El entablado jesuita de Santa María de Cuevas: sobrevivencia y
desarrollo de una tradición
Clara Bargellini
Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM
Resumen
La iglesia de Santa
María de Cuevas, antigua misión jesuita en la Baja Tarahumara, estaba terminada
en 1700. Parte importante de su adorno interior es un techo, o entablado,
pintado, único en su género conservado en México. La revisión de la historia
del templo lo sitúa dentro de la historia de la arquitectura de la región, en
una época de crecimiento y ambiciones constructivas compartidas por colonos y
jesuitas. Aunque la pérdida de evidencia y la carencia de estudios dificultan
alcanzar resultados contundentes en cuanto a la identificación precisa de la
tipología estructural del entablado, ciertos rasgos iconográficos lo relacionan
con tradiciones de decoración arquitectónica que llegaron a la Nueva España en
el siglo XVI y que, evidentemente, se extendieron hasta regiones marginales del
virreinato donde todavía se conservan sus restos. Por otra parte, el examen de
la iconografía de la decoración de la iglesia de Santa María en su conjunto
revela la posible existencia de un programa que abarcaba todo el edificio,
tanto la portada como el interior.
La iglesia es
buena y bien adornada, así la testera principal
con un lienzo muy grande de la Asunción de bellísimo pincel,
como también los lados y el techo con pintura al temple muy
vistosa y curiosa.
Juan de
Güenduláin, S.J., 17251
Dado
a conocer en un catálogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia en
1986,2 el templo de
la antigua misión jesuíta de Santa María de Cuevas, Chihuahua (fig. 1), fue señalado como
particularmente relevante para la historia del arte novohispano algunos años
después.3 Sin embargo,
como es evidente en la breve descripción de 1725, redactada por un visitador
jesuita y citada arriba, la iglesia siempre ha llamado la atención, en
particular por su adorno interior. Se trataba, evidentemente, de un espacio
pintado por completo en sus paredes y techo. Había óleos sobre lienzos que
hacían las veces de retablos, pintura mural y también un techo figurado, que
resulta ser una obra única en su tipo y época, todavía conservada prácticamente
completa.
La planta del templo es
un rectángulo, aproximadamente de 7.5 metros de ancho y 30 de largo (una simple
proporción de 1:4), con ábside ochavado. Hoy se conservan en su interior partes
de la decoración mural, el techo figurado y un fragmento de uno de los retablos
pintados. Los murales que quedan a la vista están en el arco frente al
presbiterio (fig. 2), en la pared
de arriba del arco del vano que pasa al baptisterio (fig. 3) a la derecha
de la entrada a la iglesia, en una cenefa que corre alrededor de todo el
edificio inmediatamente debajo del techo (figs. 2, 4, 7) y en partes del
baptisterio y de la sacristía. El resto queda recubierto por capas posteriores
de pintura. El techo, a pesar de la pérdida de unas tablas, se ha conservado;
está completamente pintado: en la nave (figs. 2 y 4), el presbiterio (fig. 5), el sotocoro
(fig. 3), en el
baptisterio y en la sacristía.4 Es evidente, por las formas y
colores de los diseños, que la pintura de los techos y de las paredes fue
pensada al mismo tiempo. Finalmente, ha sobrevivido a los estragos del tiempo
la parte central de un retablo pintado, firmado por Juan Correa y dedicado a
San Francisco Xavier, registrado como "un cuadro de perspectiva de San
Francisco Xavier grande [...] en el cuerpo de la iglesia", en un
inventario de 1753.5
En este ensayo pretendo
comprender este espacio jesuita como conjunto, partiendo del análisis de la
decoración del techo. Para tal fin, después de una breve descripción y de una
revisión sintética del lugar de Santa María en la historia de la arquitectura
norteña, buscaré definir la tipología de la decoración del techo, para
identificar los orígenes y características de las tradiciones estructurales y
artísticas en él asimiladas, y explicar cómo se integran sus motivos a un
programa que abarca todo el edificio, incluyendo la portada y las pinturas del
interior.
La historia y la
arquitectura
Santa María de Cuevas
(así llamada, al parecer, por unas cuevas localizadas en las cercanías del
poblado) fue mencionada por primera vez en 1663, como visita de la misión de
San Francisco Xavier Satevó.6 Todavía en 1678, los documentos
indican que no había iglesia en Cuevas. En ese año, el misionero de Satevó,
Juan Sarmiento, había empezado a corregir esa situación con la construcción de
un templo y una casa en Santa María. Sarmiento también estaba reconstruyendo la
misión de Satevó. En 1691, el padre Domingo Lizarralde, quien estaba entonces
de misionero en Satevó, pidió que se dividiera la misión y, en efecto, en 1692
Santa María tenía su propio misionero, Sebastián Pardo, quien también atendía
una visita en San Lorenzo (hoy Belisario Domínguez). Según Lizarralde, existía
para entonces una iglesia en Santa María de Cuevas. Después de un año, Pardo
había sido transferido al Tizonazo y Santa María era de nuevo visita de Satevó.
El misionero siciliano Luis (Luigi) Mancuso, quien había estado en la cercana
misión de San Francisco de Borja desde 1693, llegó a Santa María en 1696, lugar
que se hizo cabecera otra vez, con visitas en San Lorenzo y Santa Rosalía.
Mancuso estuvo en Cuevas hasta por lo menos 1718, simultáneamente sirvió como
rector y visitador de la provincia jesuita de Tepehuanes y Tarahumara Baja
entre 1714 y 1717, y apoyó la fundación del colegio jesuita en Chihuahua. Sus
capacidades lo llevaron a ser rector del Colegio Máximo de San Pedro y San
Pablo en la ciudad de México, donde residía en 1723. Sin embargo, podemos
pensar que tenía un particular afecto por Santa María, ya que regresó a la misión
donde murió en 1728.7 El padre Balthasar Peña, quien
había estado en Satevó, sucedió a Mancuso en Santa María y allí murió en 1743.
Siguió Felipe Calderón, quien se quedó hasta 1751. Los últimos misioneros de
Santa María fueron Felipe Rico y Bernardo Treviño. Los dos estuvieron muy poco
tiempo, ya que la misión estuvo entre las que fueron secularizadas
voluntariamente por los jesuitas en 1753.
Estos datos escuetos
sobre la administración de la misión permiten suponer que antes de 1691 no hubo
una iglesia importante en Santa María. Es probable que haya habido un lugar
asignado al culto, y bien pudo ser una construcción menor o un inicio de la
construcción que hoy conocemos. Resulta lógico creer que, por el hecho de ser
cabecera a partir de 1691, se haya procurado construir o terminar un templo más
formal alrededor de esa fecha, que debe haber sido el que estaba, según
Lizarralde, en 1692. Bien pudo tratarse del que se había iniciado en 1678 y
que, por lo menos en parte, sea el mismo edificio que subsiste hasta la
actualidad. Es importante reconocer, sin embargo, que para que Lizarralde
dijera en 1692 que había iglesia en Santa María bastaba que existiese un
edificio funcionando como tal; no prueba nada acerca de las características
materiales precisas de su construcción. De todos modos, se puede sostener la
hipótesis de la existencia de una iglesia alrededor de 1691, que podría
coincidir con la presente, que es de arquitectura sencilla. Lo seguro es que el
edificio actual de Santa María estaba terminado en 1700, fecha inscrita en la
pared de arriba del arco por el lado del presbiterio, junto con el nombre de
"Pintor Domingo Guerra f. año D. 1700",8 muy probablemente el autor de la
decoración del techo y de los muros del templo. Los datos históricos también
inducen a pensar que el padre Mancuso tuvo un papel relevante posiblemente en
la construcción, pero muy probablemente en la decoración.
Para valorar la
decoración del interior del templo de Cuevas, hay que agregar que las tres
últimas décadas del siglo XVII fueron cruciales para la historia de la
arquitectura en la Nueva Vizcaya, desde Durango hasta Parral, y también para
las misiones jesuitas entre los tepehuanos y tarahumaras. Fue en esos años en
que las iglesias de una nave, con ábside ochavado, como la de Santa María, o
redondeado, y a veces con elevación diferenciada entre la nave y el presbiterio
para dar lugar a una ventana que iluminara el altar (el claristorio
transversal),9 empezaron a ser reemplazadas por
edificios más complejos. Se introdujeron los cruceros, las plantas de tres
naves y las bóvedas, tanto de mampostería como fingidas, de madera.10 La historia de esta nueva
arquitectura en la zona inicia con la llegada al real de San José del Parral
del maestro Simón de los Santos, "que lo es en la facultad de
arquitectura", desde la ciudad de México, entre 1672 y 1678.11 De los Santos estuvo en Parral
por lo menos hasta 1686, según la última fecha inscrita en la antigua parroquia
de San José, su obra principal en el real de minas, que es la iglesia con
bóvedas más antigua que se conserva actualmente en todo el vasto territorio que
fue la Nueva Vizcaya.
Sin embargo, la nueva
arquitectura no sustituyó del todo a la antigua. Más aún, probablemente la
enriqueció de manera particular en los aspectos que interesan para Santa María
de Cuevas: los conocimientos especializados de carpintería y la pintura mural.
Conviene recordar que los jesuitas eran muy conocidos en Parral, ya que habían
tenido misiones en la región desde la primera década del siglo XVII. La
fundación de un colegio en 1684, con una pequeña iglesia adjunta que medía 22
por 9 varas, y que tenía "techo de madera", fue la culminación de su
presencia en el real de minas. El apoyo para realizar esta obra vino de Luis de
Simois, sobrino de uno de los patronos de la parroquia. Aunque nada de la
arquitectura del colegio y de la iglesia jesuita de Parral parecería haber
necesitado de los particulares conocimientos de Simón de los Santos, el
arquitecto trabajó para los jesuitas en la misión de Nombre de Jesús en
Carichí, donde se encontraba cuando fue llamado a la obra de la catedral de
Durango, en 1698. En 172 5 el padre Güenduláin escribió acerca de Carichí:
La iglesia es la mejor
de esta Provincia, de tres naves en la forma que estaba la Profesa antigua. Las
maderas del artesón bien labradas y curiosamente pintadas. Los pilares son unos
pinos de una pieza, de cuerpo tan grueso y tan bien labrados y pintados que a
la primera vista parecen de piedra o de ladrillo.12
Ha desaparecido la
pintura original en su interior, pero la iglesia de Carichí con sus columnas de
troncos de pino existe todavía (fig. 6). Parece que
De los Santos y probablemente algunos maestros u oficiales que trabajaban con
él utilizaron en Carichí algunos de los mismos recursos de carpintería y
pintura que vemos en Cuevas y en otras misiones. Hay que concluir que la
construcción de Santa María de Cuevas, probablemente llevada a cabo entre 1678
y 1692, pese a tener un tipo relativamente sencillo en su estructura
fundamental, se inserta en una historia de ambiciones arquitectónicas de los
jesuitas en la región hacia finales del siglo XVII. En Cuevas estos anhelos se
concentraron en el adorno del templo de la misión, emprendido en los años
posteriores a su construcción.
El entablado de
Santa María de Cuevas
Ya que el techo pintado
de Santa María es el elemento más sobresaliente de lo que queda de la
decoración interior de la iglesia, el resto de este ensayo se concentrará en
encontrarle un lugar dentro de la historia del arte. Por ser el único ejemplo
en su tipo que se conserva, la tarea no es sencilla. Empecemos por sus
características físicas. Se trata de un alfarje de un solo orden de vigas. A su
vez, éstas tienen ranuras continuas en sus bordes inferiores, dentro de las
cuales se acomodan tabletas en sentido perpendicular a la dirección de las
vigas. Unos listones largos ("saetinos")13 ayudan a sostener las tabletas y
cubren las ranuras entre ellas y las vigas (figs. 2, 4, 5, 7). Estas tabletas,
las caras inferiores de las vigas y los listones, en conjunto, conforman una
superficie casi plana, que se puede denominar "entablado".14 El entablado de Santa María se
integra a la estructura portante del techo, que son las vigas, pero es claro
que se trataba de proporcionar un campo lo más libre posible para que se
pudiera desarrollar allí un programa pictórico. Más aún, parece que se anticipó
esta finalidad desde la propia construcción del techo.
En un primer momento,
la existencia de un gran número de artesones de madera pintados en Michoacán15 me llevó a pensar que pudo haber
una relación estrecha entre estas obras y la de Santa María. Se tienen, además,
numerosas noticias de presencia michoacana en la población del centro-norte,
así como de nexos comerciales.16 A pesar de todas estas
relaciones, el estudio y la observación más cuidadosa de algunos casos
aconsejan reformular esta hipótesis, porque los artesones pintados que hoy se
conservan en Michoacán no son parte integral de las techumbres como en Santa
María. Más aún, el entablado de Cuevas es más antiguo que prácticamente todos
los techos michoacanos que se conservan. Por lo pronto, y reconociendo la
necesidad de ulteriores estudios tanto en Michoacán como en Chihuahua, podemos
seguir pensando que los techos michoacanos son importantes para Santa María,
como referencia y comparación, pero no necesariamente como origen directo de
una tradición artesanal.17 Más bien, el origen de lo que se
hizo tanto en la Tarahumara como en Michoacán estaría en una tradición aún más
antigua.
A pesar de que el techo
de Santa María es el ejemplo más antiguo que conozco hasta el momento en México
con su particular forma de construcción y decoración, no cabe de ninguna manera
afirmar que haya sido ni el primero ni el único. En el siglo XVII hubo en toda
la Nueva España un proceso general de sustitución de techos de madera por
cubiertas de bóveda, y en el siglo XX la sustitución de techos de vigas por
cemento o estructuras metálicas con aluminio ha sido desastrosa para la
historia de la arquitectura. Los techos de madera son muy pocos con relación a
los que hubo, y están muy alterados en muchos casos, así que hemos perdido una
gran cantidad de obras que podrían haber sido los antecedentes directos del
techo pintado de Santa María. Por lo pronto, sin embargo, los únicos techos con
este sistema de construcción que conozco en México están en la Baja Tarahumara,
en las iglesias de las exmisiones jesuitas de Cuevas y en la sección central de
la nave de Santa Cruz (hoy Rosario) (fig. 8). Es posible
que el techo "curiosamente pintado" de Carichí haya sido del mismo
tipo. Estos techos —y los otros que están mencionados en documentos, o que se
conservan muy parcialmente—,18 confirman la importancia del
entablado de Santa María, aunque no ayudan a rastrear sus orígenes en otras
regiones.
Al no encontrar
construcciones parecidas a la de Cuevas en otros techos novohispanos, amplié la
búsqueda al resto de Latinoamérica. Existen muchos entablados en Sudamérica,
pero casi no he encontrado estudios técnicos publicados, y hasta ahora ningún
entablado del tipo del de Santa María.19 También he buscado posibles
antecedentes europeos.20 Cabe señalar que, en la
arquitectura eclesiástica europea de la época moderna, el techo plano es muy
propio del Renacimiento, retomando la arquitectura clásica antigua. En efecto,
abundan los techos planos en los siglos XV, XVI y XVII, generalmente decorados
con casetones, y muchas veces con marcos y figuras en pintura y en relieve, en
todos los lugares de Europa que tuvieron algún impacto en las tradiciones
artísticas novohispanas y americanas en general: España, Portugal, Italia y
Flandes (Bélgica). Se conservan también en ámbitos domésticos en Escocia. Sin
embargo, los estudios histórico-artísticos sobre estos techos son pocos y se
han enfocado más a la iconografía que a los métodos de construcción y a las
características estructurales. Por otra parte, existen investigaciones técnicas
sobre cubiertas medievales de tipo gótico o mudéjar, pero muy pocas sobre
techos planos, a pesar de obras tan sobresalientes como, por ejemplo, los
entablados medievales de la catedral de Peterborough, en Gran Bretaña, de San
Miguel en Hildesheim, Alemania, y de Zillis, en Suiza. Una posible dirección
para la investigación futura podría ser el estudio de los techos de los
espacios domésticos y civiles, por la sencillez de la arquitectura del templo
de Cuevas.21 De todos modos, la búsqueda de
materiales comparativos debe seguir, ya que la pregunta acerca de la filiación
del entablado de Santa María de Cuevas no puede considerarse cerrada.
El diseño del
entablado
Mientras tanto, sin
embargo, podemos avanzar por otro camino: el del diseño de la decoración del
entablado de Santa María. Se pueden agrupar en tres tipos las distintas maneras
en que se relacionaron los diseños de las cubiertas con la arquitectura en la
Nueva España. Uno es el diseño que repite el mismo motivo, sin poner atención
particular en la forma o dimensión del espacio a cubrir. Por lo general, los
diseños de estos techos son geométricos y derivan de modelos del tratado de
arquitectura del siglo XVI de Sebastián Serlio. La definición del espacio se da
generalmente por elementos que enmarcan y, por lo tanto, delimitan y contienen
los motivos repetitivos de la decoración del techo. Fue muy frecuente este tipo
de decoración en los espacios conventuales del siglo XVI (fig. 9).
El segundo tipo de
diseño consiste en motivos variados, a menudo curvilíneos y hasta con figuras,
pero todo en relación con las divisiones de los espacios específicos de la
arquitectura. Pueden variar los elementos en cada tramo, pero se marcan los
extremos, los centros y las divisiones entre un espacio y otro. A diferencia
del primer tipo, que puede extenderse en todas las direcciones, este diseño
ayuda a percibir el espacio con precisión, midiéndolo. Tal vez el espacio
paradigmático de este tipo de entablado es la Biblioteca Mediceo Laurenziana de
Florencia, diseñada por Miguel Ángel.22 Allí, los motivos del techo y
del piso se reflejan, y la articulación de las paredes los relaciona con
precisión: el espectador puede percibir en este tipo de interior, viendo el
techo o la bóveda, las dimensiones del espacio en términos de módulos, y, en el
caso de la nave de una iglesia, se siente invitado a seguir una secuencia a lo
largo de un eje longitudinal, marcado por los motivos centrales de la cubierta,
a menudo diferenciados entre sí. Este tipo de decoración de techos es el que
más se ha conservado en México. Lo tenemos en los conventos e iglesias del
siglo XVI, como por ejemplo en la bóveda del coro de la iglesia de Tlayacapan,
y existen muchos otros del siglo XVII, como en la capilla doméstica del
noviciado jesuita de Tepotzotlán, la capilla del Rosario, y en la iglesia de
Santo Domingo de Puebla, para citar algunos casos muy conocidos.
El tercer tipo de
diseño fue introducido a la Nueva España de manera contundente por el pintor
Cristóbal de Villalpando en la capilla de los Reyes de la catedral de Puebla en
1689.23 Tratándose de la apropiación de
un espacio arquitectónico por un pintor, los elementos de la decoración son en
su mayoría figurativos. Aunque la composición está anclada por unos sencillos
motivos arquitectónicos pintados alrededor de la franja inferior de la cúpula
para sugerir que está dividida en ocho secciones, lo que se busca es crear una
ilusión que rompa los límites de la arquitectura. Las figuras ocupan un espacio
que quiere representar el cielo en su infinitud. Este tipo de decoración, cuyos
orígenes están en el Renacimiento italiano, tuvo acogida en toda Europa en el
siglo XVII. Generalmente, como también sucedió en la Nueva España, se encuentra
en cúpulas y en bóvedas, y tuvo también un desarrollo importante en el siglo
XVIII. En Portugal y Brasil se desarrolló a menudo sobre entablados en diseños
que buscan crear la ilusión de grandes espacios.24 A diferencia de los otros dos
tipos de diseño, esta decoración apela a la contemplación desde posiciones
precisas. No invita al movimiento unívoco y ordenado a lo largo de un eje, ni
mucho menos a la medición racional del espacio, ya que lo que se experimenta es
lo contrario. No está por demás recordar que entre los principales promotores
de este tipo de decoración en Europa se encontraban los jesuitas, especialmente
a través de las obras de Andrea Pozzo.25
Después de este
recorrido, es evidente que en Santa María de Cuevas tenemos diseños de
cubiertas principalmente del primero y del segundo tipos. En el sotocoro (fig. 3) encontramos
el primer tipo de decoración, en la que los motivos se repiten para cubrir la
extensión del techo. Vemos casetones clásicos, parecidos a los del libro IV del
tratado de Serlio. En la nave y en el presbiterio (figs. 2, 4, 5), por otra parte,
observamos más bien el segundo tipo de diseño, aunque con resabios del primero,
así como atisbos del tercero, como veremos más adelante. Los cuadrados y rombos,
con símbolos marianos al centro, proporcionan un eje longitudinal de acuerdo al
espacio arquitectónico. Tanto estos elementos como el módulo de motivos
florales que se repite a ambos lados son suficientemente grandes como para ser
legibles desde abajo y proporcionan un sentido de medición del espacio. Nótese
que en Santa María esta medición está impuesta desde el techo, ya que es
difícil hablar de tramos al interior de un templo de planta tan sencilla y sin
conocer la decoración original completa de los muros laterales. No hay que
soslayar que los motivos florales del entablado no exhiben una relación precisa
con los cuadrados y rombos del centro. Funcionan más como marco de los
elementos centrales, o también como fondo, que como parte de un sistema de medición
integrada. Abona esta impresión el hecho de que las dimensiones de los módulos
florales no coinciden con los límites del espacio real del entablado. En los
dos extremos de la nave (fig. 2), el pintor
tuvo que añadir elementos para llenar la superficie de la cubierta. Estas
irregularidades hacen pensar en los diseños repetitivos y sin límites fijos del
primer tipo de decoración de techos.
Como en el primer tipo
de diseño, en el entablado de Cuevas también se trata en gran parte de motivos
de raigambre clásica difundidos por Serlio, entre otros. En los dibujos de
techos que el tratadista propone como modelos, señalando que conviene que los
fondos sean de color claro —recomendación seguida en Santa María—, se ven
motivos estilizados de hojas, flores y animales, en esquemas de movimiento
regular y rítmico, que son del tipo de los que aparecen en Cuevas. Serlio tomó
estos motivos vegetales y florales de monumentos romanos, pero fueron aceptados
con entusiasmo en el arte cristiano desde las catacumbas hasta prácticamente
nuestros días, por su asociación con la idea de la belleza y del florecimiento
que acompañan el concepto de paraíso y la abundancia de la gracia divina
presente en la iglesia, tanto en la institución como en sus representaciones en
arquitectura. Los ejemplos son incontables y se encuentran en paredes, techos y
bóvedas, desde el Mausoleo de Galla Placidia, en Ravenna, hasta la iglesia Palatina
de Carlomagno, en Aquisgrán, y los ábsides de San Clemente y Santa María
Maggiore, en Roma, por mencionar sólo algunos ejemplos medievales muy
conocidos. Los mismos motivos aparecen también en textiles utilizados en
vestuario litúrgico, en vasos sagrados y en la decoración de páginas de libros.
En pocas palabras, los senderos por los cuales estos motivos vegetales y
florales pueden haber llegado a Santa María son muchos, pero con esto no se
invalida el resultado fundamental de nuestra búsqueda de los orígenes
artísticos del entablado de Santa María por el camino de la tipología. Se trata
de maneras renacentistas de concebir el diseño de la ornamentación del espacio
y de motivos de raigambre clásica, igualmente renacentistas.
Un elemento en
particular de la decoración de Cuevas confirma esta conclusión. Hay que notar
que los motivos de las flores, hojas y guías rebasan el entablado para correr
también por toda la cenefa pintada en la pared inmediatamente debajo del cielo
de la nave. Se trata de un solo motivo repetido muchas veces: una guía, en
forma de S alargada, de hojas y flores estilizadas, que se extiende
simétricamente a ambos lados de una cabecilla de angelito enmarcada por dos
aves (fig. 7). Se trata de
esquematizaciones de formas naturales dentro de un diseño regular y de un
realismo delicado aunque repetitivo en la representación de los angelitos y de
las aves. La pintura de la cenefa —se trata aquí de las paredes, ya no del
entablado propiamente— es de buena calidad, como puede verse en la sutileza del
colorido yen las variaciones en las cabecillas. Este esquema, de un elemento
sagrado al centro y guías a los lados, está presente no sólo en Santa María,
sino también en muchísimos metros de cenefas pintadas en conventos e iglesias
novohispanas del siglo XVI. Hay casos parecidos a la cenefa de Santa María en
los fragmentos recién encontrados en Tlatelolco26 y en el convento franciscano de
Huaquechula, por ejemplo (fig. 10). En algunas
cenefas del siglo XVI se ven las mismas guías en forma de cornucopias que
podemos observar en Cuevas, las aves simétricas y las cabecillas de angelitos.
Hay que subrayar que en Santa María ha desaparecido cualquier rasgo grutesco
del tipo que está presente en Serlio y en algunos conventos; vemos más bien
motivos renacentistas depurados y cristianizados, como es de esperar en obras
posteriores al Concilio de Trento.
En síntesis, la
ornamentación arquitectónica de Santa María nos remite con toda claridad a
tradiciones de diseño y de iconografía renacentistas, adoptadas en el siglo XVI
en la Nueva España. Esta conclusión sugiere que para entender el entablado de
Cuevas debemos tomar en cuenta la extensa tradición de pintura mural
desarrollada durante el siglo XVI, especialmente en los pueblos indígenas del
Altiplano Central. Esta tradición no tiene por qué haber desaparecido del todo
después de 1600, aunque la historia del arte así lo ha considerado hasta ahora
en la práctica. El diseño, las formas y la calidad de la pintura de Santa María
obligan más bien a pensar en un artista entrenado en una sólida y larga
tradición de decoración arquitectónica, como sería justamente la de la pintura
mural de los conventos del siglo XVI y su continuación en el siglo XVII. Esta
hipótesis proporciona nuevas pistas para el examen del entablado de Santa María
e identifica esta iglesia como una prueba relevante de la supervivencia y el
desarrollo hasta por lo menos 1700 de una tradición que nació en los albores
del arte novohispano.
La iconografía de
la iglesia y de su decoración
Pese a que el techo de
Cuevas nos remite en buena parte a modelos muy anteriores a 1700, en los
cuadros y rombos centrales de la nave con sus símbolos sobre fondos de nubes,
debemos reconocer una concesión a la ilusión de formas y espacios, análoga
—toda proporción guardada— a la que plasmó Villalpando en la cúpula de Puebla.
Los símbolos de la nave flotan entre nubes que rompen, por lo menos
conceptualmente, el plano del entablado. Son, además, sólo parte de un bien
desarrollado programa iconográfico que debe leerse en conjunto para entenderse
cabalmente. Resulta ser un programa que confirma los orígenes renacentistas de
la tradición pictórica desplegada en Santa María.
La iglesia está dedicada
a la Asunción de la Virgen; es decir, su entrada al cielo en cuerpo y alma,
llevada por los ángeles. El evento está asociado, por cronología, al último
episodio de las narraciones marianas: su coronación como reina del cielo. En
efecto, en la portada de la iglesia está María, representada por su monograma,
coronada (fig. 1). Este
relieve anticipa el tono de la iconografía que uno debe esperar encontrar
adentro de la iglesia: la celebración de la Virgen María, reina del cielo. En
efecto, en la nave (fig. 4), en los ocho
cuadros y rombos del eje longitudinal del entablado están representados
símbolos que aluden a títulos honoríficos de la Virgen (leyendo la secuencia
desde el presbiterio hacia el coro): el sol, la luna, una estrella, un espejo,
una azucena, una fuente, un rosal y un ciprés.
El papel sobresaliente
de la Virgen en la historia de la salvación es una tradición muy antigua en la
Iglesia Católica cuyos puntos más relevantes pueden sintetizarse en pocas
líneas. Una de las claves de su desarrollo fue la decisión del Concilio de
Efeso en 431 en el sentido de que María podía llamarse Madre de Dios (Theotokos). De
allí se difundió el culto y la iconografía de la Virgen con el Niño Jesús que
fue, por mucho, la representación más frecuente de María durante toda la larga
Edad Media. Como madre de Dios, María tiene una comprensión completa de la
misión salvadora de su hijo. Así, fue afirmándose la idea de que era
corredentora de la humanidad. Este papel de casi igualdad con Jesús era
acompañado por un deslizamiento de la figura de madre hacia la de esposa. Y
como esposa de Jesús, María representa la iglesia que él prometió acompañar
siempre. Un resultado de estas ideas sobre la Virgen que tuvo un impacto
fundamental en las artes plásticas fue la necesidad creciente de representar
sola a la figura de María; no con Jesús o en una escena narrativa, sino sola,
como objeto de devoción. De todos los episodios de la vida de la Virgen que se
conocían en la Edad Media tardía, el que más fácilmente permitía la
representación de su figura aislada era la Asunción: María llevada al cielo por
los ángeles. Por lo tanto, hubo un aumento relevante en las imágenes de la
Asunción a partir de entonces. En este episodio, María podía presentarse ante
los ojos de los fieles como figura de culto independiente de su hijo y de otros
personajes o elementos. Si acaso, además de los ángeles que la acompañan,
estarían los apóstoles, maravillados ante el milagro de la Asunción, a quienes
los fieles deben imitar en alabar y venerar a María.
Así las cosas, hacia
principios del siglo XVI se dio un desarrollo iconográfico ulterior con
particular fuerza en España: la invención de otra imagen en la que la Virgen
aparece sola, rodeada por elementos simbólicos inspirados en el Cantar
de los cantares de la Biblia.27 Desde entonces esta imagen fue
identificada como la Inmaculada Concepción, pero también se le llama la Tota
pulchra, justamente por las palabras del Cantar de los cantares (4:7)
y para distinguirla de la imagen que ahora consideramos típica de la Inmaculada
española, que se conformó un poco más tarde. Desde el primer momento fueron
frecuentes en las representaciones de la Inmaculada elementos que pertenecen
propiamente a la historia de la Asunción y llegada al cielo de María. Por
ejemplo, se retrataba a la Virgen de la Inmaculada, con las manos juntas,
rodeada por símbolos inspirados en el Cantar de los cantares, y
al mismo tiempo coronada por la Trinidad. Parece que se querían concentrar en
una sola imagen de esta mujer portentosa todos los motivos principales de la
gloria de María. Además, muy pronto se agregaron a María Inmaculada, asunta y
coronada en el cielo, rodeada de símbolos, algunos elementos de la visión relatada
por san Juan. La mujer del Apocalipsis, salvada del dragón, se había
identificado desde mucho tiempo atrás con la Iglesia salvada del demonio. Ya
que a María se le identifica con la Iglesia, no fue difícil integrar también
esta imagen a las representaciones de la Inmaculada. Eventualmente, la Totapulchra del
siglo XVI fue transformada en la Inmaculada clásica del arte español y
novohispano del siglo XVII. Es la mujer en el cielo, resplandeciente como el
sol, parada sobre la luna, con una corona de estrellas, con unos símbolos a su
alrededor, y a veces con el demonio bajo los pies.
Después de este
apretado recorrido iconográfico, debería ser evidente que la representación que
tenemos en Cuevas corresponde a la primera etapa de la iconografía inmaculista,
la de la Tota pulchra del siglo XVI que integra la Asunción,
pero menos a la mujer del Apocalipsis. Esta conclusión nos ayuda a entender
todos los elementos y su lugar en la arquitectura de Santa María. Empecemos con
el inicio de la letanía, que es el sol en el presbiterio. María es bella o
brillante como el sol. ¿Qué quiere decir esto? La pista está arriba del arco
frente al presbiterio. Desde la época paleocristiana este arco fue asociado con
el triunfo de Cristo sobre la muerte y, por lo tanto, se le llama arco
triunfal. Es totalmente apropiada la presencia de Cristo en su monograma (IHS)
sobre el arco del lado de su espacio, el presbiterio (fig. 5), arriba del
altar donde se hace presente en la Eucaristía. Además, Cristo es el sol al que
se equipara María en las letanías. Antes de ser una metáfora para María, en la
tradición cristiana el sol es una metáfora para Cristo. Entonces, cuando se
dice que María es como el sol, lo que se está afirmando es que María es como
Cristo, corredentora. Por eso, todas las letanías inician con la metáfora del
sol; es decir, con el concepto de la unidad y casi paridad de María y Jesús.
Pero el arco tiene dos
lados, y por el lado de la nave —detrás de donde está el monograma de Jesús—
está el monograma de María, coronado como en la portada (fig. 2). María,
indisolublemente unida a Jesús en las piedras del arco, está del lado que
corresponde al espacio arquitectónico ocupado por los fieles, es decir, la
humanidad cristiana, en contraste con el presbiterio, que es el espacio de la
divinidad y del sacerdote. Las pinturas de los ángeles en las enjutas que se
ven desde la nave explican el lugar de María en la cumbre del arco triunfal.
Llevan filacterias con
una inscripción dividida en dos: beatam me dicent /omnes generationes (todas
las generaciones futuras me llamarán bendita). Son palabras que vienen
del Magnificat, la oración que dijo María cuando, ya encinta,
visitó a su prima Isabel, y ésta reconoció al Salvador, que todavía estaba por
nacer. El evento, nominado la Visitación, tiene importancia teológica en cuanto
a que fue la primera manifestación de la presencia de Jesús como ser humano,
aunque aún estaba en el vientre de María. Con esta inscripción, María se
presenta a los fieles reunidos en el templo de Cuevas como humana, pero digna
de ser glorificada por toda la historia futura por ser la madre de Dios.
Con estas lecturas del
presbiterio y del arco triunfal tenemos elementos suficientes para plantear los
conceptos que se desarrollaban en la decoración de toda la iglesia. En
síntesis, María estaba presente en el presbiterio tanto en una pintura como en
una escultura de la Asunción, que representa el glorioso final de su vida
humana y el inicio de su reino en el cielo. En el techo, el sol recuerda su
identidad con Cristo-Dios desde siempre y para siempre. Es el espacio de mayor
densidad teológica. En el arco triunfal las referencias son a la Encarnación de
Cristo como hombre y alabanza debida a María, por ser su madre. En la nave se
recuerdan frases del Cantar de los cantares y de varios textos
piadosos: bella como la luna, estrella del mar (o estrella matutina), espejo
sin mancha, azucena entre espinas, fuente de salvación, rosa sin espinas,
ciprés en Sión. Los símbolos son algunos de los más representados en las
composiciones de la Tota pulchra del siglo XVI. Como María
asunta, a la que representan en este caso, los símbolos están en el cielo entre
nubes, en las únicas partes del techo que sugieren una ilusión espacial.
Alrededor, en la cenefa, muchos angelitos acompañan los símbolos de María, así
como rodearon a María misma en su Asunción y la veneran en el cielo. Todo se
desarrolla en la parte superior del edificio, arriba de pinturas murales que
representaban hojas y flores que aluden a la presencia y al florecimiento de la
gracia divina en el espacio sagrado de la iglesia.
La iconografía de Santa
María responde, por lo tanto, a ideas que sólo pueden entenderse cabalmente
dentro de la arquitectura en su totalidad, pero también dentro de un conjunto
de imágenes e ideas gestadas desde mucho tiempo antes y desarrolladas a lo
largo de siglos, que maduraron en estas formas particulares hacia 1500 y
pasaron poco después a la Nueva España. Seguían presentes en Cuevas hacia 1700.
Y lo mismo puede decirse de elementos importantes del diseño del techo. Al
situar el entablado dentro de su tradición formal y estética —de decorar
cubiertas de iglesias—, concluimos que se utilizaron esquemas compositivos con
raigambre en el siglo XVI en los que había concordancia entre la decoración y
el espacio arquitectónico.
Finalmente, entre las
conclusiones de este estudio quiero subrayar dos hechos en particular,
atestiguados por la decoración de Santa María de Cuevas, y relevantes para la
historia del arte novohispano. Uno es que ya había pintores en la Baja
Tarahumara por lo menos a partir de finales del siglo XVII. Lo sabíamos por
varios documentos, pero en Santa María está la evidencia irrefutable de su
presencia in situ. El segundo hecho es que el pintor de Santa
María conocía la tradición de decoración mural establecida en el centro del virreinato
desde el siglo XVI. Las pruebas están a la vista. Ambos hechos, además de
proporcionar datos antes desconocidos, tienen repercusiones para nuestra manera
de entender no sólo el arte de Santa María, de la Nueva Vizcaya y de los
jesuitas, sino también el arte del virreinato en general.
Notas
1. Juan de Güenduláin, Carta al Padre
Provincial Joseph de Arjo, Chihuahua, Archivo General de la Nación (en
adelante AGN), Archivo Histórico de Hacienda, 18 de mayo de 1725, vol. 2009,
exp. 99, f. II.
2. Monumentos Históricos Inmuebles.
Chihuahua, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia,
1986, vol. III, pp. 787-788.
3. Clara Bargellini, Misiones y
presidios de Chihuahua, México, Gobierno del Estado de Chihuahua,
1997, pp. 92-95; "Three Jesuit Churches of the Baja Tarahumara: Jesús
Carichí, San Borja, and Santa María de Cuevas", en Transformations
on the Mission Frontier: Texas and Northern Mexico, Selected Papers of the 1997
Symposium, San Antonio, Texas, Our Lady of the Lake University, 1998,
pp. 49-53; "Santa María de Cuevas" en Luisa Elena Alcalá
(coord.), Fundaciones jesuíticas en Iberoamérica, Madrid, El
Viso, 2002, pp. 372-377. En la actualidad, al lugar se le llama generalmente
Santa María de Cuevas, pero en documentos novohispanos es frecuente Santa María
de las Cuevas.
4. La decoración de los muros y techos de
estos dos espacios consiste en motivos fitomorfos estilizados y en fragmentos
de marmoleado. Los dejo a un lado del análisis que sigue, ya que son espacios
subsidiarios y los elementos son similares a los del interior de la iglesia.
5. AGN, Californias, vol. 64, exp. 14, f. 310.
6. Los siguientes datos históricos, a menos
que se indique otra cosa, fueron proporcionados por Susan Deeds, "Santa
María de Cuevas", ms. inédito, 2003; véase de la misma autora Defiance
and Deference in Mexico's Colonial North, Austin, University of Texas
Press, 2003, pp. 140-141.
7. Sobre Luis Mancuso véase José Gutiérrez
Casillas, Diccionario bio-bibliográfico de la Compañía de Jesús en
México, México, Editorial Tradición, 1977, vol. XXVI, pp. 97-98.
8. La fecha fue descubierta en mayo de 200i,
después de haberse retirado un cielo raso que cubría el techo del presbiterio,
durante los estudios técnicos que llevaban a cabo el Instituto Nacional de
Antropología e Historia de Chihuahua, Misiones Coloniales de Chihuahua, A.C., y
el Instituto Chihuahuense de Cultura en Santa María.
9. El estudio clásico sobre estos edificios
con claristorio transversal es el de George Kubler, The Religious
Architecture of New Mexico, Colorado Springs, Taylor Museum, 1940, y
una nueva edición de la University of New Mexico Press, 1991. En años recientes
han habido trabajos arqueológicos en las misiones de Nuevo México que han
ampliado mucho nuestros conocimientos sobre este tipo de iglesias: James E.
Ivey, In the Midst of a Loneliness: The Architectural History of the
Salinas Missions, Santa Fe, New Mexico, National Park Service, 1988.
10. Clara Bargellini, "La arquitectura y
el arte de las misiones: procesos y ejemplos", en Misiones para
Chihuahua, México, México Desconocido, 2004, pp. 128-147; "At the
Center on the Frontier: The Jesuit Tarahumara Missions of New Spain", en
Thomas Dacosta Kaufmann, Time and Place: The Geohistory of Art, Londres,
Ashgate Press, 2005, pp. 113-134; "Arquitectura jesuita en la Tarahumara:
¿centro o periferia?", en Órdenes religiosas entre América y Asia.
Ideas para una historia misionera de los espacios coloniales, México,
El Colegio de México (en prensa).
11. Clara Bargellini, La arquitectura
de la plata, México/Madrid,Universidad Nacional Autónoma de
México/Turner, 1991, pp. 218-220, de donde provienen los datos que siguen en el
texto sobre Simón de los Santos, Parral y Durango.
12. AGN, Historia, 20, exp. 3, f. 3v.
13. Enrique Nuere, La carpintería de
armar española, Madrid, Ministerio de Cultura, 1989, Léxico, ad
vocem. Agradezco las indicaciones sobre éste y otros puntos técnicos e
históricos a los colegas Rafael López Guzmán y Humberto Rodríguez Camilloni.
14. Debo esta atinada sugerencia, basada en un
léxico histórico, a Gloria A. Álvarez Rodríguez y a Alfonso Pacheco Hernández.
15. Gloria A. Álvarez Rodríguez, Los
artesones michoacanos, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán,
2000. Véase también Rafael López Guzmán, Arquitectura y carpintería
mudéjar en Nueva España, México, Azabache, 1992.
16. Chantal Cramaussel, "Relaciones entre
la Nueva Vizcaya y la provincia de Michoacán", Relaciones, vol.
24,100, otoño 2004, pp. 173-203.
17. Quiero agradecer la generosidad y
paciencia de Gloria A. Álvarez Rodríguez y Alfonso Pacheco Hernández, quienes
me proporcionaron información sobre techos michoacanos poco conocidos y me
dieron sus opiniones sobre estos problemas.
18. Bargellini, "La arquitectura y el
arte...", op. cit., pp. 144-145.
19. Para un estudio detallado de un entablado
en Tunja, véase Pilar Jaramillo de Zuleta, Coro alto de Santa Clara, Bogotá,
El Navegante Editores, 1991.
20. Para esta búsqueda, además de la ayuda de
los colegas mencionados en notas anteriores, agradezco las sugerencias de
Patricia Díaz Cayeros y María Feliciano.
21. En
este sentido son muy interesantes los techos escoceses: M. R. Apted, The
Painted Ceilings of Scotland, 1550-1650, Edimburgo, Her Majesty's
Stationary Office, 1996.
22. Maria Ida Catalano, Il Pavimento
della Biblioteca Mediceo Laurenziana, Florencia, Cantini, 1992.
23. Juana Gutiérrez Haces (coord.), Cristóbal
de Villalpando, México, Fomento Cultural Banamex/Universidad Nacional
Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas/Consejo Nacional para
la Cultura y las Artes/Grupo Modelo, 1997, pp. 218-221.
24. Magno Moraes Mello, A pintura de
tectos em perspectiva no Portugal de D. Joao V, Lisboa, Editorial
Estampa, 1998.
25.
Robert England, The Baroque Ceiling Paintings in the Churches of Rome,
1600-1750, Hildesheim/Nueva York, Olms, 1979; Juergen Schulz, Venetian
Painted Ceilings of the Renaissance, Berkeley/Los Angeles, University
of California Press, 1968; Ingrid Sjöström, Quadratura. Studies in Italian Ceiling Painting, Estocolmo, University of Sockholm,
1978.
26. La Jornada, 28 de enero
de 2006, p. 4a, fotografía.
27. Suzanne Stratton, La Inmaculada
Concepción en el arte español, Madrid, Fundación Universitaria
Española, 1989, cap. 2.
http://www.analesiie.unam.mx/index.php/analesiie/article/view/2248/2663
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