viernes, 30 de abril de 2021

 

EVANGELIZACIÓN FRANCISCANA EN AMÉRICA
A CINCO SIGLOS DE SU INICIO

por Francisco Morales, OFM
(Conferencia pronunciada en el Capítulo general OFM de 1991)

 

I. EN TORNO A LAS DISCUSIONES SOBRE EL V CENTENARIO

En estos días se discute acaloradamente el significado de la fecha de 1492, con la que se inició el singular proceso de relaciones entre el viejo y el nuevo continente, relaciones que aun cuando los mismos historiadores no se pongan de acuerdo en cómo llamar, son no obstante elemento esencial para comprender la realidad de los pueblos que integran el mundo americano.

Las discusiones alrededor de este tema revisten especial interés para la Iglesia y de una manera particular para el hermano menor -promotor de concordia, no de disputas-, ya que en ellas se aborda un asunto en el que la Orden franciscana estuvo particularmente envuelta: la evangelización del Continente, acción que está inseparablemente unida a la llegada del hombre europeo a estas tierras.

Obviamente, infinidad de cosas han cambiado desde que Colón desembarcó en una de las Islas del Caribe el 12 de octubre de 1492. Gracias precisamente a esos cambios, nosotros ahora nos hacemos planteamientos sobre la empresa americana que sus iniciadores, salvo singularísimas excepciones, apenas podían barruntar. Así, una conciencia más sensible al valor de las culturas, al acercamiento pacífico hacia todos los pueblos, y al respeto por las formas religiosas en todo el mundo, hace que se presenten en nuestros días serios cuestionamientos sobre el papel que la guerra, la destrucción, la violencia o la injusticia jugó en la colonización, y en consecuencia, en la implantación del evangelio que entró con ella. Y es aquí en donde aparecen las posiciones irreconciliables entre los que ven sólo maldad en la colonización y los que sostienen que, pese a sus aspectos negativos, ésta logró crear en los pueblos americanos una cultura que les ha dado la posibilidad de incorporarse al mundo occidental.

En cierto modo estas discusiones no son nuevas. De hecho, nacen en el momento mismo de la llegada del hombre europeo a América, y quedan registradas y ampliamente documentadas en legajos manuscritos y en obras publicadas, sobre derechos de reinos cristianos sobre pueblos paganos, sobre relaciones entre conquista y evangelización, sobre la libertad de los pueblos conquistados, discusiones que han llegado hasta nuestros días, con diversos ropajes interpretativos, como por ejemplo, la interpretación que de ellas hace el criollo americano de principios del siglo XIX cuando reclama su independencia política de España basado en los agravios de esta Nación «al pueblo americano», o la posición del liberal-positivista de mediados del mismo siglo pasado que acusa a las instituciones de la época colonial, principalmente a la Iglesia, de haber sido el mayor obstáculo para el progreso de las naciones, o la de los teólogos actuales que, preocupados por las situaciones de injusticia en el continente, buscan el origen de esos males en la historia colonial.

En medio de estas discusiones nos encontramos aquí, nosotros hermanos menores, no con la ilusión de encontrar una solución a estas polémicas, cuya vigencia no se niega, sino con el deseo de hacer una reflexión sobre estos hechos, que nos lleve a entender lo que significó la presencia evangelizadora de los seguidores de Francisco en la cristianización de este continente y, sobre todo, qué implicaciones tiene en nuestro evangelizar de hoy. Para esto, hay varias preguntas a las que nos deberíamos enfrentar. Entre otras estarían: ¿cómo entendió el hermano menor su vocación evangelizadora? ¿Qué fidelidad mantuvo a ella? ¿Qué medios le ayudaron a sostener esa fidelidad evangélica, si la mantuvo, o en caso de infidelidad, qué tropiezos se lo impidieron? ¿Cuáles de los elementos que han caracterizado al hermano menor y le han dado su singularidad en la Iglesia tuvieron especial impacto en la conversión de nuestros pueblos al cristianismo?

Quizá demasiados, y bastante serios, interrogantes que, con sinceridad, no estoy seguro si será posible responder con amplitud. Una cosa sí creo podremos hacer: evitar caer en una de las tentaciones más comunes en la Historia, la de sentarnos como jueces para dictar sentencia sobre los que nos precedieron, o la de convertirnos en abogados defensores de todas las causas de nuestro pasado. Ésta no es una sala de juzgado, sino una reunión de hermanos interesados en confrontar nuestros compromisos evangelizadores ante una Iglesia que, como nos dice el Vaticano II, está inserta en el mundo y en la historia. De cierto se sabe que el tema de la historia de la Evangelización de nuestros pueblos es complejo, en abundancia, pero superficialmente estudiado y apasionadamente discutido. No es así tarea fácil cubrir todos sus aspectos. En realidad, tampoco esto es lo que se espera en una reunión como ésta. Considero que la relación que se me ha pedido tiene un objeto más sencillo: presentar los puntos más sobresalientes de este tema que nos ayuden a entender la vocación misionera de la Orden en nuestra América, entendimiento que nos lleve, a su vez, a enfrentarnos a los grandes retos que nos pide este Continente en su evangelización hoy.

 

II. ADVERTENCIA GENERAL SOBRE
LA HISTORIA DE LA EVANGELIZACIÓN

Especialistas en ciencias de la Evangelización han llegado a detectar las diversas formas que ha tomado ésta de acuerdo con los momentos históricos en que se realiza y que van dando a la proclamación del Mensaje de Jesús singularidades moldeadas por las culturas del agente evangelizador y el pueblo evangelizado. Se habla así de las grandes etapas evangelizadoras, como la de los pueblos judeo-helénicos del Imperio romano, o la de los pueblos «bárbaros» a la caída del Imperio, o la de los eslávicos en la Edad Media, etc. Es así como se ve también la evangelización de los pueblos de América, considerada como una etapa moldeada por la presencia española, las culturas indígenas, y los agentes evangelizadores.

Un análisis cercano de esta última etapa evangelizadora nos hace caer en la cuenta de que, dentro de la unidad que se le atribuye, hay diversas «variantes» sobre las que debemos estar alerta para no caer en atractivas, pero peligrosas, generalizaciones. Así, en primer lugar habría que advertir que, aun cuando se habla de una sola época evangelizadora, se trata de un largo proceso aún no terminado, que se lleva a cabo en contextos geográficos, culturales, políticos, sociales y religiosos muy diversos, lo que, por lo mismo, le da formas y características distintas. Por ejemplo, la evangelización llevada a cabo en las Islas caribeñas, Santo Domingo, Cuba, Puerto Rico, es muy diferente de la realizada pocos años después en México, la que al mismo tiempo será diversa de la del Perú, que a su vez variará de la de Brasil, muy distinta obviamente de la del Canadá, o de la de Nuevo México, Texas o Alta California. Me estoy refiriendo aquí no sólo a aspectos geográficos o cronológicos, sino culturales, políticos y sociales, tanto por parte de los evangelizadores como de los evangelizados. O sea, que son muy diferentes los grupos étnicos -sujetos de la evangelización- caribeños, de los Hurones canadienses o los indios sureños de Brasil. Pero aún dentro de lo que podría parecer una misma cultura, digamos, la del México central, hay notables diferencias entre los que llamaríamos poseedores de las altas culturas de mesoamérica, mayas, nahuas, tarascos, etc., y los que apenas vivían en un período equivalente el paleolítico europeo, cazadores y recolectores, habitantes de zonas geográficas bastante cercanas.

Siguiendo esta misma línea, hay que recordar que uno es el impulso y experiencia evangelizadora de los primeros franciscanos, dos hermanos legos franceses que llegan a Santo Domingo en 1493 en el segundo viaje de Colón, sin duda los primeros misioneros de América, que, con espíritu de verdaderos hermanos menores y en plena consonancia con la tradición misionera franciscana medieval de anuncio sencillo del evangelio, dieron los pasos iniciales en la cristianización de América, quizá sin más plan que el compromiso de llevar la «Buena Nueva» a toda criatura. Otra, en cambio, será la actividad de los hermanos enviados por fray Francisco de Cisneros en 1500, con un programa definido de trabajo; como será otra la misión de los «12 primeros» misioneros de México, gestada en un momento histórico bien preciso, como fue la década de 1520 en la que a la reforma espiritual en la Orden, particularmente en España, se une un grande interés del Ministro General, fray Francisco de los Ángeles Quiñones, por las misiones de América. Esto para hablar sólo del siglo XVI.

La diferenciación de esta actividad misionera vendrá incluso marcada por las diversas políticas colonizadoras de España. No se pueden comparar, por ejemplo, las formas misioneras, digamos, de los primeros 20 años, cuando la corona española, pese a sus buenas intenciones, no tiene ni la experiencia ni las teorías políticas adecuadas para enfrentarse a una realidad del todo inesperada; decía, no se pueden comparar esas formas con las de la evangelización llevada a cabo, pongamos por caso, en tiempo de Felipe II, cuando la política colonizadora se encuentra bien definida. Esto por referirnos sólo al primer siglo y no hablar de comparaciones con formas colonizadoras originadas en momentos tan singulares como fueron los de las políticas del Regalismo y de la Ilustración, que dieron resultados evangelizadores tan interesantes como los de las misiones de la Alta California, o de la Selva Peruana.

Lo que estas pequeñas consideraciones nos están señalando, por una parte, es lo aventurado que puede resultar, en nuestra reflexión sobre este tema, generalizar indiscriminadamente las características de la evangelización en América, y, por otra, lo incompleto que quedaría el estudio del proceso evangelizador separándolo del medio político, social y económico en el que se llevó a cabo la evangelización. Las mismas consideraciones nos indican que no debemos perder de vista al sujeto de la evangelización, tema que, por fortuna, recientemente se está recuperando, ni tampoco deshacernos del agente evangelizador, tema que, por el contrario, está en este tiempo un tanto descuidado y, consecuentemente, mal comprendido. Considero indispensables estas advertencias para poner en su verdadero lugar los siguientes puntos de nuestra reflexión.

 

III. EL PROYECTO EVANGELIZADOR FRANCISCANO
EN AMÉRICA. CONTINUIDAD Y SINGULARIDAD

Después de los diversos documentos que, tanto a nivel de la Iglesia, como de la Orden, se han venido publicando sobre evangelización, resultado de varios años de reflexión teológica, diálogos, consultas, nuevas experiencias y apertura a los cuestionamientos que las ciencias sociales, antropológicas y culturales presentan a la Iglesia, delinear un proyecto misionero para el hermano menor en nuestros días es tarea completamente diferente de la de hace cinco siglos, cuando la Iglesia y el hermano menor vivían cuadros e inquietudes teológicas muy diversas de las nuestras. En cierta manera, uno pretendería ver a la Iglesia de fines del siglo XV, como nos la muestra el Vaticano II, abierta «desde el principio de su historia» a «los conceptos y lenguas de los diversos pueblos... con el fin de adaptar el evangelio... a la capacidad de todos...» (Gaudium et Spes: 44). Sin embargo, no se necesitan muchos conocimientos históricos para darse uno cuenta de que, con la excepción de los primeros siglos de la expansión cristiana, ese modelo ideal de Iglesia misionera se ha encontrado bastante limitado en la historia, como nos lo señalan los casos de la evangelización de la Europa no romana, por ejemplo, la de los pueblos germanos, o la de los sajones y la de los célticos.

De hecho, la expansión del cristianismo desde principios de la Edad Media está caracterizada o por el esquema monacal, con el monasterio como centro del saber y la piedad -como sucede en buena parte de los pueblos alemanes, sajones e irlandeses-, o por el avance de conquista, como en los casos de los pueblos orientales de Alemania, o por las campañas de reconquista, tratando de arrebatar a los Musulmanes los pueblos que, a partir del siglo VIII, habían quitado al cristianismo. Fue precisamente Francisco de Asís quien con su retorno radical al Evangelio, su amor por la paz, su forma de predicación itinerante, recogiendo, además, inquietudes de su época, rompió estos esquemas medievales para volver al compromiso evangélico del anuncio del mensaje de Jesús, primeramente con el ejemplo y después con la palabra.

En este sentido, querer ver la evangelización de América como un hecho único, aislado o rompiendo la tradición histórica de la actividad misionera de la Iglesia, resulta del todo insostenible. En el caso concreto del hermano menor frente al compromiso misionero de América, éste, además de la herencia espiritual de Francisco de Asís, contaba con una rica tradición y singular experiencia evangelizadora, iniciada por el mismo Francisco y realizada en los más divergentes ambientes, desde los novedosos contactos diplomático-misioneros con los Mongoles que llevan a cabo fray Giovanni da Pian del Carpine (1245) y fray William de Rubruck (1252), hasta las sorprendentes entradas en la China que realiza fray Odorico da Pordenone (1320-1330) y fray Giovanni da Marignoli (1338), sin olvidar la intensa actividad misionera de Giovanni da Montecorvino (1279-1328) en la región del Pérsico, Irán y Armenia. Los arduos trabajos de la presencia franciscana en Tierra Santa y la singular labor evangelizadora en el norte y oriente de la Europa en el siglo XV, unidas a los primeros avances en el norte de África, completan la imagen de lo que podemos considerar antecedentes históricos de la evangelización de América.

¿Cuáles son, entonces, las líneas que van a dar singularidad al proyecto misionero del hermano menor en América? Se pueden señalar, al menos, las siguientes:

1. El encuentro con lo que con toda propiedad se llamó «el Nuevo Mundo». Como quiera que sea, las entradas en los pueblos del Asia, y aun de la China, corresponden a experiencias en regiones, si se quiere, exóticas, legendarias, o quizá míticas, pero, en fin de cuentas, parte de un mundo conocido -aunque fuera a través de la leyenda- para el hombre europeo. Lo mismo puede decirse de las entradas al África. En cambio, el continente americano resultaba no sólo desconocido, pero ni siquiera imaginado para la mente europea. Esta peculiaridad hará que cualquier entrenamiento o experiencia misionera anterior al «Descubrimiento» de América, tenga serias limitaciones. Lo inesperado del encuentro con América y con unas culturas totalmente ajenas a las del Viejo Mundo, exigían programas evangelizadores apropiados a las nuevas realidades.

2. Si bien en Europa se había tenido la experiencia de la expansión imperial a través de la conquista -caso del imperio romano- o de expansión del cristianismo precedida de conquista -caso de los principados del norte y oriente de Alemania, entre otros-, en América se va a dar la circunstancia de coincidir ambas cosas, expansión imperial (de España y Portugal) y expansión del cristianismo (evangelización), en un momento en el que dos fuerzas del mundo moderno, nacionalismo y mercantilismo, empiezan a despertar. Esta circunstancia hará que los proyectos evangelizadores se enfrenten ante nuevos retos, en los que se contaba con poca o nula experiencia en el mundo medieval. Hay, sin embargo, el aspecto positivo de también coincidir el descubrimiento de América con el despertar del Renacimiento, en el que las inquietudes por el saber humano, por la educación, por una nueva sociedad, intervendrán de alguna forma en los proyectos evangelizadores.

Tenemos así, al menos, tres elementos que le dan peculiaridad al proyecto evangelizador de los hermanos menores en América: la herencia y experiencia evangelizadora del hermano menor previa al descubrimiento de América; la singularidad e independencia del desarrollo religioso y cultural del continente americano; y la singularidad del momento histórico en el que se lleva a cabo la evangelización.

IV. PROYECTOS EVANGELIZADORES
Y HERENCIA FRANCISCANA

Hablar históricamente de la herencia espiritual franciscana puede resultar más complejo que hablar teológicamente de ella. Me explico. Recoger, sistematizar y estudiar a través de los escritores franciscanos, pensadores y maestros, las ideas sobre un determinado tema de espiritualidad es tarea ardua, si se quiere, pero de resultados concretos, sobre todo si se tiene la voluntad, la perseverancia y el entrenamiento para ello. Seguir y estudiar ese pensamiento, no en los escritos, sino en la actividad del hermano menor, es una tarea igualmente ardua, pero con resultados menos tangibles. El actuar franciscano está caracterizado por una gran espontaneidad, en la que el ingenio individual aparece, con frecuencia, con más fuerza que lo que podríamos llamar el signo de la Orden.

Seguir el pensamiento espiritual y teológico franciscano sobre la misión antes del descubrimiento de América es tarea aún por hacerse, pero hay elementos importantes de los que se puede echar mano. Tenemos, por ejemplo, a Adam Marsh y su Tractatus Theologicus Politicus, o Roger Bacon y su Moralis Philosophia, y sobre todo los escritos misioneros del franciscano seglar Raymundo Lulio, íntimamente ligado a los hermanos menores y a sus actividades. De estos pensadores, el último de ellos es el que podría ofrecer elementos más significativos para un proyecto evangelizador en América, debido a su gran preocupación por el aprendizaje de los idiomas nativos y por la formulación de una ciencia común -la matemática- con argumentos universales, para llegar al conocimiento de la verdad religiosa.

A estos teólogos de la misión, y en más de una ocasión en relación con ellos, como, por ejemplo, en el caso de Roger Bacon y William de Rubruck, hay que añadir los grandes misioneros de los siglos XIII y XIV que a través de cartas, relaciones y otros escritos, ayudaron a crear el patrimonio espiritual franciscano sobre la misión.

Se puede suponer que los hermanos de fines del siglo XV, en vísperas del descubrimiento de América, bien a través de los estudios de teología o del saber común de la Orden, tuvieron acceso a este patrimonio espiritual sobre la misión. Nos consta que al menos, en lo que se refiere a la experiencia misionera de la China, hubo sobresalientes misioneros de América, como fray Juan de Zumárraga y fray Martín de Valencia, que hacen importantes referencias a ella. Hacia fines del siglo XVI, y ciertamente ya en un contexto histórico diferente, otros misioneros, como fray Martín Ignacio de Loyola -sobrino de san Ignacio-, iniciaron su experiencia evangelizadora en el extremo oriente.

Sin embargo, en general, la tradición misionera de los hermanos menores que llegan a América, proviene de un contexto mucho más circunscrito al vivir franciscano de la reforma observante, primordialmente de España, pero sin excluir los círculos observantes de los Países Bajos, Francia e Italia. Tienen en común estos grupos la lucha por el retorno al ideal primitivo de la Orden: vida fraternal sencilla, itinerante, en pobreza, en contacto con el pueblo, pero sin abandonar el cultivo intenso de la contemplación. Hay diversos grados de compromiso en esta lucha por el retorno al ideal primitivo, desde los que intentan hacerlo en forma ordenada e institucional -sería el caso de los observantes apoyados y fomentados por el cardenal fray Francisco Jiménez de Cisneros, de los cuales salen las primeras misiones para el Caribe-, hasta los luchadores radicales, considerados casi vagabundos y extravagantes, de los que sale el grupo de los «12 primeros evangelizadores» de México.

Es este ideal de reforma de fines del siglo XV y principios del XVI el lugar donde se forjan los primeros proyectos misioneros para América, en los que encontramos peculiares y hasta el momento poco conocidas y difundidas características. Así, en la misión de 1500, organizada y enviada por el cardenal Cisneros, con la plena colaboración del Vicario general de la Orden, Oliver Maillard, el programa evangelizador incluye retornar a su libertad a los indios que sin permiso había enviado Cristóbal Colón a España, y liberar a la Española «del poderío del Faraón (Colón)», ya que con sus abusos no se podría evangelizar a los indios. De hecho, Colón fue regresado prisionero a España, acompañado de fray Francisco Ruiz. Singular programa es también el que encontramos pocos años después, en 1517, llevado a cabo en las costas de Venezuela por un grupo de franciscanos observantes franceses («Picardos»). Se trata de un interesante ensayo de evangelización sin conquista, apoyado nuevamente por el promotor de la reforma franciscana española, Cisneros, y por el Capítulo general de la Orden celebrado en Rouen en 1516.

Uno de los más célebres grupos de misioneros del siglo XVI es, sin duda, el de los así llamados «doce primeros misioneros de México», salidos de uno de los movimientos más radicales de la observancia en España, el de fray Juan de Guadalupe. Su proyecto de vida franciscana iniciado en Extremadura, tierra de Conquistadores, bajo una fuerte dosis de radicalidad evangélica -su entidad original se llamaba del Santo Evangelio-, fue convertido en proyecto evangelizador para México por otro gran entusiasta de la misión en América, el Ministro general fray Francisco de los Ángeles Quiñones. Los dos documentos que redacta en 1523 para esta misión, la Obediencia y la Instrucción, pueden considerarse textos clásicos dentro de la historia del pensamiento franciscano sobre evangelización. En ellos resaltan las grandes inquietudes de la reforma observante convertidas en programas de evangelización: vivir el evangelio en amor de Dios y del prójimo, en minoridad y radicalidad, a ejemplo de Francisco, en testimonio de fraternidad y fidelidad evangélica, como medio de conversión al cristianismo. Se subraya la vocación y compromiso misionero de la Orden, la contemplación como soporte de esa vocación y la primacía de la fidelidad evangélica sobre la guarda de «ceremonias y ordenaciones». Aun cuando estos textos están redactados con el lenguaje teológico de su momento, siguen siendo de singular importancia para entender la misión franciscana en América.

Recientemente está llamando mucho la atención entre los investigadores este ideal de reforma y retorno a los modelos originales de la Orden en la evangelización de América. Se le ha intentado, incluso, conectar con los movimientos milenaristas de la Baja Edad Media y con las corrientes de los «espirituales» franciscanos de la misma época. Se puede encontrar, en efecto, algún elemento de esos movimientos, disperso entre los grandes evangelizadores de América. Sin restar importancia a estos intentos interpretativos, creo que el hecho de mayor consideración para nosotros es el que se refiere a la continua conexión que hay entre movimientos reformistas y grandes momentos evangelizadores, no sólo en los primeros años, sino a través de toda la historia de la evangelización. Así, la fundación de los Colegios de Propaganda Fide a fines del siglo XVII -de innegable importancia en la evangelización de regiones marginales del imperio español-, está muy relacionada con un retorno a los ideales de la observancia. Hay que añadir que se trata de movimientos reformistas auténticos y sinceros, pues los hay también de índole formalista o legal, como fue, por ejemplo, el establecimiento de conventos recoletos en casi todas las provincias americanas, desde mediados del siglo XVII, sin mayor compromiso evangelizador, en ese momento. Es interesante, además, notar que la única provincia descalza establecida en América, la de San Diego de México, no se envolvió en ningún proyecto evangelizador sino hasta fines del siglo XVIII, cuando ya estaba casi de salida la época colonial. El caso de Filipinas es distinto, pues allí descansó toda la misión en la provincia descalza de San Gregorio. La conclusión parece ser que, en el caso de la evangelización de América, no se pueden separar proyectos evangelizadores de anhelos de retorno a la observancia, y que ésta debe ser sincera, no formal ni oficial, para tener un influjo en la evangelización.


V. PROYECTOS EVANGELIZADORES
Y REALIDADES AMERICANAS

Sin embargo, un retorno a los ideales originales de la Orden, por muy rico que pueda ser en su significado espiritual, no puede por sí solo explicarnos los proyectos evangelizadores, sus partes luminosas y sus limitaciones, sus éxitos y sus fracasos. Hay que ir a las realidades del mundo americano de hace cinco siglos, para ver en qué forma la herencia espiritual de Francisco de Asís y sus seguidores da pautas al hermano menor en su actividad evangelizadora, en qué forma le ayuda a comprender un mundo espiritual tan diverso del suyo, y qué actitudes fomenta en el mismo para acercarse al sujeto de la evangelización.

Partiendo del hecho de la multiplicidad de experiencias evangelizadoras del hermano menor en América, según ya se señaló anteriormente, quisiera tomar aquí el caso de México, no como modelo, sino como un punto de referencia para intentar responder a los cuestionamientos anteriores. La evangelización de México tiene la ventaja de haberse iniciado en un momento (1524) en el que se contaba ya con cierta madurez en ese campo, después de los diversos ensayos realizados en la zona del Caribe, en donde inclusive para esos años se tenía ya fundada una Provincia. Por otra parte, al iniciarse la evangelización de México existe todavía suficiente flexibilidad, tanto en la administración política como en la eclesial, para dar al hermano menor cierta apertura en sus proyectos evangelizadores. Finalmente, el hermano menor se encontró en México con las altas culturas de Mesoamérica que le dieron oportunidad de introducirse en ese rico mundo espiritual y enfrentarse ante el gran reto de su evangelización.

1. EL HERMANO MENOR EVANGELIZADO

Efectivamente, el primer gran desafío del hermano menor en sus proyectos evangelizadores fue penetrar y entender un mundo cultural desarrollado en moldes totalmente diferentes de los de la cultura occidental. Llave de la nueva cultura era lo que fray Juan de Tecto, en una simple pero profunda frase, llamó «la Teología que San Agustín desconoció»: los idiomas indígenas. Parece claro que en este punto los hermanos de esa época siguen siendo modelo para todos nosotros. Sin contar con los medios con los que nosotros contamos en la actualidad, proporcionados por las ciencias etnográficas y lingüísticas, los franciscanos de México para 1529 hablaban ya tan bien el «nahuatl», especie de koiné para los pueblos de mesoamérica, que uno de ellos, fray Pedro de Gante, lo escribía mejor que su propio idioma. Dos años más tarde, otro de ellos, posiblemente fray Luis de Fuensalida, tenía ya reducido a «arte» lo que parecía ser un idioma tan diverso de los moldes latinos. Se da así el caso que el Nahuatl tuvo gramática, gracias a los hermanos menores, muchos años antes que varios idiomas modernos de Europa.

Con tal instrumento, en un período menor de 10 años se contaba ya con buenos compendios catequéticos, los primeros de ellos ingeniosamente escritos en forma geroglífica, con los que se da comienzo a la gran enseñanza post-baptismal, de acuerdo al método adaptado por los frailes. Vistos a través de la teología actual, y leídos en su traducción española, los catecismos indígenas del siglo XVI podrían parecer extremadamente pobres, negativos o simples calcos de los catecismos contemporáneos europeos. Leídos en su idioma indígena, tal cual fue su propósito evangelizador original, nos indican una apertura al mundo religioso indígena, para esos tiempos, sorprendente. Llamar al Dios cristiano «Ipalnemoani» (Dador de la vida), «Atlahua» (Dueño de las Barrancas), «In Tonan, in Totah» (nuestra madre, nuestro padre), conceptos netamente indígenas, o llamar a Jesús «Temaquixtiani» (Libertador de la gente), o describir el concepto de la Encarnación como «Oquimocuilico in tomaceualnacayo» (tomó para sí nuestra carne de "macehuales" [gente común]), o la Redención como «Tlatolli in nemaquixtiloni» (la Palabra, la que libera la gente), no era precisamente copiar conceptos europeos en la cultura indígena. Con toda razón, una investigadora actual de esta literatura, por cierto nada simpatizante con la colonización española, ve en estos escritos al «evangelizador, evangelizado». (Louise M. Burkhart, The Slippery Earth).

2. EL PUENTE DE LA COMPRENSIÓN

La separación de los mundos culturales del hermano menor y del indígena mexicano era casi abismal. No son de extrañar, sobre todo en los primeros años, los malentendimientos, oposición y dura lucha entre los antiguos señores indígenas («Tlatoani»: "dueños de la palabra") y los evangelizadores. Sin embargo, la literatura religiosa del indígena cristiano, como la de los ejemplos anteriores y otra mucha que espera ser estudiada, nos muestra una importante compenetración de ambos mundos. ¿En dónde encontrar la explicación de este hecho?

Se podría pensar en el mundo renacentista, abierto a todo valor humano, dentro del cual varios de los primeros misioneros se educaron. Sin rechazar este dato, creo que deberíamos prestar atención a las pistas que los mismos misioneros nos dan.

Una vez que éstos empezaron a establecer contacto más íntimo con los indígenas, la opinión unánime entre los misioneros es que no se había conocido pueblo más apto para el mensaje evangélico que el de las Indias. Podría pensarse que se trata de una exageración piadosa, tan frecuente en la historia de las misiones; pero hay datos más seguros para entender este aprecio. Volvamos, nuevamente, a los ideales por el retorno al ideal primitivo franciscano, por el que tanto lucharon los primeros misioneros en el viejo mundo: la vida sencilla, el despojo radical, la pobreza, ésta última de papel tan importante en las discusiones sobre «la observancia». Lo que para los hermanos menores era un ideal casi irrealizable en el viejo mundo, se convierte en realidad en el nuevo mundo. Escribía fray Toribio de Benavente (cuyo nombre cambió al de Motolinia, «el que es pobre», por haberlo escuchado así a los Tlaxcaltecas):

«Estos indios en sí no tienen estorbo que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos y nos tienen sumidos, porque su vida se contenta con muy poco... y lo que más hace a el caso es que ya han venido en conocimiento de Dios, tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y la ley de Jesucristo. Cuando yo considero los enredos y embarazos de los españoles, querría tener gracia para me compadecer de ellos y mucho más y primero de mí» (Motolinia, Historia de los Indios de la Nueva España).

El desprendimiento natural de los indios hacía que otro singular misionero, fray Jerónimo de Mendieta, se expresara en la siguiente forma:

«Si el padre San Francisco viviera hoy en el mundo y viera a estos indios, se avergonzara y confundiera, confesando que no era su hermana la pobreza ni tenía que alabarse de ella».

Y añadía este pensamiento, digno de antología misionera:

«Digo esto, porque con ser los indios tan bajos y despreciados, cuanto algunos los quieren hacer, ha habido muchos de ellos que han mostrado muy deveras, en sus obras, el menosprecio del mundo y deseo de seguir a Jesucristo con tanta eficacia y con tan buen espíritu, cuanto yo, pobre español y fraile menor, quisiera haber tenido en seguimiento de la vida evangélica» (Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).

La radicalidad evangélica, entendida en su contexto del siglo XVI, se convertía en el puente de enlace entre el hermano menor y los pueblos indígenas de México.

3. EL RENACER DE LA IGLESIA PRIMITIVA: LA IGLESIA INDIANA

Este entusiasmo del hermano menor por el pueblo indígena de México, junto con el antiguo anhelo, común entre los grupos reformistas de la Orden, de purificar la Iglesia para volverla a su forma primitiva, dio origen a la idea, que se convierte en proyecto, de crear una iglesia indiana conforme al modelo de la Iglesia primitiva; más aún, se llega a la convicción de estar no sólo modelando una iglesia de acuerdo con la primitiva, sino de que «... ésta [la iglesia indiana] es la Iglesia primitiva...» (Cartas de Religiosos).

Característica principal de esta nueva Iglesia sería el ser una Iglesia para pobres y ella misma ser pobre, lo cual, decían los misioneros, «... no es cosa nueva, sino [que se trataba de] lo que la misma Iglesia de Cristo usó en los principios de su fundación». Sus obispos -elegidos, según algunos documentos, como en los capítulos provinciales- no tendrían ni iglesias catedrales, ni canónigos, ni dignidades, pues «traerían costa y provecho ninguno para los Indios». Los mismos obispos deberían vivir sin rentas ni diezmos. Y a aquellos que alegaban que este proyecto era inaceptable por contravenir leyes canónicas, tradiciones y costumbres de la Iglesia, respondían los hermanos menores:

«Recia cosa sería decir que vale más que lo instituido por los sagrados cánones se guarde inviolablemente en las Indias, aunque los naturales dellas nunca lleguen a ser buenos cristianos, que no que los indios vengan a ser buenos y verdaderos cristianos, variándose algunas sanciones y decretos de los que los Santos Padres establecieron» (Cartas de Religiosos).

Alguien podría pensar que se trata de frailes disconformes o de ideas escritas en documentos de limitado alcance; pero no es así. Estos conceptos se expresan por un amplio grupo de hermanos, algunos de los cuales, como fray Jerónimo de Mendieta, alcanzaron la confianza de los presidentes del Consejo Real de Indias y del mismo rey Felipe II. De hecho, la mayor parte de estas ideas aparece en cartas escritas a estas autoridades. Pero tampoco se trata, como anacrónicamente nos sentiríamos tentados a ver, de los orígenes de nuestra actual preocupación por el pueblo pobre latinoamericano. Las visiones teológicas de nuestros hermanos del siglo XVI se encontraban muy distantes de las nuestras. Todo lo cual no le resta importancia a los proyectos anteriores, pues lo que éstos nos están indicando es que fue necesario el encuentro con los indígenas de América para que el hermano menor se sintiera cuestionado en su vocación, y cuestionara, a su vez, la estructura de la Iglesia, al menos en relación con el pueblo indígena. En este sentido, la «observancia», tal como preveía el Ministro general, fray Francisco de los Ángeles Quiñones, no se reducía sólo a «guarda de leyes y ceremonias», sino que se convertía, ante la realidad de América, en audacia e ingenio para buscar modelos eclesiales que hicieran posible una adecuación mejor del mensaje evangélico a los nuevos pueblos.

4. LA «RESPÚBLICA» INDIANA Y LA «RESPÚBLICA» ESPAÑOLA Y SU DIFÍCIL CONVIVENCIA

El proyecto de una iglesia indiana diferente de la del viejo mundo era el resultado de un reformismo franciscano encarnado en la realidad indígena de América. Este proyecto eclesial, hay que añadir, no iba solo: estaba envuelto en varios programas sociales ya que, dentro de las limitaciones de su tiempo, el hermano menor no separó evangelización de preocupación social por el indígena evangelizado. Este tema, desde luego, se prestaría a amplias discusiones. Aquí quiero referirme únicamente a un proyecto, el de la «respública» indiana que se encuentra muy unido al de la iglesia indiana, y que, como éste, no se quedó en proyecto, sino que tuvo realizaciones concretas en la sociedad indígena. Con él, en cierto modo, el hermano menor trató de responder a la difícil relación entre pueblo conquistado y conquistador.

La conquista en sí, no era un hecho desconocido en la historia de la evangelización de los pueblos de Europa. Habría que aclarar además que, contra lo que generalmente se asume, la conquista no fue el único medio en el que se dio la evangelización en América. En el caso de México, que es al que aquí nos referimos, los principios de su evangelización sí están unidos a ella, pero en una forma, si se quiere, paradójica, al menos para los primeros franciscanos, pues el conquistador, Hernán Cortés, pasa a ser para ellos el Moisés del nuevo pueblo (pueblo indígena), mientras que los restantes conquistadores son los opresores.

Esta actitud tiene una explicación: las relaciones personales de los primeros frailes con Hernán Cortés fueron muy breves -cuatro meses escasos-, y se realizaron en un contexto de patrocinio, semejante al de los patronos de fundaciones franciscanas tan conocidos en el movimiento de la «observancia» en Extremadura. El contacto con la dura realidad de la conquista lo tuvieron los frailes con los sucesores de Cortés, muy particularmente con los integrantes de la primera Audiencia, contra los que los hermanos menores no sólo usaron el púlpito sino incluso penas eclesiásticas por sus abusos en contra de los Indios. Éstas son las circunstancias en las que nace la idea de una «respública» indiana, independiente de la «respública» española.

De acuerdo con este proyecto, los indígenas, con su «entendimiento vivo, recogido y socegado... y grande ingenio, y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios» (Motolinia, Historia), debían vivir ciertamente en «cristiana policía», pero con independencia de las ciudades españolas; bajo cristiano vasallaje al Rey, pero con sus autoridades indígenas. Este proyecto, ya en la mente de los frailes desde su primer contacto con los pueblos del centro de México, se convierte en programa a partir de las grandes conversiones en la década de 1530. De ahí su empeño en la alta educación del indígena, en su propia tierra, y con sus propios maestros, lo que llevó a la fundación del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco (1536), en donde se enseñó no sólo la gramática y las artes, sino filosofía, medicina e incluso teología, y del cual salieron gobernantes de pueblos indígenas, traductores y maestros de su propio colegio.

Pero el vasallaje al Rey, en su tradición medieval más pura, implicaba, entre otras cosas, el tributo, sobre el que se encuentran las opiniones más divergentes entre los frailes, principalmente por la íntima relación de éste con la «encomienda». Lo que para los primeros frailes parecía ser la única forma de mantener en paz la tierra (parecer de 1526), para los mismos, un cuarto de siglo después, se convertiría en piedra de escándalo, ya que «Cristo Nuestro Señor -decían- no vino a derramar su sangre por sus [de los Indios] tributos, sino por sus ánimas» (fray Pedro de Gante al Emperador, 1552). El citado fray Jerónimo de Mendieta es quizá el que mejor da cuenta de este problema en un texto digno de las «Florecillas». Narra Mendieta que, con motivo de las discusiones en México sobre las Leyes Nuevas de 1542 en que prácticamente se abolían las encomiendas, uno de los doce primeros, fray Francisco de Soto, más por importunación de los españoles que de entera voluntad, firmó un documento en favor de ellas. Poco después, añade el cronista,

«... mirándolo con madureza y advertencia, cayó en su alma un escrúpulo tan grande hallándose arrepentido de lo que había hecho. Y no pudiendo sufrir la inquietud que esto le causaba, rogó que le mostrasen la escriptura que se había firmado para estar más advertido de lo que en ella se contenía. Mostráronsela, y él, viendo su firma, rompióla y echándosela en la boca tragósela, diciendo que había sido engañado. Fue esta ocasión de otra persecución mayor para nuestros religiosos, porque en México les quitaron las limosnas, y los afrentaban cuando los veían, y pidiendo limosna de pan, decían algunas mujeres: Pues cómo, ¿los frailes no comen papel?» (Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).


VI. PROYECTOS EVANGELIZADORES.
ÉXITOS Y FRACASOS

Evidentemente estos temas nos podrían llevar a llenar páginas y más páginas en esta relación. Pero no se trata de colmarnos sólo de datos. Se han mencionado aquí dos proyectos de la evangelización franciscana en México, por encontrar en ellos una huella de la espiritualidad del hermano menor hecha realidad en el contacto con los pueblos de América. Desde luego, no son los únicos, aunque sí posiblemente sean de los más notables por el camino que abrieron a otros más. Creo, sin embargo, que es necesario no sólo mencionarlos sino también intentar un pequeño balance, no en un plan de recuento de pérdidas o ganancias, sino en el de una reflexión que, como se anunciaba al principio de esta ponencia, nos ayude a entender la aportación del hermano menor a la evangelización de nuestros pueblos.

1. EL CRISTIANISMO INDIANO

Al iniciarse la segunda mitad del siglo XVI se nota una febril actividad en la iglesia y sociedad indígena bajo el liderazgo de los hermanos menores. Programas para congregar en pueblos la dispersa población indígena, intensos trabajos catequéticos, obras de servicio urbano necesarias para los pueblos recién fundados, monumentales construcciones de iglesias y conventos: la iglesia y la «respública» indiana parecían convertirse en realidad.

Parte del éxito de estos programas se debe, sin duda, al apoyo de los primeros virreyes, Antonio de Mendoza y Luis de Velasco; pero no hay que olvidar la gran aportación del indígena, y la apertura del fraile para incluir dentro de los pueblos cristianos significativos elementos de la organización pre-hispánica, como jerarquías sociales, régimen de propiedad de tierras, organización de trabajo. Inclusive, pese a los decretos de los Concilios mexicanos, los hermanos menores aceptaban en sus iglesias, con toda naturalidad, modalidades de la antigua religión, incluyendo símbolos, cantos y danzas. Este asunto provocará, posteriormente, no leves controversias sobre la conversión del indígena, como abajo se verá.

Paradójicamente, es también en la segunda mitad del siglo XVI cuando los frailes empiezan a notar que sus grandes ideales se vienen abajo. Para el hermano menor, no son los acontecimientos de la primera mitad del siglo los que echan abajo sus proyectos, sino los cambios ocurridos en la segunda parte del siglo. Sus testimonios son muy interesantes, pues nos ofrecen una visión diferente de la que generalmente se maneja sobre los tropiezos del desarrollo de la nueva sociedad indígena.

2. CAMBIOS EN LA SOCIEDAD COLONIAL

La segunda mitad del siglo XVI trajo para México serios reajustes en la sociedad colonial que echarían por tierra gran parte de la visión idealista que para la sociedad indígena había programado el fraile. Un nuevo concepto y organización del gobierno colonial, más centralizado, tanto en asuntos civiles como eclesiásticos, impulsado por la mente administrativa de Felipe II y el Concilio de Trento, hacía casi imposible la idea de una «respública» e iglesia indiana bajo la protección de los frailes. Por otra parte, esa misma sociedad, que apenas empezaba a levantarse de los golpes de la conquista, volvió a verse quebrantada por las diversas epidemias que a partir de la década de 1540 redujo a menos de la mitad la población del altiplano mexicano. Por si esto fuera poco, este mismo período es testigo de la aparición de un nuevo elemento en la sociedad, el «criollo», español nacido en América, que de inmediato absorberá recursos humanos y materiales que antes estaban dedicados al indígena. La disrupción económica y social que estos cambios produjeron en el mundo colonial queda testimoniada por las tenaces disputas entre religiosos, gobernantes y colonizadores, que pelean por imponer sus propios proyectos sobre una sociedad indígena que tendía a la disminución.

Tratando de recoger el sentido religioso de estas discusiones, al menos como las percibe el hermano menor, podríamos referirnos a los grandes enemigos de los proyectos franciscanos del siglo XVI: las idolatrías, la indiana y la de «los cristianos».

3. LA IDOLATRÍA INDIANA

El proyecto de la «respública» indiana estaba fincado en la implantación del cristianismo y en la desaparición de la idolatría. En ambos objetivos se trabajó con grande empeño en la primera mitad del siglo XVI. Cuando ya se empezaban a ver los frutos externos de esos trabajos -nuevos pueblos, gran número de indígenas en la catequesis y en la práctica sacramental-, algunos de los frailes más perspicaces cayeron en la cuenta de que algo no andaba bien. Escribe fray Bernardino de Sahagún, posiblemente uno de los mejores conocedores de la cultura nahuatl:

«No se olvidaron [los primeros evangelizadores] en su predicación, del aviso que el Redemptor encomendó a sus discípulos y apóstoles cuando les dijo: estote prudentes sicut serpentes et simplices sicut columbae... Y aunque procedieron con recato en lo segundo, en lo primero faltaron... A todos nos fue dicho... que esta gente había venido a la fe tan de veras y estaban casi todos baptizados y tan enteros en la fe católica de la Iglesia Romana, que no había necesidad alguna de predicar contra la idolatría. Tuvimos esta información por muy verdadera y milagrosa... Hallóse después de pocos años muy evidentemente la falta que de la prudencia serpentina hubo en la fundación de esta Iglesia porque se ignoraba la conspiración que habían hecho entre sí los gobernantes y sacerdotes [indígenas] de recibir a Jesucristo entre sus dioses...» (Fray Bernardino de Sahagún, Historia de las cosas de la Nueva España).

La «conspiración» de los gobernantes y sacerdotes ponía en duda la conversión de los indígenas; necesario era, por lo mismo, acabar con todo lo idolátrico. En la visión teológica de ese tiempo, esta destrucción no tiene un sentido negativo. El hermano menor estaba convencido, como lo repite en varios documentos, de que las religiones indígenas eran obra «del demonio» para esclavizar unas personas que «por naturaleza» eran buenas. O sea que lo único que se necesitaba era quitar a los indígenas lo accidental, «lo idolátrico», para obtener, no digamos un buen cristiano, sino el mejor cristiano que pudiera existir en el mundo. Pocos años después el fraile cayó en la cuenta de su error de apreciación. Alrededor de la religión indígena, que no era algo accidental, sino substancial, estaba construido todo un sistema de valores que desaparecen con ella y al fraile le es difícil volver a restablecer. El hermano menor se dio cuenta de esto y, para crédito suyo, es el primero en reconocer su fracaso. Escribe Sahagún:

«Necesario fue destruir todas las cosas idolátricas, y todos los edificios idolátricos, y aun las costumbres de la república que estaban mezcladas con ritos de idolatría y acompañadas con ceremonia idolátrica, lo cual había casi en todas las costumbres que tenía la república con que se regía, y por esta causa fue necesario desbaratarlo todo y ponerles en otra manera de policía, que no tuviese ningún resabio de cosas de idolatría... [Y ahora] es gran vergüenza nuestra que los indios naturales, cuerdos y sabios antiguos, supieron dar remedio a los daños que esta tierra imprime en los que en ella viven... Y si aquella manera de regir no estuviera tan inficionada con ritos y supersticiones idolátricas, paréceme que era muy buena y si limpiada de todo lo idolátrico que tenía y haciéndola del todo cristiana, se introdujese en esta república indiana y española, cierto sería gran bien y sería causa de librar así a la una república como a la otra, de grandes males y de grandes trabajos a los que la rigen» (Sahagún, Historia de las Cosas de la Nueva España).

Gran valentía, y perspicacia, para su tiempo, muestra el hermano menor al reconocer que la antigua «manera de regir» de los mexicanos, aun cuando estaba llena de «ritos y supersticiones idolátricas», era mejor que la «cristiana» que ellos habían impuesto.

5. LA IDOLATRÍA DE LOS CRISTIANOS

El hermano menor de este período ve otra idolatría tan peligrosa o más que la anterior, ya que esta última escapa de su control, pese a su grande empeño de lucha contra ella: el afán de riqueza, que en palabras de Mendieta, llega a ser en la segunda mitad del siglo XVI el «gran mal: mal de los males», y la «fiera bestia que ha devastado y exterminado la viña, haciéndose adorar (como bestia del Apocalipsis) por universal señora».

De los innumerables memoriales que llegan al Consejo de Indias contra las políticas económicas de los reinos de ultramar, iniciadas a principios del reinado de Felipe II, posiblemente ninguno tan enérgico como los provenientes de los Franciscanos de México, alguno de los cuales, por su radicalidad, causó a su autor (fray Alonso de Maldonado) castigo en los tribunales. El hermano menor veía en esas políticas el abandono y la destrucción de todo su proyecto indiano, razón por la que sus críticas se hacen más duras. La riqueza, ya de por sí considerada despreciable dentro de los grupos de la observancia, se convierte en la «fiera pésima», destructora de los frutos de la iglesia indiana y de la prosperidad de su «respública». Mendieta, hacia fines del siglo XVI, dramáticamente describe esta destrucción en la siguiente forma:

«Quien vio (como yo vi) en esta Nueva España hervir los caminos como hormigueros de gente... todas las ciudades y pueblos autorizados con muchedumbre de principales viejos venerables que representaban unos romanos senadores; los patios de las iglesias (en especial los días de fiesta) antes que Dios amaneciese no caber la gente... y quien ve lo que (por nuestros pecados) vemos en la era de ahora que en las ciudades y pueblos no haya quedado indio principal, ni de lustre, los palacios de los antiguos señores por tierra... los caminos y calles desiertas, las iglesias vacías...» (Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).

Refiriéndose particularmente al sistema de «repartimiento» (trabajo remunerado pero compulsivo), que, como la mayor parte de los hermanos menores, considera lo más dañoso a la cristiandad, hace la siguiente reflexión, raras veces citada, pero sin duda una de las más valientes en nuestra historia misionera:

«Si nosotros fuéramos éstos [los indios] y éstos nosotros ¿qué hiciéramos y dijéramos? ¿Qué pensamientos fueran los nuestros si nos echaran este repartimiento? Paréceme que hiciéramos estos discursos y dijéramos: ¿qué ley es esta que estos hombres nos predican y enseñan con sus obras? ¿En qué buena ley cabe que siendo nosotros naturales de esta tierra, y ellos advenedizos, sin haberles nosotros a ellos ofendido, antes ellos a nosotros, les hayamos de servir por fuerza? ¿En qué razón y buena ley cabe, que habiendo nosotros recebido sin contradición la ley que ellos profesan, en lugar de hacernos caricias y regalos (como dicen lo hacen los moros con los cristianos que reciben en su secta) nos hagan sus esclavos, pues el servicio que nos compelen no es otra cosa sino esclavonía? ¿En qué buena ley y razón cabe que sobre usurparnos nuestras tierras (que todas ellas fueron de nuestros padres y abuelos) nos compelan a que se las labremos y cultivemos para ellos? ... Y tras estos discursos, concluirá con decir: Si ninguna ley con razón y justicia puede consentir alguna de las cosas aquí dichas, y todas ellas las consiente la ley de los cristianos, luego es la más mala del mundo y digna de ser aborrecida» (Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana).

REFLEXIÓN FINAL

Fray Jerónimo de Mendieta fue testigo de dos momentos singulares en la evangelización de México. El primero, que él llama la época dorada, abarcaría desde la llegada de los 12 hasta la muerte del virrey Luis de Velasco. El segundo, que él llama «la caída y derrumbamiento de la iglesia indiana», va de la implantación de las políticas administrativas de Felipe II hasta fines del siglo XVI. Su radicalismo, que, como han señalado varios investigadores, raya en lo apocalíptico, no le permitió ver un tercer momento, que fue el último que él vivió y en el cual empieza a aparecer la sociedad semi-rural o semi-indígena, que da lugar al núcleo mayoritario del pueblo mexicano hasta bien entrado el siglo XIX y en el que la actividad evangelizadora del hermano menor seguirá jugando un importante papel. De hecho, aún en la actualidad se puede encontrar dentro de la religiosidad del pueblo la fuerte huella de la herencia espiritual franciscana. Pero, volviendo a las reflexiones de Mendieta, no hay duda que, junto con las de otros misioneros contemporáneos suyos, como fray Bernardino de Sahagún, nos dan una idea de las inquietudes, luchas, aciertos y errores que el hermano menor encontró en su actividad evangelizadora.

A casi cinco siglos de distancia, ¿veríamos con el mismo pesimismo de Mendieta la tarea evangelizadora de nuestros hermanos del siglo XVI? Hay muchos que así lo creen. Se llega, incluso, al extremo de opinar que buena parte de esa tarea es un anti-testimonio evangélico. Yo diría que, ciertamente, no se trata de una labor perfecta, cosa que ni siquiera nuestros hermanos llegaron a pensar. Esa labor es parte de los humildes, y quizá un tanto confusos, orígenes de un largo proceso de práctica evangelizadora en la que seguimos comprometidos. Que en esa actividad haya habido errores de diversos tipos, como los habrá también entre nosotros, sería necedad negarlo. Pero injusto sería olvidar a aquellos hermanos que abandonándolo todo, con evangélica radicalidad, entregaron, en sentido pleno, su vida a la tarea evangelizadora. Nuestros mismos indígenas lo vieron así y dejaron testimonio de ello en su literatura. A uno de ellos, fray Pedro de Gante, escriben este poema a su muerte (1572):

In tlapalomoxtli moyollo
tipalapetolo, in quexquich mocuic,
in toconehuilia Jesucristo,
Zan tocontlayehuecalhui in San Palacisco ya,
yc nemico tlalpictac.

A o anqui yanella nomache,
maya pahpaquihuah
ma ic momalina tlayoli
tectlamacehui
on anqui ye tozcacauhtzin San Palacizco

 

Libro de colores es tu corazón
tú, padre Pedro, los que son tus cantos,
que a Jesucristo entonamos,
tú los haces llegar a San Francisco
el que vino a vivir en la tierra.

Así en verdad él es mi ejemplo,
alegraos
que se entreteja nuestra dicha;
por nosotros hace merecimiento
quien lleva un collar de plumas, San Francisco (Cantares mexicanos)

 

«Libro de pinturas -códice lleno de sabiduría- es el corazón de fray Pedro; collar de plumas finas -signo de alta dignidad indígena- lleva san Francisco. Los vencidos enriquecieron su propia visión de las realidades de su tiempo con la presencia de los rostros y corazones que habían llegado, los motoliniahnih, pobres de verdad, pero dueños de gran sabiduría» (Miguel León-Portilla, Los franciscanos vistos por el hombre nahuatl).

 

De esos motoliniahnih sigue necesitando la evangelización de América hoy. De ellos podemos aprender la auténtica vinculación de nuestra tarea evangelizadora con el carisma franciscano y con el pueblo evangelizado. El ideal original de nuestros hermanos de una «iglesia indiana» sigue siendo un reto a nuestros tiempos. ¡Qué mejor oportunidad que la presente para enfrentarnos con inteligencia y valentía a ese antiguo reto!

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Burkhart, Louise M., The Slippery Earth. Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth-Century Mexico. Tucson, University of Arizona Press, 1990.

León-Portilla, Miguel, Los Franciscanos vistos por el hombre Nahuatl. Testimonios Indígenas del siglo XVI. México, 1985.

Mendieta, Fray Jerónimo de, Historia Eclesiástica Indiana. 1.ª ed. México, 1870.

Motolinia, Fray Toribio de, Historia de los Indios de la Nueva España. 1.ª ed. México, 1858.

Sahagún, Fray Bernardino de, Historia de las Cosas de la Nueva España. 1.ª ed. México, 1938.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, núm. 59 (1991) 200-222]

 

https://www.franciscanos.org/historia/Morales-EvangelizacionfranciscanaenAmerica.htm

 





 

El entablado jesuita de Santa María de Cuevas: sobrevivencia y desarrollo de una tradición

 

Clara Bargellini

 

Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM

 

Resumen

La iglesia de Santa María de Cuevas, antigua misión jesuita en la Baja Tarahumara, estaba terminada en 1700. Parte importante de su adorno interior es un techo, o entablado, pintado, único en su género conservado en México. La revisión de la historia del templo lo sitúa dentro de la historia de la arquitectura de la región, en una época de crecimiento y ambiciones constructivas compartidas por colonos y jesuitas. Aunque la pérdida de evidencia y la carencia de estudios dificultan alcanzar resultados contundentes en cuanto a la identificación precisa de la tipología estructural del entablado, ciertos rasgos iconográficos lo relacionan con tradiciones de decoración arquitectónica que llegaron a la Nueva España en el siglo XVI y que, evidentemente, se extendieron hasta regiones marginales del virreinato donde todavía se conservan sus restos. Por otra parte, el examen de la iconografía de la decoración de la iglesia de Santa María en su conjunto revela la posible existencia de un programa que abarcaba todo el edificio, tanto la portada como el interior.

 

 

La iglesia es buena y bien adornada, así la testera principal
con un lienzo muy grande de la Asunción de bellísimo pincel,
como también los lados y el techo con pintura al temple muy
vistosa y curiosa.

Juan de Güenduláin, S.J., 17251

 

Dado a conocer en un catálogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia en 1986,2 el templo de la antigua misión jesuíta de Santa María de Cuevas, Chihuahua (fig. 1), fue señalado como particularmente relevante para la historia del arte novohispano algunos años después.3 Sin embargo, como es evidente en la breve descripción de 1725, redactada por un visitador jesuita y citada arriba, la iglesia siempre ha llamado la atención, en particular por su adorno interior. Se trataba, evidentemente, de un espacio pintado por completo en sus paredes y techo. Había óleos sobre lienzos que hacían las veces de retablos, pintura mural y también un techo figurado, que resulta ser una obra única en su tipo y época, todavía conservada prácticamente completa.

La planta del templo es un rectángulo, aproximadamente de 7.5 metros de ancho y 30 de largo (una simple proporción de 1:4), con ábside ochavado. Hoy se conservan en su interior partes de la decoración mural, el techo figurado y un fragmento de uno de los retablos pintados. Los murales que quedan a la vista están en el arco frente al presbiterio (fig. 2), en la pared de arriba del arco del vano que pasa al baptisterio (fig. 3) a la derecha de la entrada a la iglesia, en una cenefa que corre alrededor de todo el edificio inmediatamente debajo del techo (figs. 247) y en partes del baptisterio y de la sacristía. El resto queda recubierto por capas posteriores de pintura. El techo, a pesar de la pérdida de unas tablas, se ha conservado; está completamente pintado: en la nave (figs. 2 y 4), el presbiterio (fig. 5), el sotocoro (fig. 3), en el baptisterio y en la sacristía.4 Es evidente, por las formas y colores de los diseños, que la pintura de los techos y de las paredes fue pensada al mismo tiempo. Finalmente, ha sobrevivido a los estragos del tiempo la parte central de un retablo pintado, firmado por Juan Correa y dedicado a San Francisco Xavier, registrado como "un cuadro de perspectiva de San Francisco Xavier grande [...] en el cuerpo de la iglesia", en un inventario de 1753.5





En este ensayo pretendo comprender este espacio jesuita como conjunto, partiendo del análisis de la decoración del techo. Para tal fin, después de una breve descripción y de una revisión sintética del lugar de Santa María en la historia de la arquitectura norteña, buscaré definir la tipología de la decoración del techo, para identificar los orígenes y características de las tradiciones estructurales y artísticas en él asimiladas, y explicar cómo se integran sus motivos a un programa que abarca todo el edificio, incluyendo la portada y las pinturas del interior.

 

La historia y la arquitectura

Santa María de Cuevas (así llamada, al parecer, por unas cuevas localizadas en las cercanías del poblado) fue mencionada por primera vez en 1663, como visita de la misión de San Francisco Xavier Satevó.6 Todavía en 1678, los documentos indican que no había iglesia en Cuevas. En ese año, el misionero de Satevó, Juan Sarmiento, había empezado a corregir esa situación con la construcción de un templo y una casa en Santa María. Sarmiento también estaba reconstruyendo la misión de Satevó. En 1691, el padre Domingo Lizarralde, quien estaba entonces de misionero en Satevó, pidió que se dividiera la misión y, en efecto, en 1692 Santa María tenía su propio misionero, Sebastián Pardo, quien también atendía una visita en San Lorenzo (hoy Belisario Domínguez). Según Lizarralde, existía para entonces una iglesia en Santa María de Cuevas. Después de un año, Pardo había sido transferido al Tizonazo y Santa María era de nuevo visita de Satevó. El misionero siciliano Luis (Luigi) Mancuso, quien había estado en la cercana misión de San Francisco de Borja desde 1693, llegó a Santa María en 1696, lugar que se hizo cabecera otra vez, con visitas en San Lorenzo y Santa Rosalía. Mancuso estuvo en Cuevas hasta por lo menos 1718, simultáneamente sirvió como rector y visitador de la provincia jesuita de Tepehuanes y Tarahumara Baja entre 1714 y 1717, y apoyó la fundación del colegio jesuita en Chihuahua. Sus capacidades lo llevaron a ser rector del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo en la ciudad de México, donde residía en 1723. Sin embargo, podemos pensar que tenía un particular afecto por Santa María, ya que regresó a la misión donde murió en 1728.7 El padre Balthasar Peña, quien había estado en Satevó, sucedió a Mancuso en Santa María y allí murió en 1743. Siguió Felipe Calderón, quien se quedó hasta 1751. Los últimos misioneros de Santa María fueron Felipe Rico y Bernardo Treviño. Los dos estuvieron muy poco tiempo, ya que la misión estuvo entre las que fueron secularizadas voluntariamente por los jesuitas en 1753.

Estos datos escuetos sobre la administración de la misión permiten suponer que antes de 1691 no hubo una iglesia importante en Santa María. Es probable que haya habido un lugar asignado al culto, y bien pudo ser una construcción menor o un inicio de la construcción que hoy conocemos. Resulta lógico creer que, por el hecho de ser cabecera a partir de 1691, se haya procurado construir o terminar un templo más formal alrededor de esa fecha, que debe haber sido el que estaba, según Lizarralde, en 1692. Bien pudo tratarse del que se había iniciado en 1678 y que, por lo menos en parte, sea el mismo edificio que subsiste hasta la actualidad. Es importante reconocer, sin embargo, que para que Lizarralde dijera en 1692 que había iglesia en Santa María bastaba que existiese un edificio funcionando como tal; no prueba nada acerca de las características materiales precisas de su construcción. De todos modos, se puede sostener la hipótesis de la existencia de una iglesia alrededor de 1691, que podría coincidir con la presente, que es de arquitectura sencilla. Lo seguro es que el edificio actual de Santa María estaba terminado en 1700, fecha inscrita en la pared de arriba del arco por el lado del presbiterio, junto con el nombre de "Pintor Domingo Guerra f. año D. 1700",8 muy probablemente el autor de la decoración del techo y de los muros del templo. Los datos históricos también inducen a pensar que el padre Mancuso tuvo un papel relevante posiblemente en la construcción, pero muy probablemente en la decoración.

Para valorar la decoración del interior del templo de Cuevas, hay que agregar que las tres últimas décadas del siglo XVII fueron cruciales para la historia de la arquitectura en la Nueva Vizcaya, desde Durango hasta Parral, y también para las misiones jesuitas entre los tepehuanos y tarahumaras. Fue en esos años en que las iglesias de una nave, con ábside ochavado, como la de Santa María, o redondeado, y a veces con elevación diferenciada entre la nave y el presbiterio para dar lugar a una ventana que iluminara el altar (el claristorio transversal),9 empezaron a ser reemplazadas por edificios más complejos. Se introdujeron los cruceros, las plantas de tres naves y las bóvedas, tanto de mampostería como fingidas, de madera.10 La historia de esta nueva arquitectura en la zona inicia con la llegada al real de San José del Parral del maestro Simón de los Santos, "que lo es en la facultad de arquitectura", desde la ciudad de México, entre 1672 y 1678.11 De los Santos estuvo en Parral por lo menos hasta 1686, según la última fecha inscrita en la antigua parroquia de San José, su obra principal en el real de minas, que es la iglesia con bóvedas más antigua que se conserva actualmente en todo el vasto territorio que fue la Nueva Vizcaya.

Sin embargo, la nueva arquitectura no sustituyó del todo a la antigua. Más aún, probablemente la enriqueció de manera particular en los aspectos que interesan para Santa María de Cuevas: los conocimientos especializados de carpintería y la pintura mural. Conviene recordar que los jesuitas eran muy conocidos en Parral, ya que habían tenido misiones en la región desde la primera década del siglo XVII. La fundación de un colegio en 1684, con una pequeña iglesia adjunta que medía 22 por 9 varas, y que tenía "techo de madera", fue la culminación de su presencia en el real de minas. El apoyo para realizar esta obra vino de Luis de Simois, sobrino de uno de los patronos de la parroquia. Aunque nada de la arquitectura del colegio y de la iglesia jesuita de Parral parecería haber necesitado de los particulares conocimientos de Simón de los Santos, el arquitecto trabajó para los jesuitas en la misión de Nombre de Jesús en Carichí, donde se encontraba cuando fue llamado a la obra de la catedral de Durango, en 1698. En 172 5 el padre Güenduláin escribió acerca de Carichí:

La iglesia es la mejor de esta Provincia, de tres naves en la forma que estaba la Profesa antigua. Las maderas del artesón bien labradas y curiosamente pintadas. Los pilares son unos pinos de una pieza, de cuerpo tan grueso y tan bien labrados y pintados que a la primera vista parecen de piedra o de ladrillo.12

Ha desaparecido la pintura original en su interior, pero la iglesia de Carichí con sus columnas de troncos de pino existe todavía (fig. 6). Parece que De los Santos y probablemente algunos maestros u oficiales que trabajaban con él utilizaron en Carichí algunos de los mismos recursos de carpintería y pintura que vemos en Cuevas y en otras misiones. Hay que concluir que la construcción de Santa María de Cuevas, probablemente llevada a cabo entre 1678 y 1692, pese a tener un tipo relativamente sencillo en su estructura fundamental, se inserta en una historia de ambiciones arquitectónicas de los jesuitas en la región hacia finales del siglo XVII. En Cuevas estos anhelos se concentraron en el adorno del templo de la misión, emprendido en los años posteriores a su construcción.

 

El entablado de Santa María de Cuevas

Ya que el techo pintado de Santa María es el elemento más sobresaliente de lo que queda de la decoración interior de la iglesia, el resto de este ensayo se concentrará en encontrarle un lugar dentro de la historia del arte. Por ser el único ejemplo en su tipo que se conserva, la tarea no es sencilla. Empecemos por sus características físicas. Se trata de un alfarje de un solo orden de vigas. A su vez, éstas tienen ranuras continuas en sus bordes inferiores, dentro de las cuales se acomodan tabletas en sentido perpendicular a la dirección de las vigas. Unos listones largos ("saetinos")13 ayudan a sostener las tabletas y cubren las ranuras entre ellas y las vigas (figs. 2457). Estas tabletas, las caras inferiores de las vigas y los listones, en conjunto, conforman una superficie casi plana, que se puede denominar "entablado".14 El entablado de Santa María se integra a la estructura portante del techo, que son las vigas, pero es claro que se trataba de proporcionar un campo lo más libre posible para que se pudiera desarrollar allí un programa pictórico. Más aún, parece que se anticipó esta finalidad desde la propia construcción del techo.

En un primer momento, la existencia de un gran número de artesones de madera pintados en Michoacán15 me llevó a pensar que pudo haber una relación estrecha entre estas obras y la de Santa María. Se tienen, además, numerosas noticias de presencia michoacana en la población del centro-norte, así como de nexos comerciales.16 A pesar de todas estas relaciones, el estudio y la observación más cuidadosa de algunos casos aconsejan reformular esta hipótesis, porque los artesones pintados que hoy se conservan en Michoacán no son parte integral de las techumbres como en Santa María. Más aún, el entablado de Cuevas es más antiguo que prácticamente todos los techos michoacanos que se conservan. Por lo pronto, y reconociendo la necesidad de ulteriores estudios tanto en Michoacán como en Chihuahua, podemos seguir pensando que los techos michoacanos son importantes para Santa María, como referencia y comparación, pero no necesariamente como origen directo de una tradición artesanal.17 Más bien, el origen de lo que se hizo tanto en la Tarahumara como en Michoacán estaría en una tradición aún más antigua.

A pesar de que el techo de Santa María es el ejemplo más antiguo que conozco hasta el momento en México con su particular forma de construcción y decoración, no cabe de ninguna manera afirmar que haya sido ni el primero ni el único. En el siglo XVII hubo en toda la Nueva España un proceso general de sustitución de techos de madera por cubiertas de bóveda, y en el siglo XX la sustitución de techos de vigas por cemento o estructuras metálicas con aluminio ha sido desastrosa para la historia de la arquitectura. Los techos de madera son muy pocos con relación a los que hubo, y están muy alterados en muchos casos, así que hemos perdido una gran cantidad de obras que podrían haber sido los antecedentes directos del techo pintado de Santa María. Por lo pronto, sin embargo, los únicos techos con este sistema de construcción que conozco en México están en la Baja Tarahumara, en las iglesias de las exmisiones jesuitas de Cuevas y en la sección central de la nave de Santa Cruz (hoy Rosario) (fig. 8). Es posible que el techo "curiosamente pintado" de Carichí haya sido del mismo tipo. Estos techos —y los otros que están mencionados en documentos, o que se conservan muy parcialmente—,18 confirman la importancia del entablado de Santa María, aunque no ayudan a rastrear sus orígenes en otras regiones.


Al no encontrar construcciones parecidas a la de Cuevas en otros techos novohispanos, amplié la búsqueda al resto de Latinoamérica. Existen muchos entablados en Sudamérica, pero casi no he encontrado estudios técnicos publicados, y hasta ahora ningún entablado del tipo del de Santa María.19 También he buscado posibles antecedentes europeos.20 Cabe señalar que, en la arquitectura eclesiástica europea de la época moderna, el techo plano es muy propio del Renacimiento, retomando la arquitectura clásica antigua. En efecto, abundan los techos planos en los siglos XV, XVI y XVII, generalmente decorados con casetones, y muchas veces con marcos y figuras en pintura y en relieve, en todos los lugares de Europa que tuvieron algún impacto en las tradiciones artísticas novohispanas y americanas en general: España, Portugal, Italia y Flandes (Bélgica). Se conservan también en ámbitos domésticos en Escocia. Sin embargo, los estudios histórico-artísticos sobre estos techos son pocos y se han enfocado más a la iconografía que a los métodos de construcción y a las características estructurales. Por otra parte, existen investigaciones técnicas sobre cubiertas medievales de tipo gótico o mudéjar, pero muy pocas sobre techos planos, a pesar de obras tan sobresalientes como, por ejemplo, los entablados medievales de la catedral de Peterborough, en Gran Bretaña, de San Miguel en Hildesheim, Alemania, y de Zillis, en Suiza. Una posible dirección para la investigación futura podría ser el estudio de los techos de los espacios domésticos y civiles, por la sencillez de la arquitectura del templo de Cuevas.21 De todos modos, la búsqueda de materiales comparativos debe seguir, ya que la pregunta acerca de la filiación del entablado de Santa María de Cuevas no puede considerarse cerrada.

 

El diseño del entablado

Mientras tanto, sin embargo, podemos avanzar por otro camino: el del diseño de la decoración del entablado de Santa María. Se pueden agrupar en tres tipos las distintas maneras en que se relacionaron los diseños de las cubiertas con la arquitectura en la Nueva España. Uno es el diseño que repite el mismo motivo, sin poner atención particular en la forma o dimensión del espacio a cubrir. Por lo general, los diseños de estos techos son geométricos y derivan de modelos del tratado de arquitectura del siglo XVI de Sebastián Serlio. La definición del espacio se da generalmente por elementos que enmarcan y, por lo tanto, delimitan y contienen los motivos repetitivos de la decoración del techo. Fue muy frecuente este tipo de decoración en los espacios conventuales del siglo XVI (fig. 9).


El segundo tipo de diseño consiste en motivos variados, a menudo curvilíneos y hasta con figuras, pero todo en relación con las divisiones de los espacios específicos de la arquitectura. Pueden variar los elementos en cada tramo, pero se marcan los extremos, los centros y las divisiones entre un espacio y otro. A diferencia del primer tipo, que puede extenderse en todas las direcciones, este diseño ayuda a percibir el espacio con precisión, midiéndolo. Tal vez el espacio paradigmático de este tipo de entablado es la Biblioteca Mediceo Laurenziana de Florencia, diseñada por Miguel Ángel.22 Allí, los motivos del techo y del piso se reflejan, y la articulación de las paredes los relaciona con precisión: el espectador puede percibir en este tipo de interior, viendo el techo o la bóveda, las dimensiones del espacio en términos de módulos, y, en el caso de la nave de una iglesia, se siente invitado a seguir una secuencia a lo largo de un eje longitudinal, marcado por los motivos centrales de la cubierta, a menudo diferenciados entre sí. Este tipo de decoración de techos es el que más se ha conservado en México. Lo tenemos en los conventos e iglesias del siglo XVI, como por ejemplo en la bóveda del coro de la iglesia de Tlayacapan, y existen muchos otros del siglo XVII, como en la capilla doméstica del noviciado jesuita de Tepotzotlán, la capilla del Rosario, y en la iglesia de Santo Domingo de Puebla, para citar algunos casos muy conocidos.

El tercer tipo de diseño fue introducido a la Nueva España de manera contundente por el pintor Cristóbal de Villalpando en la capilla de los Reyes de la catedral de Puebla en 1689.23 Tratándose de la apropiación de un espacio arquitectónico por un pintor, los elementos de la decoración son en su mayoría figurativos. Aunque la composición está anclada por unos sencillos motivos arquitectónicos pintados alrededor de la franja inferior de la cúpula para sugerir que está dividida en ocho secciones, lo que se busca es crear una ilusión que rompa los límites de la arquitectura. Las figuras ocupan un espacio que quiere representar el cielo en su infinitud. Este tipo de decoración, cuyos orígenes están en el Renacimiento italiano, tuvo acogida en toda Europa en el siglo XVII. Generalmente, como también sucedió en la Nueva España, se encuentra en cúpulas y en bóvedas, y tuvo también un desarrollo importante en el siglo XVIII. En Portugal y Brasil se desarrolló a menudo sobre entablados en diseños que buscan crear la ilusión de grandes espacios.24 A diferencia de los otros dos tipos de diseño, esta decoración apela a la contemplación desde posiciones precisas. No invita al movimiento unívoco y ordenado a lo largo de un eje, ni mucho menos a la medición racional del espacio, ya que lo que se experimenta es lo contrario. No está por demás recordar que entre los principales promotores de este tipo de decoración en Europa se encontraban los jesuitas, especialmente a través de las obras de Andrea Pozzo.25

Después de este recorrido, es evidente que en Santa María de Cuevas tenemos diseños de cubiertas principalmente del primero y del segundo tipos. En el sotocoro (fig. 3) encontramos el primer tipo de decoración, en la que los motivos se repiten para cubrir la extensión del techo. Vemos casetones clásicos, parecidos a los del libro IV del tratado de Serlio. En la nave y en el presbiterio (figs. 245), por otra parte, observamos más bien el segundo tipo de diseño, aunque con resabios del primero, así como atisbos del tercero, como veremos más adelante. Los cuadrados y rombos, con símbolos marianos al centro, proporcionan un eje longitudinal de acuerdo al espacio arquitectónico. Tanto estos elementos como el módulo de motivos florales que se repite a ambos lados son suficientemente grandes como para ser legibles desde abajo y proporcionan un sentido de medición del espacio. Nótese que en Santa María esta medición está impuesta desde el techo, ya que es difícil hablar de tramos al interior de un templo de planta tan sencilla y sin conocer la decoración original completa de los muros laterales. No hay que soslayar que los motivos florales del entablado no exhiben una relación precisa con los cuadrados y rombos del centro. Funcionan más como marco de los elementos centrales, o también como fondo, que como parte de un sistema de medición integrada. Abona esta impresión el hecho de que las dimensiones de los módulos florales no coinciden con los límites del espacio real del entablado. En los dos extremos de la nave (fig. 2), el pintor tuvo que añadir elementos para llenar la superficie de la cubierta. Estas irregularidades hacen pensar en los diseños repetitivos y sin límites fijos del primer tipo de decoración de techos.

Como en el primer tipo de diseño, en el entablado de Cuevas también se trata en gran parte de motivos de raigambre clásica difundidos por Serlio, entre otros. En los dibujos de techos que el tratadista propone como modelos, señalando que conviene que los fondos sean de color claro —recomendación seguida en Santa María—, se ven motivos estilizados de hojas, flores y animales, en esquemas de movimiento regular y rítmico, que son del tipo de los que aparecen en Cuevas. Serlio tomó estos motivos vegetales y florales de monumentos romanos, pero fueron aceptados con entusiasmo en el arte cristiano desde las catacumbas hasta prácticamente nuestros días, por su asociación con la idea de la belleza y del florecimiento que acompañan el concepto de paraíso y la abundancia de la gracia divina presente en la iglesia, tanto en la institución como en sus representaciones en arquitectura. Los ejemplos son incontables y se encuentran en paredes, techos y bóvedas, desde el Mausoleo de Galla Placidia, en Ravenna, hasta la iglesia Palatina de Carlomagno, en Aquisgrán, y los ábsides de San Clemente y Santa María Maggiore, en Roma, por mencionar sólo algunos ejemplos medievales muy conocidos. Los mismos motivos aparecen también en textiles utilizados en vestuario litúrgico, en vasos sagrados y en la decoración de páginas de libros. En pocas palabras, los senderos por los cuales estos motivos vegetales y florales pueden haber llegado a Santa María son muchos, pero con esto no se invalida el resultado fundamental de nuestra búsqueda de los orígenes artísticos del entablado de Santa María por el camino de la tipología. Se trata de maneras renacentistas de concebir el diseño de la ornamentación del espacio y de motivos de raigambre clásica, igualmente renacentistas.

Un elemento en particular de la decoración de Cuevas confirma esta conclusión. Hay que notar que los motivos de las flores, hojas y guías rebasan el entablado para correr también por toda la cenefa pintada en la pared inmediatamente debajo del cielo de la nave. Se trata de un solo motivo repetido muchas veces: una guía, en forma de S alargada, de hojas y flores estilizadas, que se extiende simétricamente a ambos lados de una cabecilla de angelito enmarcada por dos aves (fig. 7). Se trata de esquematizaciones de formas naturales dentro de un diseño regular y de un realismo delicado aunque repetitivo en la representación de los angelitos y de las aves. La pintura de la cenefa —se trata aquí de las paredes, ya no del entablado propiamente— es de buena calidad, como puede verse en la sutileza del colorido yen las variaciones en las cabecillas. Este esquema, de un elemento sagrado al centro y guías a los lados, está presente no sólo en Santa María, sino también en muchísimos metros de cenefas pintadas en conventos e iglesias novohispanas del siglo XVI. Hay casos parecidos a la cenefa de Santa María en los fragmentos recién encontrados en Tlatelolco26 y en el convento franciscano de Huaquechula, por ejemplo (fig. 10). En algunas cenefas del siglo XVI se ven las mismas guías en forma de cornucopias que podemos observar en Cuevas, las aves simétricas y las cabecillas de angelitos. Hay que subrayar que en Santa María ha desaparecido cualquier rasgo grutesco del tipo que está presente en Serlio y en algunos conventos; vemos más bien motivos renacentistas depurados y cristianizados, como es de esperar en obras posteriores al Concilio de Trento.


En síntesis, la ornamentación arquitectónica de Santa María nos remite con toda claridad a tradiciones de diseño y de iconografía renacentistas, adoptadas en el siglo XVI en la Nueva España. Esta conclusión sugiere que para entender el entablado de Cuevas debemos tomar en cuenta la extensa tradición de pintura mural desarrollada durante el siglo XVI, especialmente en los pueblos indígenas del Altiplano Central. Esta tradición no tiene por qué haber desaparecido del todo después de 1600, aunque la historia del arte así lo ha considerado hasta ahora en la práctica. El diseño, las formas y la calidad de la pintura de Santa María obligan más bien a pensar en un artista entrenado en una sólida y larga tradición de decoración arquitectónica, como sería justamente la de la pintura mural de los conventos del siglo XVI y su continuación en el siglo XVII. Esta hipótesis proporciona nuevas pistas para el examen del entablado de Santa María e identifica esta iglesia como una prueba relevante de la supervivencia y el desarrollo hasta por lo menos 1700 de una tradición que nació en los albores del arte novohispano.

 

La iconografía de la iglesia y de su decoración

Pese a que el techo de Cuevas nos remite en buena parte a modelos muy anteriores a 1700, en los cuadros y rombos centrales de la nave con sus símbolos sobre fondos de nubes, debemos reconocer una concesión a la ilusión de formas y espacios, análoga —toda proporción guardada— a la que plasmó Villalpando en la cúpula de Puebla. Los símbolos de la nave flotan entre nubes que rompen, por lo menos conceptualmente, el plano del entablado. Son, además, sólo parte de un bien desarrollado programa iconográfico que debe leerse en conjunto para entenderse cabalmente. Resulta ser un programa que confirma los orígenes renacentistas de la tradición pictórica desplegada en Santa María.

La iglesia está dedicada a la Asunción de la Virgen; es decir, su entrada al cielo en cuerpo y alma, llevada por los ángeles. El evento está asociado, por cronología, al último episodio de las narraciones marianas: su coronación como reina del cielo. En efecto, en la portada de la iglesia está María, representada por su monograma, coronada (fig. 1). Este relieve anticipa el tono de la iconografía que uno debe esperar encontrar adentro de la iglesia: la celebración de la Virgen María, reina del cielo. En efecto, en la nave (fig. 4), en los ocho cuadros y rombos del eje longitudinal del entablado están representados símbolos que aluden a títulos honoríficos de la Virgen (leyendo la secuencia desde el presbiterio hacia el coro): el sol, la luna, una estrella, un espejo, una azucena, una fuente, un rosal y un ciprés.

El papel sobresaliente de la Virgen en la historia de la salvación es una tradición muy antigua en la Iglesia Católica cuyos puntos más relevantes pueden sintetizarse en pocas líneas. Una de las claves de su desarrollo fue la decisión del Concilio de Efeso en 431 en el sentido de que María podía llamarse Madre de Dios (Theotokos). De allí se difundió el culto y la iconografía de la Virgen con el Niño Jesús que fue, por mucho, la representación más frecuente de María durante toda la larga Edad Media. Como madre de Dios, María tiene una comprensión completa de la misión salvadora de su hijo. Así, fue afirmándose la idea de que era corredentora de la humanidad. Este papel de casi igualdad con Jesús era acompañado por un deslizamiento de la figura de madre hacia la de esposa. Y como esposa de Jesús, María representa la iglesia que él prometió acompañar siempre. Un resultado de estas ideas sobre la Virgen que tuvo un impacto fundamental en las artes plásticas fue la necesidad creciente de representar sola a la figura de María; no con Jesús o en una escena narrativa, sino sola, como objeto de devoción. De todos los episodios de la vida de la Virgen que se conocían en la Edad Media tardía, el que más fácilmente permitía la representación de su figura aislada era la Asunción: María llevada al cielo por los ángeles. Por lo tanto, hubo un aumento relevante en las imágenes de la Asunción a partir de entonces. En este episodio, María podía presentarse ante los ojos de los fieles como figura de culto independiente de su hijo y de otros personajes o elementos. Si acaso, además de los ángeles que la acompañan, estarían los apóstoles, maravillados ante el milagro de la Asunción, a quienes los fieles deben imitar en alabar y venerar a María.

Así las cosas, hacia principios del siglo XVI se dio un desarrollo iconográfico ulterior con particular fuerza en España: la invención de otra imagen en la que la Virgen aparece sola, rodeada por elementos simbólicos inspirados en el Cantar de los cantares de la Biblia.27 Desde entonces esta imagen fue identificada como la Inmaculada Concepción, pero también se le llama la Tota pulchra, justamente por las palabras del Cantar de los cantares (4:7) y para distinguirla de la imagen que ahora consideramos típica de la Inmaculada española, que se conformó un poco más tarde. Desde el primer momento fueron frecuentes en las representaciones de la Inmaculada elementos que pertenecen propiamente a la historia de la Asunción y llegada al cielo de María. Por ejemplo, se retrataba a la Virgen de la Inmaculada, con las manos juntas, rodeada por símbolos inspirados en el Cantar de los cantares, y al mismo tiempo coronada por la Trinidad. Parece que se querían concentrar en una sola imagen de esta mujer portentosa todos los motivos principales de la gloria de María. Además, muy pronto se agregaron a María Inmaculada, asunta y coronada en el cielo, rodeada de símbolos, algunos elementos de la visión relatada por san Juan. La mujer del Apocalipsis, salvada del dragón, se había identificado desde mucho tiempo atrás con la Iglesia salvada del demonio. Ya que a María se le identifica con la Iglesia, no fue difícil integrar también esta imagen a las representaciones de la Inmaculada. Eventualmente, la Totapulchra del siglo XVI fue transformada en la Inmaculada clásica del arte español y novohispano del siglo XVII. Es la mujer en el cielo, resplandeciente como el sol, parada sobre la luna, con una corona de estrellas, con unos símbolos a su alrededor, y a veces con el demonio bajo los pies.

Después de este apretado recorrido iconográfico, debería ser evidente que la representación que tenemos en Cuevas corresponde a la primera etapa de la iconografía inmaculista, la de la Tota pulchra del siglo XVI que integra la Asunción, pero menos a la mujer del Apocalipsis. Esta conclusión nos ayuda a entender todos los elementos y su lugar en la arquitectura de Santa María. Empecemos con el inicio de la letanía, que es el sol en el presbiterio. María es bella o brillante como el sol. ¿Qué quiere decir esto? La pista está arriba del arco frente al presbiterio. Desde la época paleocristiana este arco fue asociado con el triunfo de Cristo sobre la muerte y, por lo tanto, se le llama arco triunfal. Es totalmente apropiada la presencia de Cristo en su monograma (IHS) sobre el arco del lado de su espacio, el presbiterio (fig. 5), arriba del altar donde se hace presente en la Eucaristía. Además, Cristo es el sol al que se equipara María en las letanías. Antes de ser una metáfora para María, en la tradición cristiana el sol es una metáfora para Cristo. Entonces, cuando se dice que María es como el sol, lo que se está afirmando es que María es como Cristo, corredentora. Por eso, todas las letanías inician con la metáfora del sol; es decir, con el concepto de la unidad y casi paridad de María y Jesús.

Pero el arco tiene dos lados, y por el lado de la nave —detrás de donde está el monograma de Jesús— está el monograma de María, coronado como en la portada (fig. 2). María, indisolublemente unida a Jesús en las piedras del arco, está del lado que corresponde al espacio arquitectónico ocupado por los fieles, es decir, la humanidad cristiana, en contraste con el presbiterio, que es el espacio de la divinidad y del sacerdote. Las pinturas de los ángeles en las enjutas que se ven desde la nave explican el lugar de María en la cumbre del arco triunfal.

Llevan filacterias con una inscripción dividida en dos: beatam me dicent /omnes generationes (todas las generaciones futuras me llamarán bendita). Son palabras que vienen del Magnificat, la oración que dijo María cuando, ya encinta, visitó a su prima Isabel, y ésta reconoció al Salvador, que todavía estaba por nacer. El evento, nominado la Visitación, tiene importancia teológica en cuanto a que fue la primera manifestación de la presencia de Jesús como ser humano, aunque aún estaba en el vientre de María. Con esta inscripción, María se presenta a los fieles reunidos en el templo de Cuevas como humana, pero digna de ser glorificada por toda la historia futura por ser la madre de Dios.

Con estas lecturas del presbiterio y del arco triunfal tenemos elementos suficientes para plantear los conceptos que se desarrollaban en la decoración de toda la iglesia. En síntesis, María estaba presente en el presbiterio tanto en una pintura como en una escultura de la Asunción, que representa el glorioso final de su vida humana y el inicio de su reino en el cielo. En el techo, el sol recuerda su identidad con Cristo-Dios desde siempre y para siempre. Es el espacio de mayor densidad teológica. En el arco triunfal las referencias son a la Encarnación de Cristo como hombre y alabanza debida a María, por ser su madre. En la nave se recuerdan frases del Cantar de los cantares y de varios textos piadosos: bella como la luna, estrella del mar (o estrella matutina), espejo sin mancha, azucena entre espinas, fuente de salvación, rosa sin espinas, ciprés en Sión. Los símbolos son algunos de los más representados en las composiciones de la Tota pulchra del siglo XVI. Como María asunta, a la que representan en este caso, los símbolos están en el cielo entre nubes, en las únicas partes del techo que sugieren una ilusión espacial. Alrededor, en la cenefa, muchos angelitos acompañan los símbolos de María, así como rodearon a María misma en su Asunción y la veneran en el cielo. Todo se desarrolla en la parte superior del edificio, arriba de pinturas murales que representaban hojas y flores que aluden a la presencia y al florecimiento de la gracia divina en el espacio sagrado de la iglesia.

La iconografía de Santa María responde, por lo tanto, a ideas que sólo pueden entenderse cabalmente dentro de la arquitectura en su totalidad, pero también dentro de un conjunto de imágenes e ideas gestadas desde mucho tiempo antes y desarrolladas a lo largo de siglos, que maduraron en estas formas particulares hacia 1500 y pasaron poco después a la Nueva España. Seguían presentes en Cuevas hacia 1700. Y lo mismo puede decirse de elementos importantes del diseño del techo. Al situar el entablado dentro de su tradición formal y estética —de decorar cubiertas de iglesias—, concluimos que se utilizaron esquemas compositivos con raigambre en el siglo XVI en los que había concordancia entre la decoración y el espacio arquitectónico.

Finalmente, entre las conclusiones de este estudio quiero subrayar dos hechos en particular, atestiguados por la decoración de Santa María de Cuevas, y relevantes para la historia del arte novohispano. Uno es que ya había pintores en la Baja Tarahumara por lo menos a partir de finales del siglo XVII. Lo sabíamos por varios documentos, pero en Santa María está la evidencia irrefutable de su presencia in situ. El segundo hecho es que el pintor de Santa María conocía la tradición de decoración mural establecida en el centro del virreinato desde el siglo XVI. Las pruebas están a la vista. Ambos hechos, además de proporcionar datos antes desconocidos, tienen repercusiones para nuestra manera de entender no sólo el arte de Santa María, de la Nueva Vizcaya y de los jesuitas, sino también el arte del virreinato en general.

 

Notas

1. Juan de Güenduláin, Carta al Padre Provincial Joseph de Arjo, Chihuahua, Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Archivo Histórico de Hacienda, 18 de mayo de 1725, vol. 2009, exp. 99, f. II.

2Monumentos Históricos Inmuebles. Chihuahua, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1986, vol. III, pp. 787-788.

3. Clara Bargellini, Misiones y presidios de Chihuahua, México, Gobierno del Estado de Chihuahua, 1997, pp. 92-95; "Three Jesuit Churches of the Baja Tarahumara: Jesús Carichí, San Borja, and Santa María de Cuevas", en Transformations on the Mission Frontier: Texas and Northern Mexico, Selected Papers of the 1997 Symposium, San Antonio, Texas, Our Lady of the Lake University, 1998, pp. 49-53; "Santa María de Cuevas" en Luisa Elena Alcalá (coord.), Fundaciones jesuíticas en Iberoamérica, Madrid, El Viso, 2002, pp. 372-377. En la actualidad, al lugar se le llama generalmente Santa María de Cuevas, pero en documentos novohispanos es frecuente Santa María de las Cuevas.

4. La decoración de los muros y techos de estos dos espacios consiste en motivos fitomorfos estilizados y en fragmentos de marmoleado. Los dejo a un lado del análisis que sigue, ya que son espacios subsidiarios y los elementos son similares a los del interior de la iglesia.

5. AGN, Californias, vol. 64, exp. 14, f. 310.

6. Los siguientes datos históricos, a menos que se indique otra cosa, fueron proporcionados por Susan Deeds, "Santa María de Cuevas", ms. inédito, 2003; véase de la misma autora Defiance and Deference in Mexico's Colonial North, Austin, University of Texas Press, 2003, pp. 140-141.

7. Sobre Luis Mancuso véase José Gutiérrez Casillas, Diccionario bio-bibliográfico de la Compañía de Jesús en México, México, Editorial Tradición, 1977, vol. XXVI, pp. 97-98.

8. La fecha fue descubierta en mayo de 200i, después de haberse retirado un cielo raso que cubría el techo del presbiterio, durante los estudios técnicos que llevaban a cabo el Instituto Nacional de Antropología e Historia de Chihuahua, Misiones Coloniales de Chihuahua, A.C., y el Instituto Chihuahuense de Cultura en Santa María.

9. El estudio clásico sobre estos edificios con claristorio transversal es el de George Kubler, The Religious Architecture of New Mexico, Colorado Springs, Taylor Museum, 1940, y una nueva edición de la University of New Mexico Press, 1991. En años recientes han habido trabajos arqueológicos en las misiones de Nuevo México que han ampliado mucho nuestros conocimientos sobre este tipo de iglesias: James E. Ivey, In the Midst of a Loneliness: The Architectural History of the Salinas Missions, Santa Fe, New Mexico, National Park Service, 1988.

10. Clara Bargellini, "La arquitectura y el arte de las misiones: procesos y ejemplos", en Misiones para Chihuahua, México, México Desconocido, 2004, pp. 128-147; "At the Center on the Frontier: The Jesuit Tarahumara Missions of New Spain", en Thomas Dacosta Kaufmann, Time and Place: The Geohistory of Art, Londres, Ashgate Press, 2005, pp. 113-134; "Arquitectura jesuita en la Tarahumara: ¿centro o periferia?", en Órdenes religiosas entre América y Asia. Ideas para una historia misionera de los espacios coloniales, México, El Colegio de México (en prensa).

11. Clara Bargellini, La arquitectura de la plata, México/Madrid,Universidad Nacional Autónoma de México/Turner, 1991, pp. 218-220, de donde provienen los datos que siguen en el texto sobre Simón de los Santos, Parral y Durango.

12. AGN, Historia, 20, exp. 3, f. 3v.

13. Enrique Nuere, La carpintería de armar española, Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, Léxico, ad vocem. Agradezco las indicaciones sobre éste y otros puntos técnicos e históricos a los colegas Rafael López Guzmán y Humberto Rodríguez Camilloni.

14. Debo esta atinada sugerencia, basada en un léxico histórico, a Gloria A. Álvarez Rodríguez y a Alfonso Pacheco Hernández.

15. Gloria A. Álvarez Rodríguez, Los artesones michoacanos, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 2000. Véase también Rafael López Guzmán, Arquitectura y carpintería mudéjar en Nueva España, México, Azabache, 1992.

16. Chantal Cramaussel, "Relaciones entre la Nueva Vizcaya y la provincia de Michoacán", Relaciones, vol. 24,100, otoño 2004, pp. 173-203.

17. Quiero agradecer la generosidad y paciencia de Gloria A. Álvarez Rodríguez y Alfonso Pacheco Hernández, quienes me proporcionaron información sobre techos michoacanos poco conocidos y me dieron sus opiniones sobre estos problemas.

18. Bargellini, "La arquitectura y el arte...", op. cit., pp. 144-145.

19. Para un estudio detallado de un entablado en Tunja, véase Pilar Jaramillo de Zuleta, Coro alto de Santa Clara, Bogotá, El Navegante Editores, 1991.

20. Para esta búsqueda, además de la ayuda de los colegas mencionados en notas anteriores, agradezco las sugerencias de Patricia Díaz Cayeros y María Feliciano.

21. En este sentido son muy interesantes los techos escoceses: M. R. Apted, The Painted Ceilings of Scotland, 1550-1650, Edimburgo, Her Majesty's Stationary Office, 1996.

22. Maria Ida Catalano, Il Pavimento della Biblioteca Mediceo Laurenziana, Florencia, Cantini, 1992.

23. Juana Gutiérrez Haces (coord.), Cristóbal de Villalpando, México, Fomento Cultural Banamex/Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grupo Modelo, 1997, pp. 218-221.

24. Magno Moraes Mello, A pintura de tectos em perspectiva no Portugal de D. Joao V, Lisboa, Editorial Estampa, 1998.

25. Robert England, The Baroque Ceiling Paintings in the Churches of Rome, 1600-1750, Hildesheim/Nueva York, Olms, 1979; Juergen Schulz, Venetian Painted Ceilings of the Renaissance, Berkeley/Los Angeles, University of California Press, 1968; Ingrid Sjöström, Quadratura. Studies in Italian Ceiling Painting, Estocolmo, University of Sockholm, 1978.

26La Jornada, 28 de enero de 2006, p. 4a, fotografía.

27. Suzanne Stratton, La Inmaculada Concepción en el arte español, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1989, cap. 2.

http://www.analesiie.unam.mx/index.php/analesiie/article/view/2248/2663

 





















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