viernes, 24 de junio de 2022

 El problema judío

Antonio Domínguez Ortíz  

     Adoptamos este título en aras de la brevedad aunque no sea rigurosamente exacto. La Inquisición no tenía potestad sobre los no bautizados, por lo tanto, tampoco sobre los judíos. Sus víctimas fueron los judíos que, después de bautizados, volvieron a la práctica de su antigua fe. Los nombres que se les han dado han sido muchos: judaizantes, criptojudíos, marranos, judeo-conversos... No todos son equivalentes en sentido estricto; hay algunos matices que no vamos a detallar porque su sentido general es claro. Los hubo en toda Europa, pero sólo en la Península Ibérica formaron un grupo numeroso, una clase social definida. El fenómeno converso (en el que también se incluyen los musulmanes bautizados y sus descendientes) es típicamente hispano; si no forma el tema central de nuestra historia, por lo menos hay que admitir que es uno de sus episodios más relevantes.

 La comunidad judía española fue importante por su número, y más aún por su significación social; en los siglos centrales de la Edad Media integraba una buena parte de la burguesía ciudadana; eran los judíos fieles servidores de los reyes, que los amparaban, y entre los que reclutaron a muchos de sus funcionarios; no pocos desempeñaron cargos de confianza en los palacios de los magnates como secretarios y administradores. Tanto en  la España cristiana como en la islámica, brillaban los nombres de filósofos, poetas y hombres de ciencia judíos; en ciertas profesiones liberales, sobre todo en la medicina, ejercieron casi un monopolio. Pero no hay que pensar que todos eran ricos, sabios e influyentes; la mayoría eran modestos tenderos y artesano: que llevaban una laboriosa y oscura existencia.   


  El siglo XIV fue sombrío y desdichado en toda Europa; terribles epidemias, hambres, guerras y crisis económicas asolaron nuestro continente. Como siempre que van mal las cosas, la gente busca culpables; los judíos hicieron el papel de chivo expiatorio. En España, a una secular convivencia (nunca fácil, siempre acompañada de fricciones) siguió una etapa de franca persecución que culminó en 1391, año en que gran parte de las juderías de Castilla y Aragón fueron asaltadas y asesinados no pocos de sus moradores. Muchos se bautizaron entonces para escapar a la muerte; siempre hubo conversos, por interés o por convicción, pero a partir de este momento su número creció en proporciones vertiginosas. Paralelamente aumentaban las medidas discriminatorias y vejatorias contra los judíos, la reclusión en barrios especiales, el porte obligatorio de vestiduras groseras y distintivos especiales, la prohibición de practicar ciertas profesiones.


  El resultado fue, a todo lo largo del siglo XV, un trasvase acelerado desde las juderías a la nueva clase social de los judeoconversos. A medida que se empobrecían las primeras aumentaba el número e influencia de los segundos. Unos ocupaban altos cargos eclesiásticos, otros desempeñaban puestos dirigentes en los municipios, se enriquecían en actividades mercantiles o practicaban las profesiones que estaban vedadas a sus antiguos correligionarios. Muchos de ellos seguían siendo ocultamente judíos, otros cayeron en la indiferencia religiosa y el escepticismo; no pocos se hicieron cristianos sinceros e incluso fanáticos, como Jerónimo de Santa Fe, que se dedicó a polemizar con acritud contra los judíos. Para la masa cristiana, sin embargo, todos eran indeseables, porque la antipatía que despertaban no era sólo de naturaleza religiosa: se desconfiaba de su cristiandad y a la vez se envidiaba la posición social que habían alcanzado. Encontramos a los conversos mezclados en los azarosos vaivenes de la política castellana, actuando con frecuencia como grupo de presión, casi como partido político; los motivos religiosos, los socioeconómicos y los políticos se mezclaban de manera inextricable en aquella caldera en ebullición que era la Castilla de Juan II y Enrique IV. En los países catalano-aragoneses el problema judeoconverso tenía perfiles menos dramáticos.

Objetivo: aniquilar los criptojudíos

  Estos antecedentes explican que algunos autores hayan pensado que la cuestión religiosa fue sólo un pretexto. La Inquisición habría sido una institución creada por los reyes para destruir una clase social prepotente y aprovecharse de sus despojos; opinión insostenible, porque la Corona siempre halló eficaces auxiliares en judíos y conversos, y el botín ocasional que produjera su destrucción no compensaba la pérdida permanente de riqueza que acarreaba. La persecución hacia los judaizantes, que en la masa popular estaba teñida de resentimiento social, en el pensamiento de Isabel la Católica tenía una fundamentación religiosa. A su llegada a Sevilla los reyes captaron las dimensiones del problema, que en toda la Baja Andalucía era de especial agudeza. Andrés Bernáldez, cura del pueblo de Los Palacios, que nos ha dejado un relato lleno de vida y animación de aquellos tiempos, habla en términos rebosantes de odio de aquellos conversos que habían alcanzado «muy gran riqueza y vanagloria», que «vivían de oficios holgados, y en comprar y vender no tenían conciencia con los cristianos. Nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados, ni lo enseñaron a sus hijos, salvo oficios de poblados, y de estar asentados ganando de comer con poco trabajo».


  Se trataba, pues, de un problema social, incluso de un problema, como diríamos hoy, de orden público, ya que en muchas ciudades de Andalucía y Castilla la Nueva se había llegado a enfrentamientos de gran violencia, en los cuales los conversos habían contado con el apoyo de un sector de la nobleza. El incidente más dramático fue la muerte del condestable Lucas de Iranzo, defensor de los conversos. Pero en el fondo estaba siempre la cuestión religiosa, y ella era la esencial para la reina Isabel; no tanto para su marido Fernando, más político, pero que acabó haciendo suya la política inquisitorial y antijudía. El deseo de acabar con los falsos conversos no sólo inspiró la fundación de la Inquisición sino también la posterior expulsión de los judíos, en 1492, pues la finalidad, expresamente confesada en el real decreto, fue evitar la permanente tentación que para los conversos significaba la convivencia con sus antiguos correligionarios. Consecuencia de la expulsión fue el incremento numérico del grupo converso, pues un elevado porcentaje de los doscientos o doscientos cincuenta mil judíos afectados por el decreto prefirieron recibir el bautismo. Ni qué decir tiene que la sinceridad de estas conversiones de última hora suscitaba muchos recelos.

Los tiempos duros

  Creada la Inquisición por bula de Sixto IV, en 1478, comenzó sus actuaciones tres años después, primero en la Baja Andalucía y después en toda España. Aunque caían bajo su competencia variados delitos, en esta primera fase fue dirigida casi únicamente contra los judaizantes, y con un rigor extremado; puede calcularse que de unos diez mil judaizantes condenados a muerte por la Inquisición en sus tres siglos largos de existencia la mitad lo fueron en el reinado de los Reyes Católicos. Al principio los amenazados de perder vida y bienes, desesperados, tramaron conspiraciones que sólo sirvieron para acentuar el rigor de la represión. En Sevilla, donde eran numerosos e influyentes, el regidor Diego Susán fue el centro de la conspiración; confiaba reunir hombres y armas suficientes para dar un golpe y apoderarse de la ciudad. Este plan descabellado fue, según la tradición, revelado a las autoridades por su propia hija, amante de un cristiano viejo. Susán y sus cómplices fueron entregados a las llamas.


  No tuvo mejor éxito el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués, planeado por conversos aragoneses de alto rango; con aquel acto absurdo, dictado por la desesperación, sólo consiguieron provocar la reacción de las masas y acentuaron la durísima represión inquisitorial, no sólo en Zaragoza, donde se cometió el crimen, sino en Teruel y otras ciudades de Aragón. En cambio, en Cataluña la mayoría de los amenazados se salvaron con una huida a tiempo, de suerte que, por ejemplo, en Lérida, de 123 judaizantes condenados a muerte en un quinquenio sólo fueron ejecutados 5; en Barcelona, en auto de fe celebrado el 10 de junio de 1491, fueron quemados 126 en estatua y sólo 3 en persona.


  Hubo, pues, dentro de la tónica general de rigor, bastantes deferencias entre unas regiones y otras, entre la actuación de unos tribunales y otros. Extremadamente duro fue el de Sevilla, que condenó a muerte a un millar de personas entre 1481 y 1524; bien es verdad que su área de actuación abarcaba zonas con gran densidad de población judeoconversa. El de Córdoba, durante los primeros años del siglo XVI, batió todos los records de arbitrariedad y terrorismo por la actuación del inquisidor Rodríguez Lucero, que envió a la hoguera a centenares de desdichados, algunos de las familias más conocidas de Córdoba, bajo la acusación, en la mayoría de los casos falsa, de haber realizado prácticas judaicas. El apoyo que obtuvo del inquisidor general, fray Diego de Deza, le prestó el arrojo suficiente para intentar el proceso del arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, cuya catolicidad era acendrada, aunque tenía ascendentes hebraicos. La sustitución del inquisidor Deza por Jiménez de Cisneros puso un término a las tropelías de Lucero, que había llegado a provocar un levantamiento en la ciudad. Lucero fue procesado y preso durante algún tiempo, pero no pagó sus crímenes, sino que se restituyó tranquilamente a su sede episcopal de Almería.


  Los tribunales de Toledo y Valencia, que son de los pocos que conservan la mayor parte de su documentación, también pronunciaron un gran número de condenas de muerte; el de Valencia relajó entre 1485 y 1592 a 643 personas; lo que quiere decir que las entregó a la justicia real para que ejecutara en ellos la pena de muerte; en el mismo intervalo de tiempo, otras 479 fueron quemadas en efigie por haber conseguido ponerse a salvo con la huida. Entre estos condenados, muchos lo fueron por practicar el mahometismo, pero la mayor proporción correspondía a los judaizantes. En cambio, otros tribunales, como los de Logroño, Llerena y Granada aparecen con cifras sensiblemente inferiores.

Prácticas sospechosas

  Estas diferencias se deben, tanto a la mayor o menor densidad de las minorías religiosas que existían en su territorio, como al mayor o menor rigor en apreciar las pruebas de judaísmo. La mayoría de estas pruebas se basaban en la delación, en el uso de la tortura o en indicios de escaso valor probatorio, por lo cual dejaban un amplísimo margen a la libre apreciación de los inquisidores. Se consideraban, naturalmente, pruebas de judaísmo practicar la circuncisión (pocos se atrevían a ello), celebrar la Pascua de las Cabañuelas y otras fiestas hebraicas, adoctrinar a los hijos en la ley de Moisés... Pero también eran reputadas como muy sospechosas otras prácticas ambiguas o indiferentes como ponerse ropa limpia interior los sábados, bañarse los días de ayuno y hasta rezar los salmos de David. No comer los productos del cerdo causaba también una presunción de judaísmo a pesar de que no pocos conversos sinceros heredaban la repugnancia secular que hacía ellos experimentaban sus antepasados y, por un bien explicable efecto de autosugestión, era víctimas de arcadas y vómitos si, en su afán de demostrar su cristiandad, se atrevían a emplear el tocino en sus guisos o a ingerir una sabrosa loncha de jamón. Para los cristianos viejos, que traían del norte usos culinarios distintos de los andaluces, el tufillo del aceite de oliva no sólo les parecía un atentado contra el buen gusto (« hace oler mal el resuello», escribía el Cura de Los Palacios) sino un indicio de mahometismo o judaísmo.  


  Dentro de este ambiente, y aplicando unos procedimientos judiciales que daban todas las ventajas a los acusadores sobre el reo, no debe extrañar que el número de condenas pronunciadas por la Inquisición en los primeros años de funcionamiento fuera elevadísima; es probable que la mayoría de los conversos, por los menos de los de fecha reciente, sufriera alguna; es verdad que en la mayoría de los casos eran admitidos a la reconciliación o sufrían penas menores; pero también hubo familias enteras exterminadas; el caso de Luis Vives es, en este aspecto, de una ejemplaridad terrible: además de sus padres, la Inquisición valenciana condenó a la última pena a su abuelo materno, dos tíos abuelos, tres tíos y dos primos. Diez personas en total.


  La mayoría de estas penas capitales eran el resultado de reincidencias. El condenado solía alcanzar gracia por la primera vez; pero desde entonces era vigilado y si se le probaba que había vuelto a practicar ritos judaicos la condena como relapso era irremisible; la única gracia que podía esperar era ser estrangulado antes de entregar su cuerpo a las llamas; para ello debía abjurar sus errores y declarar que deseaba morir en el seno de la Iglesia.   


  El pragmatismo de Fernando V de Castilla y II de Aragón se revela en que, mientras unos conversos eran terriblemente perseguidos, otros gozaban del favor real: Santángel, Pérez de Almazán, Lope Conchillos y Hernando de Zafra, todos ellos con antecedentes familiares judaicos, figuraron entre sus más íntimos y eficaces colaboradores. Al contrario que Isabel, que veía sólo el aspecto religioso del problema, para él sólo contaba el político. Estando seguro de la fidelidad de alguien, poco le importaba su procedencia. La Inquisición, además de un guardián de la ortodoxia, era para él un instrumento de dominio y una fuente de ingresos.

Los Austrias y los judíos

  La minoría judeoconversa trabajó duramente por alejar de ella el espectro de la Inquisición. Entabló negociaciones en Roma, apoyadas con abundante numerario, y obtuvo de los papas algunas bulas que intentaban mitigar los rigores inquisitoriales; pero los Reyes Católicos no estaban dispuestos a ceder sobre este terreno. Había que esperar un cambio político, que en aquellos tiempos tenía que llegar por la vía de un cambio de reinado. Primero confiaron en el rey Felipe el Hermoso, que no parecía mal dispuesto hacia ellos, pero su temprana muerte acabó con sus esperanzas. Intrigaron en los círculos allegados a Carlos de Gante; algunos participaron en el movimiento comunero. Todo sin resultado práctico. Bajo Carlos V la Inquisición siguió funcionando con eficacia; si el número de sus víctimas disminuyó mucho fue porque la masa de los judaizantes había perecido, huido o muerto de muerte natural. La mayoría de sus descendientes se integraron en el medio circundante. A pesar del refuerzo que para sus arcas significó la minoría morisca, el producto de las confiscaciones inquisitoriales bajó tanto que no sólo no proporcionaba ya dinero al Estado sino que éste tuvo que acudir en ayuda del Tribunal, gestionando para él el producto de una canonjía en cada cabildo catedralicio de España.


  El número de judaizantes era cada vez menor; a través de los autos de fe, este hecho se advierte con claridad. La integración progresaba por voluntad de la mayoría de los conversos, no del conjunto de la sociedad castellana, o de una parte considerable de ella, inventora de los famosos estatutos de limpieza de sangre, una peculiaridad española que no se dio en ningún otro país europeo. Dirigida contra todo el que tuviera antepasados no católicos, de hecho iba dirigida contra los descendientes de judíos. Con los de moriscos se tuvo mucha más indulgencia; pero éstos, con más facilidades, tenían menos interés en integrarse a la sociedad cristiana vieja. Órdenes Militares, colegios mayores, muchos cabildos eclesiásticos y seculares adoptaron estos estatutos. También la Inquisición, naturalmente; pero como una de tantas instituciones que exigían pruebas de limpieza a su personal. No formaba parte de sus fines específicos. Incluso se decía que hacía las pruebas con más negligencia que otras corporaciones.


  Carlos V no tenía madera de fanático. Aunque se consideraba defensor de la fe, y con frecuencia actuó como tal, había en él algo y aun mucho de la templanza erasmiana; los inquisidores generales que nombró no fueron tan duros como Deza o Cisneros. Desconfiaba de los conversos por tradición familiar; procuró no darles altos cargos, pero no se puede decir que siguiera contra ellos una política de persecución sistemática. Felipe II reservó sus rigores políticoreligiosos para los protestantes. Rehusó expulsar a los moriscos a pesar del parecer emitido por el Consejo de Estado en 1582, y en cuanto a los criptojudíos de Portugal, debieron felicitarse de que aquella corona recayera en el monarca español. Gran parte de aquellos criptojudíos, a quienes solía llamarse marranos (palabra de incierta etimología) procedían de los judíos españoles expulsados y refugiados en el país vecino. El durísimo trato a que habían sido sometidos no había evitado que acumularan gran parte de las riquezas y los negocios. Los reyes lusitanos, temerosos de la pérdida que representaría su ausencia, les habían prohibido emigrar y la Inquisición portuguesa tampoco quería perder una presa tan sustanciosa. Eran tratados como reses engordadas para el sacrificio. Al contrario de lo que sucedía en Castilla, no había en ellos ni voluntad ni grandes posibilidades de integración; como los moriscos españoles, su cristiandad oficial y obligatoria era una ficción que no engañaba a nadie. Los marranos deseaban salir de Portugal por dos razones: porque temían menos a la Inquisición española que a la portuguesa y porque en España esperaban hacer mejores negocios que en su país de origen, aprovechando, sobre todo, las oportunidades que ofrecía el comercio americano. Es verdad que las leyes les prohibían emigrar a las Indias, pero muchos se ingeniaron para burlar esta prohibición; en México, Lima y otras ciudades hispanoamericanas se formaron activas colonias de portugueses.
   Felipe III hizo más; aprobó las gestiones que los marranos realizaban en Roma y que, mediante fuertes donativos, le aseguraron una especie de amnistía, que por algún tiempo les puso a cubierto de las persecuciones inquisitoriales. Pero fue Felipe IV el que llegó más lejos en este aspecto, por la influencia de su favorito D. Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares, quien, a la luz de documentos recién descubiertos, aparece como hombre de talante muy liberal en una materia entonces tan delicada y propicia a suspicacias. Es posible que en la actitud enemiga a las probanzas de limpieza y en la protección que dispensó a los marranos influyera el hecho de que no todos sus antepasados eran cristianos viejos; sin embargo, no podemos considerar esta razón como determinante, pues no pocos pretendían hacer olvidar su ascendencia semítica haciendo alardes de intransigencia. No hay que olvidar que entre los peores enemigos de los judíos se encontraban algunos conversos de esta estirpe. i Hasta se sospecha, con fundamento, que procediese de ellos el Gran Inquisidor Torquemada ! Las razones del Conde Duque debían ser de índole humana y política; reconocía la gran fuerza potencial que representaban los judeoconversos por su cultura y, sobre todo, por su aptitud para ciertas profesiones que, cada vez más, acaparaban los genoveses y otros extranjeros, tales como las de banqueros y arrendadores de las rentas reales. A partir de 1627, en todos los empréstitos y adelantos que la siempre impecuniosa Hacienda Real contrataba figuraron apellidos típicamente portugueses como Fernández Pinto, Núñez Saravia y Duarte Fernández. Otros de menor categoría obtuvieron empleos más o menos fructíferos como arrendatarios de aduanas y otros impuestos o se dedicaron a actividades comerciales.


   Naturalmente, estas actividades no podían sino aumentar la escasa simpatía con que eran mirados. Mientras Olivares se mantuvo en el poder, la Inquisición actuó con relativa moderación; pocas condenas capitales pronunció contra judaizantes, y en general, contra individuos de escaso relieve. Algunos poderosos asentistas, o sea, banqueros reales, escaparon de las garras del tribunal a costa de fuertes multas, pero personalmente indemnes. En cambio, el odio popular se mantenía vivo a causa de algunos incidentes escandalosos: colocación de pasquines, profanación de imágenes... Por eso, cuando D. Gaspar fue relevado de sus cargos, en 1643, se desató con fuerza la persecución contra ellos. Al acomodaticio fray Antonio de Sotomayor sucedió en el cargo de Inquisidor General Arce Reinoso, que organizó una verdadera cacería contra todos los sospechosos de judaísmo; un biógrafo suyo dice que en su tiempo, es decir, en los veinte años finales de aquel reinado, se expatriaron de España doce mil familias. Aunque el dato parezca exagerado, indica el rigor de la persecución. Por otra parte, ya en aquella España decadente no se hacían tan buenos negocios y no pocos marranos marchaban hacia Holanda, donde Ámsterdam desempeñaba ahora para ellos el papel de nueva Jerusalén.
  Tras la huida de los más comprometidos quedaron en España los asimilados o en vías de asimilación. Bajo Carlos II (1665-1700) se registra una relativa calma; los autos de fe de este tiempo se ocuparon más bien de asuntos menores: blasfemia, bigamia, hechicería, solicitación... De vez en cuando, sin embargo, se encendían las hogueras. En el auto más famoso de aquel reinado, el celebrado en la plaza Mayor de Madrid el año 1680, 104 de los 118 reos eran judaizantes, casi todos de origen portugués; veinte de ellos, algunos vivos, fueron entregados a las llamas.

Los «chuetas»

  Sin embargo, el episodio más trágico de este período fue el concerniente a los chuetas de Mallorca. Se denominaba así a los descendientes de los judíos bautizados en aquella isla en la Baja Edad Media. Tras una etapa persecutoria en la época de los Reyes Católicos gozaron de una larga tolerancia, a pesar de que se sospechaba que seguían practicando en secreto su antigua religión. Practicaban en Palma diversas artesanías, se dedicaban al comercio, al préstamo y acaparaban gran parte del numerario circulante. A partir de 1675 empezaron las persecuciones y en 1679 más de doscientas personas de aquella minoría fueron condenadas a confiscación y otras penas. Atemorizados, sintiéndose objeto de constante vigilancia y en peligro de perder no sólo los bienes sino la vida, trataron de huir secretamente, pero la tentativa fue descubierta y en varios autos celebrados a fines de aquel siglo fueron relajados, en persona o en estatua, sesenta y tres, y muchos otros reconciliados. La segregación que ya existía se agravó desde entonces hasta límites extremos; todos los cargos públicos les estaban vedados y los matrimonios mixtos prohibidos, si no por la ley, por la costumbre.

Los últimos coletazos

  El siglo XVIII se abre con un cambio de dinastía; pero sería un error creer que los Borbones trajeron desde el principio innovaciones profundas. Precisamente el primer Borbón, aunque nunca presenció un acto de su fe, permitió un recrudecimiento de las actividades antijudáicas de la Inquisición. No es fácil averiguar por qué. Tal vez el elevado número de autos de fe y de condenas a muerte que pronunció en el reinado de Felipe V, sobre todo en la década 1720-1730 esté ligado a las luchas por el Poder que se entablaron entre las diversas facciones. Lo cierto es que en dichos años hubo más de un millar de condenas de judaizantes, bastantes de ellos a la pena capital. La mayoría de las víctimas pertenecían a las familias de marranos portugueses que, como hemos dicho, se dedicaban a actividades conectadas con la Hacienda Pública. Aparece con frecuencia entre las profesiones de los reos la de estanquero de tabaco. Aquel último y desmedrado resto de lo que fue una poderosa clase social desaparece desde entonces de la escena española.


  Pero no todas las víctimas de esta última oleada represiva eran gentes modestas de origen lusitano. Fueron también complicados personajes de cierta altura, como el médico real Diego Mateo Zapata, condenado por sospechoso de judaísmo en un auto de la Inquisición de Cuenca. Por la singularidad del caso mencionaremos también la ejecución en Sevilla, el 27 de julio de 1727, de un fraile mercedario procedente de Cuba que había abrazado la ley de Moisés, se había circuncidado y había cambiado su nombre de José Díaz por el de Abraham. Sus hermanos de hábito trataron de salvarlo alegando que padecía enajenación mental, pero como permanecía firme en su actitud fue entregado a las llamas.   


  Pasado el primer tercio del siglo XVIII se advierte un cambio brusco en las actividades del Tribunal; en adelante procederá con mayor suavidad y las condenas a muerte serán rarísimas. Los procesos por judaísmo casi desaparecen. La Inquisición de Toledo juzgó el último en 1756, y después de 1780 sólo hubo en toda España 16 procesos de esta clase, la mayoría de extranjeros. Según el historiador norteamericano Lea, el último se registró en Córdoba, el año 1818, contra un tal Manuel Santiago. La rápida disminución de procesos se debía. no sólo a la falta de materia prima, sino a un clima de mayor moderación, de acuerdo con la ideología ilustrada que se iba imponiendo y que alcanzó su ápice en el reinado de Carlos III. Este monarca, por medio de varias reales cédulas, rehabilitó en el terreno legal a los chuetas mallorquines; ordenó que se derribaran los muros del barrio en que vivían, y que le daban un aspecto de ghetto y prohibió se usara hacia ellos ninguna discriminación, aunque en la práctica todavía durante mucho tiempo se les tratara con recelo y despego.


  La Inquisición, en la época de Carlos IV, se dedicó, sobre todo, a perseguir a los partidarios de las ideas revolucionarias y a vigilar la entrada de escritos procedentes de Francia. El problema judaico apenas era ya un mero recuerdo; sin embargo, la suspicacia seguía siendo tan viva que cuando en 1797 el ministro D. Pedro Varela propuso que se permitiera vivir en España a los judíos, «pues por ser las mayores riquezas de Europa se logrará el socorro del Estado, con el aumento del comercio y de la industria», no sólo se desechó el proyecto, sino que se renovaron las órdenes vigentes contra la entrada de los judíos.

Efectos del antijudaismo

  Este es el tema que ha sido ya tratado con amplitud, por ejemplo, por Caro Baroja, y que también ha dado lugar a polémicas enconadas. Ya es sabido que para los seguidores de la tesis de Américo Castro la vida hispana fue configurada por la confluencia de cristianos, mahometanos y judíos, mientras que Sánchez Albornoz reduce al mínimo la participación de los dos últimos grupos. No es posible discutir aquí estas tesis contrapuestas. Nos limitaremos a exponer algunas de las conclusiones que parecen más evidentes.


  Desde el punto de vista demográfico, la expulsión de ciento cincuenta o doscientos mil judíos fue un factor negativo de importancia para la España de los Reyes Católicos, que apenas contaría entonces siete millones de habitantes. En cambio, la ejecución de unos pocos millares de judaizantes y la huida de otros tuvo una importancia numérica escasa, aunque se agreguen las numerosas personas que, aprisionadas o arruinadas, no pudieron fundar una familia.


  Si del aspecto cuantitativo pasamos al cualitativo, las cosas cambian. Los judíos  primero, y los judeoconversos, después, formaban minorías urbanas muy activas; los primeros desaparecieron de la escena por la expulsión; los segundos siguieron existiendo, pero muchos se apartaron de sus actividades características en un esfuerzo por hacer olvidar su origen y acercarse al modo de vida hidalgo. Conocemos casos característicos. Quizá el que más, el de Rodrigo de Dueñas, gran mercader de Castilla la Vieja, regidor de Medina del Campo, banquero opulento, patrocinador de las fundaciones de Santa Teresa. En 1553 fue nombrado consejero de Hacienda. Ni su competencia, ni sus servicios a la Corona ni sus ostentaciones de cristiandad pusieron coto a las murmuraciones que surgieron por todas partes y que fueron la causa verosímil de que dos años más tarde se le privara del cargo. La desaparición del grupo comercial de Burgos, formado en su gran mayoría por judeoconversos, también se debió en buena parte al ambiente asfixiante que rodeaba a estos hombres.


  Lo peor fue que la descalificación se trasladó del grupo a sus ocupaciones. Traficar con mercancías o dinero no era una profesión muy acorde con los ideales nobiliarios; si además arrojaba cierta sospecha de cristiano nuevo sobre quien la practicaba ese descrédito aumentaba, y ésta parece ser una de las causas de que en Castilla no llegara a formarse una clase empresarial. La vida económica de España en el s. XVII estuvo dominada por extranjeros, y también por hidalgos del Norte, especialmente vascos, cuyos apellidos los ponían por encima de toda sospecha. Pero esta aportación de gentes no castellanas tenía que renovarse, porque, o bien iban siendo poco a poco destruidos por la Inquisición, en el caso de los marranos portugueses, o bien se iban acomodando al medio ambiente, aceptando sus preocupaciones y juicios de valor, con lo que abandonaban los negocios y se dedicaban a vivir noblemente del producto de las tierras y de las rentas. En este aspecto, a la persecución inquisitorial puede cargarse alguna parte de la culpa del retraso económico de España.


  ¿Puede también achacársele una responsabilidad en su decadencia intelectual? En este punto hay que guardarse de caer en exageraciones. Precisamente la época de máxima persecución coincide con el máximo esplendor literario. En cuanto a las disciplinas filosóficas y científicas actuaban negativamente factores de tanto o mayor peso que la prevención anti judaica. En realidad, sólo de una profesión se puede decir que quedara descalificada por este motivo. Me refiero a la profesión médica, en la que brillaron los nombres de famosos judíos en la Edad Media, y en la Moderna los ilustres conversos, López de Villalobos, Huarte de San Juan, Andrés Laguna. .. Algunos de ellos, como el ya mencionado Mateo Zapata, fueron inquietados por la Inquisición. La mayoría pudo desenvolverse tranquilamente e incluso alcanzar los más altos rangos de su profesión, pero no se consideraba de buen tono seguirla, y la prueba es que no la admitían los aristocráticos colegios mayores.


  Es lógico que fuera en la época primera, en la de mayor rigor en la actuación inquisitorial, cuando España perdiera altos valores por la emigración de los que se sentían amenazados. El caso más patente es el de Luis Vives. Hoy está claro que fue el temor a la Inquisición el que lo mantuvo alejado de España, a pesar de que su cristiandad era evidente. En los primeros decenios del siglo XVI la universidad de París registró una influencia inusitada de profesores españoles. Las razones podemos sospecharlas cuando advertimos que no pocos de ellos tenían ascendencia conversa, e incluso cuentas pendientes con la Inquisición; por ejemplo, Pedro de Lerma, a quien Cisneros había nombrado canciller de la universidad de Alcalá, y que emigró en la ancianidad, cuando la reacción antierasmiana le hizo incómoda la estancia en su patria.


   Estos conversos no salían de España para judaizar, como fue el caso de no pocos científicos y literatos del siglo XVII. Citemos al segoviano Enríquez Gómez, que después de haber combatido en el ejército español se refugió en Francia, y finalmente en Ámsterdam, donde practicó públicamente el judaismo, sin dejar por eso de escribir poesías y novelas en un castellano bastante puro. Fue quemado en estatua en un auto celebrado en Sevilla en 1660. Mucha analogía tiene con su carrera la de Miguel de Barrios, natural de Montilla (Córdoba), militar y literato, que acabó también como judío en Amsterdam. Allí fueron a terminar su vida otros judíos de origen portugués, el más ilustre de los cuales es, sin duda, el filósofo Espinoza.


  Sin llegar al recurso extremo de la emigración, otros sufrieron en España persecuciones que debieron amenguar su producción literaria. ¿Cuántas páginas de fray Luis de León no habremos perdido a causa de los cinco años que permaneció encerrado en una cárcel inquisitorial? ¿ y qué estímulo podía significar para los estudios bíblicos y hebráicos el que su proceso estuviera motivado por haberse dedicado a ellos? y todavía pudo tenerse por dichoso de que no se le tratase con tanta dureza como a sus colegas Grajal y Cantalapiedra.


  Como en el caso de la economía, sería demasiado simple, y además falso, atribuir toda la culpa de nuestra decadencia a la Inquisición. Intervinieron otros factores y es muy difícil atribuir a cada uno su parte exacta de responsabilidad; pero no es dudoso que esta existió, y que la persecución de los judeoconversos dañó en varios puntos clave a nuestra vitalidad como pueblo. Ahora bien, no sería justo polarizar esta responsabilidad sobre la Inquisición exclusivamente. Ya hemos visto que el sentimiento antijudaico preexistía; y que en alguna de sus manifestaciones, como los estatutos de limpieza, no hizo más que seguir la corriente. Lo que hizo la Inquisición fue institucionalizar (y con ello, indudablemente, agravar) un conjunto de ideas, sentimientos y tensiones que ya venían actuando en el seno de la sociedad hispana.  

http://www.vallenajerilla.com/berceo/florilegio/inquisicion/problemajudio.htm

jueves, 23 de junio de 2022



La identificación de Felipe II en la Contrarreforma ha sido repetida por la historiografía hasta el tópico. Infinidad de opiniones ratifican la imagen del rey como garante de la Contrarreforma. El propio Felipe II se define a sí mismo numerosas veces como salvaguarda de la fe católica contra las herejías. En 1565 le escribe al arzobispo Pedro Guerrero en los siguientes términos: "Habiéndose tanto extendido y derramado y arraigado las herejías habernos procurado en cuanto ha sido posible, no sólo conservar y sostener en nuestros reinos, Estados y señoríos, la verdadera, pura y perfecta religión y la unión de la Iglesia Católica y la obediencia de la Santa Sede Apostólica".

 

Los papas glosaron el celo religioso del rey. Sixto V, Gregorio XIII y Clemente VIII le concedieron la condición de protector permanente del catolicismo. Clemente VIII le dedicó una necrológica cargada de elogios de este estilo: "sus obras y palabras convenían muy bien al nombre de católico que tenía y por tantas razones se le debía y que desto postrero toda la cristiandad era testigo". Santa Teresa de Jesús escribió en 1573: "Harto alivio es que tenga Dios nuestro Señor tan gran defensor y ayuda para su Iglesia como Vuestra Majestad es".

 

Los historiadores españoles, aun tan católicos como los que escriben en la Historia de la Iglesia en España de la Biblioteca de Autores Cristianos se muestran, si cabe, antes españoles que católicos a la hora de glosar a Felipe II. Ricardo García Villoslada es un buen exponente de lo que decimos: "Sus convicciones religiosas eran inquebrantables. En su corazón no había lugar para la duda, por fugaz que fuese. Asistía devotamente a todos los actos de culto, oía misa todos los días y comulgaba con alguna frecuencia; era muy devoto de la eucaristía, devoción tradicional en los Habsburgos, y de la Santísima Virgen; trataba con su confesor los asuntos de conciencia, privados y aun públicos... Escrupuloso cumplidor de sus deberes personales, se creía obligado a procurar también la salvación de las almas de los demás; de ahí su perpetua solicitud por el mantenimiento de la fe cristiana".

 

El interés de Felipe II por la problemática religiosa fue evidente. Su actitud en el último tramo del concilio de Trento fue de beligerancia respecto a la necesidad de la reforma eclesiástica. Es falsa la supuesta clsula que algunos le han atribuido que impuso al final del concilio ("salvos los derechos reales") como signo indicador de un presunto rechazo a las directrices tridentinas. Todo lo contrario, a través de la mirada del rey, Trento sería inútil por insuficiente su programa reformista. El rey, en este sentido, fue radical a la hora de urgir la residencia de los obispos, la reforma del clero regular y secular, la creación de nuevos seminarios, la promoción de grandes obispos (Antonio Zapata, Bernardo de Rojas, Andrés Pacheco, Juan de Ribera...) la articulación de concilios provinciales... y, naturalmente, la consolidación de la Inquisición.

 

Los autos de fe de Valladolid y Sevilla de 1559 Y 1560 supusieron la gran caza de luteranos. El proceso a Carranza significará expresivamente que el rey no asume hipotecas personales a la hora de llevar adelante la maquinaria inquisitorial. En 1559, se prohibe a los españoles salir a estudiar en universidades extranjeras, exceptuando Roma, Napóles, Coimbra o el Colegio de San Clemente de Bolonia. La frontera de cristiandad frente a los no cristianos (represión de los moriscos, guerra con los turcos) y la frontera de catolicidad (la estrategia internacional en los frentes de Francia, Países Bajos e Inglaterra, ya en los años de guerra fría, ya en los años de guerra caliente) obsesionaron a Felipe II.

 

Ahora bien, detrás de la retórica de los grandes pronunciamientos católicos del rey, hay no pocas sombras, testimonio de las peculiaridades del llamado nacionalcatolicismo de Felipe II. En primer lugar, hay que señalar que el catolicismo español de Felipe II se fundamenta no en una originalidad antropológica española, sino en el concepto que se ha denominado absolutismo confesional, el monopolio político de la religión que supone la confusión subditos-fieles, la identificación pecado moral-delito político y salvación-servicio público. El absolutismo confesional implica, por otra parte, el disciplinamiento de que habló la historiografía alemana con sus secuelas de obediencia incondicional, estandarización doctrinal y función pública del hecho religioso, tal y como viene subrayando últimamente Jaime Contreras.

 

Absolutismo confesional

La Contrarreforma fue, ciertamente, en España una operación de reciclaje cultural de una sociedad que -como han demostrado, desde W. Christian a J.-P. Dedieu, pasando por H. Kamenadolecía en el siglo XVI de una servidumbre a viejas creencias paganas, un dominio absoluto de la religión local, una ignorancia de trascendencia muy superior a las disfunciones religiosas que llamamos herejías. La Contrarreforma generó una notable actividad catequética y, desde luego, un flujo de misiones por toda España. El jesuíta Pedro de León escribió que, de 1582 a 1625, había intervenido en, al menos, una misión anual.

Los procesos inquisitoriales testimonian el singular alejamiento de la cultura popular española de las pautas de la religión oficial. La colaboración de inquisidores y confesores en la operación de disciplinamiento pastoral la ha puesto de relieve Prosperi. Creo, por tanto, que la mayor originalidad de la Contrarreforma en España es que la Reforma católica que subyacía en su discurso, más que combatir la herejía protestante, se proyectó hacia la desestructuración de una religiosidad popular que no estaba a la altura de los mensajes de Roma. La campaña contra el luteranismo fue, en la práctica, más una operación de rearme xenófobo en el contexto de una política aislacionista que la defensa de una ortodoxia doctrinal, de la que sólo participaron unas élites sociales e ¡ntelectualmente formadas y que jamás estuvo seriamente en peligro.

Por otra parte, conviene también tener presente que la antigüedad del regalismo español va mucho más allá de Felipe II. El patronato regio (derecho de presentación de obispos, abadías y dignidades), el exequator (todas las disposiciones eclesiásticas debían pasar por el Consejo Real), los beneficios y subsidios eclesiásticos (tercios-diezmos, bula de la Santa Cruzada), databan del reinado de los Reyes Católicos, como es bien sabido. Felipe II, en uno de sus conflictos con Roma, se dedicó a difundir, como referente suyo, la carta de Fernando el Católico a su virrey de Nápoles defendiendo las preeminencias reales.

 

Un rey obsesionado por la herejía

La religiosidad de Carlos V influyó mucho en Felipe II. En 1539, el emperador le decía: "Encargamos a nuestro hijo que viva en amor y temor de Dios y en observancia de nuestra santa y antigua religión, unión y obediencia a la Iglesia romana y a la Sede Apostólica y sus mandamientos" y, en las instrucciones de 1543, le recomendaba: "tened a Dios delante de vuestros ojos y ofrecedle vuestros trabajos y cuidados, sed devoto y temeroso de ofender a Dios y amable sobre todas las cosas, sed favorecedor y sustentad la fe, favoreced la Santa Inquisición". Unos mandatos que, en 1556, reiteraría en su testamento: "Le ordeno y mando como muy católico príncipe y temeroso de los mandamientos de Dios, tenga muy gran cuidado de las cosas de su honra y servicio; especialmente le encargo que favorezca y haga favorecer al Santo Oficio contra la herética pravedad por las muchas y grandes ofensas de Nuestro "Señor que por ella se quitan y castigan".

El talante de Felipe II en 1559 no es sino la derivación de la amargura de su padre. La carta de éste, desde Yuste, a la gobernadora Juana en torno a la escalada protestante ("sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores de la república") refleja una obsesión contra los protestantes que, forzosamente, tenía que contagiar a su hijo.

 

El conflicto con Roma

La actitud de Felipe II, después de Trento, será la de reforzar no sólo la impermeabilización frente a los protestantes sino la línea de retraimiento y extrañamiento respecto a Roma. Aguantó a Valdés como inquisidor general hasta 1567, contra viento y marea, incluyendo las presiones del ebolismo emergente y se lanzó decididamente a conquistar poder temporal frente al poder eclesiástico. En torno a este objetivo ensayó estrategias distintas. Los informes de los teólogos afines a su postura (con Melchor Cano a la cabeza) buscaban la legitimidad jurídica del poder temporal.

Las tensas relaciones con Pío IV dieron paso al pontificado de Pío V, que mereció al ser elegido el siguiente comentario del rey: "Si éste no es buen Papa, no sé qué se puede esperar de ninguno" pese al optimismo del rey, y al margen del acuerdo temporal que propició la victoria de Lepanto, las relaciones del rey y del Papa tampoco fueron fáciles. La Bula In Coena Domini, que reforzaba la autoridad papal frente a cualquier intento de recorte de la jurisdicción eclesiástica, es quizá el mejor exponente. El traslado del proceso de Carranza a Roma en 1567 fue visto por el rey como una deslegitimación de la propia Inquisición y la constatación de que toda la operación intimidatoria de 1559 quedaba desairada.

El proyecto tecnócrata de Espinosa y su equipo implicó un cierto replanteamiento de la propia mecánica procedimental y represiva de la Inquisición. Tengo la sensación de que en la década de 1560 se procede a un cierto cambio cualitativo de la Inquisición, de la represión a la reprensión, de la Inquisición espectacular de los autos de fe resonantes a una Inquisición más discreta, mediocre y silenciosa, en la que el objeto de atención represiva especial van a ser las proposiciones heréticas, en las que entra un abundante número de afirmaciones vulgares, blasfemas o impertinentes que son, sobre todo, excesos verbales de la vida cotidiana y doméstica. El repaso de las causas de fe pormenorizadas que conocemos de los diversos tribunales así parece atestiguarlo.


La obsesión del rey, en cualquier caso, estaba centrada en garantizar un indigenismo jurisdiccional respecto a Roma. En 1566 había dispuesto que "Ios negocios de la herejía cuyo conocimiento pertenece a la Inquisición no vayan a Roma de ninguna instancia", sus argumentos son expresivos. Se empieza reconociendo que "en todo aquello que toca a los artículos de la fe o lo dellos dependiente, Su Magestad y sus súbditos y todo hombre cristiano somos obligados a tener y seguir todo aquello que la Iglesia católica y el Sumo Pontífice, vicario de lesucristo nos propone y manda que tengamos y creamos", pero se advierte que: "en lo que toca a la manera de governación y orden de vivir y reformación de costumbres parece que cada provincia y Reino tiene Rey, príncipes y prelados y tiene sus costumbres y estilos particulares en la manera de su governación según la qualidad de la provincia y gentes della. El Papa sería obligado a seguir y guardar el orden que en las provincias que están debaxo de su governación entendiesse que más convenía, para que las dichas provincias se conservaran en su ordenada manera de vivir y tractar los negocios". Se acaba reivindicando que "ningún negocio de la Inquisición vaya a Roma a determinarse sino que en estos reynos por comissión apostólica se determinen todas las causas por prelados y letrados naturales de estos reynos que entienden y saben de la condición, costumbres, trabajo y conservación de los naturales dellos" y concluyendo "y así es justo que el español juzgue al español y no los de otras naciones que no saben ni entienden las condiciones de la provincia y gentes della".

 

Pues bien, el Papa, su querido papa Pío V, a la luz de la evidencia, no le hizo caso. El proceso de Carranza acabó sustanciándose en Roma. Y los nuevos papas, Gregorio XIII y, sobre todo, Sixto V, traerían nuevos conflictos. El nacionalcatolicismo de Felipe se hunde sobre todo en los años 80, a caballo de sus propios fracasos políticos en Europa, que los papas tuvieron bien presente. Detrás del terrible Sixto V no subyacía sino la evidencia de que el poder efectivo de la monarquía española ya no era el mismo. Y, desde luego, no conviene olvidar que la caída del nacionalcatolicismo es paralela a la crisis del nacionaljesuitismo o la extranjerización de la Compañía.

 

 

Los jesuitas la crisis del nacionalcatolicismo

 

La Compañía de Jesús se instaló en España a partir de 1547, con Araoz como primer provincial. Su difusión en nuestro país se vio favorecida por el apoyo que siempre encontró en la regente Juana y en determinados obispos, como Santo Tomás de ViIlanueva, y hasta 1580 en San Juan de Ribera y el grupo ebolista que le tuvo simpatías, en parte gracias a la labor fundamental de un hombre con tan excelentes relaciones como Francisco de Borja, que entró en la Compañía en 1546. La ascensión de Carranza al arzobispado de Toledo en 1557, en relación directamente proporcional a la decadencia política de Valdés, fue ciertamente decisiva para el meteórico ascenso jesuita, aunque también tuvo sus costes a partir del cambio de situación en el año 1559. Borja fue incluido en el índice de 1559 y se vio obligado a un discreto exilio en Roma hasta su muerte, en 1572. Fue general de la Compañía de 1566 a 1572.

 

La primera gran crisis de la Compañía se produjo en 1572. Borja murió ese año, el inquisidor general Diego de Espinosa también, mientras proliferaban las críticas de los dominicos y de los albistas contra la Compañía. Desde Bruselas, Arias Montano había escrito -o cuando menos a él se le atribuye- un texto crítico contra la Compañía, en el que se pone en evidencia el resentimiento que suscitan los supuestos "artificios y máximas de los padres jesuitas en las Cortes de los Príncipes Cathólicos para la Fábrica de su Monarchia".

 

En 1572, todas las suspicacias de los enemigos de la Compañía se disparan. Gregorio XIII nombra un nuevo general. Contra las presiones de la monarquía en favor de Juan Alfonso de Polanco, elige a un flamenco: Everardo Mercuriano. Las consecuencias de este nombramiento las ha subrayado Martínez Millán: la absorción de la Compañía por el Papa, un supuesto cambio de religiosidad (de la contemplativa a la activa y práctica) y una desestabilización de los jesuitas españoles alejados del poder central en Roma.

 

Sin embargo, no creo en la literalidad de estos cambios. El papismo de la Compañía es anterior y su religiosidad fue siempre activa. Sí que parece evidente, en cambio, una devaluación política del nacionaljesuitismo, pero el mayor cambio se produce en 1581 con el nuevo General, Acquaviva, que va a provocar realmente un amago de cisma en España, comandado por Dionisio Vázquez, quien propone para España un comisario con poca o ninguna dependencia del general de Roma. Esta opción de jesuitismo hispano, sin duda, manipulado desde la Corte, es paralela a la polémica Molina-Báñez, vivida por los dominicos como la gran ocasión de asestar un golpe teológico al poder jesuita.

 

La ofensiva monárquica contra los jesuitas fue terrible. En 1587 el Consejo de la Suprema daba la orden al provincial de la Compañía de Jesús en Aragón, el padre Jerónimo Roca, de que "no dexe salir de su provincia a ningún religioso fuera destos reinos sin dar noticia a la Inquisición", La Inquisición sometía a examen libros como la Ratio Studiorum, promovido por Acquaviva y editado en 1587 en Roma. Ese mismo año, el obispo de Cartagena, obedeciendo las instrucciones del rey, intentó visitar las casas de los jesuitas para investigar por qué los superiores no eran elegidos por votación, por qué el gobierno de la orden dependía de Roma y cuál era la peculiar naturaleza de los votos.

 

Del conflicto los salvaría Ribadeneyra, que contribuiría decisivamente a vincular los intereses del papa Sixto V y el rey con su campaña recatolizadora de Inglaterra. No en balde Ribadeneyra decía en su Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra que "la primera es ser yo español y la segunda, ser religioso de la Compañía de Jesús". En 1592, con el nuevo papa Clemente VIII, la situación se había superado. En la Congregación general de 1593 Acquaviva triunfó plenamente, y la derrota de los intereses del rey en el ámbito de su pretendido nacionalcatolicismo fue paralela a su derrota político-militar en los diversos frentes.

 

Curiosamente, la imagen que trasciende de los textos críticos de franceses o ingleses contra España coincide en identificar a la monarquía española con los jesuitas. Es un testimonio de la lentitud con que se mueven las corrientes de opinión respecto a las realidades objetivas. En los años 90, los jesuitas ya no estaban en la onda felipista que había representado Ribadeneyra. Las alegaciones de Mariana legitimando el tiranicidio, que tanto dolieron a los franceses que sufrieron los asesinatos de sus dos reyes Enrique III y Enrique IV y que explican el antijesuitismo francés de aquellos años, tampoco serían gratas para Felipe II. Precisamente en un momento en que el monarca español no era sino la sombra de lo que fue, la Compañía de Jesús, dirigida por un extranjero, le ofrecía signos de un total extrañamiento. Un extrañamiento atribuible a buena parte del clero. El nacionalcatolicismo momentáneamente parecía en vías de extinción.

 

La dureza del papa Clemente VIII en 1596 era significativa, cuando dos años antes de su muerte le reprochaba al rey que más había hecho por la defensa de la Cristiandad lo siguiente: "Es una cosa extraña que tanto reyes, incluso bárbaros, hayan dado y vuelto a dar a la Sede Apostólica media Italia y que los príncipes del día de hoy, cuando la Iglesia tiene un castillejo de cuatro campesinos en sus Estados, hacen lo posible, aun por vías muy indirectas, para privarles de su jurisdicción en esas cuatro cosas y cuatro campesinos y se da más importancia a ésto que a guerrear con el turco".

 

Las relaciones de la Iglesia con el intachable católico rey Felipe II no podían ser más tensas. Su fracaso puede considerarse, en este frente como en otros, estrepitoso al final de su reinado. Por eso, no es raro que una de las pocas críticas que, desde dentro de la monarquía española se hagan contra el rey en pleno reinado (ya en 1557 concretamente) procedan de un clérigo: Luis Manrique. Este subraya la crisis económica en la que vive la monarquía, le acusa de oscurantismo, inaccesibilidad, lentitud administrativa, desconfianza general y hasta le reprocha la falta de confesor.

 

Pero, sobre todo, subraya los agravios que el clero tiene con respecto al rey:

"Laméntase mucho toda la gente de la suerte de Dios que son los eclesiásticos, clérigos, frailes y monjas del despojo de las dignidades, rentas, haciendas y otras comodidades eclesiásticas, porque, aunque la Iglesia estuviese muy rica, no le convenía al Príncipe despojarla so color de necesidad alguna, sino inducir a los eclesiásticos a que se reformasen en sus demasías cuando las hubiese que haciendo esto es cierto que las rentas se gastarían en hacer buenas obras y una de ellas sería socorrer a Vuestra Majestad en sus necesidades".

En cualquier caso, detrás de la retórica del nacionalcatolicismo español laten los problemas de una monarquía ansiosa de dinero y un clero que se cree esquilmado por la fiscalidad real.

 

 

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CRONOLOGÍA

1527

Hijo de Carlos V e Isabel de Portugal, nace Felipe en Valladolid el 21 de Mayo. Saco de Roma por los ejércitos imperiales.

1530

Dieta de Augsburgo.

1532

Paz de Nuremberg entre el poder imperial y los protestantes.

1534

Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús. Creación del Virreinato de Nueva España.

1539

Muere la emperatriz Isabel.

1540

El Emperador concede a Felipe el Ducado de Milán.

1524

Leyes Nuevas de Indias.

1543

Primer matrimonio, con María Manuela de Portugal. Felipe, regente en ausencia de su padre.

1545

Nace Don Carlos, el primogénito, y muere su madre. Nace Don Juan de Austria

1546

Muere Lutero.

1547

Victoria de Carlos V en Mühlberg. Mueren Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia.

1549

Felipe, heredero de los Países Bajos.

1554

Rey de Ñapóles. Matrimonio con María Tudor.

1555

Rey de los Países Bajos. Muere la reina Juana 1.

1556

Renuncia y retiro de Carlos V: Felipe II, rey de los dominios españoles del Nuevo Mundo.

1557

Batalla de San Quintín.

1558

Muere Carlos V. Focos protestantes en Valladolid y Sevilla.

1559

Tercer matrimonio, con Isabel de Valois. Autos de fe y actividad de la Inquisición

1561

Madrid, capital del Reino.

1563

Inicio de las obras de El Escorial. Concluye el Concilio de Trento.

1566

Nace Isabel Clara Eugenia. Rebelión de los Países Bajos.

1567

El Duque de Alba, gobernador de los Países Bajos.

1568

Sublevación morisca en Las Alpujarras. Muere la reina. Prisión y muerte de Don Carlos.

1570

Cuarto matrimonio, con Ana de Austria.

1571

Batalla de Lepanto.

1572

Juan de Herrera se hace cargo de la obra escurialense. Agravación del conflicto de Flandes.

1576

Don Juan de Austria, gobernador de los Países Bajos.

1578

Nace el futuro Felipe III. Muere Don Juan de Austria. Muere en Alcazarquivir el rey D. Sebastián de Portugal. Asesinado de Escobedo.

1579

Antonio Pérez y la princesa de Éboli, en prisión.

1580

Felipe II, rey de Portugal. Muere la reina.

1582

El príncipe Felipe, proclamado heredero.

1584

Conclusión de las obras de El Escorial. Asesinato de Guillermo de Orange.

1585

Juicio de Antonio Pérez. Se prepara la invasión de Inglaterra. Actividad del pirata inglés Drake.

1587

Ejecución de María Estuardo.

1588

Fracaso de la empresa de la Gran Armada.

1590

Alteraciones en Aragón tras la huida de Pérez.

1592

Mueren la princesa de Éboli y Alejandro Farnesio.

1594

Enrique IV, rey de Francia.

1596

Recopilación de las Leyes de Indias. Alianza antiespañola en los Paises Bajos.

1598

Cesión de los Países Bajos a Isabel Clara Eugenia. Edicto de Nantes. El 13 de setiembre muere Felipe II.

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http://www.vallenajerilla.com/berceo/garciacarcel/felipeIImartillodeherejes.htm

 

 



 

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