipe IV:

El mayor daño que podemos infligir a Francia es destruir su comercio y asegurarnos así la quiebra del rey francés.

Así, la armada era imprescindible en esta estrategia para nuevas guerras. El problema residía en que la guerra era para Francia un conflicto que iniciaba en un buen estado, mientras que la Monarquía Hispánica estaba, desde 1618, enfrascada en acciones militares por toda Europa. El proyecto de Aytona hacía bajar la guardia en las defensas francesas en el Atlántico, el Mar del Norte y la Península, embarcándose en nuevas reclutas —cada vez más difíciles— y en imposibles financiaciones. Otro error fue la poca previsión del rey y el valido en las alianzas entre Francia y las Provincias Unidas: eran ya dos enemigos muy poderosos en el mar, un medio que cada vez era más adverso para la Monarquía Hispánica. Los apoyos de los reinos periféricos eran nulos, pues sus infraestructuras estaban ya agotadas. Olivares decidió entablar negociaciones con Carlos I de Inglaterra para hallar soporte económico y servicios logísticos, pues hasta entonces usaban únicamente los puertos ingleses como puntos de refugio y reunión de los barcos. Sin embargo, los ingleses fueron lentamente retractándose de sus iniciales posiciones a medida que los acontecimientos se sucedían.

El desacuerdo de los gobernadores de los reinos periféricos, así como el inicio de las revueltas de Cataluña, Andalucía, Nápoles y Portugal hicieron que Olivares aceptara el fracaso de las empresas que se habían planeado, como, por ejemplo, el de un ataque definitivo contra Francia, lanzado desde ambos mares (...) y así hemos resuelto hacerlo si Dios quiere ayudarnos. Para más desesperación de Olivares, un espía castellano en La Haya informó sobre los rumores de actuación franco-holandeses:

Han comprendido que por sí solos pueden destruir la mayor parte de los negocios por mar y elevar al doble el coste de los actuales (...) perciben también que los españoles se resisten a abandonar sus métodos, que están encantados por las presas de los corsarios, y aún depositan toda su confianza y fe en grandes flotas comandadas por inexpertos.

Las angustias de Madrid crecían ante tales palabras, y el gobernador don Fernando de Austria no auguraba una situación mejor:

En el canal, el general Dorp está a la espera con sus barcos de guerra. Por si ello no bastara, el conde de Oñate me avisa que tanto los holandeses como el rey de Francia se esfuerzan por sumar a los suyos los barcos del rey de Inglaterra contra nosotros (...) Como veis, desde todas partes se nos condena y amenaza.

Todos los planes que Olivares tramó resultaron estériles. Alcalá-Zamora estimó las pérdidas de la Monarquía Hispánica entre 1638 y 1640 en más de cien naves, doce almirantes, cientos de oficiales y veinte mil marineros. Mientras estas cifras golpeaban a la Monarquía, Felipe el Grande emulaba a Felipe el Prudente aceptando el devenir de los acontecimientos como la voluntad divina del Ser Supremo, agradeciendo de antemano la victoria que le sería dada. En 1639, las dos batallas de Las Dunas, el almirante Tromp asestó un golpe total y absoluto al quebrado poder naval hispánico: las grandes pérdidas sufridas constituyeron un bache que la Monarquía Hispánica no superaría hasta el reinado de Carlos III. La Flota de la Plata ya sólo llegaba a costa por las acciones tan heroicas como suicidas de algunos oficiales muy entregados. Tras la caída del valido, Felipe IV tomó las riendas del poder. Algunos consejeros sugirieron la idea de aceptar en la precaria marina a corsarios holandeses leales, hecho al que el Consejo de Guerra reaccionó casi con horror:

                No es conveniente permitir la entrada de los extranjeros con sus barcos (...) pues o bien se convertirían en piratas que infesten aquellos mares o saquearán en su propio provecho. Además, la flota se considera suficientemente fuerte.

Afirmar que la flota era aún fuerte era un verdadero eufemismo: los corsarios hacía ya tiempo que se autofinanciaban mediante sus pocas presas y lo peor era que la propia marina les tuvo que copiar la táctica.

Por otra parte, catalanes junto a franceses ocuparon enclaves estratégicos como Rosas y Tarragona, bases que sirvieron para realizar incursiones a los puertos hispanos del Mediterráneo. Stradling ha comparado la situación naval hispánica en este momento con una representación teatral, en donde el público ve casas y bosques en lo que es únicamente un decorado.

En 1648 la guerra se paralizó un tanto, debido a la paz con las Provincias Unidas; para Francia era un momento difícil, ya que Mazarino debía concentrarse en la insurrección de la Fronda, girando su poder militar hacia su casa. La paz con las Provincias Unidas y la capitulación posterior de Barcelona ofrecieron a Felipe IV, sino una ventaja, un respiro. El caso de Portugal seguía abierto y se convirtió en una obsesión para Felipe IV. Cabe añadir a este ambiente que el Lord Protector Cromwell firmó un tratado comercial con los Braganza y un pacto de amistad con Francia en 1655; ese mismo año pesaba una seria amenaza sobre la isla La Española, por mano de Inglaterra, que finalmente ocupó Jamaica ante la pasividad forzada del Rey Católico.

El pacto de amistad anglo-francés se tornó en 1657 en una alianza defensiva contra la Monarquía Hispánica. La guerra contra Inglaterra llevó a reunir todos los barcos posibles, fuera cual fuera su nacionalidad. Las reformas militares navales del Lord Protector6 y la pericia de sus almirantes, como Blake y Oliver, convirtieron finalmente la esperanza de Felipe IV en un sueño frustrado. Las ilusiones militares de antaño de poco servían ahora. El miedo al fracaso llevó a algunos consejeros a escribir palabras como: tenemos que construir una gran armada, con la que rechazar al enemigo. Don Juan de Austria será su almirante... pero no hay dinero para nada y no podemos apelar a ninguna fuente.

Diego Enríquez de Villegas, experto comentarista militar, ideó una escuela en 1657 para generar una clase de nobles castellanos marineros, a modo de academia militar.

Su plan, como otros tantos, se obvió en una Castilla con una clara y marcada cultura militar terrestre. La reputación del poder militar se le arrebataba a la Monarquía Hispánica. Las Provincias Unidas e Inglaterra quedaron como las potencias marinas, y Francia como la potencia militar terrestre. La Monarquía Hispánica era la gran derrotada.

Conclusiones

Visto el panorama en el ámbito naval entre las fechas de 1517 y 1659, se pueden extraer varias conclusiones que ponen en duda la existencia de un poder naval hispánico, tal y como en ocasiones se ha presentado.

Ante todo, habría que desmitificar dos aspectos en concreto: los éxitos cristianos que han pasado como hispánicos y las victorias psicológicas. Del primer aspecto se ha visto cómo las acciones como la toma de Túnez o la victoria de Lepanto no fueron logros exclusivamente hispánicos, sino que contribuyeron otros estados europeos en función, evidentemente, de sus intereses particulares, como, por ejemplo, el preservar de peligros sus rutas comerciales de las que dependía su economía. Respecto a las victorias psicológicas se debe resaltar lo hondo que caló la derrota en los vencidos; aunque el Imperio otomano y la propia Monarquía Hispánica se recuperaran materialmente de los efectos de las respectivas batallas, no lo hizo del todo su mentalidad, en la que siempre quedó el estigma de la derrota. Como ejemplo de esto se puede tomar el caso del Imperio otomano que a los pocos años de Lepanto volvió a tener la misma fuerza en el Mediterráneo aunque ya no se aventuraron a combatir tan decisivamente contra los cristianos.

Una segunda conclusión radicaría en lo tardía que fue en la Monarquía Hispánica la percepción del poder naval como pieza estratégica para el dominio mundial. En 1760, Choiseul, el primer ministro francés, decía:

En el estado actual de Europa son las colonias, el comercio y, en consecuencia el poder naval, lo que determina el equilibrio de fuerza en el continente.

Esto que en el siglo XVIII se tenía tan claro, en los albores de la Época Moderna no era tan apreciado, pero entre 1490 y hasta la aparición del ferrocarril, en 1840, nos encontramos con la edad de oro del poder naval. Según Mahan: una época en la que el control de las aguas de importancia estratégica decidía el equilibrio de fuerzas tanto en Europa como fuera de ella.

Aunque a comienzos del Renacimiento no se tuviera la perspectiva de Choiseul, es obvio que estados como Inglaterra o las Provincias Unidas vieron en el mar su futuro, la clave de su poder comercial y económico, para lo que era necesario desarrollar su poder naval. En la Monarquía Hispánica, y pese a ser la que tenía el monopolio americano, no se tuvo esta perspectiva: no se vio qué se podía obtener con dominar el mar. Haría falta una derrota que sería sonada en Europa para que se apreciara el error. La fecha de 1588, y contrariamente a lo establecido comúnmente, marcó el inicio del poder naval hispánico o, al menos, la preocupación real por éste. Felipe II tomó buena nota de la derrota de la Invencible y se preocupó por crear una marina a la altura de las circunstancias; pero dinero, barcos y hombres ya se habían perdido y, lo que fue fatal, los estados rivales ya habían empezado a jugar la baza del poder naval y a probar su eficacia. Resulta irónico encontrarse con que fue el propio Felipe quien en 1555, como rey consorte de Inglaterra, previno a los ingleses de los riesgos que corrían sus desprotegidas costas y el estado de su marina ante una posible invasión.

Por otra parte, otro grave error fue confiar en las estructuras navales de los llamados reinos periféricos para los objetivos que se marcaban desde Castilla. Con esto el poder naval hispánico se fue también castellanizando, pero a la vez no se dieron medidas ni para acrecentar el poder naval de Castilla, ni para suplir las deficiencias de los demás reinos en su obligado servicio al rey. Como ejemplos podemos tomar los casos de Portugal, los Países Bajos y la ciudad de Barcelona.

Con la incorporación del Reino de Portugal a la Monarquía Hispánica en 1580, bajo el reinado de Felipe II, las estructuras navales propias de Portugal y enfocadas a su comercio en Asia, India y Brasil, tuvieron que adaptarse a las demandas de Castilla. Esto provocó un claro declive del comercio portugués ya que sus estructuras navales no obedecieron a su función, además de un resentimiento de la clase comerciante portuguesa.

En los Países Bajos ocurrió algo similar. Con el inicio de la guerra de los Ochenta Años entre la Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas, los intereses comerciales propios de los Países Bajos se vieron obligados a cambiar debido al contexto de la guerra que inició la Monarquía Hispánica, un hecho que, como en Portugal, causó grandes recelos e inestabilidad social.

Carlos I necesitó la ayuda de la flota de guerra genovesa para imponerse a Francia en un episodio más de las guerras franco-hispánicas mantenidas a lo largo de su vida por el César. Como compensación, el monarca ofreció a los genoveses el comercio del Mediterráneo que conectaba con Sevilla, eliminando los intereses de la Corona de Aragón, quien hasta entonces controlaba la ruta.

Estos son unos ejemplos de cómo los intereses hispanos afectaron a los reinos hispánicos y, por lo tanto, de cómo la dependencia de las estructuras navales de estos reinos periféricos no estimularon una política naval desde Castilla a la altura de las circunstancias, sino que, por el contrario, llevaron a una confianza extrema en los recursos foráneos. A la vez, con las clases dominantes de los reinos periféricos más disgustadas (y susceptibles de rebelarse) con la política de Castilla, se tuvo que ceder a sus demandas olvidando, obviamente, los enfoques que se dieron a tales estructuras externas de Castilla.

Un factor más a sumar al tema naval era el hecho de que los «extranjeros» fueran mal vistos e incluso odiados si acaparaban demasiado la atención del monarca. Fue así cómo gente experimentada en los temas navales fue dejada de lado a favor de castellanos con una experiencia naval inferior; a veces, incluso nula. Las voces de consejeros expertos, como Semple, Spínola y Sherley, entre otros, fueron desoídas e incluso enmudecidas por castellanos que no soportaban la presencia extranjera en los círculos de poder de la Corte. De la misma forma, los oficiales fueron desplazados por otros de procedencia castellana aunque, como Medina Sidonia, reconocieran que lo único del mar que sabían era de sus mareos.

Un nuevo error de la Monarquía residió en que tras la Invencible el verdadero problema que surgió, y que no se subsanó, no fue tanto la pérdida de barcos, sino la pérdida de hombres de mar. Tras 1588 Felipe II ordenó la construcción naval como prioridad pero no se preocupó por la formación de gente para tripularlos ni para mandarlos en combate. El almirante británico Nelson reconocería visitando Cádiz que:

                Los españoles son capaces de hacer buenos barcos, aunque no consiguen preparar hombres.

El detalle de Olivares en su testamento, dejando cierta cantidad para la creación de una escuela de marinería, así como el proyecto de Villegas en 1657, son buenos testigos de este hecho.

Como último aspecto sobre el poder naval hispánico ha de valorarse el papel del corso. En 1498 los Reyes Católicos con la Pragmática Sanción prohibieron para ellos y sus herederos la práctica del corso por parte de sus súbditos. Felipe II, ante las circunstancias, debió ceder en ese punto olvidando esta ley y estimuló el corso. Este es un aspecto de la política naval hispánica muy chocante. Los corsarios eran muy mal visto en toda la Monarquía —llamados también perros, maldito y mendigos del mar— pero a la vez fueron necesarios para defender los puertos y rutas comerciales ante la avalancha de incursiones enemigas por parte de holandeses, ingleses y hugonotes franceses. Esta medida significó que la Monarquía Hispánica se veía incapaz por ella sola de actuar en todos los frentes con sus propios recursos. También cabe decir que el corsarismo era visto por los contemporáneos y por algunos historiadores actuales, como el «recurso del débil» ante la conciencia de inferioridad. A medida que avanzó el tiempo y los enemigos se hicieron más fuertes y se incrementaron, los corsarios se iban convirtiendo en más necesarios. Esto quedó reflejado en las ventajas que se otorgaron a estos marinos: se les subvencionaba la construcción del barco, las provisiones, el pago de las tripulaciones e incluso se les eximió del pago del Quinto Real; es decir, la parte del botín que correspondía a la Monarquía. Los corsarios, inicialmente, actuaron como apoyo a la armada de guerra, pero finalmente acabaron como único recurso para proteger el Caribe, los puertos peninsulares y los convoyes con suministros y tropas por los corredores militares.

Por otra parte, la Monarquía Hispánica desaprovechó las oportunidades de mejorar sus flotas. Por ejemplo, durante la Tregua de los Doce Años se dieron ambos contendientes un respiro para recuperarse y renovar su poder. Mientras que las Provincias Unidas buscaron aliados e impulsaron en gran manera su poder militar, la Monarquía Hispánica cerraba un frente y abría otros como consecuencia del papel de árbitro que debía jugar como fuerza hegemónica (la Guerra de Mantua) y su parentesco con los Habsburgo de Viena (el involucrarse en la Guerra de los Treinta Años). Con estas premisas no era de extrañar que tras la tregua, las Provincias Unidas se hubieran convertido en una potencia militar y naval de primer orden. La Monarquía Hispánica no pudo tampoco centrarse del todo en su poder naval: las estructuras navales de los Países Bajos no se recuperaron al mismo ritmo que las de las Provincias Unidas, en gran parte debido a su relegación a los intereses castellanos, y Portugal debió soportar la incursión en sus dominios asiáticos de los corsarios ingleses y holandeses. Con la conciencia de este hecho que ya se tenía en la época, no debe sorprender que los rebeldes holandeses rehusaran ampliar la duración de la tregua, en un momento en que eran superiores; frente a esto, la Monarquía Hispánica daba ya signos claros de un evidente desgaste a todos los niveles, desde lo económico hasta lo militar.

Actualmente, y desde nuestra perspectiva, puede parecer imposible ver cómo un pequeño territorio como las Provincias Unidas se hiciera con la victoria ante el poderoso gigante que parecía la Monarquía Hispánica. La clave de la victoria fue que este pequeño territorio centró todos sus esfuerzos e intereses en un gran desarrollo de los asuntos navales, que le daría la solución económica y militar teniendo, evidentemente, plena conciencia de que se jugaba el éxito a la carta militar únicamente; de hecho, significó su supervivencia entre 1565 y 1609. El desarrollo de este plan, la estrategia con la que se hicieron los holandeses, les otorgó el éxito frente a ese gigante tan inmenso y poderoso, pero que tardó en jugar, y jugó mal, la carta estratégica que le tocaba y que no desarrolló suficientemente.

No se daría hasta el reinado de Felipe V, y con la política italiana de Alberoni, la recuperación de la preocupación por el mar, al observar la estrategia británica y su desarrollo y éxito. Tras las reformas de Carlos III, la marina de guerra llegó a ocupar una tercera posición, tras Gran Bretaña y Francia, y en igual nivel que Rusia; sin embargo, ya ha sido señalado el problema casi endémico de la flota en las citadas palabras de Nelson: la falta de hombres aptos para su manejo.

Roger MESSEGUÉ I GIL

Historiador

 

NOTAS

Es curiosa la inicial (e incluso airada) respuesta del rey: ¿No les debe parecer famosa la de Flandes, ni deben pensar lo que se gasta en ella? Poco fundamento tiene lo de Inglaterra.

2 Éste fue uno de los muchos planes trazados por los consejeros del rey. Finalmente se desestimó la opción de un ataque directo desde la Península, reuniendo para ello en un solo grupo a la Armada y los Tercios.

3 A esto debería añadirse lo que Parker define como las consideraciones técnicas, tácticas y operativas que eran para ellos (los consejeros y el rey) un libro cerrado.

4 Por el contrario, el Caribe siguió un tanto desprotegido, algo que Felipe II abandonó con tal de centrar todos sus esfuerzos en la Armada de 1588.

5 En esta fecha Olivares creyó suficiente aumentar la flota del Atlántico hasta una fuerza de cuarenta y seis barcos, una cantidad que se aventuraba un tanto limitada ante el número de enemigos lanzados al mar.

6 Domínguez Ortiz y Stradling consideran que las acciones de Cromwell en la guerra franco-hispánica pusieron fin al punto muerto, debido al equilibrio y desgaste de ambas potencias tras 1635 y especialmente tras Rocroi en 1643.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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Batalla de Túnez (1600). Frans Hohenberg. Lámina de la toma de la plaza berberisca de Túnez en 1535 por Carlos I. Puede observarse al fondo la fortaleza de La Goleta, que protegía la entrada al puerto tunecino.



martes, 29 de septiembre de 2020

 

ESTAMPAS DE LA GUERRA

EN

LA ESPAÑA VISIGODA

 

Entre Vouillé y Guadalete

DOS batallas —dos derrotas militares— encuadran cronológicamente la historia del reino visigodo de España. En el año 507 la batalla de Vouillé, en la que el rey visigodo Alarico II fue vencido y muerto por el franco Clodoveo, decidió el nacimiento del reino visigodo español. Tras noventa años de existencia, el reino tolosano se derrumbó y los visigodos hubieron de cruzar los Pirineos y buscar un nuevo asentamiento en la Península Ibérica. Las Galias iban, por fin, a transformarse en Francia, el país de los francos, con la excepción de la Galia Narbonense, que sería dominio visigodo hasta comienzos del siglo VIII. Así, por extraña paradoja, el revés militar sufrido por los godos en las cercanías de Poitiers y la eficaz intervención de Teodorico el Ostrogodo a favor de su nieto Amalarico, hijo del difunto Alarico II, determinaron la aparición de un reino hispánico, que con toda razón podrá ser considerado reino y patria de los godos1. Vouillé podría ser considerada como la feliz culpa que dio vida a la España visigoda.

Representación de la Batalla de Vouillé (507) según una miniatura del siglo XIV. Véase el combate entre ambos monarcas (y la muerte de Alarico II) en primer plano (Biblioteca Nacional de los Países Bajos, La Haya).



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Esa España dura dos siglos y su desaparición se consumó en otra acción militar, Guadalete, en el mes de julio del año 711. Pocos acontecimientos registra la historia de tan desastrosa consecuencias como esta derrota, que provocó la súbita desaparición de una realidad política de la entidad del reino de los godos. Y, sin embargo, es obligado afirmar que los visigodos habían jugado —y siguieron jugando— un papel decisivo en la configuración de España como una de las grandes naciones europeas. San Isidoro lo advirtió lúcidamente al ensalzar la política del «gloriosísimo Suínthila», que obtuvo un triunfo superior al de todos los demás reyes, pues al acabar con los últimos reductos bizantinos, «fue el primero que obtuvo el poder monárquico sobre toda la España peninsular»2. La obra de los visigodos no desapareció por eso con la «pérdida de España». Su legado, España, había nacido ya como entidad histórica3, y por esa razón la secular empresa de la Reconquista no sería más que la inmensa epopeya por rehacer España, aquella España que había sido, que se había «perdido» pero no había muerto, y que tenía que volver a ser.

La guerra, que estuvo tan presente en el orto y el ocaso de la España visigoda, reapareció a menudo en el curso de su historia. Hubo «grandes guerras», pero también, de manera casi continua, «guerras menores», dirigidas sobre todo a conseguir y fortalecer el efectivo poder de la monarquía sobre la totalidad de la Península Ibérica. Las grandes guerras contra un enemigo exterior fueron sobre todo guerras franco-góticas, destinadas a repeler agresiones francas; y la verdad, es que esos enfrentamientos, a diferencia de lo ocurrido en Vouillé, se saldaron de ordinario con victorias visigodas. Vale la pena recordar los episodios bélicos más significativos.

Las grandes guerras

El primero de esos episodios tuvo por escenario el valle del Ebro y lo llamé en alguna ocasión «el primer sitio de Zaragoza»4. La invasión franca se produjo en el año 541 y de ella nos da breve pero exacta noticia una excelente fuente histórica contemporánea: la Crónica Cesaraugustana: En este año —dice— los reyes francos, en número de cinco, entraron en Hispania por Pamplona, vinieron a Zaragoza y la sitiaron por espacio de cuarenta y nueve días, produciendo una despoblación que afectó a casi toda la provincia Tarraconense5. Las fuentes francas son, afortunadamente, mucho más expresivas y ofrecen relatos pormenorizados de la invasión. Se trató, sin duda, de una expedición militar importante, encabezada por los hermanos reyes Clotario y Childeberto, acompañado éste por tres hijos suyos. Zaragoza resistió, y cuando la situación se hizo insostenible, los zaragozanos pusieron su esperanza en la ayuda divina: hicieron un ayuno riguroso y una procesión penitencial desfiló sobre los muros de la ciudad llevando la túnica de san Vicente Mártir. Los francos creyeron que los asediados estaban lanzando un maleficio; pero, informados por un prisionero, llamaron al obispo de la ciudad, Juan, y le ofrecieron levantar el sitio a condición de que les entregara, —y así lo hizo— la estola del santo mártir6.

Levantado el cerco, ¿cuál fue el definitivo éxito militar de la expedición? Los historiadores francos dicen que los invasores pudieron regresar a las Galias llevando consigo un gran botín que habrían tomado, no en Zaragoza pero sí en el resto de la provincia Tarraconense. Pero esta versión del éxito relativo de la expedición es contradicha por san Isidoro que afirma que los francos fueron expulsados de España non prece sed armis —no como fruto de súplicas sino por las armas—. Según uno de los dos relatos de la Historia Gothorum, los francos fueron perseguidos por un ejército visigodo enviado por el rey Theudis, al mando del duque Theudiselo, su futuro sucesor en el trono. Éste habría cortado la retirada a los francos, que hubieron de comprar a muy alto precio una breve tregua para cruzar los Pirineos7.

Pero la principal guerra franco-gótica de todos los tiempos fue la provocada por el ataque franco-burgundio contra la Galia Narbonense en el año 589. Era el año de la solemne conversión de los visigodos al Catolicismo en el III Concilio de Toledo. La finalidad del ataque, inspirado por el visceral antigoticismo de Gontran de Borgoña —el monarca senior de la estirpe merovingia— no era otro que la expulsión de los visigodos de la Galia Narbonense, la única provincia transpirenaica que conservaron con posterioridad al final del reino de Tolosa. Se trató de una operación militar de gran envergadura y, aunque quizá sea exagerada la cifra de guerreros —sesenta mil— con que, según las fuentes hispanas contaba el ejército franco-burgundio, éste debía ser muy superior a sus rivales visigodos. La batalla de Carcasona constituyó por ello una deslumbrante victoria debida a la pericia militar del duque Claudio de la Lusitania, el mejor general de Recaredo, que no era godo de raza, sino hispano-romano y católico: un buen indicio del grado de integración alcanzado por los dos elementos populares —romano y godo— de la ya denominada unitariamente gens gothorum8.

La noticia transmitida por san Isidoro no puede ser más entusiasta: Recaredo obtuvo un glorioso triunfo sobre casi sesenta mil soldados francos que invadían la Galia, enviando contra ellos al duque Claudio. Nunca se dio en España una victoria de los godos ni mayor ni semejante; pues quedaron tendidos en tierra o fueron cogidos prisioneros muchos miles de enemigos, y la parte del ejército que quedó, habiendo logrado huir inesperadamente, perseguida por los godos hasta los límites de su reino fue destrozada9. Juan de Bíclaro veía en su Crónica, contemporánea de estos hechos, un signo del auxilio de la gracia divina al católico Recaredo y a su pueblo, converso del arrianismo, y comparaba la gesta del duque Claudio con la de Gedeón, que venció con trescientos hombres a una ingente multitud de madianitas10. La magnitud de la victoria visigoda en la batalla de Carcasona viene corroborada por el testimonio de las propias fuentes francas. Gregorio de Tours, que arroja la parte principal de la culpa sobre el duque Boso, comandante del ejército franco-burgundio, da unas cifras alarmantes: los francos habrían tenido cinco mil muertos y otros dos mil cayeron prisioneros11

Las «guerras menores»

Las «guerras menores» —como ya se ha dicho— se combatieron en tierras de Hispania o de la Galia Narbonense, y tuvieron como fin la sumisión al efectivo dominio de la Monarquía de todo el territorio peninsular, incluido el reino suevo de Galicia, destinado a desaparecer anexionado por su poderoso vecino visigodo; trataron también de superar rebeliones regionales o intentonas secesionistas que pudieran sobrevenir en cualquier momento. Estas acciones militares alcanzaron su mayor intensidad durante el reinado de Leovigildo, el gran monarca unificador de España. La Crónica de Juan de Bíclaro ha transmitido una noticia fiel y puntual de aquellas acciones que se sucedieron con sorprendente regularidad, año tras año, a lo largo de tres lustros. Una sucinta relación de estas campañas puede contribuir a dar idea de este interesante capítulo de la historia militar hispano-goda.

Apenas asumido por Leovigildo el gobierno de Hispania dieron comienzo las campañas militares. En el año 570 los visigodos combatieron a los bizantinos en la Bastetania y en la región de Málaga12; en 571 ocuparon la importante plaza fuerte bizantina de Sidonia13; en 572 se apoderaron de la rebelde ciudad de Córdoba, núcleo de la resistencia antigótica de la Bética, y redujeron a su autoridad otras localidades y aldeas de la comarca14. A partir del año 573, las expediciones se dirigieron hacia otras tierras distintas del mediodía peninsular: ese año, el objetivo fue la región de la Sabaria poblada por los sappos, tal vez el grupo de astures cismontanos15. En el año 574 le tocó el turno a Cantabria, una región situada en tierras hoy de Santander y Burgos, que se había mantenido independiente de la autoridad visigoda16. En 575 el ejército de Leovigildo hizo una incursión a una región limítrofe con el reino suevo, los montes Aregenses, cuyo príncipe, Aspidio, fue capturado con su mujer y sus hijos17. En 576 los visigodos «perturbaron» las fronteras con la Galicia sueva y, su rey, Miro, envió embajadores en demanda de una paz que no pasó de ser una precaria tregua18.

En el año 577, el esfuerzo militar visigodo se dirigió otra vez hacia el mediodía peninsular y, en concreto, contra la Oróspeda, una abrupta región en torno a la sierra de Cazorla; los indígenas se rebelaron y fueron reducidos por la fuerza19. La ocupación de la Oróspeda aparecía a los ojos del Biclarense como la culminación del ingente esfuerzo desplegado por Leovigildo desde el año 570. El cronista escribe que en el año 578, aplastados por doquier los rebeldes y vencidos los invasores, el monarca y su pueblo pudieron gozar de un merecido descanso. Fue un reposo temporal, pues el levantamiento en la Bética del católico príncipe Hermenegildo y la consiguiente guerra civil entre padre e hijo polarizaron la vida del reino durante los cinco años siguientes20. La guerra civil, que tuvo por principal teatro la Bética, no fue óbice para que los visigodos ocuparan en 584 una parte de Vasconia y fundasen la ciudad de Victoriacum en un paraje cercano a la Vitoria actual21. En 585, Leovigildo, que moriría al año siguiente, completó su gran designio político con la anexión de la Galicia sueva. La Crónica del Biclarense proclamó con acento triunfal: Leovigildo … sometió a su potestad la nación de los suevos, su tesoro y su patria, e hizo de ella una provincia de los godos22.

Desaparecido el reino suevo, sometido de hecho a la autoridad de la monarquía visigoda el conjunto de sus dominios peninsulares, no por ello desaparecieron de la historia castrense visigoda las «guerras menores». La presencia bizantina en el Levante peninsular provocó una serie de campañas militares que se prolongó hasta la desaparición, en torno al año 620, de los últimos residuos de la provincia imperial en Hispania23. Pero algún episodio extraordinario, como la rebelión del duque Paulo en la Narbonense y, sobre todo, la subsistencia de un limes vascón en el norte peninsular, explica que las campañas militares, las publicae expeditiones, constituyeran un fenómeno crónico que se prolongó hasta el final de la España visigoda.

Retórica y propaganda

San Isidoro, al referirse a estas «guerras menores» contra bizantinos y vascones hace una observación interesante: en tales operaciones —dice— parece que se trataba más que de hacer una guerra, de ejercitar a su gente como en el juego de la palestra24. Esas campañas periódicas aparecen como unas maniobras de adiestramiento para mantener en buena forma a la juventud, cuyo espíritu se enardecía con el recuerdo y la práctica de las virtudes militares del pueblo de los godos. Un pueblo que, como culminación de su gloriosa carrera, se había fundido con España. Por eso san Isidoro termina así su Alabanza de España: la floreciente nación de los godos, después de innumerables victorias en todo el orbe, con empeño te conquistó y amó, y ahora te goza segura entre ínfulas regias y copiosísimos tesoros en seguridad y felicidad de imperio25.

La conciencia de seguridad, la moral de victorias heredadas de un paseo militar glorioso, se renovaban con el ejercicio de la milicia y constituían un factor indispensable para mantener vivo un prestigio nacional que contribuyó a forjar el que ha sido denominado «mito Gótico»26. El valor de los godos había sido puesto en duda a propósito de la batalla de Vouillé. Clodoveo presentó la guerra como una cruzada contra los herejes: Ardo en impaciencia —dijo a sus guerreros— viendo a los arrianos ocupar una parte de las Galias. Marchemos contra ellos y, con la ayuda de Dios, someteremos su país. El comentario de Gregorio de Tours a la victoria franca tiene un cierto regusto de sarcasmo: Tras unos intentos de resistencia, los godos, según tienen por costumbre, volvieron las espaldas y Dios concedió la victoria a Clodoveo27. Pero Vouillé —como ya se advirtió— quedaba muy atrás y desde entonces la victoria sonrió reiteradamente a los godos en sus luchas contra los francos. La importancia de la retórica propagandista se puso especialmente de manifiesto con ocasión de la guerra dirigida por el rey Wamba contra el duque Paulo de la Narbonense28.

La rebelión se produjo cuando Wamba, en el primer año de su reinado, se encontraba luchando contra los vascones en las cercanías de Cantabria. Ante la inesperada noticia del levantamiento de la Galia, hubo disparidad de opciones sobre si procedía emprender de inmediato la marcha hacia la provincia rebelde o si sería más prudente retornar a sus bases, reforzar el ejército en hombres y pertrechos e iniciar entonces la campaña en mejores condiciones. Wamba se declaró partidario de marchar contra los rebeldes sin demora ni descanso. Julián de Toledo ha recogido algunas arengas pronunciadas por Wamba y por el cabecilla de los rebeldes, que constituyen una interesante muestra de la retórica militar de la época de la Tardía Antigüedad:

Ya tenéis noticias, jóvenes —comenzó diciendo Wamba— de la calamidad que ha caído sobre nosotros y de cuál es el propósito que persigue el autor de esta sedición. Es preciso tomar la delantera al enemigo y combatirle antes de que el incendio se propague todavía más. Sería vergonzoso no correr inmediatamente a la lucha y regresar a nuestros hogares sin haber acabado con el… Sería ignominioso que el adversario nos tenga por débiles y afeminados, como ocurriría si no somos capaces de hacerle frente con todas nuestras fuerzas. Y refiriéndose al papel que los francos pudieran tener en la rebelión de Paulo, el monarca añadía: No es con mujeres sino contra hombre que hay que combatir; de sobra es sabido que jamás los francos fueron capaces de resistir a los godos. La conclusión a que Wamba llegó era terminante: ¡Asestemos sin demora un duro golpe a los vascones y marchemos veloces contra los sediciosos, para acabar con ellos de una vez para siempre!29.

Cuando la guerra llegaba a su punto álgido y los godos preparaban el asalto a Nimes, el último reducto de Paulo, éste trató de levantar la moral de sus aliados y disipar sus temores: no tenéis por qué temer —les decía—; aquel famoso valor militar de los godos, que les hizo temibles en la defensa de lo suyo y terribles ante el enemigo se ha marchitado. Han olvidado el arte de combatir; no tienen ya costumbre de luchar, ni experiencia de hacer la guerra30. Esos aliados, luego, en el fragor de la batalla, dirigirían duros reproches a Paulo por su engañoso optimismo: de ningún modo advertimos en los godos —protestaban— aquella indolente apatía de que nos hablaste. Bien al contrario, les vemos rebosantes de audacia y bien resueltos a alzarse con la victoria31. Es evidente que, en la Galia, la guerra psicológica intentada por los rebeldes se volvió contra ellos.

La liturgia de la guerra

En la época de la monarquía visigodo-católica, la reiteración de las «guerras menores» llegó a dejar su huella en la liturgia de la Iglesia. La marcha del rey y del ejército desde Toledo para dar comienzo a una campaña y el retorno a la urbe regia estuvo rodeados de unas solemnidades rituales que pueden reconstruirse con ayuda del Liber Ordinum y de los himnos compuestos para estas circunstancias. Los documentos de que disponemos permiten rehacer a grandes rasgos una estampa de la vida religioso-castrense de la España del siglo VII.

La basílica Pretoriense de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, situada extramuros de la capital toledana —seguramente la iglesia de la mesnada real— era el escenario de la ceremonia litúrgica de despedida del ejército que iba a entrar en campaña. El rey, al llegar ante la puerta del templo, era incensado por dos diáconos y, luego, precedido por los clérigos portadores de la cruz, entraba en la iglesia y se postraba en oración. El coro cantaba la antífona ¡que Dios esté en vuestro camino!, tras la cual el obispo rezaba en voz alta una oración pidiendo a Dios que asistiera al monarca y a su pueblo y le concediera los bienes que más necesitaba: un ejército valeroso, unos jefes leales, la concordia de los corazones, para poder así obtener la victoria y retornar felizmente a aquella misma iglesia de donde ahora partía.

El obispo hacía entonces entrega al rey de una reliquia de la «Vera Cruz» y el monarca, tras tenerla en sus manos, la pasaba al clérigo que habría de llevarla durante toda la campaña. Acercábanse entonces los abanderados y cada uno recibían el estandarte de manos del obispo y salía al exterior de tal modo que junto a las puertas del templo se congregaban todos los abanderados con sus enseñas. El obispo salía entonces al umbral de la basílica y un diácono invitaba: ¡Humillémonos para recibir la bendición! Otro diácono decía luego la fórmula de la despedida: En nombre de Jesucristo, ¡Id en paz! El rey abrazaba al obispo, montaba a caballo, el clérigo portador de la «Vera Cruz» se ponía en cabeza y todo el ejército emprendía la marcha32. Es probable que mientras la hueste se alejaba, el clero entonase el himno litúrgico In profectione exercitus, conservado en el «Himnario» toledano al que pertenecen entre otras las siguientes estrofas:

            Te pedimos humildemente ¡Señor! que conduzcas por el camino derecho a los rectores de la patria, junto con los pueblos a ellos confiados. Sé un guía plácido para estos hijos tuyos y que la fuerza angélica les acompañe. Destruye, ¡oh Dios!, los ejércitos enemigos y sus bélicos pertrechos. Tú ¡Padre de todos los reyes! escucha el gemido de nuestros príncipes y atendiendo a las fúnebres ofrendas de tus fieles destruye a los enemigos con tu recta espada. Concede oh Cristo, a nuestros cristianos reyes, la palma celestial de la victoria sobre los adversarios33.

Mientras duraba la guerra, proseguían las plegarias por el ejército. Un concilio de Mérida del año 666 dispuso que todos los días … se ofrezca el Sacrificio a Dios Todopoderoso por su seguridad, la de sus súbditos y la del ejército, para que el Señor conserve a todos la vida y el Omnipotente otorgue la victoria al rey (can. 3)34. Terminada la guerra, el rey regresaba al frente de las tropas a la basílica de los Santos Apóstoles. El Liber Ordinum recoge también la liturgia del retorno y las oraciones que se recitaban en esta circunstancia35.

Los desastres de la guerra

El título con que se conoce la célebre serie de grabados de Goya sobre la guerra de la Independencia tiene validez general y pone de manifiesto que también las guerras menores podían llevar aparejados infortunios y penalidades. Esto parece haber ocurrido concretamente en las fuertes ofensivas militares dirigidas por el rey Sisebuto contra los bizantinos entre los años 615 y 616 36.

Es bien sabido que Sisebuto fue uno de los monarcas que más eficazmente contribuyó a la desaparición de la provincia bizantina de España. Este monarca —escribió san Isidoro— fue notable por sus conocimientos en el arte de la guerra y célebre por sus victorias. Redujo a su autoridad a varios pueblos del interior que se habían rebelado. Además dirigió dos campañas contra los bizantinos arrebatándoles algunas ciudades, entre ellas Málaga. Pero este rey era un hombre de corazón sensible y le afectaban sinceramente los sufrimientos que provocaba la guerra37.

La fama de piedad del monarca trascendió más allá de las fronteras del reino. La Crónica franca de Fredegario le atribuye esta exclamación que habría salido de sus labios a la vista de las grandes pérdidas sufridas por sus enemigos bizantinos: ¡Ay mísero de mí, en cuyos días se produce tan gran derramamiento de sangre humana!; y añade que salvaba de la muerte a cuantos podía socorrer38. San Isidoro precisa todavía más: Se mostró — dice— tan clemente después de la victoria que pagó un precio con el fin de poner en libertad a muchos que habían sido hechos prisioneros por su ejército y reducidos a esclavitud, llegando incluso su tesoro a servir para el rescate de los cautivos39.

La correspondencia cruzada entre Sisebuto y el patricio bizantino Cesario, gobernador de la España imperial y su adversario en la lucha, viene a confirmar los sentimientos humanitarios del rey visigodo. ¿Por qué —se pregunta— los días que deberían proporcionar gozo y alegría a quienes vivimos honestamente han de estar ensombrecidos por fúnebres exequias, frecuentes pestes y ruinosas calamidades? … Si se producen conflictos, si la cruenta espada se ensaña por doquier, si los vicios de los hombres hacen que los tiempos presentes sean tiempos de guerra, ¿qué cuentas, pensadlo, habrá que rendir a Dios por tantos crímenes, por tantas calamidades, por tantas funestas heridas? Y el rey se atreve a sugerir al patricio: ¡Retornemos a vuestro ardiente amor y a nuestro limpísimo afecto!40.

Estas estampas acerca de la guerra de hace catorce siglos, con su retórica y su propaganda, con su liturgia y hasta con los sentimientos que provocaba, han sido compuestas sobre las fuentes documentales contemporáneas con el deseo de ofrecer al lector una visión real de ciertos aspectos de la historia militar de España durante la época visigoda.

José ORLANDIS ROVIRA

Catedrático de Universidad

NOTAS

TEILLET, S.: Des Goths a la nation gothique. Les origines de l’idée de nation en Occident du V au VII siècle, París 1984. Ofrece una extensa y documentadísima visión de la progresiva configuración de la conciencia y de la realidad nacional de los godos desde su primer contacto con el Imperio romano hasta la desaparición del reino visigodo español. La historia gótica, con particular atención al proceso de enogénesis, hasta la extinción del reino visigodo de Toulouse y del reino ostrogodo de Italia han sido objeto de un excelente estudio moderno: WOLFRAM, H.: Geschichte de Goten, München, 1979.

2 RODRÍGUEZ ALONSO, E.: Las historias de los godos, vándalos y suevos de Isidoro de Sevilla. Estudio, edición crítica y traducción (León 1975)la Historia Gothorum, 62.

3 La idea de que España es el gran legado visigótico a la historia del mundo occidental fue formulada por R. de Abadal en «Settimane d Studio del Centro Italiano di Studi sull’Alto Medioevo» V, Caratteri del secolo VII in Occidente, pp. 541-585: Apropos du legs wisigothique en Espagne. La perduración de este legado a través de la Edad Media ha sido estudiada por J. A. Maravall en su importante obra, El concepto de España en la Edad Media (Madrid, 1954).

4 ORLANDIS, J.: «Zaragoza visigótica» en su libro Hispania y Zaragoza en la Antigüedad Tardía (Pamplona, 1984), pp.19-21.

5 Monumenta Germaniae Historica, AA., XI. Chron. min. saec. IV, V, VI, VII, vol. II, ed Th. Mommsen (Berlín 1961). Chron. Caesaraug. reliquiae ad an. 541.

6 MGH. Script. rer. merov., I. Gregorii episcopi Turonensis Libri Historiarum X, ed. B. Krusch et W. Levison (Hannoverae 1951), lib. III, cap. 29. Cfr.Aimoinus. De gestis Francorum, en BOUQUET, M.: Récueil des historiens des Gaules et de la France, III (París 1889), p. 57. Vid en este mismo volumen, p. 436, la visión que da los hechos la Vita Sancti Droctovei.

7 Historia Gothorum, 54.

8 Una biografía del duque Claudio puede verse en ORLANDIS, J.: Semblanzas visigodas, (Madrid, 1992) pp.79-90. 9 Historia Gothorum, 54.

10 Juan de Bíclaro, obispo de Gerona. Su vida y su obra, ed. J. Campos (Madrid 1960). Chron. ad a. 589, III, Rec.2. 11 Hist. Francorum,IX, 31.

12 Chron. Bicl. an. II, Leov., 2.

13 Chron. Bicl. an. III, Leov.,3. Cfr. VALLEJO GIRVÉS, M.: Bizancio y la España Tardoantigua (ss. V-VIII): un capítulo de historia mediterránea (Alcalá de Henares 1993), que ha estudiado minuciosamente las campañas leovigildianas contra los bizantinos: vid. pp. 143-160.

14 Chron. Bicl. an. IV, Leov., 2.

15 Ibid. an. V, Leov., 5.

16 Chron. Bicl. an. VI, Leovigildo 2 vid; Sancti Braulionis Caesaraugustani Episcopi, Vita S. Emiliani, ed. crítica por L.Vázquez de Parga (Madrid 1943), 33.

17 Chron. Bicl. an. VII, Leovigildo, 2

18 Ibid. an. VIII, Leov., 3.

19 Ibid. an. IX. Leoviglido, 2.

20 Chron. Bicl. an. XI, 3; XIV, 3; XV,1; XVI, 3; XVII, 3 Leov. … L. Vázquez de Parga hizo una revisión de conjunto del problema de san Hermenegildo en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia: San Hermenegildo ante las fuentes históricas (Madrid 1973); ORLANDIS, J.: «Algunas observaciones en torno a la «tiranía» de San Hermenegildo», en Estudios Visigóticos III (Roma-Madrid 1962), pp. 3-12.

21 Chron. Bicl. an. XIII Leov. 3.

22 Chron. Bicl. an. XVII Leov. 2.

23 VALLEJO GIRVÉS, M.: Bizancio y la España Tardoantigua, pp.303-310; Historia Gothorum,62;Chronica Muzarabica 13,en Gil, I.: Corpus Scriptorum Muzarabicorum,I (Madrid, 1973), p. 20

24 Historia Gothorum, 54.

25 De laude Spaniae, en RODRIGUEZ ALONSO, E.: Las Historias de los Godos, p. 171.

26 MESSMER, H.: Hispania-Idee und Gothenmythos (Zürich, 1960).

27 Historia Francorum, II, 37.

28 La campaña de Wamba contra los rebeldes de la Galia está excepcionalmente documentada por un testigo e historiador contemporáneo, TOLEDO Julián de: Historia Wambae, ed. por W. Levison en MGH, Script. Rer. Merov., V, (Hannoverae et Lipsiae, 1910) pp. 486-635. Entre la bibliografía moderna puede consultarse, GÁRATE CORDOBA, J. M.ª: Historia del Ejército español,I (Madrid, 1981) pp. 330-373; ORLANDIS, J.: Historia de España, 4. Epoca visigoda (Maddrid, 1987), pp. 237-245; GARCÍA MORENO, L. A.: Historia de España visigoda (Madrid, 1989), pp. 171-174.

29 Historia Wambae,9.

30 Ibid..,16.

31 Ibid.,17.

32 Le «Liber Ordinum», en Usage dans l’Église wisigothique et mozarabe de l’Espagne du cinquième au onzième siècle, ed. M. Férotin (Paris 1904), LXVIII: Incipit ordo quando rex cum exercitu ad prelium egreditur.

33 Analecta Hymnica Medii Aovi, XXVII; BLUME; C.: Hymnodia Gothica.Die Mozarabischen Hymnen des alt-spanischen Ritus, n. 195 (Leipzig, 1897).

34 Concilios visigóticos e hispano-romanos, ed J. Vives, Barcelona-Madrid, 1963; Concilio de Mérida (666) can. 3: Quid sit observandum tempore quo rex in exercitu progreditur pro regis, gentis aut patriae statu atque salute.

35 Liber Ordinum,IL: Item orationes de regressu regis; ORLANDIS, J.: La vida en España en tiempo de los Godos (Madrid, 1991), pp. 148-150 y 150-159.

36 VALLEJO GIRVÉS, M.: Bizancio y la España tardoantigua, pp. 287-302.

37 ORLANDIS, J.: Semblanzas visigodas, pp. 106-110. Biografía de Sisebuto.

38 MGH, Script. rer. merov., II. Fredegarii et aliorum Chronica, ed. B. Krusch (Hannoverae 1888). Chron. Fredegarii, 33.

39 Historia Gothorum, 61.

40 Rescriptum Domni Sisebuti per Ansemundum ad Cesarium destinatum,en GIL, I.: Miscellanea wisigothica, (Sevilla, 1972), pp. 8-10


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Representación de un arquero y jinete visigodos (siglos V-V d. C.) El jinete porta jabalinas arrojadizas para el combate a distancia, además de lanza larga para cargar a dos manos. Autor: wraithdt.

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