viernes, 28 de febrero de 2020


PRÍNCIPE Y PRINCIPADO DE ASTURIAS:

Historia dinástica y territorial de un título


INTRODUCCION


El título de Príncipe de Asturias, como dignidad de los inmediatos sucesores de la Corona de Castilla primero y de España después, cuenta con una historia de más de seis siglos de tradici6n. Esta historia es al tiempo la de un título y la de un territorio, Asturias, que a fines del siglo xiv se convirtió en Principado reverdeciendo su antigua significaci6n como origen y fundamento de la primera monarquía medieval hispánica. Siguiendo sus avatares históricos plasmados en crónicas y documentos, en usos, costumbres y leyes, en arte, literatura, y música, se llega aún presente rico en matices culturales y políticos que dan un sentido profundo a los títulos de Príncipe y Principado de Asturias en la monarquía de España.

HISTORIOGRAFIA

En Asturias, la vieja vinculación del territorio con el título al que da nombre se descubre en la obra que inició propiamente la historiografía regional: las “Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias” del P. Alfonso de Carvallo, publicada en 1695, casi un siglo después de ser escrita, en la que se recogían ya algunos documentos básicos de la institución. Fue, sin embargo, la “Historia de la fundación del Principado de Asturias como dignidad y mayorazgo de los reyes de España y herederos de estos Reynos”, publicada un siglo más tarde por el P. Risco (1795), la primera en esbozar la historia institucional del título, resumiendo en clave historial los orígenes del Principado y la serie de príncipes hasta su época, difundiendo a la vez en un valioso apéndice documental la documentación esencial recogida en los memoriales de pleitos de los siglos xvi y xvii. De esta forma, el Principado de Asturias pudo entrar en el ancho cauce de la historiografía decimonónica sobre una sólida base documental, enriquecida a principios de siglo con aportaciones patrióticas como la de Joaquín Godínez de Paz con su obra “Origen del título de Príncipe de Asturias” (Madrid, 1808), la colección de los “Documentos relativos al antiguo privilegio del Principado de Asturias, en el nacimiento y bautizo de los hijos primogénitos de los Reyes de España”, o la “Crónica de los Príncipes de Asturias de Nicolás N. Cañedo, publicada en Oviedo en 1858; pero también con aportaciones polémicas, como la planteada por la crisis dinástica de 1868 o la desatada a fines del siglo por la doctrina canovista sobre el alcance histórico del título de Príncipe de Asturias recogida en el Real Decreto de 22 de agosto de 1880, refutada o apoyada por diversos autores (Pérez de Guzmán, Fabie, Brusola, Vida, Canella . . .) . Ya en nuestro siglo, los estudios sobre el Principado como título y dignidad de los herederos de la Corona de España se ampliaron con nuevos enfoques y líneas de investigación de la que son buena prueba la obra del marqués de Alcedo sobre la merindad mayor de Asturias en la que se planteaban con gran aporte documental los problemas del príncipe Enrique (IV) con el poder efectivo de los condes de Luna en Asturias, línea de trabajo proseguida por Benito Ruano y su escuela asturleonesa que, en cierto modo, desembocó en el congreso sobre los Orígenes del Principado de Asturias y de la Junta General (Oviedo, 1988). Al tiempo, con un carácter divulgativo que no excluye en todo caso el rigor científico, aparecieron diversas obras proclives a la restauración del título o conmemorativas del VI Centenario de su fundación, acercando a nuestra época su significado histórico con ayuda, en ocasiones, de una cuidada selección pictórica (Álvarez Solar-Quintes, Casariego, Gutiérrez de Ballesteros, J. Urre, J.de Lillo, Venturo i Esturgo, Lorenzo Somonte, Rodríguez de Maribona, García Mercadal . . .), a las que hay que sumar últimamente la serie de estudios recogidos bajo el título genérico de La figura del Príncipe de Asturias en la Corona de España (Madrid, 1998), o los dedicados al estatuto jurídico y a la persona del actual Príncipe de Asturias.

LOS ORIGENES POLITICOS DEL PRINCIPADO

En la historia del Principado de Asturias, como dignidad y mayorazgo de los sucesores al trono de Castilla primero y más tarde de España, se pueden distinguir varias épocas que marcan los hitos institucionales de su evolución. La primera época, la fundacional del título, se inicia en 1388 con la concesión como merced regia del título de príncipe de Asturias por parte de Juan I a su hijo primogénito Enrique (III), con ocasión de su boda con Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I. En un intento por superar la lucha dinástica entre ambas ramas de la realeza castellana, Borgoñas y Trastamaras, se acudió a una figura institucional -el principado- consagrada ya por entonces en algunas monarquías occidentales; caso de Inglaterra, con una tradición que remontaba a más de un siglo atrás (1254), con la anexi6n de Gales; o de Francia, con su Delfinado de Vienne (1343-1349); y, aun mas próxima y por ello tal vez más influyente, la de la Corona de Aragón con su Ducado de Gerona creado por Pedro IV en 1351 para el heredero de la Corona.
En este sentido, ya Juan I, años antes de la creación del título de Príncipe de Asturias, habia mostrado su intención de vincular ciertas tierras y señoríos para los infantes herederos, en concreto los señoríos de Lara y Vizcaya y el ducado de Molina “así como es en Francia el Delfinazgo y en Aragón el ducado de Gerona. . . . y que sean siempre tierras apartadas para los infantes herederos” (Manda testamentaria de 21 de junio de 1385). Este mismo rey, al pacificar dos años antes la tierra de Asturias frente a las banderías de su hermanastro, el conde Alfonso, había prometido que sería siempre de la Corona (Escritura de concordia de 18 de julio de 1383)18; en su virtud, la tierra de Asturias, que corría el riesgo de senorializaci6n, afirma su vocaci6n realenga con la notoria excepción del señorío episcopal de la Iglesia ovetense que por entonces incrementa su patrimonio con el condado de Noreña, concedido al obispo don Gutierre de Toledo por su decisiva colaboración en la pacificacion del territorio (Privilegio autorizado por las Cortes de Segovia de 1383). Esta será la base territorial del título que en 1388 se concede al infante Enrique y a su mujer, Catalina de Lancaster, rescatando para la Corona un territorio que parecía llamado, como sus vecinos de Galicia o del nome de Castilla, a convertirse en un enclave señorial.

LA CONFIGURACION LEGAL DEL PRINCIPADO COMO SEÑORÍO JURISDICCIONAL

El nuevo título ya se concedió con cierta ceremonia tal y como relatan las crónicas de la época: «asiento en trono, manto de púrpura, sombrero en la cabeza, vara de oro en la mano, beso de paz y proclamación como Príncipe de Asturias». Son las primeras noticias sobre el ceremonial de la jura del Príncipe de Asturias, cuya dignidad oficial y derechos inherentes al título se irían formalizando con el paso de los siglos, como señalara ya el P. Risco. En todo caso faltan el tiempo necesario para consolidar la institución como prueba, al margen de otros testimonios, la inexistencia o pérdida de la propia documentación fundacional ya en tiempos de Juan Rio. La muerte prematura de Juan I y la minoridad de Enrique III impidieron su inmediata conformación institucional y jurídica, a la que se alió la nueva actitud levantisca del conde Alfonso quien, tras obtener su libertad por decisión de los tutores del rey, regresó a Asturias, intentó apoderarse sin éxito de Oviedo y, finalmente, acosado por la tropas leales al rey, se refugió en Gijón sometiendo su causa al arbitraje internacional del rey de Francia. En su resolución, este rey impuso al conde Alfonso la devolución de los territorios que tenía en Asturias, siendo entonces cuando, antes de partir para el exilio, su mujer, la “perversa y maldita condesa” de las crónicas, quemó la villa de Gijón (1394). Fue probablemente entonces, al lograr la pacificación de Asturias y su afirmación como tierra de realengo, cuando se intentó hacer efectiva la anterior proclamación del Principado como mayorazgo regio de los herederos de la Corona de Castilla.
 Esta idea se desprende de un albala tardío, fechado en Tordesillas el 3 de marzo de 1444 y confirmado en Peñafiel el 5 de agosto de ese mismo año, en vísperas de la decisiva batalla de Olmedo (1445) que enfrentó al “partido monárquico con el nobiliario de los infantes de Aragón. Juan II, o informado y bien certificado” de la orden de su padre, Enrique III, de hacer todas las ciudades, villas y lugares de Asturias de Oviedo mayorazgo de los príncipes de Castilla, dispuso la conversión del título de Principado en señorío jurisdiccional, vinculando sus ciudades, villas y lugares con sus rentas y jurisdicciones al mayorazgo de los herederos de la Corona. Así, con la conformación legal del Principado, se renovó la vieja dualidad villa (realenga) - tierra (señorial) que habría de perdurar, bajo el señorío jurisdiccional del Príncipe, hasta la época de los Reyes Católicos. Con ella cobró el Principado una impronta realenga y urbana llamada a actualizar la vieja función liberalizadora del villazgo que impulsara siglo y medio atrás Alfonso X el Sabio. Por lo demás, como tal mayorazgo o forma histórica de propiedad vinculada propia de la Castilla señorial, el Principado resultaba indisponible, garantizando para la Corona un patrimonio familiar sometido al régimen de sucesión forzosa por derecho de primogenitura.
 Sin embargo, el albala de Juan II, que pretendía tener valor de ley hecha en Cortes, era en todo su enunciado, material y formalmente, una clara exorbitancia de Derecho rechazada habitualmente por los pueblos como una manifestación de contrafuero, reflejada asimismo en las cláusulas abusivas finales : Non embargante cualesquiera leyes, fueros, derechos, ordenanzas y costumbres e fazanas. . . y la ley que dice que las Cartas dadas contra la ley efuero e derecho deben ser obedecidas e non cumplidas e que las leyes e fueros e derechos valederos non deben ser derogados salvo por Cortes. Viciado de raíz, como contrario a la legislaci6n fundamental del reino", este acto de poderio real absoluto fue ya por entonces cuestionado y, en algún caso, desobedecido e ignorad 36, aunque sirvi6 para abrir el proceso de refundaci6n del Principado sobre nuevas bases institucionales puestas en ejecución de manera inmediata por la cancillería del príncipe y dan alegadas, siglos más tarde, por los litigantes asturianos que, tras rescatarlo del olvido en que se hallaba en el archivo de Simancas, to presentaron como fundamento último de sus pretensiones a la exigencia efectiva del mayorazgo regio.

EL EJERCICIO JURISDICCIONAL DEL PRINCIPADO

El 31 de mayo de ese mismo año de 1444, el príncipe Enrique (IV), intento hacer efectivo este mayorazgo regio, recordando a la ciudad y villas de Asturias a la ciudad de Oviedo y alas veintiuna villas principales- que pertenecían al señorío del príncipe, aunque reconociendo al tiempo no haber ejecutado ni usado (el principado) así por causa de mi minoridad como por causa de los grandes debates y los escándalos acaecidos en estos reinos". Ahora, como príncipe justiciero que quiere liberar a sus villas de Asturias de la opresión señorial de los Quiñones y otras grandes familias nobles, reclama su derecho eminente a la propiedad y señorío del villazgo asturiano, tomando posesión del mismo por medio de tres personeros asturianos, los capitanes Fernando Valdés, Gonzalo Rodríguez Arguelles y Juan Pariente de Llanes, cuyas relaciones familiares cubren las tres grandes áreas geográficas del territorio. Estos tres capitanes, ante los recelos de los concejos por secundar la voz del príncipe, temiendo ser devueltos luego al señorío de los Quiñones y de sus aliados, tuvieron que garantizar su libertad e independencia, respaldado por el juramento del príncipe de continuar la posesión del Principado, de amparar a sus naturales de la violencia señorial y de no dividir ni enajenar su territorio. A este fin y ante la novedad de la pretensión del ejercicio del señorío jurisdiccional por el príncipe, se convocó una Junta general de procuradores de concejos de Asturias, primero en Oviedo y luego en Avilés, donde se redactaron ciertos capítulos pacto en defensa de sus libertades y privilegios, usos y costumbres (16 de noviembre de 1444). Aceptado el capitulado de los concejos, cobró cuerpo la figura institucional del Principado, tal y como pone de relieve la simple denominación diplomática que por entonces comienza a menudear". A1 tiempo se afirma una institución paralela, la Junta general del Principado, cuyo origen se vincula al ejercicio efectivo del principado en el territorio de Asturias, por más que su desarrollo posterior (hasta 1835) viniera lastrado por el peso de los concejos.

EL PRINCIPADO COMO ESCUELA DE GOBERNACION

En el ejercicio de su señorío jurisdiccional, el príncipe Enrique nombró como Gobernador y Justicia Mayor del Principado a Pedro de Tapia, maestresala del rey, por Carta fechada en Segovia el 19 de febrero de 144543. Una vez más los concejos aceptaron su nombramiento con la condición del juramento previo de respeto a sus Buenos usos y costumbres e libertades e privilegios que habían y tenían cada concejo. Posteriormente, el mismo príncipe nombró a Juan de Haro como Merino Mayor del Principado, desposeyendo a sus viejos detentadores de la familia Quiñones, los condes de Luna (Carta de 6 de septiembre de 1445). Sin embargo, este régimen de autonomía que se fue gestando al calor del Principado terminó con la Concordia de Berlanga de 1446 en cuya virtud se sometieron las pretensiones del Príncipe a los justos títulos que tuviere, acordando que no perteneciente a Pedro Quiñones “cierto e notorio” retenido en manos del rey o del príncipe, se le entregara, y no dudoso, no resolvieran sendos letrados -uno por el rey y otro por el príncipe- en plazo de treinta días. Y es de notar que la resolución de los juristas fue favorable al depuesto Merino Mayor, de tal forma que en 1447 el príncipe Enrique tuvo que hacer reconocimiento a perpetuidad de la antigua merced del merinazgo en favor de Pedro Quiñones, hecho significativo que habla una vez más de la falta de sustantividad propia originaria del Principado más allá del mero título oficial.
De este modo, en los años siguientes, se afirmó la merindad de los Quiñones, avalada en algún caso por la compra de oficios en Asturias, hasta que en tiempo de los Reyes Católicos se inicie de manera decidida la política de reintegración del patrimonio regio que, en el caso del Principado, dio lugar a un largo pleito, iniciado en 1483 y terminado en 1490 con una Concordia por la que los Quiñones entregaban a la Corona las villas de Cangas, Tineo, Llanes y Ribadesella -conocidas luego como las cuatro sacadas (rescatadas) de Asturias-, a cambio de cinco millones de maravedís y de las Babias (de Suso y de Yuso) en León". Asturias por entonces pasó a ser tierra a de realengo, con apenas un 10 por 100 de señorío laico y eclesiástico ejercido sobre una cuarta parte de su territorio, condición que perduró hasta el final del Antiguo Régimen, en contraste con el neto predominio señorial (90 por 100) de Galicia o Palencia.
Sobre esta base del realengo propio se intentó revitalizar de nuevo el Principado. Por Real Carta de gracia, merced y donación de 20 de mayo de 1496, los Reyes Católicos, queriendo observar la costumbre antigua» de sus reinos, en alusión implícita a la tradici6n hispánica, fundamentalmente aragonesa, de poner casa y dar principado para gobernar", dieron al príncipe Juan las rentas y jurisdicciones de las ciudades, villas, lugares, castillos y fortalezas de Asturias que pertenecían a la Corona real, reservándose, sin embargo, la mayoría de la justicia y la condición de no enajenar su patrimonio. De este modo, al tiempo que se evitaban las cláusulas abusivas del régimen legal anterior, se intenta dar al mayorazgo regio una nueva orientación, haciendo útil la institución del Principado como escuela practica de gobernación -útil en cuanto ensenaba a gobernar-. De esta época conocemos diversos testimonios documentales que prueban como el príncipe Juan hizo efectivo su señorío jurisdiccional en Asturias repartiendo contribuciones para reparar puentes, fortalezas y castillos o nombrando a diversos oficiales; práctica de gobierno del Principado y aun de su casa que vino a interrumpir su temprana y muy sentida muerte.

LA INCORPORACION DEL PRINCIPADO A LOS TITULOS UNIVERSALES DEL HEREDERO DE LA MONARQUIA

Anunciando un nuevo periodo de la institución caracterizado por la incorporaci6n del título a los generales de la monarquía, el príncipe Juan había acumulado diversos principados -como Príncipe de Asturias y de Gerona (1496), Príncipe de España, Príncipe del Nuevo Mundo- que predecía el parcial oscurecimiento del título de Príncipe de Asturias bajo la casa de Austria (siglos XVI-XVII). Así, al influjo de las aspiraciones imperiales y universales de la nueva dinastía, se difunde una nueva titulaci6n del «primogénito heredero» -Príncipe de estos Reynos, Príncipe de las Españas y del Nuevo Mundo- que recoge y divulga la doctrina del momento (Garibay, Méndez Silva, Tovar Valderrama".
Pese a ello, el Principado de Asturias como institución no dejó de afirmarse en estos siglos de supuesto oscurecimiento del vínculo y mayorazgo regio. Ante todo, por la defensa del Principado como privilegio constitucional de la región. De sus villas y ciudades representadas orgánicamente en la Junta General, garante última de la guarda e integridad del mayorazgo que hizo Juan I (Memorial del Principado de Asturias a las Cortes de Toledo de 1560). Pero también por la reafirmación literaria y popular de Asturias como Principado, Corregimiento y Principado en los documentos de la cancillería regia, como se ve en las obras históricas de Tirso de Avilés y de Carvallo o en los interrogatorios de los pleitos de la época.
Los efectos de esta identificación de Asturias con el Principado fueron varios, destacando entre ellos la oposición a la concesión del oficio de merino mayor del Principado por merced de Felipe III en favor de Francisco de la Torre (1614), revocada a instancia de la Junta General del Principado de Asturias por el Consejo de Castilla en sentencias de vista de 1 de septiembre de 1618 y de revista de 20 de junio de 1630, que vinieron a confirmar la antigua costumbre, que remontaba a mediados del siglo xv, de ser proveído el cargo por el corregidor, una vez incorporado al Real Patrimonio con promesa y pacto de no enajenación. En este caso los argumentos esgrimidos por el Principado fueron las viejas promesas de integridad del patrimonio regio y de no quebrantamiento de privilegios, el cumplimiento de una de las condiciones de millones, capitulado con el reino, de «no enajenar varas de merinos ni alguaciles mayores» y, finalmente, el propio perjuicio de la Corona y del derecho del Príncipe.
En la misma Línea de defensa del Principado se inserta la oposición a la concesi6n del título honorífico de conde de Gijón a Miguel de Noroña, conde de Linares, por parte de la villa de Gijón y de la Junta General del Principado (1644-1646). Alegando no ser compatible el título de Príncipe de Asturias con el de conde de Gijón, ostentado por un particular en detrimento de su dignidad, se recordaba al rey que si no hacia merced de título alguno de mayorazgos de particulares menos aun debía hacerlo en el del Príncipe por quien, como padre y administrador, debía velar. En este punto se dio una curiosa contraposición entre la vía de gracia que pretendía seguir el conde de Linares ante la Cámara de Castilla, y la de justicia perseguida por el Principado y la villa de Gijón (que se autoproclama Alave del Principado») ante el Consejo de Castilla. Todavía en relación con este pleito se recuerda la revocación de la merced del lugar de Jove, una parroquia de Gijón concedida tiempo atrás al licenciado Francisco Álvarez Jove, fiscal del Consejo, y como los vecinos habían despoblado el lugar y Llevaron hasta el badajo de la campana de la Iglesia y contradijeron la merced por no quedar sujetos a señor particular. Le pusieron pleito y vencieron en justicia y se revocó, restituyéndose al mayorazgo y patrimonio del Príncipe».

Por contra, los abogados del conde de Linares plantearon con toda claridad la falta de sustantividad del título de Príncipe de Asturias y su anterior coexistencia con otros títulos y señoríos : Porque los señores Príncipes de España nunca en tiempo ninguno ejercieran en el dicho Principado actos de jurisdicción y siempre de tiempo inmemorial a esta parte los señores reyes de Castilla en su real nombre proveyeron en el dicho Principado todos los oficios y dignidades de gobierno, de justicia y de hacienda y percibieron todos los réditos y rentas reales, sin que ninguna de las dichas cosas se despache en nombre del Príncipe nuestro Señor, sino solo en nombre de su Majestades; argumentación esgrimida posteriormente por los juristas de las grandes casas nobiliarias de Asturias en el siglo XVIIl.
Por entonces, en tiempos de Felipe IV, se fijó el ceremonial de la jura del Príncipe que tenía registrado en los libros de etiqueta de la Corte". Fue descrito, a propósito de la de Baltasar Carlos (1632), por Antonio Hurtado de Mendoza, secretario de Cámara, en una obra que devino clásica, reeditada posteriormente en los siglos xviii y xix.

LA REVITALIZACION DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS POR LA CASA DE BORBON


Un nuevo periodo se abre para el Principado de Asturias con la llegada de la dinastía de los Borbones en el siglo XVIII. Saludada con gozo y esperanza por los asturianos, fue promotora de una identificación del Principado de Asturias con el de España a raíz de la ayuda decisiva prestada por la Corona de Castilla a la causa borbónica en la guerra de Sucesión. Así como el Derecho Público castellano se identifica con el español tras su extensión a los pases rebeldes de la Corona de Aragón, partidarios en la contienda sucesoria del archiduque Carlos de Austria (1707-1716), también el Principado de la Corona de Castilla y León, el Principado de Asturias, tiende a considerarse ahora propiamente español". Al tiempo, la nueva dinastía promovía el reconocimiento del Principado como mayorazgo regio a lo largo de un proceso iniciado en 1705 y concluido, en una primera etapa, en 1717 con la fundación de la Real Audiencia de Oviedo.
Este proceso se abrió a partir de las denuncias y representaciones de los concejos del occidente de Asturias (Ibias, Cangas, Tineo, Oscos. . .) y algún otro de oriente (Ribadesella), sobre la usurpación de rentas y jurisdicciones del regio vinculo o mayorazgo, al margen de otros agravios y vejaciones particulares por parte de los poderosos de la región. La investigación oficial se canalizó en un primer momento por la Junta de Incorporación de las rentas enajenadas de la Corona, creada por Felipe V para subvenir a las necesidades financieras de la guerra de Sucesión, aunque más tarde, para agilizar la averiguación de los hechos, se comisiono al gobernador del Principado, Juan Santos de San Pedro por Real Cedula de 1 de enero de 1708. De Real Orden, el gobernador hizo publicar por Bando la antigua fundación del mayorazgo regio (el albala de Juan H de 1444), dando seis meses de plazo para que los dueños de jurisdicciones y rentas jurisdiccionales presentaran sus títulos justificativos. Sin embargo, ascendido luego a plaza en el Consejo de Hacienda, continuó con dicha comisión Antonio José Cepeda, oidor de la Chancillería de Valladolid, por Real Orden de 31 de agosto de 1708. Este concedió un nuevo plazo de cuarenta días para presentar los títulos que serían remitidos luego a la Junta de Incorporación para su examen y control de legalidad, con la advertencia de proceder al despojo de su posesión y depósito de rentas a los poseedores que así no lo hicieran. Al tiempo, cumpliendo la orden de visita de todos los concejos de la región con el fin de obtener una más exacta averiguación de los hechos, con deposición más libre de los agraviados, Cepeda inició su pesquisa judicial con las garantías procesales correspondientes de citación, publicidad y recursos ante la Junta de Incorporación, que tenía asignado el conocimiento privativo de esta cuestión con inhibición expresa de Consejos y Audiencias mediante un procedimiento breve y sumario. El Real Decreto de 16 de agosto de 1711, aprobando todo lo actuado por Cepeda, le mando continuar con su comisión en el Principado pero con merced de plaza en el Consejo de Hacienda para volver «más condecorado y decente»; a la vez, se decretaba la absoluta inhibición del gobernador de Asturias en el desarrollo de la pesquisa, con independencia de prestarle la ayuda que necesitara y, finalmente, se fijaba el marco rigurosamente secular de la inspección, quedando al margen de la pesquisa las comunidades eclesiásticas, las capellanas y las obras pías.
La defensa de los poderosos no se hizo esperar, articulándola sobre dos aspectos principales: las quejas de los labradores por la suma pobreza ocasionada por los tributos y gabelas que les imponían los poderosos del país, y la usurpación de las rentas reales y bienes del regio vínculo del Principado.
En el primer caso rebatieron la denuncia intentando probar la confusión interesada entre tributos y rentas que debían satisfacer los labradores por las tierras que llevaban, queriendo hacer comunes bienes de particulares contra lo dispuesto en el Derecho natural y positivo, que cifraban en Partidas. Por otro lado, declaraban no ser la pobreza título legítimo para quitar a los dueños el dominio de sus bienes, ni los jueces debían juzgar por clamores ni lagrimas sino por leyes, sin olvidar «las banderas que tremolan envidia».
Por lo que se refiere al segundo aspecto, la usurpación, consideraban que el Principado era un mero título honorifico, sin dominio ni administración o gobierno efectivo, que perteneció de siempre a la Corona real. El grave peligro de lo contrario venla dictaminado ya por el Consejo de Castilla en 1709 cuando rechazo con buenos argumentos la petición del fiscal, Luis Curiel, sobre la absoluta posesión de sus estados, con entera soberanía e independencia en favor del príncipe Luis (I). En este sentido, la Real Cédula de fundación, que los abogados refieren al albala de 1444, debían entenderse solo en lo jurisdiccional, «pues en caso contrario, no habría bienes raíces en el Principado que no fuesen de vinculo regio». Además, en Asturias, los reyes no habían fundado dominio sobre los baldíos por derecho de conquista, por lo que tampoco podrán pretender tener un dominio residual sobre estos bienes vacantes.
Como remate de su defensa, los poderosos pedían que la resolución de las causas abiertas correspondiera a la jurisdicción ordinaria, representada por el Consejo de Castilla, y no corriera por la especial de la Junta de Incorporación. A este fin concentraron sus ataques en la figura de Cepeda, acusándole de diversas irregularidades en la tramitación de los procesos, así como de ambición personal por su pretensión de crear una Audiencia en Asturias, innecesaria por no ser tantos los pleitos pendientes si se uniformaba su contenido e injusta al equiparar a Asturias con los países rebeldes de la Corona de Aragón en el nuevo concepto de Audiencia como freno de país rebelde derivado de la Nueva Planta borbónica.
Pese a ello y a la posición formal de la Junta General del Principado, del Ayuntamiento de Oviedo y del cabildo catedral que veían extinguirse el régimen de autonomía creado al amparo del gobierno togado del corregidor, se crea la Audiencia de Asturias en 1717. Si en un principio esta creación supuso una contrariedad para las pretensiones de los poderosos, su actuación ulterior, aceptando los títulos justificativos de dominio en la mayoría de los casos, acabó con cualquier posibilidad de resucitar el mayorazgo efectivo del Principado de Asturias. Ni siquiera la denuncia tardía del concejo de Tineo ante el Consejo de Castilla, valiéndose de la condición tiéntense del fiscal de lo civil Pedro Rodríguez Campomanes (quien pidió, sin embargo, que la demanda se presentara ante la Audiencia de Asturias) pudo resucitar el tema de la usurpación en una época especialmente proclive para ello. En todo caso, todavía el Principado de Asturias, tal y como se había fundado en el medievo, sirvió de inspiración en tiempos de Carlos III para la configuración institucional del mayorazgo de segunda genitora creado para el infante Gabriel de Borbón en 1785.

EL PRINCIPADO DE ASTURIAS EN EL NUEVO MARCO CONSTITUCIONAL

El Principado de Asturias comenzó una nueva andadura institucional a principios del siglo XIX en el marco del régimen constitucional. En palabras de Argüelles, la Comisión encargada de redactar el primer proyecto constitucional conservo más por costumbre que por utilidad o precisión el título de Príncipe de Asturias al heredero de la Corona. Estableciendo una identificación previa del príncipe heredero con el Príncipe de Asturias, proponía la Comisión que las Cortes le reconocieran al anunciarse su nacimiento, jurando ante las Cortes, cuando llegara a los catorce años, defender la religión católica, guardar la Constitución y obedecer al rey.
Estas ideas se perfilaron mejor en el trámite de la discusión del Proyecto por las Cortes generales y extraordinarias. Para algún diputado, el Príncipe debía ser de las Españas y no de Asturias (Quintano)". Para otros, el título de Príncipe de Asturias debía ostentarse desde la jura y no desde el nacimiento, concediéndole entonces los derechos anejos al título (García Herreros). Frente a estas intervenciones, los asturianos Argiielles, Canedo e Inguanzo, de tan diferente coloración política, se unieron en defensa de un título de honor, carente de derechos reales como demostraba la secuencia histórica de la pretendida reintegración del mayorazgo regio en el siglo XVIII (Inguanzo) o meramente nominal (Canedo, pero consagrado por la historia y capaz de dar mayor seguridad a las leyes de la sucesión a la Corona>> (Argiielles)". La Constitución de Cádiz, recogiendo este criterio mayoritario, mantuvo sin variación el proyecto citado en su título IV, cap . IV, arts . 201-212: De la familia real y del reconocimiento del Príncipe de Asturias. En las Constituciones siguientes de 1837 y 1845 se suprimió, sin embargo, la equiparación del título de Príncipe de Asturias con la del heredero de la Corona, hablándose sin más en ellas de «heredero inmediato de la Corona>> (Constituci6n de 1837, art . 20); de «sucesor inmediato de la Corona> (art . 40), o «de inmediato sucesor> (art . 48) e o hijo primogénito del rey> (Constituci6n de 1845, art. 61). Es posible que en ello pesase la inconsecuencia de la abolición del antiguo nombre de Asturias sustituido por el de Oviedo en la nueva división provincial, como previniera San Miguel en la discusión del proyecto de división territorial de 1821. En cualquier caso, hubo de esperarse hasta el Real Decreto de 30 de mayo de 1850, influido por la doctrina historicista de Pidal y por la Exposición de la Comisión nombrada por la Diputación Provincial de Asturias, para que, teniendo presente la costumbre antigua de España y el ejemplo establecido por los reyes predecesores, se atribuyera a los sucesores inmediatos a la Corona, con arreglo a la Constitución de la Monarquía, sin distinción de varones o hembras, el título de Príncipes de Asturias". De esta forma, un Decreto que según los autores de la época sentaba doctrina constitucional, vino a resolver en sentido afirmativo la doble cuestión implícitamente planteada de la consustancialidad del título con el del inmediato sucesor a la Corona y su posible titularidad femenina.
La denominación tradicional de Príncipe de Asturias se mantuvo, por influencia de otro asturiano, Posada Herrera, en la Constituci6n de 1869 (art . 79), aunque por poco tiempo, pues la siguiente de 1876 rompió con esta línea, adscribiéndose a la precedente omisión táctica de las Constituciones de 1837 y 1845 . Apenas un año antes, sin embargo, la Real Orden de 25 de marzo de 1875 había ratificado la doctrina legal del Decreto de 1850 otorgando el título de Princesa de Asturias a la infanta María Isabel Francisca de Asís, hermana mayor del rey". Rompiendo con esta doctrina y practica asentada, un nuevo Real Decreto de 1 de agosto de 1880, fijó el ceremonial para la presentación solemne del «Príncipe o Infanta» que diese a luz la reina María Cristina; distinción inmediatamente recurrida por los individuos de la Comisión nombrada por la Diputación Provincial de Oviedo para asistir a dicha ceremonia, basándose en la vigencia del Decreto fundamental de 1850 refrendado, a su juicio, por una práctica no interrumpida que pudiera llamarse costumbre. La «respetuosa exposición» de los comisionados asturianos de 21 de agosto de 1880 solicitando que al futuro heredero de la Corona se le diera el título de Príncipe o Princesa de Asturias, motivó la publicación de Decreto de ceremonial para la presentación del regio vástago (publicado en la Gaceta de Madrid de 1 de septiembre de 1880) en el que se aludía de nuevo simplemente al heredero como Príncipe de Asturias.
Llegados a este punto de confusión, el Real Decreto de 22 de agosto de 1880 sobre títulos y honores del Príncipe e Infantes sucesores a la Corona, intentó clarificar la cuestión definitivamente. El Decreto, precedido de una notable exposición de motivos en la que el gran estadista e historiador Cánovas del Castillo, responsable último de su ejecución como presidente del gobierno, pretendía fijar el verdadero perfil histórico de la institución, fundaba su doctrina declarativa en las siguientes premisas :

- Confusión «innecesaria e inexacta» entre el derecho de sucesión y el título de Príncipe de Asturias .
- La sucesión a la Corona de España no se debía confundir con la investidura castellana del Principado de Asturias, per lo que la verdadera denominación jurídica de los inmediatos sucesores a la Corona de España era la de Príncipe a secas o «Príncipe de estos reinos».
- Corrección por los legisladores de 1837 de los excesos de los primeros constitucionalistas de Cádiz, promotores de dicha confusión en nuestro lenguaje constitucional.

Sentadas estas bases, se adentraba el Decreto en la historia del título, precisando que no había sido creación de las Cortes, sino de la potestad de gracia de los monarcas, y que corresponda a los varones desde el nacimiento, pero a las mujeres solo desde su proclamación por las Cortes como herederas. Con esta distinción y a manera de nueva concesión graciosa del ejecutivo (en todo opuesta a la doctrina pida liana de simple confirmación en este punto de la costumbre antigua de España que atribuya el título a los sucesores inmediatos de la Corona «sin distinción de varones o hembras»), se creía conveniente por el gobierno restablecer los seculares usos observados hasta el día, manteniendo el título de Príncipe para los hijos primogénitos desde que nacieran, usando la denominación de Príncipes de Asturias. Dos eran sus conclusiones primordiales: que el derecho de sucesión nunca había estado forzosamente unido en España al título de príncipe o princesa, siendo la denominación correcta la de «inmediato sucesor>> a la Corona, aceptada por la mayoría de nuestras Constituciones, acorde con la antigua legislación y el genuino carácter del título de Príncipe, y la necesidad de restablecer ese genuino carácter del título de Príncipe (de Asturias), observando los usos seculares que hacían de su concesión una prerrogativa regia a favor de los hijos varones primogénitos de los reyes. Ambas proposiciones, ampliamente fundadas en consideraciones históricas, aconsejaban denegar la petición formulada por los comisionados de Asturias y, al tiempo, derogar el Decreto que treinta años antes había confundido innecesaria e inexactamente el derecho de sucesión con el principado de los monarcas españoles.
La nueva doctrina gubernamental suscito reacciones encontradas en el Parlamento, en la prensa y en la calle, donde la cuestión hubo de tratarse con más pasión política que rigor histórico-jurídico. En este ambiente de cierta exaltación, se publicaron durante ese mismo año de 1880 diversas obras sobre el Principado de Asturias: el Estudio histórico legal del académico y jurisconsulto Antonio María Fabie, escrita en pocas horas en confesi6n del autor; el Bosquejo histórico-documental de Juan Pérez Guzmán, redactada en pocos días (según su dedicatoria, la obra estaba lista para su publicación el 1 de septiembre), a pesar del valioso apéndice documental que alabaran Canella y Brusola"; y, por último, el rápido examen de Fernando Vida, impugnador de las tesis anteriores favorables al reconocimiento del título de Príncipe de Asturias sin distinción de sexo, basándose en un presunto influjo condicionante del Delfinado francés, regido por la ley sálica, en el origen y evolución histórica del Principado. Todas estas obras eran fruto, como denunciara uno de sus autores, o de una determinada actitud en el terreno de la política activa». Las críticas de los eruditos (especialmente de Juan Pérez de Guzmán, que dedicó buena parte de su libro a impugnar las tesis canovistas) se concentraron especialmente en la anomalía de la concesión gubernamental de un derecho histórico, y en la pretensión indebida de las mujeres en el use de un título sucesorio en un tiempo en que se discutían todavía sus derechos dinásticos. Estas críticas provocaron al cabo la caída del primer gobierno de la Restauraci6n. El gobierno liberal que le sucedió, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, ofreciendo llevar a las Cortes un proyecto de ley que resolviese las dudas e incertidumbres sobre este punto (promesa que no cumplió), se limitó a restaurar la doctrina del Decreto de 1850, concediendo el título de Princesa de Asturias a Doña María de las Mercedes por Real Decreto de 10 de marzo de 1881. Con ello, al tiempo que se ponía fin a una cuestión largamente debatida por los constituyentes decimonónicos, se depuraba el concepto histórico y jurídico del Principado de Asturias que, en palabras del propio Decreto, devino esencialmente político, dejando para los historiadores la tarea de recomponer la verdadera silueta histórica de la institución. Una institución que revivió al menos en el afecto popular de los asturianos con la visita del príncipe Alfonso de Borb6n y Battemberg, primogénito de Alfonso XIII, en 1924, nueve años antes de que, ya en el exilio con la Familia Real, renunciara a sus derechos como heredero de la Corona de España, adoptando el título de Conde de Covadonga.

HACIA EL PRESENTE

Ya en nuestros días, y culminando un proceso de instauración de la Monarquía alentado, por lo que se refiere al Principado de Asturias, por la Diputación Provincial de Oviedo", el Real Decreto de 21 de enero de 1977, renovando la tradición española sobre títulos y denominaciones que corresponden al heredero de la Corona, dispuso que Don Felipe de Borbón, heredero de la Corona, ostentase el título y denominacion de Príncipe de Asturias, sin perjuicio de los restantes títulos y denominaciones usados tradicionalmente por el heredero de la Corona. En esta misma línea de respeto a la tradición, la Constitución de 1978 (art . 57.2) dispuso que «E1 Príncipe heredero, desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento a la sucesión, tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España.» Como Príncipe de Asturias, de Viana y de Gerona, su actual titular ha venido a encamar simbólicamente la vieja unión dinástica de la Corona de España.
SANTOS M. CORONAS GONZÁLEZ




jueves, 27 de febrero de 2020


LIBRO DE HORAS DE CARLOS V






¿QUÉ ES UN LIBRO DE HORAS?
El libro de horas fue el libro de oraciones para laicos más extendido a lo largo de la Baja Edad Media, en especial en los siglos XV y XVI. Su extraordinaria popularidad, que le ha llevado a ser denominado el best-seller del final de la Edad Media, propició que se dieran a la luz numerosos ejemplares, buena parte de los cuales han llegado hasta nuestros días. Más allá de la importancia de su texto, una valiosa fuente de información sobre la religiosidad bajomedieval, el interés de los libros de horas reside, sobre todo, en su decoración, que se convirtió en un espacio privilegiado para el desarrollo de la miniatura gótica y renacentista.
            La religiosidad medieval dio al libro litúrgico una extraordinaria importancia, derivada de la trascendencia que le otorgaba el propio cristianismo: una religión del libro. Los tipos principales eran el misal, que contenían los textos necesarios para la celebración de la misa, y el breviario, que contenía el oficio divino, esto es, las oraciones que rezaban los canónigos y demás clérigos en el coro durante las horas canónicas. Estas horas eran ocho, según la división del día según los romanos: maitines y laudes (amanecer), prima (6 h.), tercia (9 h.), sexta (mediodía), nona (15 h.), vísperas (anochecer y completas (noche).        
            El esquema básico del breviario recibió con el paso del tiempo la adición de una serie de plegarias. A comienzos del siglo IX la reforma de San Benito de Aniano introdujo la costumbre de rezar los quince salmos graduales y el oficio de difuntos. Poco después comenzaron también a recitarse los salmos penitenciales y la letanía de los santos. Y un poco más tarde, a finales del siglo X, se introduce la costumbre de rezar cada día el pequeño oficio de la Virgen. Este Officium Parvum Beatae Mariae Virginis se extendió por toda Europa, recibiendo el respaldo papal de manos de Urbano II (1088-1099) al ordenar que este oficio fuera recitado por los clérigos para el éxito de la Primera Cruzada.
            Por otra parte, y junto a estos libros litúrgicos oficiales, el libro de devoción más extendido entre los fieles laicos desde la época carolingia hasta el siglo XIV fue el “salterio”, que recopilaba los salmos de la Biblia. A partir del siglo XII comenzaron a añadirse al salterio una serie de oraciones suplementarias de las que la más importante era el mencionado pequeño oficio de la Virgen. Se crea así el primer tipo conocido de libro de horas: el llamado “salterio-libro de horas”. En un principio el salterio era la parte principal, pero a lo largo del siglo XIII lo que era apéndice creció hasta convertirse en el protagonista y de este modo surgen los primeros libros de horas.
            El nacimiento del libro de horas ha de verse en función de dos factores fundamentales. El primero es la creciente secularización, que otorgaba a los laicos un papel cada vez más importante en el conjunto de la sociedad. La nobleza y la incipiente burguesía intentarán diferenciar su religiosidad de los usos eclesiásticos, y necesitarán para ello un libro de rezos propio, individualizado, que les permita elevar sus plegarias en el ámbito privado. Este libro debía ser más corto que los breviarios, ya que las ocupaciones de la vida cotidiana no dejaban tanto tiempo para el rezo como el que tenían los clérigos. Además, este libro debía ser también un objeto hermoso, cuya decoración pudiera ser un símbolo de distinción social. El libro de horas dará cumplida satisfacción a todas estas necesidades.
            El segundo factor es la importancia del culto a la Virgen. El oficio divino se centraba en la pasión de Cristo, considerada como el hecho clave de la redención del género humano. Por el contrario, el libro de horas se articulará en torno a la devoción mariana, que sitúa a la Virgen como la figura central del misterio de la encarnación. Además, a partir de San Bernardo, la Virgen será vista como la principal intercesora entre Dios y los hombres.
            Como hemos señalado, el libro de horas nace en torno al pequeño oficio de la Virgen, y este origen condicionará su desarrollo, tanto a efectos de distribución del texto como ornamentales. En efecto, como se explicará más adelante, serán los ciclos marianos los que más abunden en la iconografía de los libros de horas.
            También se han relacionado la popularidad que tuvieron los libros de horas en los siglos XIV y XV con la extensión del hábito del rezo silencioso a partir de 1300. Este tipo de oración permitía, según los autores eclesiásticos del momento, una mayor concentración en la comunicación con la divinidad. Suponía, además, una relación más personal con Dios, muy atractiva para el individualismo de la nueva burguesía, por lo que en algún momento los libros de horas llegaron a ser prohibidos por la Iglesia.
            A lo largo del siglo XIV, se va configurando la tipología del libro de horas. Su decoración se va haciendo más abundante y aparecen las primeras obras maestras desde un punto de vista artístico, tanto en Francia (Horas de Jeanne de Evreux, Nueva Tork, Metropolitan Museum, The Cloisters Collection, 54.1.2) como en Gran Bretaña (Horas Taymouth, Londres, The British Library, Yates Thompson, ms. 13).
            En este primer momento los libros de horas aparecen vinculados a los miembros de las casas reales y de la alta nobleza. Son manuscritos de gran lujo, realizados por artistas que se sitúan a la vanguardia del arte de su tiempo. El paso del siglo XIV al XV está dominado por el mecenazgo de Jean, duque de Berry, que encarga algunos de los más suntuosos libros de horas conocidos, como Las muy ricas horas del duque de Berry (Chantilly, museé Condé, Ms. 65).
            En el siglo XV la producción de libros de horas se dispara. Los textos ya conocidos se enriquecen con otros nuevos (fragmentos de los evangelios, horas de la cruz y del Espíritu Santo, oraciones diversas), algunos de los cuales escapan a la ortodoxia eclesiástica. Por otra parte, la producción masiva en algunas regiones y países, en especial en Flandes y en Francia, hace que la calidad de la decoración baje y adopte un carácter casi industrial. A finales del siglo aparecen los primeros libros de horas impresos, por lo general, ilustrados con grabados en madera. Sin embargo, los libros de horas manuscritos no desaparecen de inmediato y durante unos cuantos decenios se produce incluso un interesante intercambio entre unos y otros: libros impresos con grabados coloreados o con miniaturas, miniaturistas que suministran composiciones a los grabadores, manuscritos que copian impresos.
            El siglo XVI supone el último momento de esplendor y también el fin de los manuscritos iluminados y de los libros de horas. Los años centrales de la centuria serán testigos de la realización de los últimos ejemplares importantes, tanto en Francia, como los llevados a cabo para la corte de Enrique II, como en Flandes, donde Simón Bening realizará algunos libros de elevada calidad, o en Italia, donde Giulio Clovio pintará en 1546 las Horas de Alejandro Farnesio (Nueva York, Pierpont Morgan Library, M. 69), canto de cisne de una tradición que había durado casi tres siglos.

ASPECTOS TEXTUALES

El primer erudito que estudió en profundidad los textos de los libros de horas fue Victor Leroquais. Estableció una clasificación de sus elementos, a los que dividió en esenciales, secundarios y accesorios. Los primeros son aquellos procedentes del breviario y su presencia define la existencia de un libro de horas: el calendario, el pequeño oficio u horas de la Virgen, los salmos penitenciales, las letanías, el oficio de difuntos y los sufragios de los santos. Los secundarios no son imprescindibles, pero se encuentran en la mayoría de los libros de horas. Son los fragmentos de los Evangelios, la pasión según San Juan, las oraciones a la Virgen Obsecro te y O intemerata, las horas y el oficio de la cruz, las horas y el oficio del Espíritu Santo, los quince gozos de la Virgen y las siete oraciones al Salvador. Por último, los accesorios aparecen solos en algunos libros de horas. Entre ellos se encuentran los quince salmos graduales, horas en honor a diferentes santos, el salterio de San Jerónimo, diversas oraciones, etc.
            El esquema básico de un libro de horas puede obtenerse combinando los elementos esenciales y secundarios, Sin embargo, hay que tener en cuenta que no se trataba de textos litúrgicos oficiales, sino de recopilaciones hechas en talleres seculares a demanda de los laicos. Por ello no hay dos libros de horas iguales y las variantes son numerosas: según la época, el uso de la diócesis para la que fue hecho, el destinatario…
            Al igual que algunos libros litúrgicos (breviarios, misales, salterios, pontificales) los libros de horas suelen comenzar con un calendario cuyo propósito era indicar los días en que se celebraban las fiestas de la Iglesia y de los santos. Estos calendarios constan generalmente de cuatro columnas. Las dos primeras están formadas por los números dorados y las letras dominicales. Entre ambas determinaban en qué fecha caía el domingo de Pascua, la fiesta más importante del calendario cristiano. Los números dorados son una serie de números romanos distribuidos en un cierto orden y servían para establecer en qué fechas se producían los novilunios y, contando catorce días, los plenilunios.
            La segunda columna está formada por una secuencia de letras de la “a” a la “g” repetidas a lo largo del año. Son las letras dominicales, que determinaban cuándo caían los domingos de cada año.
            La tercera columna la forma el calendario romano. Cada mes tenía tres días fijos: calendas (día 1), nonas (días 5 o 7, según los meses) e idus (días 13 o 15, según los meses; los días restantes se indicaban a partir de estos puntos fijos.
            La cuarta columna contiene la parte principal del calendario, es decir, los nombres de los santos y las festividades del año. Se destacaban, con tintas de diferentes colores, generalmente dorado, rojo y azul, aquellas festividades más importantes para la Iglesia occidental en general o para alguna diócesis en particular mientras que el resto se escribía en negro. Por esta razón, estos calendarios pueden proporcionar información sobre la diócesis para la cual fue hecho el libro. Sin embargo, en algunos calendarios la distribución por colores adoptó un carácter meramente ornamental, por lo que no se puede utilizar como indicio para determinar su origen. La costumbre de rellenar todos los días del año (calendarios compuestos) y la libertad de los copistas hicieron que se introdujeran nombres de santos inventados e incluso burlescos.
            Después del calendario suelen incluirse los fragmentos de los evangelios, tomados del misal. El primero procede del Evangelio de San Juan (I, 1-14) y corresponde a la misa del día de Navidad; después, el Evangelio de San Lucas (I, 26-38), con el fragmento de la fiesta de la anunciación; el de San Mateo (II, 1-12), con el de la misa de Epifanía; y, por último, el de San Marcos (XVI, 14-20), con el de la fiesta de la ascensión. A continuación se suele encontrar la pasión según san Juan (18, 1-19, 42), seguida de la oración Deus qui manus tuas… Después son frecuentes dos oraciones a la Virgen que gozaron de extraordinaria popularidad. La primera era Obsecro te, atribuida a San Agustín, que ofrecía numerosos beneficios a aquel que la rezaba. La segunda era O intemerata, que en su redacción más habitual derivaba de una plegaria dirigida a la Virgen y a san Juan.
            El texto más importante, verdadero núcleo de un libro de horas, es el de las horas de la Virgen. A veces viene precedido de alguan fórmula introductoria. Dentro de cada hora los textos básicos comprenden versículos, respuestas, himnos, antífonas y salmos, generalmente indicados por epígrafes en latín o en lenguas vernáculas (rúbricas).
            Maitines comienza por el versículo “Domine labia mea peries” (Señor, abre mis labios), al que siguen generalmente tres nocturnos, nombre dado a un grupo de tres salmos seguidos de tres lecciones que eran leídos usualmente durante la noche. Laudes y todas las horas siguientes hasta vísperas empiezan con el versículo “Deus in adiutorium meum intende” (Dios, ven en mi ayuda). Laudes se compone además de una antífona, cinco salmos, un capítulo, un himno, el benedictus y una oración. Prima y las pequeñas horas diurnas de tercia, sexta y nona constan de tres salmos precedidos de un himno y seguidos de un capítulo y una oración. Vísperas comprende cinco salmos, el himno Ave maris stella y el Magnificat. Completas, la última hora, comienza con el versículo “Converte nos deus salutaris noster” (Transfórmanos, o Dios, nuestro salvador) y comprende tres salmos y el cántico de Simeón “Nunc dimittis…” (Ahora dejas)
            Las horas de la cruz y las horas del Espíritu Santo son más cortas. Suelen constar de siete en vez de las ocho horas canónicas, ya que a menudo se prescinde de laudes. Cada hora se compone de un himno, una oración y unos pocos versículos y respuestas. Aunque suelen ir detrás de las horas de la Virgen, pueden también intercalarse con ellas y son entonces conocidas como horas mixtas. En algunos libros de horas aparecen también oficios más largos, con tres lecciones y salmos. Son los denominados oficios de la pasión y oficio del Espíritu Santo. Los siete salmos penitenciales (salmos 6, 31, 37, 50, 101, 129 y 142) no suelen faltar en los libros de horas. A menudo se encuentra la antífona “Ne reminiscaris…” (No te olvides) al principio o al final. A partir del siglo X se incorporaron al oficio divino, desde el que, en el siglo XIII, pasaron a los libros de horas.
            A continuación suelen aparecer las letanías de los santos. Procedentes de la primitiva liturgia aparecen asociados con los santos al menos desde el siglo X. Después de la invocación “Kyrie eleison, Christe eleison” (Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad) siguen las letanías de la Santísima Trinidad, la Virgen María, arcángeles y una larga lista de santos. Entre estos últimos pueden identificarse santos específicos de la diócesis para la fue hecho el libro de horas, por lo que pueden ser otro elemento que ayude a identificar su origen.
            El oficio de difuntos tiene su origen en el siglo IX, pero fue hasta el siglo XIII cuando se extendió la costumbre de recitarlo en las ceremonias fúnebres. Es uno de los textos más largo del libro de horas, aunque consta solo de tres horas canónicas: vísperas, maitines y laudes. Su composición puede variar de una diócesis a otra.
            La última sección de los libros de horas suele ser la de los sufragios de los santos, plegarias compuestas de una antífona, un versículo y una oración. Aparecen en el oficio divino en el siglo XI, pero es a partir del siglo XIII cuando adquieren gran importancia, coincidiendo con la extensión del culto a los santos como intermediarios entre Dios y el hombre. Comienzan generalmente por una oración a la Trinidad. Vienen después oraciones a la Virgen, san Miguel, san Juan Bautista, apóstoles, mártires, santos confesores y, por último, santas. La selección podía depender del destinatario, en el caso de los libros de horas hechos por encargo, o del jefe del taller, en aquellos ejemplares destinados al comercio.
            Por último hay que reseñar la presencia de los que Leroquais llamó “textos accesorios”, que aparecen de forma aleatoria. Entre ellos podríamos destacar los siete gozos de la Virgen, las siete peticiones a Nuestro Señor, el Stabat Mater, horas de los días, las siete oraciones de san Gregorio, los siete versos de san Bernardo, y un largo etc.
            Como hemos señalado, cuatro de los textos del libro de horas: el calendario, las horas de la Virgen, la letanía y el oficio de difuntos, presentan variantes según distintas regiones o diócesis. Estas variantes son conocidas como usos.
            También algunas órdenes mendicantes, como los franciscanos y los dominicos, utilizaban libros de horas que contenían formas de oración especiales. Dentro de las horas de la Virgen las variantes consisten, sobre todo, en versiones alteradas de himnos, antífonas y capítulos en maitines, laudes y vísperas. Es también muy significativa la antífona y el capítulo en las horas prima y nona. Como ya hemos apuntado, en el calendario y en las letanías hay que tener en cuenta la presencia de santos locales. En general son variaciones menores, pero muy útiles para determinar la ciudad o la diócesis a la que estaba destinado un determinado libro de horas.

ASPECTOS ICONOGRÁFICOS
Los ciclos iconográficos de los libros de horas siguen unos esquemas que se repiten en la mayor parte de los ejemplares, aunque admiten una gran cantidad de variantes. El principio básico de estos ciclos es, la independencia entre el contenido de los textos y la imagen que los acompaña. Es decir, las miniaturas no suelen ilustrar el texto, sino que siguen una secuencia propia preestablecida.
            El calendario se decora con dos ciclos iconográficos habituales en la Edad Media: las labores de los meses y los signos del zodiaco. Ambos ciclos son de origen clásico y establecían un paralelismo entre el año litúrgico, el paso cósmico del tiempo y el ciclo anual de las actividades del hombre. Aunque, como veremos en el caso del Libro de Horas de Carlos V, se utilizaron también otras iconografías, la presencia de estos dos ciclos será predominante y las únicas variantes producirán en las escenas elegidas para cada mes. Con algunas excepciones en manuscritos de gran lujo, la mayoría de las ilustraciones de los calendarios ocupan sólo pequeñas viñetas en los márgenes del texto, bien en el recto y el verso de cada página o bien al comienzo de cada mes. Las labores de los meses muestran las principales tareas del ciclo agrícola a las que se suman algunas de ocio, tanto de los campesinos como de las clases señoriales. La secuencia más frecuente es la siguiente: enero: Jano o escena de banquete; febrero: campesinos calentándose junto al fuego; marzo: poda o cavado de las viñas, o ambas; abril: temas primaverales: juegos, cetrería, cacerías, amor; mayo: escenas de cetrería; junio: siega de las praderas; julio: siega de la mies; agosto: trilla y aventado de la mies; septiembre: escenas de vendimia; octubre: siembra y labor; noviembre: recogida de la bellota y cuidado de los cerdos; diciembre: matanza del cerdo o fabricación del pan.
            Estas escenas pueden sufrir numerosas variantes y es frecuente también que cambie su colocación en los distintos meses: en cualquier caso el resultado proporciona siempre una viva imagen de la sociedad europea bajomedieval, aunque no será una imagen meramente descriptiva, sino que reflejará los intereses de las clases sociales que encargan y compran libros de horas.
            La astrología clásica pervivió a lo largo de la Edad Media y buena prueba de ellos fue el mantenimiento del ciclo zodiacal en los calendarios. La secuencia habitual era la siguiente; enero: Acuario (aguador); febrero: Piscis (peces); marzo: Aries (carnero); Abril: Tauro (toro); Mayo: Géminis (gemelos); junio (: Cáncer (cangrejo); julio: Leo (león); agosto: Virgo (doncella); septiembre: Libra (balanza); octubre: Escorpio (escorpión); noviembre: Sagitario (centauro); y diciembre: Capricornio (cabra).
            Los fragmentos de los Evangelios se ilustran con las figuras de los cuatro evangelistas, cada una al comienzo de su respectivo fragmento. Suelen representarse escribiendo y acompañados de sus símbolos (tetramorfos): el águila de san Juan, el buey de san Lucas, el ángel de san Mateo y el león de san Marcos. Estos símbolos derivan de la visión de Ezequiel (I, 4-10) y del Apocalipsis (IV, 6-10) y fueron asociados a los evangelistas desde fecha muy temprana. También podemos encontrar a san Lucas pintando a la Virgen. A veces aparecen los cuatro juntos.
            La pasión según san Juan suele ilustrarse con algún episodio evangélico: la traición de Judas, Cristo ante Pilatos, la coronación de espinas, Cristo con la cruz a cuestas, la crucifixión, etc. Las oraciones a la Virgen Obsecro te y O intemerata admiten gran variedad iconográfica, pero, lógicamente, giran siempre en torno a la Virgen. Las escenas más frecuentes son la Piedad y la Virgen con el niño, a veces acompañada del destinatario del libro de horas representado como orante.
            Las horas de la Virgen es la parte principal de un libro de horas. Consecuentemente, su ilustración será también la más importante del libro. Cada una de las horas suele estar acompañada de una escena de la vida de la Virgen, generalmente en el siguiente orden: maitines,: anunciación; laudes: visitación; prima: natividad; tercia: anuncio a los pastores; sexta: epifanía; nona: presentación en el templo o circuncisión; vísperas: huida a Egipto; completas: coronación a la Virgen. En los libros de horas más antiguos este ciclo de la infancia se combina o incluso es sustituido por otro con escenas de la pasión.
            Las horas de la Cruz se ilustran generalmente con una única escena, que suele ser una crucifixión. Cuando cada hora lleva una ilustración, se suele seguir el siguiente orden: maitines: prendimiento; prima: Cristo ante Pilatos; tercia: flagelación; sexta: Cristo con la cruz a cuestas; nona: crucifixión; vísperas: descendimiento; completas: entierro de Cristo.
            Las horas del Espíritu Santo van acompañadas por una sola escena, que suele ser un Pentecostés. Con menor frecuencia pueden encontrarse también ciclos completos con escenas de distintas apariciones del Espíritu Santo, pero sin que pueda establecerse una secuencia tipo.
            En los salmos penitenciales suelen aparecer escenas relacionadas con la vida de su supuesto autor, el rey David. La más frecuente le representa arrepentido por sus pecados y orando ante Dios Padre. También pueden encontrarse escenas con David y Goliat, Betsabé en el baño, David y Urías, etc.
            Después de las letanías, generalmente sin decorar, el oficio de difuntos presenta una cierta variedad iconográfica. Las escenas más habituales recogen el momento de la muerte, o bien ceremonias fúnebres; funeral, cortejo, entierro… Otras escenas más infrecuentes son algún episodio de la vida de Job (fuente primaria para las lecciones de oficio), el Juicio Final (en los ejemplares más antiguos y flamencos), Lázaro y el rico Epulón, la leyenda de los tres vivos y los tres muertos, etc.
            Por último, los sufragios de los santos, acostumbran a ser, después de las horas de la Virgen, la parte más ricamente decorada de los libros de horas. Los santos aparecen normalmente en efigies individuales acompañados de sus atributos, o en alguna escena representativa de sus vidas, especialmente su martirio. También es posible encontrar ciclos enteros con la vida de un solo santo.

ASPECTOS SOCIALES
El libro de horas, como, libro de oraciones destinado a los laicos, tenía su clientela entre las únicas clases sociales alfabetizadas y capaces de afrontar su coste: los miembros de las casas reales, la nobleza y la emergente burguesía urbana.
            En primer lugar, el libro de horas servía, ante todo, para la piedad cotidiana. Aunque no parece probable que los laicos tuvieran tiempo para interrumpir sus actividades ocho veces al día para rezar, sí debió de ser utilizado por lo menos alguna vez al día. Los cronistas transmiten numerosos testimonios sobre el uso diario que algunos nobles hacían de sus libros de horas.
            Pero el libro de horas tenía también otros usos más profanos. Servía, por ejemplo, para registrar los nacimientos y fallecimientos de los miembros de la familia que los poseía, y para guardar emblemas de peregrinación, exvotos y otros objetos piadosos.  Eran utilizados para que los niños de la casa aprendieran a leer. También tenía usos terapéuticos a través de la presencia de oraciones contra distintas enfermedades, como la dedicada a santa Apolonia contra el dolor de muelas.
            Junto a estos usos prácticos, es evidente que los libros de horas servían también como símbolos de estatus social. Algunos ejemplares podían ser muy costosos y llevaban una rica decoración, que no escatimaba en materiales tan valiosos como el oro o el lapislázuli, por lo que más que libros se consideraban objetos preciosos. Aparecen a menudo en los testamentos, en los que solían ser inventariados junto a las posesiones más preciadas del fallecido, Aunque pocos han llegado hasta nuestros días con su encuadernación original, por los testimonios conocidos, sabemos que era otro aspecto más del carácter suntuario de los libros. Las encuadernaciones más usuales eran de seda o terciopelo con cantoneras y broches de orfebrería. Después se guardaban en cajas o bolsas de cuero (chemisettes), usadas como protección mientras no se utilizaban.
            La piedad medieval incorporaba un aspecto de exhibición pública y el orgullo nobiliario aparecía con frecuencia en los libros en forma de escudos de armas, emblemas, monogramas, lemas, etc. Los siglos XIV y XV suponen el aumento de máximo apogeo de la heráldica, entendida como ciencia de la identificación genealógica y como medio de reconocimiento preciso de la individualidad de los nobles. Los retratos de los comitentes aparecen también frecuentemente, siguiendo la tradición medieval de los donantes. Solos o acompañados de su familia los propietarios del libro se encuentran por lo general venerando a la Virgen y acompañados a menudo de sus santos patrones, que les sirven como intermediarios ante la divinidad.

PROCEDENCIA E HISTORIA DEL LIBRO DE HORAS DE CARLOS V
No tenemos constancia de que el manuscrito fuera un encargo del emperador, aunque es posible que fuera suyo en algún momento. Sin embargo, el prestigio de su figura hizo que el libro recibiera este nombre desde que fue redescubierto en la catedral de Toledo en 1868.
            No se conoce el destinatario inicial del manuscrito, dado que no aparece ningún nombre, retrato, exlibris o escudo, los elementos más frecuentes de la época medieval para identificar al propietario. Sin embargo, en este caso, varios elementos codicológicos, iconográficos y estilísticos permiten acercarse a la identidad de este patrocinador, desvelando informaciones sobre su nacionalidad, su lugar de residencia y su estatus social. La codicología es la disciplina que estudia el manuscrito como un objeto físico; una auténtica “arqueología del libro”, que se interesa, tanto en su materialidad como en la composición textual y en la decoración. Desde este punto de vista son numerosos los elementos que pueden desvelar datos sobre este patrocinador: los santos festejados en el calendario, las letanías y los sufragios, el uso litúrgico de las horas de la Virgen, el idioma y la selección de las oraciones y de las rúbricas previas, los ciclos iconográficos utilizados y el pintor contratado. Todos ellos son indicios que desvelan de manera indirecta informaciones sobre quién pudo encargar el manuscrito.
            El análisis del Libro de horas de Carlos V indica que las horas de la Virgen tienen el uso de Roma, muy común a finales del siglo XV. El texto de la primera página, el calendario y las rúbricas escritas en las orlas para describir las imágenes están todos escritos en francés, lo que apunta a que se trata de un libro hecho en ese país, una hipótesis reforzada por la presencia en los márgenes del manuscrito de flores de lis, símbolo heráldico de la corte de Francia. De hecho, el calendario, completo, celebra muchos santos de París. Destacan por ejemplo santa Genoveva, patrona de la ciudad, san Germán, san Luis, rey de Francia, san Fiacro, los santos Leu y Gil, santa Avoya, los santos Dionisio y Eleuterio, o también san Marcelo, obispo de París. Los santos celebrados en las letanías, con san Dionisio en la última posición de los mártires y santa Genoveva, sexta de las vírgenes, y los que están mencionados en los sufragios, como san Luis, san Fiacro y santa Avoya, poco común y venerada en la diócesis de París, confirman que el destinatario estaba relacionado con la capital francesa.
            ¿SE puede saber algo del patrocinador a través de las miniaturas? Caben ciertas dudas sobre algunos de los personajes representados. El primero, visible en la página 2, destaca entre todos ellos. Se trata de un hombre que lleva una túnica violeta, una cappa clausa (Un tipo de capa larga y cerrada en su totalidad que llega hasta los pies, y que cuenta con una abertura en el frente por la que emergen los brazos) una pieza de armiño sobre los hombros y un bonete doctoral. Está representado en la orla externa del folio, sosteniendo la mandorla que alberga a Cristo y señalándole con el dedo índice. Por su parte, Cristo aparece bendiciendo  con la izquierda en la mano derecha y sujetando las escrituras. Esta figura. Al inicio del manuscrito y situada a la derecha de Cristo, podría ser el destinatario del mismo.


Sin embargo es más probable que se trate del letrado encargado de elaborar el complejo programa iconográfico que ilustra las trescientas treinta y tres páginas que componen el códice. Un hombre con la misma ropa, llamado “docteur” en la rúbrica, es uno de los protagonistas convocados a bailar con la muerte en la danza macabra. De hecho, su indumentaria y su denominación nos permiten confirmar que es un doctor de la universidad, un teólogo, quizás de la Universidad de la Sorbona. Al sostener la mandorla de Cristo, se entiende que todo el ciclo de imágenes que planificó, que cuenta la historia de la humanidad a través de la Biblia, tiene como fin último la vuelta de Cristo a la Tierra.
            Al final del libro aparecen varias imágenes de orantes ante distintos santos, que podrían interpretarse como retratos de un posible patrocinador. Serían el hombre arrodillado en oración frente a san Sebastián, que aparece vestido con una escarcela en la cintura, otro hombre rezando a los pies de san Juliano, otro más arrodillado junto a su mujer frente a santa Apolonia y, más figuras rezando: ante la Sagrada Forma, el altar, la santa Faz, confesándose o haciendo obras de caridad. En el caso de que las imágenes representen al destinatario, la escarcela que el hombre lleva a la cintura en cinco de los siete retratos, podría hacer referencia a un personaje de cierta fortuna. El hecho de que el manuscrito tuviera un origen francés no impide que llegase a manos de Carlos V. De hecho algunos inventarios de la biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, fundada por Felipe II y a la que fueron a parar buena parte de los libros de su padre, mencionan por lo menos tres manuscritos iluminados de origen francés (La Bouquechardiere; un Jouvencel y un Épitome de la guerra de Troie). En la actualidad se conservan algunos manuscritos franceses en El Escorial con una procedencia antigua, quizás de la época del emperador, como un ejemplar del Jouvencel (S. II. 16) y un Pontifical (Vit. 14).
      Calos V pudo obtener este libro de horas por distintas vías. Algunos manuscritos iluminados en Francia fueron tomados como botín por Calos V en 1525, después de la Batalla de Pavía. De la misma manera los viajes del emperador a la corte de Francia o a sus tierras del Norte pudieron dar origen a regalos diplomáticos de miembros de la corte de Francia. Su tía Margarita de Austria, prometida del rey de Francia Carlos VIII, vivió en la corte francesa desde 1483 a 1491, así como su hermana mayor Leonor de Habsburgo, segunda esposa de Francisco I y reina de Francia de 1530 a 1547, pudieron ser otras fuentes para la entrada de manuscritos franceses en la península ibérica. Así que, a pesar de que la nota no sea una prueba fehaciente y del hecho de que no se conoce al destinatario inicial, es adecuado que le sigamos llamando hoy en día Libro de horas de Carlos V.
La nota de la página de guarda precisa también que el manuscrito fue regalado posteriormente al cardenal francés Francois de Joyeuse (1562.1615), descendiente de los vizcondes de Joyeuse, que fue arzobispo de Narbona, Tolosa y Ruan. El cardenal mantuvo relaciones con la corona española merced a los cargos que ocupó en el Vaticano, donde llegó a presidir, a partir de 1611, el sacro Colegio Cardenalicio. En 1614, un año antes de fallecer, visitó el santuario de Monserrat, al que hizo un generoso donativo. Pudieron ser sus funciones en la Curia romana o esta visita a Monserrat lo que llevase a Felipe II o a Felipe III a ofrecerle el mismo manuscrito francés. Después de su fallecimiento en Aviñón en 1615 el manuscrito pudo seguir dos vías distintas. Es posible que quedase en Roma, como hace pensar una nota escrita en italiano, sin fecha, en la guarda de pergamino trasera.
Pocos años después, en febrero de 1798, la inestimable situación política, con la ocupación napoleónica,  la declaración de la República Romana, el destierro del Papa Pío VI a Siena y la marcha de la gran parte de la Curia pontificia a Florencia llevó al cardenal Zelada, el cual participó en la abolición de la Compañía de Jesús en Roma en 1773 y que formó un importante fondo en manuscritos iluminados, buscar un destino para su biblioteca. La presencia en Italia desde 1797 del cardenal y arzobispo toledano Francisco Antonio de Lorenzana (1722.1804), enviado por el rey Carlos IV en misión extraordinaria, y la buena amistad entre los dos prelados, llevaron a Zelada a enviar gran parte de sus manuscritos a la catedral de Toledo entre 1798 y 1799. Allí permanecerían hasta enero de 1869, cuando el decreto del ministro Ruiz Zorrilla motivó la incautación de parte de la biblioteca capitular toledana. Procedentes de la Biblioteca Capitular de Toledo llegaron a la Biblioteca Nacional doscientos treinta y cuatro códices, entre ellos el Libro de horas de Carlos V. La signatura actual, (Vitr/24/3), recuerda su exposición en vitrinas al inicio del siglo XX, junto con algunos de los manuscritos más destacados.
No hemos hecho referencia hasta ahora a su encuadernación, aspecto interesante a la hora de reconstruir su historia, a pesar de ser un elemento con frecuencia alterado a lo largo del tiempo. La encuadernación actual no es una excepción, pues sufrió sucesivas modificaciones. Está formada por dos tapas de madera recubiertas de terciopelo rojo, desgastado por el uso, sobre las cuales están clavados cuatro cantoneras y dos cierres de plata. En el centro de Ambas tapas hay dos medallones grabados con el águila bicéfala imperial. En 1903, Antonio Paz y Meliá indicó que “habría que suponer que al labrarse en el siglo XVII, a cuya época corresponde indudablemente el dibujo de estos adornos, se conservaron las águilas que llevaron los medallones primitivos. A poco de ingresar en esta biblioteca, se puso, desgraciadamente, a la encuadernación flamante terciopelo y se abrillantaron las chapas de plata”.

LOS MINIATURISTAS DEL LIBRO DE HORAS DE CARLOS V

El libro de horas de Carlos V pertenece a un pequeño grupo de manuscritos estudiado en 1993 por Isabelle Delaunay, que tienen en común sus ricos y abundantes ciclos iconográficos y que fueron realizados por los mismos miniaturistas a finales del siglo XV y principios del XVI. Este es el más lujoso del grupo y el único en el que aparece tantas veces el retrato de un doctor o teólogo en los márgenes. Los ciclos iconográficos se repiten con más o menos fidelidad, pero no son siempre los mismos ni se disponen siempre en el mismo lugar del manuscrito. Por ejemplo en el libro de horas conservado en el Museé National de la Reinaissance d´Écouen (Fr4ancia), el árbol de Jesé abre maitines de las horas de la Virgen mientras que en este libro las cierra; la concordancia de profetas y apóstoles en el Credo acompaña las horas de la Virgen a partir de sexta (horas de la Virgen adicionales en Madrid), lo que plantea dudas a la hora de cuestionar la relación que las imágenes mantienen con el texto que acompañan.
            Delaunay ha indicado que las fuentes primarias para los ciclos iconográficos se encuentran en los libros de horas impresos a finales del siglo XV. Es evidente que el nuevo arte de la imprenta sirvió de estímulo para los miniaturistas y que la iconografía de los grabados fue copiada a la hora de inventar nuevas imágenes y nuevos conceptos iconográficos en los manuscritos iluminados. Pero también la propia producción de los miniaturistas influyó en las novedades propuestas en el Libro de Horas de Carlos V. A lo largo del siglo XV ya existen ciclos iconográficos amplios que van a reaparecer en el manuscrito de Madrid. Hemos visto que en el Valle del Loira, en torno a los años 1460=1465, los seguidores de Jean Fouquet utilizaban el ciclo de las doce sibilas, que aparece de nuevo en los impresos parisinos de los años 1490. También existen en esta región y en París ciclos iconográficos de la danza de la muerte en los libros de horas por lo menos desde los años 1430=1440. En el mismo orden de cosas, el parisino Maestro de la Leyenda Dorada de Múnich realiza un ciclo entero de la vida de Job para los márgenes del texto de maitines del oficio de los difuntos (Londres, The British Library, Egerton 2019, c, 1440=50). A pesar de su relativa escasez en los manuscritos conservados, no se puede dudar de la existencia de ciclos amplios y complejos en secciones concretas de libros de horas a lo largo del siglo XV. Su introducción en los impresos se hizo a través de los pintores, y la utilización de estos ciclos se multiplicó probablemente con los impresos, que a su vez pudieron enriquecer y dar un giro nuevo a la decoración delos manuscritos iluminados.
            Son varios los pintores presentes en este libro de horas de Carlos V, hasta el punto de que Nicole Reynaud lo consideró =una antología de la iluminación parisina alrededor de 1500=. Por lo menos aparecen cinco pintores principales, cuatro de ellos activos especialmente en París. El que realizó más miniaturas es el Maestro de Martainville, llamado así por uno de sus principales trabajos (Ruan, Bibliothéque municipale, Martainville 183). Discípulo del pintor parisino Jean Pichore, se caracteriza por los rostros dibujados de manera bastante áspera, de forma triangular, con una frente prominente, incluso curvada, arcos superciliares y pómulos también prominentes. Sus personajes femeninos, en cambio, tienen rasgos más dulces y rostros de forma ovoide. Los ojos son amplios y a menudo inexpresivos. Los labios caen en V, lo que da una apariencia triste a sus personajes. Su intervención en este libro de horas es muy importante: realiza la mitad de las miniaturas del calendario, varias miniaturas a página completa y gran parte de las de los márgenes de las páginas del texto. La desigual calidad de su trabajo hace pensar en la intervención en algunas miniaturas de un discípulo formado por el Maestro de la Crónica Escandalosa, uno de sus colegas en este libro. El Maestro de Martainville se formó en el círculo de Jean Pichore, famoso pintor parisino entre 1502 y 1521, pero que pudo comenzar su carrera antes, a finales del siglo XV, en el valle del Loira.
            Otro en cuanto al número de miniaturas realizadas en el presente libro es el Maestro de la Crónica Escandalosa. Completo el calendario del Maestro de Martainville e intervino en varias miniaturas a página completa, lo que le confiere un papel importante en la realización del manuscrito. También se encargó de algunas escenas pintadas en los márgenes así como de la danza macabra. Activo en París desde 1490 a 1510, toma su nombre de las miniaturas que realizó para la Chronique Scandaleuse escrita por Jean de oye. Trabajó para los miembros de la corte de Francia, incluso para los monarcas Carlos VIII, Luis XII y Ana de Bretaña. Al igual que Juan Pichore fue contratado para ilustrar todo tipo de textos: litúrgicos, históricos y profanos. También participó en la iluminación de incunables para el librero parisino Antoine Vérad. Colaboró con muchos pintores de París, pero las raíces de su estilo se encuentran también en la pintura del centro oeste, en Tours, y especialmente en la de Jean Poyer. Sus personajes se mueven con mucha libertad y elegancia, domina la perspectiva y propone composiciones muy notables. Son miniaturas de las que emana una gran dulzura por el uso profuso, pero delicado, del oro. Sus figuras se caracterizan por sus indumentarias de abundantes plegados con trazos dorados, rostros de labios rojos y ojos entrecerrados y largos, que les aportan un aire especial, como si estuviesen sumidos en sus pensamientos. Parece haber trabajado de manera rápida, aplicando una fina capa de pintura que, desafortunadamente, no resiste bien el paso del tiempo. Utiliza una gama cromática a base de blancos, rosas, malvas y verde oliva. Los manuscritos conservados permiten pensar que formó a discípulos que respetaron su técnica pictórica; a veces es difícil distinguir con claridad su mano de la de sus asistentes. El propio maestro intervino en este libro, donde dejó algunos de sus mejores trabajos.



Le sigue el miniaturista parisino es el Maestro de Robert Gaguin, acompañado de un discípulo con una técnica pictórica muy cercana  a la del maestro. Según los manuscritos conservados, la intervención de asistentes fue habitual en los trabajos desarrollados por su taller. El nombre del pintor procede de un patrocinador y humanista francés Robert Gaguin, para el que iluminó una versión de los Commentaires de Jules César destinada al rey de Francia Carlos VIII ) colección privada, Antiquariat Tenschert, Rotthalmünster 1993, n° 35). Activo en París desde 1485 hasta el inicio del siglo XVI, colaboró con el Maestro Jacques de Besançon. Asimismo trabajó para el librero Antoine Vérad al inicio de la década de 1490: para él realizará dibu8jos que serán reproducidos en los grabados de sus libros impresos. Su estilo se define por un dibujo refinado, pero sus personajes tienen gestos un poco forzados o están inmóviles. Los rostros, de piel blanca, están dibujados con unos grandes y alargados ojos en forma de almendra y delimitados con una línea negra. Las figuras son bastante inexpresivas, y no domina el dibujo de los animales. Aprovecha el uso abundante del blanco y del oro, y utiliza una amplia gama de colores que combina con éxito. No se complica a la hora de tratar la profundidad de la escena y utiliza cuando puede una perspectiva frontal o aérea bastante sencilla. Le gusta colocar sus pinturas en un marco de falsa arquitectura dorada con elementos finamente detallados.














La caída de los ángeles rebeldes supone el comienzo de la presencia del mal en la tierra y, por ello, también es el primer episodio de la historia de la redención humana. Se sitúa justo después del calendario, subrayando el paralelismo con la última escena del mismo: así como el alma del hermano pecador acaba en las garras del diablo, la rebelión de los ángeles contra la voluntad divina termina por convertirlos en demonios.


Tres episodios del Génesis dan paso a los fragmentos de los evangelios. En la pag 16, Adán, acompañado de Dios Padre, pone nombre a los animales recién creados, en el aire, en la tierra y en las aguas. El relato continúa en la parte inferior del folio siguiente con la creación de Eva a partir de la costilla de Adán por parte de la Trinidad, representada con tres personas iguales. En la imagen superior, Dios advierte a Adán y Eva de que no coman del árbol del conocimiento, del bien y del mal.









Dos escenas en torno al Diluvio universal se encuentran al final del fragmento del Evangelio de san Marcos. En la parte inferior del folio, Dios advierte a Moisés de que construya el arca. La escena principal muestra el arca en tierra, representada como un barco sobre el que se levanta un palacio gótico al que llegan las parejas de animales bajo la dirección de Noé y su mujer, aún en tierra. Dentro del arca son atendidos por los hijos y las nueras del patriarca.


En la pag 28, el arca flota sobre la tierra inundada, rodeada de todos los hombres que se ahogan. Noé, para comprobar que la inundación había remitido, suelta una paloma que vuelve con una rama de olivo en el pico, lo que indica que ha encontrado tierra seca (Génesis, 8). En la viñeta inferior, Noé aparece dormido, embriagado por el vino obtenido de su viña. Su hijo Cam se burla de él y tan solo Sem y Jafet le cubren con un manto (Génesis 9, 20.29).




En una estructura que simula un retablo de madera dorada se representan cuatro episodios de la vida de Isaac y sus hijos (Génesis 25). En el primero Isaac ora para que su mujer Rebeca, que era estéril, pueda dar a luz a sus mellizos Esaú y Jacob. En el segundo Isacc le indica a Esaú que vaya de caza y le prepare un guiso con lo que consiga. En el tercero Rebeca manda a Jacob, su favorito, para que sustituya a su hermano y reciba la bendición de su padre, lo que sucede, finalmente, en la últimas escena.




El doble folio con el que arrancan los Gozos de la Virgen, se ilustra con escenas de la vida de José, hijo de Jacob (Génesis, 37.41). En la escena principal sus hermanos se disponen a venderle a unos mercaderes. En la viñeta inferior estos enseñan a Jacob su túnica ensangrentada para hacerle creer que ha muerto. En la siguiente huye de los avances de la mujer de Putifar. En la viñeta inferior del folio 41 José está en la cárcel, acusado de adulterio, acompañado del copero y el panadero. El primero recupera su puesto en la escena siguiente mientras  que el panadero aparece colgado al fondo, como anunció José. En el lateral, de abajo a arriba, el faraón sueña con las siete vacas gordas y las siete vacas flacas, José lo interpreta, y por último controla el trigo del faraón durante los siete años de prosperidad.





Para el comienzo de las horas de la virgen se emplea la iconografía habitual de la anunciación, mientras que en la parte inferior, se reproduce el limbo de los patriarcas, que serán liberados por Jesucristo. En el folio anterior se representa a la sibila Eritrea, con una rosa, y a la sibila Cumana, con una esfera, ambas profetizan que una Virgen daría luz a Dios. En la parte inferior están el profeta Isaías y el evangelista Lucas, ambos relacionados con la Virgen, y en la zona del cielo aparecen los acontecimientos profetizados; la anunciación y la natividad.




















La hora de laudes no se ilustra con la escena más habitual en los libros de horas, la visitación, sino con una Natividad. La composición sigue el modelo más frecuente de finales de la Edad Media, derivado de las visiones de santa Brígida de Suecia, que situaba a la Virgen arrodillada, ya que había dado a luz en esa postura. El Niño, sin embargo, no aparece en el suelo, sino en una especie de cesta. En segundo plano, san José y los restantes protagonistas de la escena.








A lo largo de laudes se van sucediendo escenas de la vida pública de Cristo, en la última se encuentra la llamada a los primeros apóstoles, Andrés y Pedro, que salen de la barca desde la que pescaban al lado del Genesaret y se dirigen a arrodillarse ante el Salvador. La escena se desarrolla en un verde paraje nórdico, muy alejado del desértico paisaje original. En el lateral, una cita del Evangelio de Mateo alusiva a los hechos.



Al comienzo de prima se sigue una iconografía inusual: el milagro de las bodas de Canaá. Junto a Cristo y su Madre aparecen los novios, caracterizados como la Magdalena y san Juan, ya que según una tradición apócrifa se trataba del matrimonio de ambos. San Juan es el único evangelista que narra el hecho.


Para tercia se ha escogido otro de los (milagros alimentarios) de Jesucristo: la multiplicación de los panes y los peces. En la escena inferior se representa el paso de Cristo al otro lado del lago Tiberiades acompañado de sus discípulos y, en otra barca, sus seguidores. En la escena superior Cristo bendice los panes que le presentan detrás San Juan, cuyo evangelio parece ser la fuente de la escena.




Es al final de tercia y el comienzo de sexta se ilustra con dos escenas de curaciones milagrosas. En la 96 Cristo manda levantar al paralítico de Cafarnaúm, que se yergue desde su camilla con gesto de oración. En la 97 se representa la curación de la suegra de Pedro, a la que Cristo sanó tocándole la mano.




El arranque de nona muestra el primer episodio de la pasión de Cristo: la entrada en Jerusalén, donde ha de ser crucificado. Según el relato del evangelio apócrifo de Nicodemo, sus habitantes extienden sus ropas a su paso  y el publicano Zaqueo se sube a una higuera para poder ver al Señor.




Dos episodios consecutivos de la pasión son los elegidos para el final de nona y el comienzo de las horas de la cruz. En la página 110 el texto se sitúa en un cartel sobre una escena con la oración en el Huerto de los Olivos, siguiendo un artificio compositivo de raíz flamenca. En la página siguiente se repite el mismo tema, mientras que el prendimiento de Cristo ocupa la escena principal.







Una de las escasas escenas a página completa del libro es esta crucifixión, que sigue la iconografía tradicional, con los dos ladrones, la Virgen y san Juan a la izquierda y los soldados romanos a la derecha. Las filacterias de las orlas, probablemente destinadas a contener citas evangélicas alusivas a la escena, quedaron en blanco.




La secuencia de la vida de Jesús sigue su curso sin tener en cuenta las tradicionales iconografías de los libros de horas. Así, el comienzo de las horas del Espíritu Santo, en vez de la habitual Pentecostés, representa a Cristo que libera a Adán y a los patriarcas del Antiguo Testamento del limbo de los justos. En la parte inferior dos ángeles atan a ujn diablo al que Cristo ha clavado su cruz.













Una miniatura a página completa permite desplegar toda la jerarquía celestial. En la cúspide, la Trinidad rodeada de tres filas de ángeles: serafines (rojos), querubines (azules y tronos (dorados). En el centro, la Virgen flanqueada, a la izquierda, por patriarcas y bienaventurados y, a la derecha, por apóstoles y mártires. En la parte inferior una figura con ropas papales aparece rodeada de vírgenes a la derecha y de jerarquías eclesiásticas a la izquierda.

Para ilustrar la antífona del santo sacramento se escoge una de las prefiguraciones eucarísticas del Antiguo Testamento más características: la recogida del maná. Aunque suele ser una escena al aire libre, el miniaturista la situó delante de un pórtico de estilo clásico.



La escena ha sido interpretada como la oración de Ezequías (Isaías 38, 1.8). Este rey de Judá enfermó e Isaías le comunicó su próxima muerte. Pero Ezequías expuso al Señor sus méritos y entonces Isaías recibió el encargo divino de comunicar al rey que su vida se prolongaría otros quince años. Se trata de un tema muy raro para un libro de horas y que solo tuvo cierto desarrollo iconográfico en la Alta Edad Media.



El final del libro está ilustrado por tres miniaturas a página completa unidas entre sí por una oración a la Virgen escrita en latín en los marcos. La primera es una original versión de la fuente de la vida. El difunto, arrodillado, se dispone a entrar en el Paraíso por la intercesión de los santos Pedro y Pablo y de las santas Magdalena y santa María Egipciaca. El Paraíso se concibe como un jardín cerrado donde se halla la Virgen sentada, presidido por una fuente octogonal en la que Cristo exprime sus llagas para llenarla con su sangre y algunos bienaventurados se bañan.



El libro termina con este doble folio.En la 332 la Virgen con el niño aparece saliendo de un lirio, alusivo a su pureza, al igual que la valla que cierra el jardín. Alrededor un rosario formado por rosas y, en las esquinas, el tetramorfos o símbolo de los apóstoles. En la pag siguiente las Arma Christi, es decir una serie de objetos asociados a la pasión de Cristo representados con armas heráldicas. En los marcos aparecen seis figuras barbadas sin identificar que sostienen filacterios en blanco. Puede tratarse de patriarcas, profetas o doctores de la iglesia.







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