miércoles, 28 de noviembre de 2018


LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN MÉXICO EN EL SIGLO XIX

PRESENTACIÓN

A principios de los años setenta, los historiadores de México que pensaban acercarse a la historia de la educación con una lente innovadora tenían en su haber dos legados, uno que provenía del erudito historiador Joaquín García Icazbalceta y se remontaba a finales del siglo XIX y otro de los años cuarenta, proveniente de 1) etnólogos y antropólogos (Boas, Redfield, Gamio, Mendizábal) que buscaron aplicar conceptos sociológicos a los datos históricos, y 2) la filosofía historicista que se había dedicado a explorar la historia de las ideas y la vida de las instituciones coloniales desde un doble punto de vista, su especificidad jurídica y su funcionalidad social, política y económica.

Sin embargo, fue en el campo de la sociología y las ciencias políticas donde comenzó a emerger la historiografía crítica de la educación, mientras -por otra parte- la universidad pública mexicana experimentaba un importante aumento demográfico, que  condujo al surgimiento de la profesión académica.
Una década más tarde, en los ochenta, la historia de la educación se convirtió en un campo de trabajo cultivado por un grupo heterogéneo de profesionales (filósofos, analistas políticos, pedagogos, químicos, antropólogos, abogados, sociólogos, economistas, psicólogos sociales, contadores públicos, etc.), influido de manera muy diversa por los desarrollos disciplinares de Europa y los Estados Unidos, a más de las inquietudes que manifestará la historiografía crítica de la educación.


 
En esta medida, la historiografía tradicional de la educación centrada en la historia de: 1) las ideas y los pensadores preocupados por la educación; 2) las instituciones y los sistemas educativos en cuyo marco se habían puesto en práctica o desviado ciertos principios y, 3) la legislación y las políticas públicas que habían favorecido o mermado el desarrollo de las acciones -fundamentalmente estatales- en materia educativa, experimentó un lento tránsito hacia nuevos temas, problemas y enfoques. Las cuestiones de quienes accedieron a la educación, cómo enseñaron los maestros y qué aprendieron los alumnos o cómo la institución escolar se relacionó con las estructuras más profundas y permanentes de la sociedad y la cultura -entre otras preguntas- le dieron sentido a una nueva forma de hacer historia, denominada, para diferenciarla de la anterior, historia social de la educación.

Hoy en nuestro país hay más de 25 instituciones que investigan o enseñan historia de la educación. Esto nos muestra su importancia, aunque quienes se dediquen a ella conformen un contingente con distintas trayectorias personales y posiciones desiguales en el establishment académico.

La vitalidad del campo, sin embargo, no nos remite a la educación superior; la mayoría del cuerpo académico se ocupa de investigar o enseñar historia de la educación básica. Con excepción del Centro de Estudios sobre la Universidad, en ninguna otra parte del país hay un equipo de trabajo para impulsar la realización de investigaciones sobre la Universidad en todas las "facetas y elementos que constituyen su experiencia, su situación actual y su perspectiva. A lo más, existen esfuerzos individuales que en cierto modo son apoyados institucionalmente, sobre todo cuando se avecina algún aniversario digno de memoria, hay el interés de respaldar la hechura de una tesis o surge algún proyecto temporal de investigación. De hecho, varios de los trabajos que han profundizado en el acontecer de la educación superior mexicana son tesis de grado.

Frente a una visión uniforme del desarrollo de la educación superior -que suponía la permanente influencia del centro del país en los destinos educativos estatales-, ha comenzado a surgir un mundo mucho más complejo; el problema es que hoy sabemos más de ciertos procesos e instituciones, pero ignoramos la mayor parte del acontecer educativo mexicano; cuestiones como los de la periodización, el estudio de nuevos actores, el uso de nuevas fuentes o la historia de la vida cotidiana en los establecimientos apenas empiezan a tocarse .
El presente artículo se propone mostrar de manera sucinta la idea de educación superior que privó en México durante el siglo XIX y los niveles educativos en que ésta fue dividida. Su base es la producción bibliográfica regional a que tuve acceso.

 EL CONCEPTO DE EDUCACIÓN SUPERIOR


Durante la época colonial los estudios menores o de "primeras letras" se impartieron en la casa del alumno con algún maestro contratado ex profeso o en escuelas de diversa índole (particulares, del clero secular y regular, del ayuntamiento o de sociedades filantrópicas en el último tercio del siglo XVIII), supervisadas en su mayoría por el cabildo civil, mediante el control que ejercía sobre el gremio de maestros. Pero, fuese en la casa o en la escuela, los niños aprendían -además de la doctrina cristiana- los rudimentos para hablar, leer y escribir en latín, entre los cuatro y diez o doce años. Al dominar estos principios podían ingresar a los colegios, instituciones donde vivían y a veces se impartían los estudios mayores o de educación superior, comenzando por los cursos de gramática, cuyo propósito era mejorar y enriquecer los conocimientos adquiridos de latín.


A partir de entonces, los cursos y los exámenes se ganaban con certificados de asistencia; actos públicos en los que el estudiante sustentaba una tesis y respondía a las objeciones que le formularan y, en el caso de la licenciatura, con disertaciones preparadas en veinticuatro horas sobre puntos sacados a suerte de los textos clásicos. Las disputas públicas eran los ejercicios más frecuentes. En éstas los alumnos tenían que acreditar sus conocimientos y el manejo fluido del latín; su ingenio para imaginar y defender unas tesis con frecuencia originales o paradójicas, y en fin la agudeza mental necesaria para contradecir los argumentos de los profesores, condiscípulos y coopositores. Incluso, para estimular la continua intervención de catedráticos y alumnos en los actos públicos, la Universidad pagaba una propina a los debatientes

En aquella época las instituciones de educación superior comprendían tres niveles no siempre diferenciados: la universidad, que otorgaba grados académicos de bachiller, licenciado, maestro y doctor; los colegios mayores, que tenían facultad de impartir cátedras para el otorgamiento de grados, y los colegios menores que preparaban a los estudiantes para el ingreso a los colegios mayores o a la universidad. En la Nueva España, la Universidad de México, los colegios jesuitas y los seminarios conciliares se ocuparon en primer lugar como colegios menores y excepcionalmente fueron colegios mayores.


La Real y Pontificia Universidad de México retuvo para sí durante casi todo el dominio colonial el monopolio en el otorgamiento de los grados académicos; los estudios que se realizaban en los colegios mayores novohispanos sólo tenían validez si los alumnos presentaban exámenes en ella y en ella se graduaban. Esto no significa que la Universidad determinara lo que se debía estudiar. "Cada institución educativa contaba con sus propios métodos, reglas y planes de enseñanza, los cuales dependían de la ideología y de las finalidades de cada uno de los establecimientos; la corporación universitaria... sólo otorgaba los grados previo examen de suficiencia". Por eso, la relación de la universidad con los colegios novohispanos fue bastante libre.
 
Si quisiéramos reconstruir la trayectoria escolar de un alumno desde su ingreso al colegio menor hasta su salida de la universidad, tendríamos que su carrera se iniciaba entre los diez y los doce años. En los cursos de gramática, retórica y humanidades invertía de cuatro a cinco. Destinaba otros tres o cuatro para obtener el grado de bachiller en artes (grado menor) -que no sólo lo habilitaba para cierto ejercicio profesional, sino también era un prerrequisito para inscribirse en las facultades mayores- y, entre cuatro y cinco para conseguir el de licenciado (grado mayor), si podía pagar los 600 pesos para propinas que exigía la investidura o conseguía un padrino poderoso, pues al igual que el grado de doctor no necesitaba de cursos, sino de un tiempo de pasantía después de haber adquirido el grado de bachiller y, por supuesto, la realización continua de actos públicos. Es de mencionar que conforme a los estatutos de la Real y Pontificia Universidad de México, negros, mulatos y chinos no podían ser matriculados ni, de este modo, optar por grados académicos: en opinión común de la época, la mezcla de razas aceleraba la descomposición del orden político vigente.

Tanto las instituciones de educación superior que se establecieron durante el siglo XIX en las diversas entidades del país como las provenientes de la época colonial, no modificaron la edad y el nivel de estudios para recibir a sus alumnos; en el transcurso, si heredaron o se hicieron de una estructura escolar completa -como el Colegio del Estado de Puebla o el Instituto Literario de Zacatecas-, conjugaron en un solo espacio los antiguos colegios y la idea universidad, si por tal entendemos la enseñanza de una profesión y el otorgamiento permisos (grados académicos), para su ejercicio, patente ésta que en el trayecto del siglo pasó a ser una facultad exclusiva del Estado. Los discípulos siguieron llegando a las instituciones de estructura escolar completa sólo con la primaria terminada. Tampoco fue extraño que en sus orígenes los institutos literarios de Oaxaca, el Estado de México y Jalisco tuviesen a su cargo escuelas de primeras letras

En Chihuahua, conforme a un decreto de 1828, era requisito indispensable para inscribirse en la cátedra de latinidad (antecedente del Instituto Literario) presentar el certificado de primeras letras y el consentimiento de los padres. En la década de los treinta, el Colegio Guadalupano Josefino (1826-1853) de San Luis Potosí, iniciaba su plan de estudios con las cátedras de mínimos y menores, como en la época colonial. En el Colegio del Estado de Puebla, el gobierno de la entidad decidió en 1829 unir las cátedras de mínimos y menores, con el propósito de economizar fondos y mantener a flote la vida académica de la institución. También el Colegio de San Nicolás (Michoacán), al reabrirse en 1847, recibió a niños recién salidos de las escuelas de primeras letras

En 1851, el gobernador del estado de Guanajuato, Octaviano Muñoz Ledo, aprovechando el certamen público de las escuelas primarias en la capital, estableció que el primer premio al mérito de los alumnos consistiría en una pensión o en pensiones para todos aquellos quisieran ir al Colegio de la Purísima Concepción, nombre del que después sería Colegio del Estado de Guanajuato.

En 1867, el Instituto Literario de Yucatán imponía como requisitos de ingreso: saber leer y escribir y tener instrucción en aritmética, gramática castellana y religión; más tarde, en 1870 se añadirían al mismo los estudios de primaria inferior (cuatro años) y superior (dos años). Igual sucedía por 1888 en el Instituto Literario del Estado de Tamaulipas, donde el requisito para ser admitido en calidad de alumno era tener al menos diez años cumplidos y haber cursado las materias de lectura correcta, escritura ejercitada en copia de modelos y al dictado, aritmética en las operaciones de números enteros, quebrados, mixtos, denominados y decimales, y gramática castellana en sus dos primeras partes, analogía y sintaxis. En el Colegio Rosales de Culiacán, Sinaloa, los profesores tuvieron que impartir, de 1874 a 1882, materias de primaria (lectura, escritura, aritmética) a los alumnos de preparatoria. Caso similar ocurrió en el Instituto Veracruzano, cuyo plan de estudios de 1870 comprendía en su primer año la enseñanza de gramática castellana (analogía y sintaxis), aritmética (quebrados mixtos, decimales y denominados), geografía (física y política) y nociones de moral. Esto con el propósito de uniformar los conocimientos básicos de los estudiantes, ya que, "procedentes de muy diversas escuelas primarias, en las que no se seguía un plan uniforme, los alumnos llegaban al Instituto con distinto bagaje cultural".

El hecho de aceptar en las instituciones estatales de educación superior a estudiantes recién egresados de las escuelas de primeras letras se prolongó hasta el siglo XX, pues apenas en 1926 se creó la Escuela Secundaria, con el propósito de extender las oportunidades de estudio y al mismo tiempo disminuir el acceso directo de los alumnos a la educación superior


En el Colegio del Estado de Puebla, este tipo de instrucción perduró hasta diciembre de 1937, cuando el gobernador del estado decretó que en lo porvenir las escuelas de igual categoría y nivel pasarían a depender del poder ejecutivo, por conducto de la Dirección General de Educación Pública. En Zacatecas, la Universidad Autónoma todavía ofrece estudios de secundaria, una inequívoca señal de que el proceso de cambio tuvo sus bemoles. Hoy, desde hace años existe la propuesta académica e institucional de separar a las preparatorias de las universidades públicas del país, y por razones de orden político tampoco se ha procedido.

Mas en el caso de la ciudad de México y algunas otras entidades, cuyos institutos se convirtieron en preparatorias -Chihuahua, Aguascalientes, Yucatán, Sonora- o emularon las leyes educativas aplicables al Distrito Federal -Nuevo León, Michoacán, Morelos-, la idea de lo que debía ser un establecimiento de educación superior se modificó entre 1870 y 1900, a raíz de haberse aprobado y puesto en vigor las leyes orgánicas de instrucción de 1867 y 1869. Esto llegó a los responsables de la política educativa a concebir un sitio intermedio entre la instrucción primaria y la profesional: la escuela secundaria o preparatoria.

Hacia 1867, para ingresar a la Escuela Nacional Preparatoria bastaba con que el aspirante presentara examen o mostrara la carta de un maestro público de primeras letras, certificando que el candidato contaba con aptitudes en lectura, escritura, elementos de gramática castellana, estilo epistolar, aritmética, sistema métrico decimal, moral, urbanidad, nociones de derecho constitucional, y rudimentos de historia y geografía. Fundamentalmente, el egresado de este establecimiento se prepararía después para cursar en una carrera profesional.

Durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, en las instituciones mexicanas de educación superior con una estructura escolar completa, se mantuvo el requisito de haber concluido la primaria para formar parte de ellas; por sus orígenes sociales, destrezas académicas y capital cultural, era casi seguro que el estudiante que llegaba a esos establecimientos terminara una carrera o un oficio, si se limitaba a especializarse para el trabajo sin haber cursado previamente la preparatoria. La Ley que dio origen al Instituto Literario del Estado de Morelos (1871) precisó que no era indispensable ésta para ingresar a las escuelas profesionales de instrucción primaria, comercio y administración, artes y oficios pero si se requería para las restantes.

 En esta perspectiva, hablar de las instituciones de educación superior en el siglo antepasado es hablar de los establecimientos postprimarios, y caben bajo esta denominación desde las escuelas universitarias -que impartían clases para el ejercicio posterior de una profesión- hasta las de artes y oficios -que habilitaban para el desempeño de un oficio o capacitaban para el trabajo-, pasando por las normales -formadoras de profesores y profesoras- y las de bellas artes -semillero de artistas: pintores, arquitectos, etc.- Habría que reconocer, por lo tanto, que estas instituciones fueron un verdadero eje del desarrollo educativo a nivel regional y que en consecuencia estuvieron ligadas a la economía, la sociedad, la política y la cultura de su tiempo. Sólo a título de ejemplo:

El Instituto Literario de Toluca estableció en 1870 una escuela de artes y oficios, luego clases de taquigrafía y telegrafía (1876) y posteriormente, en 1881, una academia para artesanos -suprimida en 1889-; igual como en 1851 abrió talleres de litografía, tipografía, herrería, cantería y carpintería. En 1869, por su parte, el gobernador de Durango facultó al director del Colegio Civil del Estado para que pudiese establecer y reglamentar talleres de carpintería, herrería, zapatería, sastrería e imprenta.


En Hidalgo, el Instituto Literario no se abrió solo, sino con una escuela de artes y oficios, que conservó de 1869 a 1890. Las carreras que ofreció en dicha escuela fueron las de: agrimensor, mecánico, agricultor, veterinario, farmacéutico, comerciante, maestro de obras y diversos oficios, como el de carpintero y sastre. El Instituto se propuso impartir los cursos preparatorios para las carreras de medicina y abogacía. En 1890 se transformó en Instituto Científico y Literario del Estado de Hidalgo. Finalmente, el Instituto Literario de Oaxaca, comenzó a ofrecer en 1862 talleres de tipografía y litografía. Muchos años más tarde, en 1914 ofrecería las carreras de taquígrafos y mecánicos electricistas.

Con el fin de abundar en el concepto de educación superior, tal como se la concebía en 1900 el médico y el pedagogo Luís E. Ruiz, señaló:
"En cuanto a la enseñanza profesional se ha subdividido en dos partes, según que el objeto se alcance precisamente con amplísima preparación científica, o bien que los conocimientos sean tan limitados que se concreten a lo indispensable, dando a la actividad práctica la mayor amplitud.
 A las primeras profesiones se les llama científicas y a las segundas artísticas. Son del primer carácter, el magisterio, la abogacía, el ejercicio de la medicina, etc., etc., y de la segunda las artes y oficios, en sus múltiples subdivisiones".

Así, adentrarnos en las instituciones y la educación superior -si equiparamos ésta con la enseñanza profesional- del siglo XIX es viajar hacia un mundo muy distinto al de hoy. Pero ¿cómo se fue organizando y bajo qué supuestos?

LOS NIVELES

A diferencia de España y Francia, en México no hubo -con honrosas excepciones en el último tercio del siglo XIX- individuos dedicados ex profeso a pensar el problema educativo y su reforma. La mayor parte de las referencias en este sentido proceden de la legislación, las memorias e informes oficiales y los textos de políticos e ideólogos preocupados por resolver los álgidos problemas del momento. Ello, desde luego, no quiere decir que en la toma de decisiones estuviesen ausentes las influencias europeas, en especial la francesa y la española.

En nuestro país, uno de los personajes que más peso tuvo en el ánimo de lo que sería el ámbito organizativo de la educación pública liberal durante las primeras décadas del siglo XIX fue sin duda alguna Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811); sus ideas educativas influyeron en las Cortes de Cádiz y se retomaron en ordenamientos educativos posteriores. En líneas medulares -tal como él lo propusiera en 1809, influido por el modelo francés de Talleyrand-Perigord (1791) y de Condorcet (1792)-, el plan expresado por Manuel José Quintana (1814) para normar el sistema de educación pública establecido por las Cortes, partió de cuatro bases generales: la universalidad, gratuidad, uniformidad y libertad de la enseñanza; la división de la misma en tres clases; la existencia de escuelas de primeras letras, la apertura de universidades de provincia para la segunda enseñanza y universidades mayores; la creación de una dirección general que supervisara los estudios y pusiera en marcha una Academia Nacional que estaría dividida en tres clases, según la división más general de los saberes: literatura y artes; ciencias físicas y matemáticas; ciencias morales y políticas.

 Derogada la carta de Cádiz en 1814 y puesta en vigor hasta 1820, el comité encargado de redactar El reglamento general de instrucción pública para la metrópoli y sus dominios (decretado por las Cortes el 29 de junio de 1821), ratificó y profundizó en los mismos conceptos liberales vertidos por Manuel José Quintana:

La enseñanza impartida por el Estado debería ser gratuita, pública y uniforme, emplear un sólo método de estudio, iguales libros de texto y no propagar principios contrarios a la doctrina cristiana y a la Constitución de Cádiz (1812); dividirse, al mismo tiempo, en tres clases: la elemental, indispensable a todos los niños de escuelas públicas; la secundaria o superior, dedicada a cubrir los conocimientos preparatorios para estudios más profundos (profesionales) y también los básicos -útiles- para el desarrollo productivo de la nación (formación de artesanos) y, la de estudios mayores o de facultades, destinada a instruir individuos para el libre ejercicio de alguna profesión. También propuso el establecimiento de una Dirección General de Estudios en Madrid y para la Nueva España, la fundación de universidades de provincia -de segunda enseñanza- y una universidad central, ambas adscritas a una subdirección de instrucción pública, residente en México.


La importancia de las Cortes de Cádiz para la política educativa del México independiente radica en el hecho que a este ensayo asistieron por la Nueva España más de 60 personas -Miguel Ramos Arizpe (1775-1843), Lucas Alamán (1792-1853), Lorenzo de Zavala (1788-1853), etc.- Incluso tres diputados novohispanos -Pablo de la Llave, José Francisco Guerra y Antonio M. Uranga- participaron en la elaboración del Reglamento general de instrucción pública (1821) y se familiarizaron con dilemas que después tratarían de resolver en México.

Así, no es raro que en 1823, después de la caída de Agustín de Iturbide, varios individuos y grupos políticos se propusieran aplicar a la realidad mexicana los ordenamientos educativos de Cádiz. Incluso, retomando el reglamento español de 1821, en diciembre de ese año se formuló en México el primer Proyecto de Reglamento general de instrucción pública.

Quizá el mejor ejemplo del influjo gaditano sea el Plan general de instrucción pública, hecho por el gobierno de Jalisco en 1826, siendo gobernador de la entidad Prisciliano Sánchez. Este Plan siguió al pie de la letra las ideas expresadas en los reglamentos español y mexicano de 1821 y 1823 y asimismo la Constitución, pero fundó cuatro clases de enseñanza o niveles. En el primer nivel se daría la enseñanza elemental; en el segundo, dibujo y geometría práctica; en el tercero, matemáticas puras y el cuarto, enseñanza preparatoria, de Bellas Artes (dibujo, geometría práctica, arquitectura, escultura y pintura) y profesional. Asimismo, para impartir el último nivel clausuró la Universidad de Guadalajara (1826) y estableció en ese sitio el Instituto de Ciencias (1827), cuyo programa de cátedras fue el más completo de cuantos institutos se fundaron durante la primera república federal (1824-1835). Esto, desde luego, no es garantía de que efectivamente así haya ocurrido, según lo muestra la experiencia de Chihuahua y el informe que rindiera el gobernador de Jalisco en 1831: "... el gobierno es de los primeros en ansiar que se fomente cuanto sea posible la enseñanza de las ciencias, no sólo necesarias, sino meramente agradables y de lujo; mas no duda... en darle preferencia a la que sea más extensa en todo el Estado..." 

Para el liberal republicano José María Luis Mora, el Instituto de Jalisco fue "el ensayo más feliz y perfecto que por entonces se hizo, no sólo para despojar de todos sus vicios a la educación y la enseñanza, sino para introducir los nuevos métodos que facilitan la una y la otra en los países adelantados en la civilización..." Sin embargo, la tentativa sólo se conservó hasta 1834, "en que la reacción de la oligarquía militar y sacerdotal... dio en tierra con este establecimiento..."

En Zacatecas, donde se llevó a la práctica el espíritu liberal y tuvo una participación activa Valentín Gómez Farías como legislador, el Plan general de instrucción pública (1831) consideró, así mismo, tres niveles, pese a que sólo estableció las bases generales para su desarrollo y normó la primera enseñanza, sin que hasta ahora haya noticia que se hubiesen elaborado las partes correspondientes a la segunda y tercera. Zacatecas y Jalisco fueron los pioneros en promulgar leyes de avanzada con miras al fomento educativo, inspirados en los acuerdos, reglamentos y discusiones de las Cortes, tal vez debido a la directa influencia intelectual del profesor y periodista Francisco Severo Maldonado, quien asimismo difundió, entre otras, las ideas de Gaspar Melchor de Jovellanos.

Pero no únicamente se percibe la influencia liberal de Cádiz y Jovellanos en estas entidades. En marzo de 1824, el congreso de Yucatán decretó que el seminario conciliar de San Ildefonso, en Mérida, se convirtiera en universidad de segunda y tercera enseñanza y en ella se dieran las cátedras de gramática castellana y latina, física, teología escolástica y moral y derecho civil y canónico; desde antes de la independencia, el obispo había hecho gestiones para abrir una institución de estudios superiores.

Por su parte, el gobierno de Guanajuato estableció en 1828 tres niveles de enseñanza: primeras letras, secundaria y profesional. En Chihuahua, a principios de los años treinta, los alumnos podían estudiar, después de las primeras letras, dos años de latinidad y luego tres de filosofía, pero desde 1834 se iniciaron los estudios profesionales con las cátedras de teología escolástica y dogmática, si bien no se matriculó nadie en ellas. Un año más tarde, abrió sus puertas el Instituto Literario de Chihuahua, que reunió las cátedras de latinidad y filosofía, las dos de teología y tres prospectas: dos de cánones y leyes y una de medicina. Los cursos planeados no pudieron abrirse o no concluyeron, o ningún alumno presentó examen, pues el primer registro en derecho público es de 1850 y el de medicina aparece hasta 1906. Lo importante a percibir es el establecimiento de cuatro niveles de enseñanza, uno correspondiente a las primeras letras y el resto a la educación superior.


En Tabasco, el gobernador propuso en 1826 instalar escuelas de primeras letras en cada cabecera de partido, y en la capital un colegio -el de San Juan Bautista- para la enseñanza de latinidad, filosofía y teología. El proyecto, sin embargo, no se llevó a cabo hasta 1831, luego de tres frustrados intentos, y pese a que la idea arrancara desde las Cortes españolas. No se necesitan -señaló un informe de 1831- hacer profundos raciocinios para averiguar la causa por la que en otras ocasiones no funcionó el colegio: el estado "no está completamente provisto de escuelas de primeras letras, elemento que debió ponerse en acción al proyectar esa clase de enseñanza"

En Veracruz, el Reglamento general de instrucción pública (1821), dispuso que se fundase en la villa de Orizaba una universidad de provincia, donde se impartirían cátedras de segunda y tercera enseñanza, pero el acuerdo no se llevó a cabo por la situación política del país, habiéndose consumado la Independencia. En 1824, el congreso local aprobó crear en ese sitio un colegio nacional; éste, con el nombre de Colegio del Estado Veracruzano, abrió sus puertas un año después. Más realista que otros, acordó empezar por las cátedras de gramática castellana y latina.

En suma, durante la primera década del México independiente, debido a la influencia de las Cortes de Cádiz y al reglamento de instrucción pública -sin descartar la lectura directa o mediada de Jovellanos y algunos otros autores franceses-, se instituyeron en la educación superior mexicana tres y hasta cuatro niveles de enseñanza, gracias, sobre todo, al trabajo político de los grupos liberales, republicanos y monárquicos. Invariablemente -además- se creó en los estados una Dirección General de estudios o Junta Directiva, con el propósito de vertebrar un sistema educativo, según ya se había previsto en la constitución de Cádiz y el reglamento español de 1821. El problema es que después de 1823 se inició un debate sobre qué camino debía seguir el país, mientras prosperaba por todos lados un movimiento autonomista que desembocó en el nacimiento de la primera República federal (1824-1835) y la presencia cada vez más activa de los grupos de poder regionales, nacidos en el último tercio del siglo XVIII.

La Constitución federal de 1824 decretó que sin perjudicar el derecho de las legislaturas para el arreglo de la educación pública, era obligación exclusiva del Congreso general promover "la ilustración... estableciendo colegios de marina, artillería e ingenieros, exigiendo uno o más establecimientos en que se enseñen las ciencias naturales y exactas, políticas y morales, nobles artes y lenguas". Así, se mantenía a salvo la soberanía de los estados, mientras la federación podía intervenir en la apertura de instituciones educativas; pero también integraba una propuesta tanto del reglamento español de 1821 como del mexicano primer Proyecto de Reglamento general de instrucción pública (1823).

En la primera década del México independiente, el congreso no hizo uso de sus prerrogativas; jamás estableció siquiera alguna escuela: las instituciones educativas de la época colonial continuaron con vida y sin arreglo alguno, en relación, incluso, con lo que había previsto el proyecto de reglamento de 1823.


Según José María Luis Mora, en 1830 la decadencia de los colegios y la Universidad era tan obvia que el ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, Lucas Alamán, propuso a las Cámaras un plan de reformas, consistente en: la división y clasificación de la enseñanza, repartida en tantas escuelas cuantos eran los ramos que debían constituirla; el establecimiento de la enseñanza en ramos antes desconocidos y sin objeto en el sistema colonial; la supresión de una multitud exorbitante de cátedras de teología; y, la dedicación exclusiva de cada colegio a un sólo ramo de enseñanza o a los que con él tuviesen alguna relación. Mas ni los principales involucrados -la Universidad y los colegios- ni las Cámaras se dieron por aludidos: todos, de común acuerdo, acabaron por abandonar el proyecto, y aun la discusión del punto.

En 1832 -como resultado de una alianza entre una fracción del ejército y las milicias cívicas federalistas de Zacatecas-, llegaron al poder los liberales republicanos; Manuel Gómez Pedraza se hizo cargo de la presidencia. Con un ministerio ayuno de unidad -Gómez Farías, González Angulo, Ramos Arizpe, Parrés-, el ejercicio del poder trastrabilló y tomaron el mando los liberales republicanos radicales, en alianza con otra fracción del ejército, encabezada por Antonio López de Santa Anna, quien llegó a la presidencia y llevó como vicepresidente a Valentín Gómez Farías, secretario de hacienda en la administración anterior. "Cancelar inveterados privilegios -especialmente del clero-, dominar a los grupos armados disidentes y reorganizar la educación fueron las tareas que con mayor vehemencia emprendió el nuevo gobierno”.

El vicepresidente, aprovechando la ausencia temporal de Antonio López de Santa Anna recibió del Congreso facultades extraordinarias para arreglar todos los ramos de la enseñanza, en el distrito y los territorios federales. Una Junta de Instrucción Pública, formada de políticos e ideólogos, señalados por su radicalismo, planteó destruir cuanto de inútil o perjudicial tenían la educación y la enseñanza; establecer una y otra en relación con "las necesidades determinadas por el nuevo estado social"; y, difundir "entre las masas los medios más precisos e indispensables de aprender". Y fue a partir de estas directrices que se emprendió la "reforma de la enseñanza y el modo de distribuirla".

Tradicionalmente se concebía a la universidad como un espacio en el que se enseñaban varias facultades y se otorgaban grados académicos. Luego de 1821, los colegios de la ciudad de México y de los estados en donde se brindaban estudios superiores desde la época colonial (Puebla, Michoacán, Oaxaca, Nuevo León, Durango), se transformaron en instituciones universitarias que -en la perspectiva de los liberales- impartían conocimientos poco útiles y prácticos. Si estos recintos podían representar, además, focos de oposición política, era obvia su clausura o cuando menos su reforma.

Aun cuando las medidas de la vicepresidencia sólo serían aplicables en el distrito y los territorios de la federación, era seguro que los grupos políticos de liberales lucharían por hacerlas extensivas en sus dominios, habida cuenta que contaban con el apoyo del Congreso. La vicepresidencia acordó, entre otras cosas, suprimir las universidades y formar escuelas de cada ramo en donde fuesen examinados los alumnos que "aspiran a obtener los grados académicos o a ejercer alguna de las profesiones", según ya lo había propuesto en 1830 el ministro Lucas Alamán.

El mismo decreto que suprimió a la Universidad de México (octubre 19 de 1833) estableció una dirección general de instrucción pública para el Distrito y Territorios de la Federación, cuyo propósito era no sólo acabar con el monopolio de la Universidad en cuanto al otorgamiento de los grados académicos -que todavía pesaba en los colegios-, sino instituir una dependencia encargada de los aspectos académicos, técnicos, administrativos y financieros de la instrucción pública en todos sus tipos y modalidades; o sea, formar un sistema educativo organizado de manera jerárquica y centralizada, rector -dirían los políticos liberales de aquella época- de la educación y la enseñanza públicas

En palabras de Mora, una Dirección general de "donde partan todas las medidas relativas a la conservación, fomento y difusión de la educación y enseñanza; un fondo público formado de los antigua y nuevamente consignados al objeto, administrado, conservado e invertido bajo la autoridad de la expresada Dirección; para cada uno de los ramos principales de la educación científica y literaria y para los preparatorios, un colegio, escuela o establecimiento; una inspección general para las escuelas de primeras letras, normales, de adultos y niños de ambos sexos, de las cuales debía haber por lo menos una en cada parroquia; un establecimiento o escuela de bellas artes, un museo nacional y una biblioteca pública". Propuesta administrativa poco novedosa si recordamos que esta Dirección ya había sido creada con funciones parecidas en varios estados y que respondía a los planteamientos de Cádiz y por supuesto al primer Proyecto de Reglamento general de 1823. Antes que en el distrito y los territorios federales, las reformas a la educación se habían sucedido con mayor éxito en las entidades gobernadas o influidas por liberales republicanos. Porque, desde las cortes de Cádiz había no sólo una continuidad de ideas, sino también de personas preocupadas por resolver los grandes problemas heredados de la colonia, ya fuese mediante la forma republicana o centralista. Entonces, ¿cuál fue la novedad de 1833?

Fruto del poder central y obra de liberales republicanos que saldrían avantes e impondrían su proyecto de país -negando las contribuciones de sus adversarios políticos-, son de mencionar entre sus logros: el haber diseñado una nueva organización de los estudios; el propósito de impartir los conocimientos científicos y sociales de su tiempo y, también el haber instituido una nueva concepción de los niveles educativos, porque a pesar de que en varias entidades, durante la primera década del México independiente -con apoyo en los documentos de Cádiz- se había planteado dividir la educación en tres y hasta cuatro clases o niveles, aún no era clara su idea de ruptura con el pasado

En armonía con la idea de "sistemar la enseñanza", por decreto de octubre 23 de 1833 se formaron seis escuelas, "la primera de estudios preparatorios, la segunda de estudios ideológicos y humanidades, la tercera de estudios físicos y matemáticos, la cuarta de estudios médicos, la quinta de estudios de jurisprudencia y la sexta de estudios sagrados; a todas estas escuelas se dio el nombre de establecimientos, excluyendo el intento de colegios, para que no sirviera de precedente a efecto de reclamar el uso o abuso de las rutinas establecidas en ellos".


El valor de esta medida reside en que por primera vez apareció, para el distrito y los territorios de la federación, un ciclo de estudios como soporte de los profesionales -la escuela preparatoria-. La idea fue reunir en este establecimiento la "enseñanza de todos los conductores de las ciencias, o más claro, de todos los medios de aprender; así, pues, se fijó en el estudio de las lenguas sabias, antiguas y modernas, el del idioma patrio y los más notables de las antiguas naciones indianas, más por instrucción que por el uso que se haga de ellos en un país donde la lengua castellana es común a todos los miembros de la sociedad". Según el reglamento, los estudios preparatorios tendrían "por ahora" (sic) las cátedras siguientes: 1 y 2 de latinidad; una de idioma mexicano; una de otomí; una de francés; una de inglés; una de alemán; una de griego; una de principios de lógica, aritmética, álgebra y geometría y, una de teología natural, neumatología y fundamentos filosóficos de la religión.

La constitución de un nivel con el propósito de servir de puente entre las primeras letras y los estudios profesionales de carrera influyó en el ánimo de las legislaturas. En 1834, por ejemplo, la de Jalisco dictó un nuevo Plan. Según éste, la enseñanza media o de segunda clase se daría exclusivamente en Guadalajara, en el Liceo de Jalisco y en el Instituto del Estado. El Liceo de Jalisco, acotó, "será una casa de educación preparatoria que proporcionará a los jóvenes aquellos estudios sin los que no podrán ser admitidos en las respectivas secciones del Instituto conforme lo disponga el reglamento". De esta manera se estableció con mayor precisión que en el reglamento federal, un nivel de estudios indispensable para proseguir una carrera profesional. En tiempos de la República restaurada, esta providencia se fue haciendo extensiva en el país.

La importancia de este decreto, con su bando y respectivo reglamento, estriba también en que por vez primera se configuraron los estudios no a la usanza de los colegios y las universidades -por cátedras y facultades-, sino a partir de una ordenación por cátedras y profesiones. Cada institución ofrecería su savia intelectual, organizada y programada en cursos simultáneos y progresivos, siguiendo el modelo de impartir saberes graduados y específicos. El establecimiento de estudios médicos, por ejemplo, tendría nueve cátedras, pero durante el primer año, en un semestre lectivo el alumno cursaría sólo anatomía y fisiología y en otro, anatomía e higiene y, de esta suerte, el resto de las cátedras.
Una novedad más de la reforma fue el orden sucesivo de los estudios, su duración y los requisitos académicos para acceder a cada escuela y, en general, adquirir un título. Para ingresar a jurisprudencia, el alumno debería haber hecho y aprobado dos cursos de latinidad, uno de francés, uno de inglés, uno de ideología en todos sus ramos y uno de moral natural; para medicina, dos de latinidad, uno de francés, uno de ideología en todos sus ramos, uno de matemáticas puras, uno de historia natural, uno de botánica y uno de química.

Mientras que en primer caso el alumno debía aprobar cursos que se impartían en los establecimientos de estudios preparatorios y de estudios ideológicos y humanidades, en el segundo, era requisito indispensable aprobar algunos otros, dictados en la escuela de estudios físicos y matemáticos. Esto nos muestra la profundidad con que fue pensado el plan de reforma, también apunta hacia la importancia de los estudios previos al aprendizaje de una carrera. De hecho los establecimientos mencionados se consideraron el punto medular para las profesiones de medicina, jurisprudencia y estudios sagrados, pero con excepción de los estudios preparatorios, en el resto de las escuelas se pensaba en preparar profesionistas; en el de estudios físicos y matemáticos se pretendía formar a los técnicos ensayadores y beneficiadores de metales, también a los estudiantes de ingeniería civil o de minas. Para el título de ingeniero civil se requerían: dos cursos de latinidad, uno de francés, el primero y el segundo de matemáticas puras, uno de física, uno de química, uno de mineralogía, uno de dibujo de paisaje, uno de arquitectura, uno de inglés, y un año de práctica con un profesor aprobado.

Por último -a diferencia de la estructura universitaria anterior en donde los grados se ganaban luego de un tiempo de pasantía-, en las nuevas disposiciones del decreto, el bando y su reglamento, además de los exámenes que en cada curso deberían aprobar los estudiantes, ellos no podrían solicitar el título de profesor, ni el grado de doctor sin haber aprobado todos los cursos de su profesión en el establecimiento respectivo. En Puebla, el Plan de estudios para el Colegio del Estado (1834), también de corta vida, precisó que "para ser admitidos los alumnos de la primera en la segunda clase, y los de ésta en la tercera o la cuarta, presentarán certificaciones de haber cursado en ellas todo el tiempo prevenido o sufrirán examen de sus materias”.


Si bien las reformas no se llevaron a cabo porque el Congreso decretó el cese de las facultades extraordinarias concedidas al vicepresidente (23/IV/1834) y unos meses más tarde -en junio de 1834- Santa Anna las derogó, en lo fundamental sentaron las bases institucionales sobre las que gravitaría la educación pública mexicana en el transcurso del siglo XIX. Porque, por encima de las pugnas de por el poder, los liberales monárquicos y republicanos compartían proyectos en común sobre el problema educativo y su visión del mundo. Y es que, más allá de la discontinuidad del conflicto político, se escondía "una legalidad del dominio oligárquico, lo suficientemente sólida para fraternizar a todos los grupos por encima de las diferencias de intereses e ideologías”.
Sobre esta base, las aperturas y cierres que a manos "liberales" y "conservadores" experimentaron las instituciones de educación superior entre 1833 y 1867, no reflejan sólo conflictos de orden político, sino también las precarias condiciones económicas por las que atravesó la educación superior mexicana durante ese periodo, amén de otros problemas. "Parece que los desengaños, la repetida ausencia de fondos aun para los gastos más indispensables y la inestabilidad política iban matando, poco a poco, el entusiasmo por la enseñanza superior. Con pocas excepciones, todos los centros sucumbieron durante el segundo imperio y destinaron sus locales a otros propósitos. El de San Luis Potosí se convirtió, por enésima vez, en cuartel. El de Yucatán se transformó en comisariato; otros ya no pudieron mantener a sus becarios y los devolvieron a sus lugares de origen. El declive no terminó hasta la restauración de la república en 1867.

En este sentido, los dos ensayos "conservadores" para reorganizar la educación -el de 1843 y el de 1854-, si bien retomaron las ideas generales enunciadas por el intento liberal reformista y republicano de 1833, jamás pudieron enraizar a porfía debido al permanente clima de inestabilidad política.



La reforma de 1843 planteó, entre otras cosas, actualizar la enseñanza media y universitaria; dar mayor uniformidad a los estudios preparatorios en las cuatro carreras (foro, eclesiástica, de medicina y de ciencias naturales); extender por el país el modelo de los colegios de la capital, con el objeto de uniformar la enseñanza; fundar una Junta directiva general de estudios, formada por el ministro de instrucción pública, el rector de la Universidad y un cuerpo de directores de colegios, con tareas y obligaciones específicas en el campo administrativo, financiero y académico. Pero, pese a que de 1843 a 1851 se crearon las escuelas de agricultura y de artes y oficios (1843), se infundió una vida más vigorosa a la academia de las tres nobles artes, se especializaron carreras en el Colegio de Minería, se efectuaron cambios importantes en los estudios médicos y se declararon nacionales todos los establecimientos de educación oficial, los avances fueron mínimos

El siguiente ensayo conservador (1854) distribuyó a la instrucción pública en primaria, secundaria o preparatoria, superior y especial y propuso también una Dirección de instrucción pública, a cargo inmediato y económico de la Universidad. Los institutos o colegios nacionales se dedicarían a la segunda enseñanza, que dividida en dos periodos de tres años cada uno duraría seis años y serviría de base a los estudios superiores. Estos rasgos de la reforma "planteaban una completa centralización educativa y una división cada vez más definida de los estudios". En cuanto a su enseñanza, el currículo hizo hincapié en las disciplinas filosóficas y religiosas, lo mismo que en las humanidades. El "contenido de los cursos de matemáticas: aritmética, álgebra, geometría y trigonometría, geometría analítica, cálculo, física, química e historia natural nada tendrán que pedirle al plan de 1867 de Barreda". Pero la revolución de Ayutla que puso fin a la dictadura santanista, impidió siquiera su puesta en marcha.

En julio de 1867 entró Juárez en la ciudad de México y poco tiempo después se constituyó un grupo encargado de discutir una nueva ley de instrucción, la cual estableció las siguientes escuelas: secundaria para personas del sexo femenino; de estudios preparatorios; de jurisprudencia; de medicina, cirugía y farmacia; de agricultura y veterinaria; de ingenieros; de naturalistas; de bellas artes; de música y declamación; de comercio; de normal; de artes y oficios, y para la enseñanza de sordomudos, un observatorio astronómico; una academia nacional de ciencias y literatura, y un jardín botánico

Esta nueva ley sería el coronamiento de un liberalismo triunfante. Mucho se ha insistido en que la reforma de Gabino Barreda, su principal artífice, descansó en el positivismo, pero una lectura atenta de Auguste Comte echa por tierra esa pretensión. Nuestro personaje necesitaba del liberalismo sin cuya alianza "el positivismo no habría pasado de ser una doctrina más y los liberales necesitaban aliarse a una doctrina al servicio del orden material; por ello fue posible hacer ajustes. Lo que sí era imposible era postular al positivismo en su verdadera dimensión, como doctrina total, y a pesar de las precauciones del creador de la 
preparatoria, tarde o temprano habría de provocarse el rompimiento y empezarían los ataques liberales”.



En esta época se concibió a la escuela preparatoria como la columna vertebral de la nueva ley. La enseñanza en ella se dividió en cuatro áreas: abogacía, medicina y farmacia, agricultura y veterinaria e, ingeniería, arquitectura y metalurgia. Las tres primeras a realizarse en cinco años; la última en cuatro. En 1869 se hizo un ajuste: se suprimieron la metafísica y el derecho eclesiástico y se uniformaron con ligerísimas variantes los estudios preparatorios para todas las carreras, convirtiéndose así a la Escuela en "un plantel donde podía adquirirse una ilustración superior completa y bien organizada con finalidad propia, y no sólo como preparación de estudios superiores.

En 1875 José Díaz Covarrubias, ministro de Justicia e Instrucción Pública durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, escribió:

"El error de considerar la instrucción secundaria como encaminada únicamente a preparar una carrera profesional, produce la lamentable anarquía que se observa en los países donde las ideas de instrucción están poco avanzadas cuando se presenta el problema de fijar los estudios preparatorios para las diversas profesiones [...]. Lo diremos por última vez; no se trata de hacer sabios y especialistas a todos los ciudadanos; se trata solamente de difundir entre el mayor número posible, los conocimientos fundamentales, ya para que sean útiles directamente a todo el que los adquiere, ya para basar firmemente sobre ellos las profesiones y las aplicaciones científicas trascendentes”.

De esta suerte, en la medida que se concibió a la preparatoria, no sólo como lugar de paso entre la educación primaria y la profesional, sino como un nivel con fines propios, la organización educativa en las entidades se diversificó. Durante el régimen porfirista, los institutos o colegios de Toluca, Yucatán, Sonora, Chihuahua, Aguascalientes, Tabasco, Guerrero y Tamaulipas, por ejemplo, se convirtieron en preparatorias; los de San Luis, Guanajuato, Michoacán Durango, Zacatecas, Hidalgo, Querétaro y Puebla adecuaron sus marcos de funcionamiento a la ley, y unos más, como Nuevo León, separaron preparatorias y escuelas. Hasta podríamos decir que durante el régimen porfirista, la educación en México fue positivista, si nos atenemos al modelo que se inició en tiempos de la República restaurada. Pero según lo muestran los estudios de Sinaloa y Puebla, este positivismo fue de nombre, una fachada que cobijó haberes y quehaceres muy diversos. Nadie sabe la profundidad de las aguas hasta que se sumerge en ellas.

EPILOGO

Aun cuando la historiografía mexicana de las últimas décadas subraya que puede y debe establecerse una línea de continuidad entre los procesos económicos, sociales y culturales de mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XIX, pocos son los estudios o balances al respecto. Quizá el predominio de una periodización, que es copia de la historiografía política tradicional, ha impedido profundizar en esta línea y establecer los cortes históricos pertinentes para la individuación de cada proceso, pues el hecho de plantear que existe una línea de continuidad, no implica reconocer que permanecen sin cambios la economía, la sociedad y la cultura.
El problema señalado para la historiografía mexicana en general se hace todavía más obvio en el caso de la historiografía de la educación. Aunque este campo disciplinar tiene una larga e ininterrumpida trayectoria y pese a que desde 1981 Anne Staples puntualizó que la "sorprendente continuidad de metas y métodos desde la reforma Borbónica hasta por lo menos mediados del siglo XIX habla de una sociedad poco influenciada por los cambios políticos en cuanto a la educación de sus hijos", los historiadores -salvo raras excepciones- siguen trabajando conforme a la periodización política tradicional. Como si la guerra de Independencia o la Revolución mexicana hubiesen significado automáticamente, un corte histórico decisivo, un cambio estructural en su objeto de estudio.

En el presente artículo sólo hemos tratado de seguir dos líneas de continuidad, la idea de educación superior y sus niveles. Hay sin duda muchas preguntas qué resolver ¿Cómo se organizó desde el punto de vista académico? ¿Qué concepciones y fines la animaron? ¿Qué papel tuvo el Estado y otros actores en su desarrollo? ¿Qué lugar tuvo en ellas la vida cotidiana? Universidades, seminarios, colegios e institutos ¿fueron fundaciones iguales en su administración, propósitos y financiamiento? ¿Cómo se generó o inhibió en las instituciones de educación superior una cultura liberal y, finalmente ¿Qué elementos teóricos y metodológicos podemos considerar para ofrecer una visión de conjunto? Esto ha sido únicamente un ensayo, una mirada frágil sobre el acontecer que siempre se evapora.

Jesús Márquez Carrillo
Centro de Estudios Universitarios
Facultad de Filosofía y Letras
Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla











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