lunes, 26 de marzo de 2018


(17) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

DOÑA MARINA

La Malinche

Estrella y lengua de la Conquista



-¿Tanto os interesa saber la verdad de mi vida? ¿Es qué la historia no ha sabido contarla?
-Con un sí y con un no, debo contestaros, señora mía. Me interesa conocer la verdad de vuestra existencia, precisamente porque la Historia se ha referido a vos con noticias contradictorias en cuanto más puede interesar de vos, y ha repetido demasiadas veces los datos biográficos menos interesantes para la posteridad, aun siendo admirables por su valor humano y ejemplaridad.
-¡Extraña afirmación la vuestra, pues que tan unida estuvo mi vida a la del glorioso don Hernando Cortés, habiendo tenido éste biógrafos coetáneos de tanta fidelidad como clara doctrina, siempre acuciados en no dejar en la sombra, ni en la penumbra, algún suceso por sencillo e insignificante que pudiera parecer! ¿Es que tales historiadores se olvidaron de mí o dejaron de consignar casos y cosas curiosas y reveladores de mi persona?
-En efecto, señora mía, doña Marina, pocos ilustres varones de España como don Hernando Cortés alcanzaron la gloria de alimentar tantas y tan admirables historias, entre las cuales cuentan las que son modelo de su género: las escritas por el capellán de don Hernando, don Francisco López de Gomara, demasiado devoto del héroe y por ello incapaz de reconocer los lauros debidos a sus compañeros de conquistas; por el rudo y desaliñado don Bernal Díaz del Castillo, que combatió con denodado guerrero y supo cronicar con imparcialidad y repartir con justicia alabanzas y vituperios; por el desordenado y nervioso don Hernández de Oviedo; por el agrio y parcialísimo, en disfavor de don Hernando, fray Bartolomé de las Casas; y por el mismo don Hernando Cortés, cuyas Cartas de Relación al señor emperador Carlos V guardan tantas sinceridades de caballero como indiscreciones de político.
-¿Y tan preclaros varones, testigos muy entremetidos en las famosas empresas, no han sabido pintarme por fuera y por dentro?
-Han querido y sabido, señora mía; pero es como si todos ellos se hubiesen empecinado en retrataros en unos mismos gestos y actitud, y en sonsacaros idénticas virtudes; con lo cual todos los retratos de vos coinciden y la posteridad sólo conoce por un lado vuestro rostro y ánimo.
-Y para que yo pueda ilustrar vuestra curiosidad, sin recurrir en enfadosas reiteraciones, ¿queréis resumirme qué sea de cuanto de mí se sabe?
-Me bastarán contadas palabras. Que vuestro verdadero nombre fue Malinche, y habiendo sido repudiada por una desalmada madre –casada por segunda vez y con un hijo varón de este matrimonio, en quien deseaban concurriesen las dos herencias- os vendió a unos indios de Xicalanco, quienes, a su vez, lo hicieron al gran tlatoani o cacique de Tabasco, para que éste, con otras diecinueve muchachas, os ofrendase a los conquistadores, correspondiendo vuestra persona al capitán don Alonso Hernández de Portocarrero. Que habiendo regresado a España vuestro dueño, os tomó don Hernando para amante y consejera suya, y a quien ya para siempre amasteis y servisteis con fidelidad rayana en idolatría. Que de don Hernando tuvisteis un hijo, don Martín, de nombre como su abuelo paterno, quien fue comendador de Santiago y caballero calatravo, y poseyó cuantiosos bienes; bienes que le fueron confiscados en 1586 por la Inquisición al ser acusado de rebelión e irreligiosidad. Que muerto don Hernando contrajisteis nupcias con el intendente de don Hernando, el llamado Juan Jaramillo, con el cual pasasteis a España, siendo aquí agasajada como señora de alto rango. En cuanto acabo de enumerar coinciden los historiadores; pero lo que más alaban de vos, con unanimidad, es vuestra mucha inteligencia y vuestro conocimiento de las lenguas indígenas que pusisteis al servicio del gran conquistador; quien, sin vuestra abnegada ayuda más dificultades hallara en sus descabelladas empresas, y aun hubiese caído en emboscadas fatales para su persona. Recuerdo algunos extremos de Bernal Díaz, a vos dedicados, que no dejan lugar a dudas acerca de vuestra lealtad y astucia… “Doña Marina siempre iba con nosotros a cualquier entrada, y aunque fuera de noche…” “Digamos cómo doña Marina, con ser mujer de tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía, que con oír cada día que nos habían de matar… jamás vinos flaqueza en ella, sino muy mayor esfuerzo que de mujer…” “Cuando don Hernando hablaba de Jesucristo a los indios hacíalo por boca de doña Marina, ya tan experta en ello que se les daba de entender muy bien…
-Y… ¿nada más se sabe de mí? Pues no es mucho, y en no pocas noticias hay harta confusión y aun excesivos errores.
-Libradme, pues, señora mía, de éstos  y de aquélla, corrigiendo yerros con verdades y poniendo orden y claridad donde haya tinieblas y barullo. Y decidme, lo primero, cuál fue vuestro nombre, y qué significa, y cómo, cuándo y por qué se os llamó doña Marina.
-Mi nombre gentil fue Malinali, que significa “el abanico de plumas blancas” y con el que también se designa el día doce de cada mes. De Malinali, el Malintzín que me dieron los indígenas de Tabasco. De Malintzín, el Malinche con que me llamaron los españoles. Y de los tres, el Marina en romance y por imperativo de mi bautismo, que recibí con mis diecinueve compañeras a los pocos días de estar entre los españoles y cuando aún, para nosotras, aquella ceremonia tenía más de rito que de sacramento, pues ignorábamos el sentido y la emoción de casi todas las verdades del Evangelio.

         Doña Marina hizo una pausa para mirar melancólicamente el paisaje crudo y lozano que recortaban los cristales del gran ventanal. Detrás de la butaca que ocupaba, en una jaula de cañas de bambú, un bello pájaro azul, llamado moniote, lanzaba su “hutú” doliente estremeciendo el tornasol de su pluma. Oíamos el zumbido agudo y triste de la chikara, instrumento formado con un hueso hueco de fruto y una cuerda tirante, la cual, girando y cortando el aire, parece música de queja o de presagio. ¿Qué miraba doña Marina? ¿Aquella águila rojiza dando vueltas lentísimas alrededor de un cactus gigante sobre un montículo calvo?

La profesora de idiomas y de caminos

Yo aproveché el momentáneo ensimismamiento de doña Marina para contemplarla a mi placer. Los biógrafos de don Hernando Cortés no alabaron excesivamente su belleza. Y sin faltar a la verdad. Porque doña marina no era hermosa. Ni ahora, cuando su edad era de un otoño prematuro ni seguramente en la flor de su primavera. Atractiva sí lo era. Sus ojos negros, y no grandes, se achinaban sobre unos ´pómulos prominentes. Era más bien baja y de muy atezado color. Y ahora carnosa en razón de los años y los amores cumplidos en ella. Su voz tenía una extraña resonancia. Sólo cuando sonreía, tan dulce expresión le quedaba, que podían disculparse los apuntados defectos. Sí, su sonrisa y la mirada luminosa y negra de sus achinados ojos valían para conquistar a los conquistadores de imperios, aun cuando se llamara Hernando Cortés.
         Mi desaprensiva contemplación morosa pareció rescatar a doña Marina de su abstracción. Me sonrió y dijo.
-Mi padre fue un cacique poderoso del Itsmo que murió dejando a la viuda joven una hija de tiernos años, mi madre se casó de nuevo y tuvo un hijo, por cuyo amor acordaron ella y el segundo esposo librarse de la huérfana. Mi madre y mi padrastro publicaron que Malinali había muerto, aprovechando la coincidencia de que murió en aquellos días la hija de una esclava nuestra. Y en secreto me vendieron a unos indios de Xicalanco. Muchos años después pude vengarme y… no lo hice. Cierto día, entre los caciques que se presentaron a rendir parias a don Hernando estaba una mujer de edad avanzada de cuya mano iba un muchacho. Todos notaron el parecido. Eran mi madre y mi hermanastro. Les perdoné, besé a mi madre y abracé al mancebo; y aún tuve ánimo para, ante el asombro de todos los presentes, dar gracias a Dios por haberme sacado de la idolatría, tener un hijo de don Hernando y ser la esposa de un caballero como don Juan Jaramillo.
-Y después de haber sido vendida por vuestra madre…
-Con otras diecinueve muchachas en flor fuimos ofrendadas a los conquistadores. Nos sortearon entre ellos, todos jóvenes y bravos. ¡Cómo recuerdo sus nombres y sus rostros! ¡Don Cristóbal de Olid, don Pedro de Alvarado, don Alonso de Ávila, don Alonso Hernández de Portocarrero, don Juan de Escalante, don Francisco de Montejo, don Juan Velázquez de León, don Pedro González de Trujillo, don Francisco Morla…!
-¿Y en aquel inhumano sorteo, a quién correspondisteis?
-A don Alonso Hernández de Portocarrero. Pero cuando éste me tomo del brazo, ya me habían tomado los ojos de don Hernando. Y yo, mirándole, sentía angustias de muerte de que me llevase don Alonso. Pocos días después se me acercó en secreto don Hernando y me susurró al oído: “Te necesito a mi lado, porque has de ser la lengua de la conquista y la estrella de mis caminos”. Y como me viera callada, arrebolada, huyéndole a sus ojos, añadió “Y porque tú eres como el sol naciente y yo soy el fuego del mediodía”. Yo sólo acerté a murmurar en éxtasis: ¡Inxti! ¡Tetnantzin!
-¿Y qué quiso a dar entender don Hernando llamándoos lengua de la conquista y estrella de sus caminos?
-Fui la segunda de la conquista porqué serví de intérprete entre los españoles y los indígenas de mi patria. Entre aquéllos, sólo Jerónimo de Aguilar sabía alguno de los idiomas del país. Aguilar era natural de Écija y había recibido las primeras órdenes. Yendo de la Tierra Firme a las islas naufragó el navío en que iba. Sólo ocho o nueve españoles consiguieron llegar a Punta de Yucatán, en donde fueron socorridos por los indios. De cuantos ahí se salvaron sólo sobrevivía Aguilar cuando llegó don Hernando a Yucatán, región de los calúas, que hablaban la lengua náhoa. Para entenderse con ellos, el único medio era emplear a quien supiese dos de las principales lenguas indígenas. Era el caso de la Malinche, que por su origen conocía el náhoa, y hablaba el maya por su estancia en Tabasco. Así, pues, yo interpretaba a los culúas y Aguilar a la Malinche.
-Ahora que así me los habéis explicado, recuerdo las frases de don Hernando en una d sus cartas al Emperador: “Fue gran principio para nuestra conquista y ansí se nos hacían todas las cosas; loado se Dios muy prósperamente. He querido declarar esto, porque sin ir doña Marina no pudiéramos entender la lengua de la Nueva España…”
-Y escribió verdades don Hernando! Y como era yo muy conocedora de mis tierras y de su naturaleza, me convertí en el seguro guía de los conquistadores. Sí, fui para ellos como esa estrella que encamina a los navegantes hacía su buen rumbo.



La estrella del Anáhuac y el inventor de la Nueva España

-Podríais retratar con vuestras palabras a don Hernando en su mayor perecido físico? Porque todo lo sabemos de su inteligencia y de su valor, de sus empresas y de sus ambiciones. Más como fuera el hombre don Hernando no lo conocemos con certeza, ya que sus biógrafos, si fueron sus amigos, le pintan como suma de Marte y Apolo; y si fueron sus adversarios, como tosco y cruel aventurero.
-Claro está que puedo pintarlo tal y como fue. Me basta cerrar los ojos. Ninguna otra imagen de criatura tan precisa, y aún tan palpitante, en mi memoria. Escuchadme con atención y cerrad también vuestros ojos para que sólo el retrato se vaya dibujando y coloreando en vuestra recogida curiosidad. “Era vigoroso, de buena estatura, bien proporcionado, membrudo, alto de pecho, de ojos amorosos y graves. No podía presentársele, sin embargo, como un tipo de perfección física, por sus carnes demasiado enjutas, su cara más redonda que larga, su tez pálida y cenicienta, la escasez de sus barbas y e defecto mayor de sus piernas estevadas. Todo esto desaparecía en el ambiente de sus atractivos. La palabra tenía dejos de caricia y la mirada encantos de una dulce suavidad. Pulcro en la persona y en el vestido –hombre limpísimo- lo era más en el lenguaje. No usaba palabras soeces ni injuriosas con capitanes y soldados. Solía decir: “En mi conciencia”. Con esto hacia persuasivo sus discursos. En lo más fuerte del enojo se le hinchaba una vena de la garganta y otra de la frente. Arrojaba una manta u otro objeto lejos de sí. Para no desmandarse, dirigía lamentos al Cielo. Cuando alguien le perdía el respeto, no pasaba de exclamar: “¡Oh, mal pese a vos! ¡Callad! ¡Oíd! ¡Id con Dios! ¡De aquí en adelante, tened más miramiento en lo que dijéredes, porque os costará caro por ello!” Su latín, sus coplas, su historia romana, su retórica pulida y la apacibilidad con que platicaba, le aseguraban el dominio sobre el auditorio, sin prevalerse de su posición. Pero, además, aquel señor sin señorío, que en Santiago de Cuba ya sabía fascinar, empleaba muy hábilmente los recursos externos. Comía son sencillez y copiosamente al mediodía. Sólo bebía una taza de vino aguado. Gustaba de los juegos de azar, naipes y dados, por pasatiempo, para decir amenidades. Más le gustaban, con todo, los ejercicios de las armas. El caballo era su pasión y montaba como un maestro. En el vestido era de sobria elegancia, y sólo llevaba las joyas exigidas por su rango; un diamante en la sortija, un medallón en la gorra, una cadenita y un joyel con imágenes de la Virgen y de San Juan Bautista. No tenía cicatrices de las heridas que recibió en la guerra. Sólo le quedaba, debajo del labio inferior, mal cubierta por la barba, la señal de una cuchillada, recuerdo de las numerosas pendencias con que ilustró sus andanzas mujeriegas. Pero ésas eran historias de los años mozos, es decir, de su estancia en la Isla Española, donde los más valientes y los más diestros no lograron vencerle.”
-Por como lo habéis pintado comprendo que vuestra pintura coincide con la salida de la pluma maestra, convertida en pincel, del rudo y claro Bernal Díaz. ¿No os habéis excedido, señora mía, como este cronista, movidos los dos por una misma pasión?
-Hace siglos, pudo mi amor por don Hernando ser venda color rosa. Pero ahora ¿para qué iba a mentir, ni a exagerar? Tanto más cuanto que para el mucho amor no tienen la menor importancia los defectos físicos y espirituales de ser amado, y aun son éstos, más que las virtudes y bellezas los que atraen y esclavizan los sentidos del amante.
-¿Tanto fue vuestro amor por don Hernando?
-Tanto que las palabras me faltan.
-¿Jamás anhelasteis ser su esposa?
-Los sueños se tienen aun cuando sepamos que los sueños no han de convertirse en realidades. Cuando al regresar al España mi primer dueño don Alonso Hernández de Portocarrero, don Hernando me tomó por suya, y yo lo venía siendo desde que me miré en sus ojos, ya estaba casado con doña Catalina Juárez –la Marcaida como la llamábamos todos-, que llegó a la Nueva España y murió repentinamente poco después, cuando se hallaba en su cámara con don Hernando luego de una gran recepción con que éste la había celebrado. No faltaron las lenguas infames que insinuaran el uxoricidio. Y cuando don Herando regresó a la Nueva España, en 1530, ya se había desposado con doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar y sobrina del duque de Béjar. ¿Cómo hacerme ilusiones de que don Hernando pudiera hacerme su esposa, aun cuando nuestro hijo don Martín fuera el más querido de sus muchos hijos entre legítimos y naturales? Además, y es ésta una verdad que ha callado la Historia: don Hernando jamás me amó apasionadamente. Le gusté y me tomó. Me necesitaba para cumplir sus ambiciones y me utilizó egoístamente. Siempre fui para él esclava y auxiliar. Pero nunca compañera del alma ni señora. Aún más: en los primeros tiempos de nuestros amores, ¡cómo se irritaba cuando los capitanes, sus compañeros, o los viejos soldados curtidos en Italia, le llamaban El Capitán Malinche! Ello significaba para él que le creyeran sometido al albedrío deuna esclava cuyo cuerpo fue de tantos antes de serlo suyo.
-¿Y cómo fue que don Hernando diera a las tierras por él descubiertas y conquistadas el nombre de Nueva España?
-Una alta inspiración más de las muchas que tuvo. Antes de enviarla a España me dio a leer la carta que enviaba al Emperador, su señor. En uno de cuyos párrafos se expresaba así: “Por lo que yo he visto y comprendido cerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano, y así, en nombre de Vuestra Majestad, se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a Vuestra Majestad lo tenga por bien y mande que se nombre así.

El crepúsculo de los semidioses

-¿Entonces no fue cierto, mi señora doña Marina, que os desposasteis con don Juan Jaramillo después que don Hernando saliera para siempre de la Nueva España?
-No lo fue. Como don Hernando nada hacía sin mí, creyéndome más útil por mi astucia que por mi don de lenguas, pensó ventajoso para mí darme estado y algunos beneficios que me cubrieran de la incertidumbre del futuro. Y antes de encaminarnos hacia Coatzacoalcos, estado de Ostoticpac, cerca de Orizaba, para sofocar una rebelión de algunos d sus capitanes, determinó mi matrimonio con don Juan Jaramillo de Salvatierra. Y nos casamos. Sin la menor objeción, y aun con muestras de gran contentamiento, por parte de don Juan quien no ignoraba los trances amorosos de mi vida, ni la existencia de mí hijo don Martín, de quien era muy fiestero. Con mucha resignación de mi parte. Creo que en la antigua Grecia hubo un dios, padre de los dioses, muy aficionado a las mujeres de carne y hueso, de las que, tuvo incontables hijos. Y que éste dios, llamado Júpiter, acaso para tranquilidad de su conciencia, solía dejar bien casadas a cuantas fueron sus amantes. Pues bien, mi señor don Hernando fue como este dios, pues que a todas sus amantes y naturales hijos procuró dejarlos acomodados y muy bien considerados.
-Dicen las crónicas, que don Hernando fue cruel muchas veces.
-¿No fue don Hernando rayo de la guerra? Pues el rayo mata. ¿Puede alguien creer que los imperios se conquistan con sonrisas y genuflexiones? Nunca titubeó don Hernando cuando las circunstancias le obligaron a convertirse en un rayo ciego. Pero mató y destruyó sin premeditación ni saña. Sólo una vez le vi comportarse con una fría crueldad, que me llenó de asombro.
-¿Cuál, mi señora doma Marina?
-Cuando en uno de los tres días de Carnaval de 1525, en Izancanac, ciudad principal de la provincia de Acallán, mandó fueran colgados en un mismo árbol Guahtemotzín, rey de México, Coanacotzín, rey de Acolhuacán, y Tetlepanquetzaltín, rey de Tlapocán. Eran tres ancianos bravos y austeros que sabían leer en los astros y escuchar el mensaje del viento en las ramas rojizas y espinosas de las ceibas milenarias.
-¿Y fuisteis feliz en vuestro matrimonio?
-No fui feliz, pero alcancé la paz de mi alma. Don Juan desempeñó cargos importantes, como los de Alcalde y Alférez Mayor de la ciudad. Y tuvimos una rica y hermosa morada en la Alameda de Xochimilco, en cuyo jardín, servidos por indios esclavos, gustamos el fruto dulzón del “mamey”, que era la bebida con que se brindaba por el olvido de los dolores. ¡Ah! Y podéis desmentir que ni mi hijo ni yo estuvimos alguna vez en España.
-¿Habéis llegado a saber, señora mía doña Marina, que para muchas gentes de la posteridad vuestra persona no alcanzó simpatía y hasta se empañó en animadversión, porque estimaron que siendo india no hicisteis sino traicionar a vuestra patria, entregándosela a sus enemigos, quienes mataron cientos de miles de vuestros hermanos?
-¡Curiosa noticia y más curiosa imputación hecha por cristianos! ¿Es qué cuando se ha recibido el bautismo existe otra patria que la de Nuestro Señor? Pues si no existe y todos los cristianos de corazón estamos obligados a servirla, trayendo a ella a nuestros semejantes, librándoles de la idolatría, ¿es que yo fi traidora a esta patria, única y eterna?

         Doña Marina volvió a quedar ensimismada. Sus ojos parecían fijos, a través de los cristales del ventanal, en aquella águila rojiza que seguía dando vueltas alrededor del cactus gigante clavado sobre aquel montículo calvo…..



Doña Marina o la Malinche, según un grabado mexicano de 1885. Biblioteca de Cataluña, Barcelona. 
Fuente: 



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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.

sábado, 24 de marzo de 2018



(16) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

CAROLINA CORONADO

La Dama del Romanticismo
El cuadro ocupaba totalmente uno de los testeros del salón en el que me hallaba. Tendría en cuadro como unos ocho metros de largo por cuatro de alto. Más que cuadro pareció a mis ojos como un escenario, luego de levantado el telón de boca, preparado ya con una escenografía prodigiosa y de arte para la representación.
            Procuraré describir el cuadro con fidelidad. Representaba una gran sala, alhajada con primor al estilo de la época isabelina, en años muy próximos al turbulento final del reinado de la llamada reina castiza. ¿1860-1865? Las paredes de la sala estaban tapizadas de muaré rojo granate, formando paneles encuadrados con molduras doradas a fuego. A sendos extremos del fondo, dos puertas de doble hoja quedaban disimuladas con espesos cortinajes de terciopelo de tono igualmente granate. Entre las dos puertas había una gran consola, panzuda y estofada, con mesa de mármol; sobre ésta, centrado, un reloj dentro de una caja de porcelana del Retiro con figurillas policromada de ninfas y pastores falsificados neoclásicamente. Dando guardia a tan precioso reloj, dos candelabros barrocos de bronce dorado y muchos brazos con bujías de cera roja. Detrás del reloj, apoyando su base en el mármol de la consola, alzábase hasta la techumbre un enorme espejo con marco y copete de caoba en los que estaban tallados cabezas de amorcillos, lazos, flores, frutas y hojas. En el lado derecho del cuadro –según yo lo veía-, figuración de otro testero, sobre un bufete pesado de dos cuerpos con aliños de nácar embutidos, exhibíase dentro de un limpísimo fanal una encantadora goleta. A sendos lados del fanal, dos quinqués. En el testero izquierdo del cuadro, dos cornucopias. Del centro del techo –decorado al temple con motivos florales- pendía una hermosa lámpara de cristal de La Granja, verdadero laberinto de curvas y caireles de irisado cristal. Toda la sala estaba alfombrada con un tapiz cuyo dibujo costumbrista recordaba la técnica de la famosa fábrica madrileña de Santa Bárbara. En el centro de este tapiz –que era también el del cuadro- se veía una mesa camilla vestida de volantes terciopelos carmesíes y una gran butaca de caoba con el respaldo, el asiento y los brazos mullidos y abotonados en raso rojo. Sobre la mesa camilla, que recubría un centro de encaje de bolillos, un quinqué encendido, cuya luz, tenue y tibia, alternaba claridades y penumbras y contraluces por toda la estancia.
            En la butaca aparecía sentada una dama de solera, señorial, como de unos cincuenta años. Vestía de luto, con peto de espumilla de encaje, casaquilla y faldas –brial y basquiña- de muchos vuelos y faralaes. Cubría su cabeza cana una mantilla de blonda negra cuyos pliegues se quedaban sobre los hombros y el pecho en suavísimos oleajes dormidos. Las manos de la noble dama se ceñían con mitones negros de encaje y aparecían posadas sobre los brazos de la butaca. No recuerdo haber contemplado una más bella y delicada mujer, moradora encantada en su propio otoño. Sus cabellos –lustrosos, tirantes y partidos a dos vertientes-, recogidos en rodetes sobre las orejas, ofrecían no pocos destellos de esa plata vieja con que se enriquecen los años. El rostro era oval. El cutis –con rosa de acuarela- carecía de arrugas. La nariz resolvía un dibujo tan breve como delicado. Los labios se unían vivos y con la pulpa justa. Eran acaramelados, almendrados y melancólicos los ojos. Como si estuviera indecisa entre un recuerdo penoso y una sorprendida curiosidad, su expresión, sin ser risueña, se desvelaba en una anunciación de agrado para el curioso contemplador que era… yo.
            El cuadro, en su conjunto, armonizaba con el romanticismo pictórico que inmortalizaron los Madrazo, Esquivel y Gutiérrez de la Vega.
            Llevaría yo como un cuarto de hora contemplando fascinado aquel cuadro, y de él, sobre todo, la deliciosa figura, cuando ésta palpitó, me ofreció una sonrisa y alzó su mano derecha, apuntándome con el dedo índice. Mi susto fue mayúsculo y a punto estuve de huir. ¿Soñaba? ¿Estaban el clima y el ámbito cargados de magia? Para acelerar mi inquietud, aquella dama, luego de mover varias veces su dedo…, ¡habló!
-Contigo quiero hablar. No sueñas, no; pero tampoco permaneces en la realidad. Entra. Acércate.
¿Cómo puedo entrar en un cuadro, señora mía?
-Pues dando unos pasos. Avanza sin miedo.
            Sugestionado avancé. No encontré muros cerrados ni puerta abierta. Avancé… Y cuando quise darme cuenta… ya estaba dentro del cuadro, como quien se encuentra entre cuatro paredes, a medio metro de la bella señora.




La niña que cantó “A la muerte de una alondra”

-Recuerdo muy bien el seductor retrato que os hizo Federico de Madrazo y por el que os admirarán los siglos tanto como por vuestras poesías. Sois Carolina Coronado, la más bella musa del romanticismo español.
-Soy Carolina Coronado. Y sería tonto que te dijera que don Federico “me sacó favorecida”. Fui siempre bella: de niña, de joven, de casada, de abuela. Mi belleza y mi gracia fueron irremediables…, porque lo quiso Dios. Nací en Almendralejo (Badajoz), el 12 de diciembre de 1823, en el número seis de la plaza de Abastos. Pero cuando aún contaba muy pocos años me fui a vivir a Badajoz, donde mi padre desempeñaba la secretaría de la Diputación.




-¿Es verdad que vuestra precocidad poética emuló la del genial Lope de Vega?
-¡Bah! Recuerdo que cuando acababa de cumplir los diez años compuse una elegía dedicada A la muerte de una alondra. La alondra era mía y las quejas me salieron rimadas de mi pena.
Dos años después compuse otro poemilla. A la palma, que me dio gran celebridad. Empezaba así:

     Alza, gallarda, tu elevada frente,
hija del suelo ardiente,
y al soplo recio de Aquilón mecida,
de mil hojas dorada,
de majestad ornada,
descuella ufana sobre el tallo erguida…


Mis padres enviaron estos versos a mi paisano Espronceda, que residía en Madrid, amando y conspirando, el cual me dedicó una salutación realmente maravillosa….




     Dicen que tienes trece primaveras
y eres portento de hermosura ya,
y que en tus grandes ojos reverberas
la lumbre de los astros inmortal…

Ya ves cuán fácil era adquirir fama nacional en aquellos tiempos.
-¿Vivisteis mucho tiempo en Sevilla?
-Algunos años. Leí mucho, pero mis estudios fueron todos ligeros, porque nada estudié sino la ciencia del pespunte y del bordado, del encaje extremeño, que, sin duda, es tan enredoso como el Código Latino, donde no hay punto donde no ofrezca un enredo. Pero mi padre, don Nicolás, me presentó a don Alberto Lista, quien me animó y corrigió unos pequeños ensayos que redacté acerca de mi paisano, Arias Montano y otros eruditos. También por entonces escribí algunas novelillas Paquita Adoración, Dos muertes en vida, Jarilla, impresas, por entregas, en humildes imprentas de pueblo.
-¿Es exacto que llegó a Madrid la noticia de vuestra muerte?
-Certísimo. Eulogio Florentino Sanz me dedicó un responso poético en La Iberia Musical y Literaria. Y Campoamor escribió a Pastor Díaz una epístola comentando la falsa alarma…

     Aún el pesar me asesina
de cuando aquí, por muy cierto,
se dijo que Carolina,
¡que Dios nos libre!, había muerto.

-¿Tan grave estuvisteis?
-Sufrí entonces el primero de los ataques de catalepsia que luego se repetirían hasta pocos años antes de mi muerte. Tres días permanecí exánime. Pero un buen doctor con patillas y ojo clínico se olió el engaño y se negó a que me enterraran. Cuando resucité, para librarme de la malsana curiosidad sevillana, me mandaron mis padres a Madrid. Debió ser en el año 45. En la villa y corte fui presentada a la reina gobernadora, doña María Cristina; al general Espartero, al duque de Rivas… La sociedad El Liceo celebró una memorable sesión en mi honor en el palacio de Villahermosa, durante la cual me coronaron con laurel y oro. Frenética de entusiasmo publiqué una obra de escándalo, en la que trazaban los paralelos más imposibles: Santa Teresa y Safo, Schiller y Hartzenbusch, madame Staël y Donoso Cortés… ¡Cuántos disparates! Pero también de esta época es una de mis poesías más elogiadas: Amor de amores, que empieza así:

     ¿Cómo te llamaré para que entiendas
que  me dirijo a ti, dulce amor mío,
cuando lleguen al mundo las ofrendas
que desde oculta soledad te envío?

Céfiros y huracanes de romanticismo

-¡Qué gran poetisa, qué admirable dama romántica fuisteis, doña Carolina!
-¡No digas insensateces! ¿Romántica yo? Me espantó el romanticismo. Luché contra él. Me aparté de cuantos seres, sucesos y cosas olían a romántico.
-Eso creéis señora. Pero la posteridad os ha juzgado con mucho más acierto que el que vos ponéis en entenderos. Romántico fue vuestro matrimonio con Sir Horacio Perry Sprague, primer secretario de la Embajada de los Estados Unidos, caballero huesudo y alto, melenudo, con barba, mosca y bigote alicaído, que tenía un aire de teósofo espiritista o de mormón abandonado por sus mujeres.
-¿Sabes que tuve que casarme dos veces? Como Horacio era anglicano nos fuimos a Gibraltar, celebrando la primera parte de la ceremonia en el palacio del señor gobernador del Peñón. Por cierto que aquí, en la parroquia católica, pasé un susto terrible. ¡Figúrate que el sacerdote que acompañaba al señor Obispo me recordaba de cuando niña aún, en la catedral de Sevilla había hecho voto perpetuo de castidad! Tuve que pedir dispensa de un voto que otorgué cuando aún no tenía uso pleno de razón. La segunda parte de nuestro matrimonio la celebramos en París.
-¡Puro romanticismo, señora mía! Románticas fueron las tertulias que presidisteis en vuestro suntuoso piso de la calle Alcalá, veintiséis, a las que acudían Zorrilla, Castelar, Nicolás María Rivero, Quintana, García Gutiérrez, el duque de Rivas y tantos más, náufragos gozosos del proceloso mar romántico. Románticas fueron aquellas aventurillas de esconder a los conspiradores políticos de turno que en la llamada Quinta de la Reina, de la calle Lagasca, que os había regalado doña María Cristina de Borbón. Románticos los perdones que arrancasteis para vuestros protegidos a la reina doña Isabel II, siempre fiel amiga vuestra, hincándoos de rodillas ante ella y “vuestros ojos divinos bañados en lágrimas”, según cacareó por los corrillos don Nicolás María. Romántica fue vuestra voluntad de enterrar a vuestro hijo Horacio en el muro de una capilla de la catedral madrileña de San Isidro, con una enfática inscripción lapidaria en latín; y a vuestra hija Carolina en otro muro de la iglesia del convento de las Pascualas, en el paseo de Recoletos, luego de colocar en su ataúd, hecho prieto tirabuzón, vuestros largos cabellos… Romántica fue vuestra huida a Portugal, pues que os pusieron en fuga los fantasmas casi angélicos de vuestros hijos. Y romántica vuestra vida en Lisboa, en el palacio del Paço d´Arcos, rodeada de recuerdos familiares y literarios, cajas de música, medias luces y medias sombras y voces siempre a media voz. Y de un romanticismo supremo aquel dolor a gritos por la muerte de vuestro amado Horacio, a quien hicisteis embalsamar y meter en su mejor levita, negándoos a darle sepultura y logrando del Gobierno portugués que os permitiera depositarlo, “corpore insepulto”, en el centro de la capilla del palacio de la Mitra. ¿Cabe mayor romanticismo que aquel diario contemplar, llorosa y suspirosa, el cadáver puesto sobre el más suntuoso cenotafio concebido? ¿Cabe romanticismo mayor que aquella escena de llevar, casi a rastras, a vuestra hija Matilde ante el cuerpo alabastrado de su padre para que os jurara ser firme y honesto su deseo de casarse con Pedro Torres Cabrera, miembro romántico de la romántica tradición carlista? Y románticos, románticos vuestros ataques de catalepsia, durante los cuales vivíais policromada como la mejor estatura para ese funeral provisional que no lograron ninguno de los más grandes románticos enamorados de su propia, pero definitiva muerte. Románticos fueron los adjetivos, imágenes, ayes y deprecaciones que volcasteis en vuestras poesías. ¿Por qué pretendéis engañaros ahora? Lo que quizás os enfureció no fue el romanticismo, sino la servidumbre romántica excesiva en que os notasteis presa y hasta con grilletes y sentencia a perpetuidad.
            Oyéndome, así exaltado, Carolina había dejado caer su barbilla sobre el peto de espumilla negra de encaje. Suspiraba con frecuencia. Y entornaba los párpados para mirarme con una disimulada aquiescencia y entre dos de los suspiros que con mayor esfuerzo se arrancó de las entrañas, musitó:
-Acaso tengáis razón la posteridad… y tú.

El dolor de sobrevivirse

-Vuestra locura de amor fue mucho más afortunada que la de doña Juana de Castilla. Ella no consiguió sino seguir detrás del féretro del amado por los caminos de España, llorando y gritando, conociendo insomne todas las livideces crepusculares cuajadas de relentes y escalofríos. Vos tuvisteis presente durante veinte años el cuerpo intacto de vuestro esposo, propicio a las miradas ávidas y a los ósculos reverenciales. ¡Menudo momio fue el vuestro!
-¿Qué es eso de momio?
-¡Perdonadme, mi señora doña Carolina! Es una palabra equívoca, despojada de todo linaje poético, aún cuando la ocasión otórgala cierta oportunidad expresiva. Olvidadla. Y decidme: ¿Cuál fue vuestra existencia cotidiana durante aquellos veinte años que hubisteis de esperar a que os enterrasen juntos, vos apenas enfriada y él convertido en el más duro mármol?
-Esperar… Tú lo has dicho: esperar. Y mientras esperaba compuse muchas poesías para incontables álbumes y coronas poéticas; entré y salí diariamente en aquella capilla mortuoria y ardiente para comprobar la serenidad de quien no hacía sino esperarme, enlevitado y solemne, dispuesto siempre a ofrecerme el brazo que conduce a las grandes recepciones; escribí varios artículos para algunos diarios madrileños, como La Época y El Siglo Futuro; contesté las epístolas frecuentes que recibía de doña Isabel II, ya desterrada en Francia; de Pepe Zorrilla, de Gasparcito Núñez de Arce, de Juanito Valera; me fui arruinando altivamente, tal que una virreina viuda en Lima, y tuve que hacer como que no me enteraba de que mi palacio de la Mitra, en Poço do Bispo, fue vendido con una cláusula que prohibía arrojarme de él mientras estuviese viva. Algunos buenos paisanos –Nicolás Díaz y Pérez, Antonio Armenteros- iniciaron en La Época una campaña conducente a mi solemne coronación en Badajoz, a la que yo me negué horrorizada, acordándome de la de Pepito Zorrilla en Granada, cuando también estaba arruinado y deseando que llegara el día siguiente del acontecimiento… para poder empeñar la corona.
-¿No quisisteis volver a vuestra patria?
-Quise, pero… Había hecho promesa cuando salí de ella de no volver a visitarla sino del brazo de mi amado Horacio. ¡No sabes, ni sepas jamás, la pena de sobrevivirse, de vivir sólo en el recuerdo de los demás como si ya estuvieras muerto! Mi óbito fue bien dulce. Ni dolores, ni angustias. Me pareció irme durmiendo. Y, ya dormida, mi Horacio se levantó de su féretro y luego de desentumecerse –él me decía riendo que se le habían dormido las piernas de tanto tiempo sin cambiar de postura-, se me acercó enternecido, pero solemne, y me ofreció su brazo. ¿Vamos a España, Carolina mía?, ¡Vamos a España, Horacio, del brazo, según nos prometimos! Era un día de enero de 1911. Y en su número del día 20 de aquel mismo mes, el diario de Badajoz La Coalición relató con patetismo la llegada a la capital de Carolina Coronado y Horacio Perry….


LA ROSA BLANCA

¿Cuál de las hijas del verano ardiente,
cándida rosa, iguala a tu hermosura,
La suavísima tez y la frescura
que brotan de tu faz resplandeciente?

La sonrosada luz del alba naciente
no muestra al desplegarse más dulzura,
ni el ala de los cisnes la blancura
que el peregrino cerco de tu frente.

Así, gloria del huerto, en el pomposo
ramo descuellas desde verde asiento;
cuando llevado sobre el manso viento

a tu argentino cáliz oloroso
roba su aroma insecto licencioso,
y el pro esmalte empaña con su aliento


Estampa de José Cebrián García. Diego Linés. Museo del Romanticismo.

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.













jueves, 22 de marzo de 2018


(15) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

LOLA MONTES
Condesa de Lansdsfeld

LA ESCOCESA ESPAÑOLA



Estábamos en una bella y vasta galería, cuya bóveda de medio cañón, corría por arcos paralelos. A un lado rasgábanse hasta el suelo neoclásico ventanales tamizadores de una filtrada luz opalina. Todo el otro lienzo, recubierto de madera labrada en ácana, servía para exponer aquellos seis retratos que había llamado mi atención con urgencia.
         Entre la cornisa, enhiesta sobre un friso decorado con grutescos, y la bóveda se alineaban pequeñas ventanas con sus correspondientes lunetos que aumentaban el gozo tranquilo de la luz. El piso, brillante y resbaladizo como una pista de hielo, era de diferentes piezas de ébano, caoba y terebinto. Entre los ventanales se abrían tapices con temas florales. Y a lo largo de la galería, por ambos lados, alternaban las mensulillas, credencias y consolas con porcelanas, relojes y candelabros. Pero a mí, de aquella suntuosa y vasta galería sumida en un resplandor mate, lo que más me turbaba, eran los seis retratos alineados y espaciados con armonía. Seis retratos al óleo y a medio cuerpo de seis hombres bien distintos en edad, atuendo, apariencia social y expresión.
         Lola, comprendiendo mi interés, se había detenido a mi lado. Representaba Lola como treinta años. Peinaba su endrina cabellera con taya en medio y recogida en sendos rodetes sobre las orejas. Era alta, enjuta, flexible. Su cutis morenos y sus enormes ojos negros daban pábulo a su leyenda de mujer meridional con garbo gitano. Vestía un traje de dos prendas: chaquetilla corta y ceñida en la cintura y falda larga y volantona. Traje de un color fuego subidísimo, que había de Lola una llama viva. La chaquetilla se abría a la altura del pecho para la sorpresa escarolada de un peto de encaje. No ostentaba alhaja alguna. Desnudo de ellas el rostro. Y el cuello alto. Y las manos afiladas. En su tiempo, las mujeres hermosas s fiaban demasiado de los poetas románticos, que creían perlas los dientes y granates los labios y nácares las uñas.
-Dime, Lola Montes: ¿Quiénes son esos caballeros?
-No son; son…es.
-No te entiendo.
-Son las seis caras de mi amor total.
-¿No querrás convencerme que los seis retratos son de un mismo personaje?
-No lo pretendo. Como sospechas fueron seis enamorados de mí, en entre sí, bien distintos; pero para mí se fundieron en un amor total. En cada uno de ellos encontré una de las virtudes que yo exigía al amor. Ninguno de ellos las poseyó todas, ni siquiera dos. Entre los seis me consiguieron, ilusión, aventuras, poder, dinero, fama y melancolía.
-¿Fueron los seis tus amantes?
¡Oh, no! Estuve casada con tres. Ya casi he olvidado quienes fueron, de ellos, mis esposos. ¡Qué más da! Pero si tú lo deseas, procuraré recordarlos.
-¡Claro está que lo deseo!
-Pues contempla a éste.

         Enmarcado, como los otros cinco, en una pesada orla barroca estofada en oro, aparecía un joven rubio, de ojos zarcos, con tupé y patillas. Ceñía su busto una guerrera teatral de marino. En realidad eran un Churrucamozo” traducido al inglés.
-Es el capitán Thomas James. Le conocí en Londres, durante las Navidades de 1837. Acababa yo de cumplir los quince años. Tenía él treinta. Sabiendo que marchaba destinado a Calcuta,le provoqué para que me raptara. Y se dejó raptar… Nos casamos a bordo de un paquebote. Fuimos felices durante más de dos años. Pero era desabrido, y suave y pegajoso como la espuma de la cerveza. Y le abandoné. En Madrid, París, Bruselas, me gané la vida bailando en las plazuelas y en los patios de los mesones. Fue en París donde conocí a Dujarrier…
-¿Dujarrier?
-Si: el director del teatro de la puerta de San Martín y, además, redactor jefe de La Presse; ése…
         Dujarrier, en el retrato representaba un otoño serondo. Gastaba bigote y patillas trabados en las comisuras labiales. Su levita marrón se cerraba, con solapas de seda, debajo de la barbilla. Parecía un economista de la Sorbona afiliado a las teorías librecambistas de Adam Smith
-Dujarrier me hizo famosa como primera bailarina en pocos meses. Y su habilísima propaganda me confirmó como Lola Montes, natural de Sevilla, gitana, hija de contrabandista y de cantaora. Al parecer, irritado por mis supuestos coqueteos con otro periodista, llamado Beauvallon, se batió con él, de madrugada, en un rincón del bosque de Vincennes. Y resultó muerto. La espada de Beauvallon le hizo mariposa en el tronco de un sauce llorón.

Y los cisnes unánimes en un lago de azur

-¡Huiste de París perseguida por el escándalo?
-No hui. Salí de París mecida en la apoteosis del escándalo. ¿Por qué no había de paladear hasta la última partícula del manjar más apetecido por mí, y por mí condimentado? Salí de París cuando los hombres más ricos y poderosos cotizaban al alza constante mis preferencias. Y llegué a Munich, contratada como “bailarina gitana y sevillana”, hija de una echadora de cartas y de un picador. Sólo actué dos días. Entonces apareció en mi vida éste…
         Señalaba el retrato de un noble anciano, espectacularmente vestido con una guerrera roja cruzada de galones de oro y de bellas condecoraciones. El anciano tenía la cabellera –de empinado tupé-, las patillas de anchas deltas hacia la boca y la frondosa y larga barba, de una blancura nítida de Papá Noel. Sus ojos eran de un azul estático de bahía nórdica.
-¿Es Luis I de Baviera, el monarca loco y poeta?
-Jamás estuvo loco. Para separarlo de mí, sus consejeros creyeron oportuno lanzar al pueblo, que le adoraba, semejante insidia. Se enamoró de mí viéndome bailar, con la pasión tiritona y triste de los seniles. Y me prohibió exhibirme. Era el verano de 1847. Me presentó en la corte como su mejor amiga. Expidió un decreto concediéndome la ciudadanía. Me nombró baronesa de Rosenthal y condesa de Landsfeld, señalándome una pensión de veinte mil florines. Me regaló un palacio maravilloso, y obligó a sus familiares y ministros a que me trataran con la mayor deferencia.
-¡Pobre Luis I de Baviera, enamorado de los almendros desde su cumbre helada!
-¿Por qué le compadeces? Le hice feliz. Le fui absolutamente fiel. No pocas veces derretí sus nieves con mis fuegos.
-Pero no te resignaste con su amor de rey mago.
¡Claro que no! Su amor represento para mí el ansiado poder. Y gocé derribando gobiernos pudibundos y ordenancistas que me combatían; poniéndome a la cabeza, como una marsellesa ideal, de los románticos estudiantes liberales que luchaban por unas ideas nuevas, desconocidas y sin interés para mí; logrando la clausura de la Universidad de Munich, en cuyos claustros habían aparecido pasquines ofensivos para mí persona.
-Pues la historia afirma que estuviste a punto de perder la vida en una noche larga de algaradas callejeras y de canciones subversivas; y que la Cámara Alta logró del Rey una orden para expulsarte de Baviera.
-La historia dirá lo que quiera. Sin embargo, salí del país porque ya me aburría en él irremediablemente; porque me solicitaban cine caminos desconocidos.
-¡Te aburría el poder y la gloria?
-Me aburría aquel abuelo enamorado que tenía para mí demasiados madrigales y excesivas reverencias. Me aburría aquel palacio blanco, que parecía de azúcar, sobresaltado por los silencios y adormecido en los tapices. Me aburrían aquellos jardines cuyos estanques surcaban demasiados cisnes y nenúfares y lirios, cuyos senderos abovedados por frondas centenarias, recorrían demasiadas sombras humedecidas de relentes y conmovidas por promesas primaverales incumplidas. Me aburrían los mayordomos mudos, envueltos en terciopelos encendidos, y las azafatas susurrantes, envueltas en sedas pálidas. Me aburrían los relojes con tenues melodías de valses incompletos, las figuras de porcelana con ademanes bailarines; las cornucopias con azogues que mataban las calorías humanas, los candelabros con las velas, sonoras y rizadas, de colores; las cortinas espesas y plegadas que estrangulaban las voces antes que pudieran huir hacia sus ecos; las soledades que escribían dramas en verso para los fantasmas…
-¿Y dónde fuiste, Lola Montes, sembrar tus inquietudes?
-Salí de Baviera. Y me acompañaba ése…


La risa del vértigo y la mueca del hastío

La imagen que aparecía en el retrato señalado por ella me fue repulsiva instantáneamente. Era como de un hombre de treinta años rabelesianos y pantagruélicos. Vestía una levita marrón cuyas solapas, de raso, se ceñían a un pañuelo de seda blanca anudado bajo la barbilla. Su pelo era abundante, rizado y muy negro. Sus patillas parecían calcadas de las que luce en todos sus retratos Franz Schubert. Pero sus ojos, castaños, proyectaban una intención maligna que ratificaba con creces cierta sonrisa no acabada de disimular. Aquel hombre sumaba, para mí, sospechas de fauno y de tahúr y seguridades de un donjuanismo cruel y aprovechón.
-¿Quién es?
-Augusto Papon. Se decía doctor en medicina, le conocí en un viejo café muniqués, al que acudí varias veces para conspirar, con mis entusiastas estudiantes, contra no sabía quién o qué. Jamás supe nada de su pasado. Me cautivó con sonrisa loba y su charla impertinente. Juntos recorrimos Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra. Mis bailes daban para que viviéramos los dos. Papon era mi representante artístico; me rodeaba de personajes importantes, aconsejándome que fuera amable con ellos. Cuando dejaron de hacernos gracias y su desvergüenza, le abandoné en París.
-Creo que presumes demasiado de haber sido tú, siempre, la desdeñadora de tus amantes.
-Porque fue la verdad. Nunca se cansó de mí un hombre antes de haberme hastiado yo de él. A todos les dejé tirados en el pasado de mi capricho. Creo que, como yo, fue vuestro Don Juan Tenorio, sino que menos hermoso. ¿No crees posible el “donjuanismo” de la mujer?
-Viéndote, oyéndote, ¿cómo creerlo imposible?
-En Londres me casé con George Stafford Heald, éste que aquí ves con uniforme detonante, rostro pecoso, y expresión indolente. Era teniente de guardias de la reina Victoria, y sumamente rico. Presumía de estatura, de refinados gustos y de flema. Apenas mí fuego logró derretir su témpano, dejó de gustarme. Nos divorciamos: yo, hasta de sus bostezos; él, impotente para traducir a su linfa las apetencias de mis nervios. Recorrí los Estados Unidos asombrando a la llamada generación del Colt y de la “fiebre amarilla”, con mis danzas y mis excentricidades. Gané una fortuna. En 1853, en San Francisco de California, contraje matrimonio por tercera vez. Mi tercer esposo fue James Hull, editor propietario de un periodiquín insidioso y reticente, con saborcillo metodista, que plañía contra los indios, los cuatreros y los delirantes buscadores de oro.
-¿James Hull?
Sí, y cuya imagen perpetúa este último retrato; la sexta cara de mi amor. Mírale bien. ¿A quién te recuerda su físico el de Lincoln maduro? Alto, desgarbado, huesudo, de piel color cardo cocido. Masticaba tabaco. Sorbía rape. Gastaba pantalones a rayas con rodilleras y culeras, y levitones pardos. Presumía de buen orador y lo era. Presumía de incorruptible, y no lo era. Presumía de valiente, y pagaba a otros para que lo fueran por él.
-¿Cómo te enamoraste de semejante ente?
-Olía a bisonte en celo. Sabía a indio enardecido. Me pareció un odre lleno, y con resonancias, de todas las grandezas y de todas las canalladitas de los pioneros del Nuevo Mundo. Me hacían gracias sus borracheras celosas, durante las cuales disparaba contra mí el cargador de su revólver… sin ánimo alguno de dar en el blanco, y blasfemando contra mi risa. Me entusiasmó que me enseñara a montar, a pelo, potros desbravados. Pero también le abandoné. Y de verdad que no me acuerdo si, entonces, me acordé de divorciarme. Regresé a Nueva York en mayo de 1856: Y como ya no me encontraba con ánimo para danzar, decidí ganarme la vida contando mis aventuras en unas conferencias. Tuve mucha suerte. Además de ganar miles de dólares, un editor, enamorado de mí, me publicó dos obras que causaron sensación: The Art of Beauty y Autobiography and lectures of Lola Montes.

-Dime Lola: ¿dónde naciste? ¿En Escocia, en Irlanda, en España? Porque tu cuna, como la del ciego y épico Homero, se la disputan varias ciudades.
-A nadie debe engañar mi nombre de guerra. Nací en Montrose, Escocia. Mi nombre de paz fue María de los Dolores Gilbert. Mi padre, pecoso y albino, era militar escocés. Mi madre, cobriza y azabachada, era criolla de Jamaica. Yo decidí la equidistancia: morena de cabos y morena, pero limpia, de piel.
-¿Cuándo y dónde adoptaste tu nombre de guerra?
-Fue en tu España, y creo recordar que antes de cumplir yo los diecinueve años, hacia 1840. Llegué a Sevilla, desde Ronda, en una diligencia horrísona y envuelta en polvos de contrabandistas, cierto día de abril. Las primeras bienvenidas me las dieron una torre –La Giralda- y esta copla:

     Tienen las sevillanas
en  la mantilla
un letrero que dice:
“¡Viva Sevilla!”

         En Sevilla presencié, por vez primera una corrida de toros. Y toreó en ella Francisco Montes “Paquiro”. Me enardeció el espectáculo y me enamoré de aquel torero alegre y petulante, artista y valiente que tales gallardías y primores realizaba ante aquellas espantosas fieras. Antes de que pudiera hablarle, “Paquiro” había salido de Sevilla. Pero decidí unir mi nombre, españolizado, a su apellido, para afanar en el mundo mis danzas españolas.
-¿Españolas? ¿Eran realmente españolas tus danzas, Lola?
-Bueno…, españolas, lo que se dice españolas…, no lo eran. Yo quise que lo fuesen. En Málaga, en Ronda, Sevilla, Cádiz, concurrí a las academias de baile, y puse todo mi empeño en aprender los bales de palillos: el olé de la Curra, el jaleo de Jerez, el bolero, las seguidillas, las jácaras, el polo del contrabandista, los mollares, las malagueñas del torero…
-¿Y no conseguiste aprenderlos?
-Ni medianamente siquiera. Pero fuera de España obtenía con mis danzas españolas, éxitos de apoteosis. Y de mi falso nombre español y de mis falsos bailes españoles se ha nutrido lo más seductor y perdurable que fluye de mi persona hacia mi gloria.
         Calló Lola Montes. Y como yo no acertara a reanudar el diálogo, lo dio ella por concluido, dirigiéndose, con su retrechero y rítmico andar, hacia el fin de la galería. Y sucedió algo que llenó de pasmo; algo visto como durante un ensueño febril. Lola Montes se iba alejando de mí; pero conforme se alejaba, la galería parecía alargarse, a modo de estar contemplada por los campos inversos de unos prismáticos. Y en aquella galería sin fin…, Lola Montes, vestida de rojo fuego, no era sino una llama viva danzante, cuyos contactos en el pavimento pulido como un espejo, dejaba pequeñas llamas bailarinas con su doble correspondiente invertido….






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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.


PD. Lola Montes cantaba el cuplé "soy el novio de la muerte", y años más tarde, fue el himno de la legión española.



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