sábado, 31 de octubre de 2020

 

El culto a los muertos en la Alta Edad Media


Como es lógico, la primera reacción que provocaban los difuntos entre los que les rodeaban era la de una profunda tristeza. La Iglesia no luchaba contra esto, pues era una actitud natural, pero sí intentaba limitar los excesos. San Agustín asumía el dolor que causaba la pérdida de un ser querido: «Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman... hasta los animales creados para morir huyen de la muerte y aman la vida, cuánto más el hombre, que de no haber pecado habría sido creado para vivir sin término. De aquí surge nuestra tristeza cuando nos abandonan, aunque sabemos que nos preceden por algún tiempo aquéllos a quienes tenemos que seguir. Sin embargo, la misma muerte de que huye nuestra naturaleza nos duele y nos contrista». Este mismo autor, no obstante, reducía el llanto del cristiano conforme a unos principios claros: « ¿Lloras por un difunto?, con mayor razón debes derramar lágrimas por el pecador, por el impío, por el infiel, por que está escrito: El luto del muerto es siete días, más el del impío y el del fatuo dura todos los días de su vida (Ecle. 22, 13). Por tanto, ¿qué misericordia cristiana es la tuya que lloras por un cuerpo del que se ausentó el alma, mientras permaneces insensible ante un alma de la que se ha apartado Dios?». En todo caso, la tristeza por un difunto debía acabar allí donde comenzaba la esperanza sobre su destino: Non debent christiani de mortuis contristari sicut caeteri qui spem non habent. Dúplex tristitia.

 

Para los cristianos existían varias formas de ayudar a las almas de los difuntos. Los eclesiásticos consideraban que «las almas de los fieles muertos no debían ser separadas de la Iglesia», y uno de los mejores modos de no hacerlo era incluir a los difuntos en sus oraciones. A pesar de las modificaciones en la doctrina sobre la suerte de los muertos y su estado post mortem, la Iglesia sostuvo constantemente, en la teoría y en la práctica, «que la misa era el medio soberano para desarmar la justicia de Dios, suavizar tantos dolores y hacer alentar un halo de refrigerio y de consuelo sobre el ardor del fuego, verdadero o simbólico, que atormentaba aquellas almas. Ciertamente también otras obras buenas podían servir de sufragio, pero la misa prevalecía sobre todas». Debido a esto, durante la Edad Media tuvieron una gran difusión en la Iglesia occidental las denominadas misas gregorianas, cuya instauración fue atribuida a San Gregorio, que se celebraban durante treinta días consecutivos y se consideraban de suma eficacia en relación con los difuntos. La Iglesia aplicó desde muy temprano el sacrificio de la misa por los difuntos el día de su sepultura, pero teniendo en cuenta los efectos beneficiosos que esta celebración procuraba para las almas de los muertos, dispuso que el rito expiatorio fuese repetido sucesivamente en algunos días ya señalados, que terminaron siendo el tercero, el séptimo y el trigésimo: Cristo salió del sepulcro en el tercer día; el hebreo José, para honrar a su padre, mandó a su muerte un luto de siete días; y Aarón y Moisés fueron llorados por el pueblo con un luto de treinta jornadas.

 

Además de estos recuerdos especiales a los difuntos, existía una serie de nombres de personas fallecidas, destacadas por la Iglesia y particularmente recomendadas a las oraciones de los fieles, que debía ser leída en todas las misas, excepto los domingos y las fiestas. Se trataba de los llamados dípticos de los muertos, cuya lectura pública se mantuvo en la Iglesia occidental al menos hasta el siglo X. Con el paso del tiempo estas colecciones de nombres llegaron a ser muy largas, lo que dificultaba su recitación en todas las celebraciones eucarísticas. Debido a esto, el sacerdote se limitó a leer sólo los nombres más destacados, haciendo seguir para todos los demás una fórmula colectiva de recomendación a Dios, siendo ésta la forma en que el momento de los muertos ha llegado hasta la actualidad. A pesar de que determinadas misas estuvieran dedicadas a personas concretas, su beneficio se extendía a todos los fieles difuntos. La creencia de que las almas que habían salido de este mundo podían tener necesidad de expiar sus culpas antes de entrar en una situación de serenidad y que se podía ayudar a que la alcanzaran mediante sacrificios y oraciones realizadas por los vivos era algo que contenían ya las religiones precristianas y que fue asumido por el nuevo culto. La oración por los difuntos beneficiaba además al que la realizaba. A la luz de lo expuesto, se puede comprender el rechazo que causaba a la Iglesia la idea sostenida por varias herejías, entre ellas las de los cátaros, de que nada se podía hacer por las almas de los difuntos, pues, según ellos, tras la muerte la elevación a la eterna felicidad o el envío al suplicio eterno sólo dependía de los méritos acumulados durante la vida.

 

Junto a las formas de recuerdo a los muertos aceptadas por la Iglesia se situaban otras procedentes tanto de la tradición romana como de la germana. Ya en el concilio de Braga del año 572 se dice que «no está permitido a los cristianos llevar alimentos a las tumbas de los difuntos ni ofrecer a Dios sacrificios en honor de los muertos». La pervivencia de esta costumbre nos lo demuestra el hecho de que Burchard de Worms, varios siglos después, realice idéntica condena. Los gentiles creían que el alma quedaba en cierta relación con el lugar donde se encontraba el propio cadáver, algo que durante mucho tiempo asumieron los eclesiásticos, pues en caso contrario resulta difícil entender cánones como el del concilio de Elvira, a principios del siglo IV, que ordenaba: «No deben durante el día encenderse en el cementerio cirios porque no se ha de molestar el espíritu de los justos. Aquéllos que no cumplieren estas cosas sean excluidos de la Iglesia». Debido a esta creencia, se difundió la costumbre de dejar a los difuntos el día de su entierro una serie de alimentos. En las cortes de Alcalá de 1348 se dispuso, por ejemplo, que esta ofrenda no superara los diez canastos de pan e idéntica cantidad de cántaras de vino. Esta entrega de alimentos se repetía todos los años durante el mes de febrero, cuando se celebraban los parentalia. La naturaleza de estos actos tenía una doble vertiente. Por un lado, eran actividades piadosas que ayudaban a mantener la comunión entre vivos y difuntos; pero por otro, con estos alimentos se pretendía «calmar» a los muertos e impedir que regresaran para atormentar a los vivos. Esta creencia sobre el control que los muertos podían ejercer sobre los que todavía estaban vivos, y la realización de prácticas para desembarazarse de ellos, era algo muy antiguo que, a pesar de los intentos de la Iglesia por impedirlo, fue asimilado y se mantuvo con gran fuerza entre los cristianos. Para alejar a los fieles de estas prácticas se instituyó la fiesta de la cátedra de San Pedro, localizada el veintidós de febrero, mes en el que ya se ha señalado que se celebraban los parentalia o cara cognatio. Este esfuerzo por cristianizar la práctica pagana permaneció mucho tiempo sin resultados. El segundo concilio de Tours, del año 527, lamentaba que muchos fieles en la festividad de la cátedra de San Pedro al volver a su casa tras haber asistido a las ceremonias religiosas fueran a los cementerios para ofrecer libaciones y alimentos a los muertos. Cesáreo de Arles ironizaba sobre el uso de llevar viandas a los sepulcros como sí los difuntos tuviesen la necesidad de carne y vino, suplicando a sus fieles que se abstuvieran de caer en ese error. Debido al rechazo de la Iglesia, estos sacrificios a los muertos solían efectuarse por la noche, acompañados de carmina diabólica, unos cánticos «no sólo ajenos a la religión cristiana, sino también contrarios a la naturaleza humana».

 

Si la oración por los muertos se remontaba en el cristianismo a sus mismos orígenes, la conmemoración colectiva de los fieles difuntos no cobró verdadera entidad hasta el siglo XI con San Odilón, abad de Cluny, entre el 994 y el 1048. Este monje, al fijar el dos de noviembre la fiesta de los difuntos, unió la nueva celebración con la de Todos los Santos que ya se conmemoraba ese día. Este recuerdo de los fieles difuntos tuvo inicialmente un carácter monástico, pero se extendió muy rápidamente, asentándose entre las celebraciones litúrgicas de la cristiandad occidental. La Iglesia perseguía con gran dureza a todo tipo de magos y encantadores. Entre ellos se podía destacar a los que se valían de los muertos para realizar sus hechizos o utilizaban sus artes para convocarlos: Sollicitant animas mortis iam lege quietas / cantibus infaustis herbis atque arte nefanda / et responso petunt tenebris de voce sepulcritó.

 

Para Hugo de San Víctor había cinco tipos de magia, necromantiam, geomantiam, hydromantiam, aeromantiam et pyromantiam, prima fit in mortuis, secunda in térra, tertia in aqua, quarta in aere el quinta in igne. Los que practicaban la necromancia, sunt quorum praecantationibus videtur resuscitati mortui divinare et ad interrógala responderé. Los eclesiásticos nunca aceptaron estos encantadores y prescribieron, con el apoyo del poder civil, graves penas espirituales y temporales para ellos y para los que usaran de sus servicios. A veces, como nos revela un canon del decimoséptimo concilio de Toledo del año 694, las acciones mágicas entorno a los muertos no tenían raíces paganas sino claramente cristianas: «De aquéllos que malévolamente se atreven a celebrar misa de difuntos por los vivos. Pues llegan a celebrar con falsa intención la misa destinada al descanso de los difuntos por los que aún viven, no por otro motivo sino para que aquél por el cual ha sido ofrecido el tal sacrificio in curra en trance de muerte y de perdición por la eficacia de la misma sacrosanta oblación. Y lo que ha sido dado a todos como remedio saludable éstos piden, con instinto perverso, que se convierta para algunos en ruina».

 

Los cuidados por las almas de los difuntos se extendían también a sus cuerpos y a sus sepulcros. Muchas culturas precristianas consideraban que la sepultura de un cuerpo era condición imprescindible para conseguir un pacífico reposo en el más allá. Si el cadáver había permanecido insepulto, o peor todavía, si sus restos habían sido destruidos dispersados, se creía que el alma quedaba condenada a vagar eternamente sin esperanza y sin reposo. Estas concepciones pasaron, con alguna modificación, al cristianismo. Así, por ejemplo, se pensaba que la destrucción del cadáver o su dispersión hacía imposible la resurrección final. Esta creencia la aprovecharon los enemigos de la nueva religión durante los primeros siglos, multiplicando los rigores contra los destrozados cadáveres de los mártires, abandonándolos a las fieras y a las aves de rapiña, precipitándolos en las aguas o quemándolos y dispersando las cenizas. El respeto que los cristianos mostraban hacia los cuerpos de los difuntos se basaba también en que éstos habían sido instrumentos con los que Dios había hecho obras buenas: Qui facit exsequias mortuorum ob amorem illius facit, qui promisit corpora resurrectura: Ñeque enim contemnenda sunt et abiicienda corpora defunctorum, máxime fidelium, quibus tanquam organis et vasis ad omnia opera bona usus est Spiritus Sanctus *°.

 

La Iglesia también consideró los sepulcros como inviolables, ya que expulsar a alguien de su tumba sería tan cruel como echar a una persona de su propia casa. Las condenas a los que, por un motivo u otro, se atrevían a violar un sepulcro eran tajantes: Nec quisquam ossa cuiuslibet mortui de sepulcro sito encere, aut sepulturam cuiusquam temera rio ausu quoquo modo violet, sed unumquemque in lóculo sibi a Deo parato atque concesso adventum sui iudicis praestolarí concedat; máxime cum non solum divina leges, sed etiam et humanae, apud humanam rempublicam sepulcrorum violatores reos monis diiudicent. Tres eran los motivos principales que podían llevar a violar un sepulcro. El primero era el de producir daños espirituales; no resultaba demasiado raro que con ocasión de campañas militares o revueltas se quebraran los sepulcros con la única intención de ocasionar unos daños casi irreparables en la moral del adversario. El segundo era el robo, algo comprensible pues, como ya se ha visto, los grandes personajes solían ser enterrados con ropas lujosas, joyas y otros objetos de valor. El tercero era la necrofilia, como deja entrever un canon del concilio de Elvira a principios del siglo IV: «Se prohibe que las mujeres velen en los cementerios por que muchas veces bajo el pretexto de la oración se cometen ocultamente graves delitos». A estos tres grandes motivos podríamos añadir otro, menos frecuente, que sería la violación de sepulcros para realizar con los cuerpos determinados ritos mágicos.

 

LOS USOS FUNERARIOS EN LA ALTA EDAD MEDIA. TRADICIÓN CRISTIANA Y REMINISCENCIAS PAGANAS ' Bonifacio Bartolomé Herrero

http://gabinetedcuriosidades.blogspot.com/2010/10/el-culto-los-muertos-en-la-alta-edad.html


 

EL OFICIO DE DIFUNTOS EN LA EDAD MEDIA. LA LITURGIA FUNERARIA EN DOS CÓDICES MONÁSTICOS DEL ARCHIVO GENERAL DE NAVARRA

https://www.musicaantigua.com/gemitus-mortis-piezas-del-oficio-de-difuntos-2/

Uno de los aspectos de la historia e historiografía de la muerte que menos eco ha tenido en este ámbito de investigación es la liturgia funeraria durante la Edad Media. Por ello, este artículo propone el estudio de la estructura y composición del modelo canónico del Oficio de difuntos, a partir de dos códices de procedencia navarra, con el objeto de comprender la cobertura eclesiástica desplegada durante y después de los funerales. De esta forma, podremos acercarnos a la parte canónica del ritual de acompañamiento a los muertos, en la que la comunidad cristiana de los vivos evocaba, a través de las oraciones, el más importante de sus dogmas: la esperanza de la resurrección.

Desde época muy temprana, la Iglesia se preocupó por establecer una cobertura ceremonial respecto al momento de la muerte.1 De hecho, con anterioridad al deceso y a la intervención específica de la memoria funeraria de patronaje litúrgico, se fueron formalizando un conjunto de ritos que trascendieron la dimensión familiar y doméstica.2 Los vivos, de esta forma, se volcaban en sus muertos, continuando diferentes costumbres, tanto paganas —asimiladas ya desde los primeros tiempos del cristianismo— como otras surgidas de la propia doctrina de la iglesia, que fueron evolucionando a lo largo de las centurias y se integraron en la ortodoxia oficial.3 Así, los difuntos pasaron a ser el centro de atención de las actitudes y gestos de la comunidad de vivos ante esta realidad trascendental.4

Hasta la fecha, y dentro del panorama historiográfico de la historia de la muerte, resulta escasa la atención que se ha prestado a una fuente litúrgica concreta de gran valor, como es el Oficio de difuntos.5 No obstante, existen estudios significativos sobre el ordo defunctorum, esto es el ritual completo de acompañamiento al difunto en los momentos anteriores y posteriores al deceso, así como su proceso evolutivo a lo largo del medievo. Destacan los trabajos, por ejemplo, de M. Righetti. D. Sicard o F. S. Paxton, que han puesto de relieve la gestación del ritual y de la liturgia eclesiástica en torno a los muertos. Incluso, este último autor ha realizado una edición crítica de un texto De obitu fratris, et sepultura del Ordo Cluniacensis (finales del s. XI).6

Si bien el ritual funerario presenta una unidad protocolaria e ideológica de atención, cuidado y protección secuencial del enfermo, agonizante y fallecido con actuaciones y oraciones, el oficio de difuntos representa el conjunto de plegarias que pasaron a rezar las comunidades religiosas en memoria de sus difuntos durante determinados momentos del año.7 De modo que, independientemente de si hubiera habido o no un fallecimiento, se conformó un corpus de preces orientado a rogar por los muertos, que sería incorporado, a partir del siglo VII a la liturgia canónica.8

El Archivo Real y General de Navarra, situado en Pamplona, alberga una sección de Códices y Cartularios, cuyos volúmenes proceden de los diferentes archivos monásticos navarros desamortizados a raíz de las leyes de 1835 del ministro de Hacienda Juan Álvarez Mendizábal. Los fondos eclesiásticos son muy desiguales y variados, si bien mantienen cierta homogeneidad ya que se corresponden, mayoritariamente, con los lotes archivísticos de los monasterios de tradición benedictina y cisterciense de San Salvador de Leire, Santa María de Irache, Santa María de la Oliva, Santa María de Fitero, Santa María de Iranzu, San Salvador de Urdax y Santa María de la Caridad de Tulebras, y a una parte de la colección de Santa María de Roncesvalles.

Dentro de ese legado documental y codicológico, cabe subrayar el conjunto de volúmenes litúrgicos y bíblicos, compuesto por leccionarios, misales, calendarios litúrgicos y libros de oraciones.9 En el marco de este estudio, destacan dos manuscritos litúrgicos, los números 9 y 10, en cuyos folios finales figura —aunque incompleto—, el officium defunctorum, seguido y recitado en una comunidad de monjes, probablemente benedictinos.10 El texto, sin lugar a dudas, ilustra la cobertura desplegada para la atención espiritual, primero del moribundo y después del difunto, tanto intra claustro como para la asistencia de cualquier fiel.

El compendio de oraciones y plegarias escritas, transmitidas al calor de estas instituciones regulares, estaban concebidas para ser recitadas por los miembros de las comunidades religiosas. Debe recordarse que, a partir del siglo VIII, la oración por los difuntos entró a formar parte del oficio monástico o la disciplina de las Horas. De igual manera, el Oficio de difuntos reglamentado y compuesto por diferentes oraciones, salmos y textos bíblicos, recitado regularmente en las congregaciones, pasó a difundirse, a lo largo del siglo IX, por todos los cenobios benedictinos del Occidente Europeo.11

Las preces ante Dios —como ya advirtió San Agustín—12 ofrecían, en síntesis, los puntos de apoyo para la esperanza cristiana en el más allá y manifestaban el valor de la fe ante la caducidad de la vida y la fragilidad humana. De manera que esta pieza, el Oficio de difuntos, inserta en la liturgia de la Iglesia, codificó la plegaria de los vivos por la salvación de las almas, por lo que su estudio se convierte en un elemento de gran interés.

En esta ocasión, partiendo del modelo canónico de Oficio de difuntos, se pretende dar a conocer los corpora textuales de dos códices bajomedievales de procedencia navarra con la intención de desentrañar cómo era su estructura y su composición. Además de que se señalarán también las singularidades propias de los textos que, curiosamente, vienen acompañados de otras prácticas asociadas a la muerte como la administración de los últimos sacramentos y la relación de oraciones para la recomendación del alma.13

La intercesión por los difuntos: cura animarum

La oración por los muertos fue la raíz del Oficio de difuntos. Las Sagradas Escrituras revelan el origen y la causa de la muerte además de su dramatismo, aunque contraponen la esperanza de la resurrección con la victoria definitiva de Jesucristo, transformando la muerte en un principio de la vida nueva.

La Iglesia, ya desde la enfermedad y, sobre todo, momentos antes de la muerte, salía al encuentro del hombre con los sacramentos preparatorios, como así revelan los rituales funerarios.14 La piedad con los difuntos se convertía en algo más que una mera atención caritativa en el momento de la agonía y el deceso. De este modo, y dentro de un contexto religioso, la asistencia desplegada ante los fallecidos se encauzó a través de las oraciones que recitaban los vivos en tres momentos.15 El primero de ellos, tenía lugar en la casa o comunidad religiosa, durante y después de la administración de los sacramentos preparatorios;16 el segundo, quedaba formalizado en el templo, a través de las celebraciones eucarísticas;17 y el tercero, en la sepultura en el momento del sepelio.18

El consuelo y dolor de los vivos, expresión temporal de una realidad divina como era la Comunión de los Santos quedaban satisfechos a través de esta relación con los muertos, quienes a su vez desde el más allá se preocupaban de los asuntos terrenos.19 San Agustín de Hipona, ante las consultas realizadas por el obispo Paulino de Nola, acabó por escribir De cura pro mortuis gerenda, obra en la que afirmaba esa relación a dos bandas así como el socorro concreto de los mártires, intercesores directos ante la justicia divina.20 Los escritos apostólicos y la tradición eclesiástica y litúrgica de la primitiva Iglesia atestiguan la oración de los vivos por los muertos, siendo en el siglo IV cuando la oración por los difuntos aparece en el cuadro litúrgico de la Misa.21 Igualmente se documenta la práctica de vigilias la noche anterior al enterramiento, durante las cuales se recitaban lecturas bíblicas y salmos.22

De entre todos los libros de las Sagradas Escrituras, el Salterio tuvo desde la antigüedad una importancia especial. La Iglesia y sus primeros Santos Padres consideraron que las oraciones de este compendio no sólo estaban inspiradas por el Creador, sino que también tenían un contenido cristológico, ya que eran la expresión más fiel de la oración del hijo de Dios. Además, los salmos, por la universalidad de los sentimientos que expresaban, eran aptos para encontrar y acoger diferentes interpretaciones a la hora de adorar y alabar al Señor.23 Se explica así la costumbre de estudiar y recitarlos entre las primeras comunidades cristianas.

La práctica de pronunciar todo el Salterio durante la vigilia de los muertos fue característica de los monasterios benedictinos ya desde el siglo VI, a tenor de los testimonios de Fulda o San Gall. Pero, dado que su lectura completa presentaba inconvenientes, fue sustituida paulatinamente por las letanías de los santos o los siete salmos penitenciales que formarían el núcleo de la Commendatio animae, fórmula litúrgica de sufragio por los difuntos24 y que se rezaba al volver del cementerio, habitualmente arrodillados en el oratorio:

Postea dicantur. VII. specialis psalmi a fratribus in oratorio prostratis.25

Requiem eternam dona eis/ei, Domine. [Et lux perpetua luceat eis].

Pater noster. Et ne nos [inducas in tentacionem. Sed libera nos a malo].

Non intres in iudicum cum seruo/seruis tuo/tuis, Domine.

A porta inferi. [Erue, Domine, animam/animas eius/ eorum/earum]. Domine exaudi oracionem meam. [Et clamor meus ad te veniat].

Dominus uobiscum. [Et cum spiritu tuo].

Oratio. Oremus. Satisffaciat tibi, quesumus, Domine Deus noster, pro animabus fratris/fratrum nostri/nostrorum [al margen: sororis nostre], beatissime Dei genitricis Marie et sanctissimi confessoris tui Benedicti et beati Bernardi, omniumque sanctorum tuorum oratio, et presentis familie humilis supplicatio; et peccatorum omnium ueniam quam precamur obtineat/obtineant nec eum/eos paciaris cruciari gehennalibus flammis, quem/quos filii tui Domini nostri Ihesu Christi precioso sanguine redemisti. Qui tecum et cum Spiritu Sancto uiuit et regnat Deus per omnia secula seculorum. Amen.

Dominus uobiscum. [Et cum spiritu tuo]. Requiescat/requiescant in pace. Amen.

El conjunto de lecturas y salmos que se recitaban ante los muertos, en las vigilias previas a la sepultura, durante los primeros tiempos del cristianismo y, poco después en el ordo romano, acabaron por formar en los núcleos monásticos, en torno al siglo VIII, el Oficio de difuntos; un compendio perfectamente estructurado en vísperas, maitines y laudes.26 Más tarde, y a partir del siglo XI, acabaría convirtiéndose en la oración oficial de la Iglesia a favor de los difuntos, siendo recitada como preámbulo de la misa funeral y el sepelio en todos los ámbitos de la comunidad de fieles cristianos.

La doctrina de la Iglesia preveía, por tanto, una cobertura litúrgica, divina officia, para el hombre que se enfrentaba al fin de sus días.27 Así, se encadenó el Oficio de difuntos con los habituales sacramentos de la confesión, eucaristía —acto salvífico por excelencia— y unción —inicialmente restringido sólo a los clérigos— con la finalidad de preparar material y espiritualmente al hombre para su definitivo y último viaje. De esta forma y en su conjunto, se revivía, a la luz de las oraciones por los difuntos, la simbología del Hijo de Dios antes y en el momento de su muerte; una muerte, por otro lado, gloriosa.28

Las preces de la Iglesia por sus muertos: el oficio de difuntos

El Oficio de difuntos se cantaba, independientemente del oficio canónico del día, siempre que se producía un fallecimiento en la comunidad monástica, y junto al cadáver, es decir, de cuerpo presente. Pero a partir del siglo VIII su recitación se amplió, igualmente, a la liturgia canónica siendo de obligada celebración el primer día libre del mes, o bien cada lunes de la semana; además del dos de noviembre, que era la jornada dedicada a la conmemoración solemne de todos los fieles difuntos. Su origen puede rastrearse en San Isidoro de Sevilla, que en su Regula monachorum determinaba cómo el lunes posterior a Pentecostés debería oficiarse el santo sacrificio pro spiritibus mortuorum, a semejanza de lo que se venía celebrando desde hacía tiempo en Occidente, inspirándose en la liturgia oriental que conmemoraba a los muertos el domingo siguiente a Pentecostés. También en otros establecimientos monásticos se escogían otras fechas señaladas, como la Epifanía o el aniversario del santo fundador de una iglesia, por ejemplo.29

Según se desprende de la antigua liturgia medieval, el Oficio de difuntos, que recogía una serie de oraciones por el alma de los muertos, estaba comprendido por una serie de salmos y fragmentos bíblicos, que fueron variando hasta su fijación, ya en la plena Edad Media.30 Asimismo estas plegarias se organizaban en vísperas, maitines y laudes; estructura que se encuentra recogida en los dos códices navarros que se han estudiado. Aunque únicamente aparezca de forma íntegra en el manuscrito K 9, mientras que en el K 10 faltan algunas de sus secuencias intermedias.

El rezo de las vísperas

A continuación, en las líneas siguientes, se pretende desglosar la composición de las distintas partes que componen esta plegaria a través del manejo conjunto de sendos textos. El Oficio de difuntos comenzaría, por tanto, por el rezo de las vísperas —que se recitaban por la tarde, justo antes del anochecer—, organizadas mediante cinco salmos antifonados31 seguidos por un versículo, el Magnificat con antífona.32 Asimismo, esta estructura conformada por las salmodias 114, 119, 120, 129 y 137 se fijó ya, al parecer, según ha constatado Damien Sicard, a finales del siglo IX o comienzos del siglo X.33

Una parte de los salmos que se recitaban, y más en concreto: Dilexit quoniam (Ps. 114), Dominus regit me (Ps. 22), formaban parte también del ordo defunctorum, ya que se invocaban en el momento en que el alma abandonaba el cuerpo, y tras preparar el cadáver del fallecido, respectivamente.34 No obstante, cabe destacar que todas estas oraciones estaban encauzadas a motivar la esperanza ante un Dios que tendía la mano ante las miserias (Ps. 114), propias de un hombre desvalido y peregrino (Ps. 119), pero esperanzado (Ps. 120 y 129), pues el Señor se fijaba en el humilde (Ps. 137) y en el justo (Ps. 137). De ahí también la alusión al verso del Apoc. 14, 13: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor.

[f. 90v°] Incipit officium defunctorum.35

A[ntiphona] ad v[espera]s s[uper] p[salmos] Placebo Domino in regione uiuorum.36

P[salmus]. Dilexi, quoniam exaud[iet].37

A[ntiphona]. Heu me quia incolatus meus prolongatus est.38

P[salmus]. Ad Dominum cum tribula[uer].39

A[ntiphona]. Dominus custodit te ab omni malo; custodiat animam tuam Dominus.40

P[salmus]. Leuaui occulos.41

A[ntiphona]. Si iniquitates obseruaueris, Domine, Domine, quis sustinebit?.42

P[salmus]. De profundis.43

A[ntiphona]. Opera manuum tuarum, Domine, ne despicias.44

P[salmus]. Confitebor.45

*Ad Magnificat antiphona: Audiui uocem de celo dicentem: Beati mortui qui in Domino moriuntur.46

Magnificat anima.47

Pater noster. R[esponsum]. Lauda, anima mea Dominum.48

Así como el Kirie:

Dicto: “Credo in unum” bis uel ter, si adhuc superuiuerit dicatur letania.49

Kirie eleison.

Christe eleison.

Christe audi nos.

Pater de celis Deus, miserere ei.

Fili redemptor mundi Deus, miserere ei.

Spiritus Sancte Deus, miserere ei.

Sancta Trinitas unus Deus, miserere ei.

Sacta Maria, ora pro eo.

Sancta Dei genitrix, ora pro eo.

Sancta Uirgo uirginum, ora pro eo.

Sancte Michael, ora pro eo.

Este ramillete de preces, envueltas por los cinco salmos principales, manifestaba las expectativas del pueblo de Dios, colocando al hombre en una situación de inferioridad con respecto a su creador, pero también bajo su eterna misericordia.50 De ahí que esta salmodia represente con especial intensidad la visión, por parte de los mortales, del acontecimiento más importante de su existencia: el fin de sus días terrenos y el paso hacia una nueva vida. Los testamentos medievales —uno de los testimonios más elocuentes del momento—,51 así lo reflejan y recogen, pues mujeres y hombres de distinta naturaleza desplegaron sus creencias ante dicha realidad, consignándolas por escrito. De un lado se sabían de la mano de Dios, pero al mismo tiempo fomentaban todo tipo de actuaciones para unirse al sacrificio de Cristo, único acto redentor y camino de salvación. Por ello encargaban oraciones, misas y se volcaban en la atención con los más necesitados en sus últimas mandas protocolarias.52

Los maitines

Por otro lado, y volviendo al corpus analizado, la ordenación de estos manuscritos presenta una singularidad, ya que entre el Magnificat de las vísperas y el Kirie, el último texto que se recoge, se inserta el Oficio divino de maitines, que es la primera de las horas canónicas, rezada al amanecer. Esta parte está formada, asimismo, por tres nocturnos, que son cada una de las partes del oficio, y a su vez se componen de antífonas, salmos y lecciones.

Los tres nocturnos, o vigilias, comenzaban directamente, sin invitatorio, siendo cantados en cada uno de ellos, primero tres salmos antifonados —esto es, salmo seguido de su correspondiente antífona—, después tres lecciones tomadas del libro de Job —componiendo un total de nueve— y finalmente, tras cada una de ellas, era recitado un responsorio, también tomado del mismo libro.53 Al igual que las vísperas, la ordenación de los salmos y la introducción de los fragmentos de las lecciones de los nocturnos siguen los modelos de los ordines romanos, presentes en distintos manuscritos altomedievales (fines s. IX-comienzos s. x).54

In primo nocturno.55

Antiphona. Dirige, Domine Deus meus in conspectu tuo uiam meam.56

Psalmus. Uerba mea.57

Antiphona. Conuertere, Domine, et eripe animam meam quoniam non est in morte qui memor sit tui.58

Psalmus. Domine, ne in furore tuo.59

Antiphona. Nequando rapiat ut leo animam meam, dum non est qui redimat neque qui saluum faciat.60

Psalmus. Domine Deus meus.61

Versus. Anima mea turbata est ualde, [sed tu, Domine, succurre ei].

Lectio prima. [f. 142rº]

Parce mihi, Domine, nichil enim sunt dies mei. Quid est homo quia magnificas eum, aut quid apponis erga eum cor tuum? Uisitas eum diluculo, et subito probas illum, usque quo non parcis mihi. nec dimittis me ut gluciam saliuam meam? Peccaui. Quid faciam tibi, o custos hominum? Quare posuisti me contrarium tibi, et factus sum mihi metipsi grauis? Cur non tollis peccatum meum, et quare non aufers iniquitatem mea? Ecce nunc in puluere dormiam. et si mane me quesieris non subsistam.62

Responsum. Credo quod redemptor meus uiuit et in nouissimo die de terra surrecturus sum et in carne mea uidebo Deum saluatorem meum, versus Quem uisurus sum ego ipse et non alius et occuli mei conspecturi [sunt] Et in car[ne...].

Lectio secunda

Tedet animam meam uite mee, dimittam aduersum me eloquium meum. Loquar in amaritudine anime mee, dicam Deo: Noli me condempnare. Indica mihi, cur me iudices. Numquid bonum tibi uidetur, si calumpnieris et opprimas me, opus manuum tuarum, et consilium impiorum adiuues? Numquid occuli carnei tibi sunt, aut sicut uidet homo et tu uides? Numquid sicut dies hominis dies tui, et animi tui sicut humana sunt tempora, ut queras iniquitatem meam et peccatum meum scruteris, et scias [f. 142vº] quia nichil impium fecerim cum sit nemo qui de manu tua possit eruere?.63

Responsum. Qui Lazarum resuscitasti a monumento fetidum, tu eis, Domine dona requiem Et locum indulgentie. Versus Requiem eternam dona eis Domine, et locum. [...]

Lectio tercia.

Manus tue fecerunt me et plasmauerunt me totum in circuitu. et sic repente precipias me? Memento, queso, quod sicut lutum feceris me, et in puluerem reduces me. Nonne sicut lac mulsisti me. et sicut caseum me coagulasti? Pelle et carnibus uestisti me, ossibus et neruis compegisti me. Uitam et misericordiam tribuisti michi, et uisitacio tua custodiuit spiritum meum.64

Responsum. Memento mei, Deus, quia uentus est uita mea. Nec aspiciet me uisus hominis. Versus. Et non reuertetur occulus meus ut uideat bona Nec aspici[et]. I

n II nocturno.

A[ntiphona]. In loco Paschue ibi me collocauit.65

Psalmus. Dominus regit me.

66 A[ntiphona]. Delicta iuuentutis me et ignorancias meas ne memineris, Domine.67

Psalmus. Ad te, Domine leua[ui].68

Antiphona. Credo uidere bona Domini in terra uiuentium.69

Psalmus. Dominus illuminatio.70

Versus. Conuertere, Domine, et eripe animam meam.71

Lectio Quarta

Responde mihi. Quantas habeo iniquitates et peccata; scelera mea et delicta ostende mihi. Cur faciem tuam abscondis; et arbitraris me inimicum tuum? Contra folium quod uento rapitur ostendis potenciam tuam; et stipulam siccam prosequeris. Scribis enim [f. 143rº en el margen superior del manuscrito y con otra letra: benedicite omnia opera Domini Domino] contra me amaritudines; et consummere me uis peccatis adolescentie mee. Potuisti in neruo pedem meum; et obseruasti omnes semitas meas et uestigia pedum meorum considerasti. Qui quasi putredo consumendus sum. et quasi uestimentum quod comeditur a tinea.72

Responsum. Heu mihi, Domine, quia peccaui nimis in uita mea; quid faciam miser, ubi fugiam, nisi ad te, Deus meus? miserere mei dum ueneris in nouissimo die. Versus. Anima mea turbata est ualde, sed tu, Domine, sucurre ei. In nouis[simo].

Lectio quinta

Homo natus de muliere, breui uiuens tempore, repletur multis miseriis. Qui qui quasi flos egreditur et conteritur et fugit uelut umbra; et nunquam in eodem statu permanet. Et dignum ducis super huiuscemodi aperire occulos tuos; et aducere eum tecum in iudicium? Quis potest facere mundum de in mundo conceptum semine? Nonne tu qui solus es? Breues dies hominis sunt; numerus mensium eius apud te est. Constituisti terminos eius qui preteriri non poterunt. Recede paululum ab eo, ut quiescat donec optata ueniat, sicut mercennarii, dies eius.73

Responsum. Ne recorderis peccata mea, Domine, Dum ueneris iudicare secundum per ignem. Versus. Non intres in iudicium cum seruis tuis, Domine. Dum.

Lectio sexta

Quis mihi hoc tribuat ut in inferno protegas me. et abscondas me donec pertranseat furor tuus; et constituas mihi tempus in quo recorderis mei? Putasne [f. 143vº] mortuus homo rursum uiuat? Cunctis diebus quibus nunc milito, expecto donec ueniam inmutacio mea. Uocabis me, et ego respondebo tibi; operi manuum tuarum porriges dexteram. Tu quidem gressus meos dinumerasti; sed parce peccatis meis.74

Responsum. Libera me, Domine, de uiis inferni. Qui portas ereas confregisti et uisitasti infernum et dedisti eis lumen ut uiderent te qui erant in penis tenebrarum. Versus Clamantes et dicentes: aduenisti, redemptor noster. Qui portas.

In III nocturno

Antiphona. Complaceat tibi, Domine, ut eruas me, ad adiuuandum me respice.75

Psalmus. Expectans [exspecatui Dominum].76

Antiphona. Sana, Domine, animam meam quia peccaui tibi.77

Psalmus. Beatus qui intelligit.78

Antiphona. Sitibit anima mea ad Deum uiuum; quando ueniam et apparebo ante faciem Domini.79

Psalmus. Quemadmodum [desiderat cervus ad fontes].80

Versus. In memoria eterna erit iustus.81

Lectio Septima

Spiritus meus attenuabitur; dies mei breuiabuntur; et solum mihi superest sepulcrum. Non peccavi; et in amaritudinibus moratur occulus meus. Libera me et pone me iuxta te; et cuiusuis manus pugnet contra me. […] Dies mei transierunt; cogitaciones [m]ee dissipate sunt, torquentes cor meum. Noctem uerterunt in diem; et rursum post tenebras spero lucem. Si sustinuero, infernus domus mea est; et in tenebris straui lectulum meum. Putredini dixi: Pater meus es; mater mea, et soror mea, uermibus. Ubi est ergo nunc prestolacio [f. 144rº] mea? et pacientia mea? Tu es, Domine Deus meus.82

Responsum. Peccante83 me cotidie et non me penitente,84 timor mortis conturbat me. Quia in inferno nulla est redemptio. Miserere mei, Deus, et salua me. Versus. Deus, in nomine tuo saluum me fac et in uirtute tua libera me. Quia.

Lectio octaua

Pelli mee, consumptis carnibus, adhesit os meum; et derelicta sunt tantummodo labia circa dentes meos.

Miseremini mei, miseremini mei, saltem uos, amici mei; quia manus Domini tetigit me. Quare persequimini me sicut Deus, et carnibus meis saturamini? Quis mihi tribuat ut scribantur sermones mei? Quis michi det ut exarentur in libro stilo ferreo, et plumbi lamina; uel celte sculpantur in silice? Scio enim quod redemptor meus uiuit, et in nouissimo die de terra surrecturus sum; et rursum circundabor pelle mea; et in carne mea uidebo Deum, saluatorem meum. Quem uisurus sum ego ipse; et occuli mei conspecturi sunt; et non alius. Reposita est hec spes mea in sinu meo.85

Responsum Domine, secundum actum meum noli me iudicare; nichil dignum in conspectu tuo egi. Ideo deprecor maiestatem tuam ut tu Deus deleas iniquitates meas. Versus. Amplius laua me, Domine, ab iniusticia mea et a delicto meo munda me; tibi soli peccaui. Ideo.

Lectio nouena

Uir fortissimus Judas, […] collatione facta [f. 144vº] duodecim milia dragmas argenti, misit Iherosolimam offerri ea ibi pro peccatis mortuorum, iuste et religiose de resurreccione cogitans. Nisi enim eos qui ceciderant resurrecturos speraret, superfluum uideretur et uanum orare pro mortuis. Et quia considerabat, quod hii qui cum pietate dormicionem acceperant, optimam haberent repositam gratiam. Sancta ergo et salubris est cogitacio pro defunctis exorare, ut a peccatis soluantur.

Responsum. Libera me, Domine, de morte eterna in die illa tremenda Quando celi mouendi sunt et terra. Dum ueneris iudicare seculum per ignem. Versus. Dies illa, dies ire, calamitatis et miserie, dies magna et amara ualde. Quando ce[li]. Versus. Tremens factus sum ego et timeo, dum discussio uenerit atque uentura ira. Dum ue[neris]. Versus. Quid ego miserrimus, quid dicam uel quid faciam, dum nihil boni proferam ante tantum iudicem? Responsum. Libera me, Domine.86

El noveno responsorio se correspondía durante el siglo XI, con Ne recorderis peccata mea pero, posteriormente, fue sustituido por Libera me, Domine que es el que aparece en los manuscritos estudiados —y está reproducido en el párrafo anterior, como ya se ha visto—. R. Rutherford señala que este responsorio, comenzado a aplicarse a partir del siglo XII, está en relación con la acentuación de la solicitud, en las comunidades monásticas, del perdón divino.87

Los nocturnos, como las vísperas, alentaban la confianza de aquellas comunidades monásticas medievales que rezaban, en cierta manera representando las creencias de una buena parte de los hombres de aquella época. Sus oraciones, sus salmos, volvían sobre la idea de un Dios todopoderoso que acudía a la llamada de los justos (Ps. 5, 6, 7, 111) a quienes conducía por el buen camino y protegía (Ps. 22, 24, 26), saciándoles y preservándolos de todo mal (Ps. 39, 40, 41). Además las plegarias estaban acompañadas por fragmentos del libro de Job (Job 7, 10, 13, 14 y 17), capítulo bíblico que contiene el más hondo y desgarrado de los cantos de la humanidad a la esperanza divina. Su ejemplo gestó un modelo cultural de paciencia, perseverancia y, finalmente, de clemencia de un Padre que no se olvidaba nunca de su pueblo.

Laudes

Tras el oficio de maitines se insertó en el códice la denominada primera víspera, que según D. Sicard, formaba parte de las plegarias de laudes, a tenor de los salmos elegidos, así como el canto de Ezequías.88

In I vesperis89

A[ntiphona]. Exultabunt Domino ossa humilitata.90

Psalmus. Miserere mei, Deus.91

Antiphona. Exaudi, Domine, oracionem meam; ad te omnis caro ueniet.92

Psalmus. Te decet.93

Antiphona. Me suscepit dextra tua, Domine.94

Psalmus. Deus, Deus meus.95

Antiphona. Eruisti, Domine, animam meam ne periret.96

Psalmus. Ego dixi. Antiphona. Omnis spiritus laudet Dominum.97

Psalmus. Laud[ate] Dominum de celis.98

Ad Benedictus. Antifona. Ego sum resurrectio et uita qui credit in me etiam si mortuus fuerit uiuet, et omnis qui credit in me, non morietur in eternum. Psalmus. Benedictus Dominus.99 [145 rº.]

Pater noster. [Et ne nos inducas in tentationem. Sed libera nos a malo] Psalmus. De profundis.100

Requiem eternam [dona ei/eis, Domine. Et lux perpetua luceat ei/eis].

A porta inferi. [Erue, Domine, animam/animas eius/ eorum/earum].

Dominus uobiscum. [Et cum spiritu tuo].

Oremus.

Al igual que en el resto de las horas canónicas, los laudes trasmiten esperanza a pesar de la poquedad de un hombre débil por su naturaleza caída (Ps. 50 Miserere), ante un Dios que escucha las plegarias de quien le busca, tendiéndole su mano (Ps. 64,3 y 62,9). Por ello merece la alabanza de todas las criaturas (Ps. 148 y 150), pues ha cargado sobre sus espaldas el peso del pecado (Isaías 38,17).

Otras plegarias funerarias

El oficio de difuntos, fijó, en última instancia, una serie de oraciones diversas en favor de diferentes grupos de difuntos y aplicadas a distintas celebraciones religiosas.

Incipiunt collecte in anniuersariis defunctorum101

Presta, Domine, quesumus, ut anime famulorum tuorum quorum anniuersarium depositionis diem conmemoramus;

indulgentiam pariter et requiem capiant sempiternam. P[er Dominum…]

La oración dominical actuaba como remate y conclusión del Oficio, aunque en el caso del manuscrito K 9 dicha oración ha sido, tal y como se ha comentado anteriormente, un Credo103 y el Kirie. Mientras que en el códice K 10 la oración que culminaba el Oficio de difuntos era el rezo de los siete salmos penitenciales.

Para finalizar, es necesario señalar que, en ambos casos, fueron agregados —se interpolaron en el caso del manuscrito K10 o se añadieron al final del ejemplar K 9— otros textos de carácter litúrgico. En concreto, un breve ordo defunctorum, que tenía por objeto la preparación previa a la muerte de los miembros de la comunidad. Dichos añadidos recogían la forma de acompañar al moribundo y de aplicar los sacramentos en el momento de la agonía (confesión, unción de enfermos o extremaunción, comunión o eucaristía y recomendación del alma).104 Asimismo, y sólo en el manuscrito K 10, se incluyen las ceremonias y oraciones de la comunidad tras el fallecimiento consistentes en la bendición del cadáver y del sepulcro y en la recitación de plegarias, tanto por el muerto como por el resto de difuntos, que serían celebradas primero en el cementerio y posteriormente en el templo.

Reflexiones finales

El lenguaje de los signos y símbolos de la Edad Media estaba constituido por un complejo y completo universo de elementos capaces de recrear y recoger las imágenes, creencias y vivencias también, lógicamente, en relación a la muerte. La dimensión antropológica y cultural de aquellas centurias estuvo sostenida principalmente por el teocentrismo. El mundo se concebía como una imagen de Dios, creador de la realidad articulada simbólicamente mediante signos materializados en el orden gestual, litúrgico, ritual y artístico de cualquier plano de la existencia. Dichos signos, además, lograban no sólo evocar una realidad trascendente, sino acercar el mundo terrestre y el celeste.

La sociedad medieval otorgó una gran importancia al conjunto de los ritos litúrgicos que acompañaban los últimos y postreros momentos del fin de la vida. El conjunto de intenciones, anhelos y necesidades del hombre quedaban cubiertos y respaldados por la Iglesia que, constituida en mediadora entre Dios y los hombres, supo recoger y modelar, a través de los sacramentos y oficios religiosos, un conjunto de símbolos cercanos y muy representativos para el despliegue de la liturgia, esto es, el lenguaje divino para con los hombres. Por tanto, la liturgia, en su acepción de ecclesiastica officia, codificó las imágenes alegóricas del hombre medieval dando lugar a signos desplegados en el conjunto de la sociedad. De una manera general, se articuló una gran variedad tipológica de símbolos, eficaces en tanto que lograban transmitir conocimientos y programas morales para la vida material y espiritual de la comunidad humana.

Las experiencias, conocimientos y consideraciones de la muerte que, por ejemplo, transmiten las plegarias del Oficio de difuntos, se integraban simbólicamente en un código de representaciones, como el temor de Dios, la necesidad de purgar el pecado y la fugacidad de la vida. Estas imágenes, propias del paradigma cultural del aquella etapa histórica, compusieron un entramado de analogías capaz de propiciar la adecuación de una serie de mensajes religiosos sobre un variado panorama social. Y, asimismo, se convirtieron en el vehículo idóneo para expresar todo aquello que conformaba las disquisiciones espirituales y vivencias religiosas en torno a la muerte.

El Oficio de difuntos, que acompañaba y daba sentido a la liturgia específicamente sacramental (unción, comunión, misas) se identificaba, en suma, con la cobertura litúrgica preparada en la tradición de la Iglesia en forma de rogativas. Estas preces, asimismo, revelaban la concepción cristiana de la muerte latente en la sociedad medieval, tanto en forma de propuesta eclesiástica como de instrumento idóneo que recogía las creencias de la comunidad de fieles. La difusión de este repertorio a partir del siglo VIII, con oraciones variadas, e inicialmente inscrito en las comunidades religiosas, formalizó el dolor ante la muerte y la confianza cristiana por alcanzar la casa de Dios.105 Y dio lugar a la elaboración de una serie de textos rituales, muchos de los cuales conforman hoy el legado de la cultura medieval.

NOTAS

1 Paxton, F. S. 1990. Christianizing Death: The Creation of a Ritual Process in Early Medieval Europe: 3-5, 19-27, 47-91. Ithaca and London: Cornell University Press. Mattoso, J. 1996. “Os rituais da morte na liturgia hispânica (séculos iv a ix)”, en J. Mattoso (dir.), O Reino dos mortos na Idade Média peninsular: 55-74. Lisboa: Edições João Sá da Costa.

2  Baldó Alcoz, J., García de la Borbolla, A. y Pavón Benito, J. 2005. “Registrar la muerte (1381-1512). Un análisis de testamentos y mandas pías contenidos en los Protocolos Notariales Navarros”. Hispania, LXV/1: 155-226, espec. 166-175. Y Baldó Alcoz, J. 2005. Requiem aeternam. Ritos, actitudes y espacios en torno a la muerte en la Navarra bajomendieval (1234-1512): 204-225. Pamplona: tesis doctoral inédita.

3  Bastos, M. do R. 1996. “Prescrições sinodais sobre o culto dos mortos nos séculos xiii a xvi”, en J. Mattoso (dir.), O Reino dos mortos na Idade Média peninsular: 109-124. Lisboa: Edições João Sá da Costa. Guiance, A. 1998. Los discursos sobre la muerte en la Castilla medieval (siglos VII-XV): 37-48. Valladolid: Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura.

4  Mattoso, J. 1996. “O culto dos mortos no fim do século xi”, en J. Mattoso (dir.), O Reino dos mortos na Idade Média peninsular: 75-85. Lisboa: Edições João Sá da Costa. Lauwers, M. 1997. La Mémoire des ancêtres le souci des morts. Morts, rites et société au Moyen Âge: 88. Paris: Beauchesne.

5 Ottosen, K. 1993. The Responsories and Versicles of the Latin Office of the Dead. Aarhus: Aarhus Universitet Press. El primero de los capítulos analiza un desarrollo histórico del tema “History of the office of the Dead”: 31-49.

6 Paxton, F. S. 2013. The Death ritual at Cluny in the Central Middle Ages. Le rituel de la mort à Cluny au Moyen Âge central, Turnhout: Brepols.

7  Avril, J. 1986. “La paroisse médiévale et la priere pour les morts”, en J.-L. Lemaitre (coord.), L’Église et la mémoire des morts dans la France médiévale. Communications présentées à la table Ronde du C.N.R.S. le 14 juin 1982: 53-68. Paris: Études Augustinennes.

8  Ottosen, K. 1993: 31-49.

9  Martinena, J. J. 1997. Guía del Archivo General de Navarra: 351- 352. Pamplona: Gobierno de Navarra.

10  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices litúrgicos y bíblicos, 9. Libro de oraciones (siglo xiv-xv), f. 141vº-148vº y 10 Libro de oraciones (siglo xv), f. 90vº-103vº. En adelante, K 9 y K 10.

11  Leclercq, J. 1942. “Un ancien recueil de leçons pour les vigiles des défunts”. Révue bénédictine 58: 22-24. 12  Hipona, A. de. 1995. “La piedad con los difuntos”, en T. C. Martín (versión, introducción y notas), Obras completas de San Agustín. XL. Escritos varios (2º): 415-475. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

13  Queremos expresar nuestro más sincero agradecimiento al Dr. Ildefonso Adeva, canónigo de la Catedral de Pamplona y profesor de Teología de la Universidad de Navarra, por ofrecernos su inestimable ayuda y extenso conocimiento sobre la materia a la hora de analizar los textos de los dos códices litúrgicos del Archivo Real y General de Navarra.

14  Paxton, F. S. 1990: 38-39.

15  Baldó, J. 2013. “Ceremonias y espacios funerarios”, en J. Pavón Benito, J. Baldó Alcoz, A. García de la Borbolla, Pamplona y la muerte en el medievo: 74-109. Murcia: Sociedad Española de Estudios Medievales. Y Baldó Alcoz, J. 2014. “La tradición cristiana del culto a los difuntos: sufragios, misas e indulgencias”, en XXIV Semana de Estudios Medievales. Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? De la tierra al cielo: 141-187, espec. 143-146. Nájera: Instituto de Estudios Riojanos.

16  Baldó Alcoz, J., García de la Borbolla, A. y Pavón Benito, J. 2005: 173-177. Baldó Alcoz, J. 2005: 209-225, 256-294. Y Baldó, J. 2013: 74-84, 91-96.

17  Baldó Alcoz, J., García de la Borbolla, A. y Pavón Benito, J. 2005: 205-212. Baldó Alcoz, J. 2005: 294-300. Pavón Benito, J. y García de la Borbolla, A. 2007. Morir en la Edad Media. La muerte en la Navarra medieval: 182-190. Valencia: Universidad de Valencia. Y Baldó, J. 2013:105-108.

18  Baldó Alcoz, J. 2005: 300-306. Y Baldó, J. 2013: 108.

19  Alexandre-Bidon, D. 1998. La Mort au Moyen Âge (XIIIe -XVIe siècle): 109-133. Paris: Hachette.

20  De Hipona, A. 1995: 415-475.

21  Righetti, M. 1955. Historia de la Liturgia. I. Introducción General. El año litúrgico. El breviario, C. Urtasun Irisarri (edic. española): 975-977. Madrid: Editorial Católica.

22  Baldó, J. 2005: 256-265. Baldó, J. 2013: 91-96.

23  Llopis Sarrió, J. 1964. “La Sagrada Escritura. Fuente de inspiración de la liturgia de difuntos del antiguo rito hispánico”. Hispania Sacra 17: 361-380.

24  Righetti, M. 1956. Historia de la Liturgia. II. La Eucaristía. Los sacramentos. Los sacramentales. Índices, C. Urtasun Irisarri (edic. española): 900-904. Madrid: Editorial Católica.

25  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices Litúrgicos y Bíblicos, 10. Libro de Oraciones (siglo xv), f. 99vº. 26  Martimort, A. G., 1983. L´Église en prière: Introduction à la liturgie: 624. Paris: Desclée.

27 Lauwers, M. 1997: 90-100.

28 Baldó, J. 2005: 204-225.

29 Righetti, M. 1955: 982 y 1004-1008.

30 Paxton, F. S. 1990: 201-209.

31 Righetti, M. 1956: 71-76.

32  Righetti, M. 1955: 981.

33  Sicard D. 1978. La liturgie de la mort dans l´église latine des origins à la réforme carolingienne: 154-156. Münster Westfalen: Aschendorff.

34  Paxton, F. S. 1990: 39.

35  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices Litúrgicos y Bíblicos, 10. Libro de Oraciones (siglo xv), f. 90vº. 36  Psalmus (en adelante Ps.) 114,9.

37 Ps. 114.

38 Ps. 119,5.

39 Ps. 119.

40 Ps. 120,7.

41 Ps. 120,1.

42 Ps. 129,3.

43 Ps. 129,1.

44 Ps. 137,8.

45  Ps. 137.

46  Apoc. 14,13.

47  Luc. 1,16.

48  Ps. 145,2.

49  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices Litúrgicos y Bíblicos, 9. Leccionario (siglos xiv-xv), f. 148vº.

50  Paxton, F. S. 1990: 42.

51  Pavón Benito, J. 2014. “La última escritura. La aparición y el desarrollo de la práctica testamental”, en XXIV Semana de Estudios medievales. Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? De la tierra al cielo: 217-237. Nájera: Instituto de Estudios Riojanos.

52  Baldó, J. 2005: 203-209, 256-320, 665-676, 693-729. Baldó Alcoz, J. 2006. “Segunt a mi estado fazer pertenesce. Imagen y memoria de los grupos sociales privilegiados en la Navarra bajomedieval: el cortejo funerario”, en VI Congreso de Historia de Navarra, 19-22 de Septiembre de 2006. Pamplona. Navarra: Memoria e Imagen II: 391-394, Pamplona: Sociedad de Estudios Históricos de Navarra (SEHN). Pavón Benito, J. y García de la Borbolla, A. 2007: 138-150. Baldó, J. 2013: 96-100, 109-116. Y Baldó, J. 2014: 145-147, 155-156.

53  Righetti, M. 1955: 981. Y Righetti, M. 1956: 245-249.

54  Sicard D. 1978: 156-162.

55  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices Litúrgicos y Bíblicos, 9. Leccionario (siglos xiv-xv), f. 141vº-144vº.

56  Ps. 5,9.

57  Ps. 5.

58  Ps. 6,6.

59  Ps. 6.

60 Ps. 7,3.

61 Ps. 7,4.

62 Job 7,16-21.

63 Job 10, 1-7.

64 Job 10, 8-12.

65 Ps. 22, 1.

66 Ps. 22.

67 Ps. 24,7.

68 Ps. 24.

69 Ps. 26,13.

70 Ps. 26.

71 Ps. 6,5.

72 Job 13, 22-28.

73 Job 14, 1-6.

74 Job 14, 13-16.

75 Ps. 39, 14.

76 Ps. 39.

77 Ps. 40, 5.

78 Ps. 40.

79 Ps. 41, 3.

80 Ps. 41.

81  Ps. 111, 7.

83  Peccante] peccantem.

84  Lo mismo que en la nota anterior.

85  Job 19, 20-27.

86  Se repite hasta el versus.

87 Rutherford, R. 1980. The Death of a Christian: The rite of funerals: 61-62. New York: Pueblo Pub. Co.

88  Sicard D. 1978: 163-164.

89  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códices Litúrgicos y Bíblicos, 9. Leccionario (siglos xiv-xv), f. 144vº-145rº.

90  Ps. 50, 10.

91  Ps. 50.

92  Ps. 64,3.

93 Ps. 64.

94 Ps. 62, 9.

95 Ps. 62.

96 Isaias 38, 17.

97 Ps. 150, 6.

98  Ps. 148.

99  Ps. 143.

100  Ps. 129.

101  AGN, Sección Códices y Cartularios, K. Códi ces Litúrgicos y Bíblicos, 9.Leccionario (siglos xiv-xv), f. 145rº-vº.

102  Erultas] sic.

103  Righetti, M. 1956: 256-260.

104  Righetti, M. 1956: 898-899 (asistencia a enfermos); 824-831 (confesión) y 837-838; 879-898 (unción de enfermos, extremaunción); 740 (Eucaristía); 900-904 (recomendación del alma). Adeva Martín, A. 1992. “Cómo se preparaban para la muerte los españoles a finales del siglo xv”. Anuario de Historia de la Iglesia 1: 118-120. Guiance, A. 1998: 48-60. Y Adeva Martín, A. 2002. “Ars bene moriendi. La muerte amiga”, en J. Aurell y J. Pavón (eds.), Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas en la España medieval: 295-360. Pamplona: EUNSA.

105  Sicard D. 1978: 414-418.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Alexandre-Bidon, D. 1998. La Mort au Moyer Age (XIIIe - XVIe siècle). Paris: Hachette.

Adeva Martín, A. 1992. “Cómo se preparaban para la muerte los españoles a finales del siglo XV”. Anuario de Historia de la Iglesia 1: 113-138.

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