(16) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
CAROLINA CORONADO
La Dama del Romanticismo
El cuadro
ocupaba totalmente uno de los testeros del salón en el que me hallaba. Tendría
en cuadro como unos ocho metros de largo por cuatro de alto. Más que cuadro
pareció a mis ojos como un escenario, luego de levantado el telón de boca, preparado
ya con una escenografía prodigiosa y de arte para la representación.
Procuraré
describir el cuadro con fidelidad. Representaba una gran sala, alhajada con
primor al estilo de la época isabelina, en años muy próximos al turbulento
final del reinado de la llamada reina castiza. ¿1860-1865? Las paredes de la
sala estaban tapizadas de muaré rojo granate, formando paneles encuadrados con
molduras doradas a fuego. A sendos extremos del fondo, dos puertas de doble
hoja quedaban disimuladas con espesos cortinajes de terciopelo de tono igualmente
granate. Entre las dos puertas había una gran consola, panzuda y estofada, con
mesa de mármol; sobre ésta, centrado, un reloj dentro de una caja de porcelana
del Retiro con figurillas policromada de ninfas y pastores falsificados
neoclásicamente. Dando guardia a tan precioso reloj, dos candelabros barrocos
de bronce dorado y muchos brazos con bujías de cera roja. Detrás del reloj,
apoyando su base en el mármol de la consola, alzábase hasta la techumbre un
enorme espejo con marco y copete de caoba en los que estaban tallados cabezas
de amorcillos, lazos, flores, frutas y hojas. En el lado derecho del cuadro –según
yo lo veía-, figuración de otro testero, sobre un bufete pesado de dos cuerpos
con aliños de nácar embutidos, exhibíase dentro de un limpísimo fanal una
encantadora goleta. A sendos lados del fanal, dos quinqués. En el testero izquierdo
del cuadro, dos cornucopias. Del centro del techo –decorado al temple con
motivos florales- pendía una hermosa lámpara de cristal de La Granja, verdadero
laberinto de curvas y caireles de irisado cristal. Toda la sala estaba
alfombrada con un tapiz cuyo dibujo costumbrista recordaba la técnica de la
famosa fábrica madrileña de Santa Bárbara. En el centro de este tapiz –que era
también el del cuadro- se veía una mesa camilla vestida de volantes terciopelos
carmesíes y una gran butaca de caoba con el respaldo, el asiento y los brazos
mullidos y abotonados en raso rojo. Sobre la mesa camilla, que recubría un
centro de encaje de bolillos, un quinqué encendido, cuya luz, tenue y tibia,
alternaba claridades y penumbras y contraluces por toda la estancia.
En
la butaca aparecía sentada una dama de solera, señorial, como de unos cincuenta
años. Vestía de luto, con peto de espumilla de encaje, casaquilla y faldas –brial
y basquiña- de muchos vuelos y faralaes. Cubría su cabeza cana una mantilla de
blonda negra cuyos pliegues se quedaban sobre los hombros y el pecho en
suavísimos oleajes dormidos. Las manos de la noble dama se ceñían con mitones
negros de encaje y aparecían posadas sobre los brazos de la butaca. No recuerdo
haber contemplado una más bella y delicada mujer, moradora encantada en su
propio otoño. Sus cabellos –lustrosos, tirantes y partidos a dos vertientes-,
recogidos en rodetes sobre las orejas, ofrecían no pocos destellos de esa plata
vieja con que se enriquecen los años. El rostro era oval. El cutis –con rosa de
acuarela- carecía de arrugas. La nariz resolvía un dibujo tan breve como
delicado. Los labios se unían vivos y con la pulpa justa. Eran acaramelados,
almendrados y melancólicos los ojos. Como si estuviera indecisa entre un
recuerdo penoso y una sorprendida curiosidad, su expresión, sin ser risueña, se
desvelaba en una anunciación de agrado para el curioso contemplador que era…
yo.
El
cuadro, en su conjunto, armonizaba con el romanticismo pictórico que
inmortalizaron los Madrazo, Esquivel y Gutiérrez de la Vega.
Llevaría
yo como un cuarto de hora contemplando fascinado aquel cuadro, y de él, sobre
todo, la deliciosa figura, cuando ésta palpitó, me ofreció una sonrisa y alzó
su mano derecha, apuntándome con el dedo índice. Mi susto fue mayúsculo y a
punto estuve de huir. ¿Soñaba? ¿Estaban el clima y el ámbito cargados de magia?
Para acelerar mi inquietud, aquella dama, luego de mover varias veces su dedo…,
¡habló!
-Contigo quiero hablar. No sueñas, no; pero
tampoco permaneces en la realidad. Entra. Acércate.
¿Cómo puedo entrar en un cuadro, señora mía?
-Pues dando unos pasos. Avanza sin miedo.
Sugestionado
avancé. No encontré muros cerrados ni puerta abierta. Avancé… Y cuando quise
darme cuenta… ya estaba dentro del cuadro, como quien se encuentra entre cuatro
paredes, a medio metro de la bella señora.
La niña que cantó “A la muerte de una
alondra”
-Recuerdo muy bien el seductor retrato que os
hizo Federico de Madrazo y por el que os admirarán los siglos tanto como por
vuestras poesías. Sois Carolina Coronado, la más bella musa del romanticismo
español.
-Soy Carolina Coronado. Y sería tonto que te
dijera que don Federico “me sacó favorecida”. Fui siempre bella: de niña, de
joven, de casada, de abuela. Mi belleza y mi gracia fueron irremediables…,
porque lo quiso Dios. Nací en Almendralejo (Badajoz), el 12 de diciembre de
1823, en el número seis de la plaza de Abastos. Pero cuando aún contaba muy
pocos años me fui a vivir a Badajoz, donde mi padre desempeñaba la secretaría
de la Diputación.
-¿Es verdad que vuestra precocidad poética
emuló la del genial Lope de Vega?
-¡Bah! Recuerdo que cuando acababa de cumplir
los diez años compuse una elegía dedicada A la muerte de una alondra. La alondra era mía y las quejas me
salieron rimadas de mi pena.
Dos años después compuse otro poemilla. A la palma, que me dio gran
celebridad. Empezaba así:
Alza, gallarda, tu elevada frente,
hija del suelo ardiente,
y al soplo recio de Aquilón mecida,
de mil hojas dorada,
de majestad ornada,
descuella ufana sobre el tallo erguida…
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Mis padres enviaron estos versos a mi paisano
Espronceda, que residía en Madrid, amando y conspirando, el cual me dedicó una
salutación realmente maravillosa….
Dicen que tienes trece primaveras
y eres portento de hermosura ya,
y que en tus grandes ojos reverberas
la lumbre de los astros inmortal…
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Ya ves cuán fácil era adquirir fama nacional
en aquellos tiempos.
-¿Vivisteis mucho tiempo en Sevilla?
-Algunos años. Leí mucho, pero mis estudios
fueron todos ligeros, porque nada estudié sino la ciencia del pespunte y del
bordado, del encaje extremeño, que, sin duda, es tan enredoso como el Código
Latino, donde no hay punto donde no ofrezca un enredo. Pero mi padre, don
Nicolás, me presentó a don Alberto Lista, quien me animó y corrigió unos
pequeños ensayos que redacté acerca de mi paisano, Arias Montano y otros
eruditos. También por entonces escribí algunas novelillas Paquita Adoración, Dos muertes en vida,
Jarilla, impresas, por entregas, en humildes imprentas de pueblo.
-¿Es exacto que llegó a Madrid la noticia de
vuestra muerte?
-Certísimo. Eulogio Florentino Sanz me dedicó
un responso poético en La Iberia
Musical y Literaria. Y Campoamor escribió a Pastor Díaz una epístola
comentando la falsa alarma…
Aún el pesar me asesina
de cuando aquí, por muy cierto,
se dijo que Carolina,
¡que Dios nos libre!, había muerto.
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-¿Tan grave estuvisteis?
-Sufrí entonces el primero de los ataques de
catalepsia que luego se repetirían hasta pocos años antes de mi muerte. Tres
días permanecí exánime. Pero un buen doctor con patillas y ojo clínico se olió el
engaño y se negó a que me enterraran. Cuando resucité, para librarme de la
malsana curiosidad sevillana, me mandaron mis padres a Madrid. Debió ser en el
año 45. En la villa y corte fui presentada a la reina gobernadora, doña María
Cristina; al general Espartero, al duque de Rivas… La sociedad El Liceo celebró
una memorable sesión en mi honor en el palacio de Villahermosa, durante la cual
me coronaron con laurel y oro. Frenética de entusiasmo publiqué una obra de
escándalo, en la que trazaban los paralelos más imposibles: Santa Teresa y
Safo, Schiller y Hartzenbusch, madame Staël y Donoso Cortés… ¡Cuántos
disparates! Pero también de esta época es una de mis poesías más elogiadas: Amor de amores, que empieza así:
¿Cómo te llamaré para que entiendas
que me dirijo a ti, dulce amor mío,
cuando lleguen al mundo las ofrendas
que desde oculta soledad te envío?
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Céfiros y huracanes de romanticismo
-¡Qué gran poetisa, qué admirable dama
romántica fuisteis, doña Carolina!
-¡No digas insensateces! ¿Romántica yo? Me
espantó el romanticismo. Luché contra él. Me aparté de cuantos seres, sucesos y
cosas olían a romántico.
-Eso creéis señora. Pero la posteridad os ha
juzgado con mucho más acierto que el que vos ponéis en entenderos. Romántico
fue vuestro matrimonio con Sir Horacio Perry Sprague, primer secretario de la Embajada
de los Estados Unidos, caballero huesudo y alto, melenudo, con barba, mosca y
bigote alicaído, que tenía un aire de teósofo espiritista o de mormón
abandonado por sus mujeres.
-¿Sabes que tuve que casarme dos veces? Como
Horacio era anglicano nos fuimos a Gibraltar, celebrando la primera parte de la
ceremonia en el palacio del señor gobernador del Peñón. Por cierto que aquí, en
la parroquia católica, pasé un susto terrible. ¡Figúrate que el sacerdote que
acompañaba al señor Obispo me recordaba de cuando niña aún, en la catedral de
Sevilla había hecho voto perpetuo de castidad! Tuve que pedir dispensa de un
voto que otorgué cuando aún no tenía uso pleno de razón. La segunda parte de
nuestro matrimonio la celebramos en París.
-¡Puro romanticismo, señora mía! Románticas
fueron las tertulias que presidisteis en vuestro suntuoso piso de la calle
Alcalá, veintiséis, a las que acudían Zorrilla, Castelar, Nicolás María Rivero,
Quintana, García Gutiérrez, el duque de Rivas y tantos más, náufragos gozosos
del proceloso mar romántico. Románticas fueron aquellas aventurillas de
esconder a los conspiradores políticos de turno que en la llamada Quinta de la
Reina, de la calle Lagasca, que os había regalado doña María Cristina de
Borbón. Románticos los perdones que arrancasteis para vuestros protegidos a la
reina doña Isabel II, siempre fiel amiga vuestra, hincándoos de rodillas ante
ella y “vuestros ojos divinos bañados en lágrimas”, según cacareó por los
corrillos don Nicolás María. Romántica fue vuestra voluntad de enterrar a
vuestro hijo Horacio en el muro de una capilla de la catedral madrileña de San
Isidro, con una enfática inscripción lapidaria en latín; y a vuestra hija
Carolina en otro muro de la iglesia del convento de las Pascualas, en el paseo
de Recoletos, luego de colocar en su ataúd, hecho prieto tirabuzón, vuestros
largos cabellos… Romántica fue vuestra huida a Portugal, pues que os pusieron
en fuga los fantasmas casi angélicos de vuestros hijos. Y romántica vuestra
vida en Lisboa, en el palacio del Paço d´Arcos, rodeada de recuerdos familiares
y literarios, cajas de música, medias luces y medias sombras y voces siempre a
media voz. Y de un romanticismo supremo aquel dolor a gritos por la muerte de
vuestro amado Horacio, a quien hicisteis embalsamar y meter en su mejor levita,
negándoos a darle sepultura y logrando del Gobierno portugués que os permitiera
depositarlo, “corpore insepulto”, en el centro de la capilla del palacio de la
Mitra. ¿Cabe mayor romanticismo que aquel diario contemplar, llorosa y
suspirosa, el cadáver puesto sobre el más suntuoso cenotafio concebido? ¿Cabe
romanticismo mayor que aquella escena de llevar, casi a rastras, a vuestra hija
Matilde ante el cuerpo alabastrado de su padre para que os jurara ser firme y
honesto su deseo de casarse con Pedro Torres Cabrera, miembro romántico de la
romántica tradición carlista? Y románticos, románticos vuestros ataques de
catalepsia, durante los cuales vivíais policromada como la mejor estatura para
ese funeral provisional que no lograron ninguno de los más grandes románticos
enamorados de su propia, pero definitiva muerte. Románticos fueron los
adjetivos, imágenes, ayes y deprecaciones que volcasteis en vuestras poesías.
¿Por qué pretendéis engañaros ahora? Lo que quizás os enfureció no fue el
romanticismo, sino la servidumbre romántica excesiva en que os notasteis presa
y hasta con grilletes y sentencia a perpetuidad.
Oyéndome,
así exaltado, Carolina había dejado caer su barbilla sobre el peto de espumilla
negra de encaje. Suspiraba con frecuencia. Y entornaba los párpados para
mirarme con una disimulada aquiescencia y entre dos de los suspiros que con
mayor esfuerzo se arrancó de las entrañas, musitó:
-Acaso tengáis razón la posteridad… y tú.
El dolor de sobrevivirse
-Vuestra locura de amor fue mucho más
afortunada que la de doña Juana de Castilla. Ella no consiguió sino seguir
detrás del féretro del amado por los caminos de España, llorando y gritando,
conociendo insomne todas las livideces crepusculares cuajadas de relentes y
escalofríos. Vos tuvisteis presente durante veinte años el cuerpo intacto de
vuestro esposo, propicio a las miradas ávidas y a los ósculos reverenciales.
¡Menudo momio fue el vuestro!
-¿Qué es eso de momio?
-¡Perdonadme, mi señora doña Carolina! Es una
palabra equívoca, despojada de todo linaje poético, aún cuando la ocasión
otórgala cierta oportunidad expresiva. Olvidadla. Y decidme: ¿Cuál fue vuestra
existencia cotidiana durante aquellos veinte años que hubisteis de esperar a
que os enterrasen juntos, vos apenas enfriada y él convertido en el más duro
mármol?
-Esperar… Tú lo has dicho: esperar. Y mientras
esperaba compuse muchas poesías para incontables álbumes y coronas poéticas;
entré y salí diariamente en aquella capilla mortuoria y ardiente para comprobar
la serenidad de quien no hacía sino esperarme, enlevitado y solemne, dispuesto
siempre a ofrecerme el brazo que conduce a las grandes recepciones; escribí varios
artículos para algunos diarios madrileños, como La Época y El Siglo Futuro; contesté las epístolas frecuentes
que recibía de doña Isabel II, ya desterrada en Francia; de Pepe Zorrilla, de
Gasparcito Núñez de Arce, de Juanito Valera; me fui arruinando altivamente, tal
que una virreina viuda en Lima, y tuve que hacer como que no me enteraba de que
mi palacio de la Mitra, en Poço do Bispo, fue vendido con una cláusula que
prohibía arrojarme de él mientras estuviese viva. Algunos buenos paisanos –Nicolás
Díaz y Pérez, Antonio Armenteros- iniciaron en La Época una campaña conducente
a mi solemne coronación en Badajoz, a la que yo me negué horrorizada,
acordándome de la de Pepito Zorrilla en Granada, cuando también estaba arruinado
y deseando que llegara el día siguiente del acontecimiento… para poder empeñar
la corona.
-¿No quisisteis volver a vuestra patria?
-Quise, pero… Había hecho promesa cuando salí
de ella de no volver a visitarla sino del brazo de mi amado Horacio. ¡No sabes,
ni sepas jamás, la pena de sobrevivirse, de vivir sólo en el recuerdo de los
demás como si ya estuvieras muerto! Mi óbito fue bien dulce. Ni dolores, ni
angustias. Me pareció irme durmiendo. Y, ya dormida, mi Horacio se levantó de
su féretro y luego de desentumecerse –él me decía riendo que se le habían
dormido las piernas de tanto tiempo sin cambiar de postura-, se me acercó
enternecido, pero solemne, y me ofreció su brazo. ¿Vamos a España, Carolina
mía?, ¡Vamos a España, Horacio, del brazo, según nos prometimos! Era un día de
enero de 1911. Y en su número del día 20 de aquel mismo mes, el diario de
Badajoz La Coalición relató
con patetismo la llegada a la capital de Carolina Coronado y Horacio Perry….
LA ROSA BLANCA
¿Cuál de las hijas del
verano ardiente,
cándida rosa, iguala a tu
hermosura,
La suavísima tez y la
frescura
que brotan de tu faz
resplandeciente?
La sonrosada luz del alba
naciente
no muestra al desplegarse
más dulzura,
ni el ala de los cisnes
la blancura
que el peregrino cerco de
tu frente.
Así, gloria del huerto,
en el pomposo
ramo descuellas desde
verde asiento;
cuando llevado sobre el
manso viento
a tu argentino cáliz
oloroso
roba su aroma insecto
licencioso,
y el pro esmalte empaña
con su aliento
Estampa de José
Cebrián García. Diego Linés. Museo del Romanticismo.
Fuente: http://www.rtve.es/noticias/20110604/universo-romantico-escritora-carolina-coronado/436700.shtml
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Saínz de Robles, Federico
Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres
inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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