sábado, 24 de marzo de 2018



(16) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

CAROLINA CORONADO

La Dama del Romanticismo
El cuadro ocupaba totalmente uno de los testeros del salón en el que me hallaba. Tendría en cuadro como unos ocho metros de largo por cuatro de alto. Más que cuadro pareció a mis ojos como un escenario, luego de levantado el telón de boca, preparado ya con una escenografía prodigiosa y de arte para la representación.
            Procuraré describir el cuadro con fidelidad. Representaba una gran sala, alhajada con primor al estilo de la época isabelina, en años muy próximos al turbulento final del reinado de la llamada reina castiza. ¿1860-1865? Las paredes de la sala estaban tapizadas de muaré rojo granate, formando paneles encuadrados con molduras doradas a fuego. A sendos extremos del fondo, dos puertas de doble hoja quedaban disimuladas con espesos cortinajes de terciopelo de tono igualmente granate. Entre las dos puertas había una gran consola, panzuda y estofada, con mesa de mármol; sobre ésta, centrado, un reloj dentro de una caja de porcelana del Retiro con figurillas policromada de ninfas y pastores falsificados neoclásicamente. Dando guardia a tan precioso reloj, dos candelabros barrocos de bronce dorado y muchos brazos con bujías de cera roja. Detrás del reloj, apoyando su base en el mármol de la consola, alzábase hasta la techumbre un enorme espejo con marco y copete de caoba en los que estaban tallados cabezas de amorcillos, lazos, flores, frutas y hojas. En el lado derecho del cuadro –según yo lo veía-, figuración de otro testero, sobre un bufete pesado de dos cuerpos con aliños de nácar embutidos, exhibíase dentro de un limpísimo fanal una encantadora goleta. A sendos lados del fanal, dos quinqués. En el testero izquierdo del cuadro, dos cornucopias. Del centro del techo –decorado al temple con motivos florales- pendía una hermosa lámpara de cristal de La Granja, verdadero laberinto de curvas y caireles de irisado cristal. Toda la sala estaba alfombrada con un tapiz cuyo dibujo costumbrista recordaba la técnica de la famosa fábrica madrileña de Santa Bárbara. En el centro de este tapiz –que era también el del cuadro- se veía una mesa camilla vestida de volantes terciopelos carmesíes y una gran butaca de caoba con el respaldo, el asiento y los brazos mullidos y abotonados en raso rojo. Sobre la mesa camilla, que recubría un centro de encaje de bolillos, un quinqué encendido, cuya luz, tenue y tibia, alternaba claridades y penumbras y contraluces por toda la estancia.
            En la butaca aparecía sentada una dama de solera, señorial, como de unos cincuenta años. Vestía de luto, con peto de espumilla de encaje, casaquilla y faldas –brial y basquiña- de muchos vuelos y faralaes. Cubría su cabeza cana una mantilla de blonda negra cuyos pliegues se quedaban sobre los hombros y el pecho en suavísimos oleajes dormidos. Las manos de la noble dama se ceñían con mitones negros de encaje y aparecían posadas sobre los brazos de la butaca. No recuerdo haber contemplado una más bella y delicada mujer, moradora encantada en su propio otoño. Sus cabellos –lustrosos, tirantes y partidos a dos vertientes-, recogidos en rodetes sobre las orejas, ofrecían no pocos destellos de esa plata vieja con que se enriquecen los años. El rostro era oval. El cutis –con rosa de acuarela- carecía de arrugas. La nariz resolvía un dibujo tan breve como delicado. Los labios se unían vivos y con la pulpa justa. Eran acaramelados, almendrados y melancólicos los ojos. Como si estuviera indecisa entre un recuerdo penoso y una sorprendida curiosidad, su expresión, sin ser risueña, se desvelaba en una anunciación de agrado para el curioso contemplador que era… yo.
            El cuadro, en su conjunto, armonizaba con el romanticismo pictórico que inmortalizaron los Madrazo, Esquivel y Gutiérrez de la Vega.
            Llevaría yo como un cuarto de hora contemplando fascinado aquel cuadro, y de él, sobre todo, la deliciosa figura, cuando ésta palpitó, me ofreció una sonrisa y alzó su mano derecha, apuntándome con el dedo índice. Mi susto fue mayúsculo y a punto estuve de huir. ¿Soñaba? ¿Estaban el clima y el ámbito cargados de magia? Para acelerar mi inquietud, aquella dama, luego de mover varias veces su dedo…, ¡habló!
-Contigo quiero hablar. No sueñas, no; pero tampoco permaneces en la realidad. Entra. Acércate.
¿Cómo puedo entrar en un cuadro, señora mía?
-Pues dando unos pasos. Avanza sin miedo.
            Sugestionado avancé. No encontré muros cerrados ni puerta abierta. Avancé… Y cuando quise darme cuenta… ya estaba dentro del cuadro, como quien se encuentra entre cuatro paredes, a medio metro de la bella señora.




La niña que cantó “A la muerte de una alondra”

-Recuerdo muy bien el seductor retrato que os hizo Federico de Madrazo y por el que os admirarán los siglos tanto como por vuestras poesías. Sois Carolina Coronado, la más bella musa del romanticismo español.
-Soy Carolina Coronado. Y sería tonto que te dijera que don Federico “me sacó favorecida”. Fui siempre bella: de niña, de joven, de casada, de abuela. Mi belleza y mi gracia fueron irremediables…, porque lo quiso Dios. Nací en Almendralejo (Badajoz), el 12 de diciembre de 1823, en el número seis de la plaza de Abastos. Pero cuando aún contaba muy pocos años me fui a vivir a Badajoz, donde mi padre desempeñaba la secretaría de la Diputación.




-¿Es verdad que vuestra precocidad poética emuló la del genial Lope de Vega?
-¡Bah! Recuerdo que cuando acababa de cumplir los diez años compuse una elegía dedicada A la muerte de una alondra. La alondra era mía y las quejas me salieron rimadas de mi pena.
Dos años después compuse otro poemilla. A la palma, que me dio gran celebridad. Empezaba así:

     Alza, gallarda, tu elevada frente,
hija del suelo ardiente,
y al soplo recio de Aquilón mecida,
de mil hojas dorada,
de majestad ornada,
descuella ufana sobre el tallo erguida…


Mis padres enviaron estos versos a mi paisano Espronceda, que residía en Madrid, amando y conspirando, el cual me dedicó una salutación realmente maravillosa….




     Dicen que tienes trece primaveras
y eres portento de hermosura ya,
y que en tus grandes ojos reverberas
la lumbre de los astros inmortal…

Ya ves cuán fácil era adquirir fama nacional en aquellos tiempos.
-¿Vivisteis mucho tiempo en Sevilla?
-Algunos años. Leí mucho, pero mis estudios fueron todos ligeros, porque nada estudié sino la ciencia del pespunte y del bordado, del encaje extremeño, que, sin duda, es tan enredoso como el Código Latino, donde no hay punto donde no ofrezca un enredo. Pero mi padre, don Nicolás, me presentó a don Alberto Lista, quien me animó y corrigió unos pequeños ensayos que redacté acerca de mi paisano, Arias Montano y otros eruditos. También por entonces escribí algunas novelillas Paquita Adoración, Dos muertes en vida, Jarilla, impresas, por entregas, en humildes imprentas de pueblo.
-¿Es exacto que llegó a Madrid la noticia de vuestra muerte?
-Certísimo. Eulogio Florentino Sanz me dedicó un responso poético en La Iberia Musical y Literaria. Y Campoamor escribió a Pastor Díaz una epístola comentando la falsa alarma…

     Aún el pesar me asesina
de cuando aquí, por muy cierto,
se dijo que Carolina,
¡que Dios nos libre!, había muerto.

-¿Tan grave estuvisteis?
-Sufrí entonces el primero de los ataques de catalepsia que luego se repetirían hasta pocos años antes de mi muerte. Tres días permanecí exánime. Pero un buen doctor con patillas y ojo clínico se olió el engaño y se negó a que me enterraran. Cuando resucité, para librarme de la malsana curiosidad sevillana, me mandaron mis padres a Madrid. Debió ser en el año 45. En la villa y corte fui presentada a la reina gobernadora, doña María Cristina; al general Espartero, al duque de Rivas… La sociedad El Liceo celebró una memorable sesión en mi honor en el palacio de Villahermosa, durante la cual me coronaron con laurel y oro. Frenética de entusiasmo publiqué una obra de escándalo, en la que trazaban los paralelos más imposibles: Santa Teresa y Safo, Schiller y Hartzenbusch, madame Staël y Donoso Cortés… ¡Cuántos disparates! Pero también de esta época es una de mis poesías más elogiadas: Amor de amores, que empieza así:

     ¿Cómo te llamaré para que entiendas
que  me dirijo a ti, dulce amor mío,
cuando lleguen al mundo las ofrendas
que desde oculta soledad te envío?

Céfiros y huracanes de romanticismo

-¡Qué gran poetisa, qué admirable dama romántica fuisteis, doña Carolina!
-¡No digas insensateces! ¿Romántica yo? Me espantó el romanticismo. Luché contra él. Me aparté de cuantos seres, sucesos y cosas olían a romántico.
-Eso creéis señora. Pero la posteridad os ha juzgado con mucho más acierto que el que vos ponéis en entenderos. Romántico fue vuestro matrimonio con Sir Horacio Perry Sprague, primer secretario de la Embajada de los Estados Unidos, caballero huesudo y alto, melenudo, con barba, mosca y bigote alicaído, que tenía un aire de teósofo espiritista o de mormón abandonado por sus mujeres.
-¿Sabes que tuve que casarme dos veces? Como Horacio era anglicano nos fuimos a Gibraltar, celebrando la primera parte de la ceremonia en el palacio del señor gobernador del Peñón. Por cierto que aquí, en la parroquia católica, pasé un susto terrible. ¡Figúrate que el sacerdote que acompañaba al señor Obispo me recordaba de cuando niña aún, en la catedral de Sevilla había hecho voto perpetuo de castidad! Tuve que pedir dispensa de un voto que otorgué cuando aún no tenía uso pleno de razón. La segunda parte de nuestro matrimonio la celebramos en París.
-¡Puro romanticismo, señora mía! Románticas fueron las tertulias que presidisteis en vuestro suntuoso piso de la calle Alcalá, veintiséis, a las que acudían Zorrilla, Castelar, Nicolás María Rivero, Quintana, García Gutiérrez, el duque de Rivas y tantos más, náufragos gozosos del proceloso mar romántico. Románticas fueron aquellas aventurillas de esconder a los conspiradores políticos de turno que en la llamada Quinta de la Reina, de la calle Lagasca, que os había regalado doña María Cristina de Borbón. Románticos los perdones que arrancasteis para vuestros protegidos a la reina doña Isabel II, siempre fiel amiga vuestra, hincándoos de rodillas ante ella y “vuestros ojos divinos bañados en lágrimas”, según cacareó por los corrillos don Nicolás María. Romántica fue vuestra voluntad de enterrar a vuestro hijo Horacio en el muro de una capilla de la catedral madrileña de San Isidro, con una enfática inscripción lapidaria en latín; y a vuestra hija Carolina en otro muro de la iglesia del convento de las Pascualas, en el paseo de Recoletos, luego de colocar en su ataúd, hecho prieto tirabuzón, vuestros largos cabellos… Romántica fue vuestra huida a Portugal, pues que os pusieron en fuga los fantasmas casi angélicos de vuestros hijos. Y romántica vuestra vida en Lisboa, en el palacio del Paço d´Arcos, rodeada de recuerdos familiares y literarios, cajas de música, medias luces y medias sombras y voces siempre a media voz. Y de un romanticismo supremo aquel dolor a gritos por la muerte de vuestro amado Horacio, a quien hicisteis embalsamar y meter en su mejor levita, negándoos a darle sepultura y logrando del Gobierno portugués que os permitiera depositarlo, “corpore insepulto”, en el centro de la capilla del palacio de la Mitra. ¿Cabe mayor romanticismo que aquel diario contemplar, llorosa y suspirosa, el cadáver puesto sobre el más suntuoso cenotafio concebido? ¿Cabe romanticismo mayor que aquella escena de llevar, casi a rastras, a vuestra hija Matilde ante el cuerpo alabastrado de su padre para que os jurara ser firme y honesto su deseo de casarse con Pedro Torres Cabrera, miembro romántico de la romántica tradición carlista? Y románticos, románticos vuestros ataques de catalepsia, durante los cuales vivíais policromada como la mejor estatura para ese funeral provisional que no lograron ninguno de los más grandes románticos enamorados de su propia, pero definitiva muerte. Románticos fueron los adjetivos, imágenes, ayes y deprecaciones que volcasteis en vuestras poesías. ¿Por qué pretendéis engañaros ahora? Lo que quizás os enfureció no fue el romanticismo, sino la servidumbre romántica excesiva en que os notasteis presa y hasta con grilletes y sentencia a perpetuidad.
            Oyéndome, así exaltado, Carolina había dejado caer su barbilla sobre el peto de espumilla negra de encaje. Suspiraba con frecuencia. Y entornaba los párpados para mirarme con una disimulada aquiescencia y entre dos de los suspiros que con mayor esfuerzo se arrancó de las entrañas, musitó:
-Acaso tengáis razón la posteridad… y tú.

El dolor de sobrevivirse

-Vuestra locura de amor fue mucho más afortunada que la de doña Juana de Castilla. Ella no consiguió sino seguir detrás del féretro del amado por los caminos de España, llorando y gritando, conociendo insomne todas las livideces crepusculares cuajadas de relentes y escalofríos. Vos tuvisteis presente durante veinte años el cuerpo intacto de vuestro esposo, propicio a las miradas ávidas y a los ósculos reverenciales. ¡Menudo momio fue el vuestro!
-¿Qué es eso de momio?
-¡Perdonadme, mi señora doña Carolina! Es una palabra equívoca, despojada de todo linaje poético, aún cuando la ocasión otórgala cierta oportunidad expresiva. Olvidadla. Y decidme: ¿Cuál fue vuestra existencia cotidiana durante aquellos veinte años que hubisteis de esperar a que os enterrasen juntos, vos apenas enfriada y él convertido en el más duro mármol?
-Esperar… Tú lo has dicho: esperar. Y mientras esperaba compuse muchas poesías para incontables álbumes y coronas poéticas; entré y salí diariamente en aquella capilla mortuoria y ardiente para comprobar la serenidad de quien no hacía sino esperarme, enlevitado y solemne, dispuesto siempre a ofrecerme el brazo que conduce a las grandes recepciones; escribí varios artículos para algunos diarios madrileños, como La Época y El Siglo Futuro; contesté las epístolas frecuentes que recibía de doña Isabel II, ya desterrada en Francia; de Pepe Zorrilla, de Gasparcito Núñez de Arce, de Juanito Valera; me fui arruinando altivamente, tal que una virreina viuda en Lima, y tuve que hacer como que no me enteraba de que mi palacio de la Mitra, en Poço do Bispo, fue vendido con una cláusula que prohibía arrojarme de él mientras estuviese viva. Algunos buenos paisanos –Nicolás Díaz y Pérez, Antonio Armenteros- iniciaron en La Época una campaña conducente a mi solemne coronación en Badajoz, a la que yo me negué horrorizada, acordándome de la de Pepito Zorrilla en Granada, cuando también estaba arruinado y deseando que llegara el día siguiente del acontecimiento… para poder empeñar la corona.
-¿No quisisteis volver a vuestra patria?
-Quise, pero… Había hecho promesa cuando salí de ella de no volver a visitarla sino del brazo de mi amado Horacio. ¡No sabes, ni sepas jamás, la pena de sobrevivirse, de vivir sólo en el recuerdo de los demás como si ya estuvieras muerto! Mi óbito fue bien dulce. Ni dolores, ni angustias. Me pareció irme durmiendo. Y, ya dormida, mi Horacio se levantó de su féretro y luego de desentumecerse –él me decía riendo que se le habían dormido las piernas de tanto tiempo sin cambiar de postura-, se me acercó enternecido, pero solemne, y me ofreció su brazo. ¿Vamos a España, Carolina mía?, ¡Vamos a España, Horacio, del brazo, según nos prometimos! Era un día de enero de 1911. Y en su número del día 20 de aquel mismo mes, el diario de Badajoz La Coalición relató con patetismo la llegada a la capital de Carolina Coronado y Horacio Perry….


LA ROSA BLANCA

¿Cuál de las hijas del verano ardiente,
cándida rosa, iguala a tu hermosura,
La suavísima tez y la frescura
que brotan de tu faz resplandeciente?

La sonrosada luz del alba naciente
no muestra al desplegarse más dulzura,
ni el ala de los cisnes la blancura
que el peregrino cerco de tu frente.

Así, gloria del huerto, en el pomposo
ramo descuellas desde verde asiento;
cuando llevado sobre el manso viento

a tu argentino cáliz oloroso
roba su aroma insecto licencioso,
y el pro esmalte empaña con su aliento


Estampa de José Cebrián García. Diego Linés. Museo del Romanticismo.

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.













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