El culto a los muertos en la Alta Edad Media
Como es lógico, la primera reacción que
provocaban los difuntos entre los que les rodeaban era la de una profunda
tristeza. La Iglesia no luchaba contra esto, pues era una actitud natural, pero
sí intentaba limitar los excesos. San Agustín asumía el dolor que causaba la
pérdida de un ser querido: «Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural,
en aquellos que los aman... hasta los animales creados para morir huyen de la
muerte y aman la vida, cuánto más el hombre, que de no haber pecado habría sido
creado para vivir sin término. De aquí surge nuestra tristeza cuando nos
abandonan, aunque sabemos que nos preceden por algún tiempo aquéllos a quienes
tenemos que seguir. Sin embargo, la misma muerte de que huye nuestra naturaleza
nos duele y nos contrista». Este mismo autor, no obstante, reducía el llanto
del cristiano conforme a unos principios claros: « ¿Lloras por un difunto?, con
mayor razón debes derramar lágrimas por el pecador, por el impío, por el
infiel, por que está escrito: El luto del
muerto es siete días, más el del impío y el del fatuo dura todos los días de su
vida (Ecle. 22, 13). Por tanto, ¿qué
misericordia cristiana es la tuya que lloras por un cuerpo del que se ausentó
el alma, mientras permaneces insensible ante un alma de la que se ha apartado
Dios?». En todo caso, la tristeza por un difunto debía acabar allí donde
comenzaba la esperanza sobre su destino: Non
debent christiani de mortuis contristari sicut caeteri qui spem non habent.
Dúplex tristitia.
Para los
cristianos existían varias formas de ayudar a las almas de los difuntos. Los
eclesiásticos consideraban que «las almas de los fieles muertos no debían ser
separadas de la Iglesia», y uno de los mejores modos de no hacerlo era incluir
a los difuntos en sus oraciones. A pesar de las modificaciones en la doctrina
sobre la suerte de los muertos y su estado post mortem, la Iglesia sostuvo
constantemente, en la teoría y en la práctica, «que la misa era el medio
soberano para desarmar la justicia de Dios, suavizar tantos dolores y hacer
alentar un halo de refrigerio y de consuelo sobre el ardor del fuego, verdadero
o simbólico, que atormentaba aquellas almas. Ciertamente también otras obras
buenas podían servir de sufragio, pero la misa prevalecía sobre todas». Debido
a esto, durante la Edad Media tuvieron una gran difusión en la Iglesia
occidental las denominadas misas gregorianas, cuya instauración fue atribuida a
San Gregorio, que se celebraban durante treinta días consecutivos y se
consideraban de suma eficacia en relación con los difuntos. La Iglesia aplicó
desde muy temprano el sacrificio de la misa por los difuntos el día de su
sepultura, pero teniendo en cuenta los efectos beneficiosos que esta
celebración procuraba para las almas de los muertos, dispuso que el rito
expiatorio fuese repetido sucesivamente en algunos días ya señalados, que
terminaron siendo el tercero, el séptimo y el trigésimo: Cristo salió del
sepulcro en el tercer día; el hebreo José, para honrar a su padre, mandó a su
muerte un luto de siete días; y Aarón y Moisés fueron llorados por el pueblo
con un luto de treinta jornadas.
Además de estos
recuerdos especiales a los difuntos, existía una serie de nombres de personas
fallecidas, destacadas por la Iglesia y particularmente recomendadas a las
oraciones de los fieles, que debía ser leída en todas las misas, excepto los
domingos y las fiestas. Se trataba de los llamados dípticos de los muertos, cuya lectura pública se mantuvo en la
Iglesia occidental al menos hasta el siglo X. Con el paso del tiempo estas
colecciones de nombres llegaron a ser muy largas, lo que dificultaba su
recitación en todas las celebraciones eucarísticas. Debido a esto, el sacerdote
se limitó a leer sólo los nombres más destacados, haciendo seguir para todos
los demás una fórmula colectiva de recomendación a Dios, siendo ésta la forma
en que el momento de los muertos ha llegado hasta la actualidad. A pesar de que
determinadas misas estuvieran dedicadas a personas concretas, su beneficio se
extendía a todos los fieles difuntos. La creencia de que las almas que habían
salido de este mundo podían tener necesidad de expiar sus culpas antes de entrar
en una situación de serenidad y que se podía ayudar a que la alcanzaran
mediante sacrificios y oraciones realizadas por los vivos era algo que
contenían ya las religiones precristianas y que fue asumido por el nuevo culto.
La oración por los difuntos beneficiaba además al que la realizaba. A la luz de
lo expuesto, se puede comprender el rechazo que causaba a la Iglesia la idea
sostenida por varias herejías, entre ellas las de los cátaros, de que nada se
podía hacer por las almas de los difuntos, pues, según ellos, tras la muerte la
elevación a la eterna felicidad o el envío al suplicio eterno sólo dependía de
los méritos acumulados durante la vida.
Junto a las formas
de recuerdo a los muertos aceptadas por la Iglesia se situaban otras
procedentes tanto de la tradición romana como de la germana. Ya en el concilio
de Braga del año 572 se dice que «no está permitido a los cristianos llevar
alimentos a las tumbas de los difuntos ni ofrecer a Dios sacrificios en honor
de los muertos». La pervivencia de esta costumbre nos lo demuestra el hecho
de que Burchard de Worms, varios siglos después, realice idéntica condena. Los
gentiles creían que el alma quedaba en cierta relación con el lugar donde se
encontraba el propio cadáver, algo que durante mucho tiempo asumieron los
eclesiásticos, pues en caso contrario resulta difícil entender cánones como el
del concilio de Elvira, a principios del siglo IV, que ordenaba: «No deben
durante el día encenderse en el cementerio cirios porque no se ha de molestar
el espíritu de los justos. Aquéllos que no cumplieren estas cosas sean
excluidos de la Iglesia». Debido a esta creencia, se difundió la costumbre
de dejar a los difuntos el día de su entierro una serie de alimentos. En las
cortes de Alcalá de 1348 se dispuso, por ejemplo, que esta ofrenda no superara
los diez canastos de pan e idéntica cantidad de cántaras de vino. Esta entrega
de alimentos se repetía todos los años durante el mes de febrero, cuando se
celebraban los parentalia. La
naturaleza de estos actos tenía una doble vertiente. Por un lado, eran
actividades piadosas que ayudaban a mantener la comunión entre vivos y
difuntos; pero por otro, con estos alimentos se pretendía «calmar» a los
muertos e impedir que regresaran para atormentar a los vivos. Esta creencia sobre
el control que los muertos podían ejercer sobre los que todavía estaban vivos,
y la realización de prácticas para desembarazarse de ellos, era algo muy
antiguo que, a pesar de los intentos de la Iglesia por impedirlo, fue asimilado
y se mantuvo con gran fuerza entre los cristianos. Para alejar a los fieles de
estas prácticas se instituyó la fiesta de la cátedra de San Pedro, localizada
el veintidós de febrero, mes en el que ya se ha señalado que se celebraban los parentalia o cara cognatio. Este
esfuerzo por cristianizar la práctica pagana permaneció mucho tiempo sin
resultados. El segundo concilio de Tours, del año 527, lamentaba que muchos
fieles en la festividad de la cátedra de San Pedro al volver a su casa tras
haber asistido a las ceremonias religiosas fueran a los cementerios para
ofrecer libaciones y alimentos a los muertos. Cesáreo de Arles ironizaba sobre
el uso de llevar viandas a los sepulcros como sí los difuntos tuviesen la
necesidad de carne y vino, suplicando a sus fieles que se abstuvieran de caer
en ese error. Debido al rechazo de la Iglesia, estos sacrificios a los muertos
solían efectuarse por la noche, acompañados de carmina diabólica, unos cánticos «no sólo ajenos a la religión
cristiana, sino también contrarios a la naturaleza humana».
Si la oración por
los muertos se remontaba en el cristianismo a sus mismos orígenes, la
conmemoración colectiva de los fieles difuntos no cobró verdadera entidad hasta
el siglo XI con San Odilón, abad de Cluny, entre el 994 y el 1048. Este monje,
al fijar el dos de noviembre la fiesta de los difuntos, unió la nueva
celebración con la de Todos los Santos que ya se conmemoraba ese día. Este
recuerdo de los fieles difuntos tuvo inicialmente un carácter monástico, pero
se extendió muy rápidamente, asentándose entre las celebraciones litúrgicas de
la cristiandad occidental. La Iglesia perseguía con gran dureza a todo tipo de
magos y encantadores. Entre ellos se podía destacar a los que se valían de los
muertos para realizar sus hechizos o utilizaban sus artes para convocarlos: Sollicitant animas mortis iam lege quietas /
cantibus infaustis herbis atque arte nefanda / et responso petunt tenebris de
voce sepulcritó.
Para Hugo de San
Víctor había cinco tipos de magia, necromantiam, geomantiam, hydromantiam,
aeromantiam et pyromantiam, prima fit in mortuis, secunda in térra, tertia in
aqua, quarta in aere el quinta in igne. Los que practicaban la necromancia,
sunt quorum praecantationibus videtur resuscitati mortui divinare et ad
interrógala responderé. Los eclesiásticos nunca aceptaron estos encantadores y
prescribieron, con el apoyo del poder civil, graves penas espirituales y
temporales para ellos y para los que usaran de sus servicios. A veces, como nos
revela un canon del decimoséptimo concilio de Toledo del año 694, las acciones
mágicas entorno a los muertos no tenían raíces paganas sino claramente
cristianas: «De aquéllos que malévolamente se atreven a celebrar misa de
difuntos por los vivos. Pues llegan a celebrar con falsa intención la misa
destinada al descanso de los difuntos por los que aún viven, no por otro motivo
sino para que aquél por el cual ha sido ofrecido el tal sacrificio in curra en
trance de muerte y de perdición por la eficacia de la misma sacrosanta
oblación. Y lo que ha sido dado a todos como remedio saludable éstos piden, con
instinto perverso, que se convierta para algunos en ruina».
Los cuidados por
las almas de los difuntos se extendían también a sus cuerpos y a sus sepulcros.
Muchas culturas precristianas consideraban que la sepultura de un cuerpo era
condición imprescindible para conseguir un pacífico reposo en el más allá. Si
el cadáver había permanecido insepulto, o peor todavía, si sus restos habían
sido destruidos dispersados, se creía que el alma quedaba condenada a vagar
eternamente sin esperanza y sin reposo. Estas concepciones pasaron, con alguna
modificación, al cristianismo. Así, por ejemplo, se pensaba que la destrucción del cadáver o su dispersión
hacía imposible la resurrección final. Esta creencia la aprovecharon los
enemigos de la nueva religión durante los primeros siglos, multiplicando los
rigores contra los destrozados cadáveres de los mártires, abandonándolos a las
fieras y a las aves de rapiña, precipitándolos en las aguas o quemándolos y
dispersando las cenizas. El respeto que los cristianos mostraban hacia los
cuerpos de los difuntos se basaba también en que éstos habían sido instrumentos
con los que Dios había hecho obras buenas: Qui
facit exsequias mortuorum ob amorem illius facit, qui promisit corpora
resurrectura: Ñeque enim contemnenda sunt et abiicienda corpora defunctorum,
máxime fidelium, quibus tanquam organis et vasis ad omnia opera bona usus est
Spiritus Sanctus *°.
La Iglesia también
consideró los sepulcros como inviolables, ya que expulsar a alguien de su tumba
sería tan cruel como echar a una persona de su propia casa. Las condenas a los
que, por un motivo u otro, se atrevían a violar un sepulcro eran tajantes: Nec quisquam ossa cuiuslibet mortui de
sepulcro sito encere, aut sepulturam cuiusquam temera rio ausu quoquo modo
violet, sed unumquemque in lóculo sibi a Deo parato atque concesso adventum sui
iudicis praestolarí concedat; máxime cum non solum divina leges, sed etiam et
humanae, apud humanam rempublicam sepulcrorum violatores reos monis diiudicent.
Tres eran los motivos principales que podían llevar a violar un sepulcro. El
primero era el de producir daños espirituales; no resultaba demasiado raro que
con ocasión de campañas militares o revueltas se quebraran los sepulcros con la
única intención de ocasionar unos daños casi irreparables en la moral del
adversario. El segundo era el robo, algo comprensible pues, como ya se ha
visto, los grandes personajes solían ser enterrados con ropas lujosas, joyas y
otros objetos de valor. El tercero era la necrofilia, como deja entrever un
canon del concilio de Elvira a principios del siglo IV: «Se prohibe que las mujeres velen en los cementerios por que muchas
veces bajo el pretexto de la oración se cometen ocultamente graves delitos».
A estos tres grandes motivos podríamos añadir otro, menos frecuente, que sería
la violación de sepulcros para realizar con los cuerpos determinados ritos
mágicos.
http://gabinetedcuriosidades.blogspot.com/2010/10/el-culto-los-muertos-en-la-alta-edad.html
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