¿EXISTIÓ UN PODER NAVAL HISPÁNICO?
La reciente historiografía sobre la marina en
tiempos
de los Habsburgo (1516-1659)
Introducción
LA historiografía militar
sobre el ejército de la Monarquía Hispánica ha sido, sin duda, muy extensa y
prolífica, sobre todo en los últimos años. Un aspecto de la historiografía de
corte militar es que en contadas ocasiones ha tratado sobre la Marina de guerra
que, en definitiva, fue cobrando su importancia con el devenir de los tiempos
y, por esto mismo, configurándose como una pieza más del poder militar hasta
lograr su reconocimiento.
El objetivo que aquí se
busca es rastrear en historiadores que han dedicado obras a la temática para
encontrar signos de un poder naval hispánico que se ha infravalorado y, a la
vez, considerado como hegemónico. Se pretende dar una visión del desarrollo de
una marina de guerra que se ha considerado desde distintas perspectivas como,
por ejemplo, el caso de la Armada Invencible. No se pretende hacer una
valoración de los éxitos y fracasos, sino de la logística que se empleó en la
formación de la marina en una de las potencias de la Europa Moderna. A su vez
se pretende ver el desarrollo de esta logística, aunque de modo muy puntual, en
otras potencias de la época, como Inglaterra y las Provincias Unidas, viendo
así mejor los distintos caminos tomados y hacia dónde condujeron.
Por último, se argumentan
determinadas hipótesis sobre el poder naval hispánico, empezando con la de si
verdaderamente existió o no en la época a que nos referimos.
Carlos
I
El César heredó de sus
abuelos maternos, además de territorios aliados y rivales, una determinada
política naval centrada en el Mediterráneo. En este escenario, el Imperio
otomano representaba una amenaza para la Cristiandad y en concreto para Carlos
una amenaza a sus dominios imperiales y a los de la Corona de Aragón. Bajo el
auge de Solimán I el Magnífico (para la historiografía turca Solimán II el
Legislador), el Imperio otomano expandió sus territorios debido a sus
conquistas. Sirviéndose de los corsarios berberiscos (entre otros, los hermanos
Barbarroja) Solimán maniobró para adueñarse del Mediterráneo occidental. La
conquista de Túnez en 1534 por mano de Barbarroja, marcó el punto más álgido
del peligro y se revitalizaron las demandas de actuación contra los infieles
por parte de Castilla, existentes ya en 1519, el mismo año en que estando el
César en Barcelona vio los efectos de una incursión berberisca. Tras sus éxitos
en el Mediterráneo, Barbarroja no era ya un simple corsario protegido por
Solimán, sino el almirante de la flota turca y cabecilla de los corsarios
berberiscos.
La presión de Castilla no
tuvo que ser muy intensa puesto que el mismo Carlos necesitaba asegurar su
patrimonio marítimo y, además, creía en que la empresa era encomendada por Dios.
Un miembro de las Cortes de Castilla dejó constancia del proyecto del César:
Su Majestad ha
determinado de hacer una armada gruesa de muchas galeras (...) de manera que
sea tan poderosa o más que la de los enemigos, y con ayuda de Nuestro Señor,
romperla y desacerla, o echarla de los mares de sus reinos y de la Cristiandad.
(...) de manera que son por todas las galeras que aquí se hallan 74, y habrá
otras 30 galeotas, bergantines y fustas de remos, y los navíos serán cerca de
300, con las carabelas, galeones y naos del serenísimo rey de Portugal, nuestro
hermano, entre los cuales hay 10 o 12 galeones muy bien armados y artillados.
Carlos consiguió
arrebatarle Túnez a Barbarroja en 1535, pero sus aspiraciones no se vieron
reflejadas en la realidad de la empresa, en la que se debe atribuir parte del
éxito a la ayuda de la Monarquía portuguesa, un hecho que con frecuencia escapa
de los juicios sobre la toma de Túnez, acontecimiento que se ha tendido a
castellanizar.
A pesar de lo que el César
pretendiera tras su victoria naval en Túnez, las palabras del historiador
Fernand Braudel anuncian un hecho paralelo y no menos importante:
Desde 1534 a
1540 y 1545, una dramática lucha invirtió la situación en el Mediterráneo: los
turcos aliados a los corsarios berberiscos, mandados por el más ilustre de
todos, Barbarroja, consiguieron adueñarse de casi todo el Mediterráneo (...);
esto fue un enorme acontecimiento.
La extraordinaria
recuperación del poder naval turco-berberisco llevó al Papa, Venecia, Génova y
a Carlos a unir sus fuerzas en 1538 para proteger sus respectivos intereses
hacia un enemigo común. Esta primera Liga Santa no sirvió de mucho, excepto
para demostrar la incompatibilidad de los aliados para organizarse, defenderse
y hacer un frente común. Tras el desastre de Prevesa, en la fecha de 1541, el
César tomó la iniciativa atacando la plaza de Argel, hecho que constituyó uno
de los más sonados fracasos de su trayectoria. A partir de este momento los
turcos se adueñaron por completo del Mediterráneo occidental: una tras otra las
plazas fuertes de la Cristiandad fueron cayendo bajo su ímpetu. La toma de
Djerba y los fracasos repetidos en los contraataques hispanos marcaron tanto el
punto culminante de la hegemonía turca como el fracaso de la Monarquía Hispánica.
La reacción que desde círculos castellanos se esperaba ya no tuvo lugar. Las
palabras del propio César pusieron de relieve este hecho: Llegados aquí (...) por no aventurar todo lo que por clemencia Nuestra
Señora ha quedado, se ha resuelto, dexando por agora la empresa para otro
tiempo que, con su ayuda, se podrá más convenientemente hacer.
Carlos atribuyó el
fracaso, algo que también hicieron sus sucesores, a la voluntad divina; sin
embargo, nunca prestaron atención a las voces de los expertos. Harían falta
muchos años para que la percepción del poder naval llegara a la política de
Castilla que, en definitiva, era la de la Monarquía Hispánica.
Felipe
II, el Mediterráneo y el Atlántico
El historiador Geoffrey
Parker en su obra Felipe II equipara unos versos de Shakespeare (pertenecientes
a Julio César) a la figura del Rey Prudente:
Pues,
hombre, recorre el estrecho mundo
como
un Coloso, y nosotros miserables
pasamos
bajo sus enormes piernas...
Los mismos versos son
aplicables al tan mencionado poder naval hispánico. En el tema naval, el peor
enemigo de la Monarquía Hispánica fue la propia Monarquía Hispánica,
concretamente Castilla y los particulares intereses de su política. La puesta
en escena en el ambiente naval que se dio en otros estados de la época, en el
caso de la Monarquía Hispánica fue relegada a un lugar muy secundario y siempre
en función de los intereses de Castilla, ignorando en ocasiones las necesidades
de los demás reinos que formaban la monarquía.
El gobierno de ésta recaía
tanto en la figura de un rey que por las exigencias y deseos de Castilla (y por
su gusto) se fue castellanizando, como en su círculo de consejeros, formado en
su mayor parte por castellanos, que veían con malos ojos a los que no lo eran
aunque formaran parte de otros reinos hispánicos. Estos consejeros castellanos
tenían, mayoritariamente, unos claros intereses terrestres; además, pesaba en
ellos la tradicional cultura militar castellana, enfocada por entero al
ejército terrestre. Frente a esto, los intereses de quienes gobernaban en
estados rivales, como Inglaterra o las Provincias Unidas, giraban en torno a
una clase burguesa con evidentes motivaciones comerciales. Es por ello que en
estos estados hubiera una clara apuesta por el poder naval, que se tradujera no
únicamente en la creación de astilleros y arsenales, sino también en crear
academias para la formación de marinos de guerra, tanto marinería llana como
oficiales entrenados.
En los primeros años de su
reinado, de hecho hasta el inicio de la revuelta holandesa, Felipe II intentó
llevar a cabo los frustrados planes de su padre respecto a la política en el
Mediterráneo. A diferencia de Carlos, Felipe II se preocupó de realizar una
política de reconstrucción naval, lo cual constituía algo elemental para poder
enfrentarse al Imperio otomano por el dominio de las aguas. La década de 1560
fue testimonio, entre otros acontecimientos, de las pugnas hispano-turcas. El
fin del período de Solimán I benefició la tarea de Felipe, puesto que los
turcos debían prestar atención a sus disputas con Persia y por ello abandonaron
un tanto el Mediterráneo.
El primer gran éxito
hispánico, tras una larga sequía, se dio en 1565, cuando en el asedio de Malta
los turcos salieron derrotados; cabe añadir que, además de por la defensa en sí,
por las epidemias que les afectaron diezmando sus efectivos. Sin embargo,
eliminado momentáneamente el peligro turco, quedaba la amenaza berberisca. La
revuelta de las Alpujarras (1568-1571) creó en la Monarquía cierta paranoia por
la que se creía una conjura en la que tomaban parte los sublevados moriscos y
los berberiscos bajo la dirección del Imperio otomano. Las maniobras a nivel
internacional del Rey Prudente consiguieron como fruto la creación de una nueva
Liga Santa en la que tomaban parte la propia Monarquía, el Papado y la
República de Venecia, que si en 1565 no había prosperado, en la fecha de 1568
se llevó a la práctica.
Los cinco años de relativa
inactividad entre 1565 y 1570 dieron la oportunidad al sultán Selim II de
rearmar su flota y renovar la moral; se reanudaron las acciones navales y de
nuevo se comprometió la hegemonía cristiana en el Mediterráneo occidental.
Finalmente se cumplió el deseo de Pío V y Carlos I de unir a la Cristiandad
contra el infiel.
Tras las obvias
discusiones dentro del bando cristiano, se llevó a cabo el proyecto final del
ataque contra los turcos. Bajo el mando de Don Juan de Austria se reunió un
enorme potencial bélico jamás visto hasta entonces. Según Braudel:
Lepanto fue el más grande de los
acontecimientos militares del siglo XVI en el Mediterráneo, el más grande de
todos.
Verdaderamente el éxito
fue, en gran parte, debido a la estrategia utilizada por Don Juan de Austria.
Más que la superioridad que representaban arcabuces contra arcos y flechas, fue
el gran número de combatientes lo que otorgó la mencionada ventaja a los
cristianos: Don Juan prometió la libertad a los presos remeros si luchaban en
el combate. La victoria cristiana permitió la tranquilidad, relativa, en el
Mediterráneo. Este hecho se debió a las treguas secretas que firmaron el Sultán
y el Católico y que fueron posteriormente renovadas. Cabe añadir un factor de
gran relevancia: la victoria psicológica, algo que también ocurrió en el caso
de la Invencible que hizo que aunque los turcos renovaran su flota, la moral
tras la derrota de 1571 ya era la de los vencidos. Con esta tranquilidad, tanto
el Imperio otomano como Felipe II giraron sus atenciones hacia otros
derroteros, la amenaza persa y el Mar del Norte respectivamente. Dos
historiadores dan gran magnitud a este hecho: por una parte Chaunau menciona el
giro en política internacional de Felipe II al cambiar la frontera de la Cristiandad por la frontera de la Catolicidad,
mientras Braudel concluye con que a
partir de Lepanto y las treguas de 1580, el Mediterráneo permanecería fuera de
la Gran Historia.
La problemática en torno a
la revuelta holandesa y la intromisión de la Inglaterra de Isabel I en ella,
llevaron al Rey Prudente a centrar la atención en el Mar del Norte. A partir de
finales de la década de 1560 los incidentes tomaron un nuevo rumbo cuando el
corsario Hawkins, acompañado de un joven Francis Drake, llevó a cabo varios
saqueos en las Antillas. Ambos contendientes fueron hostigándose hasta que las
aguas se calmaron en 1574 gracias al tratado de Bristol, por el que las dos
partes intentaron apaciguar los ánimos. Sin embargo, la nueva expedición de
Drake, que le valió el nombramiento de Sir, en diciembre de 1577, trajo dos
importantes hechos: por una parte, Inglaterra tomó conciencia de cuán
importante era para su fortuna el control del mar; por otra, Felipe II tuvo la
certeza de no poder controlar a los rebeldes holandeses sin antes destruir a
Inglaterra, esto último fue algo que los papas Gregorio XIII y Sixto V no
dejaron de recordarle, incitándole a
acometer alguna empressa famosa1. Esta nueva incursión de Drake en los
dominios hispánicos coincidió con los primeros pasos de una maniobra
geoestratégica por parte de Felipe II al consolidar la anexión del Reino de
Portugal, mediante la toma de las Azores por el marqués de Santa Cruz, Álvaro
de Bazán. Este hecho marcó una pauta para la pretendida consolidación del poder
hispánico en el mar, puesto que los dominios portugueses pasaron a engrosar los
de la Monarquía Hispánica sirviendo, algunos, de base para la lucha contra los
ingleses.
La guerra anglo-hispana se
inició tras el saqueo de Vigo, Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín
de Florida, de nuevo de la mano de Drake, corsario de Su Graciosa Majestad
Isabel I, pero considerado un simple pirata desde la perspectiva hispánica. El
plan de Felipe II consistió en encargar a Santa Cruz, experto marino, el
proyecto de la invasión de Inglaterra. El marqués previno una fuerza naval de
quinientos sesenta barcos, la mitad de los cuales deberían destruir la flota
inglesa —en una clara superioridad numérica— y la otra mitad transportar a los
Tercios, cuerpos militares terrestres mejor armados y con mucha más experiencia
que los soldados de Isabel I. Una vez desembarcados deberían tomar la ciudad de
Kent y dirigirse hacia Londres para apresar la ciudad, a ser posible con la
reina y los ministros en ella2. Además, se contaba con que la caída de Londres
produciría revueltas en la Escocia calvinista y la Irlanda católica que
ayudarían a destronar a Isabel. Alejandro Farnesio creyó mejor embarcar las
tropas en los Países Bajos para no arriesgarse a los peligros del transporte
naval. Esto, sin embargo, eliminaba el factor sorpresa, ya que dirigirse hacia
Dunkerque retardaría la empresa además de exponerse ante la flota inglesa. Del
proyecto presentado por Santa Cruz cabe decir que sólo quedó el nombre en su
puesta en escena: el marqués había pensado en una flota Invencible por su
número, de hecho de doble magnitud que la inglesa, con lo que era posible
enfrentarse a los ingleses en el mar y a la vez desembarcar a los Tercios sin
exponerse a peligro alguno. Las halagadoras palabras de Santa Cruz al rey
terminaron por consolidar el proyecto de la
Invencible, mientras que éste aludía a la voluntad divina como parte
esencial del éxito.
Aunque el proyecto inicial
de Santa Cruz pudiera haber hecho verdadera la invasión de Inglaterra, no
contempló las estructuras navales de la Monarquía Hispánica; pues, aunque
existían astilleros y arsenales era inconcebible preparar una flota de tal
envergadura. Además, el presupuesto que exigía el proyecto no era aplicable a
la siempre y tan repetida mala situación financiera de la monarquía con lo que
el proyecto final se quedó en ciento treinta naves (tan sólo veinticuatro de
guerra, que regresaron todas intactas); obviamente, con la realidad, se iba
eliminando el matiz de Invencible a la Armada propuesta por Santa Cruz. A la
muerte de éste, Felipe II otorgó el mando de la expedición al duque de Medina
Sidonia, hecho que dejó francamente desconcertado al recién nombrado almirante.
De la relación epistolar que se conserva entre estos dos personajes se pueden
extrapolar hechos muy significativos y sorprendentes, como por ejemplo el que
Medina Sidonia confesara a su rey:
Señor, yo no me hallo con salud para
embarcarme, porque tengo experiencia de lo poco que he andado en la mar, que me
mareo (...) no es justo que la acepte —la empresa— quien no tiene ninguna
experiencia de mar, ni de guerra, que no lo he visto ni tratado (...) que he de
dar mala cuenta, caminando en todo a ciegas y guiándome por el camino y parecer
de otros, que ni sabré cuál es bueno y cuál es malo.
O también:
Ir a cosas tan grandes con fuerzas
iguales no convendría, cuanto más siendo inferiores como lo están... y así crea
Vuestra Majestad que esto está muy flaco. ¿Cómo va a salir bien esta empresa
con lo que lleva?
Por toda respuesta Medina
Sidonia recibió de Felipe II la plena y absoluta confianza en que Dios guiaría
a sus naves y ejércitos hacia la victoria contra los herejes.
Mientras tanto Isabel I
encargó a Drake los preparativos para la defensa, a quien se puede atribuir el
primer paso hacia la creación del futuro dominio naval inglés. La estrategia
del corsario consistió en una fuerte apuesta por la artillería de sus naves,
superior a la de Medina Sidonia. Este último confió en la victoria a imitación
de Lepanto, es decir, en abordar las naves y dejar a la experimentada
infantería el resto; Drake, consciente de esto, mejoró el alcance de sus
cañones con lo que pretendió hundir las naves de la Invencible antes de ser
abordado por éstas. Esta estrategia, junto a la ayuda de los Mendigos del Mar
holandeses y sus brulotes (pequeñas lanchas incendiadas repletas de munición)
fueron las ventajas de Drake frente al almirante andaluz, quien vio a su flota
derrotada en la decisiva batalla de las Gravelinas. Tras ésta, la opción de
Medina Sidonia para no arriesgar más a sus naves y hombres fue la de rodear las
islas británicas eludiendo así el bloqueo anglo-holandés del Canal de la
Mancha, aunque las tormentas acabaron por diezmar la expedición. Por mucho que
Felipe II aludiera más tarde a que había enviado a sus naves a luchar contra
los hombres y no contra los elementos, la opinión de Stradling sostiene que
nadie se ocupó en España de construir galeones, de fabricar una artillería
apropiada y, en definitiva, de crear todo un aparato naval permanente3. El mito
creado en torno a la derrota del poder naval hispánico con la Invencible,
difiere mucho de la realidad histórica: tras el desastre de 1588, Felipe II fue
consciente de la necesidad de fomentar un poder naval fuerte para sostener su
hegemonía mundial pues no va en ello menos que la seguridad de la mar y de las
Indias y de las flotas dellas, y aún de las propias casas. Una vez asumido este
concepto, Felipe II emprendió una política de construcción naval sin
precedentes; de este ímpetu surgieron la Flota de Barlovento, la Flota de los
Mares del Sur, Los Doce Apóstoles (de más de mil toneladas) y setenta naves de guerra
más, que no en vano incitaron el temor de Isabel I ante una posible segunda
invasión. Con la misma iniciativa se fortificaron ciudades costeras, tanto en
la Península como en otros puntos de la Monarquía y —para mayor pasmo, pues
habían sido prohibidos por los Reyes Católicos en 1498— se facilitaron
préstamos para construir naves dedicadas al corso y se eximió del pago del
Quinto Real, fructificando bases en Cantabria y Galicia a modo de protección de
las costas, las rutas y los corredores militares. El caso del corso hispánico
fue verdaderamente curioso, no solamente por el caso de «amnesia histórica» de
los monarcas, sino por su carácter defensivo, en contraposición con el de los
corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los corsarios al servicio del Rey
Prudente fueron considerados como un mal menor ante la imposibilidad de la
Monarquía de asegurar todos los frentes, a pesar de la política de construcción
naval. Cabe preguntarse si esta aceptación del corsarismo escondía en su
interior la incapacidad de la Monarquía Hispánica para mantener a raya a sus
adversarios en el mar.
Felipe
III: los proyectos y la realidad
Siguiendo las
instrucciones de su padre, Felipe III se preocupó por cerrar todos los frentes
bélicos que mantenía la Monarquía Hispánica; la Paz de Vervins (1598) y la Paz
de Londres (1604) supusieron el fin de las hostilidades con Francia e
Inglaterra, respectivamente, mientras que la Tregua de los Doce Años (1609)
posponía el conflicto con los holandeses hasta 1621. Sin embargo, que se cerraran
los frentes de manera oficial, no significa que se cerraran de manera real: las
hostilidades en el mar prosiguieron, de forma encubierta, en el Atlántico, el
Pacífico, el Índico y en especial en la zona del Caribe.
La política naval iniciada
por Felipe II se truncó en gran parte debido al clima de la Pax Hispanica y
también por la sangría a las maltrechas finanzas (debido a la política de
Carlos I y Felipe II) que suponía mantener a los ejércitos y la marina, estando
los rivales en paz. Además, tanto la historiografía, que se ha centrado más en
las figuras de Carlos I, Felipe II, Felipe IV y Carlos II por su trascendencia,
como la tarea de los reputacionistas, al borrar el rastro de los arbitristas
que rodearon a Felipe III, hace difícil encontrar algún indicio de sus
actuaciones en el tema naval.
Lo que demostró ser un
factor de gran valor para la Monarquía fue el papel del corsarismo como medio
para la defensa de las rutas y las costas hispánicas, al igual que con los
últimos años del reinado de Felipe II. Cada vez más a los corsarios se les
atribuyeron nuevas funciones y así terminaron por cobrar más importancia y
fueron insustituibles. Con el tiempo, los consejeros del rey tendrían más en
cuenta al papel de este corso hispánico, que acabó apareciendo como un elemento
indispensable en muchos proyectos navales.
El Mar del Norte cobró una
renovada importancia ya que la estrategia en este medio era fundamental de cara
al reinicio de las hostilidades con los holandeses. La monarquía encontró en la
figura del marqués de Velada al hombre que debía planificar el poder militar
naval de cara a enfocar el conflicto con ventaja, o al menos con igualdad,
frente a los enemigos. Impresionado por la visión y los proyectos de Velada,
Felipe III creyó conveniente reforzar la armada de guerra. En este proyecto del
marqués —cuyo inspirador fue Gauna, pionero de la escuela vizcaína de
pensadores y gestores en torno a la marina— se veía cómo la amenaza verdadera
de la armada no era sólo por su poder militar sino que también se convertiría
en un elemento de presión sobre la población y la economía de los rebeldes, ya
fuera bloqueando sus puertos, cortando sus líneas de suministros o hundiendo su
flota pesquera, base en gran parte de su economía. Esta política tuvo su éxito,
ya que se hundieron cerca de dos mil barcos de pesca; pero, aunque la situación
llegó a ser desesperada para los holandeses, no fructificó como se esperaba
puesto que éstos consiguieron apoderarse de la Flota de la Plata recuperando
con creces lo perdido.
Las únicas actuaciones de
Felipe III ante el tema naval consistieron en seguir con la política del corso
y la empresa del Mar del Norte, ambas ya perfiladas por su padre Felipe II. Con
éstas se aseguró el rey mantener abierta la ruta de suministros hasta Flandes
por la que mandar dinero, tropas, municiones y alimentos. Felipe III contribuyó
a consolidar las rutas marítimas y a frenar un tanto las amenazas a las que
estaban expuestas, aprovechando el periodo de relativa paz que se vivía en
Europa. Antes de cerrar los conflictos con los ingleses y holandeses se
constató la eficacia de las medidas tomadas por Felipe II tras el desastre de
1588: cada vez era más difícil y arriesgado irrumpir en el comercio hispánico4.
Sin embargo, en Portugal las clases comerciantes y dominantes se quejaban a
menudo —un descontento que crecería con el tiempo— del desentendimiento en el
que cayeron sus rutas comerciales por parte de la monarquía, orientada hacia
otras miras, usando para ello las infraestructuras navales portuguesas, algo
común al resto de los reinos. El inicio de la guerra de los Treinta Años en
1618, brindó una nueva oportunidad para comprobar la eficacia de la política
naval, sobre todo en el Mar del Norte. A modo de imitación de Carlos I, quien
usó los puertos flamencos para atacar a Francia, Felipe III usó los corredores
militares del Mar del Norte para actuar en el Imperio, jugando estratégicamente
con la armada y el ejército terrestre.
El problema que surgió
bajo el reinado de Felipe III, y que afectó a los reinados siguientes, fue la
falta de hombres de mar experimentados, dolencia que ya afectó al Rey Prudente.
Mientras que en el ejército terrestre se dieron figuras de renombre como don
Ambrosio de Spínola; en el mar, desde la muerte de Álvaro de Bazán, no se
produjeron figuras de su mismo talante, mientras que ingleses y holandeses iban
proliferando cada vez más en barcos, tácticas y dotados hombres de mar, tanto
para tripulación como para el mando. Sin embargo, las palabras como las del
experto Semple fueron reiteradamente desoídas por el monarca y su círculo de
consejeros:
Tengo 40 años
de experiencia tras de mí, de modo que los ministros de Vuestra Majestad harían
bien en escuchar mis propuestas.
Felipe
IV y Olivares
Bajo el reinado de Felipe
IV y el gobierno de Olivares la Monarquía Hispánica vio renovado su ímpetu
militar y su propio canto de cisne como potencia hegemónica. El conde-duque de
Olivares menospreció el poder naval frente al terrestre de los Tercios,
llevando a cabo varias políticas militares en las que relegó la marina a un
lugar secundario; la ironía del destino le llevó a dejar cierta cantidad de
dinero en su testamento para la creación de una escuela de marinería. La ya
tradicional desconfianza hacia mandos extranjeros fue más destacada en este
período: los oficiales italianos, portugueses o flamencos del Rey Católico
fueron paulatinamente retirados del poder y sustituidos por oficiales
castellanos con escasa o nula experiencia; incluso a Ambrosio de Spínola le fue
retirado su cargo de Almirante de las Galeras de Flandes.
En 1621 Olivares editó una
cédula en la que, entre otros, figuraba un proyecto para la nueva guerra
marítima por el que se pasaría a ampliar el corso y, evidentemente, a no
incrementar la marina de guerra5. De nuevo un plan de la Monarquía chocaba con
la mentalidad castellana y, hecho ya también tradicional, con las maltrechas
finanzas puesto que el proyecto requería una inversión que se escapaba de los
presupuestos. Otro punto del plan de Olivares consistía en la autofinanciación
de una armada para cada reino según sus posibilidades, prestando especial
atención al Reino de Nápoles y a la Corona de Aragón. A esta política
contribuyó la obra de Anthony Sherley, dedicada a Olivares, y en la que se
apostaba para que la Monarquía Hispánica encontrara un aliado en el Mar del
Norte; de esta manera se cumplirían las previsiones del autor:
Ingleses y
holandeses se han convertido en los amos del mar y del comercio a costa de
burlar nuestro poder en tierra (...) Su Majestad debe mantener una gran flota
en las aguas de Flandes. No importa que existan sólo dos puertos apropiados,
Dunkerque y Ostende. Ambos pueden ofrecer un fondadero seguro (...) para una
flota que cerque a los rebeldes y estrangule el comercio que los sustenta hasta
destruirlo.
Ante estos planes
surgieron dos nuevos problemas: la alarma por la financiación que el proyecto
requería y, de nuevo, la envidia de los consejeros castellanos que expusieron
otras tácticas ya que despreciaban a Sherley. Esto se justificaba con la vieja
idea de la Monarquía Hispánica como una potencia en el ejército terrestre, lo
cual se creía suficiente para vencer e imponerse.
La idea básica de Olivares
radicaba en llevar a cabo completamente sus planes basándose en la colaboración
de todos los reinos. Los informes encargados respecto de la política naval más
conveniente a seguir especificaban (...) formar
para nuestra defensa marítima varias escuadras, de modo que esta Corona pueda
realizar al fin la restauración comercial.
Los planes de Sherley se
apartaban, pues, de los planes elaborados por el valido. El autor inglés
pretendía, básicamente, imitar a los rebeldes holandeses: explotar los puertos
para la construcción y potenciar nuevas bases navales y comerciales, hechos que
de paso animarían a la economía de los Países Bajos. En cuanto a la Península,
seguiría ésta una política autárquica, lo que se traducía en un esfuerzo
considerable para proteger las rutas hispanas y portuguesas.
Lo cierto es que con
proyectos presentados por extranjeros o por el propio Olivares, en 1623 el
proyecto para la reforma de La Flota de la Plata sólo prosperó al aceptar
barcos holandeses e ingleses en las filas hispánicas ya que no quedaba otra
opción por la terrible escacez que padecemos en estos reinos. El mismo año,
Felipe IV debió pedir a las Cortes de Castilla más dinero ante las alarmantes
noticias de un gran rearme de los holandeses y el peligro que esto suponía; de
tal magnitud se consideró el asunto que por primera vez en la historia de la
Monarquía Hispánica se triplicaron, durante seis años, los presupuestos anuales
para la marina de guerra. Por su parte, Olivares se centró en intentar
convertir a los aristócratas de Sevilla con intereses comerciales, en futuros
miembros del aún por crear Almirantazgo, algo que en otros estados europeos se
hacía desde aproximadamente un siglo.
El estancamiento militar
terrestre hizo que se valorara la marina de guerra a finales de la década de
1620 e inicios de la de 1630: se protegieron mediante corsarios los convoyes
hacia los Países Bajos (que a su vez debían traer productos procedentes del
Báltico) y se aprovecharon los períodos invernales para impulsar el corso hacia
los rebeldes. Como testimonio de estos éxitos nos han llegado las palabras de
Manuel Sueyro, un espía en Zelanda, en las que advertía la cólera causada entre
los rebeldes a causa de las acciones navales hispánicas. Otras voces, como las
del cardenal De la Cueva, o la propia gobernadora de los Países Bajos, Isabel,
confirmaban esta opinión, añadiendo que el deseo de venganza de las Provincias
Unidas contra la Monarquía Hispánica se estaba convirtiendo en deseo de
reconciliación.
A esta derrota de los
rebeldes se debe sumar la de los otros enemigos. Inglaterra, en este caso, fue
quien sufrió las iras de los corsarios hispánicos, incluso en la ciudad de
Londres. También allí la situación se invertía contra el enemigo y las mismas
voces que empezaron a pedir la guerra pasaron ahora a pedir la paz.
Ahora bien, si esta
política del corso aportó tales beneficios a la Corona, la prohibición de
comercio con el enemigo afectó a la propia monarquía. Desde los Países Bajos se
veía cómo esta medida estaba poco a poco arruinando el país. Retama llegó a
decir al rey y a su valido que estas medidas que ahora aportaban quejas podían
acabar con una rebelión en las «provincias obedientes». En 1627 las oleadas de
protestas se hicieron más evidentes, pero nada se hizo desde el seno de la
monarquía, puesto que ahora el conde-duque de Olivares tenía la vista fijada en
el Báltico a resultas de la guerra de los Treinta Años. Con fecha de 1628 se
encuentra un memorial de Olivares en el que se pone de manifiesto el
pensamiento del valido en cuanto a la estrategia naval. En este caso el valido
consideraba una guerra ofensiva por mar como la ruina de un Estado, con lo que
su posición final consistió en intentar recurrir a la fuerza del Emperador para
unir sus naves y cortar las líneas de suministro de los enemigos, hundiendo así
la economía de las potencias protestantes del Báltico. Sin embargo, contra este
plan se alzaron las voces de los comerciantes de Amberes, quienes querían
reactivar su maltrecha economía y no contribuir de nuevo con sus barcos,
hombres y dinero a un nuevo proyecto. Además, una guerra contra las potencias
del Báltico les aportaría un nuevo enemigo a sumar a los holandeses e ingleses.
Pero de nuevo Olivares atendía a otros asuntos: en esta ocasión a una posible
invasión de Inglaterra para lo que necesitaba la colaboración de Francia, y por
ello era necesario que Olivares pactara con Richelieu una posible ayuda en el
asedio a La Rochelle. Poco a poco, el valido fue acrecentando sus expectativas
respecto al poder naval, llegando a incluir en su lenguaje cotidiano metáforas
relacionadas con el mundo del mar. Según Stradling, la sal había entrado definitivamente en sus venas (...) Su mente se
veía estimulada por la dimensión marítima de su trabajo. Se veía a sí mismo
como piloto de la nave del Estado.
Poco a poco Olivares fue
prestando más atención al mar, pero no por interés real, sino por la cada vez
más desastrosa situación de los ejércitos hispánicos y por las llamadas guerras
relámpago que contribuían a la sangría de dinero que escaseaba con el paso del
tiempo. A su vez, el Almirantazgo se hallaba en una verdadera lucha interna
para hacerse con el poder, de la que Spínola dejó un testimonio:
… me veo
obligado a reconocer los problemas cada vez mayores por la falta de
inteligencia entre el personal del Almirantazgo.
La situación fue a peor en
el momento en que todos los oficiales de las flotas que no eran castellanos
fueron relevados de sus puestos de mando, siendo sustituidos por castellanos
poco o nada cualificados. La corrupción que se dio de inmediato paralizó todas
las operaciones en activo o en proyecto. Según la gobernadora Isabel:
Nada impedirá la ruina de estas
armadas, lo que sería de lamentar considerando la cantidad de bajas que han
causado en nuestros enemigos.
En esta delicada situación
se tuvo que prestar atención al Atlántico, espacio por el que navegaban a sus
anchas piratas y corsarios y por lo que se paralizaron todas las acciones
navales. El nuevo empeño militar de Olivares para firmar (a estas alturas y
viendo la realidad) una paz honrosa con las Provincias Unidas, hizo al valido
sopesar la importancia de las acciones navales. La plena conciencia de la
armada como un poder efectivo llevó al valido a impulsar más el tema naval. Las
palabras del marqués de Gelves reconfortaron más aún a Olivares:
Cada escudo gastado en la armada
aprovecha más que diez destinados a los Tercios, y no sólo por el daño acusado
al enemigo, sino porque devuelve la inversión a la Corona (...) Dicha armada,
sin embargo, demanda alguien que conozca la gente de la flota y sepa afrontarse
a los problemas cuando surgen.
La archiduquesa Isabel
fue, de nuevo, quien puso un tono de realidad en los proyectos de Olivares al
instarle a buscar oficiales aptos y a establecer puntos estratégicos de control
en el Mar del Norte y el Sund; sin embargo, los múltiples frentes abiertos en
la Monarquía Hispánica hacían de cualquier proyecto una fantasía en cuanto a su
financiación, sobre todo por la negativa de Felipe IV ante cualquier proyecto
que fuera más allá de Castilla.
A partir de entonces los
desastres tocaron plenamente a la monarquía y a sus flotas. La media de
duración de un navío con la bandera de la Monarquía Hispánica era de tan sólo
setenta días en el mar. La desolación se empezó a apoderar de los barcos,
llegando al extremo de quedar algunos de ellos en los puertos pudriéndose, al
no poder pagar ni a las tripulaciones ni los víveres.
Los rebeldes holandeses
apresaron dos veces seguidas la Flota de la Plata, logrando que su enemiga
acérrima no renovara en absoluto sus maltrechas finanzas; además, el gran botín
logrado por los Mendigos del Mar sirvió para frenar el descontento en las
Provincias Unidas y recuperarse de las pérdidas en la guerra. El poderoso
coloso hispánico se tambaleaba y su mejor baza, la armada, le seguía los pasos.
El embajador de Venecia en Madrid envió una carta al Senado en 1632 en la que
decía:
… los holandeses son ahora más que
nunca los amos absolutos del mar, pues España ya no tiene marineros y apenas
alguna fuerza naval de relieve.
Desastres como Matanzas
destrozaron al completo la armada y la moral, pues cada vez abundaban menos los
hombres dispuestos a morir en el mar. La desesperación por cubrir todos los
frentes, en una clara inferioridad, llevó a que escuadras enteras sucumbieran a
causa de los temporales en un desesperado intento de llegar a salvar tal puerto.
Los corsarios también fueron víctimas de esta derrota general y cada vez eran
más las víctimas ante los holandeses. En 1630 el monarca sueco Gustavo II
Adolfo consiguió destruir una importante escuadra hispánica en el Báltico con
lo que, además de dinamitar el proyecto hispano-imperial de dominio de la zona,
se cortó la vía de suministros de materias primas necesarias para la
construcción naval. Con el conflicto con los holandeses abierto y en el peor
momento para la Monarquía Hispánica, la Francia de Richelieu declaró la guerra
en 1635. El marqués de Aytona aseguró a Felipe IV:
El mayor daño que podemos infligir a
Francia es destruir su comercio y asegurarnos así la quiebra del rey francés.
Así, la armada era
imprescindible en esta estrategia para nuevas guerras. El problema residía en
que la guerra era para Francia un conflicto que iniciaba en un buen estado,
mientras que la Monarquía Hispánica estaba, desde 1618, enfrascada en acciones
militares por toda Europa. El proyecto de Aytona hacía bajar la guardia en las
defensas francesas en el Atlántico, el Mar del Norte y la Península,
embarcándose en nuevas reclutas —cada vez más difíciles— y en imposibles
financiaciones. Otro error fue la poca previsión del rey y el valido en las
alianzas entre Francia y las Provincias Unidas: eran ya dos enemigos muy
poderosos en el mar, un medio que cada vez era más adverso para la Monarquía
Hispánica. Los apoyos de los reinos periféricos eran nulos, pues sus
infraestructuras estaban ya agotadas. Olivares decidió entablar negociaciones
con Carlos I de Inglaterra para hallar soporte económico y servicios
logísticos, pues hasta entonces usaban únicamente los puertos ingleses como
puntos de refugio y reunión de los barcos. Sin embargo, los ingleses fueron
lentamente retractándose de sus iniciales posiciones a medida que los
acontecimientos se sucedían.
El desacuerdo de los
gobernadores de los reinos periféricos, así como el inicio de las revueltas de
Cataluña, Andalucía, Nápoles y Portugal hicieron que Olivares aceptara el fracaso
de las empresas que se habían planeado, como, por ejemplo, el de un ataque
definitivo contra Francia, lanzado desde ambos mares (...) y así hemos resuelto
hacerlo si Dios quiere ayudarnos. Para más desesperación de Olivares, un espía
castellano en La Haya informó sobre los rumores de actuación franco-holandeses:
Han comprendido que por sí solos
pueden destruir la mayor parte de los negocios por mar y elevar al doble el
coste de los actuales (...) perciben también que los españoles se resisten a
abandonar sus métodos, que están encantados por las presas de los corsarios, y
aún depositan toda su confianza y fe en grandes flotas comandadas por
inexpertos.
Las angustias de Madrid
crecían ante tales palabras, y el gobernador don Fernando de Austria no auguraba
una situación mejor:
En el canal, el general Dorp está a la
espera con sus barcos de guerra. Por si ello no bastara, el conde de Oñate me
avisa que tanto los holandeses como el rey de Francia se esfuerzan por sumar a
los suyos los barcos del rey de Inglaterra contra nosotros (...) Como veis,
desde todas partes se nos condena y amenaza.
Todos los planes que
Olivares tramó resultaron estériles. Alcalá-Zamora estimó las pérdidas de la
Monarquía Hispánica entre 1638 y 1640 en más de cien naves, doce almirantes,
cientos de oficiales y veinte mil marineros. Mientras estas cifras golpeaban a
la Monarquía, Felipe el Grande emulaba a Felipe el Prudente aceptando el
devenir de los acontecimientos como la voluntad divina del Ser Supremo,
agradeciendo de antemano la victoria que le sería dada. En 1639, las dos
batallas de Las Dunas, el almirante Tromp asestó un golpe total y absoluto al
quebrado poder naval hispánico: las grandes pérdidas sufridas constituyeron un
bache que la Monarquía Hispánica no superaría hasta el reinado de Carlos III.
La Flota de la Plata ya sólo llegaba a costa por las acciones tan heroicas como
suicidas de algunos oficiales muy entregados. Tras la caída del valido, Felipe
IV tomó las riendas del poder. Algunos consejeros sugirieron la idea de aceptar
en la precaria marina a corsarios holandeses leales, hecho al que el Consejo de
Guerra reaccionó casi con horror:
No es
conveniente permitir la entrada de los extranjeros con sus barcos (...) pues o
bien se convertirían en piratas que infesten aquellos mares o saquearán en su
propio provecho. Además, la flota se considera suficientemente fuerte.
Afirmar que la flota era
aún fuerte era un verdadero eufemismo: los corsarios hacía ya tiempo que se
autofinanciaban mediante sus pocas presas y lo peor era que la propia marina
les tuvo que copiar la táctica.
Por otra parte, catalanes
junto a franceses ocuparon enclaves estratégicos como Rosas y Tarragona, bases
que sirvieron para realizar incursiones a los puertos hispanos del
Mediterráneo. Stradling ha comparado la situación naval hispánica en este
momento con una representación teatral, en donde el público ve casas y bosques
en lo que es únicamente un decorado.
En 1648 la guerra se
paralizó un tanto, debido a la paz con las Provincias Unidas; para Francia era
un momento difícil, ya que Mazarino debía concentrarse en la insurrección de la
Fronda, girando su poder militar hacia su casa. La paz con las Provincias
Unidas y la capitulación posterior de Barcelona ofrecieron a Felipe IV, sino
una ventaja, un respiro. El caso de Portugal seguía abierto y se convirtió en
una obsesión para Felipe IV. Cabe añadir a este ambiente que el Lord Protector
Cromwell firmó un tratado comercial con los Braganza y un pacto de amistad con
Francia en 1655; ese mismo año pesaba una seria amenaza sobre la isla La
Española, por mano de Inglaterra, que finalmente ocupó Jamaica ante la
pasividad forzada del Rey Católico.
El pacto de amistad
anglo-francés se tornó en 1657 en una alianza defensiva contra la Monarquía
Hispánica. La guerra contra Inglaterra llevó a reunir todos los barcos
posibles, fuera cual fuera su nacionalidad. Las reformas militares navales del
Lord Protector6 y la pericia de sus almirantes, como Blake y Oliver,
convirtieron finalmente la esperanza de Felipe IV en un sueño frustrado. Las
ilusiones militares de antaño de poco servían ahora. El miedo al fracaso llevó
a algunos consejeros a escribir palabras como: tenemos que construir una gran armada, con la que rechazar al enemigo.
Don Juan de Austria será su almirante... pero no hay dinero para nada y no
podemos apelar a ninguna fuente.
Diego Enríquez de
Villegas, experto comentarista militar, ideó una escuela en 1657 para generar
una clase de nobles castellanos marineros, a modo de academia militar.
Su plan, como otros
tantos, se obvió en una Castilla con una clara y marcada cultura militar
terrestre. La reputación del poder militar se le arrebataba a la Monarquía
Hispánica. Las Provincias Unidas e Inglaterra quedaron como las potencias
marinas, y Francia como la potencia militar terrestre. La Monarquía Hispánica
era la gran derrotada.
Conclusiones
Visto el panorama en el
ámbito naval entre las fechas de 1517 y 1659, se pueden extraer varias
conclusiones que ponen en duda la existencia de un poder naval hispánico, tal y
como en ocasiones se ha presentado.
Ante todo, habría que
desmitificar dos aspectos en concreto: los éxitos cristianos que han pasado como hispánicos
y las victorias psicológicas. Del primer aspecto se ha visto cómo las acciones
como la toma de Túnez o la victoria de Lepanto no fueron logros exclusivamente
hispánicos, sino que contribuyeron otros estados europeos en función,
evidentemente, de sus intereses particulares, como, por ejemplo, el preservar
de peligros sus rutas comerciales de las que dependía su economía. Respecto a
las victorias psicológicas se debe resaltar lo hondo que caló la derrota en los
vencidos; aunque el Imperio otomano y la propia Monarquía Hispánica se
recuperaran materialmente de los efectos de las respectivas batallas, no lo hizo
del todo su mentalidad, en la que siempre quedó el estigma de la derrota. Como
ejemplo de esto se puede tomar el caso del Imperio otomano que a los pocos años
de Lepanto volvió a tener la misma fuerza en el Mediterráneo aunque ya no se
aventuraron a combatir tan decisivamente contra los cristianos.
Una segunda conclusión
radicaría en lo tardía que fue en la Monarquía Hispánica la percepción del
poder naval como pieza estratégica para el dominio mundial. En 1760, Choiseul,
el primer ministro francés, decía:
En el estado actual de Europa son las
colonias, el comercio y, en consecuencia el poder naval, lo que determina el
equilibrio de fuerza en el continente.
Esto que en el siglo XVIII
se tenía tan claro, en los albores de la Época Moderna no era tan apreciado,
pero entre 1490 y hasta la aparición del ferrocarril, en 1840, nos encontramos
con la edad de oro del poder naval. Según Mahan: una época en la que el control de las aguas de importancia estratégica
decidía el equilibrio de fuerzas tanto en Europa como fuera de ella.
Aunque a comienzos del
Renacimiento no se tuviera la perspectiva de Choiseul, es obvio que estados
como Inglaterra o las Provincias Unidas vieron en el mar su futuro, la clave de
su poder comercial y económico, para lo que era necesario desarrollar su poder
naval. En la Monarquía Hispánica, y pese a ser la que tenía el monopolio
americano, no se tuvo esta perspectiva: no se vio qué se podía obtener con
dominar el mar. Haría falta una derrota que sería sonada en Europa para que se
apreciara el error. La fecha de 1588, y contrariamente a lo establecido
comúnmente, marcó el inicio del poder naval hispánico o, al menos, la
preocupación real por éste. Felipe II tomó buena nota de la derrota de la
Invencible y se preocupó por crear una marina a la altura de las
circunstancias; pero dinero, barcos y hombres ya se habían perdido y, lo que
fue fatal, los estados rivales ya habían empezado a jugar la baza del poder
naval y a probar su eficacia. Resulta irónico encontrarse con que fue el propio
Felipe quien en 1555, como rey consorte de Inglaterra, previno a los ingleses
de los riesgos que corrían sus desprotegidas costas y el estado de su marina
ante una posible invasión.
Por otra parte, otro grave
error fue confiar en las estructuras navales de los llamados reinos periféricos
para los objetivos que se marcaban desde Castilla. Con esto el poder naval
hispánico se fue también castellanizando, pero a la vez no se dieron medidas ni
para acrecentar el poder naval de Castilla, ni para suplir las deficiencias de
los demás reinos en su obligado servicio al rey. Como ejemplos podemos tomar
los casos de Portugal, los Países Bajos y la ciudad de Barcelona.
Con la incorporación del
Reino de Portugal a la Monarquía Hispánica en 1580, bajo el reinado de Felipe
II, las estructuras navales propias de Portugal y enfocadas a su comercio en
Asia, India y Brasil, tuvieron que adaptarse a las demandas de Castilla. Esto
provocó un claro declive del comercio portugués ya que sus estructuras navales
no obedecieron a su función, además de un resentimiento de la clase comerciante
portuguesa.
En los Países Bajos
ocurrió algo similar. Con el inicio de la guerra de los Ochenta Años entre la
Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas, los intereses comerciales propios
de los Países Bajos se vieron obligados a cambiar debido al contexto de la
guerra que inició la Monarquía Hispánica, un hecho que, como en Portugal, causó
grandes recelos e inestabilidad social.
Carlos I necesitó la ayuda
de la flota de guerra genovesa para imponerse a Francia en un episodio más de
las guerras franco-hispánicas mantenidas a lo largo de su vida por el César.
Como compensación, el monarca ofreció a los genoveses el comercio del
Mediterráneo que conectaba con Sevilla, eliminando los intereses de la Corona
de Aragón, quien hasta entonces controlaba la ruta.
Estos son unos ejemplos de
cómo los intereses hispanos afectaron a los reinos hispánicos y, por lo tanto,
de cómo la dependencia de las estructuras navales de estos reinos periféricos
no estimularon una política naval desde Castilla a la altura de las
circunstancias, sino que, por el contrario, llevaron a una confianza extrema en
los recursos foráneos. A la vez, con las clases dominantes de los reinos
periféricos más disgustadas (y susceptibles de rebelarse) con la política de
Castilla, se tuvo que ceder a sus demandas olvidando, obviamente, los enfoques
que se dieron a tales estructuras externas de Castilla.
Un factor más a sumar al
tema naval era el hecho de que los «extranjeros» fueran mal vistos e incluso
odiados si acaparaban demasiado la atención del monarca. Fue así cómo gente
experimentada en los temas navales fue dejada de lado a favor de castellanos
con una experiencia naval inferior; a veces, incluso nula. Las voces de
consejeros expertos, como Semple, Spínola y Sherley, entre otros, fueron
desoídas e incluso enmudecidas por castellanos que no soportaban la presencia
extranjera en los círculos de poder de la Corte. De la misma forma, los
oficiales fueron desplazados por otros de procedencia castellana aunque, como
Medina Sidonia, reconocieran que lo único del mar que sabían era de sus mareos.
Un nuevo error de la
Monarquía residió en que tras la Invencible el verdadero problema que surgió, y
que no se subsanó, no fue tanto la pérdida de barcos, sino la pérdida de
hombres de mar. Tras 1588 Felipe II ordenó la construcción naval como prioridad
pero no se preocupó por la formación de gente para tripularlos ni para
mandarlos en combate. El almirante británico Nelson reconocería visitando Cádiz
que:
Los españoles
son capaces de hacer buenos barcos, aunque no consiguen preparar hombres.
El detalle de Olivares en
su testamento, dejando cierta cantidad para la creación de una escuela de
marinería, así como el proyecto de Villegas en 1657, son buenos testigos de
este hecho.
Como último aspecto sobre
el poder naval hispánico ha de valorarse el papel del corso. En 1498 los Reyes
Católicos con la Pragmática Sanción prohibieron para ellos y sus herederos la
práctica del corso por parte de sus súbditos. Felipe II, ante las
circunstancias, debió ceder en ese punto olvidando esta ley y estimuló el
corso. Este es un aspecto de la política naval hispánica muy chocante. Los
corsarios eran muy mal visto en toda la Monarquía —llamados también perros,
maldito y mendigos del mar— pero a la vez fueron necesarios para defender los
puertos y rutas comerciales ante la avalancha de incursiones enemigas por parte
de holandeses, ingleses y hugonotes franceses. Esta medida significó que la
Monarquía Hispánica se veía incapaz por ella sola de actuar en todos los
frentes con sus propios recursos. También cabe decir que el corsarismo era
visto por los contemporáneos y por algunos historiadores actuales, como el
«recurso del débil» ante la conciencia de inferioridad. A medida que avanzó el
tiempo y los enemigos se hicieron más fuertes y se incrementaron, los corsarios
se iban convirtiendo en más necesarios. Esto quedó reflejado en las ventajas
que se otorgaron a estos marinos: se les subvencionaba la construcción del
barco, las provisiones, el pago de las tripulaciones e incluso se les eximió
del pago del Quinto Real; es decir, la parte del botín que correspondía a la
Monarquía. Los corsarios, inicialmente, actuaron como apoyo a la armada de
guerra, pero finalmente acabaron como único recurso para proteger el Caribe,
los puertos peninsulares y los convoyes con suministros y tropas por los
corredores militares.
Por otra parte, la
Monarquía Hispánica desaprovechó las oportunidades de mejorar sus flotas. Por
ejemplo, durante la Tregua de los Doce Años se dieron ambos contendientes un
respiro para recuperarse y renovar su poder. Mientras que las Provincias Unidas
buscaron aliados e impulsaron en gran manera su poder militar, la Monarquía
Hispánica cerraba un frente y abría otros como consecuencia del papel de
árbitro que debía jugar como fuerza hegemónica (la Guerra de Mantua) y su
parentesco con los Habsburgo de Viena (el involucrarse en la Guerra de los
Treinta Años). Con estas premisas no era de extrañar que tras la tregua, las
Provincias Unidas se hubieran convertido en una potencia militar y naval de
primer orden. La Monarquía Hispánica no pudo tampoco centrarse del todo en su
poder naval: las estructuras navales de los Países Bajos no se recuperaron al
mismo ritmo que las de las Provincias Unidas, en gran parte debido a su
relegación a los intereses castellanos, y Portugal debió soportar la incursión
en sus dominios asiáticos de los corsarios ingleses y holandeses. Con la
conciencia de este hecho que ya se tenía en la época, no debe sorprender que
los rebeldes holandeses rehusaran ampliar la duración de la tregua, en un
momento en que eran superiores; frente a esto, la Monarquía Hispánica daba ya
signos claros de un evidente desgaste a todos los niveles, desde lo económico
hasta lo militar.
Actualmente, y desde
nuestra perspectiva, puede parecer imposible ver cómo un pequeño territorio
como las Provincias Unidas se hiciera con la victoria ante el poderoso gigante
que parecía la Monarquía Hispánica. La clave de la victoria fue que este pequeño
territorio centró todos sus esfuerzos e intereses en un gran desarrollo de los
asuntos navales, que le daría la solución económica y militar teniendo,
evidentemente, plena conciencia de que se jugaba el éxito a la carta militar
únicamente; de hecho, significó su supervivencia entre 1565 y 1609. El
desarrollo de este plan, la estrategia con la que se hicieron los holandeses,
les otorgó el éxito frente a ese gigante tan inmenso y poderoso, pero que tardó
en jugar, y jugó mal, la carta estratégica que le tocaba y que no desarrolló
suficientemente.
No se daría hasta el
reinado de Felipe V, y con la política italiana de Alberoni, la recuperación de
la preocupación por el mar, al observar la estrategia británica y su desarrollo
y éxito. Tras las reformas de Carlos III, la marina de guerra llegó a ocupar
una tercera posición, tras Gran Bretaña y Francia, y en igual nivel que Rusia;
sin embargo, ya ha sido señalado el problema casi endémico de la flota en las
citadas palabras de Nelson: la falta de hombres aptos para su manejo.
Roger MESSEGUÉ I
GIL
Historiador
NOTAS
Es curiosa la inicial (e
incluso airada) respuesta del rey: ¿No les debe parecer famosa la de Flandes,
ni deben pensar lo que se gasta en ella? Poco fundamento tiene lo de
Inglaterra.
2 Éste fue uno de los
muchos planes trazados por los consejeros del rey. Finalmente se desestimó la
opción de un ataque directo desde la Península, reuniendo para ello en un solo
grupo a la Armada y los Tercios.
3 A esto debería añadirse
lo que Parker define como las consideraciones técnicas, tácticas y operativas
que eran para ellos (los consejeros y el rey) un libro cerrado.
4 Por el contrario, el
Caribe siguió un tanto desprotegido, algo que Felipe II abandonó con tal de
centrar todos sus esfuerzos en la Armada de 1588.
5 En esta fecha Olivares
creyó suficiente aumentar la flota del Atlántico hasta una fuerza de cuarenta y
seis barcos, una cantidad que se aventuraba un tanto limitada ante el número de
enemigos lanzados al mar.
6 Domínguez Ortiz y
Stradling consideran que las acciones de Cromwell en la guerra franco-hispánica
pusieron fin al punto muerto, debido al equilibrio y desgaste de ambas
potencias tras 1635 y especialmente tras Rocroi en 1643.
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file:///C:/Users/Familia/Downloads/La_renovacion_de_la_Historia_de_las_Batallas.pdf
Batalla de Túnez (1600). Frans Hohenberg.
Lámina de la toma de la plaza berberisca de Túnez en 1535 por Carlos I. Puede
observarse al fondo la fortaleza de La Goleta, que protegía la entrada al
puerto tunecino.
https://archivoshistoria.com/pirateria-berberisca-espana/batalla-de-tunez-frans-hohenberg-1600/
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