lunes, 27 de septiembre de 2021

 

La “Peregrinación del Mundo”,

de Pedro Cubero


En el siglo XVII el sacerdote aragonés Pedro Cubero, movido por una inquebrantable fe en el catolicismo de la Contrarreforma, recorre en soledad tierras exóticas y lejanas, como Europa Oriental, el Imperio de Moscovia y Persia, el reino de Cambaya, llegando incluso a la India, Malaca, Filipinas y Nueva España.

 

Curioso, conversador, tenaz, valiente y profundamente católico. Así era Pedro Cubero Sebastián, sacerdote de origen aragonés con el suficiente arrojo para peregrinar en soledad por un mundo no exento de peligros y con la suficiente fe para predicar su religión católica en lugares donde un hecho así podría haber llegado a costarle la vida. De hecho, a punto estuvo en alguna ocasión, y ello hubiera impedido que llegara a escribir Peregrinación del Mundo, un curioso libro de viajes que ofrece una meticulosa descripción del prolongadísimo itinerario que el sacerdote realizó entre los años 1670 y 1679. Hungría, “las tierras del Gran Turco”, el ducado de Silesia, Polonia, Lituania, el Imperio de Moscovia, Persia, Cambaya, La India, Malaca, Filipinas y Nueva España fueron sus destinos. Su objetivo, el mismo que el de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, de la que era predicador apostólico: llevar los sacramentos católicos a todos los rincones del mundo.

Política, religión, cultura, historia, tradiciones, leyendas, gastronomía, arquitectura, biología, botánica, navegación… todas estas materias y otras muchas se dan cita en la “Peregrinación del Mundo”, una obra curiosa para su tiempo, que describe el mundo desde la particular y concretísima visión de Pedro Cubero, una persona sin duda viajada y culta para el siglo XVII en que vivió, pero también demasiado cerrada en los límites de su propia cultura y religión como para intentar comprender algunas formas de vida ciertamente alejadas de sus propias costumbres.

ANECDOTARIO DE UN PREDICADOR

Entre las anécdotas que recoge la obra, destaca la que sitúa al predicador en Persia, durante su estancia en la ciudad de Casmin, donde se encontraba el sultán o gran Soffi. Éste obsequió al sacerdote con un “vestido riquísimo hecho a lo persiano” que hubo de ponerse para pasear por toda la ciudad “con gran acompañamiento”. “Todos me saludaban en altas voces, diciéndome en su lengua una salutación que acostumbraban decir, que en lengua Persia es ‘zalá melé’, que es lo mismo que decir ‘Dios te guarde’, y el intérprete me decía que había de responder: ‘Aliquezalam’, que es lo mismo que decir: ‘Así os guarde a vosotros’, y en mi corazón decía: sacándoos de las tinieblas y oscuridad en que estáis. En fin, ellos me pasearon por toda la ciudad, que ellos decían se me hacía grande honra y yo no sé cómo no me caí muerto de pesadumbre y vergüenza”. El vestido en cuestión no era cualquier cosa, y menos para un predicador acostumbrado a llevar ropajes mucho menos… llamativos. A saber: ropón largo hasta los pies, mangas anchas hasta el codo y estrechas hasta la muñeca con diez botones de oro cada una, la tela de color púrpura, cuajada de flores entretejidas de oro, capa escarlata, turbante…

Aunque las anécdotas son muchas y variadas, nuestro predicador no sólo vivió momentos históricos transcendentales, sino que en algunos casos llegó a ser coprotagonista de los acontecimientos. Al inicio de su peregrinación, apenas en el tercer capítulo del libro, el rey de Polonia le entregó una carta “de mucha importancia para la cristiandad” para que se la hiciera llegar al rey de los medos y persas, Schac Solimán. Transcurridos muchos caminos y algún tiempo, ya a mitad de su largo viaje, Pedro Cubero pudo por fin entregar la misiva al gran Soffi de Persia. Su lectura motivó que éste moviera “sus Trozos y Tropas contra Babilonia”, es decir, contra el Imperio Otomano, pues el rey de Polonia urgía al sultán a la venganza en el texto de su carta. Viajar de la mano de este predicador español supone a la vez un repaso a la situación de aquellos lugares que visitó, a pesar de sus continuas disculpas por ceñirse a relatar casi única y exclusivamente las cosas que vio con sus propios ojos.

 

EL ‘GRAN TURCO’, POLONIA Y LA BATALLA DE CAUILENS

Pedro Cubero inició su “Peregrinación del Mundo” en el reino de Hungría, desde donde se introdujo en tierras del Imperio Otomano navegando por las aguas del Danubio. Los otomanos habían experimentado una notable expansión durante el siglo XVI. Basta ver un mapa de la época para advertir que dominaban gran parte de las costas de los mares Mediterráneo, Rojo y Caspio, pero lo que realmente preocupó a las potencias europeas fue su presencia a las mismas puertas de Viena. Al paso del peregrino español, en los años setenta del siglo XVII, todavía no se había roto el cerco a Viena, lo que sucedió poco después, en 1683, gracias a la llegada de Juan III Sobiesky, rey de Polonia. Al autor le cuesta reprimir su antipatía hacia un imperio que venía siendo acérrimo enemigo de España en su pugna por el Mediterráneo. Sin olvidar este detalle, Cubero Sebastián describe Constantinopla como una hermosa ciudad, y asegura, además, que aunque la vista desde lejos es la de la ciudad más bella que ha visto, por dentro “antes es asquerosa y bruta y las fábricas, bien miradas, de los edificios, son de materia baja”. Alaba, sin embargo, la mezquita principal, al tiempo que revela las costumbres religiosas de los turcos, que guardan el viernes como día festivo “como lo dispuso su maldito Mahoma en el Alcorán” y tienen que entrar en el templo sin zapatos. Explica cómo toda mezquita tiene una fuente a la entrada, donde los musulmanes se purifican antes de entrar y cómo por reírse una vez al contemplar la purificación casi le costó que le “rompieran la cabeza”.

Antes de llegar a Polonia, habrá de superar la primera de las varias convalecencias de su peregrinación. En el ducado de Silesia, el padre rector del Colegio Imperial, regentado por la Compañía de Jesús, le acogió durante diecinueve días de enfermedad. Y lo que es más indicativo, además de una constante a lo largo de su vuelta al mundo, es que una vez recuperado, el mencionado rector y el obispo del lugar proveyeron al sacerdote de un carro y de los víveres y pertrechos necesarios para continuar su peregrinación.

Entre los episodios históricos a los que Pedro Cubero asistió durante su peregrinaje, destaca lo ocurrido durante su visita a Varsovia, corte del “serenísimo” rey de Polonia. Allí descubrió que el monarca había muerto pocos días antes de su llegada. Por ello, se estaban iniciando los trámites para elegir rey, “que este reino se da por elección”. El sacerdote aragonés tuvo la oportunidad de asistir a las ceremonias de la elección que determinaron la coronación del conde Subieschi, general del ejército polaco, como Juan III. Este personaje había conseguido la aclamada victoria de Cauilens contra los turcos, alcanzando un éxito resonante en toda Europa al lograr salvar a Viena del asedio Otomano. Aunque el sacerdote no es muy dado a las digresiones ajenas a su peregrinación, las connotaciones forzosamente positivas que supone una victoria contra los otomanos en territorio europeo y católico, permiten que Cubero se dé la licencia, en esta ocasión, de relatar escrupulosamente la batalla de Cauilens.

 

MOSCOVIA, TRAVESÍA DESCONOCIDA

Tras atravesar el ducado de Lituania en eslita, un pequeño carro sin ruedas “que deslizando sobre la nieve va caminando como trillos de nuestra España” y cargado de cartas y recomendaciones, “porque es la cosa más dificultosa entrar en aquel reino”, Cubero llegó a Moscovia. Un enorme frío le dio la bienvenida. Tuvo que soportar ciertas penurias en su viaje hacia Eslomensko, Mosayco y Moscova, pues, además del frío, las casas eran pequeños infiernos de calor “y es milagro de Dios el escapar con vida, por los grandísimos cambios de temperatura”. Asegura también que en ellas conviven animales y personas, y que éstas últimas se visten con pellejos que no están bien curados, por lo que el olor es insoportable.

En la ciudad de Moscova, Cubero tuvo audiencia con el Zar, que, muy al contrario que su pueblo, recibió al sacerdote en un trono suntuosísimo, con ropajes de perlas y una cruz de diamantes en la corona. Y por fin apareció la oportunidad de cumplir con el objeto de su viaje: en su entrevista con el Zar, le explicó que era un padre español enviado por Su Santidad para la propagación de la verdadera religión de Cristo Nuestro Redentor y para asistir a los católicos extranjeros que allí se encontrasen. Concedido el privilegio, Pedro Cubero Sebastián dijo misa y administró los Santos Sacramentos durante tres meses y medio en el burgo de Cucuy. Para su gran regocijo, confesó a más de setecientos católicos e incluso hizo “confesiones de más de treinta años”. En este intervalo tuvo tiempo de conocer bien la ciudad de Moscova, que describe destartalada y con casas movibles construidas en madera, y de asistir a algunas de sus celebraciones tradicionales como la bendición del río Moscova el día de la Epifanía de los Reyes o la particular ceremonia de entierro de los nobles moscovitas, cuyos cuerpos se acompañaban con una carta dirigida a San Pedro remitida por el confesor del muerto.

El itinerario que siguió Cubero para atravesar Moscovia era en aquellos momentos muy poco conocido. Por eso puso especial interés en catalogar todos los lugares, villas, montes, ríos, islas, riberas y demás datos geográficos que pudo ver a lo largo de su prolongada travesía por el Volga. Cuatro largas páginas de enumeración justificadas porque “cuantos mapas he visto de este río lo ponen despoblado, así me parece que los estudiosos me lo agradecerán”. En Astracán, donde el Volga alcanza el mar Caspio, se despidió de Moscovia.

 

SIGUIENTE PARADA, PERSIA

Navegó por el mar Caspio hasta las playas de Darbant, donde vio Persia por primera vez. Al igual que en otras muchas ocasiones, tuvo que esperar la licencia de entrada, que, también de nuevo, llegó acompañada de camellos, caballos y otros presentes. Darbant, Chamake, Ardibil, Casmin… el viaje entre estas ciudades fue una continua enseñanza para el sacerdote, que conoció los prodigiosos carneros de Armenia y Persia (a los que sacaban la manteca de su enorme cola y sin más la volvían a coser), las maravillas de un extraño animal como el camello (que no bebía en tres o cuatro días e incluso se echaba para dejarse cargar), o la enorme cantidad de aljibes y fuentes del país (cada una o dos leguas). Y es que esta “Peregrinación del Mundo” también es, en cierto modo, una guía práctica de viajes en la que además de señalar lo más destacado de cada lugar, ofrece útiles consejos al viajero.

En la ciudad de Casmin se entrevistó con el gran Soffi persa para pedirle “que no derogase los privilegios antiguos que sus ínclitos antecesores habían concedido a los padres misionarios apostólicos de la Persia”, obteniendo una respuesta favorable. Gracias a este encuentro el sultán también retiró los tributos sobre las acequias que pasaban por los conventos y ordenó que no se molestara a los padres europeos. La alegría por la respuesta del sultán se ensombreció más adelante, en la ciudad de Ispaham, sede de la corte persa. “Cuando las lágrimas se me vinieron fue cuando vi veinte y cuatro piezas de artillería a la entrada de palacio, puestas en sus cuñeras, donde estaban las armas de nuestro católico monarca Felipe Segundo (que goza de Dios), que trajeron de la pérdida y ruina de la tan desgraciada Ormuz”. A juzgar por el relato de Cubero, Ispaham debió ser una bella ciudad (edificios altos e iguales y hechos “con arquitectura y orden”, “jardines libres del rey” para todos), al igual que Laar, ciudad de buenos edificios, rodeada de palmares y salpicada de rosas, azahares y torreoncillos donde subían a tomar el fresco. Syras, antigua Persépolis, no le causó la misma impresión, sino pobre y arruinada, “que así pasan las glorias y riquezas de este mundo: que en aquellos tiempos la envidiaban los reyes y hoy es ludibrio”. Lo que sí llamó su atención fue el ambiente de la ciudad, su lonja de la seda, sus callejuelas, tiendas de verduras, títeres y charlatanes…

En el fondo, el sacerdote juzgó a los musulmanes de Persia con más benevolencia que a los turcos… y es que, aunque infieles, compartían con los primeros a un eterno enemigo común, el “gran Turco”, el imperio otomano. Así, Cubero escribió que el sultán no era “muy observante del Alcorán, pues el vino lo bebía muy bien y no miraba con muy malos ojos a los cristianos. En ninguna parte del Oriente son los europeos más estimados que en la Persia; turcos y persas, capitales enemigos, porque unos a otros se tienen por herejes de la secta mahometana; a los herejes ingleses y holandeses los tienen por malos cristianos, hasta los mismos mahometanos, porque dicen que pues tienen a Cristo por su Redentor ¿por qué no veneran la Cruz donde murió?”. Pero es que el tema va más allá. En Bandar Abasi, casi al final de su peregrinaje por Persia, Cubero llevaba orden de fundar una iglesia, pero se lo impidió la acérrima oposición del cónsul inglés, que no duda en calificar de “perro”. Le consoló el hecho de poder celebrar misa, confesar y bautizar a los fieles de Bandarcongo, último punto de su recorrido por Persia.

 

INDIAS ORIENTALES, COMPLICACIONES RELIGIOSAS

En Bandarcongo Cubero embarcó con la Armada portuguesa, con la que llegó a vivir un episodio bélico contra los árabes del que salieron victoriosos, aunque costó la vida a cerca de cuarenta cristianos. Su siguiente destino fue el célebre puerto de Diú, situado en el reino de Cambaya y centro estratégico de la artillería portuguesa, donde se embarcó hacia Goa, que había sido conquistada por esta última en 1510. Importante puerto comercial y estratégico a finales del siglo XVI y durante gran parte del XVII, Cubero se lamenta de que “Goa no está en la prosperidad que estaba antiguamente. Venían naos de todo el mundo, más esto ya se acabó porque los pérfidos herejes holandeses, ingleses, suecos y dinamarqueses se han levantado con todo”.

Goa estaba en la zona occidental de las Indias Orientales, denominación con que se conocían los territorios comprendidos entre Persia y China, incluida Insulindia. La situación reinante en la zona al paso de nuestro predicador era el reflejo de las relaciones de las potencias europeas que controlaban las llamadas Indias Orientales: las católicas Portugal y España y las protestantes Inglaterra, Holanda y Dinamarca. La pugna por el control de las lucrativas rutas comerciales asociadas a la seda y las especias, tenía, por supuesto, mucho que ver en todo esto. Además, los constantes enfrentamientos con las naciones ocupadas hacían más inestable aún la situación.

El odio que católicos y protestantes se profesaban mutuamente se hacía en estas tierras lejanas más patente que nunca, y es que las guerras de religiones que reconfiguraron Europa en los siglos XVI y XVII todavía estaban a flor de piel. Pedro Cubero vivió el peor momento de su largo viaje en el reino de Malaca, que estaba en posesión de los holandeses desde 1641. Consiguió la licencia para entrar, pero ni que decir tiene que no tenía permiso para ejercer su misión apostólica, por lo que “clandestinó del gobernador para asistir a los católicos, que eran muchos y en cantidad en Malaca”. El sacerdote, emborrachado de sus ideas evangelizadoras, comenzó a arriesgarse demasiado, construyendo una pequeña iglesia en un lugar retirado, organizando misas, confesiones, e incluso una alocada expedición para rescatar una imagen de Nuestra Señora del Rosario de que la quemasen los holandeses. Como era de esperar, Cubero fue capturado dando misa. Para su asombro, pues “no entendía haber salido con vida de aquello”, tras someterlo a un consejo y cuatro meses de prisión, lo desterraron embarcándolo en un barco a Filipinas.

Refugiado en ese oasis católico de las Indias Orientales, el sacerdote se presentó al gobernador de Filipinas como vasallo de Carlos II “que Dios guarde”. Cubero permaneció en la isla de Marivélez durante un año, disfrutando del “ejercicio de las Misiones” y esperando poder marchar hacia Nueva España, donde desembarcó en el puerto de Acapulco. Una vez más, esperó cuatro meses la orden del arzobispo (y virrey) que le permitiría desplazarse a la costa oriental de Nueva España, tiempo durante el que tuvo que “asistir a la cristiandad” a causa de la muerte del vicario de la ciudad. Acompañada de quinientos pesos para el pasaje, la carta del virrey le hizo dirigirse a Veracruz, en la otra costa de Nueva España, donde embarcaría hacia la península Ibérica. Cruzó Méjico de costa a costa, atravesando Tisla, Chilapa, Trisco, Puebla de los Ángeles y el Mal País y, aunque se detuvo a hablar de los aguaceros vespertinos, los enormes mosquitos, las iglesias, conventos, misiones y los gigantescos campos de trigo que surtían a todo el virreinato, no describió con detalle el viaje de Acapulco a Vera Cruz “por ser tan trillado de los españoles”, pues era su deseo detenerse “en las cosas más extrañas y peregrinas”.

A primeros de julio de 1679, Pedro Cubero Sebastián partió hacia España en la misma dirección que guió todo su viaje, de occidente a oriente, en el galeón Santísima Trinidad, habiendo dado la vuelta, en sus propias palabras, “a toda la redondez del mundo”.

 

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A la conquista de Tombuctú

Yuder Pacha (1590-91)


Tombuctú. Son pocos los lugares de este mundo capaces de evocar, con la sola pronunciación de su nombre, tantas cosas. Realidad y mito, historia y quimera se entremezclan entre sí hasta formar un todo inseparable. La historia de Timbuctú, o Tombuctú como pronuncian los franceses, es la historia de sueños y aspiraciones humanas con un denominador común: el oro.

A Tombuctú llegan hoy los viajeros ansiosos de pisar el suelo de la ciudad más deseada por los exploradores europeos del siglo XIX y evocar allí su sufrimiento y sus decepciones. No es ni sombra de lo que fue, pero tampoco es la ciudad ruinosa y triste que describieron Gordon, Caillé o el español Cristóbal Benítez. Un turismo no muy abundante, aunque con inquietudes culturales la sacó de su marasmo, pero aún hoy sigue dominada por la cultura tuareg, que comparte a regañadientes las mismas fronteras con las otras etnias malienses. Las tensiones actuales entre estas culturas separadas por el gran río Níger son las consecuencias de su propia historia y de la historia de la colonización europea en África.

La sola visión de la mezquita de Sankoré basta para intuir que Tombuctú no fue una ciudad cualquiera, pero si el viajero se pierde por sus callejas podrá ver, entre sencillas casas de adobe, sólidos edificios con ventanas vestidas de celosías y puertas bellamente talladas, producto de las diferentes culturas que, durante siglos, convivieron en esta ciudad.

Ningún europeo llegó a conocer nunca el brillo de Tombuctú, excepto uno: Yauder Pachá (llamado por otros autores, Jauder Pachá), un morisco originario de Cueva de Vera (Almería) que en el siglo XVI no sólo la conoció, sino que la hizo suya con una expedición sufragada por el sultán de Marruecos Al Mansur, aunque también fue el principio de su decadencia.

Pero, ¿qué hizo que esta ciudad se convirtiera durante siglos en meta de las caravanas que surcaron las rutas del inmenso desierto del Sahara desde Trípoli hasta Marruecos y, siglos después, de los expedicionarios europeos? La respuesta está en el oro, el oro que muchos creían que provenía de Tombuctú, pero que en realidad llegaba desde mucho más abajo, del País de los Negros, de unas minas cuya ubicación era celosamente conservada en secreto por sus explotadores.

Para entender la importancia de Tombuctú basta conocer su situación geográfica. Situada al borde del Níger –en realidad a unos cuantos kilómetros de sus orillas–, era y es la ciudad más cercana a la todavía hoy bella ciudad de Yené, en otros tiempos capital del Imperio de Malí,  hasta donde llegaba el oro procedente de las minas. Gao o Ualata, ciudades entonces también florecientes, estaban situadas demasiado lejos de Yené, de manera que las caravanas compuestas por millares de camellos que venían desde Marraquech pasando por Mekinez, Fez y Tlemecén, por Tafilal o el valle del Dráa,  y desde Trípoli y El Cairo, pasando por Gadamés y Gatt, en la actual Libia, convergían todas en Tombuctú.

Otra característica geográfica importante es que Yené está situada en la orilla sur del río Níger y entre ella y Tombuctú no sólo hay un río, sino todo un delta interior compuesto por numerosas bifurcaciones que hacen de ella una tierra pantanosa, especialmente durante las crecidas del río. El único medio que podía utilizarse para llegar a Yené eran las piraguas y, puesto que los camellos no podían ser transportados en ellas, dejaban sus productos en Tombuctú, que luego eran llevados en pinazas a Yené, y desde allí volvían con el oro y el cobre. Las narraciones que han llegado hasta nuestros días cuentan que los mercaderes colocaban sus productos en el puerto y discutían con los compradores el precio. Si estos estaban de acuerdo, al día siguiente la mercancía había desaparecido y en su lugar el mercader se encontraba la cantidad de oro fijada.

El nacimiento y desarrollo de Tombuctú están influenciados por tres grandes imperios que se sucedieron desde antes del año 1000 hasta el siglo XVII: el imperio de Ghana, el imperio de Malí y el imperio Shongay. El de Ghana poseía las minas de oro de Galam y del Bambuk, situadas en lo que hoy es Faleme y Senegal, y ese oro llegaba hasta Marruecos desde antes de la llegada del islám. A finales del siglo VIII, el imperio de Ghana, bajo el reinado de Kaya Maghan Cisse, extendió sus dominios entre el Níger y el Senegal medio. Dice el cronista El Bechri que había tanto metal precioso que sus reyes ataban sus caballos en bloques de oro macizo. A partir del siglo XIII comienza la ascensión del reino de Malí, que alcanzó su cenit con el emperador Kankan Mussa, el gran divulgador del islám en Malí, aunque la influencia de esta religión no pasó de la clase dirigente. La islamización masiva de Malí llegaría más tarde.

Kankan Mussa había sometido al entonces pequeño reino Shongay y extendido su autoridad hasta Gao. A la muerte de Kankan Mussa el imperio de Malí se había extendido desde el Atlántico hasta la parte oriental del Níger y desde el desierto hasta la selva tropical, incluyendo las minas de oro. Fue a partir del siglo XIV, con este emperador, cuando Tombuctú comenzó a desarrollarse.

La tradición sitúa el nacimiento de Tombuctú en el siglo XI. La ciudad fue fundada por un grupo de nómadas beréber venidos del norte y fue integrada en Malí en el siglo XIV. Kankan Musa hizo construir varias mezquitas, entre ellas la gran mezquita de Sankaré diseñada por el poeta y arquitecto Es Saheli; envió estudiantes a la gran ciudad de Fez; construyó minaretes y palacios de ladrillo, con techos de madera y terrazas. Los mercaderes que iban y venían de Tombuctú extendieron, entre verdades y exageraciones, la fama de la ciudad hasta el punto que llegó a decirse que el oro crecía en los árboles.

La llegada a la ciudad de eruditos árabes provenientes del Magreb y Oriente, de gente del Sahel y de letrados de origen sudanés hizo que Tombuctú cayera de forma definitiva bajo la influencia de los países del Norte. Los historiadores hablan de que existía una clase dirigente local, comerciantes de origen magrebí que residían desde hacía dos o tres generaciones. Estos y otros notables se situaban por afinidades en barrios distintos: uno al norte, más beréber; al sur, los sudaneses; gente del sur en la zona de la Gran Mezquita, así como doctores árabes invitados que venían de La Meca o de Egipto. Según León el Africano, la ciudad contaba en la época de Kankan Mussa con unos 70.000 habitantes, mientras que otros historiadores la rebajan a 50.000.  Con todo, una población importante para la época.

Otro hecho determinante para entender el auge de Tombuctú fue la peregrinación a La Meca de Kankan Mussa. El emperador llegó allí con un séquito tan fastuoso y con tal cantidad de oro que impresionó a todos. A su paso por El Cairo Kankan Mussa gastó y dio tantas limosnas que según las crónicas el valor del ansiado metal hizo bajar el precio del dinar en la capital de Egipto durante diez años. De vuelta, el emperador llevó consigo letrados árabes y egipcios para que islamizaran el país. Las caravanas afluían a Tombuctú desde todos los puntos del horizonte cargados de mercancías. Fue la época más brillante de la legendaria ciudad, que por entonces recibió la visita del viajero tangerino Ibn Batuta. En su relato de viaje la sitúa “a cuatro millas del Nilo –por entonces se creía que el Níger y el Nilo eran el mismo río– y sus habitantes son en su mayoría massufíes, de los que se velan”.

A partir del siglo XV, el imperio de Malí inició su decadencia y en 1435 Tombuctú cayó en manos de los tuareg, que deseaban imponer su hegemonía sobre la ciudad, situación que continúa hoy en día y provoca periódicas tensiones entre el gobierno de Bamako y este pueblo, mitificado por los viajeros occidentales, que desea tener su propio estado con Tombuctú como capital, lo que ha provocado más de una guerra. La caída del imperio de Malí coincidió con el resurgimiento del imperio pagano Shongay. Uno de sus reyes, Sonni Alí o Alí el Grande, arrebató Tombuctú a los tuareg en 1468. Temeroso de que la influencia islámica se extendiera al resto del imperio, Sonni Alí pasó por las armas a los habitantes de la ciudad: ejecutó al ulema, sabios musulmanes que se oponían a él, encarceló a los letrados e incendió la ciudad.

El año en que Cristóbal Colón arribó a las costas de América, en 1492, Askia Mohamed sucedió en el trono a Alí el Grande y, con su conversión al islám, las cosas cambiaron para la castigada ciudad. Tombuctú fue reconstruida y a ella volvieron los letrados, los comerciantes y los ulema. Es un hecho que los cronistas musulmanes tendieron siempre a exagerar la importancia del imperio del Askia Mohamed en detrimento del de Alí el Grande, sobre todo porque el primero era musulmán, pero Alí extendió su influencia hasta las importantes minas de sal de Tagaza. La sal era y sigue siendo un elemento fundamental para los países del sur, ya que carecen de ella. Hoy sigue saliendo una caravana de Tombuctú hacia las minas de sal de Taudení (Malí) y se vende en bloques en el mercado de Tombuctú.

El siglo XVI marcó el principio del final de esta ciudad que ha vivido siempre de espaldas al cercano mundo negro y con su vista puesta en los lejanos países del norte. Éstos, o mejor dicho, Marruecos, fue el encargado de sumergirla en la noche de la historia. Es el momento en que aparece en escena un morisco, un español de Almería. Por entonces, Marruecos se encontraba sumido en una profunda crisis económica, producto de la presión del imperio Otomano por el este y por la presencia cada vez más evidente de los portugueses, quienes permanecían instalados en las costas marroquíes, especialmente en Arcila, y acaparaban el oro que huía hacia Europa utilizado para acuñar monedas.

Puesto que la sal era un elemento vital para los pueblos del sur, el sultán marroquí decidió tomar las salinas como elemento de presión. La primera expedición marroquí que intentó llegar a las minas de Tagazán data de 1543. Alcanzó Uadán, en la actual Mauritania,  pero fue rechazada por un ejército de dos mil tuareg enviados por Askia Iskar, rey de los songhay, que arrasaron la región del río Dra, en Marruecos. En 1556, el sultán marroquí Al Mansur envíó al rey shongay diez mil piezas de oro junto a la exigencia de que él, como comendador que era de los creyentes, debía ser el que explotase las estratégicas minas. Aunque la historia no recoge la respuesta del rey Askia, Al Mansur intentó otra invasión sobre Uadán en 1548, pero el inmenso desierto del Sahara y la sed les frenaron. Finalmente, en 1585 las minas de Tagazán fueron tomadas, aunque los askia abrieron otras unos kilómetros más al sur, las de Taudení, que cuatro siglos después siguen suministrando sal a Tombuctú.

El elemento de presión que Al Mansur había intentado crear con la conquista de Tagazán desapareció, pero cierto día, un esclavo de los askia que había huido del sur y se había refugiado en Marrakech, haciéndose pasar por un hermano del Askia Iskar, pidió ayuda a Al Mansur. Le sugirió que si le colocaba en el trono del imperio, él se comprometía a permitirle explotar todas las riquezas de Malí. Al Mansur decidió entonces la conquista directa de Tombuctú y, de paso, quitarse un problema de en medio. El problema era la “legión extranjera” que por aquella época vivía en sus dominios, aventureros convertidos al islám después de haber sido expulsados de sus países de origen como Italia, Inglaterra y, sobre todo, España.

Uno de estos aventureros era Yauder Pachá. El historiador francés Pierre Bertraux asegura que le llamaban Joder, por ser esta expresión tan española su favorita, teoría que hoy ha sido desechada. Originario de Cuevas de Vera (la actual Cuevas de Almanzora, en Almería), gozaba de la confianza de Al Mansur, quien le había nombrado caíd de Marrakech. El sultán le encargó que preparase una expedición militar, ya que los informes de sus espías aseguraban que el reino Songhay se hallaba en conflictos internos y era el momento de lanzar el ataque.

Yauder Pachá preparó con cuidado la expedición para asegurarse la victoria. Hizo traer de Inglaterra lona para las tiendas, cañones y pólvora. En noviembre de 1590 un ejército de cinco mil hombres salió de Marruecos perfectamente pertrechados, rumbo al sur. Estaba compuesto por mil arcabuceros renegados, otros mil arcabuceros originarios de Al Ándalus, mil quinientos lanceros marroquíes (los únicos naturales de Marruecos que van en la expedición), mil auxiliares y diez cañones, todo ello transportado por diez mil camellos. El peligro que se avecinaba fue detectado por los songhay, pero a estos no pareció preocuparles, porque pensaban que la enorme franja de desierto que les separaba de los países del norte era su mejor aliado. La sed, el hambre y el calor insoportable los frenarían, pero Yauder Pachá no sólo había preparado la expedición con sumo cuidado, sino que tenía controlados los estratégicos pozos de agua.

Cuatro meses después de su salida y con apenas bajas, el poderoso ejército alcanzó el río Niger y los shongay comprendieron su error demasiado tarde. El 12 de marzo de 1591 se produjo el encuentro entre los dos ejércitos. Los shongay intentaron hacerles frente sin armas de fuego y utilizando la inútil táctica de intentar arrollarlos con inmensos rebaños de vacas y camellos que fueron rápidamente puestos en fuga. Los shongay se vieron obligados a retirarse y dos horas después, la ciudad de Gao, situada en la orilla norte del Níger, era tomada por Yauder Pachá instantes después de que su población la abandonara. Desde allí, tomó finalmente Tombuctú, donde sólo le recibieron los ulema y los imanes predicadores.

La expedición había sido un éxito y el imperio de Al Mansur se extendía ahora, al menos en teoría, hasta las orillas del Níger. Yauder Pachá comprobó muy pronto que aquello no era lo que esperaba. La modestia del ambiente, comparado con la sofisticación árabe, le sorprendió. Incluso el palacio de El Askia le pareció pobre frente a la belleza de los que estaba acostumbrado a ver en Fez o Marrakech, pero lo peor es que no había oro. Ni crecía en los árboles ni las calles estaban pavimentadas  con el ansiado metal. Pronto comprobó que el oro se limitaba a pasar por Tombuctú, pero que las minas estaban muy al sur, en algún lugar desconocido del País de los Negros.

El morisco almeriense se encontraba a miles de kilómetros de Marruecos, con un ejército asentado en la ciudad y con el regusto amargo del fracaso, así que cuando El Askia le hizo una sugestiva proposición para alejarlo de sus dominios, Jauder Pachá la aceptó. El rey shongay le ofreció diez mil piezas de oro y la entrega de mil esclavos si abandonaba Tombuctú. No se lo pensó dos veces. El caíd de Marrakech  vio la oportunidad de sacar algo en limpio de aquella expedición y le sugirió al sultán que aceptara la propuesta, pero las difíciles comunicaciones con el norte propiciadas por la lejanía hizo que el sultán Al Mansur, que no había dudado antes de la fidelidad de Yauder Pachá, desconfiara y decidiera sustituirlo.

El rey marroquí decidió entonces enviar a Tombuctú al marroquí Mahmud, hombre de su confianza, para que se hiciera cargo del ejército de aventureros, pero cuando llegó, comprendió que Yauder Pachá tenía razón, que no podía enviar más oro que su antecesor. Al Mansur envió a otro hombre, Mansur, que encarceló a Mahmud y a los letrados de la ciudad, y dio la orden de trasladarlos a Marruecos con sus familias, sus bienes y sus libros. Uno de ellos, el historiador Ahmed Baba, consiguió sobrevivir el tiempo suficiente para poder volver a su patria.

Entonces, el rey comprendió que la expedición había sido un fracaso, y aunque durante algunos años mandó pachás como gobernadores de la ciudad, en 1620 dejó de hacerlo.  El ejército de hispano-marroquíes fue abandonado a su suerte. Yauder, tras haberse instalado un tiempo en Gao, decidió volver a Marruecos en 1599. Allí vivió sin problemas hasta la muerte de Al Mansur. Su sucesor desconfiaba de él y le consideraba un traidor, así que decidió decapitarle.

El resto del ejército acabó integrándose en la población, y cuando Al Mansur decidió no nombrar más pachás para la lejana ciudad, los hispano-marroquíes sobrevivieron un tiempo como poder autónomo, nombrando sus propios pachás, hasta que el ejército acabó disolviéndose entre rencillas y rivalidades. Abandonados por todos, decidieron pagar tributo a los tuareg y vivir allí el resto de sus vidas. Tombuctú inició, a partir de entonces, una decadencia lenta pero imparable. Sus hombres de letras, sus ulemas, sus hombres de negocios y sus sabios, la abandonan como se abandonaba a una amante envejecida. Las caravanas escaseaban y, aunque no la olvidaban del todo, el desplazamiento del interés comercial por otras zonas hizo que Tombuctú, la orgullosa ciudad que había mirado con admiración hacia el lejano norte y con desprecio al sur negro, se hundió definitivamente en el olvido. En el siglo XVIII cayó bajo la dominación de los tuareg; en el siglo XIX, en 1826, fue destruida y saqueada por los fellata; luego,  en 1846, volvió a manos de los tuareg.

Europa no conocía prácticamente nada sobre aquella zona del mundo, de la que se tenían escasas referencias, aunque en 1375 el cartógrafo mallorquín Cresques la había situado en un mapa con el nombre de Timbouch, cerca de un dibujo del emperador de Malí sosteniendo una pepita de oro. Según algunos historiadores, en el siglo XVII se supo en Francia que un marino llamado Pablo Imbert había caído prisionero y llevado en caravana a Tombuctú, luego devuelto a Marruecos, donde murió como esclavo en 1640 sin dejar nada escrito. También un marino norteamericano, Roberto Adams, afirmó haber estado allí en 1810, pero sus contradicciones al hablar de ella pusieron en duda la autenticidad del viaje.

Fue a principios del siglo XIX cuando Tombuctú llamó la atención de Europa, sobre todo porque el cónsul inglés en Mogador, Jackson, la había representado como una ciudad inmensa que encerraba fabulosas riquezas, aunque aportando datos que le habían dado los caravaneros que frecuentaban la misteriosa ciudad. Europa había puesto sus ojos en las inmensas riquezas de África que sabía, o se decía, que existían. El médico escocés Mungo Park fue enviado allí por la Real Sociedad Británica y, aunque nunca consiguió llegar a Tombuctú, realizó una importante descripción de la zona del río Níger, donde murió.

En 1824, la Sociedad Geográfica de París anunció que daría un premio de diez mil francos al primero que llegara a esta ciudad y diera una descripción detallada de la misma. El primero que lo intentó fue el mayor Gordon Laing, que aunque había previsto penetrar en ella por las regiones de Gambia, al final lo consiguió el 18 de agosto de 1826 siguiendo una de las rutas de las caravanas, después de un penoso viaje desde Trípoli, pasando por Gadamés y Gatt hasta llegar a Tombuctú, y tras haber tenido que combatir con los tuareg. Llegó a la ciudad herido, pero el jeque lo recibió con la tradicional hospitalidad árabe y le hizo curar sus heridas. Sin embargo, quizá presionado por los fellata que dominaban la ciudad, le expulsó. Algunos días después, Laing fue asesinado en una de las pistas que llevaban a Massina y sus valiosos papeles, con todas sus notas de viaje, fueron perdidas definitivamente para Europa.

Gordon Laing fue el primer en llegar a Timbuctú, pero el primero que volvió para contarlo fue el francés Rene Caillé, que había salido prácticamente al mismo tiempo, aunque siguiendo otra ruta, la que partía del Atlántico desde la ciudad senegalesa de Sant Louis, capital del África Occidental francesa. Caillé era el hijo de una familia humilde que soñaba con realizar algún descubrimiento importante. Indagó en mapas, leyó libros de geografía y los relatos de Mungo Park y, con estas lecturas sus deseos de explorar se intensificaron. Sabía que las malas relaciones entre musulmanes y cristianos tenían su reflejo en el África islamizada, así que todos los cristianos que quisieran internarse en aquella tierra desconocida, tenían que ocultar su verdadera personalidad.

Su primer intento africano terminó en fracaso, aunque aquello no le amilanó, y con tan sólo 18 años se puso como objetivo alcanzar la misteriosa Tombuctú. Se enroló en una caravana, pero las fiebres le hicieron abandonar. En 1824 volvió a Senegal, a Saint Louis, desde donde salió vestido como un hombre del desierto y diciendo a quien se encontraba que iba a convertirse al islám. Tras pasar varios meses deambulando por el desierto mauritano, volvió de nuevo a Saint Louis. Allí buscó fondos para un nuevo intento, sin conseguirlos. Consiguió un trabajo en Sierra Leona, como director de una fábrica, hasta que reunió el dinero suficiente para poner en marcha una nueva expedición, esta vez mejor pertrechado y con la fachada de un hombre nacido en Egipto, cautivo y llevado como esclavo a Francia, que ahora emprendía viaje a su tierra natal para reencontrarse con su familia.

En 1827 emprendió la marcha desde Freetown, camino del Níger.  Tras pasar por numerosas dificultades y navegar por el gran río llegó a Yené y desde allí, finalmente, a Tombuctú. Lo que René Caillé vio allí nada tenía que ver con los relatos que había escuchado en Europa. La ciudad le defraudó y en el relato de su viaje dijo de ella que era un amasijo de casas de tierra mal construidas, en todas dirección no se ven sino llanuras inmensas de arenas movedizas, de un blanco que vira al amarillo, y de la mayor aridez (…). Todo es triste en la naturaleza (…), pero hay un no sé qué de imponente en esta ciudad edificada en medio de la arena, y uno admira los esfuerzos que han debido hacer sus fundadores.

Él fue quién reconstruyó la muerte de Gordon Laing, asesinado por el jefe de una tribu del desierto que le quiso obligar a que reconociese a Mahoma como único profeta. Laing se negó y fue estrangulado por los criados negros del fanático personaje.

René Caillé salió de Tombuctú hacia el norte en una de las caravanas que se dirigían a Marruecos, pero el regreso no fue precisamente un camino de rosas. Conoció la dureza del desierto, la sed y el terrible calor hasta que por fin llegó a Fez, de allí a Rabat. Luego a Tánger donde se embarcó en una goleta rumbo a la ciudad francesa de  Tolón, a la que llegó el 10 de octubre de 1828, tras haber recorrido más de cuatro mil kilómetros durante 17 meses. Recibió su merecido premio de diez mil francos que sólo pudo disfrutar diez años. Murió el 25 de mayo de 1838.

Casi 40 años después de la muerte de René Caille,  llegó a Tetuán, en Marruecos, un geólogo alemán llamado Oscar Lenz, financiado por la Sociedad Geográfica de Berlín, con la intención de llegar a Tombuctú. Había viajado por el África occidental, aunque nunca se había adentrado en el desierto. Desconocía las costumbres, así que decidió buscar a alguien que tuviera conocimientos de la tierra. Allí, un grupo de alemanes le puso en contacto con un español llamado Cristóbal Benítez, hombre de gran cultura y, sobre todo, con un amplio conocimiento del país y sus costumbres. Benítez había viajado por el interior del país –algo peligroso para un cristiano en aquella época– haciéndose pasar por un nativo, ya que tenía un amplio dominio no sólo del árabe, sino (lo que era más importante) del dialecto que se hablaba en Marruecos, así como de la lengua beréber, el chelja.

Oscar Lenz, un típico alemán de cabello rubio, ojos azules y piel pálida, vio en este español el acompañante ideal para cruzar el desierto y llegar a la lejana Tombuctú. Benítez no lo dudó y puso al servicio de la expedición su conocimiento del terreno y de las personas que gobernaban Marruecos. Consiguió los salvaconductos necesarios para que pudiesen viajar por el país sin ser molestados.

Aunque el imperio xerifiano se extendía hasta tierras mauritanas, el control del sultán de Marruecos sólo era efectivo hasta la ciudad de Marrakech, acostada al borde de la gran cordillera del Atlas,. Más allá imperaban  pueblos que no aceptaban la autoridad del Comendador de los Creyentes, por lo que los salvoconductos tenían escaso valor. Fue a partir de ese momento, al llegar a estas tierras pobladas por tribus insumisas y salteadores de caminos, cuando se puso de manifiesto el talante y la capacidad de ambos hombres. Benítez, que sabía de los peligros que para un cristiano significaba penetrar en aquellas tierras, hizo, al igual que Caillé, el cambio de personalidad. Así, Lenz se convirtió en el médico turco (que no hablaba árabe) de un  príncipe descendiente de una familia ilustre, que en realidad era su criado, y el propio Benítez viajaba como administrador del falso príncipe.

Benítez, hijo de un país mediterráneo cruzado por diferentes civilizaciones a lo largo de su historia, interpretaba su papel a la perfección, pero el alemán, hijo de un pueblo demasiado orgulloso como para renegar de su origen teutón, aunque sólo fuera de forma ficticia, olvidaba a menudo su papel haciendo sospechar a muchos de los que se encontraban en su camino. El plan de ruta era muy similar al que en el siglo XVI otro español, Yauder Pachá, había realizado para llegar a Tombuctú con su ejército de cinco mil hombres: cruzar el Atlas hasta la cuenca del Dra y desde allí, hasta Tinduf, un importante oasis que en los años sesenta provocó una corta, pero cruenta guerra entre Marruecos y Argelia, cuando ambas se disputaban su posesión.

La llegada a Tinduf estuvo llena de peripecias relatadas por Cristóbal Benítez en su libro Viaje por Marruecos, el desierto del Sahara y Sudán –con este nombre era conocido gran parte del territorio de África Occidental–, tras cruzar el Atlas e internarse en la actual región marroquí del Sus. El aspecto de los viajeros hizo despertar sospechas en algunos de que se trataba en realidad de cristianos, así que Benítez tuvo que echar mano de todos sus recursos para poder salir de este y otros atolladeros.

Ya al borde del desierto, cambiaron sus caballos por camellos, se pertrecharon de agua, alimentos y productos para regalar a los notables de las tribus que se encontraran en su camino, cambiaron sus vestimentas marroquíes por las amplias túnicas habituales de los hombres del desierto y se internaron en la inmensa soledad del Sahara, camino de Tombuctú. Poco antes, la suspicacia del hijo de un notable estuvo a punto de costarles la vida, que salvaron gracias a la habilidad y la capacidad de Benítez para granjearse amistades. A pesar de haber contado con la hospitalidad de un jefe de tribu, el hijo de éste sospechaba del aspecto del rubicundo doctor Lenz. Benítez le explicó la historia del médico turco, pero el joven no le creyó y decidió tenderle una emboscada, aunque un hombre de confianza del jefe, de quién Benítez se había hecho amigo, le avisó del peligro, ya que los guías contratados se habían juramentado para llevarles directamente a la emboscada. Benítez cambió de rumbo, más tarde se desprendió de los guías que cambió por otros de mayor confianza, y llegó finalmente a Tinduf.

Más de 40 días tardaron en cruzar el desierto sahariano, con sus abrasadoras jornadas y sus heladas noches. El desierto se cobró su tributo y cuando llegaron a Tombuctú, había perdido más de la mitad de la caravana. Allí comprobaron la decadencia de la ciudad y también intuyeron su glorioso pasado. Tres meses después de haber comenzado su periplo llegaron a Saint Louis desde donde emprendieron regreso a Europa por vía marítima.

Los estudios de Lenz fueron muy apreciados en Europa, pero el alemán mostró su peor cara al ignorar totalmente a Cristóbal Benítez y a la importantísima aportación de éste al viaje, tan importante que Lenz nunca hubiera podido llegar si no hubiese sido por la habilidad de Benítez. Pero su participación en el viaje no quedó en el olvido. Publicó sus trabajos, que interesaron vivamente a los franceses, especialmente sus descripciones del desierto, que no ocultaban sus pretensiones colonialistas sobre la zona y sus deseos de crear una ruta permanente entre Tinduf y Tombuctú  para unir sus colonias del norte con Senegal.

Las guerras entre los fellata y tuareg habían dejado a la ciudad y a sus habitantes sumidas en el más profundo abatimiento. Felix Dubois, en su libro Tombuctú la mysterieux, traza un cuadro sombrío de la ciudad en 1861:

Entonces comenzó para Tombuctú el período más crítico de su historia. Jamás las vías sudanesas ni las carreteras saharianas habían sido menos seguras. Jamás el comercio había encontrado más dificultades para alimentarse: en la misma ciudad, la seguridad de las transacciones desapareció. Tombuctú no tenía dueño, tuvo mil tiranos, los tuareg, que jugaron con ella como las olas con un navío sin timón (…). Cansada de vivir en continua alarma y de sufrir vejaciones de las cuales no veía el fin, la población emigró. Los extranjeros que habían fijado su residencia en la ciudad se volvieron a su país natal. Los indígenas que tenían familia en los países vecinos fueron a unirse nuevamente a ella. Sus domicilios desocupados se agrietaron. No presentándose ningún nuevo habitante, se produjeron derrumbamientos y brechas; de ahí que se formaran islotes de ruinas, inesperados, inexplicables, impresionantes.

La situación de la ciudad no cambió hasta la llegada de los franceses. En 1893 éstos ocupaban las regiones del Segú y de Massina, alejadas de Tombuctú, y poco después caía la ciudad de Bandiagar·, en el actual Malí, pero los franceses se resistían a atacar a la ciudad misteriosa ocupada por los tuareg. Ese mismo año, el teniente de navío Boiteux recibió la orden de descender por el río, aunque se le pidió expresamente que se abstuviera de toda demostración de fuerza contra Tombuctú. Los tuareg le atacaron en la zona de Kabara y entonces decidió, aprovechando una crecida del río y consciente del valor estratégico de la ciudad para la levantisca tribu, avanzar hacia Tombuctú, a donde llegó el 12 de diciembre de 1893.

Los habitantes de la ciudad, que vieron en los franceses su tabla de salvación para librarse de la presencia de los tuareg, pidieron a los franceses que la tomaran. Los hombres azules intentaron recuperarla, pero el 10 de enero de 1894, una columna mandada por el coronel Bannier llegó por el Níger y entró en la ciudad, que fue definitivamente ocupada e incorporada al imperio francés. En 1895, el comandante francés Rejou escribía sobre la ciudad ya ocupada:

 Tombuctú presentaba el aspecto de una vasta ruina. Los habitantes, no teniendo fe en la duración de la ocupación francesa, no hacían en sus casas ni las reparaciones más urgentes. Cuando se les amenazó con una multa o con la expropiación fue cuando se decidieron a repararlas. La ciudad comenzó a repoblarse poco a poco.

Con la ocupación francesa, Tombuctú conoció una etapa de calma y una cierta recuperación. Los franceses, como se ha dicho, querían establecer comunicaciones rápidas entre Argelia y el África occidental y en este deseo cabe situar la primera expedición en automóvil, la misión Citrôen, que, tras haber franqueado el Sahara por el Hoggar y Tanefrutz, llegaba a Tombuctú el 7 de enero de 1923 y volvía a Taggurt, su punto de partida en Argelia. Este viaje demostró que la travesía era posible. Citrôen creó en sus fábricas un departamento especial destinado a organizar viajes bisemanales entre Argelia y Tombuctú. Durante un año se desplegaron considerables esfuerzos, entre ellos, la creación de material rodante de importancia y hoteles para las escalas en Colomb-Bechar, Beni Abes, Adrar, Tombuctú y Gao.

El 6 de enero de 1924 fue el día elegido para inaugurarse oficialmente la ruta. Hasta allí iban a trasladarse los reyes de Bélgica, el mariscal Petain y su esposa, así como el gobernador de Argelia, pero cuatro días antes tuvo que suspenderse debido a las razias realizadas por las tribus que vivían al sur de Marruecos. También, en 1937 el famoso escritor y piloto francés Antoine de Saint-Exupéry aterrizó en Tombuctú buscando una ruta aérea para el correo francés entre Francia y América, con escalas en Tombuctú y Saint Louis.

Tras la independencia de Malí, el país quedó habitado por varias étnias de raza negra como la mandinga, la peul o la shoyngay, y los tuareg, un encaje difícil, especialmente por estos últimos, que durante años mantuvieron una guerra por hacer suya Tombuctú y convertirla en capital de un país tuareg. Durante el tiempo que duró el conflicto con los hombres del otro lado del Níger, el gobierno de Bamako mantuvo cerrada la ciudad hasta que, tras un acuerdo de paz y con los tuareg bajo la protección del ACNUR, en 1991 se abrió un vuelo regular entre la ciudad de Moptí, conocida como la Venecia de África por sus canales, y Tombuctú, que sigue actualmente.

En estos diez años, la ciudad ha crecido. Hay nuevos edificios, una nueva estafeta de correos y dos o tres hoteles. Tras años de decadencia y sufrimiento, la ciudad está beneficiándose de un turismo atraído por su mítico pasado –recogido en las imprescindibles crónicas Tarik el Fettach, escrita en el siglo XVI por Mahmud Kati y su nieto, y el Tarik es Sudan, de Sadi el Timbuckti, así como los valiosos documentos que se conservan en el museo Ahmed Baba y en las casas de los notables–  una historia que confunde leyenda y realidad, lo que la hace doblemente atractiva.

Todavía hoy, si el viajero deja volar su imaginación cuando se encuentre agitado por las reverberaciones del calor, le parecerá ver en el horizonte las siluetas danzantes de miles de camellos, de caravanas que acuden desde todos los puntos en busca del metal más codiciado: el oro.

https://sge.org/exploraciones-y-expediciones/galeria-de-exploradores/los-primeros-viajes/la-conquista-tombuctu-yuder-pacha-1590-1591/



domingo, 26 de septiembre de 2021

 

Los esclavos cristianos en la Berbería.

Luís Mármol y Carvajal (1535-1557)


En 1579, un viejo soldado elevó un memorial a Felipe II. En él exponía cómo, “después de quarenta años de servicio en las guerras de África y de Italia, y últimamente en la del allanamiento del rebelión de los Moriscos del Reyno de Granada y de otros muchos servicios particulares que a Vuestra Majestad deven ser notorios”, se había acogido “a una alcaría de la ciudad de Vélez”, cuyas rentas no le bastaban para el sustento de su casa. Pedía, por ello, se le hiciese merced de “un montezillo secano, realengo” que “es tan dañoso, que se meten en él los cosarios de Berbería de noche, y quando pasan los atajadores de a cavallo los matan o prenden”; él lo cuidaría y lo arrasaría, de manera que de ahí en adelante los corsarios no tendrían “dónde se meter”. Un brusco “No ha lugar” escrito al margen del documento por el secretario Juan Vázquez Salazar, es bien explícito de la consideración que le mereció al rey la demanda de su viejo soldado.

Quien había redactado el memorial era Luis del Mármol Carvajal, personaje singular cuya figura se difumina a menudo en la oscuridad de un denso silencio documental, que llega incluso a afectar a su obra; obra que, a pesar de constituir un punto central de una tradición historiográfica destinada a estructurar y codificar el conocimiento europeo sobre África por un largo periodo, ha sufrido los curiosos avatares de un parcial pero significativo olvido. En las páginas que siguen, hago uso de algunos trabajos sobre Mármol que ya han explotado, de manera parcial, la escasa documentación existente: citaré, sobre todo, a Agustín G. de Amezúa, a Darío Cabanelas y a Mercedes García-Arenal.

Como personaje histórico, Mármol es una figura difusa, de quien casi todo se ignora: las fechas de su nacimiento 1520 o 1524 y de su muerte alrededor de 1600 son puramente conjeturales, penosamente deducidas de algún comentario suelto hecho por el propio Mármol en alguna de sus obras. Su origen es asimismo oscuro: algunos autores han llegado a afirmar que provenía de una familia de moriscos, y otros, por el contrario, que su linaje era castellano, descendiente de alguno de los conquistadores de Granada en 1492. El primer documento fiable sobre su vida data de 1528, y en él se solicita legitimar a Mármol para el acceso a honras y oficios. El demandante es su padre Pedro del Mármol, escribano de la audiencia de Granada, “que le ovo […] syendo él soltero en mujer soltera”; por este documento, Mármol era legitimado para ocupar cargos que en principio le estaban vedados por su condición de hijo natural.

Las siguientes noticias sobre su vida nos las proporciona el propio Mármol en el prólogo a su Descripción General de África, cuando dice de sí mismo:

Aviendo, pues, salido de la insigne ciudad de Granada, donde es nuestra naturaleza, siendo aún moço de pequeña edad, para la jornada que el Christianíssimo Emperador Don Carlos hizo sobre la famosa ciudad de Túnez el año de nuestra salvación mil y quinientos y treynta y cinco, y después de la felize expugnación della, seguido las vanderas Imperiales en todas las empresas de Áffrica por espacio de veynte y dos años, y padescido siete años y ocho meses de captiverio que estuvimos en poder de infieles de los Reynos de Marruecos, Tarudante, Fez, Tremecén y Túnez, en el qual tiempo atravessamos los arenales de Libia, hasta llegar a Acequia el Hamara, que es en los confines de Guinea, con el Xerife Mahamete, quando traya las armas victoriosas por Affrica, apoderándose de las Provincias Occidentales, y hecho otros viajes por mar y por tierra, assí en captiverio como en libertad, por toda Berbería y Egypto, donde notamos muchas cosas dignas de memoria y que nos paresció se desseavan saber en estas partes. Con este principio, acompañado de la continua meditación de hystorias escogidas Latinas, Griegas, Arabes y Vulgares destos reynos y de fuera dellos, que con mucho trabajo pudimos saber, siendo inclinado a este exercicio, y tomando dellas lo que nos paresció más al propósito para este effecto, juntándolo con la esperiencia y mucha prática que de la lengua Arabe y Affricana (que mucho diffieren) tenemos, hezimos esta hystoria y general descripción de Affrica.

Sobre este párrafo, algunos autores han intentado reconstruir el itinerario vital de Mármol ante la ausencia de otras fuentes documentales. Parece confirmarse que Mármol era natural de Granada y que, en una edad muy temprana, participó, quizás como paje, en la jornada del Emperador Carlos V contra Túnez. El dato es interesante, pues vincula directamente a Mármol con la expansión española por el sur del Mediterráneo. La extraordinaria importancia que el Norte de África tenía para España en el siglo XVI se refleja en la enorme cantidad de recursos empleados en las empresas africanas y en el incalculable número de transacciones económicas, políticas, personales y simbólicas que tuvieron lugar en el Mediterráneo a partir de la Edad Moderna, en el marco de la enemistad con el nuevo y formidable rival surgido en Oriente, el Imperio Otomano. Así, los avatares de la milicia y la rapiña en tierra norteafricana, del cautiverio, del temor a los corsarios musulmanes, formaban parte de la vida cotidiana de miles de españoles, confrontados a la experiencia de un brusco cambio de dimensiones y de escala del mundo conocido, obligados, incluso, a una redefinición del concepto mismo de experiencia.

Luis de Mármol fue protagonista, pues, como tantos otros, de la expansión militar hispánica y sufrió también el cautiverio en tierras musulmanas. Nos es difícil, sin embargo, establecer con exactitud los límites cronológicos y espaciales de su jornada africana. Los “veynte y dos años” a los que Mármol alude, contados desde 1535, podrían hacer suponer que el fin de los “siete años y ocho meses de captiverio” se situaría alrededor de 1557, fecha de su hipotética liberación. Ciertos detalles, sin embargo, contenidos en su Descripción General de África, indican que ya en 1541 Mármol estaba cautivo en Marruecos. En esa época, una nueva dinastía originaria del sur de Marruecos, la de los sa’díes, estaba a punto de culminar su conquista del poder, acabando con los últimos sultanes Wattasíes de Fez. Con los sa’díes se inauguraba una nueva época en la historia marroquí, marcada por la llegada al poder de las dinastías de jerifes o xarifes, es decir, de familias cuya legitimidad política se basaba en el hecho de descender, real o pretendidamente, del profeta Muhammad. Con este capital carismático, los dos hermanos fundadores de la dinastía sa’dí, Ahmad y Muhammad, habían conducido una vigorosa ofensiva militar y política que culminaría en 1554 con la segunda y definitiva conquista de Fez y la destrucción de sus enemigos, convirtiendo a Marruecos, por cierto, en el único territorio norteafricano que no estaba bajo el control de los otomanos.

Por sus propias indicaciones, sabemos que Mármol acompañó como cautivo a los dos jerifes en algunas de sus campañas y que adquirió, por ello, un razonable conocimiento de buena parte del territorio marroquí. Él mismo asegura, como hemos visto, haber formado parte del ejército del menor de los jerifes, Muhammad al-Chaij, en una expedición transahariana que les llevó hasta la legendaria Saguiat al-Hamrá, lugar que ocupa una posición privilegiada en la geografía sagrada de Marruecos como uno de sus principales focos de santidad. Además de esta noticia, otros datos nos permiten asegurar que Mármol estaba en Marruecos en 1549, momento de la primera conquista de Fez por los sa’díes, e incluso después de 1554, fecha en que un nuevo sultán, Muley Adbala, llegó al poder tras el asesinato de su padre Muhammad al-Chaij.

Sabemos, pues, que Mármol viajó como cautivo por Marruecos, y que como tal llegó a atravesar el Sahara. Su afirmación de que viajó también por los reinos de Tremecén y Túnez, en Berbería y Egipto, “assí en captiverio como en libertad”, ha llevado a algunos historiadores a afirmar que, tras su liberación, Mármol había recorrido todo el Norte de África, e incluso parte del África subsahariana, hasta Etiopía. Su presencia, sin embargo, en Túnez y en Argelia parece más bien limitada a las campañas a las que asistió como soldado, en ciudades como Túnez o Bona. Por otra parte, es difícil establecer en qué momento y cómo pudo haber viajado por Egipto, aunque sí se puede afirmar, a partir de los testimonios originales que se encuentran en su obra, que su actividad de viajero se limitó al Mágreb, y sobre todo a Marruecos.

Es posible que durante su cautiverio Mármol conociese a otro ilustre viajero por Marruecos, el célebre Diego de Torres, autor de la Relación del origen y suceso de los xarifes y del estado de los reinos de Marruecos, Fez y Tarudante. Torres permaneció durante algún tiempo en el Norte de África actuando como alfaqueque o redentor de cautivos. En su propio libro, Torres copia pasajes de la obra de Mármol, lo que podría abundar en la tesis de que quizás conociera al granadino. Por lo demás, su vida y su vinculación con Marruecos nos proporcionan episodios sumamente interesantes: en 1577, el año anterior a la desastrosa expedición portuguesa que acabó con el ejército del rey Don Sebastián en la Batalla de los Tres Reyes, Diego de Torres fue enviado por Felipe II como espía a Marruecos, donde llegó camuflado de mercader judío para “reconocer las marinas y sus fortalezas y enterarse de lo que más cumplía”. En este viaje le acompañaba, igualmente disfrazado, el divino capitán y altísimo poeta Francisco de Aldana. Ambos participarían, poco después, en la jornada de Alcazarquivir: Diego de Torres sobrevivió al desastre, pero el capitán Aldana murió, “con la espada en la mano tinta en sangre”, metido “entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era”.

La experiencia africana de Mármol está, desde luego, en el origen de su Descripción General de África. La obra apareció en tres volúmenes: los dos primeros fueron publicados en Granada en 1573 y el tercero en Málaga en 1599. El objetivo de la obra está explicado por el propio Mármol en su prólogo:

“Siendo, pues, tan notorio el daño que por tener cerca a estos pueblos Affricanos, nuestros vezinos y crueles enemigos, a venido a estos reynos, y estando como están todas aquellas Provincias consagradas con sangre de tantos mártyres, no avemos visto quién hasta oy aya hecho en España hystoria particular por la qual se pueda tener enteramente noticia dellas ni de sus poblaciones, como quiera que es cosa muy necessaria tenerlas conoscidas para la contrata-ción de la paz, si la uviere, y para que la guerra, quando sea menester, se haga con la ventaja que suele dar el tener sabida y reconoscida la tierra del enemigo. Bien se dexa entender que no avrá dado lugar a ello la diversidad de costumbres, religión y lenguas, en que tanto diffieren de nosotros aquellas nasciones bárbaras con quien los escriptores curiosos an tenido y tienen muy poca o ninguna comunicación”.

El proyecto de Mármol se sitúa, pues, consciente y explícitamente, en el ámbito de la confrontación, de forma que el conocimiento de África es, en realidad, el conocimiento de un enemigo inmediato, en cuya cercanía se reconoce una alteridad radical, especular, que se define, como no podía ser menos, en términos de barbarie.

Tal confrontación era para Mármol, desde luego, un dato de la experiencia. Como ya he señalado, en el siglo XVI el enfrentamiento militar y político en el Mediterráneo era total. La misma lógica que había conducido a la conquista de Granada en 1492 se había resuelto para España en la consideración del Norte de África como escenario natural de su expansión territorial. El surgimiento del inmenso poderío del Imperio Otomano daba a este enfrentamiento una escala casi cósmica. La amenaza para la cristiandad y para la propia supervivencia era un sentimiento real e inmediato entre los españoles. El enfrentamiento adoptó, pues, los rasgos de una extrema virulencia. Entre 1505 y 1511, Mazalquivir, Orán, Argel, el Peñón de Vélez de la Gomera, Trípoli, Tremecén y Cherchel caían en manos españolas o reconocían su soberanía por un periodo de tiempo más o menos largo. En 1535, Carlos V conquistaba La Goleta de Túnez, en una expedición en la que participó el propio Mármol. A partir de los años 20, sin embargo, el enfrentamiento con los otomanos se hizo más intenso, y la aparición de enemigos formidables como los hermanos Barbarroja había tornado incierta la suerte del conflicto. Desde 1525, Argel, como regencia dependiente de la Sublime Puerta, se convierte en el principal foco otomano en el Norte de África. La expedición de Carlos V contra la ciudad en 1541 supuso uno de los mayores desastres de su reinado. Su hijo Felipe II sufriría otro descalabro semejante con la derrota del conde de Alcaudete ante Mostaganem en 1558. En ese momento, la presión otomana desde las costas de Cádiz hasta la frontera europea de los Habsburgo era difícilmente sostenible, y con ella, el miedo y la repulsa secular hacia los musulmanes no hacían sino arraigarse en el imaginario de los españoles. En este contexto, la victoria de Lepanto en 1571 produjo un enorme sentimiento de alivio y satisfacción, aunque sus resultados en la práctica fueron más bien escasos: pronto los otomanos reconstruyeron su flota, y sólo el peligro en su frontera oriental logró que detuvieran su expansión occidental. Hacia 1580, el equilibrio entre españoles y otomanos en el Mediterráneo era más o menos estable.

Por lo que respecta a Marruecos, había sido objeto desde muy temprano de la expansión portuguesa. Ceuta había sido conquistada en 1415. Más tarde, hacia 1514, una serie de puntos de la costa atlántica estaban bajo poder portugués: Arcila, Safi, Azzammur, Mazagán, Agadir (o Santa Cruz do Cabo da Gué). La situación sólo se invirtió cuando en 1541 esta última plaza fue conquistada por los jerifes sa’díes y, como consecuencia, los portugueses evacuaron Safi y Azammur. El último intento expansionista de Portugal en Marruecos, impulsado por Don Sebastián, se resolvió en la ya evocada Batalla de los Tres Reyes, o de Alcazarquivir (1578), que supuso un auténtico desastre para los portugueses, cuyo ejército fue destruido por las tropas marroquíes del sultán marroquí ‘Abd al-Malik. De resultas de la catástrofe, Portugal fue anexionado por la corona española sólo dos años después.

Las consecuencias de este enfrentamiento generalizado exceden con mucho el ámbito militar o estrictamente político. Puede afirmarse, de hecho, que determinaron en profundidad los caracteres culturales e identitarios de un mundo que, con la expansión geográfica, entraba decididamente en una nueva época. El Mediterráneo se había transformado en un espacio en el que la red de intercambios de todo tipo había alcanzado una densidad desconocida hasta entoces. Algunos fenómenos asombran por su extensión e importancia: el cautiverio, por ejemplo, que implicó a millares de personas y que llegó a alcanzar una escala casi industrial en el periodo de apogeo de las regencias otomanas del Magreb. El corso se convirtió en una presencia constante en todo el Mediterráneo, y también en las costas españolas, proporcionando una gran cantidad de mano de obra esclavizada y material con el que llevar a cabo un fructífero intercambio a escala internacional, mientras en España se multiplicaba la acción de las órdenes dedicadas al rescate de cautivos, como también, paralelamente, el número de esclavos africanos.

Otro fenómeno importantísimo es el de los renegados, que constituyen un flujo enorme del norte al sur del Mediterráneo, más que a la inversa. Fuera del hecho de que algunos de los más señalados corsarios musulmanes eran renegados, éstos formaban en su conjunto una auténtica sociedad intermedia cuyos miembros no acababan nunca de integrarse en las sociedades musulmanas de destino, establecían alianzas matrimoniales entre sí y se reproducían de una manera cerrada, formando uno de los grupos sociales más característicos del mundo norteafricano, exponente perfecto de todas sus ambigüedades y contradicciones.

Éste es, pues, el entorno en que desarrolló la vida de Mármol y que explica, finalmente, la redacción de su Descripción: se trataba de compilar los conocimientos básicos sobre el enemigo que permitiesen gestionar adecuadamente los términos del conflicto. Sin embargo, ésta no es la única razón que explica la ambiciosa concepción de la obra. Ésta consta, como ya he señalado, de tres volúmenes. El primero de ellos contiene una historia del Islam desde el profeta Muhammad (llamado Mahoma por los cristianos) hasta la batalla de Lepanto. El segundo y el tercero tratan, respectivamente, de una descripción del Norte de África y de otra de Egipto y del África subsahariana. El tercer volumen fue publicado dieciséis años después de los otros dos no sin grandes dificultades para su autor, que hubo de encargarse él mismo de los gastos de impresión de la obra. El plan de Mármol requiere, pues, por su exhaustividad, una explicación complementaria de la que él mismo da y que se encuentra, parcialmente, en la tradición historiográfica a la que la obra de Mármol pertenece.

Hay que empezar por matizar el pasaje ya citado del prólogo de la obra, en el que Mármol afirma que “los escriptores curiosos (…) an tenido y tienen muy poca o ninguna comunicación” con aquellas “nasciones bárbaras”. Esto podía ser relativamente cierto por lo que se refiere a España, pero lo era menos en otros países. Hay que empezar por señalar que para Mármol, como hombre de su tiempo, la influencia clásica es importantísima y se traduce en el recurso permanente a la obra de Ptolomeo. Pero esa lejana referencia de autoridad no se traslada como una simple copia, sino como una relectura a la que se superponen de forma decisiva los conocimientos de la nueva época, los datos de las nuevas fuentes. Así, si se analiza con cierto detalle el segundo volumen de la Descripción de Mármol, es decir, el que se ocupa de la descripción del Norte de África, es fácil descubrir que nuestro autor copia exhaustivamente tanto el contenido como la estructura de la Descrizione dell’Africa, de León el Africano. León es un personaje bien conocido: nacido en Granada, y llamado Hasan ben Muhammad al-Wazzan, tuvo que emigrar con su familia a Marruecos huyendo de la presión cristiana. Allí se convirtió en un intelectual, experto en ciencias islámicas y llegó a desempeñar misiones de embajador. Hecho cautivo por los cristianos, en 1517 llegó a Italia y a la corte papal, donde destacó por su formación y cualidades intelectuales. Allí escribió su Descrizione, que fue publicada por vez primera en la magna recopilación de relatos de viaje que con el título de Navigazioni e viaggi publicó el humanista veneciano Giovanni Batista Ramusio a partir de 1550. El libro de León el Africano presenta, entre otras, dos características esenciales: la primera es que se trata de una obra concebida dentro de la más estricta e insigne tradición de la literatura geográfica árabe. Ésta es muy larga y rica, y ha influido de diversas maneras en las culturas occidentales (entre otras, a través de la conocidísima obra del geógrafo al-Idrisi, que trabajó en el siglo XI para la corte de los reyes normandos de Sicilia). Por una vía no exenta de ironía, una de las últimas grandes aportaciones de esa tradición a las literaturas occidentales es la obra de León el Africano, difundida desde la corte papal, copiada y en gran medida codificada por Luis de Mármol en su propia Descripción, integrada así por varios siglos al acervo de conocimientos que los europeos tenían sobre el África.

La otra característica importante de la obra de León el Africano es su misma inclusión en las Navigazioni de Ramusio. Es ésta una recopilación de relatos de viajes imponente tanto por su número cuanto por su concepción. La nómina de las obras incluidas va desde la Descrizione de León el Africano hasta el Periplo de Annón, desde el libro de Marco Polo hasta las Relaciones de Hernán Cortés, desde la Verdadera informação das terras do Preste João das Índias del padre Francisco Álvares hasta las Décadas de Pedro Mártir de Anglería, desde el Asia de João de Barros hasta la Historia de los Tátaros de Hayton Armeno. Más de sesenta obras en total que intentan abarcar relaciones de viajes por todas las partes conocidas de la tierra. De hecho, el proyecto de Ramusio es más que una simple colección de viajes; responde sobre todo a un intento sistemático de descripción del mundo, de un nuevo mundo abierto nueva y vertiginosamente por un cúmulo de maravillosos descubrimientos que inaugura la modernidad.

Los impulsos de la nueva época eran políticos, económicos y militares, pero también intelectuales. Una nueva forma de conocimiento se imponía, un saber que diese cuenta del sentido de las transformaciones en marcha y que integrase las últimas cuestiones pertinentes: ¿qué valor había que dar a la experiencia sobre la autoridad, sabiendo que un simple marinero del siglo XVI conocía más de la forma real del mundo que autores clásicos como Ptolomeo?; ¿cuál era el valor práctico del conocimiento, puesto al servicio de una república que se conformaba políticamente a partir de una nueva concepción del hombre?; ¿cómo se constituía, precisamente, esa nueva comunidad política que daría lugar a lo que llamamos “el estado moderno”? Todas estas cuestiones son fundamentales para entender el impulso cultural que promovió la fundación de una nueva tradición que aunaba en un mismo proyecto intelectual la transformación científica y tecnológica, el descubrimiento y conquista de los nuevos mundos, la fundación de las comunidades nacionales y la creación de nuevos aparatos conceptuales que pudiesen dar cuenta de todo ello.

A través de su relectura de diversas fuentes, adaptándolas a su propia experiencia de cautivo en tierras africanas, la obra de Mármol se integra perfectamente en todo este proyecto humanista, constituyéndose en uno de los más importantes eslabones de una importantísima tradición libresca. No hay que olvidar que la Descripción de Mármol conoció una considerable difusión gracias, entre otras cosas, a la traducción francesa de Nicolas Perrot, señor de Ablancourt, que incluía mapas diseñados por el geógrafo real M. Sansón, y que se publicó en París en 1667. Pero la de León el Africano no era la única influencia de la que Mármol bebió. Entre sus numerosas fuentes hay que contar también la de notables autores portugueses. La descripción que Mármol hace de Marruecos, basada mayoritariamente en la Descrizione de León el Africano y en su propio testimonio, se ve enriquecida, entre otros, por los fragmentos que copia de la Chronica do Felicissimo Rei dom Emanuel, de Damião de Gois. Gois era uno de los más importantes humanistas portugueses, cercanísimo amigo de Erasmo de Roterdam y que había tratado también a Lutero y Melanchton. En su crónica, Gois recogía algunos episodios de la historia de las plazas marroquíes ocupadas por los portugueses, episodios que el propio Mármol se aprestó a utilizar en su Descripción. La Chronica de Gois forma parte de un empeño colectivo por codificar en términos históricos, religiosos y poéticos, el devenir “providencial” del reino de Portugal, devenir inextricablemente unido al de su expansión imperial ultramarina. En este sentido, el empeño historiográfico de Gois es inseparable del de su amigo João de Barros, que pretendió en sus Décadas construir la historia de las exploraciones portuguesas por África y por Asia. No es casual que Barros fuese una de las fuentes utilizadas por Mármol en su descripción del África subsahariana. En realidad, el perfil del África de Mármol se ajusta al que los viajeros y conquistadores portugueses habían ido diseñando en su ruta oriental hacia las Indias, construyendo a la vez un imperio y una identidad política.

De forma que, a partir de las distintas tradiciones en las que se integra, la Descripción General de África se vincula al humanismo y a una lectura humanista de la geografía, disciplina que pretendía dar cuenta de una forma amplia del sentido y las implicaciones de los extraordinarios descubrimientos de la época. Cabe preguntarse, sin embargo, por el estricto valor documental de las observaciones del Mármol viajero, observaciones que en su mayor parte se concentran, como ya he señalado, en su descripción de Marruecos. Este valor es, a menudo, muy alto. Así, por ejemplo, cuando al describir una de las sierras de la región de Heha, escribe:

El año de mil y quinientos y treynta y nueve descubrieron los Bárbaros desta sierra una mina de cobre, y de allí llevan mucho en panes pequeños de que hazen artillería de bronze en Marruecos. Las primeras que se fundieron de aquel metal fue por mano de un morisco natural de la villa de Madrid, que renegó la fee y le llamaron Maestre Muça, el qual hizo una culebrina de treynta y dos palmos y muchas pieças pequeñas. Y demás desto, labrava arcos de ballestas y espadas y hierros de lanças y otras armas de muy buen temple. Y en el mesmo tiempo, un moro de Sus, natural de la provincia de Gezula, halló el secreto de fundir el hierro, y dello hazía pelotas para la artillería, cosa que hasta entonces nadie lo alcançó a saber en Áffrica.

Esta noticia es muy importante para situar el comienzo de la fabricación y utilización a gran escala de la artillería en Marruecos, que se inicia con la dinastía sa’dí gracias, fundamentalmente, a los conocimientos técnicos de turcos y renegados. Para otros acontecimientos, como la expedición transahariana del jerife Muhammad que ya ha sido citada, el texto de Mármol constituye la fuente más importante, si no la única.

Otras noticias, como las recién evocadas, van desgranándose a lo largo del texto de Mármol, proporcionando aquí y allá datos precisos sobre la historia de Marruecos, que el granadino va insertando en una estructura en general copiada de León Africano. En algunos aspectos, en su comparación con el texto de este último, Mármol aporta una perspectiva diacrónica de la historia marroquí, que nos permite apreciar algunas de las transformaciones que tuvieron lugar con la ascensión al poder de la dinastía sa’dí. Así, el autor granadino hace a menudo afirmaciones como

toda esta provincia está muy poblada, y ay en ella lugares abiertos muy grandes, y rezios pueblos de gente inquieta, que solían guerrear cruelmente unos contra otros antes que los Xerifes se apoderassen della, porque vivían en libertad y no avía entre ellos justicia ni razón, ni quién los pusiesse en ella.

En esta confrontación entre una anarquía original (léase: una estructura tribal) y el orden impuesto por la nueva dinastía se adivinan las tesiones entre las formas de vida y de ordenación políticas comunitarias, y los intentos dinásticos por consolidar un tipo de poder centralizado y, podríamos decir, de tipo estatal. En este sentido, las observaciones de Mármol que completan y corrigen el texto de León el Africano son muy valiosas para entender el auténtico valor de la acción política de la nueva dinastía. Así, por ejemplo, al describir la ciudad de Tesegdelt, León el Africano escribía:

Poseen en medio de la ciudad una hermosa mezquita cuidada por muchos sacerdotes y disponen asimismo de un juez, persona de sabiduría en la ley, que entiende en todo tipo de litigios, salvo en los maleficios.

Medio siglo después, Luis de Mármol describe la misma ciudad en los siguientes términos:

Los desta ciudad se deffendieron valerosamente de los Alárabes y de los Christianos en tiempo de las guerras de los Portugueses, por la aspereza de la sierra. Y el Xerife, so color de santimonia, los truxo a su devoción; y no lo tuvo en poco, según es fuerte, y la gente bellicosa. Estos Beréberes son muy afables y de buena conversación, y hazen mucha cortesía a los forasteros y los hospedan amorosamente. En medio de la ciudad tienen una hermosa mezquita con muchos alfaquís, y el principal dellos es juez en las cosas espirituales y temporales. Y demás desto, reside allí un alcayde puesto por el Xerife, que es como mayordomo y tiene cargo de embiar personas que cobren las rentas reales por toda la provincia; el qual administra también justicia en las causas que vienen ante él, y es a su cargo guardar la ciudad como fortaleza, que mucho importa para subjectar aquellos bárbaros.

El juez sabio que describe León el Africano se ha transformado, con la llegada de los jerifes sa’díes, en un alcaide impuesto por los sultanes, encargado de mantener la dominación militar sobre las poblaciones locales, e investido de los dos grandes atributos que definen finalmente el poder de tipo estatal: la recaudación de impuestos y el monopolio de la justicia. En la tensión entre ambas estructuras, no sólo se adivinan los hitos de la evolución diacrónica en una época crucial de la historia de Marruecos, sino que se perciben con claridad los modelos antropológicos a los que dicha evolución responde. Desde este punto de vista, la conjunción de los textos de Mármol y León el Africano nos proporciona un cúmulo de informaciones etnográficas extraordinariamente valiosas: la descripción de cada ciudad o cada sierra se completa con la de sus habitantes, sus costumbres, sus caracteres físicos o morales. Encontramos, pues, numerosos textos como éste, dedicado a la ciudad de Tedsi:

…los términos desta ciudad son muy grandes y muy buenos, donde se coge mucho pan y se crían muchos ganados. Una legua della passa el río Sus, y en las riberas de él ay grandes cañaverales de cañas de açúcar y algunos ingenios donde se labra; y por esta causa ay de ordinario en ella muchos mercaderes de las ciudades de Berbería y de las tierras de los negros. Los moradores son gente affable y muy llana […]. Dentro tiene un barrio grande de Judíos, mercaderes y officiales ricos, porque se haze allí un mercado el lunes de cada semana, donde acuden los Alárabes y Beréberes de todas aquellas comarcas con sus ganados, lana, cueros y manteca, y a comprar de los mercaderes y officiales de la ciudad, paños, lienços, calçado, herramientas y adereços de cavallos y otras muchas cosas.

Del mismo modo, al hablar de la ciudad de Aguila o Agla:

…al derredor tiene hermosos términos poseydos por los Alárabes y Beréberes que viven en aduares, y por todos aquellos campos se crían muchos leones, tan covardes, que si un niño les da bozes, luego huyen, y de esta causa traen un refrán en Fez, quando quieren dezir a uno que es cobarde, le dizen que es tan valiente como león de Aguila, que la ternera le roe la cola.

Otras noticias de Mármol se refieren a los enfrentamientos entre portugueses y marroquíes en las plazas de la costa atlántica, a algunos de cuyos protagonistas llegó a conocer directamente. Es el caso de la trágica historia de doña Mencía de Monroy, hija de don Gutierre de Monroy, el último gobernador portugués de Santa Cruz de Cabo da Gué o Agadir, que Mármol relata de esta manera:

En este lugar nos obliga tratar del successo de Doña Mencía de Monrroy, hija de Don Gutierre, la qual, siendo captiva por el alcayde Mumen, luego la embió al Xerife con su padre y con un su hermano que fue también captivo aquel día; y el pagano se pagó tanto della, que le pidió su amor, porque era muy apuesta y graciosa dama. Y como se le deffendiese con muchas y justas razones y no quisiesse complazerle, fue tanto el enojo del bárbaro que, por afrentarla más (aunque devió de ser por atemorizarla), mandó a un negro Eunuco de los suyos que la encerrasse en el vaño con dos negros, los más suzios y feos que uviesse en la ciudad, y que les hiziesse que la forçassen. La pobre dueña, viéndose en este aprieto, después de averle dado el propio Xerife muchos moxicones por su mano, uvo de hazer lo que le mandó con condición que no le hiziesse renegar de la fee y que la tuviesse en lugar de ligítima muger. Lo qual le concedió el amor del pagano, y se casó con ella y la tuvo como a las otras mugeres muchos días, siendo ella Christiana y él Moro. En el qual tiempo vimos que le hazía comer a usança de Christianos y traer sus pañizuelos de narices en la cinta y otras cosas fuera de la costumbre de los Moros, tanto, que se dezía que le tenía medio convertido, y murmuravan los Moros de él. Mas quando fue a Tarudante con el triumpho de la victoria de Mascarotán, llevando preso a Muley Hamete, su hermano mayor, dixo a Doña Mencia que le hiziesse plazer de dezir que era Mora, porque le era tenido a mal que estuviesse casado con una Christiana públicamente. Y como ella estuviesse ya preñada, quiriéndole agradar, dio a entender que era Mora, y la llamaron Alia. Después parió un hijo, mas fue fama que las otras mugeres del xerife la atosigaron a ella y a la criatura, porque era tanto lo que la amava, que ya no hazía vida con ellas. La qual, poco antes que muriesse, hizo llamar algunos Christianos de los captivos del rey, y delante dellos hizo una protestación, diziendo que ella avía sido siempre Christiana y moría Christiana en la sancta  fee de Jesu Christo y pedía a Dios perdón de sus pecados; y que no avía sido en su mano dexar de agradar y dar contento al Xerife y publicar que era Mora, por algunos respectos que convenían al bien de muchas gentes, y especialmente a la libertad de su padre, que estava captivo; y les rogó que lo publicassen assí donde se hallassen.

De forma que a la descripción africana de Mármol/León el Africano son invocados santos, mercados y artesanos, arábes y beréberes, beduinos y sedentarios, guerras dinásticas, episodios crueles y caballerescos; y también observaciones políticas y militares, datos económicos y arquitectónicos, vías, ríos y caminos: un tejido denso de gente, tierras y noticias que, por diversas maneras, hicieron confluir la tradición geográfica árabe y el espíritu humanístico, los discursos de la modernidad y sus grandes construcciones culturales y políticas, las rivalidades imperiales y el vertiginoso asombro ante un mundo nuevo y diverso.

Como ya he dicho, es difícil establecer con certeza la fecha exacta en que Mármol volvió a España después de su periplo africano. Es posible que la estancia italiana a la que él mismo se refiere en algunas ocasiones (afirmando, incluso, haber estado en Sicilia) tuviese lugar en este momento. Nuestra aproximación a esta etapa de la vida de Mármol es, como casi siempre, una conjetura, al menos hasta 1568, momento en que su figura aparece directamente involucrada en otro de los acontecimientos más relevantes de la historia española del siglo XVI: la guerra de las Alpujarras.

Muy poco tiempo después de la conquista de Granada en 1492, y a pesar de unas capitulaciones en las que los Reyes Católicos se habían comprometido a respetar la religión y costumbres de los vencidos, éstos fueron obligados a convertirse. De esta manera, en los primeros años del siglo XVI, los antiguos mudéjares, es decir, los musulmanes que habitaban en territorio cristiano, se convirtieron en moriscos (cristianos de origen musulmán). La población morisca era más o menos numerosa según las regiones y su asimilación fue más o menos problemática según las circunstancias. Como es obvio, entre los musulmanes del Reino de Granada la memoria del pasado islámico era mucho más reciente que en otras partes de España, y, por tanto, su resistencia a la conversión obligada era mucho mayor.

Se daban así numerosos casos de falsas conversiones y de personas que seguían manteniendo en secreto sus antiguas creencias religiosas. Más aún: la asimilación forzosa había provocado que algunas prácticas culturales no necesariamente vinculadas a lo religioso cobrasen una gran importancia como indicios definidores de pertenencia a un grupo y de resistencia a la integración: la celebración de zambras, el uso de determinados vestidos, las visitas al baño, además de la resistencia a consumir carne de cerdo, se habían convertido en indicios sospechosos que podían suscitar una delación, una investigación o una condena. La mayor parte de estas prácticas acabaron por ser prohibidas.

Esta presión descomunal en pro de la integración forzosa no sólo no había conseguido su propósito, sino que en muchos casos no había logrado más que  acentuar el valor de los caracteres identitarios de los distintos grupos, reforzados por la creciente importancia del concepto de “limpieza de sangre” que, en puridad, hacía imposible la pretendida asimilación. Esta situación era difícilmente sostenible y, unida a factores económicos, como la crisis de la industria de la seda, provocó en 1568 la sublevación de los moriscos de Granada, y la llamada guerra de la Alpujarras. Aparte de los crueles episodios que se vivieron durante esos años, el conflicto provocó una exacerbación de los temores de los españoles de la época.

Durante su sublevación, los moriscos habían intentado pedir la ayuda de sus correligionarios del otro lado del Mediterráneo y, sobre todo, del Imperio Otomano. La certeza de que esos contactos existían había confirmado la imagen generalizada de que los moriscos no eran sino una quinta columna musulmana en España, siempre trabajando y conspirando para que el Islam volviese a la Península Ibérica. En realidad, el problema morisco y la expansión norteafricana no eran sino dos aspectos de una misma cuestión, identificados en el imaginario español como distintos episodios de un único y secular enfrentamiento contra el Islam, en el curso del cual se habían forjado los más distintivos caracteres de la identidad española.

Don Juan de Austria fue el encargado de sofocar la rebelión de los moriscos. En su ejército marchaba Luis de Mármol como veedor de las compras de bastimentos y municiones, responsable de la supervisión de todo lo que tenía que ver con el avituallamiento del ejército. La corrupción y los abusos cometidos por algunos personajes que participaron en la campaña fueron notables, y nos consta por información documental que la actividad de Mármol para denunciarlos y paliarlos fue muy intensa. Como él mismo escribió en un memorial posterior elevado a Felipe II, el señor don Juan, viendo el desorden que avía entre los comissarios y otros ministros, a cuyo cargo era la compra de las provisiones, y teniendo confiança en su fidelidad, solicitud y diligencia, le dio título de Veedor de las dichas compras, para que se hiziessen con su yntervención. En lo qual fue la hazienda de Vuestra Majestad aprovechada en más de cien mil ducados.

Sin embargo, el resultado más duradero del paso de nuestro autor por los campos de batalla granadinos fue un libro, Historia del rebelión y castigo de los moriscos del Reyno de Granada, publicado por primera vez en Málaga en 1600. Esta obra es la principal fuente sobre este acontecimiento, tanto o más importante que la Guerra de Granada de Diego Hurtado de Mendoza y las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita, dada la condición de Mármol de testigo directo de muchos de los hechos que relata. El prólogo de la obra es una bella reflexión sobre el deber de los historiadores de escribir “las cosas que […] hallaron ser provechosas a sus repúblicas”. Así, considerando que todas las cosas en su modo trabajan por perpetuarse (…) los hechos humanos, como no tienen virtud animada para engendrar cosa semejante a sí, porque con la brevedad de la vida del hombre no acabasen con su autor, fue necesario que el mesmo hombre, para conservar su nombre en la memoria dellas, buscase este divino artificio de las letras, que representase en futuro sus obras.

Se presenta, pues, Mármol a sí mismo, embarcado en “el peligrosso trabajo de la historia”, dedicado a la elaboración de su Descripción General de África y su Historia del rebelión y castigo de los morisco, considerando que esta diligencia de encomendar las cosas con fieldad al archivo de las letras, conservadoras de todas las obras, es tan necesaria en nuestra España, quanto los Españoles son prontos y diligentes en los hechos que competen por milicia, y descuidados en escrebirlos.

Desde esta reflexión esplendorosamente moderna, que se plantea la utilidad de las letras en la república, Mármol da un sentido unitario a su labor historiográfica y a sus dos grandes obras, cuya concepción global parte de un sentido humanista del conocimiento histórico y geográfico. Unidad en la concepción de la Descripción y la Historia, pero también unidad en el contenido: para los españoles del siglo XVI, la cuestión africana era inseparable del problema morisco, y ambos cobraban sentido en el seno de un proceso global que, a partir de la guerra contra los musulmanes y la desparición de al-Andalus, había desembocado naturalmente en la expansión imperial y en la creación de una identidad hispánica.

Tras la guerra de las Alpujarras, el nombre de Luis de Mármol aparece en documentos esporádicos relacionados con distintos asuntos. Se conserva, por ejemplo, una relación hecha por Luis de Mármol del estandarte que se tomó a los turcos en Lepanto. Parece ser que, después de la batalla, le fue encargada a Mármol la traducción del texto incluido en dicho estandarte. El texto de la relación es más una descripción que una traducción. El trabajo fue realizado en 1572 por Mármol con ayuda de dos esclavos, “uno turco y otro moro”, y su resultado le debió parecer insuficiente al rey Felipe II, por lo que encargó realizar una segunda versión de la traducción, esta vez a su intérprete Alonso del Castillo.

Alonso del Castillo es un personaje singular cuyo nombre aparece vinculado muy a menudo con el de su amigo Luis de Mármol. Morisco granadino, había realizado diferentes actividades como traductor del árabe para el monarca español. Una de las más significadas fue su participación en la guerra de las Alpujarras, donde realizó diferentes misiones, algunas de las cuales son narradas por Mármol en su Historia. En ella, Mármol reproduce, con algunas variantes, las traducciones que el propio Alonso del Castillo había realizado de las lápidas sepulcrales de cuatro sultanes nazaríes que habían aparecido al realizar las obras del Palacio de Carlos V en el interior de la Alhambra. Este episodio, por cierto, y el de la traducción del estandarte arrebatado a los turcos en Lepanto, deben hacer interrogarnos sobre la auténtica competencia en árabe y turco de Mármol, a la que algunos autores se han referido.

Es bastante dudoso que nuestro autor tuviese demasiados conocimientos de turco. Por otra parte, parece obvio que, después de su larga permanencia en Marruecos, debió aprender bastante árabe, aunque quizás no el suficiente como para interpretar fluidamente largos textos escritos o textos epigráficos. En todo caso, su participación más o menos directa en algunos episodios relacionados con la traducción al español de textos árabes nos informa sobre la gran importancia material y simbólica que la labor interpretativa poseía en la España del siglo XVI. Por un lado, estaba la cuestión evidente de recabar toda la información posible sobre quien era considerado un enemigo. En este ambiente de confrontación, las relaciones diplomáticas entre España y Marruecos o el Imperio Otomano requerían del trabajo importantísimo de un grupo de traductores que actuaban tanto en España como en las cortes norteafricanas (aunque conocemos casos de algún sultán singularmente culto e instruido, como el marroquí Muley Abd al-Malik, que era capaz de hablar y escribir en varias lenguas, entre ellas el español). Por otro lado, en España quedaban suficientes vestigios materiales andalusíes como para que los textos árabes fuesen parte integrante de la vida y la cultura de los españoles, sin olvidar, desde luego, la importantísima presencia de la población morisca, cuya peculiar relación con su pasado y con la lengua árabe había dado lugar a fenómenos fascinantes como el de la escritura aljamiada.

Es significativo, en este sentido, otro episodio singular en el que Mármol tuvo una actuación destacada. Se trata del descubrimiento, en 1588, del pergamino de la Torre Turpiana de Granada. Esta torre era en realidad el antiguo alminar de la mezquita aljama. Mientras se realizaban las obras de su demolición, se encontró una caja que contenía unas reliquias y un pergamino escrito mayoritariamente en árabe, con series diversas de números y letras. El texto del pergamino contenía, al parecer, una profecía de san Juan y una inscripción latina que informaba de que aquellas reliquias habían sido entregadas por el arzobispo san Cecilio a un presbítero, quien debía guardarlas para protegerlas de la futura invasión de los musulmanes. Este hallazgo era el primero de una larga serie que iba a conmocionar la vida religiosa de la época.

En la colina de Valparaíso, en las afueras de Granada, comenzaron a encontrarse decenas de láminas de plomo grabadas, escritas en caracteres árabes angulosos (llamados “salomónicos” por los moriscos), y que componían un total de veintidós libros, cuya autoría era atribuida a dos discípulos del apóstol Santiago que habrían estado en Granada en el siglo I d.C. El contenido de los libros es diverso (hechos del apóstol Santiago y sus milagros, historia del sello de Salomón, profecías realizadas por la Virgen María) y deja entrever los caracteres de un singular sincretismo cristiano-musulmán. El impacto de la aparición de las reliquias y los libros plúmbeos fue extraordinario, hasta el punto de que la colina de Valparaíso fue rebautizada como Sacromonte por la Iglesia granadina, que veía en el descubrimiento la prueba de la antiquísima cristiandad de Granada y de su vinculación directa con el apóstol Santiago. La historia de los libros plúmbeos es larga y compleja. Para resumir, diré solamente que la falsificación ha sido atribuida plausiblemente a un grupo de moriscos que querían crear un estado de ánimo más favorable para impedir la ya previsible, y próxima, expulsión.

Como puede imaginarse, el descubrimiento provocó la enorme excitación de quien se siente en contacto con la profecía, parte de la historia sagrada y de la providencia. Provocó también la acción de las autoridades que debían gestionar los textos y reliquias, y determinar, entre otras cosas, su autenticidad. Luis de Mármol fue una de las personas requeridas por el arzobispo de Granada don Pedro de Castro para emitir su opinión acerca del pergamino hallado en la Torre Turpiana. El informe redactado por Mármol es muy interesante. En él, expresa sus dudas sobre la autenticidad del mismo por varias razones. Una de ellas es que “el estilo, el frasis y las sentencias” de la supuesta profecía de San Juan coincidían con las de otros jofores o pronósticos que circulaban entre los moriscos y que profetizaban una inminente victoria del Islam sobre los cristianos. Como explicaba el propio Mármol:

Sabido es que los alfaquíes, cuando esta ciudad se rindió a los Reyes Católicos, procuraron estorbarlo con amonestaciones y sermones, y, viendo que no les aprovechó nada, quisieron mostrar espíritus de profecía y escribieron diversos jofores, a manera de pronósticos, para consuelo de los moros rendidos, con que mantenerlos en esperanza de que habían de volver a su properidad y serían victoriosos contra los cristianos.

Mármol había conocido varios de estos jofores en el curso de la guerra de las Alpujarras, e incluso había incluido la traducción de tres de ellos en su Historia de rebelión y castigo de los moriscos:

y que la isla de España y Málaga se tornará á labrar y edificar con esta vuelta, y será dichosa con la ley de los Moros: y que a Vélez y Almuñécar les será abaxada la soberbia que tienen en la heregía, y a Córdoba sus vicios y pecados; y que harán callar a su campana los Almuédanes de pura necesidad. Y por el consiguiente será expelida la heregía de Sevilla (…) y se cumplirá la profecía del profeta Daniel, que dixo que se había de libertar después de perdida por un rey tirano (…). Y será tan grande este rompimiento que harán los Turcos sobre los Christianos, que entrarán y conquistarán todos sus reynos y ciudades, desde el mar de Daylán hasta el de Marcad, y no quedará más memoria de ellos, ni se oirán sino sus llantos.

La derrota, la tremenda presión, la consciencia de la inminente expulsión y desarraigo, habían creado entre los moriscos un clima de expectativas mesiánicas que explica el tono de estos pronósticos y, finalmente, toda la cuestión de los libros plúmbeos del Sacromonte. Mármol había intuido esta relación, sobre todo porque durante la guerra de las Alpujarras, su amigo Alonso del Castillo le había enterado de que, en ámbitos moriscos, se hablaba desde hacía unos años sobre los pronósticos que iban a aparecer en la Torre Turpiana. Por ello y por su competencia en lengua árabe, Mármol señalaba a Castillo como el experto a quien deberían dirigirse las consultas (aunque quizás sería necesario señalar aquí que, según la hipótesis de algún historiador contemporáneo como Darío Cabanelas, el propio Alonso del Castillo fue uno de los autores de la falsificación). Otro dato interesante es que, además de la opinión de Mármol sobre la autenticidad del pergamino, se solicitó la de otros expertos, como Benito Arias Montano, cuya crítica del documento asombra por su modernidad, por su consideración de los aspectos materiales y estilísticos, por la finura de su método de crítica histórica y filológica.

Los documentos que vinculan a Mármol con la cuestión del pergamino de la Torre Turpiana y los libros plúmbeos del Sacromonte nos sitúan ya hacia el fin del siglo XVI; cerca, pues, de la muerte de nuestro cronista. En los años que habían transcurrido desde el aplastamiento de la sublevación de los moriscos de Granada, encontramos aquí y allá rastros documentales de Mármol y su vida. Quizás se estableció en Granada tras el fin de la guerra y allí se casó con Isabel Zapata. Su hijo Juan fue bautizado en 1572. Hacia 1579, sabemos que estuvo a punto de acompañar una embajada dirigida al sultán marroquí Ahmad al-Mansur (el vencedor de la batalla de los Tres Reyes), pero que al final fue desestimado por la insuficiente calidad de su persona, que no alcanzaba la del embajador portugués que formaba parte de la misma misión.

Sabemos también que, hacia 1584, Mármol había redactado una nueva versión de los dos volúmenes publicados hasta entonces de su Descripción de África, que él pretendía editar junto con el tercer volumen. Pero en esa época, el interés por África había decaído notablemente: la batalla de los Tres Reyes había significado un durísimo revés para las ambiciones expansionistas ibéricas y, por otro lado, la rivalidad con el Imperio Otomano había alcanzado una relativa estabilidad. Estos hechos, unidos al excesivo tamaño de la obra, hicieron muy arduo el esfuerzo de Mármol. Al final, en 1599, apareció en Málaga el tercer volumen de la obra costeado por el propio autor. Entretanto, Mármol había solicitado con poca fortuna el puesto de cronista real y también algunos beneficios en Vélez Málaga, lugar donde, al parecer, se había establecido al obtener un heredamiento en el término de Iznate. El documento cuya cita abre este texto incluye una de esas peticiones desatendidas. En uno de los memoriales que se nos conservan, escribe:

Luys del Mármol dize que él compuso un libro yntitulado Descripción general de África con todas las guerras acaecidas entre moros y cristianos y entre ellos mesmos hasta estos tiempos, en el qual gastó mucho tiempo y passó mucho trabajo, y por ser historia tan provechosa ha sido muy bien recebida en estos Reynos y fuera dellos, la qual dirigió a Vuestra Majestad y Vuestra Majestad la mandó poner en su librería de S. Lorenço el Real.

Aparece en este texto un Mármol aspirante a cortesano, en cuya exposición se alude al provecho que su libro podía tener para España. El lugar que define la posición de la obra dentro del Reino es la Biblioteca de San Lorenzo, entendida como parte de una gran empresa imperial. La labor intelectual quiere asimilarse así, conscientemente, al espacio simbólico de una construcción política, integrando finalmente las distintas figuras de Mármol (paje, soldado, cautivo, veedor, geógrafo, crítico, traductor, historiador y cortesano) en un proyecto que es propiamente moderno, que asume la relectura radical de una tradición de conocimiento que revisa los fundamentos de la autoridad y la experiencia, y la reorganización misma del orden social.

https://sge.org/exploraciones-y-expediciones/galeria-de-exploradores/los-primeros-viajes/los-esclavos-cristianos-la-berberia-luis-marmol-carvajal-1535-1557/



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