miércoles, 29 de noviembre de 2023

 

EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA

(1580-1720)

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/felipe_ii.htm

Introducción

Aunque muchos de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo del siglo XVII.

El imperio filipino y Europa (1580-1610)

         Felipe II dio al sistema español su carácter peculiar y distintivo, y para los historiadores, tanto como para sus contemporáneos, llego a convertirse en símbolo de sus rasgos más sobresalientes.

         Su vida, como heredero del imperio singular de Carlos V, coincidió con el ascenso de Castilla a una posición dominante dentro de él. Felipe nació el año en que los soldados alemanes, indisciplinados y mal pagados –muchos de los cuales eran herejes convencidos-, saquearon Roma en nombre del rey de Castilla. Siendo un muchacho vio como los recursos y tropas de España se convertían en punta de lanza de campañas desastrosas (como en Argel, el año 1541) o victoriosas (como en Mühlberg, seis años más tarde). Antes de cumplir los treinta años, en Holanda, estaba al frente de un ejército, cuya columna vertebral eran ya los tercios castellanos. Las circunstancias de la abdicación de su padre, a mediados de los años 50, significaron la inauguración de una nueva entidad política, centrada claramente en los reinos de España. Era independiente del sacro Imperio Romano, pero conservaba lazos significativos con el mismo. A pesar del uso frecuente que se hará del término “la monarquía española” para describirlos colectivamente, sólo llegó a suplantar a otros utilizados para los dominios de los Habsburgo españoles en forma lenta y progresiva. Y aunque, bajo la dirección de Castilla, el conjunto fue más o menos unitario en la acción, no llegó nunca a ser una comunidad en mayor grado que lo que fuera el imperio de Carlos V.

         Cuando en 1556, Felipe accedió a sus tronos y títulos, la monarquía española estaba ya firmemente comprometida con una estrategia política paneuropea. Además de su enorme dispersión geográfica, que exigía la presencia de administradores españoles desde Bruselas a Brindisi, de tropas y galeras españolas desde Ostende a Otranto, la política de los últimos años de Carlos V la había implicado en forma inextricable en los asuntos de los estados florecientes que bordeaban el canal de la Mancha y el mar del Norte. Uno de los resultados, por ejemplo, fue que Felipe se convirtió en rey de Inglaterra, Gales e Irlanda, como consecuencia de su matrimonio con María Tudor, que también llevaba sangre española. Aunque este extraño arreglo duró poco tiempo, el colapso igualmente súbito e inesperado de Francia que cayó casi en la anarquía al comienzo de la nueva década, mantuvo el interés de Madrid por el mundo situado al norte de los Pirineos. De hecho, en muy poco tiempo, la serie de movimientos de protesta, dispares pero poderosos,, contra el gobierno centralizado y monárquico, hábilmente orquestados por calvinistas exaltados, e integrados por el fervor religioso, se extendieron desde el reino de los Valois hasta los Países Bajos, provincias pertenecientes a Felipe. El rey estaba firmemente decidido a resistir a toda provocación ilegal a su prerrogativa, igual que si se tratara de una amenaza militar a su patrimonio. Éste corría más peligro en el teatro mediterráneo que en Flandes, y en estos mismos años la intensificación de la lucha contra los otomanos coincidió con una insurrección encarnizada y sangrienta de los moriscos (rebelión de las Alpujarras, 1568). Sin embargo, y paradójicamente, fue en el norte y no en el sur donde las decisiones y acontecimientos de los años 50 dieron lugar a una situación de compromiso cada vez más intenso que pronto llegó a dar la impresión de no tener límite. La actitud de Felipe ante los disidentes flamencos le llevaba inevitablemente a una confrontación religiosa; y de hecho estaba directamente interesado en combatir al Protestantismo en todas las partes donde pudiera minar su propia autoridad, amenazar la viabilidad de su monarquía. Dada la situación geográfica de los Países Bajos en la encrucijada de Europa, yuxtapuestos físicamente a las grandes potencias y convertidos en puerta de acceso a la Alemania herética, este programa estaba llamado irremisiblemente a interesarse cada vez más por estas áreas. Ésta fue la lógica que, después de veinte años de esfuerzos ininterrumpidos pero inútiles, acabó provocando la intervención militar manifiesta y en gran escala de los asuntos de Inglaterra y Francia. La década de 1585-95 fue una “implacable acumulación de compromisos sin precedentes en la política europea.”

         La imagen que nos ha llegado de Felipe II es la del gobernante todopoderoso de un imperio universal, encerrado, en su pequeño despacho dentro del palacio de El Escorial. El rey tenía verdadera afición a la actividad exterior: a cazar y, más tarde, a trabajar en el jardín, por encima de todo. Él (y, por tanto su monarquía) estaba condenado por su misma existencia de Rey Católico a una vida de continuas guerras. Su primera e incuestionable misión era defender con las armas los intereses de Dios y de su Iglesia, y esto de forma absoluta, sin paliativos. El aspecto esencial del contrato entre los dirigentes de la casa de Habsburgo y su creador y benefactor era que defenderían incesantemente su causa, de la misma manera que Él protegía la suya. Es difícil condenar esta convicción tachándola de absurda o irracional. La relación orgánica entre sanción espiritual y necesidad temporal se resumía en dos palabras: reputación y conservación, frecuentemente utilizadas por los hombres de estado españoles para describir el eje fundamental de su política. Reputación hacía referencia a la auto-estima espiritual de la monarquía, así como a su consideración externa entre las demás cortes de Europa. Ambos aspectos dependían del impulso confesional que proporcionaba una misión religiosa, el mantenimiento de la Cristiandad Católica. Conservación se utilizaba frecuentemente en el contexto de la llamada “teoría del dominó” de la estrategia territorial, pero estaba estrechamente asociada, también, con el deber trascendental de la corona de conservar la herencia de la que era el guardián de Dios.

         La ley humana interpretaba y modelaba naturalmente a la divina, como explicaba la teología dominante de la Contrarreforma. Por ejemplo, Felipe no se consideraba obligado a emprender una acción contra la herejía, por muy perniciosa que fuera, si ocurría en áreas que quedaban claramente fuera de los límites de su responsabilidad legal (por ejemplo, en los reinos bálticos o, lo que puede resultar más llamativo, en la ciudad de Ginebra). En sus últimos años se vio abatido por una enfermedad cada vez más dolorosa y la tremenda acumulación de trabajo. Formó un pequeño gabinete de consejeros profesionales (la Junta Grande) que, por incapacidad del rey más que porque así se hubiera pensado, comenzó a tomar decisiones durante la crisis de la enfermedad de Felipe. Finalmente, el rey designo a esta camarilla como gobierno de su hijo y heredero. Pero, mientras le fue posible, él tuvo siempre la última palabra. El estilo de gobierno de Felipe II fue más autocrático que el de todos los demás miembros de su familia.

         Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con el término “absoluto”. Incluso dentro de las fronteras de Castilla existía una gran diferencia entre la autoridad de jure del rey y su ejercicio de facto. Su poder tropezaba con grandes limitaciones, tanto de carácter legal como práctico. No podía reclutar tropas ni recaudar impuestos a su antojo, mientras que en muchas regiones, menos sometidas su gobierno era tan remoto que casi resultaba mítico. La presión de la guerra y la terrible crisis socioeconómica de la década de 1590-1600, había provocado un notable aumento del número de vagabundos y del bandidismo organizado en el campo, lo que representaba una amenaza al orden público y al funcionamiento del gobierno. La Suprema Inquisición, de la que dependía la corona para toda una serie de servicios administrativos, se había alejado cada vez más de su control. Fuera de Castilla estos problemas adquirían gravedad todavía mayor, y se veían complicados por la maraña de tradiciones constitucionales y consuetudinarias, que limitaban el poder real. Éstas diferían por su naturaleza y alcance en todas las provincias de la monarquía. Sin embargo, lo mismo que en el caso de su contrato con una autoridad divina, Felipe respetó todas las recopilaciones mundanas de derechos y privilegios inmemoriales, siempre en espíritu, y en la mayoría de los casos hasta en la letra. En 1585, cuando recaudaba recursos para la Armada Invencible, desistió de explotar la insurrección de Nápoles para imponer un régimen que le sirviera a tal fin. De la misma manera, en 1591, cuando una revuelta le ofrecía la ocasión y las necesidades de defensa le brindaban la razón suprema, se negó a manipular los fueros de Aragón para conseguir un mayor sometimiento de aquellas tierras ante la autoridad de Madrid. Por el contrario, , Felipe estaba perdiendo influencia en sus dependencias de Castilla debido a la enajenación gradual de propiedades y de jurisdicción reales a cambio de rentas que, en  muchos casos, se gastaban en la conservación de las mismas provincias. En resumen, Felipe II fue el más constitucionalmente consciente de los autócratas. Un resultado de estas consideraciones fue que, como no se presionó demasiado en busca de ayuda en otras zonas, la carga física de las guerras de la monarquía recayó casi exclusivamente sobre Castilla.

         Durante el florecimiento de la educación superior en Castilla en el siglo XVI, las universidades habían comenzado a producir sistemáticamente el personal debidamente preparado para una burocracia imperial en expansión. En su mayor parte, estos hombres poseían a la vez una excelente capacitación técnica y gran cultura humanista. Los licenciados de Castilla podían incorporarse al sistema sinodal central formando parte de un “personal de servicio” permanente;  o podían trabajar en el despacho de algún gran  secretario real o ministro que les daba vivienda, los alimentaba y les conseguía ascensos; o también podían salir de Madrid a la búsqueda de puestos en la administración o en la justicia reales de las distintas localidades, o incluso en las Indias. De entre sus filas elegía el rey a sus secretarios principales, grupo reducido de funcionarios competentes que tenían en realidad categoría de ministros, y por cuyas manos pasaban los asuntos importantes de la monarquía, La experiencia de estos hombres era de carácter limitado. Por otra parte, los consejos reales y sus subcomités estaban atendidos por personal con experiencia directa y diversa del mundo; no sólo había nobles con categoría de títulos, que anteriormente habían sido virreyes, embajadores o jefes del ejército, sino también caballeros que habían sido oficiales, exploradores, jueces,, sacerdotes e incluso mercaderes y banqueros, hombres de origen humilde (y muchas veces extranjeros) pero con gran conocimiento práctico. Muchos de los llamados a servir o a realizar funciones de asesoramiento en los consejos eran hombres curtidos por la acción, que habían soportado las inclemencias y peligros de los océanos o habían figurado a la cabeza de un regimiento de soldados o habían resistido la carga de los Landsknechte alemanes o de los sipahis turcos. Otros eran duros hombres de negocios con intereses y contactos en toda Europa e incluso en tierras más lejanas. Fue esta simbiosis de libros y despachos por una parte y los amplios horizontes del imperio, por la otra, lo que dio a la administración del sistema español su inventiva y residencia, lo que le confirió un dinamismo que dista mucho de la impresión de letargo y rutina que producen muchas veces los manuales.

         La monarquía filipina no era un solo imperium. Era una aglomeración sin precedentes, y bastante rudimentaria, de muchos imperios. Para darse cuenta de ellos hay que tener en cuenta el impresionante progreso de los conquistadores castellanos. En el siglo que precede a 1580, había entrado en una u otra forma de asociación de dependencia con Castilla los siguientes territorios:

El reino de Aragón dentro de la península y su imperio mediterráneo

(esencialmente catalán).

Los reinos independientes árabes que todavía habían conservado su

independencia en el sur de España.

La mayor parte de la herencia borgoñona en los países Bajos,

el Rhin y el este de Francia.

Los enormes imperios territoriales de los aztecas en Centroamérica y

de los incas en el subcontinente.

Las islas Filipinas, situadas en el Pacífico a más de 8.000 km de Nueva España.

Portugal y su vasto sistema colonial y comercial en África,

Brasil y las Indias Orientales.

 

            La monarquía española era, por tanto, un imperio de imperios, la mayor unión de pueblos, jurisdicción y riqueza que se había conocido en el mundo. Pero junto con el tremendo poder que procedía de este proceso se daba una vulnerabilidad acumulativa. El esfuerzo necesario para mantener un edificio tan gigantesco había sido, probablemente, contraproducente en cualquier caso; pero, como es natural y comprensible, constituyó un motivo de resentimiento y miedo para los demás estados soberanos. Era inevitable que esta realidad política omnipresente estuviera en continuo estado de guerra. Desde un punto de vista geopolítico, así como confesional, el destino de la monarquía era irremediable.

         Durante la última década del reinado de Felipe II, su imperio se vio por primera vez presionado simultáneamente en todas sus fronteras principales. Este poderoso desafío a su poder e influencia fue un anticipo de la guerra total en que se vería inmersa la monarquía a lo largo del siglo siguiente. La mayor parte de los problemas defensivos de Felipe procedían de sus errores iniciales en la forma de tratar el movimiento de protesta flamenco; ahora, una generación más tarde,  las provincias holandesas rebeldes, organizadas y poderosas, dirigían los hilos de una red de resistencias a España, en la que se entrelazaban los intereses de Inglaterra, Francia, Venecia e incluso el Imperio Otomano. A mediados de la última década del siglo XVI, los rumores de la calle y los informes exagerados de los espías hablaban de artículos concretos de una confederación entre estos bloques tan dispares geográfica y culturalmente. Pero este instrumento de colaboración conjunta era algo que quedaba realmente fuera del alcance de la diplomacia de la época. Sin embargo, acuerdos más sencillos y rudimentarios entre los enemigos de Felipe, tenían fuerza suficiente para inmovilizarle. El sistema español alcanzó su plena madurez en las campañas para impedir la creación de una república holandesa independiente y calvinista, y la ocupación del trono de Francia por un calvinista. El rápido perfeccionamiento de sus métodos de vigilancia política y dinamismo militar, que implicaban el funcionamiento fluido y compaginado de las comunicaciones, intercambios y transporte, hizo posible que España luchara en esta guerra de numerosos frentes. Pudo combatir, pero no vencer. El fracaso de Felipe respecto a la consecución de sus principales objetivos políticos mediante la acción militar equivalía realmente a una derrota. En los teatros marítimos del Mar del Norte y del Atlántico, la derrota, y el deterioro de su posición, resultó especialmente claro. La presión ejercida sobre los recursos del ejército de Flandes que le obligaba a realizar campañas en Francia y Holanda al mismo tiempo resultó demasiado grande, mientras se extinguían gradualmente las amplias operaciones de guerrillas en el sur y oeste de Francia, protagonizadas por jefes militares nativos con ayuda española. El año de su muerte, Felipe se vio obligado a abandonar su intervención en Francia, y en el Tratado de Vevins aceptó las reivindicaciones de Enrique de Borbón.

         Sin embargo, se trataba de una retirada táctica, y no representaba en absoluto una disminución del esfuerzo general. Por el contrario, el nuevo rey, Felipe III, se dedicó a la tarea y con el vigor y entusiasmo de la juventud. Con la intervención directa de Irlanda se realizó un nuevo y más decidido intento de reducir el peligro inglés, y una fuerza expedicionaria desembarcó en Kinsale. (“El que quiera conquistar Inglaterra, debe de comenzar por Irlanda”, dice un dicho popular. Durante estos años se aceleró también considerablemente el ritmo de la guerra de Flandes, al tiempo que se emprendía una política más agresiva hacía los turcos. La afición del nuevo rey a hacer un buen papel en los frentes guerreros. Probablemente, se sentiría defraudado por lo que, en el mejor de los casos, era un éxito insignificante. La expedición a Irlanda fue un fracaso; el ejército de Flandes sufrió un duro castigo tras una batalla campal con los holandeses en Nieuwpoort en 1600; un intento sobre la gran capital pirata de Argel no llegó ni siquiera a su destino en 1601. Aunque no volvió a repetirse la humillación de 1596, cuando las defensas españolas se vieron en grave peligro con ocasión del saqueo de Cádiz por los ingleses, el hecho no constituía, desde luego, un buen augurio para comenzar el nuevo reino y el nuevo siglo. A pesar de que las cosas mejoraron después del nombramiento de Ambrosio Spinola para hacerse cargo de los asuntos de Flandes, su ejército de élite se vio paralizado por la indisciplina en los años que siguieron a la carísima toma de Ostende en 1604. Sin embargo, el acuerdo con Inglaterra en 1604 y el armisticio en los Países Bajos en 1607, confirmado por Madrid en 1609 en forma de tregua de doce años, fueron hechos determinados no sólo por la reducción de las perspectivas de victoria general, sino también por la incidencia de una derrota concreta. En ambas negociaciones, la fuerza política determinante procedía de Bruselas.  Los archiduques Alberto e Isabel, primo y hermana respectivamente de Felipe III, a quienes, en el momento de su matrimonio en 1598, se les había transferido la soberanía de los Países Bajos, eran partidarios decididos de la paz. Las razones por las que Madrid se inclinó gradualmente a su forma de pensar fueron muchas y complejas, ocupando un lugar importante entre ellas las consideraciones económicas. Pero tan estrechamente relacionados e interdependientes eran los argumentos utilizados, que es difícil establecer diferencias y discriminaciones entre ellos. Sin embargo, hay un elemento interesante que merece nuestro comentario: la influencia de las presiones estrictamente internas sobre las decisiones tomadas por Felipe III y su ministro más influyente, el duque de Lerma.

         En esta generación, se aprecia una tendencia que, aunque nunca llegó a organizarse ni a manifestarse en campañas de agitación, podríamos denominar de protesta, especialmente en el contexto generalmente complaciente de la política castellana. La rápida escalada de las exigencias tributarias reales sobre el reino en los años que siguieron a la derrota de la Invencible, provocaron una explosión de críticas públicas sobre los compromisos defensivos. El desacuerdo se dejó oír en las Cortes de Castilla de 1591, y fue aumentando como consecuencia del dramático deterioro de las condiciones de vida durante los años centrales de la década. El espíritu de la Castilla cerrada y chauvinista, dormido durante la mayor parte del siglo, se manifiesta en las intervenciones de los procuradores a Cortes. Castilla debería ocuparse de sus propios asuntos y abandonar sus desastrosos devaneos en el Norte de Europa. Si hay que recaudar más impuestos, se lamentaba un delegado, que sean para dedicarlos a la defensa de los pueblos de Murcia frente a las continuas incursiones de los berberiscos que saquean y esclavizan a los súbditos del rey.

         Los diagnósticos, más estrictamente económicos, de la escuela arbitrista solían arremeter también con frecuencia contra el monstruo de la política imperial. Aun cuando el consejo del rey no se hubiera dejado convencer por los testimonios de agotamiento y sufrimiento de la población después de treinta años de guerra ininterrumpida, es evidente que podía ver la fuerza contenida en la sugerencia de emplear los recursos de Castilla en áreas más próximas a sus propios intereses.

Política y Recursos

            Felipe II y su hijo eran soberanos de unos 16 millones de súbditos europeos. Esta población, enormemente dispersa, probablemente no superaba a la del reino de Francia.

         Además, el control de Madrid sobre sus destinos no fue nunca completo, como hemos visto, sobre todo en el aspecto fundamental de su movilización por la guerra. En la propia Castilla, la corona no podía enrolar a los hombres a su antojo. Cuando, en la última década del siglo XVI, se puso en marcha un programa de reclutamiento, se comprobó que había gran número de personas que estaban protegidas por la ley frente a tal emergencia, y que muchos otros podían eludir al encargado de realizar el alistamiento con relativa facilidad e impunemente. En Flandes (un millón y medio de habitantes) y en la Italia española (cinco millones), el servicio militar era de carácter voluntario, aunque en estas provincias, en oposición a Portugal y a la corona de Aragón, pronto comenzarían la levas regulares.

         Durante todo el siglo XVI la tendencia demográfica había sido de ascenso lento, pero en esta década se invirtió en forma brusca. Este cambio se produjo en otras regiones de Europa aproximadamente por las mismas fechas, pero en ningún sitio fue tan convulsivo como en Castilla. Durante la generación precedente, Castilla había adquirido una dependencia peligrosa de las provisiones de alimentos procedentes de fuera de la península, alguna de cuyas fuentes (especialmente las tierras de cereal de Ucrania) estaban muy distantes y ofrecían pocas garantías. En el campo, la miseria local y las dislocaciones económicas se habían hecho notar mucho antes de las malas cosechas generales de mitad de los años 90. La situación de guerra general en la Europa occidental, que dificultaba el suministro y hacia subir los precios, agravaba los problemas internos derivados del aumento de los impuestos y de la inflación. Ya en 1599, año en que llegó a España un poderoso virus de peste bubónica, varios años seguidos de desnutrición habían reducido la resistencia fisiológica de las masas empobrecidas hasta el límite. Durante cinco años, la peste hizo estragos, siguiendo un eje que iba del norte al sur de Castilla. El total de muertes como consecuencia de la crisis de subsistencia y de la enfermedad fue de 600 mil, en una población de menos de seis millones, que se vio literalmente diezmada. Un escritor dijo: “el poder de los reinos está en su población. El príncipe más importante no es el que posee más reinos, sino el que posee más personas”. Había comenzado en la monarquía un periodo de descenso demográfico que iba a durar hasta la década de 1660-1670.

          Al llegar al trono Felipe III, la fuerza militar total de España había ascendido probablemente hasta 125 mil hombres en armas –las tres cuartas partes serían castellanos-. A pesar de la crisis demográfica, esta cifra sólo descendió ligeramente durante los años que precedieron a la Tregua de Amberes con los holandeses, y representaba una fuerza formidable. Tanto en cantidad como en calidad era muy superior a las fuerzas totales de sus enemigos., Sin embargo, los miembros de las fuerzas armadas españolas estaban distribuidos en tres continentes y media docena de mares. Sólo en Europa guarnecían las fortalezas presidios de las costas de África y Toscana; defendían la península; realizaron las expediciones navales de 1588-1602, y montaban la guardia en el Ducado de Milán, lugar de adiestramiento del ejército español. Ocupaban varios puntos fuertes a lo largo de las rutas terrestres que van de Italia a Holanda y, finalmente, realizaron las principales campañas de esfuerzo militar realizado en Flandes, donde estaba concentrado un tercio del total.

         A diferencia de sus rivales (si exceptuamos a los holandeses), los servicios armados españoles y todos sus órganos de apoyo eran permanentes, y no se desmovilizaban durante los meses de invierno, ni siquiera durante la paz. La dirección estaba en manos de representantes del gobierno central de Madrid y la supervisión corría por cuenta de organismos que eran responsables ante ellos. Incluso las remotas colonias americanas, ahora en continuo peligro, de ser atacadas, dependían totalmente del Consejo de Indias de Sevilla para la provisión directa de material y personal militares. Los recursos eran muchas veces insuficientes o no se podían conseguir sobre el terreno, y las soluciones a los problemas eran muchas veces de carácter improvisado o confuso. Sin embargo, es fácil exagerar estos inconvenientes. En algún sentido la monarquía disponía de excelentes recursos naturales y económicos, y su explotación y distribución no estaba en manos de aficionados incompetentes. Castilla tenía venas reservas de bestias de carga y transporte, y, lo mismo que Nápoles poseía abundantes recursos laneros. Milán era un centro de producción textil, por lo que podía atender, por ejemplo, a las necesidades de trajes para militares o velas para los barcos. El norte de España era el centro de los depósitos de hierro más intensamente explotados de Europa, y podía enorgullecerse de su floreciente industria de construcción naval. Otras regiones de la Península contaban con recursos necesarios para la guerra, como cobre, azufre y salitre. En resumen, aunque algunas áreas fundamentales estaban experimentando ya ciertas insuficiencias, había abundancia de materiales estratégicos para la guerra. Las dificultades más graves se presentaron en la fase de la manufacturación de las industrias de armamento, y en los años finales del siglo XVI se hicieron grandes esfuerzos para solucionarlas. La industria española estaba organizada en pequeña escala y era demasiado subdesarrollada para conseguir los niveles de producción masiva y estandarización necesarios para las necesidades defensivas de la corona. Dentro de España sólo había cinco fábricas de material de guerra de dimensiones considerables, y lo normal era que al menos dos de ellas estuvieran fuera de servicio. Una nueva planta instalada en Vizcaya en 1596 sólo funcionó a medio rendimiento durante el resto de la guerra. Estas deficiencias eran más significativas si se tiene en cuenta la decadencia de Milán como centro importante de producción de armas, especialmente después de 1609. De hecho, las manufacturas bélicas de las Provincias Unidas y de Inglaterra superaban claramente a las españolas por su calidad de diseño y producción, tanto en las pequeñas armas como en la artillería.

         En consecuencia, la corona debía adquirir de fuentes extranjeras gran cantidad de productos acabados y muchas materias primas de importancia. Estas transacciones aumentaron en intensidad y extensión hasta llegar a afectar a las mayorías de las regiones de Europa occidental, por lo que las necesidades de la máquina de guerra española crearon un tráfico permanente de inversiones, especulación, intercambio y transporte. Esto representaba una demanda continua de bienes y servicios en el contexto económico general de Europa, con repercusiones importantes en el funcionamiento global de dicha economía. Todos los capitalistas de importancia, cualquiera que fuera su postura confesional o nacional, luchaban por conseguir su parte en las oportunidades presentadas por el imperialismo de Madrid. A pesar de las regulaciones del Estado y de las continuas prohibiciones e intervenciones dentro del mundo hispánico, las empresas extranjeras se habían introducido en la misma estructura del sistema español, dentro y fuera de la monarquía había poderosos intereses personales que obtenían beneficios de sus necesidades defensivas y de su política.

         De hecho, los reinos de Felipe II y Felipe III significaron una contracción gradual de la intervención directa del Estado, una especie de delegación pragmática de interés a la empresa privada. Este proceso, descrito como sustitución de la administración (monopolio real de producción y supervisión) por el asiento (provisión mediante contrato privado), es claramente apreciable en algunos aspectos, aunque podemos preguntarnos hasta qué punto llegó a establecerse la primera o incluso si el gobierno de los Habsburgo trató de conseguirla. Los materiales de trabajo debían improvisarse y adaptarse a las circunstancias, aun cuando ello significara ignorar o violar las regulaciones. Aun así, los éxitos no eran frecuentes y, en cambio, lo eran los fracasos en algunas áreas. En un mismo mes de 1600, por ejemplo, el Consejo de Estado de Madrid recibió dos quejas desesperadas de dos de sus jefes en relación con la falta de suministros. Había un gran contraste entre las dos,, pues una procedía del archiduque Alberto, gobernador de Flandes y comandante en jefe del ejército principal, y la otra de don Juan de Velázquez, al frente de una pequeña guarnición fronteriza de Vizcaya, cerca de Francia. En ambos casos, las tropas estaban sin paga, mal alimentadas y vestidas, y había terribles deficiencias de armas y pólvora. Había riesgo de motín, y el solicitante no podía ser considerado responsable, ni abandonar su responsabilidad en manos del rey en caso de emergencia militar. Estas deficiencia y debilidades se daban en grado mucho mayor entre los rivales de España; pero mientras que España no consiguió perfeccionar sus métodos –las cosas estaban exactamente igual en 1600 que en 1560 o en 1640-, otros países consiguieron realizar progresos esporádicos. De distintas maneras y con ritmos diferentes, las Provincias Unidas, Francia e incluso Inglaterra se fueron orientando hacia una especie de autarquía mercantilista en la que era fundamental la experiencia de la guerra y que aumentó el papel y potencia del gobierno. Pero, parece fuera de toda duda que, durante el curso del largo siglo XVIII, los enemigos de España fueron aumentando su capacidad de aprovecharse de sus debilidades.

         Hay documentos cada vez más convincentes que señalan que las industrias manufactureras domésticas –minería, artículos de lujo, y el área más importante de la construcción naviera- sobrevivieron a la crisis financiera de los años en torno al cambio de siglo. Castilla no se puso súbitamente por delante del resto de Europa en cuanto a métodos de producción, innovación técnica o formas económicas; no se dio ninguna aceleración brusca de la ciencia y la tecnología, como en la Inglaterra del siglo XVIII. Las ineluctables deficiencias geofísicas de la península, que tan rígidamente limitaban su desarrollo agrícola, no eran más patentes en 1600 que en 1500.  Las actitudes sociales y factores culturales no eran más o menos enemigos del desarrollo económico eficaz en 1570 que en 1620 o en 1650. El reconocer, que la actuación de España como gran potencia habría sido más brillante si hubiera tenido una visión económica más sana no es atribuir sus fracasos a causas económicas, pues con argumentos negativos no se puede llegar a una conclusión positiva.

         Desde la última guerra, se ha propuesto la tesis de que la formulación y ejecución de las políticas defensivas dependían estrictamente de la situación económica de la corona. Para examinar esta cuestión es preciso describir la maquinaria fiscal del sistema español y la situación de su erario, especialmente en relación con un ejemplo concreto adecuado, la importante transición de la política defensiva en los primeros a los del siglo XVII. Durante los años de 1590-1600, los ingresos de corona representaban una cifra de unos diez millones de ducados al año. Esto equivalía al triple de los niveles existentes a comienzos del reinado de Felipe II, como consecuencia del incremento vertiginoso de las importaciones de plata y de un notable aumento de los impuestos (castellanos). En el quinquenio 1596-1600, llegó a las arcas reales más plata procedente de las minas del Nuevo Mundo que en ningún otro momento de su historia. Sin embargo, los costes de la guerra subían con una velocidad todavía mayor. Sólo la Armada Invencible, por ejemplo, había supuesto unos gastos equivalentes a los ingresos brutos de todo un año. Para hacer frente a estos gastos hubo que inventar un gravoso impuesto sobre las ventas y, no mucho después, recurrir a la manipulación monetaria, mediante la emisión de moneda de cobre, o vellón, pero esto sólo sirvió para complicar los problemas estrictamente presupuestarios de la corona. De los ingresos brutos mencionados anteriormente, había que hacer una gran cantidad de deducciones. La más onerosa de todas era atender a la deuda consolidada, es decir, el pago anual de los dividendos de los bonos del estado (juros) en que invertían miles de castellanos. En la década en cuestión, estos pagos suponían un total de cuatro a cinco millones de ducados, y para 1607 habían llegado a los ocho millones; en otras palabras, esta obligación reducía de un solo golpe las rentas de la corona a la mitad. Felipe tenía muchos más gastos periódicos que no eran de carácter defensivo –cientos, quizá miles, de pensiones y gratificaciones a funcionarios, soldados veteranos, o sus familiares, sacerdotes, artistas, arquitectos. E incluso con eso no se cubre lo que podríamos considerar como gastos de la corte, que superaban ciertamente, los 500 mil ducados anuales en tiempos de Felipe II y aumentaron sustancialmente después de su muerte.

         Sin embargo, nunca se intentó llevar una contabilidad o hacer unos presupuestos, pues no se podían calcular con precisión ni los ingresos ni los gastos. En el primer caso, ni los impuestos ni los préstamos  a corto plazo de los banqueros (asientos de dinero) realizaron nunca las sumas acordadas. De la mayoría de los ingresos tributarios de Castilla habría que deducir los costos de recaudación y beneficios obtenidos por los recaudadores de impuestos, mientras que la recepción de las sumas de los asientos se veía disminuida por los costes de muchos servicios prestados por los que participaban en su transferencia al ejército (adehalas). En cuanto a los gastos, baste con señalar que era imposible prever los costes bélicos de un año determinado. Era el sistema d asientos de dinero el que cubría todos esos pecados, unía las finanzas reales, y hacía posible el funcionamiento del sistema español. Al mismo tiempo, el reembolso de los altos intereses y del capital a los banqueros era al mismo tiempo el mayor gasto del rey y su primer compromiso. El año de la subida de Felipe II al trono, sus gastos ordinarios y extraordinarios de defensa no eran inferiores a los diez millones de ducados, lo que equivalía al total de sus ingresos. Con ellos resultaba evidente que la monarquía española era una institución basada en el crédito, o más bien con una base elemental y poco segura, la economía deficitaria.

         El rey se veía obligado continuamente a incumplir los pagos de naturaleza “doméstica” o no militar, aunque esto no producía siempre el resultado deseado de permitirle pagar y abastecer a sus ejércitos, especialmente en este periodo. Estas estratagemas podrían tranquilizar a los banqueros en relación con la sinceridad y solvencia del gobierno, pero su relación con él dependía de las llegadas anuales de plata, sin duda el valor más negociable por sus préstamos. Una disminución brusca de los ingresos de la plata podía impedir hacer los pagos acordados; una emergencia militar imprevista podría obligar al gobierno a pagar sus costes directamente, interrumpiendo así los pagos, y representando así una desviación arbitraria de la seguridad; la demanda de préstamos por la corona podría superar lo que sus banqueros estaban dispuestos a adelantar. En 1607 Felipe III se vio obligado a utilizar el decreto y medio real, o lo que es lo mismo bancarrota. El decreto consistía en cancelar el interés mucho más bajo; esto, en términos técnicos, equivale a la conversión de la deuda flotante en deuda consolidada. Después se negociaron nuevos contratos de préstamo el medio, proceso complicado y lento, pero al final los banqueros acababan cediendo. Durante más de un siglo los financieros europeos –alemanes, italianos, portugueses e incluso holandeses-, no pudieron resistir a los atractivos de la plata americana y de los intereses astronómicos de los asientos. La plata, de la que España tenía prácticamente el monopolio, era con mucha diferencia el artículo más negociable de toda la economía europea.

         En 1601-1605 se produjo un descenso importante de la plata, hecho que se ha considerado como un ejemplo clásico de la emergencia económica determinada de decisiones políticas. El “lapsus” de la plata contribuyó a la promulgación de un decreto en 1607, a que se aceptara de mala gana el armisticio y la tregua de los Países Bajos. Los que abogaban por la paz no eran los encargados del Tesoro en Madrid, sino los soldados en activo. De hecho, mientras Alberto y Spínola gritaban “atrás”, era precisamente el Consejo de Hacienda el que gritaba “adelante”. Además, no hubo entre los banqueros ningún motín ni cosa semejante que se pudiera comparar con el del ejército de Flandes; y ya en 1609, cuando se llegó al acuerdo de confirmar el armisticio, la situación de la plata se había enderezado y las rentas del comercio atlántico se habían recuperado sustancialmente.

         Durante la primera década del siglo, los mensajeros y agentes españoles tenían informado a Madrid sobre la impaciencia creciente de Enrique IV, el incremento de la actividad diplomática y preparativos militares de Francia. Dada la debilidad española en tantos puntos de las diversas fronteras con el reino de los Borbones, un acuerdo con las Provincias Unidas podría servir de freno a la beligerancia francesa. Todo posible desafío procedente de este punto debería considerarse como de la mayor gravedad, tanto más cuanto que coincidía con un grave peligro en el Mediterráneo representado por los berberiscos del norte de África. En la cumbre de su poder precisamente en esta época, su enorme flota de más de 100 unidades superaba en número a toda la dotación naval española. Por eso, los argelinos podían emprender incursiones inesperadas y devastadoras en muchas zonas del sur y oeste de España, y llegaban de vez en cuando a Portugal y Sicilia. No contentos con dificultar el comercio y las comunicaciones españolas en el Mediterráneo, estaban comenzando a aventurarse por el Atlántico, con resultados nefastos. El grado de aprehensión subió por la convicción de que Francia y Argel estaban en connivencia con las comunidades moriscas de la península, numerosas y bien organizadas en las zonas estratégicas de Valencia y Aragón. Cuando se tenía en cuenta la relación política que había existido frecuentemente entre Francia, los estados berberiscos y el Imperio Otomano, la situación de la monarquía parecía totalmente precaria.

         En mi opinión, sólo cálculos de esta naturaleza podrían haber justificado las concesiones hechas a las Provincias Unidas en la Tregua de Amberes. Entre ellas figuraba, por ejemplo, el abandono de los súbditos católicos del rey, aislados y sin protección en las regiones septentrionales de la República, compromiso de principio que disgustó profundamente al propio Felipe III. Generalmente se considera que existió cierta conexión entre la tregua y el decreto de expulsión de los moriscos de España, que se firmó el mismo día de 1609. Es probable que no se haya captado la auténtica naturaleza de esta conexión, pues es difícil aceptar qu la expulsión fuera sin más un intento de compensación por la frustración de España en las guerras contra los herejes del norte. Madrid, necesitaba, sin duda ninguna, un armisticio en otros frentes para poder movilizar recursos suficientes, y para llevar a cabo la gigantesca operación, que duró cinco años, sin demasiados problemas. Pero quizá hubiera más cosas implicadas; se puede pensar que los hechos de 1604-1609, incluyendo la paz con Inglaterra y los acuerdos con los holandeses, formaban parte de un replanteamiento más profundo de las tácticas defensivas, mediante el cual la monarquía volvía de nuevo a su destino histórico en el Mediterráneo. Podrían presentarse buenos argumentos económicos en favor de esta evolución. Las provincias italianas, al igual que las del Este de España, se verían más inclinadas a colaborar en el esfuerzo, proporcionando así cierto alivio a la agobiada Castilla y al tesoro real. La herencia de la cruzada contra el Islam seguía todavía muy viva en Castilla; y quizá el Papa escucharía con mayor simpatía las nuevas propuestas sobre la imposición de impuestos a la Iglesia Española, al tratarse de una causa que le era más querida que las otras emprendidas por Madrid en los años precedentes. Serviría también para ofrecer a todo el cuerpo militar un campo de actividad más prometedor que los impopulares, fríos, pesados y estériles campos de Flandes. Estas campañas tendrían lugar en lo que, por así decirlo, constituía su propio medio, y presentaban perspectivas de botín legítimo, así como de gloria y de salvación eterna.

La corona tenía que elegir entre varias alternativas, y la cuestión de la disponibilidad d recursos económicos ocupaba un lugar en el mosaico de argumentos en el que se basaba la decisión. También es natural que los que servían su política en cientos de puestos diferentes tenían que recibir una remuneración. Los hombres de la época tenían conciencia muy clara de que el dinero constituía “el nervio de la guerra”, pero la insinuación de que era quien decidía cuestiones vinculadas con las creencias, el deber y el honor había parecido blasfema e incluso ininteligible. En relación con el dinero, Dios proporcionaría los medios para el triunfo de su causa. Si, por otra parte, nuestro Señor, se negaba a prestar su ayuda, no había suma de dinero que pudiera llevar a la victoria. De hecho, para Felipe el Piadoso, como para muchos de sus consejeros, la coincidencia de una abundancia sin precedentes con un fracaso también inaudito en la década de 1590-1600 puede de haber servido de aviso de que la monarquía estaba siguiendo una orientación equivocada.

Política y Prejuicio

            El poder de España en la Europa de su tiempo era tal que sólo se le podía hacer frente recurriendo a la magia y a la nigromancia.

         Christopher Marlowe, espía inglés –incluso doble agente-, estaba bien informado de los acontecimientos políticos, sugiere que Felipe II y Parma eran influencias funestas; si profundizamos un poco más, su actitud parece más equívoca, y refleja una cierta admiración.

         La hegemonía de España en Europa produjo en todas partes sentimientos mucho menos ambiguos que los de Marlowe. Estaban fundados en un miedo que era real y urgente, prescindiendo de lo que nuestra visión retrospectiva nos diga sobre si tenían o no justificación. Se extendieron y fortalecieron a través de la literatura impresa y de la predicación protestante. Los rumores locales y la exageración le prestaban colorido y vitalidad. La longevidad de la supremacía española tuvo repercusiones en la lenta formulación de la conciencia nacional, catalizador que hizo de las primitivas lealtades regionales la materia prima del nacionalismo europeo. Las actitudes antiespañolas suelen denominarse muchas veces, en forma colectiva y por comodidad, con el nombre de Leyenda Negra, término que refleja el sentimiento de agravio de la inteligencia moderna española. Es algo tan arraigado en el patrimonio intelectual e ideológico de la civilización europea que todavía es posible ver sus consecuencias en la actualidad, entre historiadores y el público en general.

         La Leyenda Negra se puede estudiar en la literatura existente de la Europa de comienzos de la Edad Moderna, y no sólo en la que tenía fines claramente propagandísticos. El odio y la suspicacia que refleja en una reacción perfectamente comprensible ante la conducta y pretensiones de los españoles. Muchos de sus soldados, burócratas y emisarios de la monarquía estaban imbuidos de una fe en su propia rectitud que les hacía adoptar con toda naturalidad actitudes de superioridad y arrogancia. A pesar de su obediencia a los ideales de la República Cristiana, nunca dudaron de sus propios méritos para dirigirla y orientarla. Además, estaban comenzando a cultivar el uso de España y español, para distinguir la raza que había conquistado imperios, humillado al turco, y puesto fin a las armas de la herejía, de sus ayudantes inferiores del imperio europeo –las naciones, como las denominaban con un término que quería ser despectivo. En 1595, con ocasión de la declaración oficial de guerra por parte de Inglaterra, Francis Bacon emitió su opinión sobre “la ambición y opresión de España”:

El vicario de Cristo ha pasado a ser el capellán del rey de España… Los estados de Italia son como grandes señoríos. Francia ha quedado totalmente trastornada… Portugal usurpado… los Países Bajos consumidos por la guerra… como en estos días ocurre con Aragón… Los pobres indios pasan de la libertad a la esclavitud.

G. Ungerer, ed., A Spaniard in Elizabethan England. The Correspondence of Antonio Pérez, 2 vols., Londres, 1974-6, I, 48.

 

            Esta especie de folletos de información turística que con tanto colorido iluminó Bacon reproduce el punto de vista según el cual la tiranía española era universal y, además, al mismo tiempo que avisaba de sus súbditos constituía una amenaza para los que no lo eran. La realidad lógicamente, no tenía límites tan precisos, como podríamos descubrir examinando los pasajes calumniosos del escritor inglés.

         Lejos de ser el Papa un satélite inerte, el titular en el momento del rapapolvos de Bacon, era Clemente VIII, un político perteneciente a lo que podríamos llamar tradición de pontífices antiespañoles. Clemente era un francófilo declarado, especialmente después de la conversión de Enrique de Borbón al catolicismo, que él consideraba como un logro personal. En el mismo año de la famosa misa de Enrique IV, por ejemplo, llegaron de Roma las siguientes noticias:

Se han solucionado las disputas que durante tanto tiempo han existido entre las potencias cristianas sobre el tema de la prioridad en el mar. Sólo el Papa y el Rey de España pueden hacer navegar sus galeras con las banderas izadas. Si se encuentran deben saludarse mutuamente. Todas las demás naciones deben concederles prioridad.

V. von Klarwill, ed., The Fugger Newsletters, Londres, 1926, II, 258.

 

            Italia fue el lugar de origen de la “Leyenda Negra”, pues fue allí donde antes se experimentó el terrible impacto de los tercios, durante los primeros años del siglo XVI, la pretensión española de que su presencia en Italia formaba parte de los designios de Dios constituía un insulto sacrílego. La propaganda procedente de las cortes de Venecia y Saboya, especialmente, afirmaba que el gobierno de Castilla en sus dependencias italianas era ilegal e impuesto únicamente por las fuerza de las armas. Otros, reconocían los beneficios del patrocinio español: un periodo sin precedentes de paz y seguridad, mínima interferencia con las instituciones propias y la administración interna, y una sorprendente ausencia de explotación fiscal. Para muchos italianos –hombres de negocios, soldados, artistas, hombres de leyes, ingenieros, eclesiásticos- el sistema español ofrecía una ocasión incomparable de conseguir recompensas y promoción. Este contraste se manifiesta en las actitudes d dos escritores cuya influencia en cuestiones de moralidad y política habían dominado el Renacimiento tardío, los florentinos coetáneos Guicciardini y Maquiavelo. Para el primero, Fernando de Aragón, arquitecto del dominio español en Italia, era un charlatán impío que conseguía sus propios intereses disfrazándolos de motivos religiosos; para el segundo, estas mismas tendencias eran índice de la grandeza de Fernando, que le convertían en un héroe de la raison d´état sólo superado por Cesar Borgia, y creador de una política que sería honroso y conveniente aceptar. Ninguno de estos dos comentaristas era súbdito de la monarquía, pero sus propios príncipes, los duques de Medici, de la Toscana, siguieron generalmente el consejo de Maquiavelo. En esto, actuaban en forma parecida docenas de señores de menor categoría del norte de Italia, señores de los “pequeños enclaves feudales”, cuya prudencia se veía robustecida con las pensiones regulares venidas desde Madrid. El desembolso de condotte anuales a pequeños príncipes como el señor de Urbino (5.000 escudos), el duque de Módena (12.000), y el príncipe de Mirandola (7.500), costaba al tesoro español más de 100 mil ducados, pero ayudaba a garantizar la estabilidad política de un área crucial para la base estratégica de la hegemonía en Europa en su conjunto. Incluso tal y como estaban las cosas en el ducado de Milán, rodeado por tres lados de fuerzas enemigas y que no cesaban de intrigar, constituía el eje de una estructura que era difícil de mantener.

         El reino de Nápoles, al sur de la península, llamado el Regno, a diferencia de Milán o de la muy leal isla de Sicilia constituía un centro de descontento antiespañol. Con dificultades crónicas de gobierno, dominado por el desorden  y el crimen organizado, endeudado sin posibilidad de recuperación, el Regno contenía una activa “resistencia subterránea”. En fechas muy recientes, en 1585, los ciudadanos de Nápoles se habían sublevado en una insurrección espectacular, aunque de corta duración, suprimida brutalmente por las autoridades españolas. En generaciones posteriores, se mantuvo vivo el espíritu de oposición popular, animado y dirigido por el ejemplo de los progresos de la rebelión en los Países bajos. Por pequeño y adormecido que estuviera este movimiento, se veía respaldado por algunos miembros de la intelligentsia napolitana, que formulaban ideas, delante mismo de la Inquisición utilizando una serie de códigos complicados.

         A pesar de la ortodoxia reciente de la monarquía de los Borbones, muchos grupos sociales y áreas regionales de fanatismo católico siguieron buscando la orientación y la autoridad en la corte de Madrid, más que en la de París. Ravaillac, el asesino de Enrique IV, igual que su predecesor que terminó con el último rey Valois en 1589, era representante de los llamados “buenos católicos” que se oponían al absolutismo centralizador de la corona y a las medidas pro-protestantes que lo convertían en una tiranía. Por paradógico que pueda resultar, entre tales hombres, escépticos ante la conversión de Enrique y entre los que se contaban algunos de los nobles y clérigos más eminentes del reino, España aparecía como la campeona de la libertad y de la verdadera religión. Incluso en 1610, cuando Ravaillac estaba esperando su ocasión, las iglesias de parís reproducían en los púlpitos las condenas por los planes de Enrique de declarar la guerra a España. Había también un sinfín de intereses personales y locales que también se oponían a la extensión de la autoridad real que buscaba el programa del rey francés. Incluso la posición de los “hugonotes”, por una increíble ironía, resultaba en principio anómala, ya que cuanto más floreciera el absolutismo como consecuencia de la realización de una política antiespañola, menos sólida parecía la base de su autonomía, entronizada en el Edicto de Nantes. Los acontecimientos de 1610, retrasaron durante muchos años el desarrollo de este proceso lógico; pero en los últimos años de la década 1620-1630 se desarrolló totalmente, cuando los holandeses protestantes ayudaron al gobierno francés en la guerra hugonote y en el sitio de La Rochelle, mientras que Madrid trataba, sin conseguirlo, de aprovisionar a los rebeldes. Aunque el gobierno Borbón y su nueva burocracia estaba comprometida, por consiguiente, en una resistencia escalonada a la hegemonía española, durante la mayor parte de la primera mitad del siglo, España fue objeto, dentro de los límites del reino francés, de una Leyenda Blanca. Y cuando las actitudes antiespañolas llegaron a arraigar profundamente en la conciencia francesa, en el reino de Luis XIV, lo hicieron en forma algo distinta.

         Dejando aparte Portugal, dirigimos nuestra atención a las Provincias Unidas, que, en los últimos años del siglo XVI todavía atraían la simpatía de Bacon, así como de la mayoría de los ingleses. Con la posible excepción del Palatinado calvinista de Renania, las provincias de Holanda y Zelanda constituían en principal centro de difusión de la Leyenda negra. Los panfletos impresos en aquella tierra protestaban sin descanso contra “la ambición y opresión de España”, sobre todo, quizá, con copias de la Apología (1583), de Guillermo de Orange, que constituía el ataque más célebre contra el padre de las mentiras, Felipe II. En este documento se colocaban los dos pilares que servirían de base a las posteriores versiones de la leyenda, el ataque personal a un rey pervertido y a su corte corrompida, y la afirmación de que el objetivo último de España era el dominio del mundo.

         Entre 1580 y 1590, ante el ataque terrible del duque de Parma, las provincias rebeldes se vieron entre la espada y la pared. Es importante señalar que por estas fechas la antorcha de la resistencia pasó de manos de los holandeses a las de sus discípulos, desconocidos y apasionados, los cortesanos del Elector Palatino.  Aunque intensamente calvinista, el Platinado nunca se había visto amenazado por el sistema español. Sin embargo, ahora Heildelberg se había convertido en centro ideológico de la actividad contra los Habsburgo, punto de atracción de los fanáticos de más talento o más descabellados de todo el Occidente de Europa.

C.P. Clasen, The Platinate in European History, 1555-1618, Oxford, 1963.

 

            Como las Provincias Unidas, bajo la dirección de su pensionario Oldenbarnevelt, se orientaban hacia una actitud de entendimiento con los españoles, los agentes del Elector Federico se movían por todas partes tratando de fomentar una nueva alianza contra el enemigo común. Aunque este principado, pequeño pero próspero, dedicaba gran parte de sus recursos a la campaña, afortunadamente para Madrid sus resultados políticos fueron limitados. En concreto, el mensaje del Palatinado fue mal recibido por sus colegas de la Dieta Imperial, especialmente entre los príncipes luteranos que desconfiaban profundamente de su religión y de sus motivos. En momentos de crisis, algunos de ellos accedieron a que los holandeses reclutaran tropas en sus tierras, pero pocos estaban dispuestos a llegar más lejos en su irritación contra la autoridad de los Habsburgo, en Alemania o en España.

         Así pues, en casi todas partes, si exceptuamos estas dos áreas, el odio protestante a España existía codo con codo con el respeto rencoroso y hasta con admiración. En la corte inglesa de esta dicotomía se hacía notar de una forma especial, y los documentos más recientes de la Leyenda Negra. Al declarar la ayuda de Inglaterra a los holandeses en 1585, la misma Isabel hizo que en la proclamación se incluyeran palabras elogiosas para Parma. Por otra parte, desde la experiencia de la denominada “reacción mariana” de los años 50, la sospecha hacía España había llegado a infiltrarse muy profundamente en la conciencia cultural y política de los ingleses del sur y del este del reino de Isabel. Una avalancha de propaganda culminó con la publicación de una obra destinada a convertirse en decálogo de la Leyenda negra dentro del mundo de habla inglesa: la descripción que Bartolomé de Las Casas hace de las tropelías de la administración española en América, traducida al inglés con el título de The Spanish Colony (1583).La crónica de Las Casas, tanto más convincente cuanto que constituía un testimonio de primera mano ofrecido por un clérigo español, se convirtió en elemento imperecedero dentro de la hostilidad angloespañola, que rebrotaba al comienzo de cada nueva guerra, en 1625, 1655 y 1699.

         Como indica el texto de Bacon citado anteriormente, durante los últimos años del siglo XVI hubo otra zona donde la actuación española suscitó una indignación y horror que rivalizaban con el producido por sus desmanes con los indios americanos. Se trataba de la provincia de Aragón. Como en el caso del Nuevo Mundo, se contaba también con el testimonio de un español. Se trataba del gran maestro de ceremonias de la propaganda antiespañola, Antonio Pérez. ¿Qué mejor demostración de la ambición criminal de España, que el testimonio de éste político de talento y renombrado, que había llegado a ser anteriormente secretario privado del mismo rey Felipe? Fue para huir de las garras de su antiguo señor como Pérez se refugió en su Aragón nativo, desencadenando allí la llamada rebelión de 1591. De hecho, el juego desesperado de un grupo de nobles bandidos, tratados por Felipe II con una astucia que lindaba con la liberalidad, se convirtió en la brillante descripción de Pérez en una cruel y deliberada supresión de un pueblo amante de la libertad. En 1593, llegó a Inglaterra y recibió la protección del conde de Exxex, llegando a colaborar estrechamente con los hermanos Baco, en la tarea de propaganda. Su defección, tan famosa en aquellos días como un escándalo de espionaje d nuestro tiempo, resultó muy inoportuna para Madrid. Al morir Felipe II, la opinión popular creía que Pérez había sido un elemento decisivo en todas las desgracias de España –la red de alianzas contra España, el éxito de los Borbones en Francia, y el desastroso y humillante saqueo de Cádiz en 1596, llevado a cabo por el mismo Exxex. Pérez pasó al folklore español como uno de los grandes traidores, que ocupa en la historia española.

         Aunque durante cierto tiempo realizó una carrera deslumbrante, la influencia real de Pérez fue limitada, y murió en la pobreza y en la oscuridad. Durante la era pacifista que siguió al Tratado de Vervins en 1598, se redujo, lógicamente, la guerra de palabras e ideas. Esto no significaba un abandono de las posiciones tradicionales, pero sí implicaba un mayor control político de los exiliados confesionales más inquietos. Quizá se pudiera excluir de esta norma la corte de Heidelberg y la de Saboya, con sus grandes ambiciones en Italia. Sin embargo, en el oeste, la lista de condotte pagados por Madrid se amplió continuamente hasta llegar a incluir a todos los cortesanos importantes de París, Londres y hasta de La Haya. Jaime I y sus principales ministros, la reina regente de Francia y sus favoritos, el príncipe Mauricio de Orange, todos se convirtieron en beneficiarios de las enormes pensiones pagadas por España. Esto no significa que se conviertan en marionetas o quedaran reducidos a la impotencia, como los príncipes italianos; pero, a la vista de la situación, era menos probable que se dejaran arrastrar o sintieran la tentación de explotar las apasionadas protestas y extravagantes proyectos de los fanáticos.

Cap. 2

 

EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA

(1580-1720)

 

Estimados lectores, continúo con el capítulo 2 de este importante documento. Aunque muchos de los que se dedican a escribir sobre temas históricos sigan aferrados a la convicción contraria, este tipo de actividad no será un simple ejercicio cibernético. Una cuestión histórica es un fenómeno abierto, sin términos delimitados, un rompecabezas en el que se han perdido muchas piezas. El conocimiento histórico, en sentido intrínseco e ideal, no se presta a una división artificial realizada en este caso con un objetivo funcional determinado. La lucha y fracaso de España en su esfuerzo por mantener una posición de hegemonía fue el fenómeno internacional más significativo.

De guerras menores a la guerra total (1610-1628)

Introducción

Los ocho primeros años  de este periodo coinciden con la fase final de la administración de la monarquía española por el Duque de Lerma; los seis últimos, con la fase inicial de gobierno del Conde Duque de Olivares. Separando a estos dos hombres tan diferentes, cuya forma de entender y ejercer el cargo de Valido refleja un contraste sorprendente, hubo un periodo de unos cuatro años (primavera de 1618 a otoño de 1622), que se pueden considerar como una especie de interregno. Es importante tener en cuenta que fue durante este periodo de confusión política, en que Lerma había perdido su poder y Felipe III estaba aquejado de una enfermedad grave, cuando se tomó la más importante de todas las decisiones por cualquiera de los gobiernos de los Habsburgo españoles. En un momento no determinado se llegó a la decisión de que si las Provincias Unidas no aceptaban volver a negociar la tregua de 1609 introduciendo aspectos más favorables para España, dicha tregua expiraría en 1621, momento en que volvería a emprender la guerra contra lo que se seguía considerando todavía como una comunidad rebelde. Pocas semanas después de estos acontecimientos, accedió al trono Felipe IV, hombre joven y con conciencia clara sobres sus responsabilidades en los Países Bajos.

         Esta “coyuntura”, todavía no bien aclarada, se ha considerado generalmente como un paso que no permitía ya la vuelta atrás, en el que la monarquía volvía a cargar con su cruz, la damnosa hereditas de los Países Bajos, y reemprendería el camino que llevaba a inevitable crucifixión. La crisis de los años 1618-1622 representó una súbita e intensa depresión económica en Europa occidental y central. N probable conexión con ésta se produjo una caída igualmente inesperada en el nivel de las importaciones de metales preciosos en Sevilla. España se encontró de repente obligada a subsistir con la mitad de lo que un comentarista llamaba en 1617 “la cosecha americana anual” (1). También se admite que estos años marcan la culminación de las crisis de la economía interna castellana: periodo de veinte o treinta años durante el cual cesaron totalmente las inversiones y manufacturas propias, las instituciones económicas quedaron moribundas, el comercio de los productos básicos había decrecido hasta casi atrofiarse, todo ello acompañado de malas cosechas en todas las zonas. Si unimos todo esto con la inmensa regresión demográfica de 1599-1614 (la gran peste de Castilla y la expulsión de los moriscos), se puede concluir que la economía española, quizá al mismo tiempo que la del Mediterráneo occidental en su conjunto, había llegado a una situación que, en el mejor de los casos, merecería la calificación de comatosa. El resultado sería la “edad del desencanto” de la que han hablado Pierre Vilar y John Elliot, la era de don Quijote y los arbitristas, en que la mentalité predominante era de duda y depresión lindante con la desesperación (2). Sin embargo, de repente, y sin que se produjera ninguna alteración en la situación socioeconómica básica, esta orgía de introspección cedió paso a una actitud de renovado optimismo y entrega. Con un nuevo rey y un nuevo ministro, España volvió a encontrarse a sí misma en la lucha contra la rebelión y la herejía, y a una etapa de pasividad y apatía le siguió otra de dinamismo y reforma.

         No hay que renunciar a las posibles reformas sobre el análisis de la “psicología colectiva” para reconocer que esta interpretación tiene muchos puntos su favor. En el plano del gobierno, es innegable la diferencia de personal, de actitudes, y hasta de ambiente entre 1617 y 1623. La línea del régimen de Olivares consistió en exagerar deliberadamente el contraste entre el nuevo reinado y el anterior (3). Efectivamente, transformó las críticas de los arbitristas en condena y, por tanto, en propaganda en contra de éste último. No obstante, muchas de las medidas que normalmente se asocian con Olivares tienen sus orígenes en el periodo anterior a su influencia, incluso en el de Lerma. Como se desprende de lo dicho, existe una importante línea de continuidad que vincula a los dos validos. A pesar de la ausencia de logros militares llamativos y de celo reformador, la última década del reinado de Felipe III no fue de mero pesimismo literario y malversación oficial. La Pax Hispánica, como se ha denominado, fue probablemente el periodo en que los logros positivos de los Habsburgo españoles adquirieron mayor difusión y fueron más admirados entre sus vecinos europeos. La concepción de sus responsabilidades en el caso de Felipe III y de Lerma quizá no coincida con la de sus sucesores, pero no era menos válida y resultó menos desastrosa. Además, la diferencia entre ellas en relación con la cuestión fundamental relacionada con la identidad de la monarquía, la de la defensa, no era tan pronunciada como alguno podría suponer. Lo mismo que hubo hombres clave del periodo de Lerma que sobrevivieron a la proscripción del nuevo gobierno para fomentar la oposición, las decisiones de 1618-21 no se consideraron en ningún sentido como definitivas. La guerra era una actividad que se realizaba basándose en contratos a corto plazo; el tema de su conclusión, en un frente o en otro, casi nunca estuvo ausente de las agendas de los consejos y juntas de estado. Aunque existían objetivos ideales a largo plazo, siempre se podía llegar a un compromiso cuando la acción requerida estaba de acuerdo con las exigencias del honor o de la necesidad. Mirando hacia atrás, podemos ver que los ministros de los Habsburgo –los de Felipe III tanto como los de su hijo_ tenían que elegir en la práctica entre el glorioso fracaso de la guerra y el fracaso mundano de la paz. El margen de elección no era muy amplio, y no implicaba diferencias fundamentales que no fueran las temperamentales. Por estas razones, y otras que luego resultaran evidentes, gran parte de lo que se va a desarrollar en este capítulo trata de insistir en los elementos homogéneos del periodo considerado.

Evolución de los acontecimientos

Como ha demostrado Roland Mousnier (4), el asesinato de Enrique IV de Francia fue un hecho de significación tan profunda que él solo basta para justificar la historia de los acontecimientos frente al menosprecio de sus críticos. En relación con el tema que nos ocupa, baste decir que la puñalada de Ravaillac dio nuevas fuerzas a la monarquía española, garantizando la supervivencia de su hegemonía durante una generación. Representó un respiro en el que España podía mantener la paz de Europa, y mejorar al mismo tiempo las terribles secuelas de las guerras de Felipe II dentro del sistema español, sus administraciones, sociedades y economías.

         En la medida en que la guerra se extiende como sinónimo de “defensa” o “seguridad”, el gobierno de Madrid era un gobierno de guerra, para la guerra y por la guerra. En la década posterior a 1610, la paz se impuso sólo en un sentido muy relativo, y la Pax Hispánica sólo tiene sentido cuando se la compara con la situación de los años 1590 y siguientes o los posteriores a 1620. Castilla seguía considerándose potencialmente amenazada por vecinos celosos y fuerzas desleales de dentro y fuera de la monarquía. Por consiguiente, no hubo ningún momento durante esta década pacífica en que estuvieran en paz simultáneamente todos sus centros provinciales y puestos militares. Así pues, la Pax Hispánica fue totalmente análoga a la Pax Romana de los Antoninos. Las elegantes artes de la corte y la sociedad que en opinión de algunos comentaristas llegaron a su cumbre en este periodo, lo hicieron tras una frontera que era un hervidero continuo de intriga política y acción militar.

         En primer lugar, el cierre progresivo de los frentes meridionales durante la primera década de su reinado ofreció a Felipe III la oportunidad de resolver un problema que se solía considerar como el más peligroso e insidioso de todos los que agobiaban a Castilla. Durante cuarenta años Madrid había venido posponiendo continuamente una “solución final” para la cuestión morisca, pues siempre había otras ocupaciones más urgentes (5). Así, a pesar de la amenaza de Enrique IV, que dejaba oír sus tambores desde París, todos los efectivos militares y navales de la España metropolitana estaban movilizados en la inmensa operación impuesta por el Decreto de Expulsión firmado el año anterior. La reunión, transporte y traslado de más de un cuarto de millón de moriscos de todas las partes de la España central, meridional y oriental fue, de hecho, una serie de campañas militares en gran escala que duraron desde 1609 a 1614. No debemos dejarnos engañar por la ausencia de batallas campales y la relativa inexistencia de derramamiento de sangre; tampoco es pura fantasía quijotesca hablar de victoria total, pues la España de los Habsburgo estaba plenamente convencida de su necesidad y dedicó enormes recursos a su consecución. Aunque a veces e ha exagerado las cosas, en aquellas fechas y posteriormente, los moriscos representaban una amenaza real a la integridad y seguridad. Nuestro horror natural ante la implacable inhumanidad de aquella decisión no debe ocultarnos el hecho de que ninguna sociedad contemporánea, si tuviera capacidad de evitarlo, estaría dispuesta a aceptar gustosamente la presencia de una minoría tan considerable de personas extrañas. España era en 1614 una unidad más viable que en cualquier otro momento anterior.

         El precio adicional de la seguridad era una vigilancia ininterrumpida. Y no se puede negar que, la vigilancia se convertía muchas veces en una actividad de naturaleza más positiva, incluso provocativa. El punto de mayor peligro en 1614-1618 fue Italia, y en especial el ducado de Milán. Fue aquí, no en los Países Bajos, y mucho menos en Alemania, donde los contemporáneos esperaban la llegada de una crisis que podría arrastrar a las partes interesadas a la guerra general. Milán estaba entre dos potencias hostiles de importancia secundaria, Venecia y Saboya, pero tras ella se perfilaban las Provincias Unidas y Francia con quienes estab unidas por lazos comerciales y diplomáticos.  Las ambiciones de Carlos Manuel I de Saboya, cuya capacidad de conspiración representó un elemento inconformista en la política europea durante casi medio siglo, obligaban a los oficiales españoles de Italia a estar en alerta permanente. “Ninguna esclavitud”, escribía a su hijo, retenido como rehén en Madrid para asegurar su buen comportamiento, “es más onerosa que el sometimiento a España” (6). En más de una ocasión fue víctima de su propia propaganda, ruidosa y machacona, que le presentaba como héroe desinteresado de la libertad italiana, y al no conseguir la ayuda necesitada de los candidatos más lógicos, se lanzaba sólo a la palestra contra los opresores españoles. Aunque este príncipe engreído recibió muchas veces severos castigos, y se había visto a aceptar la Paz de Asti en 1617, la enemistad de Saboya hacía de Milán un punto vulnerable y delicado. Por eso, resultaba una locura que el denominado “Gran Duque” de Osuna se empeñara en tratar de enemistar a Venecia con su virreinato de Nápoles. El tiempo demostraría que Venecia, tan enemiga de la presencia española en el norte de Italia, no estaría nunca dispuesta a actuar en consecuencia. Las acciones de Osuna hicieron todo lo posible por conseguir lo contrario. No quizá mediante la famosa “conspiración de Venecia”, pues nunca se han descubierto pruebas de que hubiera un complot inspirado por España para derribar a la Serenísima República. Pero es cierto que Osuna estimuló al Vaticano en su lucha sacerdotal contra Venecia, y, en un terreno más peligroso, promovió la guerra indirecta contra el comercio de la república con su apoyo a los Uskoks, banda de piratas adriáticos que habían conseguido grandes éxitos.

         Al estancamiento en el Norte le siguió una política más audaz en el Mediterráneo. En conexión con la expulsión de los moriscos y la fuerte intervención en la política catalana asociada al virreinato de Alburquerque (1615-1618), están las expediciones emprendidas para suprimir varios enclaves de influencia otomana en el norte de África y en las islas del Mediterráneo central. Se puso en marcha una serie de operaciones anfibias, con considerable éxito, contra la costa berberisca y Malta (1611), Túnez (1612) y Marruecos (1614). La ocasión era propicia, ya que el Imperio Turco estaba ocupado en la guerra contra los persas, en sus fronteras orientales. Aunque los estados piratas berberiscos del norte de África continuaron siendo una espina en el costado español durante más d un siglo (y Madrid tenía conocimiento de sus contactos con los holandeses), al llegar el año 1618 los nexos comerciales y de comunicación en la cuenca del Mediterráneo occidental eran más seguros que nunca, factor de importancia incalculable a la vista de los acontecimientos que se avecinaban.

         La activación constante del sistema español que reflejan estos hechos parece no coincidir demasiado con la imagen convencional del gobierno débil y complaciente de Felipe III y Lerma. Una investigación más detenida puede demostrar que un principio rector del papel de Madrid en estos años fue el de reorientación hacia el sur. Hoy día se la considera como al era clásica de la diplomacia española, y desde luego Madrid ya no volvió nunca más a poder desplegar tan eficazmente este recurso. Sólo un gran talento político de primer orden pudo conseguir que de los acuerdos de paz de 1598-1609 saliera una situación en la que “el vencedor universal fue el poder que había sido derrotado universalmente” (7). En la corte imperial, Zúñiga y Oñate restablecieron los lazos políticos de la “gran casa de Austria”, reactivando una asociación que casi había desaparecido desde los años 60 del siglo anterior (8).  El acuerdo de Oñate con el archiduque Fernando en Viena en 1617 indicaba hasta qué punto estaban comenzando a coincidir los dos Habsburgo, y constituía la base estratégica y financiera para una importante colaboración posterior. De esta manera se restablecían dos líneas deterioradas de la logística política militar. Si los flancos estaban más seguros, lo mismo ocurría con el centro, pues en París, Cárdnas y Bedmar llegaron al tratado de 1612 sobre el doble matrimonio francoespañol, creando un partido proespañol valiéndose de todos los argumentos posibles, tato materiales como espirituales. Estos grupos, más o menos activos en Londres, París, Praga y Viena, se dedicaba en la década 1620-1630 a presionar a sus gobiernos en favor de la neutralidad, tolerancia e incluso cooperación con relación a la política española.

         Por eso, al llegar el año de 1618 se había venido abajo el antiguo frente anti-Habsburgo de finales del siglo XVI, que, por otra parte, nunca debió ser demasiado sólido. Este último término, la diplomacia es una especie de arte de vender aplicado a la política; ¿quién se atrevería a negar su utilidad, aun cuando la calidad del producto –en este caso la riqueza, el poder y decisión de España- era algo generalmente reconocido? En 1618 España tenía, por así decirlo, una fuerte base geopolítica en que podría respaldar una respuesta a la situación de emergencia de la Europa central. Por eso, las promesas de apoyo frente a la reblión bohemia llegaron a Viena casi a vuelta de correo en verano de dicho año, y las tropas españolas tomaron parte en las primeras maniobras de la Guerra de los Treinta Años. La década siguiente fue de grandes éxitos muy seguidos para las armas españolas. Al visitar el mundialmente famoso Museo del Prado se atraviesa un salón en que aparecen expuestos diez de los doce lienzos gigantescos encargados por Olivares a los mejores pintores de la monarquía para adornar el nuevo palacio del Buen Retiro que edificó en los años 30. Cada uno de ellos conmemora una victoria importante de la primera mitad de la Guerra de los Treinta Años en uno de los campos de batalla que la monarquía tenía por todo el mundo. Las flotas y ejércitos españoles atravesaban medio globo: en 1620 los tercios tuvieron una influencia trascendental en la dcisiva derrota experimentada por los checos en la Montaña Blanca; los pasos vitales de la Valtelina, en los Alpes, fueron ocupados por el conde de Feria; Spínola hizo lo mismo en Alsacia y el Bajo Palatinado. El final de la tregua con los holandeses fue seguido casi inmediatamente de una derrota de la flota enemiga en aguas españolas, y el vencedor en esta ocasión, Fadrique de Toledo, pudo rechazar un ataque holandés a Brasil en 1625. Al mismo tiempo, se envió ayuda a las posiciones portuguesas del Golfo Pérsico y a todos los puntos del Este. En el teatro alemán de la guerra, hubo diversos jefes protestantes, que con ayuda holandesa avanzaron (Bethlen Gabor desde el Este; el conde Mansfeld desde el Oeste; Cristián IV de Dinamarca desde el Norte) y retrocedieron ante los ejércitos católicos fortalecidos con soldados españoles. En 1625 se produjo la piéce de résistance, la reducción por Spinola de la fortaleza holandesa de Breda, residencia familiar de los stathuders Orange-Nassau. El cuadro de Velázquez sobre este tema, pieza maestra y central del encargo de Olivares, celebra el más prestigioso de todos los triunfos de la época de triunfo, que, ocurrido un siglo después de la batalla de Pavía, fue considerado como el mayor triunfo de la fe desde el de Lepanto.

         La caída de Breda creó un arco de puntos fuertes españoles en torno a las Provincias Unidas. De esta manera, la archiduquesa Isabel y Spínola estaban en condiciones de imponer un bloqueo económico muy riguroso, no sólo del comercio fluvial continental de los holandeses, sino también de sus puertos y pesquerías, gracias a la rápida creación en los astilleros flamencos de una nueva y excelente armada formada por fragatas modernas. De hecho, durante la mayor parte de esta década fue España quien llevó la iniciativa en el Mar del Norte y las repercusiones en el comercio holandés fueron verdaderamente devastadoras. La armada de Dunquerque, y el esfuerzo naval del que formaba parte, eran, a su vez, el arma principal dentro del programa, fundamentalmente marítimo, concebido por Olivares para derrotar a los holandeses mediante una guerra económica de gran envergadura (9). El año anterior a Breda, el conde-duque había puesto en marcha este proyecto enormemente ambicioso, conocido con el nombre de “proyecto Almirantazgo”. Era un concepto revolucionario dentro de la estrategia española, por el cual la potencia continental más acreditada se ponía a la defensa por tierra (protegida por la famosa Unión de Armas, programa de seguridad colectiva en que deberían participar todas las dependencias de la monarquía) y se lanzaba a una gran operación de guerrilla marítima orientada a estrangular económicamente al enemigo principal. No obstante, la campaña clave debía incluir un ataque hacia el Báltico, sin el cual no era posible conseguir un triunfo general. Por desgracia, era precisamente ésta área la que quedaba en gran parte fuera de control de España. Para que otros planes dieran fruto, Olivares dependía de la imprevisible figura de Wallenstein. Sin embargo, al menos durante algún tiempo, los dos pilares en que se basaba la riqueza y poder de los holandeses –el comercio del Báltico y las pesquerías del Mar del Norte- estuvieron en grave peligro. Quizá no hubo ningún otro momento durante todo el curso de la guerra de ochenta años en pro de la independencia en que la república holandesa estuviera tan próxima a la extinción. Y a la inversa, el trienio 1624-26 fue, si no el Everest, al menos el Eiger de los logros militares y administrativos del sistema español.

         Sin embargo, igual que en los años 1580-90, sonaron las alarmas en Londres y en París. En 1624, al tiempo que maduraba la planificación de Olivares, Richelieu asumía el ministerio principal de su rey, mientras que, al otro lado del canal, el príncipe Carlos y Buckingham importunaban al suyo para que declarara la guerra para reivindicar el honor inglés. Una serie de acuerdos franco-holandeses supusieron la ayuda de los Borbones a la atribulada república (especialmente del Tratado Compiègnede 1625). Ese mismo año se llegó en Rívoli a una asociación entre Francia y Saboya. De hecho en 1625 Francia e Inglaterra estaban en guerra con España. Los objetivos de la primera guerra franco-española en toda una generación eran Génova y los países alpinos. Durante algún tiempo, se vio también sitiada la república genovesa, hasta que se logró organizar una operación conjunta del ejército milanés de Feria y de la flota del Mediterráneo a las órdenes de Santa Cruz. Una vez puesto en marcha el pesado sistema español, los resultados eran fácilmente previsibles: los franceses y saboyanos sufrieron una derrota decisiva en lo que fue prácticamente el diktat de Monzón (1626). La colaboración inglesa recibió un tratamiento parecido. Una expedición anfibia anglo-holandesa contra Cádiz –por su tamaño, al menos, una de las mayores del siglo- fue derrotada y puesta en fuga por las milicias de Andalucía. Esto era un cambio sorprendente de la situación de hacia treinta años. Durante los años inmediatamente posteriores, el comercio continental y costero de Inglaterra experimentó grandes apuros por la acción de las fuerzas marítimas españolas. Para el año 1629 Carlos I había comprendido su error y estaba dispuesto a pedir la paz. No debe extrañar que en 1626 Olivares preparara para su joven señor un discurso que consistiría en una proclamación arrebatada de la propia grandeza ante las Cortes de Castilla: “Todo el poder de Francia, Inglaterra, Holanda y Dinamarca fue incapaz de salvar Breda de nuestras armas victoriosas”. (10)

         Por esas fechas, sin embargo, Castilla estaba comenzando a dar signos de fatiga, que recordaban la situación de los años del siglo anterior. Los intentos de Olivares por aliviar la presión ejercida sobre sus preciosos recursos en hombres y dinero, no habían conseguido su objetivo. El proyecto de asentar la hacienda real sobre bases más firmes, por medio de un banco central y de una reforma tributaria, había provocado toda una maraña de dificultades políticas. Estos reveses habían provocado la aparición de inmensas cantidades de moneda de vellón y aumentos en los impuestos sobre las ventas, y las dos circunstancias resultaban contrarias al bienestar de los hombres de negocios y campesinos de Castilla. Además, durante los años centrales de la década 1620-30, las cosechas fueron siempre inferiores a las normales. Los costes fabulosos de la campaña de Breda condujeron directamente a la primera “bancarrota” del reino en 1627, es decir, antes del golpe increíble de Matanzas, la captura en 1628 de la flota de la plata por obra de los holandeses. En estos años, las fuerzas españolas de todos los teatros terrestres estuvieron tan inactivas que la situación encajaba con la concepción estratégica general del conde-duque, pero también lo es que dentro del gobierno se estaba procediendo a un largo proceso de balance. Estas deliberaciones se vieron interrumpidas por la noticia de la muerte del duque de Mantua, señor pro-español de dos importantes territorios en el norte de Italia. Su heredero era un noble francés –todavía peor, un protegido de Richelieu-. La calma se quebró por la precipitada acción militar de Córdoba, gobernador de Milán, iniciada con la intención de defender los intereses de España en aquel lugar.

         Sus trompetas eran una señal de peligro ante la posibilidad de perder el prestigio y la posición conseguidos mediante diez años de esfuerzos ininterrumpidos. La monarquía volvió a precipitarse en el abismo.

Recursos

Cuando el niño Luis XIII, rey de Francia, se convirtió en hijo político de Felipe III en 1612, entró bajo la protección de un hombre que era, como se señalaba en el contrato de matrimonio:

Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, y de las Islas Atlánticas. Conde de Barcelona, señor de Vizcaya y Molina, duque de Neopatria, conde de Rosellón, marqués de Oristan y de Gocceano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y de Brabate y de Milán, conde Flandes y de Tirol. (11)

 

 

            Y la lista no es exhaustiva. Esta enorme acumulación de poder producía naturalmente miedo en unos y admiración en otros. Dos de estos últimos, escritores de este periodo, consideraban que la amplitud y diversidad de la monarquía le daban derecho a aspirar al dominio universal. Más significativas que las de los arbitristas castellanos, son las obras, más políticas que económicas, de Antony Sherley y Tommaso Campanella. El padre de Sherley había participado contra España en las operaciones piratas del tiempo de Isabel; Campanella dirigió personalmente en su tierra nativa de Nápoles una rebelión contra los españoles. Sin embargo, los dos creían que la monarquía filipina era una unidad potencialmente coherente y autosuficiente, aunque quizá no toralmente homogénea. Los dos estudiaron el tema de los recursos, Sherley desde un punto de vista material, Campanella desde una perspectiva más espiritual  o filosófica. El gran memorándum del primero, El peso político de todo el mundo, estaba dirigido a Olivares con fecha d 1622, y ha merecido justificadamente la consideración de ser una de las primeras expresiones de Weltpolitik. La realización definitiva de la monarquía, argumentaba Sherley, sólo se podría conseguir mediante la “autarquía”. Examinaba detalladamente sus amplios recursos naturales, dando a entender que la explotación adecuada e intercambio de los mismos podrían liberarla de la independencia de los recursos de sus rivales en la lucha constante por alimentar y vestir  la población de la monarquía, por estimular sus economías y atender a las exigencias de la defensa.

         Mientras Sherley fue, quizá, el más cabal representante de los que veían el poder a través de la lente del mercantilismo, Campanella adoptaba un punto de vista diferente, pero no menos amplio. En varias obras utópicas, entre las que se encuentra Sobre la monarquía española (ca. 1610), hablaba del Imperio Español y de su capacidad de unir diversos talentos e intereses en un objetivo común, la creación de una comunidad mundial pacífica y orientada hacía lo espiritual: “Los portugueses y genoveses dominan el comercio y la navegación; los holandeses, todo lo que tenga que ver con las manufacturas y las máquinas; los italianos, los problemas administrativos; los españoles, los relacionados con la guerra, la explotación, la diplomacia y los asuntos religiosos” (12). Para él, el futuro estaba en la ciencia y la tecnología, y cuanto más fomentara España el desarrollo de éstas áreas, tanto más sería posible realizar su destino universal. En especial, era partidario de la fundación de escuelas náuticas, “pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra”.

         El optimismo de estos pensadores se puede interpretar como un contrapeso a los lúgubres diagnósticos de los economistas políticos de la misma Castilla. Pero, en la práctica, por mucho que Olivares y otros pudieran soñar al respecto, el lujo representado por este programa resultaba inalcanzable por el contexto de emergencia continua en que se movía el gobierno español. En los años 1620-30 se produjo el abandono definitivo de los intentos de organizar todos los aspectos del sistema español mediante la actuación oficial del gobierno –la tendencia burocrática conocida como administración- y el recurso generalizado a su alternativa más débil e incierta, el contrato ad hoc con una empresa privada, o asiento. Esta es una de las numerosas paradojas de la política de Olivares. Lo que intentaba Olivares era imposible, y quizá sea correcto juzgarle considerando lo cerca que estuvo de lo imposible.

         Al menos en términos demográficos los recursos disponibles no experimentaron ningún retroceso entre la peste de Castilla (1599-1601) y la de Milán (1628—30). Sin embargo, aunque la mayoría de los moriscos no podían realizar el servicio militar, la expulsión tuvo que suponer una mayor presión indirecta sobre la capacidad de la península en este sentido. De hecho, la monarquía no iba a tropezar con problemas insuperables de reclutamiento hasta los años 40, pro las poblaciones de España, Italia y Flandes habían dejado de aumentar, y el cubrir las continuas bajas producidas en tercios fue siempre una actividad dolorosa e insegura. Entre 1607 (fecha del primer armisticio con los holandeses) y 1621, el problema fue relativamente moderado; cuando, en los años 20, el problemas se intensificó en forma inexorable, hubo dos factores que pudieron facilitar algo la situación. 1.  El constante afluir de la población a las ciudades quizá redujo la necesidad de recorrer los distritos remotos de Castilla y Nápoles a la búsqueda de hombres para el ejército, práctica que luego sería omnipresente. 2. La misma depresión económica, al aumentar el desempleo, pudo haber liberado hombres para el ejército.

         La destrucción móvil de los ejércitos producía trastornos locales periódicos, que, a su vez, obligaban a los hombres a alistarse por falta de otros medios de subsistencia. Es igualmente posible que la profunda depresión económica de la generación anterior a 1621, que alcanzó un punto álgido –especialmente en el Norte de Italia- en 1619-22, tuviera resultados semejantes. En otras palabras, el fenómeno de “poner una pica en Flandes” quizá tuvo causas semejantes al notable aumento dl número de vagabundos y bandidos en el Mediterráneo durante este periodo. Si fuera así, se podría pensar que la decadencia económica fue realmente una ayuda para el esfuerzo bélico español, al menos en plazo corto o medio. La hipótesis parece especialmente válida para las dependencias italianas, donde la depresión agraria iniciada en torno a 1590 se fue extendiendo gradualmente a las ciudades y centros industriales hasta la crisis de 1620. En 1591, los italianos integrados en el ejército de Flandes no pasaban del 2,6%; en 1601 la cifra se acercaba ya al 5%, y en 1610 llegaba al 10%, para seguir aumentando a lo largo de toda la Guerra de los Treinta Años (13).

            Sea como sea, el establecimiento militar español gozó de una salud excepcionalmente buena durante las primeras campañas de la guerra. Madrid controlaba cuatro ejércitos de operaciones, situados en Flandes, Renania, Europa central e Italia, cada uno de ellos con las dimensiones que se podían considerar óptimas para la época (20.000), además de un número dos veces mayor de tropas de guarnición. Por otra parte, se había creado, desde 1617, una flota prácticamente nueva, y se estaban construyendo unos cincuenta galeones, adaptados para el servicio en la Armada del Mar Océano, por no decir nada de otros escuadrones auxiliares como el de Dunquerque. Teniendo todos los datos en cuenta, no hay razones de peso para poner en duda las palabras d Felipe IV cuando, en 1626, se vanagloriaba de que la monarquía tenía no menos de 300.000 hombres sobre las armas.

         La consecuencia inevitable de esta expansión militar imponente fue una escasez creciente de suministros, y en los años 1620-30 se produjo una desproporción entre los hombres alistados y la capacidad de alimentarlos, vestirlos, equiparlos y darles su paga. Aun cuando el programa interior de Olivares no hubiera tropezado con dificultades políticas insuperables, es probable que nunca hubiera tenido tiempo para madurar y superar las presiones a que estaba sometido en aquel momento el sistema español. Se dieron varias órdenes improvisadas dentro del espíritu de las panaceas del “memorándum de reforma” elaborado por el Consejo de Castilla en 1619, y de las ideas arbitristas en que se inspiraba. Hubo leyes suntuarias relacionadas con la Junta de la Reformación, intentos de aumentar las restricciones a la importación y las barreras aduaneras, así como de fomentar las industrias nacionales (por ejemplo, cobre, acero y construcción naval). El embargo total del comercio con los holandeses era un arma ofensiva muy eficaz, pero resultaba irrealista desde el punto de vista de las necesidades esenciales del comercio español y la economía andaluza. La tarea de resucitar una economía que estaba moribunda desde hacía una generación era una tarea que superaba las posibilidades de una administración que operaba permanentemente en condiciones de emergencia, que tenía que tapar huecos y hacer reparaciones sobre la marcha con los únicos materiales con que pudiera contar en el momento.

          La decadencia de las manufacturas textiles y metalúrgicas de España y del norte de Italia significó una mayor dependencia de las fuentes de suministro alemanas o de otros lugares del norte de Europa. Al generalizarse la guerra y aumentar el riesgo de los transportes, el coste de las armas de fuego y de las armas blancas subió vertiginosamente y la búsqueda de suministros constituyó una de las mayores preocupaciones de los miembros de las juntas de Olivares. Ya en 1623 la necesidad de producir pólvora en grandes cantidades llevó a la formación de una junta encargada de estimular los aletargados centros manufactureros de España. Mayor importancia tuvo el agotamiento de las reservas madereras de la península, como consecuencia de la deforestación producida por diversos programas navales de Felipe II. Esto tuvo repercusiones militares de gran amplitud, pues la madera era necesaria para las picas, armas de fuego, carros, barriles y todo tipo de obras de asedio y defensa que constituían el equipo indispensable para todo ejército. La escasez en este campo fue todavía más grave en los escenarios marítimos. De hecho, el rápido desarrollo de una nueva flota se produjo dentro de una situación de casi completa “falta de medios”. Las provincias mediterráneas españolas no poseían materias primas para construirla o mantenerla. Ya en 1623, por ejemplo, no era posible conseguir mástiles de origen nacional: “Como no podemos obtenerlos de Holanda”, anotaba Felipe IV “debemos escribir a nuestro embajador en Inglaterra en indicarle que llegue a un acuerdo con los mercaderes de aquellas tierras o con los de las ciudades de la Hansa para la entrega en Lisboa de una cantidad de mástiles –siempre que nos sean transportadas en barcos holandeses-“(14). Lo mismo podía decirse de las maromas, pez y alquitrán; en la práctica era imposible evitar, la conexión alemana, y Madrid tenía que recurrir una y otra vez a los intermediarios de Amsterdam. La triada dominante del grano, cobre y madera, elementos todos ellos necesarios para el buen funcionamiento del sistema español. Los comerciantes holandeses estaban deseosos de cooperar, pues tenían casi la misma necesidad (para su industria pesquera) de la sal procedente de los ricos depósitos de Portugal y Murcia. Gracias a este contacto, y a una serie de fraudes y engaños, muchos de ellos con la connivencia indudable de las autoridades españolas, se mantuvo la presencia holandesa en el comercio en el norte de Europa y Sevilla. “A pesar de todas las prohibiciones de hacer trato con los holandeses”, se quejaba un funcionario de Bruselas,” de hecho se les permite competir con nuestros negocios incluso en mejores condiciones que los propios súbditos de su Majestad” (15).

         Cuanto mejor conocemos la laboriosidad, imaginación y coherencia del grandioso proyecto de Olivares, más impresionante resulta. Sin embargo, a finales de los años 20 su intento de catapultar la potencia española hasta el Báltico, de asfixiar a los holandeses y de realizar los sueños de Dherley tuvo que ser cancelado. Aunque se persistió en algunos aspectos, el bloqueo económico perdió fuerza, y se permitió una vez más a Bruselas que subcontratara con los holandeses y que consiguiera ingresos mediante la venta de licencias y pasaportes comerciales. Mientras tanto el cuñado de Olivares, marqués de Leganés, se vio obligado (en su condición de capitán general de artillería) a conseguir un acuerdo con Simón de Silveira, el más destacado de los nuevos aliados comerciales de la corona, en el que se determinaba el reparto a mitades iguales de las armas y dinero que se pudieran salvar de los naufragios ocurridos en aguas españolas.

         El gobierno de Olivares fue siempre capaz de resolver los problemas d la financiación de la guerra, aunque sólo gracias a un gran esfuerzo y a un coste muy elevado. Había que realizar continuamente cálculos de lo que necesitaba, negociar asientos de dinero, hacer transferencias de crédito y dinero, en metálico, todo en un ambiente que nunca dejaba de ser tenso y muchas veces frenético. Tuvieron que pasar diez años de guerra generalizada y producirse el gasto increíble de 1625 antes de que aquel motor se recalentara y se parara por primera vez en 1627. Esto resulta mucho más notable si se tiene en cuenta el hecho d que las dos guerras de 1618 y 1621 se emprendieron con pleno conocimiento del enorme bajón de las importaciones de metales preciosos durante el quinquenio anterior.

         La mayor proporción, con mucha diferencia, de los ingresos que permitían atender las necesidades mencionadas procedía, directa o indirectamente, del contribuyente castellano. Este hecho nos obliga a preguntarnos: ¿hasta qué punto era necesaria una economía sana para proseguir la guerra? Una posible respuesta nos la ofrece el profesor Alcalá Zamora:

No cabe ninguna duda de que las estructuras económicas de nuestro país dejaban mucho que desear en 1620; pero también es cierto que poseía enormes reservas de energía, que se gastaron durante los cuarenta años siguientes en el esfuerzo más continuo y desproporcionado que nunca hiciera un pueblo. Una nación exhausta habría sucumbido a la presión mucho antes (16).

 

            Durante los años considerados en este capítulo, y hablando en términos aproximados, el presupuesto real anual pasó de 12 millones a más de 15 millones de ducados. Habría que descontar aproximadamente la mitad para atender a la deuda de la corona; e incluso durante los años comparativamente tranquilos de Felipe III, los gastos militares periódicos oscilaban entre 4 y 5 millones de ducados. Durante los últimos tres años del reinado, los contratos monetarios subieron de valor en más de un 50%, llegando a 7,5 millones. La siguiente década fue la más despilfarradora, desde el punto de vista de los préstamos, de todo el periodo Habsburgo; tomando 1621 como año base, se llegó a 240 en el año de Breda. Esto representa un incremento en el gasto de 250% (1615-25), frente a un aumento de los ingresos del 25%. Después del doble golpe de la “suspensión de pagos” y de Matanzas en 1627-28, la corona no volvió nunca más a conseguir crédito en esas proporciones.

         Casi todos los métodos adoptados para negociar préstamos eran en cierta forma contrarios a la economía castellana. La acuñación de vellón, por ejemplo, hacía estragos en la tasa de cambio, perturbaba el sistema monetario y era un fuerte golpe para el capitalismo. Además, gran parte del cobre utilizado en el proceso se tenía que comprar a Suecia a través de los buenos oficios de los holandeses. Pero entre 1621-26 aportó 2,6 millones de ducados al Tesoro. Luego se vio sustituido por aumentos proporcionales de los millones, impuesto extraordinario sobre las ventas que era muy perjudicial para los negocios y a la inversión. Además, la dinastía se fue reduciendo gradualmente a la ruina y a la impotencia política durante la Guerra de los Treinta Años. En sus primeros años Felipe IV redujo sus propios gastos domésticos anuales en un 75%, dejándolos en 500 mil ducados. Recurría de forma periódica a la enajenación de sus propios patrimonios, e hipotecaba muchas otras fuentes de ingresos ordinarios. Cientos de derechos reales y pequeños privilegios feudales fueron desapareciendo como consecuencia de la búsqueda de dinero en efectivo, en un proceso que minó gradualmente la misma estabilidad del gobierno. Igual que las cuestiones económicas, las consideraciones de buena administración política no podían obstruir la fuerza irresistible de la guerra.

         Conviene mencionar una innovación producida en el campo fiduciario. La fortaleza de la situación de España en Italia se puede juzgar atendiendo a la aportación militar realizada, no sólo por las dependencias directas, sino también por los pequeños príncipes satélites, al ejército que expulsó a los franceses de Génova en 1625. Sin embargo, antes de este periodo, la tentación de explotar económicamente a las provincias italianas no se había puesto en práctica por miedo a dificultar el control político. Este principio se abandonó por primera vez en 1620, cuando se consiguió un “asiento” de un millón de ducados con las rentas reales de Milán, para su utilización en Flandes. Poco después se decidió imponer un nuevo impuesto bélico, al principio reducido y de pequeña escala, en Nápoles y Sicilia. Como decía Felipe IV al presidente del Consejo de Italia: “La actual situación de mis reinos me obliga a buscar todos los medios posibles de conseguir rentas con los que pueda defenderlos. Uno de los que parecen más indicados para este objetivo es la extracción de un millón de ducados de los reinos de Nápoles y Sicilia” (17).  La suma implicada en estas transacciones indica que Madrid tenía conciencia del alcance real del descenso vertiginoso de los ingresos en metales preciosos, que equivaldría a una pérdida de un millón de ducados anuales; y que se consideraba que las fuentes italianas serían un sustituto adecuado en lo que se consideraba un problema meramente pasajero. De hecho iba a resultar permanente, y significaría el comienzo de una nueva era en la financiación bélica de la monarquía. El Viejo Mundo tenía que acudir a restablecer el equilibrio del Nuevo.

         En cuanto a la famosa riqueza de las Indias, los ingresos de plata no representaron nunca más que una fracción de los fondos administrados por la Hacienda real. Por otra parte, su valor como garantía de los préstamos le dio un considerable valor extra sobre todas las demás fuentes de ingreso. En los años que precedieron a Breda, la inflación de precios, incrementada por las guerras, volvió a alcanzar los niveles máximos, aumentó el valor del metal. En parte por esta razón, los banqueros alemanes y genoveses de la corona estaban siempre dispuestos a negociar. Incluso después del serio descalabro de 1627, aquel sistema desvencijado tenía posibilidad de arreglo, mientras durara la llegada anual de la flota de la plata a Sevilla, tal como venía ocurriendo desde hacía un siglo, con la misma seguridad con que salía el sol. En las negociaciones de 1627, cuando quebraron algunas grandes firmas genovesas, Olivares persuadió a una rama de los Fuggers para que abandonara a la monarquía, y consiguió un nuevo “asiento” con un grupo de financieros judíos de Portugal. Las cosas parecían razonablemente propicias para las campañas de 1628, el año de Mantua y Matanzas.

 

Política

Durante este periodo, quedó firmemente establecida la influencia de dos poderosos favoritos. La autoridad del duque de Lerma quedaba consagrada en un instrumento constitucional de 1612; Olivares había llevado a cabo las maniobras necesarias para conseguir su posición antes del año de 1623. Todas las grandes cuestiones de la paz y de la guerra, tratados y alianzas, se presentaban al Consejo de Estado, o en primera fase o en un periodo más adelantado. Para el rey y su valido, el actuar en oposición flagrante a la opinión de la mayoría, expresada formalmente en una consulta constituía una operación arriesgada (18). La dependencia de la corona de los grandes señores seculares y eclesiásticos que ocupaban los puestos del Consejo constituía una penosa realidad en toda una gran variedad de asuntos. Sin embargo, en el curso de estos veinte años se puede apreciar una clara regresión de la autoridad del estado. Hasta 1622, aproximadamente, tenía una función consultiva y ejecutiva, que encajaba con el estilo político de Lerma y Felipe III; con Olivares, se vio privado de forma casi imperceptible de su poder ejecutivo, y con el tiempo llegó a perder gran parte de su función consultiva. En los años 30 se había convertido en un simple apéndice del gobierno.

         Naturalmente, la corona podía siempre maniobrar para conseguir una respuesta dócil, mediante el tipo de presión que se da en los actuales gobiernos donde existe un consejo de ministros, y muchas veces esto era suficiente para las aspiraciones del valido. En especial, el gobierno podía explotar la tensión entre los Consejos de Estado y Finanzas, consecuencia del intento de este último por intervenir en las funciones del primero (algo parecido a las relaciones entre el Consejo de Ministros y Hacienda, en la actualidad). Los dos predecesores inmediatos de Felipe IV los habían utilizado cuando las circunstancias lo requerían, y se podría decir que el gobierno mediante junta era esencialmente era una respuesta a la guerra más que una característica de un estilo político per se. Con las guerras aumentaban las juntas, y con Olivares se convirtieron en la norma en vez de la excepción, y podían ser de carácter improvisado o fijo, como demuestra suficientemente la larga vida de la Junta de Estado y de la Junta de Medios.

         Conviene señalar otro punto para tratar de corregir la opinión todavía dominante sobre el gobierno mediante valido como si fuera la delegación total de “todo” el poder ejecutivo. El papel de los reyes en el gobierno parece que fue considerablemente más importante que lo que habían supuesto los autores de hace algunos años. La actitud “whig-liberal” que,  con alusiones moralistas, dominó las obras del siglo XIX. Algunos estudios recientes sobre Felipe III y su hijo coinciden prácticamente en reivindicar sus talentos administrativos. En el caso del segundo, la revisión es completa. Según Alcalá-Zamora,

Felipe IV participó, se informó y tomó decisiones en todos los asuntos de gobierno. Los que ha trabajado con la documentación original se ven continuamente sorprendidos por este hecho y llegan a la convicción de que se han visto engañados por las referencias a su “indolencia”. Al menos durante los últimos veinte años de reinado, el ritmo de trabajo del rey es comparable, y muchas veces superior, al de su abuelo (19).

 

            La arraigada creencia del propio Olivares en el sagrado deber de gobernar que tenía su señor se ve confirmada por las notas, comentarios y firmas del rey en innumerables documentos de su reinado, tanto si eran trascendentales como de poca monta. En resumen, se puede afirmar que, al menos durante este periodo, la política corría a cargo de un aparato flexible, que, aunque de estructura jerárquica y de naturaleza oligárquica, tenía como base los consejos y el consenso.

         Los memorándums oficiales, los panfletos políticos, los sermones, las manifestaciones dramáticas y poéticas, todo estaba imbuido del sentido de misión y se lamentaba de la afronta que la retirada del norte había supuesto paras el honor de la monarquía. La determinación del nuevo régimen de “recuperar la reputación aunque fuera a cañonazos coincidía con un sentido popular, pues los primeros años 20 estuvieron dominados por un entusiasmo casi revolucionario en favor de una guerra contra la herejía, campaña que iba asociada a la eliminación de los partidarios de Lerma, del gobierno y de la burocracia.

         La visión de Lerma era, bastante más limitada que la de muchos otros ministros; y su caída en 1618 estuvo relacionada con su derrota en el Consejo de Estado a propósito de la cuestión alemana, y la victoria de Zúñiga, tío de Olivares, y el mejor situado e implacable de los portavoces del “partido de los halcones”. No obstante, la posición del duque había previamente minada por este grupo, en el que se incluían Feria y Oñate, así como Osuna, que, más tarde sería proscrito como cliente de Lerma. El grupo había optado por  la opción de reanudar la guerra en 1621. Ya en 1617, el tratado de Oñate con Fernando de Estiria había puesto las bases de la futura colaboración de los Habsburgo. Ese mismo año se había tomado la decisión de revitalizar la flota, tan descuidada en ese momento, y se firmaron los primeros contratos para la creación de una nueva Armada del Mar Océano. Desde Nápoles, Osuna se impacientaba ante los proyectos de los enemigos de España. “Esta actitud pacifista no sirve más que para oprimir mi alma”, regañaba a Flipe III, y “para dar satisfacción a los que tienen celos de la monarquía… Lo único que hace falta es que Su Majestad se muestre resuelto, y España no os defraudará” (20). Las opiniones de Osuna eran perfectamente conocidas; más revelador fu l apoyo del archiduque Alberto y de Ambrosio Spínola, desde Bruselas, a la intervención en Alemania en 1618. Estos hombres habían sido los principales promotores de la Tregua de Amberes, y, en definitiva, veían la necesidad de tomar medidas preventivas en el Rhin en forma de operación policiaca que permitiera salvaguardar el territorio y animar a los holandeses a renovarla en condiciones más favorables a Bruselas. Sin embargo, eran partidarios de la llamada “teoría del dominó” o de contención de los enemigos de España, bien vista entre los “halcones” y más adelante perfectamente desarrollada por Olivares: “Grandes y fundamentales peligros amenazan a Milán, Flandes y Alemania. Y un golpe así sería fatal para esta monarquía, pues, en caso de que experimentáramos una gran pérdida en uno de estos puntos, los demás seguirían el mismo camino, y después de Alemania, sería Italia, después de Italia, Flandes, luego las Indias, Nápoles y Sicilia” (21).

         El problema crucial para las relaciones de España con todos sus vecinos era que la defensa de este principio implicaba necesariamente la protección constante de los pasillos de comunicación entre sus dependencias –especialmente en los Alpes, Renania y Canal de la Mancha-. En este punto, la contención se transformaba en una actitud más agresiva: no solo bastaba con contener, había que hacer retroceder cuando fuera necesario. Por muy reacios que fueran a aceptarla cuando se aplicaba en concreto en los Países Bajos, ésta era,  sin embargo, la conclusión lógica de la línea mantenida por Alberto y Spínola. Después el fracaso de la diplomacia, Madrid se preparaba para lo peor, y con visión retrospectiva podemos interpretar la visita de Felipe III a Portugal en 1619, deber que venía aplazando desde más de 20 años, con un símbolo del giro hacia el norte, igual que la peregrinación original de su padre hacía cuarenta años. En Lisboa el rey  cayó gravemente enfermo y Zúñiga interrumpió sus esfuerzos por conseguir ayuda en favor de una línea dura contra los holandeses para escribir al archiduque Alberto y hablar sobre el heredero: “El príncipe es de buen temperamento y muy robusto… Dios le guarde así, pues es un muchacho agudo y tiene una extraordinaria aptitud para las cosas” (22).

            En 1623, Felipe IV, rechazó la propuesta de celebrar conversaciones presentada por los holandeses y observaba que había que “actuar cuidadosamente, pues la experiencia nos dice que dejar una puerta abierta sólo puede aportar ventajas”. Por su parte, Olivares no flaqueó en ningún momento en su insistencia en el “plan de los tres puntos”, las condiciones  españolas que habían parecido inaceptables en 1619-21. Éstas eran: 1. El reconocimiento de la soberanía de los Habsburgo; 2. Libertad de culto para los católicos holandeses; 3. Restauración del acceso comercial a Amberes a través del Escalda.

         La primera de estas cuestiones se refería a la alianza con el emperador Alemán, fruto de la labor realizada por Oñate y Zúñiga, y renovada periódicamente hasta el final de la Guerra de los Treinta Años. Éste fue el único factor nuevo de importancia en la alineación del poder cuando se compara con la de los años 1580-1590; mientras tanto, Francia e Inglaterra habían considerado necesario saltar a la palestra aun cuando no tuvieran la amenaza de un acto familiar entre los Habsburgo. Olivares estaba completamente decidido a mantener los vínculos con Austria, y rechazó todas las objeciones. En 1623 sacrificó la amistad de Inglaterra, fomentada con tanto esmero durante la década precedente, rechazando la solicitud de Carlos I de la mano de la infanta, a quien él había destinado a fortalecer los lazos con Viena. Hizo caso omiso de la gradual reaparición de la antigua conexión franco-holandesa después de que Richelieu se hubiera hecho con el poder en París en 1624. La alianza austriaca era cara; entre 1618 y 1628 unos 350 mil ducados anuales de plata cruzaron los Alpes con dirección a los ejércitos de Tilly y Wallenstein. Para Olivares era fundamental conseguir una declaración de guerra de Austria contra los rebeldes holandeses, lo mismo que España había ayudado a Fernando contra los de Bohemia. Los imperiales y los jefes  de la Liga Católica eludían siempre el compromiso. Como el mismo Felipe admitía en 1623, “es terrible que los ejércitos, que tanto nos deben por la ayuda prestada en todo lo que se refiere a la integridad del imperio, se nieguen a unirse a nosotros contra los holandeses, manteniendo la neutralidad ante tal infamia” (23).

            Este desliz del rey provocó algo parecido a una reprimenda por parte del conde-duque: “Debe entenderse, que los ejércitos de su majestad no han dejado nunca, ni dejarán en el futuro de acudir en ayuda del emperador y de la Liga Católica” (24).  Es fácil comprender la obstinación de Olivares en este punto, pues Austria y Baviera eran un eslabón vital en la única cadena existente de comunicaciones terrestres con Renania y los Países Bajos, a través de los pasos de la Valtelina en los Alpes, tan tenazmente defendidos desde su ocupación en 1620. El acuerdo con Fernando II garantizaba también la posición de España en la misma Renania. Por encima de todo, Alemania era la única esperanza de Olivares para llevar a buen término su programa bélico, pues era el único medio por el que la potencia española podía llegar hasta el Báltico.

         Este era un lago protestante en el que se basaba el poder y riqueza de los holandeses. Los holandeses habían acaparado materiales estratégicos –especialmente marítimos-, como la madera, cáñamo, alquitrán y cobre, gracias a su fuerte presencia en Suecia. Ellos imponían las condiciones del suministro de cereal a la necesitada Europa meridional mediante su intervención directa en Danzig. Sin embargo,  en estos escenarios esenciales todo dependía del acceso al Báltico, cerrado a España por el control de holandeses y daneses sobre el Skaggerak. Así pues, los planes del conde-duque dependían de la eliminación de este obstáculo, mediante la ofensiva de Wallenstein y la captura de una base naval en el norte de Alemania. El emperador estaba satisfecho ante la idea de una flota de los Habsburgo para el Báltico creada con recursos españoles y la experiencia flamenca.

         El conde-duque estaba muy interesado en conseguir un tratado específico de coalición que uniera a España, Austria y Baviera contra todos los que pudieran intentar atacarlas. A primera vista, esto parece justificar el “enfrentamiento de dos mundos”, la gran lucha religioso-cultural descrita por autores como J.V. Polisensky (25).  Aunque Olivares era consciente de la oposición ultracatólica a Richeliu dentro de Francia, para él tenía mucho más interés la postura de la facción hugonote, debido a su sólida base material y potencial estratégico. Por eso, durante la década de 1620-30, trató de llegar a un acuerdo con los líderes hugonotes que pudiera mantener viva en Burdeos y Languedoc la llama de la resistencia a París. Tal sugerencia merecía el anatema para los “tradicionalistas”, y en el Consejo de Estado fue rechazado por una gran mayoría en 1624. Pero el valido no se desanimó y, mientras a los buenos católicos franceses sólo se les ofrecía ayuda económica. En 1629, cuando se sentía más seguro políticamente, Olivares ofreció a estos últimos la enorme cantidad de 600 mil ducados anuales. Pero entonces ya era demasiado tarde; la caída de La Rochelle en 1629, el día de Los Inocentes en 1630, representó el fin de la resistencia afectiva a Richelieu procedente de los dos elementos religiosos de la política nacional francesa, y la guerra de Mantua iba a demostrar las consecuencias para el esfuerzo bélico español.

Actitudes

Madrid era, realmente, la corte mejor informada de Europa. En ningún momento anterior ni luego hasta el apogeo de la influencia de Luis XIV había tenido un gobierno tanta inteligencia a su disposición. El suministro de noticias, análisis y previsiones era en parte una actividad profesional. El sistema diplomático oficial, y, en las dependencias, el de la administración regional, suministraba información recogida en las cortes nacionales, pero trabajaba también en los informes de cientos de agentes que operaban en niveles inferiores, en casas de bebidas, posadas, iglesias, teatros y bolsas. La monarquía contaba también con la ayuda de muchas otras personas, además de estos funcionarios que figuraban en nómina: simpatizantes por motivos religiosos, movidos esencialmente por motivos personales; desertores de estados rivales; cientos de personas viajeras que tenían una relación contractual con el sistema español, como comerciantes, financieros y sacerdotes (26). Muchos de estos esperaban lógicamente recompensas o ser ascendidos, pero con mucha frecuencia colaboraban atendiendo a un imperativo moral que daba un tono diferente a su información, un tono de fanatismo ciego y a veces deformador.

         Los misarios secretos de los Habsburgo acechaban, sino en todas partes, ciertamente en muchos lugares; y aunque no estuvieran tratando explícitamente de acabar con la seguridad e integridad del país anfitrión, estaban indudablemente favoreciendo la política de España Por toda Europa, en los años posteriores a la muerte de Enrique IV de Francia, se pueden identificar grupos pro y antiespañoles, y entre los sectores de la sociedad que normalmente no demostraban demasiado interés por la política solían tomarse posiciones en uno o en otro sentido. En muchas capitales europeas eran frecuentes las contraseñas y obsesiones. En esta última etapa floreciente de la Contrarreforma, se observaban señales de odio religioso virulento hacia Roma, la orden jesuítica y la Inquisición. En el intervalo entre dos largas guerras contra la hegemonía de los Habsburgo, la aprensión política era profunda. La determinación de Castilla a conservar su monopolio sobre los recursos ilimitados de la riqueza y comercio de ultramar provocaba envidias y ambiciones comerciales. Cada una d estas actitudes encontraba su respuesta contraria entre los defensores y beneficiarios del poder español, dando lugar al tipo de debate que se ha reproducido siempre que ha estado en serio peligro el equilibrio de la influencia política en Europa.

         En el área de la cultura española, al menos las ideas mercantilistas de los arbitristas habían terminado por ser adoptadas a través dl aislamiento de Felipe II. Ya no se importaban ideas europeas en España; en cambio, las de la península se exportaban en gran cantidad. Mientras Shakespeare tuvo que esperar dos siglos para conseguir producir impacto en el continente, el Don Quijote de Cervantes se tradujo al inglés en vida del autor. Todas las grandes novelas picarescas del Siglo de Oro aparecieron en inglés y en las lenguas europeas de más importancia poco después d su publicación original. Dichas obras, como las menos literarias de Bartolomé de las Casas y Antonio Pérez, presentaban con frecuencia una imagen muy crítica de Castilla y sus prejuicios que pudieron dar pábulo a los enemigos de España. Por otra parte, docenas de obras de jurisprudencia y vida religiosa, volúmenes de poesía mística, los dramas de Lope de Vega y los lienzos de los pintores españoles eran también ampliamente imitados y admirados, formando una influencia que irradiaba a través de los centros comerciales del sur de los Países Bajos y el norte de Italia. Los volúmenes españoles –o al menos los de la cultura de influencia del Mediterráneo occidental- ocupaban las estanterías de las bibliotecas de muchas familias influyentes de Praga, Londres y París. Su influjo seductor se puede apreciar en la conducta de hombres tan diferentes como Martinitz, Corneille, Carlos I y Richard Crashaw. Este ambiente cultural d la Pax Hispánica tenía también su lado material; en muchos aspectos de la moda y el gusto, el gusto español estaba a la moda.

         En las Provincias Unidas no había ningún partido o interés que se pudiera denominar exactamente “pro-español” en el sentido que la palabra adquiría en otros contextos. Sin embargo, había una parte de la nación política, especialmente n el estado de Holanda que se inclinaba hacia la moderación. Esta actitud giraba en torno a la eminente figura del Gran Pensionario Oldenbarnevelt, aunque en parte contra su voluntad. Oldenbarnevelt era el estadista a quien, junto Guillermo el Taciturno, pertenecía el mérito de haber arrancado a la república de la sujeción a España; pero, por otra parte, se había adherido fuertemente a la decisión de aceptar la tregua de 1609. Sus seguidores estaban satisfechos con la Tregua de Amberes como solución permanente de las diferencias holandesas con la dinastía Habsburgo, y estaban dispuestos a renunciar a los Países Bajos meridionales, dándolos por perdidos para la nación.

         Como era frecuente en este periodo, la división de opiniones se expresaba por medio de la religión. El “movimiento de la reforma conservadora” de la Iglesia reformada, a la que se inclinaba el bando de Oldenbarnevelt, procedía de las ideas tolerantes y erasmistas de Arminius, y quería resistir a la presión de los sínodos calvinistas en favor de una reanudación de la guerra santa y de la expansión colonial. Sus oponentes, no querían ningún trato religioso con lo que consideraban ideas cripto-romanas, exigían un desafío al monopolio español en el Atlántico, y un ataque en regla al jesuítico régimen de los Habsburgo de Bruselas que oprimía a las provincias meridionales de la patria. Para ellos, Oldenbarnevelt era, en palabras de un panfleto anti-arminiano, el “Consejo Español”. La lucha que siguió fue una de las más profundas con que se ha enfrentado la república en toda su historia, pues giraba en torno a la misma naturaleza del estado y sociedad holandesa. Aquí, como en Inglaterra, donde a lo largo de una generación el término “arminiano” iba a significar algo así como compañero de viaje de la tiranía papista, el reto presentado por la monarquía española hacía plantearse preguntas sobre la misma identidad de la comunidad.

         Había contactos entre Inglaterra y las Provincias Unidas –como entre éstas y los estados alemanes y bálticos- en una amplia gama de aspectos culturales y económicos. Esta actitud se veía fomentada por el desprecio mal disimulado de Jacobo I hacia los burgueses de Holanda. Sin embargo, los espías españoles, como Manuel Sueyro en La Haya y Jacob van Male en Londres, informaban continuamente de las llegadas, actividades y marchas de los soldados y eclesiásticos de un país en el otro. Porque, en definitiva, las realidades estratégicas del siglo XVI habían cambiado muy poco. Como decía Thomas Scot, el más convencido de los escritores antiespañoles “debemos mirarnos a nosotros mismos cuando las cosas de nuestros más próximos vecinos están en llamas” (27).  Además de esto, los intereses de ingleses y holandeses coincidían en el tema específico y emotivo del Palatinado. Federico, el Rey de invierno de Bohemia, se había casado con una inglesa,, lo que le había merecido grandes simpatías entre la población y, por otra, tenía un consejo político procedente de las Provincias Unidas, lo que le permitía contar con ciertas ayudas económicas, aunque limitadas. El Elector Palatino y su princesa Estuardo, eran el centro de la esperanza protestante en Inglaterra, incluso antes de los trágicos acontecimientos de 1618, mientras que después de ello el influyente “lobby palatino” era una espina clavada en el costado de Gondomar y Jacobo I. La tormenta de antipatía suscitada por el embajador español es única en la historia inglesa, y el atormentado Thomas Scot es solamente el más conocido de docenas de escritores cuyas opiniones reflejan el odio popular a España durante este periodo. Para Scot, Gondomar era el “Maquiavelo español”, y el diablo, vestido de cardenal, supervisaba los cónclaves de Madrid. En los primeros años 20, después de apostrofar contra Jacobo por no haber ayudado a su hijo político, huyó al exilio en Holanda, convirtiéndose en uno más de una generación de radicales religiosos ingleses, que dedicaron sus vidas a mantener entre las repúblicas hermanas la identidad de intereses que constituía la única garantía de seguridad para ambas.

         Fue a través de la seductora influencia de la brillante corte de los archiduques de Bruselas, y de su poderosa organización religiosa, como muchos católicos ingleses llegaron, en expresión de Cromwell, a “españolizarse”. Por cada pluma y cada espada puesta al servicio de los holandeses. Otra se consagraba también a los intereses de Alberto e Isabel: “Me preguntas sobre el deseo manifestado por algunos caballeros ingleses de servirme en los Países Bajos”, escribía Felipe III a Alberto n 1619. “Parece buena idea examinar qué es lo que pueden ofrecer, pues, en caso de ser buenos soldados, su ayuda podría ser de gran valor cuando expire la tregua con los holandeses” (28). Fue, por tanto, en los Países Bajos donde tuvo lugar en los años 20 y 30 lo que se podría llamar, ensayo general del conflicto armado que iba a estallar una década más tarde en la misma Inglaterra. En los asedios y marchas de las fronteras holandesas, luchaban en campos contrarios no sólo los ingleses, sino también franceses y alemanes. El curtido veterano de las guerras de Flandes se convirtió en un estereotipo de la literatura y de la pintura de toda Europa occidental, no sólo de las de Castilla.

         En Francia, el papel desempeñado por el partido ultra-católico, apoyado por los enviados españoles Cárdenas y Mirabel, resulto siempre favorable a Madrid. Generalmente los devotos de la Iglesia dela Contrarreforma, y profundamente influidos por el misticismo castellano, desconfiaban de la dinastía borbónica y de sus orígenes heréticos. Mientras que en Inglaterra era el interés antiespañol lo que se oponía al desarrollo del poder real centralizado, en Francia ocurría lo contrario. Entre estos simpatizantes había grandes magnates provinciales, muchos prelados y príncipes. Buscaban una política de cooperación con España en su postura contra la herejía. Durante la regencia de María de Médicis la influencia de este grupo se extendió por todas partes; tras la subida de Richelieu al poder se enfrentaron tenazmente a su política.

         Incluso un hombre como Francois du Tremblay (que más adelante, con el nombre de padre José, sería el principal auxiliar de Richelieu y verdadero martillo de los Habsburgo) fue en sus primeros años partidario de las actitudes descritas. No se puede decir lo mismo del propio Cardenal; durante una breve estancia en el poder, en 1616 envió un representante francés a los príncipes alemanes para “decirles que Francia no apoya a España en ningún sentido, y ofrecer su ayuda a todo el que se oponga a las maquinaciones españolas en Alemania” (29). La que fue prácticamente su primera acción al volver al consejo real en 1624 consistió en acceder a la solicitud de ayuda presentada por los holandeses y que sus antecesores no habían tenido en cuenta. En estas dos áreas, el reino de Francia podía contribuir a conseguir l agotamiento gradual de la fuerza española. Sin embargo, el objetivo estratégico principal era uno en que la guerra por poderes nunca podría resultar decisiva.

         Alemania proporcionaba a Richelieu una base firme de progreso. En los años 20, por el contrario, parecía que Italia iba a acabar con todas sus esperanzas. De todos los príncipes influyentes del norte de Italia, sólo el empedernido intrigante que era Carlos Manuel de Saboya respondió con algo más que evasivas corteses a los intentos de Francia de buscar una base de apoyo. El hecho era que la situación española en Italia había garantizado la estabilidad y seguridad de la Península durante más de medio siglo, y esto, junto con los enormes intereses personales implicados en ello, resultaba muy satisfactorio para los italianos. “Italia estaba gobernada con métodos españoles, por medio de la Inquisición y el espionaje, la supresión de la libertad de pensamiento y de acción”. Esta era, la razón por la que “en los escritos de la época encontramos tan pocas alusiones a las desventajas del dominio español, y muchas a las ventajas del mantenimiento de la paz” (30).

            En realidad, los estudios más recientes sobre las dependencias italianas han demostrado la solidez social de todo el aparato de gobierno español, desde Milán a Sicilia. Cierto es que hasta 1628 no habían comenzado a producir resultados desagradables las medidas de exacción financiera de la corona; pero incluso cuando se creó tal situación no hay muchas pruebas de que se produjera un cambio de lealtad por parte de la clase gobernante, ni siquiera en las actitudes básicas de los mismos “populari”. El avance de Richelieu en Mantua se iba a producir no como consecuencia de la debilidad, sino a pesar de la fuerza del imperio hispano-italiano.

         El año de 1618 fue el momento en que se produjo la explosión de todos los elementos que integraban el dinámico conjunto que hemos descrito. En Praga y en Amsterdam la solución favoreció a las agrupaciones anti-Habsburgo de línea dura. Los bohemios de Martinitz y Slavata, en quienes Oñate había depositado toda su esperanza, se convirtieron en un ejemplo poco común en la historia al ser arrojados literalmente de su cargo. En las Provincias Unidas, la ejecución de Oldenbarnevelt y la condena de los arminianos en el Sínodo de Dort (1618-19) significaron la victoria de los partidarios de la línea dura en la negociación con España. Después del tratado matrimonial franco-español de 1612, Felipe III (que firmaba vuestro buen padre) mantuvo correspondencia periódica con su hijo político, Luis XIII. Este intercambio fue interrumpido durante dos meses por iniciativa española al tener noticias de la rebelión de Praga..

CONCLUSION

         En la medida en que una aspiración de esta índole puede llegar a considerarse como un éxito, el intento español de mantener su hegemonía europea estuvo muy cerca de conseguirlo en el momento de la rendición de Breda, en 1625. La gigantesca y lenta operación con la que Spínola llegó a sitiar la gran fortaleza creó una especie de remolino bélico que absorbía todos los recursos militares de ambos bandos. La confrontación atrajo la atención de toda Europa, y se desarrolló en una escala semejante a la de Verdum y adquirió la significación simbólica de Stalingrado.

         La monarquía casi se hundió bajo el peso del esfuerzo, pero el éxito parecía haberlo justificado. De hecho, fue una victoria pírrica, como pocas ha habido. Cuando los soldados exhaustos, desnutridos y harapientos del marqués de Spínola entraron en Breda, se maravillaron ante la fortaleza de sus defensas, y la verdadera cornucopia de sus reservas de alimentos y materiales. Sin embargo, desde el punto de vista de Madrid parecía que estaba a punto de producirse el tanto tiempo esperado veredicto de los cielos sobre los rebeldes holandeses, así como sobre los de Bohemia.

         El agotamiento físico que España experimentó durante la Guerra de Mantua en 1629, Flipe IV vivió intensamente el hecho de la debilidad de la justificación de España en aquel conflicto había movido el péndulo de  gran parte de la opinión europea hacía la política de Francia.

 

NOTAS

R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.

(1) BN SA (Biblioteca Nacional de Madrid/Sucesos de Año Series, 2348/533.

(2) P. Vilar, “The age of Don Quixote”, traducido y reimpreso en P. Arle (ed.), Essays in Economic History, 1500-1800, 1974; J.H. Elliot, “The decline of Spain”, en Past and Present, número 20, 1961.

(3) J.H. Elliot, El Code Duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977.

(4) Roland Mousnier, The Assassination of Henry IV. The Tyrannicide Problem and the Consolidation of the Frnch Absolute Monarchy in the Early Seventeenth Century, 1973.

(5)A.W. Lovett, Philip II and Mateo Vázquez de Leca: The Government of Spain, 1572-92, Ginebra, 1977.

(6)H.M. Vernon, Italy from 1494 to 1790, 1909.

(7)J.P. Cooper (ed.) The Decline of Spain and the Thirty Years´ War, 1609-1659, vol. 4, en New Cambridge Modern History, 1970. [La Decadencia Española y la Guerra de los Treinta Años, t. 4, de la Historia del Mundo Moderno, Barcelona, Ramón Sopeña, 1974].

(8)B. Chudoba, Spain and the Empire, 1519-1643, Madrid, Rialp, 1963.

(9) J. Israel, “A conflict of empires: Spain and the Netherlands, 1618-48”, en Past and Present, núm. 76, 1977.

(10) J. Lynch, Spain under the Habsburgs, vol. 1: Empire and Absolutism, 1516-98, 1964; vol. 2: Spain and America, 1598-1700, 1969.

(11) BL (British Library), 543 – EG (Egerton Mss.), 115.

(12) L. Díez del Corral, La Monarquía hispánica en el pensamiento político europeo, Madrid, 1975.

(13)G. Parker, The Army of Flanders and the Spanish Road: The Logistics of Spanish Victory and Fefeat, 1567-1659, 1979 y reimpresiones, Madrid, Revista de Occidente, 1976.

(14) BL, 335 – EG, 318v.

(15) BN, 2360/ SA, 340.

(16) J. Alcalá-Zamora, España, Flandes, y el mar del Norte, 1618-1639, Barcelona, Planeta, 1975.

(17) BL, 335/EG, 394v.

(18) R. Ródenas Vilar, La política europea de España durante la Guerra de los Treinta Años, 1624-30, Madrid, 1967.

(19) Alcalá-Zamora, España, Flandes…., op. cit.

(20) BL, 21004/AD (Additional mss.), f. 379.

(21) J.H. Elliot, El Conde-Duque de Olivares y la herencia de Felipe II, Valladolid, 1977.

(22 ARB (Archives du Royaume de Belgique (Bruselas), 183/SE (Sécrétairerie d´Etat et de Guerre Series), 65v.

(23) BL, 318/EG (Egerton Mss), 200.

(24) Ibid.

(25) J.V. Polisensky, The Thirty Years´ War, 1974.

(26) C.H. Carter, The Secret Diplomacy of the Habsburgs, 1598-1625, 1964.

(27) T. Scot, Crtain Reasons and Arguments of Policy…, Londres, 1624.

(28) ARB, 183/SE, 38.

(29) M. Fraga Iribarne, Don Diego de Saavedra y Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1955.

(30) H.M. Vernon, Italy from 1494 to 1790, 1909.

 CAP. 3

 

LOS AÑOS DE LA DERROTA (1656-1678)

 

En la generación siguiente al Tratado de los Pirineos la monarquía española perdió, finalmente, su aspiración activa a la hegemonía europea y atlántica. La voluntad de mantener la lucha se fue apagando lentamente por una serie continua de frustraciones y humillaciones. Para el conjunto de la monarquía este periodo fue de una miseria casi indescriptible, con pocos rayos de esperanza en ninguna de sus empresas. Comienza con la desaparición, en Nápoles, de la peste devastadora que había comenzado diez años antes. Había atravesado todo el litoral del Mediterráneo occidental, dejando quizá un millón de víctimas a su paso. Termina con la iniciación de otra década de desesperada crisis socioeconómica dentro de la península, la “última crisis” de Castilla. (1) No es de extrañar que el interés histórico por este periodo haya aumentado muy poco desde que Rodríguez Villa, atribuyera a la falta de investigación a “la melancolía y disgusto que la narración de estas desgracias produce en el propio espíritu” (2).

         Sin embargo, sería ir demasiado lejos pensar que España prácticamente desapareció del mapa de Europa como consecuencia del Tratado de los Pirineos –desaparición realizada simbólicamente en las páginas de los manuales, y literalmente en un estudio sobre la época de Luis XIV (3). En realidad, todo su reinado constituye un testimonio de que la monarquía española era, en el sentido más amplio de la palabra, una fuerza con la que había que contar todavía. Aunque no se abandonó en absoluto la obligación de proteger su integridad, las circunstancias de la época introdujeron cambios importantes en las actitudes políticas. Sus defensores no era derrotistas, más bien habría que decir que sus objetivos últimos eran todo lo contrario. Pero después de la muerte de Felipe IV, durante la minoría de sus sucesor (1665-75), España dio ciertos pasos hacía una base política más racional, buscando un papel más reducido en el nuevo contexto europeo de “ascendencia francesa”. Por encima de todo, la monarquía de Carlos II necesitaba “una completa y profunda revisión de los métodos y objetivos nacionales… abandonando la insistencia simple y primaria en la defensa y conservación de todas sus posesiones” (E20). Es la voz, una vez más, de un hombre de la generación del 98, para quien la obstinada decisión de los Habsburgo de atender a su destino imperial contribuyó en gran manera a explicar la interrupción del progreso económico e intelectual de España. Naturalmente, como estaban cayendo las antiguas certidumbres y rígidas máximas políticas, y como no se tenían ideas claras ni se había formulado una posible política de recambio, los ministros se perdían muchas veces en el laberinto desconocido del pragmatismo. Las acciones de retaguardia de muchos imperialistas influyentes e intransigentes, y la precaria situación del gobierno de regencia, sólo contribuyeron a aumentar la confusión reinante.

         Sin embargo, en los años 60, en el crepúsculo de su supremacía europea, el gobierno español no carecía de hombres de inteligencia, sensibles a la necesidad de realizar una adaptación constructiva. La reconsideración de que habla Maura se intentó, realmente, en la segunda mitad de la década, después de la muerte de Felipe IV –periodo semejante en algunos aspectos al que siguió a la muerte de Felipe II. Un intento de renunciar a los compromisos, basado en un espíritu que se puede llamar de “apaciguamiento”, produjo algunos resultados concretos. A pesar del hecho de que España siguió durante gran parte de estos veinte años haciendo la guerra en defensa de sus intereses dinásticos, entre 1688 y 1772 se produjo un hiato especial durante el cual parecía que se iba a seguir una orientación radicalmente distinta. La tendencia, lógicamente, no era ni original ni sencilla; en cierto sentido era casi tan tradicional como la política que trataba de reemplazar. Como hemos visto, la lucha entre las opiniones de “moderados” o “realistas” y de las que tenían otras convicciones es una constante en la política de Castilla casi desde el comienzo de su participación en una estrategia pan-europea.

EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS

Cuando, en el otoño de 1656, se interrumpieron las negociaciones de Lionne en Madrid, España se vio condenada a otra década de guerra en gran escala. De hecho, en esta penúltima fase de su reinado, Felipe IV pareció acumular compromisos, tan indiscriminada como su abuelo en una etapa semejante. Igual que Felipe IIm se veía ahora inmerso en guerras con Francia, Inglaterra y un importado estado rebelde, Portugal. El último frente llevaba muchos años en estado latente; en aquel momento fue reactivado deliberadamente por Madrid en un último esfuerzo desesperado por conseguir la sumisión de Portugal. Se intentaron invasiones de cierta consideración en los años 1657, 1658 y 1659, más adelante en 1663 y finalmente en 1665. Fortalecidas por la ayuda de Francia e Inglaterra, las defensas de Portugal resistieron la intentona con relativa facilidad. Los ejércitos españoles, heterogéneos y mal equipados sufrieron terribles derrotas, entre las que hay que destacar la de Ameixial en 1663 (con la humillación del bastardo del rey, don Juan José), y la de Villaviciosa en 1665, especialmente sangrientas y claras. Se decía que las noticias sobre Villaviciosa habían precipitado la muerte del anciano rey, hasta tal punto se sentía identificado con la cuestión portuguesa. Esta campaña larga, desesperante y debilitadora tuvo gran influencia de cara a reducir el sistema español a la situación, casi de impotencia, en que se encontraba al terminar la década.

         El príncipe Juan José se había visto también implicado en otro fracaso decisivo, la batalla de las Dunas (o mejor de Dunquerque) en 1658, que constituyó el único triunfo necesario de la alianza anglo-francesa establecida el año anterior entre Mazarino. La pérdida de las instalaciones de Dunquerque redujo considerablemente la viabilidad logística de continuar la guerra en Flandes. Domínguez Ortiz coincide con el famoso crítico coetáneo de Cromwell, Slingsby Bethel, al considerar que las acciones del Protector ponían fin al punto muerto que había mantenido a la potencia francesa y a la española en un equilibrio de desgaste desde Rocroi, o incluso desde 1653. Parece que no hay razones de peso para rechazar este veredicto. En 1659, interesado por encima de todo por quedar con las manos libres para intervenir en Portugal, Felipe decidió hacer un alto en el norte. Tuvo que resultar difícil para el gobierno y la población de Flandes no emprender en 1660 lo que parecía ser la eterna rutina de preparación de una campaña, que venían haciendo todas las primaveras desde hacía cuarenta años, como si fuera la cosa más natural del mundo. El Tratado de los Pirineos fue un acuerdo relativamente imparcial, en el que ambos lados hicieron importantes concesiones. Luis XIV accedió a rehabilitar a Condé y a renunciar a su ayuda a Portugal; Felipe entregó la mano de su hija, junto con algunos territorios, de importancia simbólica más que material en la frontera catalana. No hay justificación, para considerar el tratado como la puntilla que remató el cadáver de la potencia española, o como el diktat francés de que tanto han hablado los historiadores. Su gran fallo, desde el punto de vista de la situación general de España, fue que Inglaterra no tuvo ninguna participación.

         El objetivo militar de Cromwell, al comienzo de la guerra con España en 1655, era destruir el poder naval español. La destrucción definitiva de las comunicaciones tenía como objeto debilitar el control de Castilla sobre su imperio atlántico, que cavaría cayendo limpiamente en manos de Inglaterra. Sin embargo, mientras que Blake y sus subordinados conseguían éxitos en la destrucción de la flota enemiga en mar abierto, la campaña de los corsarios españoles llevó la guerra a las costas y puertos del este de Inglaterra. Los resultados fueron tan negativos, que cambiaron de forma radical el carácter de la guerra. Se dejaron de lado inmediatamente las triunfalistas ideas imperiales ante preocupaciones menos brillantes, pero inmediatas. Después de 1657, la idea central de Cromwell era capturar Dunquerque, y para esto hacía falta la colaboración con Mazarino, pues sólo así sería posible organizar un asalto combinado al cuartel general de los corsarios. Con la batalla y toma de Dunquerque se restablecieron la seguridad y prestigio del Protector. Después de su muerte, el interés por lo que se había convertido en un conflicto sin sentido, descendió de forma radical; pero la situación política de Inglaterra durante los dieciocho meses siguientes impidió que se llegara a un acuerdo anglo-español. Este fracaso diplomático (aunque esta vez no fue culpa de Felipe) fue tan importante como el de 1656, pues la política de Inglaterra iba a determinar el resultado de la guerra con Portugal, igual que había ocurrido con la de Francia.

         En 1660, Carlos II fue entronizado en Inglaterra. Pero en vez de precipitarse en los brazos del rey católico, su protector y aliado, comprobó que sus intereses quedaban mejor atendidos mediante un acuerdo con Portugal, que era una promesa de numerosos El Dorados inmensos gracias a las recompensas y beneficios de su imperio colonial. El profundo cinismo de esta acción redujo a Felipe, a pesar de su experiencia de la realidad, a un estado de estupefacción: “pues uno de los socios es un rebelde contra su Dios y el otro contra su rey”. Por lo que se refería a Inglaterra, Felipe tuvo sumo cuidado en no convertirse en instrumento activo de esta condena, y trató de evitar las represalias. En la práctica esto no sirvió de nada. Durante la primera mitad de la década, se mantuvo una clara presión militar inglesa en muchos puntos débiles de la monarquía en Flandes, Portugal y el Caribe (E17). De hecho, y en contra de lo que dicen tantos manuales de historia de Inglaterra, se mantuvo el estado de guerra hasta una serie de tratados en 1667-70, incluyendo la mediación oficial inglesa del acuerdo por el cual Portugal consiguió la independencia. Pero incluso en 1670, Henry Morgan seguía haciendo estragos en el continente hispanoamericano, y España e Inglaterra volvieron a estar en guerra en 1672.

         Todo esto resultaba muy convincente para el rey de Francia. Para Luis, el tratado de 1659 era únicamente el primer paso de su objetivo, la subordinación del sistema español. En 1667, tras seis años de preparación intensa, sus ejércitos cayeron sobre los Países Bajos españoles; parte de los cuales deberían devolverse a Francia por el hecho de que la infanta no había pagado su dote. Ni el gobierno español, confuso y dividido desde la muerte de Felipe IV, ni ninguna parte de su aparato físico, debilitado por la guerra portuguesa, estaban en condiciones de organizar la resistencia. El sistema defensivo de Flandes, que había combatido anteriormente con increíble decisión para no perder ni una pulgada de su territorio, tuvo que ceder ahora varias millas. Era la campaña individual, más desastrosa del ejército español de Flandes. Tan notables fueron las conquistas hechas por Luis que las potencias marítimas se asustaron, ante la posibilidad de que al cabo de un año todo Flandes quedara devorado por Francia. Es demasiado simplista la opinión tradicional, según la cual la denominada Triple Alianza de 1688 obligó A Luis mediante amenazas a renunciar a su programa. Las amenazas estaban dirigidas contra España, no contra Versalles, y los historiadores españoles están tan agradecidos al tratado de Aquisgrán. Además, Luis no había tenido nunca intención de ingerir todos los Países Bajos españoles, precaución confirmada por su acuerdo secreto con el emperador Leopoldo, primero de los tratados del reparto de la monarquía española. Luis había conseguido lo que quería, y más, pues a partir de entonces a los españoles le resultaba prácticamente imposible defender Flandes. España salió de la “guerra de la devolución” con algunas ciudades menos, pero en posesión de una garantía firmada por Inglaterra y las Provincias Unidas, de proteger Flandes de posteriores agresiones francesas.

         La muerte de Felipe IV (1664) significó la sucesión oficial de su hijo de cuatro años, Carlos II; la instauración constitucional de una regencia en la persona de su viuda, Mariana; y la entrega efectiva del poder a una junta de ministros que formaron el centro oligárquico de poder durante casi una década. Ni la reina ni su confesor ni valido, Everardo Nithard, consiguieron tener influencia positiva. El factor político más significativo durante la década posterior fue la existencia de don Juan José, medio-hermano adulto del nuevo rey. Ya en vida de su padre, este príncipe no había guardado secretas sus aspiraciones a compartir el poder, y ahora proclamaba públicamente una causa que equivalía a una petición de la regencia. La política de este periodo estuvo dominada por su campaña y la lucha de facciones que, como consecuencia de ella, se suscitó en Madrid. Al acabar los años 60, don Juan representaba una alternativa que convenía a muchos intereses individuales y de sector, por ejemplo, a la corte del príncipe de Gales en la Inglaterra hannoveriana. Sin embargo, su primer intento por hacerse con el poder, en 1699, fue un fracaso. Aunque su marcha sobre la capital obligó a Mariana a destituir a su favorito, muy pocos de los grandes nobles estaban dispuestos en estos momentos a que la autoridad pasara a manos de un aspirante bastardo. La conducta del regente de la reina les hizo cambiar de opinión, pues la retirada de Nithard dejó el camino expedito para un personaje que representaba un contraste. Quizá el propio Fernando de Valenzuela fuera consciente de esa referencia, pues fue el principal protector del teatro en todo el siglo XVII madrileño. Durante los primeros años 70 este hidalgo advenedizo ejerció una fascinación creciente sobre Mariana y su hijo. Baste decir que tanto Nithard como Valenzuela,  a pesar de todas sus diferencias, tenían ante los ojos de la nobleza la misma tara: su ilegitimidad; Maura (también miembro de la aristocracia) se refiere despectivamente al último como a un simple “pícaro”E20. En los años de influencia de Valenzuela, don Juan (que se había exiliado a Aragón en 1669) acumuló poco a poco los recursos políticos y materiales necesarios para otro golpe. En 1676, la mayoría de los grandes abandonaron sus puestos en Madrid en una huelga que recordaba a la de los primeros años 40, o se pasaron de hecho al bando del pretendiente. A finales de 1676, don Juan volvió a marchar sobre Madrid, y esta vez consiguió su objetivo, no sólo de expulsar a Nithard, sino de instalarse personalmente en el poder. A comienzos de 1677 se había hecho con la autoridad de un rey, o de un dictador.

         Mientras tanto, la monarquía había llegado a implicarse hasta el fondo en otra guerra importante. Las circunstancias en que se originó son sorprendentes y en gran parte imprevisibles. España había salido de los años 60 con ciertos beneficios residuales. La importante serie de concesiones comerciales y coloniales hechas a Inglaterra había resuelto algunas diferencias importantes  e iba a servir de base para la iniciación de buenas relaciones hasta mediados del siguiente siglo. En conjunto, los dirigentes de la política inglesa habían aceptado que los argumentos en pro de la cooperación y de la paz podían ser los más productivos para sus ambiciones económicas. El reconocimiento de la soberanía de Portugal implicaba la desaparición de una pesadilla de la política española, y una pérdida muy escasa en términos materiales. Por encima de todo, la compleja serie de negociaciones interconectadas entre 1667 y 1670 había representado otro paso hacía la cooperación con las Provincias Unidas, la cual era un objetivo deseado en aquellos momentos por Madrid. También a los holandeses les parecía que una actitud más comprensiva hacia España era la mejor forma de explotar sus ilimitados recursos físicos, resolución apoyada por la precaria situación de Flandes. Una vez más,  sin embargo, el capricho y codicia de un rey inglés minaron la estabilidad europea. La garantía anglo-holandesa de los Países Bajos españoles (con el apoyo de subsidios españoles y tropas suecas) fue destruida por la defección de Carlos II al lado de Francia en las famosas intrigas de 1670. Mientras maduraban los planes de Luis para una guerra de conquista contra los holandeses,  los cómplices ofrecieron a Madrid participar en los despojos. Éste rechazó la oferta; por el contario, los españoles, aunque de forma confusa, se inclinaron hacia un acuerdo militar con La Haya, cuyo objetivo era la defensa de los Países Bajos. En 1672, pocas semanas después del ataque francés inicial, el principal autor de esta política, el conde de Monterrey (gobernador de los Países Bajos españoles), intervino efectivamente en la campaña del lado de las Provincias Unidas. Al llegar la primavera del año siguiente, Francia y España estaban otra vez oficialmente en guerra.

         Estos acontecimientos representaban la segunda etapa de un proceso por el que el organismo embrionario de 1688 se transformó en las maduras coaliciones antifrancesas de los años 90. Sin embargo, a pesar de su entusiasmo inicial y de sus continuos esfuerzos, la guerra evolucionó negativamente para España. En Los Países Bajos, los aliados casi se tuvieron que limitar a contener las ofensivas francesas. Al final de cada campaña Luis se encontraba con nuevos avances territoriales. En 1674, aunque los tercios de Monterrey evitaron que el principal ejército aliado fuera destrozado por Condé (batalla de Seneffe), Turenne aprovechó la oportunidad para devastar la indefensa provincia del Franco-Condado, adquiriendo, efectivamente, la provincia para su señor en menos de un mes. De la misma manera, en el teatro meridional de la guerra, al tiempo que se evitaba la invasión de Cataluña gracias a la victoria de Belgarda en 1675, una sublevación de Sicilia obligó a alejar algunos recursos españoles de la península. Durante el resto de la guerra, España realizó una acción de retaguardia en Cataluña y la región mediterránea en general, lo que significaba una vuelta a la precaria situación de mediados de los años 40. La monarquía consiguió una vez más salir de esta situación desesperada. De hecho, al menos en el Mediterráneo, el sistema español se mantuvo fuerte y con recursos. Contando con ayuda holandesa, se organizó una enorme expedición marítima para ayudar al sur de Italia; las fuerzas francesas quedaron aisladas en Mesina, centro de la insurrección, y luego se vieron obligadas a abandonar el lugar. Estos triunfos eran de importancia limitada si se tiene en cuenta que la Francia de Luis XIV conseguía mantener la iniciativa y presionar en todos los puntos. Su recompensa fue el Tratado de Nimega en 1678, en el que la dinastía de los Habsburgo entregaba su propia tierra familiar, el Franco-Condado, antiguo condado de Borgoña. En realidad, la guerra, que había comenzado como defensa de la república holandesa, terminó con pérdidas territoriales que afectaron únicamente a España.

         Don Juan José, que encabezaba el movimiento pacifista, no había tomado parte alguna en la guerra. En dos incidentes muy sonados, se había negado a servir al gobierno de la regencia, rechazando la llamada a defender Flandes en 1667, y declinando, ocho años más tarde, ponerse al frente de la expedición a Mesina. Aunque esta motivación estaba relacionada en gran parte con la política interna, se había llegado a convencer también de que la integridad de la monarquía sólo se podía garantizar mediante una política de comprensión con Versalles. Con este objetivo, y concibiendo la esperanza de establecer cierto control sobre el rey adolescente, trató de conseguir la paz mediante un matrimonio real con una princesa Borbón. A través de esta unión pensaba solucionar el futuro de España. Don Juan no había cumplido todavía los cincuenta, pero resultó que, cada uno de una manera distinta, él y su instrumento estaban condenados al fracaso.

 

RECURSOS

En tiempo de guerra, los persas solían destruir todos sus instrumentos musicales que producían placer y deleite, escuchando únicamente los que tenían sonido marcial. Esto es lo que debería hacer nuestra corte, abandonando la contemplación de tres o cuatro espectáculos todos los días, y dedicando todos sus esfuerzos a la defensa de España. (4)

 

Así escribía el chismoso profesional, Jerónimo de Barrionuevo, a comienzos de 1657. Sin embargo, su crítica a la corte y a sus placeres era injusta en varios sentidos. Felipe IV fue un rey aficionado al teatro, y se desembolsaron grandes sumas de dinero para la producción de comedias en los patios de los palacios y casas religiosas de Madrid, a pesar de los rigores de la guerra ininterrumpida. Lo que Barrionuevo no tenía en cuenta era que las diversiones de los sectores privilegiados de la capital servían, a través de la participación de fundaciones caritativas, para atender a las necesidades del resto de la población. Estas necesidades no fueron nunca tan apremiantes como en 1650-60; y también en esas fechas los espectáculos populares constituyeron una válvula de seguridad, dada la creciente inestabilidad social de Madrid y otras grandes ciudades, tenía cierta importancia política. Los sentimientos de Barrionuevo estaban más justificados en relación con la continua sucesión de diversiones organizadas por Valenzuela, pues en este caso los gastos ascendieron a alturas astronómicas y resulta difícil evitar la impresión de una grave inconsciencia en medio del desastre. Pero a Felipe IV no se le puede acusar fácilmente de tocar la cítara mientras veía arder Roma. De hecho, a pesar de los considerables gastos representados por la celebración de dos nacimientos reales en 1657 y 1661 y de las gigantescas fiestas por el matrimonio de la infanta con Luis XIV en 1660, el rey limitó sus propios gastos en grado sorprendente. La corte era parca en la atención de muchas de sus propias necesidades, pues de esta forma una parte mayor de los ingresos líquidos del rey se podrían destinar a la defensa. En octubre de 1656 Barrionuevo había hecho algún comentario sobre el estricto racionamiento del pan dentro de palacio, y había mencionado que la familia real hacia sus banquetes con carne "que olía a perro muerto y estaba llena de moscas”. Así vivía el rey que era titular –al menos en papel- de unos ingresos de veinte millones de ducados anuales.

            Estos ingresos estaban empeñados por adelantado, y en los últimos años 50 la Corona había adelantado muchos de sus recursos con cinco años de antelación. Felipe sufrió quizá con sus súbditos, pero no les perdonó. No es de extrañar que la última década de su reinado fuera especialmente desesperada en cuanto a la búsqueda de mayores ingresos, lo que dio lugar a la imposición de varios impuestos nuevos en Castilla. En 1655 se creó un impuesto de tráfico sobre animales y vehículos de transporte; tres años más tarde, un aumento en el índice de los impuestos sobre las ventas forzó a Barrionuevo a lamentarse de que “lo único que podemos hacer es rechinar los dientes y esperar la muerte”. En 1657 se impuso a las Indias una enorme “donación” para reparar los daños producidos por Blake. Se produjo un inmenso debate sobre la moralidad de un impuesto sobre la harina. En último término –amenazada, entre otras cosas, con el descontento de San Vicente, quien según la creencia popular retiraría en tal caso su protección a España- la corona desistió de tomar tan terrible paso. Sin embargo, en 1661 se reintrodujo el asiento de negros que estaba calculado en unos 350.000 ducados anuales de la producción atlántica. Estas medidas fueron complementadas con las contribuciones fiscales de las provincias. En los años 50 Nápoles contribuía todavía con un subsidio anual de 600.000 ducados para la defensa de Milán solamente; y todavía veinte años más tarde, con grandes esfuerzos, se podían conseguir importantes préstamos de los banqueros napolitanos. Un nuevo elemento de las finanzas reales fue la ayuda recibida de los catalanes, ahora totalmente convertidos a la idea de ser miembros de la monarquía. Sólo Barcelona aportaba unos 150.000 escudos anuales, y las restantes ciudades catalanas colaboraban en forma proporcional.

            El frenético desenfreno de la imposición tributaria que fue característico de la última fase del reinado de Felipe fue, además, el último de estas características. Entre 1646 y 1661, los envíos de plata habían descendido gradualmente desde el nivel en que se habían mantenido en la primera mitad del reinado. A finales de los años 50 se había reducido casi a la nada; al hacer cada vez más marcado el descenso de la curva del gráfico, se producía una imagen muy clara para los analistas de la decadencia española de mentalidad más estadística. La monarquía española se deslizaba por la pendiente de la insuficiencia económica hacía el inevitable colapso de su hegemonía. Ahora parece casi seguro que los mismos datos sobre las importaciones de plata suelen reflejar el peligro de confiar excesivamente en ellos en la interpretación de temas más amplios. Durante mucho tiempo se ha mantenido la idea de que las rentas americanas de la corona siguieron durante el resto del siglo en el mismo nivel tan bajo a que se llegó durante los años 50. Sin embargo, un estudio más reciente sobre los ingresos en metales preciosos indica que ya en el último quinquenio del reinado de Felipe (1661-65) se había iniciado una mejoría espectacular. (5) A finales de los años 60, se registraron cifras que se parecían a las habituales en los 20, y poco más de una década después superaban los niveles récords establecidos en los años 90. Aunque la parte de  no aumentó en la misma proporción, puede ser que el intento de aligerar la carga tributaria de Castilla después de los tratados de 1668 fuera consecuencia de este inesperado alivio de Hacienda. En 1669 la junta de gobierno creó “un comité de amejoramiento” que consiguió introducir algunas reformas, especialmente en relación con Madrid. Es posible que este esfuerzo se viera influido por las exigencias de una reforma tributaria planteadas por don Juan durante su marcha sobre Madrid, y tratara de reducir de esta manera la popularidad del príncipe en la capital. Fueran cualesquiera las razones, comenzó un proceso de reconsideración del sistema fiscal que nos permite pensar que la situación de las rentas de la corona le permitía disponer de cierta capacidad de maniobra.

            Desde luego, el gobierno siguió siendo capaz de concluir contratos militares con sus banqueros durante la guerra portuguesa. La mayoría de las grandes firmas se habían visto arruinadas por las terribles bancarrotas de 1647 y 1652. Sin embargo, se encontraron sustitutos, y a pesar de nuevas suspensiones en 1660 y 1662, las asociaciones genovesas aportaron su respaldo financiero para las sucesivas invasiones de Portugal (G5). En 1661, don Juan, que estaba al frente de las fuerzas castellanas, declaró que el rey había ignorado se recomendación de llegar a un entendimiento con Lisboa: “Por consiguiente comienzo esta campaña con la esperanza de que Dios, en su misericordia, proveerá todo lo que falta en la preparación de mi ejército”. (6)  De hecho, el príncipe tenía suministros y equipamientos razonablemente buenos, y las quejas en sentido contrario se pueden interpretar como una garantía frente a la pérdida de honor que significaría una posible derrota. Una vez más, en 1664, el Consejo de Estado informó de que los financieros se habían negado en redondo a negociar nuevos contratos para los gastos de defensa. Sin embargo, dos años más tarde, se gastó en la guerra portuguesa la enorme cantidad de 4,5 millones de escudos, mayor que ninguno de los subsidios recibidos de Flandes a lo largo de todo el reinado anterior. Conviene señalar que ni siquiera con este derroche se consiguió un ejército lo suficientemente grande o eficiente como para organizar una invasión de Portugal, e invertir el veredicto de Villaviciosa.

            La concentración en Portugal implicaba naturalmente un descenso concomitante de los subsidios disponibles para Flandes, al menos hasta los años 70. En este escenario la Corona dependía mucho de los financieros y de sus contactos internacionales que en el caso de otros lugares más próximos. Pero en cualquier caso en la decisión de 1656 se manifestaba un abandono relativo de Bruselas, situación que vino a confirmar la ruptura de las comunicaciones causada por la guerra con Inglaterra. Flandes se vio precisada a contar con sus escasos recursos, y las cosas no cambiaron durante el tranquilo periodo de 1660 a 1667. La relativa sorpresa del violento ataque de Luis XIV en 1667 dejó a Madrid poco tiempo para organizar la base material de la resistencia, y esto influyó ciertamente en la rapidez e importancia de la derrota registrada en Aquisgrán. Y Bruselas no estaba mucho mejor preparada para los acontecimientos de 1672. El acuerdo sobre Portugal, cuatro años de paz, y la reanudación de las importaciones de metales preciosos, permitieron a Madrid fijar un subsidio de tres millones de ducados anuales –cifra tradicional de las ayudas bélicas a los Países Bajos españoles. Pero para ese momento, los problemas de transferencia real y aceptación de las letras de cambio resultaban cada vez más insuperables, en un mundo dominado por la influencia política y militar de Francia. Lo mismo que en los años 90, la abundancia de la plata no garantizaba el buen funcionamiento del sistema de crédito ni el éxito automático del esfuerzo militar. En la primavera de 1675, el conde de Monterrey, destituido hacia poco de su puesto en Bruselas, escribía a su sucesor diciendo que:

El papel que puse en manos de su Mgd., y remití a V.E…. que se diesen las órdenes a la conformidad que yo proponía, pero esto no viene a ser nada si el Presidente de Hacienda no da satisfacción a los hombres de negocios para que paguen sus correspondientes allá, pues si piensan que el millón y 200 mil escudos que se han remitido a V. E. es todo efectivo se engañan por que a mi me consta que la mayor parte es incierto…(7)

 

            Aunque había razones suficientes que justificaban este escepticismo, de hecho se hicieron llegar grandes sumas con carácter menos esporádico que en ningún otro momento anterior. Sin embargo, a partir de 1660 la corona se veía cada vez más comprometida a mantener no sólo a sus propios ejércitos sino también los de sus aliados y confederados. La garantía ofrecida a Flandes basada en la ayuda de dos potencias implicaba que Madrid debía ayudar económicamente al mantenimiento de un ejército sueco que haría como una especie de fuerza policial de la Triple Alianza. Ya antes de la reanudación de la guerra en 1672 España estaba proporcionando 50.000 reales mensuales al ejército del emperador en el Rhin. Al acabar este episodio concreto de la resistencia a Versalles, los subsidios a las fuerzas holandesas y alemanas ascendían a un millón de escudos anuales, al menos tanto como lo que se daba de hecho a Bruselas.

         Como se aprecia en estos últimos hechos, el reinado del último rey de los Habsburgo el sistema español desempeñó en las guerras europeas un papel algo diferente. Madrid había ayudado siempre económicamente a sus aliados (Viena, los pequeños príncipes alemanes e italianos); de la misma manera, se había incrementado el número de mercenarios extranjeros que se utilizaban para engrosar las filas del ejército español. Debido a ello, España había adquirido un papel decisivo en la determinación de las líneas políticas y en la planificación estratégica, al mismo tiempo que había mantenido bajo su control hasta regimientos de otras naciones. Al llegar los años 70 ya no era cierta ninguna de las dos cosas, y la defensa de los intereses septentrionales de España era responsabilidad exclusiva de sus aliados. Una y otra vez, la monarquía se vio inmensa en guerras contra Francia, durante las cuales tenía poca influencia en las decisiones políticas y militares, y ocupaba, por tanto, un papel subsidiario dentro de la confederación. En este sentido, tuvo importancia el hecho de que cada vez fuera menor el número de hombres que podía reclutar la monarquía. No conviene exagerar la rapidez de la disminución, y la escasez nunca fue total, pues Castilla y Nápoles aportaron regularmente cuotas de hombres hasta los años 90. Pero a partir de la reanudación de la guerra portuguesa, el problema cuantitativo adquirió una importancia vital.

         Originalmente se había pensado en un ejército de campaña compuesto de 40.000 hombres; pero incluso en 1661 fue imposible conseguir esa meta. El ejército de don Juan, con sus 24.000 hombres, no era una fuerza despreciable, ni mucho menos. Desde luego era mayor que cualquiera de los que había dirigido en los Países Bajos, y contaba con muchos veteranos flamencos, así como una razonable proporción de caballería. La imposibilidad de conseguir resultados positivos produjo una situación de deterioro y deserciones, y después del desastre de Ameixial, el ejército se desintegró. En 1664-1665 se constituyó otra fuerza, y se reclutaron cinco nuevos tercios, unos 9.000 hombres en la meseta central de Castilla. Se hizo un esfuerzo patético y desesperado para apoyar la invasión de 1665 preparando una armada que bloquearía Lisboa. El ejército que cruzó la frontera con dirección a Villaviciosa contaba también con unos 20.000 hombres, pero era un instrumento tremendamente débil y desmoralizado, formado por ancianos, lisiados, enfermos y presidiarios. Además, los ejércitos, acuartelados durante diez días en la frontera de Extremadura, “producen tal opresión que parece que más que vienen a destruir a los súbditos del rey que a iniciar la conquista de Portugal”. (8) Las deficiencias crónicas en el suministro producían como resultado natural la falta de moral y la indisciplina. Ante la continua serie de quejas recibidas, la corona lo único que podía hacer era repetir las mismas aburridas exhortaciones de siempre. En 1666, un real decreto afirmaba que:

El principal medio para conseguir el conservar y aumentar la gente de guerra en el número y disciplina que conviene es la puntual observancia de las órdenes militares… mando que precisamente se guarden las que hizo Don Gonzalo de Córdova… no se alteren por ningún caso… (9)

 

            La mención del Gran Capitán ya no era suficiente. La paz con Portugal en 1668 fue verdaderamente fruto del agotamiento material y económico. De todas formas, no es probable que se hubiera realizado sin el pánico de la primavera y verano de 1667, en que parecía que se iba a perder todo Flandes.

         Como hemos visto, Flandes se quedó sin sus mejores hombres en 1660, y cuando llegó el ataque de Luis sólo estaban alistados 2.000 españoles. Incluyendo las tropas de guarnición, la fuerza defensiva contaba todavía con más de 30.000 hombres, pero esto representaba un descenso del 50 por 100 en relación con la cifra de 1647, mientras que el ejército francés había crecido en proporción inversa, por no decir nada de su enorme progreso en calidad. Todavía era más notable la ausencia de italianos en el ejército de Flandes, siendo menos de 1.000 los que figuraban en 1667. Aunque a estas alturas era prácticamente imposible transportar hombres desde Nápoles a Holanda, todavía era posible recurrir a la antigua práctica de trasladarlos en etapas hasta las zonas más reducidas y menos vulnerables del sur. A finales de los años 50, y nuevamente en las campañas de 1674-1678, los soldados napolitanos llegaban periódicamente a Barcelona para ayudar a los catalanes en su tenaz resistencia a Francia. En realidad, lo mismo que la reconquista de Portugal había pasado por encima de las necesidades de Flandes, la seguridad de Cataluña precedía a la de Italia, incluso a la de Milán. En 1672, cuando Francia amenazaba a ambas áreas, el Consejo de Estado respondió a las súplicas del conde Osuna, gobernador de Milán, diciendo que “el principado de Cataluña está tan falto de protección que los refuerzos de Nápoles no se pueden desviar para ninguna otra zona”. (10) Era claro que Milán no tenía la fuerza militar que le correspondía, pues Osuna tenía un ejército de operaciones de sólo 11.000 hombres, pero de hecho no llegó a producirse el temido golpe en el norte de Italia. Como hemos visto, la monarquía era capaz de defenderse con fuerza en el Mediterráneo, y la intervención en Sicilia demuestra que todavía contaba con capacidad para una actividad militar en gran escala. Sin embargo, en los pueblos de Nápoles, como en los de Castilla, estaban agotándose las reservas de carne de cañón. Durante todo el año de 1672, por ejemplo, el virrey no pudo reclutar la mitad de las cifras exigidas por Madrid. Además, zonas como Suiza y Alemania, con las que anteriormente se podía contar para cubrir los huecos, enviaban ahora a sus hombres a los ejércitos holandeses o imperiales, donde tenían mejor paga y trato.

         Dado el empobrecimiento demográfico de la monarquía, no sorprende demasiado la incapacidad de atender las necesidades de sus sistemas defensivos. Aunque no podemos hablar con toda certeza, es probable que la población de las provincias mediterráneas, incluyendo Castilla, alcanzara su punto más bajo. Al llegar al último cuarto de siglo había comenzado una tendencia a la recuperación, pero era demasiado tardía y demasiado lenta para repercutir de alguna manera en los asuntos de Europa. Dentro de este contexto conviene también mencionar que los habitantes de Castilla, que experimentaron los terribles sacrificios de la guerra portuguesa para luego verse inmersos en el periodo casi apocalíptico de calamidades naturales que afligieron a la península en la década siguiente, no eran tan complacientes como sus antepasados. Los disturbios populares, la resistencia a los encargados de realizar el reclutamiento, al recaudador de impuestos y al corregidor comenzaron en los años 40 y llegaron a ser endémicos, afectando seriamente a Madrid por primera vez a finales del reinado de Felipe. Esto limitaba la eficacia militar en varios sentidos, aunque también es verdad que la participación de la monarquía en la guerra ya no se basaba en el apoyo popular con que se había contado en generaciones anteriores. Al llegar los años 60, se había generalizado la convicción de que la guerra era el principal causante de los trastornos administrativos, sociales y económicos.

         Aunque las cosas hubieran ido de distinta manera en este terreno, ya no era posible una política ofensiva en Europa. La monarquía, con su economía y sistema monetario en ruinas, con su red de comunicaciones deshecha, no contaba con muchas posibilidades de acceso a las fuentes de matériel de guerre. En 1675, por ejemplo, el general de artillería no podía contar con armas ni pólvora para suministrar al ejército de Cataluña. Tres años más tarde, el gobernador de Milán afirmaba que, en el caso improbable de que su ejército volviera a ser como antes, seguiría sin poder defender el ducado, pues necesitaba 10 mil cajas de municiones, 12 mil de balas de mosquete, 15 mil arcabuces y 12 mil picas (11).  Con esto se demuestra el hecho de que los soportes materiales del sistema español cedieron antes que la capacidad de pagarlos. Pero también se estaba hundiendo la base espiritual; como dice Maura, “el daño más importante producido por la frustración de nuestro destino histórico fue el continuo deterioro de las actitudes individuales… la falta de espíritu colectivo, cuya desaparición coincidió con el colapso de la nación, pues ninguno de ellos puede subsistir sin el otro” (E20/I). Existen innumerables testimonios en todos los asuntos que confirman esta observación aparentemente metafísica y retórica. En una carta de Barrionuevo se puede leer que “don Fernando de Tejado ha rechazado el nombramiento de gobernador de las Islas Canarias, donde se dice que los ingleses van a atacar este año”; y que “Caracena no quiere ir a Nápoles, a no ser que le ofrezca el título de grande” (12). En los años 70 hubo que convencer a la nobleza, con lisonjas y amenazas, para que ejerciera ciertas responsabilidades por las que, en días pasados, habían luchado y presionado sin contemplaciones. Maura señala como rara excepción, el caso del condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, hombre que representaba las antiguas virtudes militares. Pero incluso Velasco, después de un breve periodo de gobernador de Flandes, se negó a aceptar sin una recompensa el puesto mucho menos oneroso de Nápoles, mientras que anteriormente el ofrecimiento era al mismo tiempo una distinción honorífica y una garantía de fortuna. El caso más llamativo, y que sirvió de ejemplo para todos, fue el de don Juan. A finales de 1667, cuando Madrid había decidido seguir luchando contra Francia en los Países Bajos, se pidió a don Juan que se pusiera al frente del ejército. Nadie podía pensar que tal misión iba a añadir lustre a su apellido. Pero se iniciaron preparativos muy intensos;; se formó un pequeño pero bien formado ejército de 5.000 hombres en el norte de España para ser transportados a Ostende, se consiguieron los “asientos” necesarios y se reservaron 100 mil ducados de plata para uso del príncipe. Pero éste se negó a marchar, estableciendo así un mal precedente, y con él lo que iba a ser la tónica de su generación. La nobleza “ahora cambiar la frivolidad de la vida cortesana por el campo de batalla, y ya no estaba dispuesta a vaciar sus bolsas para colaborar en las necesidades crecientes de la defensa nacional” (13). No era lo mismo que la marcha de la aristocracia de la corte en tiempos de Olivares; por el contrario, acudió a Madrid, temerosa de dejar el centro de reparto de beneficios en manos de los rivales, tendencia que se vio fomentada por la crónica estabilidad política del reino. Los palacios de la capital –los del rey, el príncipe, la reina regente y los grandes, estaban llenos de estos decorativos parásitos. Los cargos cortesanos, que aumentaron en número, se buscaban con gran interés, y eran frecuentes los casos de quienes poseían varios, mientras que seguían vacantes los puestos más importantes del servicio diplomático y la administración provincial.

         Una vez en el poder, el mismo don Juan José de Austria comenzó a experimentar los inconvenientes de la actitud que tanto había contribuido a fomentar. Hasta los más grandes nobles dependían económicamente del inmenso patrimonio de la casa real. Sin embargo, cuando en 1678 Carlos II trató de obtener un “donativo” de su propio Consejo de Estado –se sugirió la cifra de 50 mil reales por persona-, sólo respondieron dos de sus componentes, aunque los miembros del Consejo “no negaban que sus personas, riquezas y tierras estaban a los pies de Su Majestad” (14).

POLÍTICA

Tras la muerte de Felipe IV, el gobierno de la monarquía española, se ser el más estable y ordenado de Europa pasó a convertirse en el más caótico y vacilante. En poco más de una década España pasó del control de un rey al de una oligarquía y hasta de un “protector” militar, proceso salpicado con la subida y la caída de dos pseudo-validos, y más característico de un país inmerso en una revolución intensa y violenta. Estos cambios fueron principalmente de carácter superficial. La desaparición de una figura unitaria de arbitraje y coordinación sometió a dura prueba un sistema de gobierno concebido para atender las necesidades de un monarca maduro. En circunstancias normales, como hemos visto, su complejidad no se manifestaba necesariamente en inflexibilidad o confusión; en cambio, después de 1665 estas características adquirieron carácter predominante. Es cierto que los intentos póstumos del rey por resolver aquella situación no fueron totalmente inútiles. En su último testamento se decretaba el establecimiento de una Junta de Gobierno con cuyo consejo y consentimiento debería actuar su viuda durante la regencia, que procedía de los consejos principales (E22). Fundamentalmente, consistía en un Consejo de Estado, pero dotado de una nueva clase de autoridad constitucional, y que duraría hasta que Carlos II llegara a la mayoría de edad. Aunque su gobierno fue suspendido en dos ocasiones, este grupo siguió dirigiendo en la práctica los asuntos de estado hasta el golpe de don Juan en 1676. Lógicamente, la ausencia de un soberano concreto favoreció la aparición de políticos puros en Madrid. Este fenómeno, al que también contribuyó la actividad de don Juan, era, en su conjunto, algo nuevo. Sin embargo, se puede detectar cierta continuidad en la supervivencia de la junta, y en especial en la de su personalidad más destacada, el conde de Peñaranda (muerto en 1676).

         Felipe IV siguió gobernando hasta sus últimas semanas de vida, manifestando quizá más obstinación y arbitrariedad en sus decisiones políticas. Los perjuicios de Felipe desempeñaron un papel fundamental en el rechazo por Madrid de la propuesta de Francia en 1656, y en la decisión posterior de iniciar la ofensiva contra Portugal –lo que implicaba el abandono de Flandes (15). Se puede considerar muy característica de su personalidad la interpretación de que la misión de Lionne era un signo de debilidad, lo cual indicaba que no se podía dejar pasar la última oportunidad de reconquistar Portugal. En ambas actitudes parece probable que tuviera que imponerse a las objeciones de don Luis de Haro y no digamos del Consejo de Estado, mientras que en la última fue prácticamente sor María su único apoyo firme. Convencido de que estaba en juego la seguridad de Castilla, así como la de alma inmortal, Felipe estaba obsesionado con la derrota de los Braganzas casi a cualquier precio. En 1657 comenzó a buscar una nueva orientación para los recursos existentes, a pesar de la oposición de don Juan José, gobernador de los Países Bajos españoles. En un enfrentamiento de caracteres que era pálido reflejo de la anterior oposición entre otro Felipe y otro don Juan en relación con la política de los Países Bajos, el Consejo de Estado se inclinó del lado del príncipe. En la práctica, la cuestión quedó zanjada por la guerra con Inglaterra, que impidió a Flandes recibir más ayuda. La invasión de Portugal se puso en marcha en 1657; el fracaso experimentado fue al menos tan importante como las derrotas frente a Francia e Inglaterra para hacer que Felipe accediera muy a su pesar a aceptar el parecer de sus ministros. La respuesta favorable de Madrid a la posterior iniciativa francesa, que dio lugar a las negociaciones sobre la paz de los Pirineos, fue consecuencia en gran parte de la sensación de que la única forma de acabar con la resistencia de Portugal era concentrar los recursos con los que contaba todavía España. Como en todos los demás casos en que se llegó durante este reinado a acuerdos diplomáticos importantes, España hizo la paz para poder hacer la guerra. De hecho, el cálculo que llevó al Tratado de los Pirineos sobrevivió al rey y estuvo presente en la paz con Portugal en 1668.

         La cuestión portuguesa tuvo también importancia fundamental en la evolución de otra importante línea de acción. A pesar de su promesa, Luís XIV continuó colaborando subrepticiamente a la defensa de Portugal y contribuyó a promover la alianza anglo-portuguesa. Esto, unido a una falta de potencia marítima que era ahora prácticamente completa, inclinó progresivamente a Madrid a estrechar las relaciones con las Provincias Unidas. Impulsado en parte por la lógica de su interdependencia económica, el proceso de conversión de los enemigos naturales en aliados naturales había comenzado en los años que siguieron al Tratado de Munster. En 1656, don Juan recibió orden de llegar a un acuerdo concreto con La Haya, en unión con el embajador español, Gamarra, quien dedicó veinte años a la consecución de este objetivo. En 1657, uno de los agentes de Cromwell en los Países Bajos informaba sobre:

… las noticias procedentes de Holanda sobre los grandes preparativos marítimos que están haciendo… Se cree que tienen intención de unirse con España. El embajador español fue recibido con todos los honores en Amsterdam, como nunca había sido recibido el Príncipe de Orange… le dieron el mando de la ciudad y a su vuelta a La Haya organizó un ballet en honor de las damas y nobles que le debió costar una fortuna PRO SF.

 

            La revolución diplomática que se insinúa en estas líneas ya no es una quimera. En los últimos años 50 aumentó el temor de los holandeses en relación con la expansión del poder militar francés o de la potencia naval de Inglaterra. Aunque los agentes trataban cautamente de evitar los compromisos explícitos, estos factores iniciaron un cambio de actitud en España. En 1659-1660 los holandeses se encargaron de realizar el transporte de los soldados españoles desde Flandes e Italia hasta el frente portugués, y al año siguiente la flota de Ruyter protegió la llegada de la flota de la plata al tenerse sospecha de que los ingleses iban a intentar un ataque sorpresa. En Rotterdam se estaban construyendo nuevos barcos de guerra por encargo de España, en un intento de resucitar la Armada. A su vez, Madrid aumentó las concesiones comerciales del tratado de Munster, concediendo a los barcos y comerciantes holandeses trato de favor en todas sus empresas atlánticas, ibéricas y mediterráneas. Durante la segunda guerra anglo-holandesa de 1664-1667, la inclinación de España en favor de la república, claramente observada por el embajador inglés en Madrid, tuvo gran importancia. No es de extrañar que en algún momento “toda Europa estuviera pensando que se produciría la guerra entre Inglaterra y la alianza no declarada de holandeses y españoles contra Portugal” (16).

         ES cierto que Madrid no estaba pensando en una confrontación directa. Más bien al contrario, durante los años 60 el trauma de la guerra en Portugal contribuyó a producir una reacción contraria a los presupuestos tradicionales de la política de defensa. En 1667 don Juan dijo a la reina regente que “de no ocurrir algún milagro, dos cosas han hecho inevitable la pérdida de todos nuestros dominios. Una es el agotamiento completo de los recursos como consecuencia de la guerra con Portugal; y la otra es el monstruoso gobierno de Nithard” (E20/I). El duque de Medina de las Torres, que hacía las veces de primer ministro en los últimos años de Felipe IV, estaba totalmente de acuerdo con estos sentimientos. Desde hacía tiempo, Medina era el más decidido defensor de un abandono gradual de los compromisos, y después de la derrota de América (1663) presionó con fuerza para que se llegara a un acuerdo con la alianza anglo-portuguesa. Para este estadista, la supervivencia de la monarquía dependía de la paz, y la paz sólo se podía conseguir mediante el apaciguamiento. Medina no era pacifista, y veía en la recuperación la clave para una resistencia a largo plazo a las aspiraciones de Versalles; pero aceptaba la necesidad de que España se tragara su orgullo, idea que repugnaba a su dinastía y a la clase dirigente. Debido en parte a esta razón, Felipe le excluyó a su muerte de la “junta de gobierno”. Sin embargo, sus opiniones fueron ganando terreno poco a poco. En la política de este periodo, algunos historiadores españoles han dicho del gobierno de la regencia que actuaba en interés de Austria, es decir, en contra de Francia. Aunque es cierto que Mariana y Nithard eran de origen “austriaco”, en la práctica su determinación de continuar la guerra portuguesa á l´outrance beneficiaba directamente a los intereses de Luis XIV. SE emprendió una lucha entre facciones, en la que Viena estaba del lado de Medina mientras Versalles apoyaba al gobierno de la regencia y a su principal paladín, Peñaranda, en uno de los episodios más interesantes y significativos del eterno conflicto de actitudes sobre la política defensiva (E16). La invasión francesa de Flandes en 1667 llevó las cosas a un punto decisivo, y Medina llevó a buen término las negociaciones de 1667-1668, que constituyeron la base para que la monarquía tuviera el respiro y reorientación que tanto necesitaba.

         Tras la muerte de Medina en 1668, su rival Peñaranda, en una acción característica de la política de facciones, se convirtió a sus ideas. En 1670, un tratado colonial con Inglaterra representó la primera vez en que España abandonaba oficialmente los principios del monopolio en el Atlántico. Al mismo tiempo, Peñaranda dejó caer la insinuación todavía más radical de entregar Flandes a Luis XIV a cambio del territorio español entregado a Francia en 1659. La relegación de los Países Bajos aparecía implícitamente en muchas decisiones d emergencia sobre prioridades tomadas desde 1640. Quizá estuviera implícita en el ofrecimiento de la total soberanía hecho en Bruselas por don Juan en 1667, que repetía curiosamente las ambiciones de su homónimo y predecesor. Es indudable que había indicios de que por primera vez desde los años 90, que muchos españoles tenían la convicción de que Flandes era poco más que una carga para la monarquía. Por fin, parecía que España estaba dispuesta a enfrentarse con la realidad y a podar las ramas muertas del imperio. Estos factores sólo pudieron adquirir carácter prominente en un contexto creado por la ausencia de un rey Habsburgo, hecho que ilustra nuevamente la importancia fundamental de la dinastía. Pero en cualquier caso esta fase política (1667-1672) tuvo quizá la peculiaridad de que la mentalidad de la Kleinspanien, siempre presente por debajo de la superficie de la política española, logró aflorar durante algún tiempo y dominar en sus deliberaciones. Su presencia no constituyó un fenómeno claro y fue amargamente combatida por muchos tradicionalistas. Aunque podía establecerse cierta analogía con el periodo de reconsideración que siguió a la muerte de Felipe II, estos acontecimientos eran más bien una profecía de futuros cambios.

         A pesar de todo, comenta el historiador belga Lonchay, refiriéndose a la entrada de España en la guerra de 1672, “España volvió testarudamente al campo de batalla” (17). Efectivamente, después de tener al alcance de la mano la oportunidad de replegarse, España se dejó caer en el marasmo de la guerra. A la primera ocasión, parece ser, el realismo se vino abajo, y fueron las antiguas respuestas automáticas las que tomaron el control de la política. Quizá esta forma de hablar resulte demasiado tajante, pero es muy difícil dar una interpretación clara y coherente de los acontecimientos de 1672-1673. Madrid estaba informada, a finales de 1671, de las tendencia principales de la política anglofrancesa, y de que su objetivo eran las Provincias Unidas y nos los Países Bajos españoles. A comienzos de 1672, una “demarche” inglesa habría dejado pocas dudas a los ministros. Sin embargo, dada su larga y amarga experiencia de esta misma empresa, al gobierno español le resultaba difícil registrar el hecho sorprendente de que Luis XIV tenía intención de atacar y someter a la república holandesa. Naturalmente, sospechaban que era un truco para acabar con Flandes. Esta sospecha llevó a la Junta a realizar su propia “diplomacia secreta”, que en la práctica quedó en manos de la iniciativa de Monterrey y de Manuel de Lira, embajador en La Haya. No se tenía conciencia de las consecuencias de aquella decisión. El enviado inglés envió a Londres diciendo que “aquí todos desean grandemente ayudar a los holandeses, y lo harían sin ninguna duda aun cuando los franceses fueran más fuertes que en la actualidad” H1. Peñaranda defensor tradicional de las buenas relaciones con las Provincias Unidas, parecía corroborar esto, a pesar de sus opiniones sobre Flandes.

         Sin embargo, algunos aspectos del acuerdo Monterrey-Lira con los holandeses causaron inquietud desde el primer momento. Madrid mantuvo más adelante que en 1672 la monarquía había ido gallardamente a la guerra con Francia, salvando así a la república de una segura destrucción. Pero había quizá algo de fanfarronería en el tratamiento despectivo de las propuestas inglesas y en las referencias a la senda del honor. Hablando sin extremismos, podríamos decir que la perspectiva de otra guerra con Francia en los Países Bajos no se veía con ecuanimidad. Quizá sea más exacto afirmar que en 1672 (como en 1621) España se vio arrastrada a la guerra, en parte en falta de otra alternativa, en parte por la energía de sus representantes diplomáticos, y en parte, también, por carecer de una base firme en que apoyar su política. Cuando Monterrey consumó la decisión enviando tropas en ayuda de los atribulados holandeses, Madrid prometió enviar refuerzos. Los antiguos adversarios que habrían enfrentado sus destinos durante ochenta años acababan uniéndose en una alianza para la defensa común de los Países Bajos.

         Naturalmente, la guerra fue muy impopular en Flandes, especialmente cuando Luis XIV colérico y frustrado envió su ejército para devastar y sembrar el terror en la provincia en la primavera de 1673. La decisión española se tambaleó y se planteó la duda de si dar el paso final de declarar la guerra o negociar un acuerdo militar con los holandeses para hacer frente a la nueva situación. La incertidumbre de Madrid no se reflejó en Flandes, donde Monterrey continuó sus campañas con energía y determinación –hasta el punto de que fue depuesto en 1674. Desde luego, la persona diplomática no coincidía con las dudas que la corroían internamente. Cuando Francia declaró oficialmente la guerra, Luis XIV fue condenado como criminal internacional, y España declaro que sus objetivos de guerra eran la restitución de todas las pérdidas territoriales experimentadas desde 1659. “Es curioso”, comenta un observador, “hasta que puntos e hacen ilusiones de imponerse a Francia y obligar a esta corona a devolver todas sus conquistas” H1. La ambición verdadera de España era conseguir una paz rápida, pero le resultó políticamente imposible escapar de aquella maraña. Al prolongarse la guerra, poco podía hacer el gobierno como no fuera hacer frente a sus exigencias militares, y presionar para llegar a un acuerdo razonable.

         En todos estos temas las medidas se debatían y decidían en la junta, que actuaba siguiendo las orientaciones del tradicional Consejo de Estado. La influencia de Fernando de Valenzuela, privado de la reina, era prácticamente nula, por lo que podemos saber. Maura afirmaba que nunca había visto la firma de este advenedizo en ningún momento de importancia, y un embajador inglés tardó cinco años en considerar que su posición era un dato a tener en cuenta en sus informes en 1674.

         Cuando en 1677 el sucedáneo de rey reemplazó al sucedáneo de valido, el cambio suscitó muchas esperanzas. Sólo tuvieron que pasar unas semanas para que produjera la decepción: “El príncipe entró en Madrid, sacó su espada, y luego… no hizo nada”, como decía un epigrama popular. Esto es cierto por lo que respecta a las expectaciones de las masas, pero la influencia de don Juan en lo que se llamaba “altos negocios” fue más pronunciada. Prácticamente en su primera sesión de Consejo de Estado, apoyó a la facción que reaccionó favorablemente ante las propuestas de paz de Luis XIV. NO estaba muy interesado en continuar la defensa de Flandes, y tenía la sospecha de que los aliados de España pudieran obligarle, como ocurrió en 1668, a aceptar una paz humillante (18). Durante la guerra, según una línea de opinión dentro del consejo, los holandeses habían vuelto a las andadas; desde luego, en 1677 existía poca confianza entre los aliados, y Guillermo de Orange no era más popular en Madrid de lo que había sido un siglo antes el fundador de la dinastía. La Haya se había limitado a aprovecharse de los recursos españoles para concentrarse en su propia defensa, y se le consideraba culpable de la conquista del Franco-Condado. Con ello se olvidaba, por ejemplo, la aportación esencial de los holandeses a la conservación de Sicilia, acción en la que Ruyter perdió la vida.

         Otra consideración, aparentemente trivial, que preocupó mucho al consejo ilustra perfectamente la pertinaz supervivencia de las preconcepciones anteriores. Uno de los objetivos declarados por Luis XIV al iniciar la guerra había sido obligar a los holandeses a admitir la libre práctica del catolicismo dentro de la república. Éste había sido uno de los principios básicos de España durante sus propias guerras en Flandes. La paradoja de las tropas españolas que se oponían a este triunfo de la fe tuvo que resultar muy dolorosa para los confesores reales y los prelados políticos, personajes que habían conseguido aumentar su influencia desde 1665. De la misma manera, como el Vaticano no se cansaba nunca de declarar, la continua presencia de tantos soldados holandeses y alemanes en los Países Bajos españoles representaba un peligro para las de los súbditos del rey. En estos dos puntos, el propio Carlos, que había llegado en esos momentos a su mayoría de edad y de juicio?, resultaba enormemente vulnerable. Por eso desempeñaron un papel considerable, quizá mayor que cualquier cálculo relacionado con la insuficiencia material, en la aceptación española de la desastrosa Paz de Nimega en 1678.

         La tragedia de España iba a quedar ahora atrapada en el dilema característico de las potencias apaciaguadoras. Si se hubiera podido asegurar la seguridad absoluta mediante la entrega de Portugal, Jamaica, Borgoña, y hasta el propio Flandes, en ese caso se habría considerado que el proceso de retirada era bueno y conveniente. Pero como los enemigos de España, e incluso sus amigos, manifestaban un insaciable apetito territorial y económico, la guerra seguía siendo el único mecanismo de control. De esta manera, a pesar de la práctica desaparición de sus ideales auténticos y compromisos positivos, España seguía siendo esclava de la “teoría del dominó” del imperio que había impuesto en todo momento la existencia de luchas y sacrificios.

 

ACTITUDES

         Hablando en términos muy amplios, la actitud característica de la monarquía entre los estados europeos del tercer cuarto del siglo era una actitud descaradamente codiciosa. Naturalmente, en los consejos de los principales rivales de España había estado siempre presente el deseo de tantear sus debilidades y aprovecharse de ellas. Pero esta ambición solía estar moderada por una precaución necesaria basada en el hecho empírico del poder español; hecho éste que incluso las Provincias Unidas habían llegado a reconocer y respetar. La coyuntura de los años 40 produjo un cambio considerable en este planteamiento,, pues en aquellos años se produjo la pérdida definitiva de la “reputación” de España y un consiguiente aumento de confianza en las otras potencias. Ninguna de ellas, cualquiera que fuera su relación tradicional con Madrid, podría permitirse en adelante desaprovechar las oportunidades de engrandecimiento ofrecidas por la decadencia militar del sistema español. Este axioma estaba presente en los cálculos de una ciudad-estado comercial, como Hamburgo, o territorial-dinástica, como Brandenburgo, tanto como en los de Versalles. El nuevo principio se puede seguir expresando con la antigua fórmula histórica de “problema de la sucesión española”.

         Por consiguiente, aunque la interpretación deba ser casi totalmente negativa, los recursos materiales y la política de la monarquía española seguían siendo fundamentales dentro de los asuntos de Europa. El atavismo de los sucesores de España dio lugar a las épicas luchas continentales-coloniales del periodo y, posteriormente, al sistema de estados del anciano régimen europeo. Si los cambios eran obra de la guerra o de la diplomacia, era una cuestión que no importaba demasiado. Las enormes posibilidades, todavía sin explorar, del imperio español, cuando se consideraban al mismo tiempo que su hundimiento militar, constituían una prueba palpable de la validez de la teoría mercantilista. Para los discípulos intelectuales de Thomas Mun, igual que para los imitadores de Colbert, los principios del beneficio y del poder estaba perfectamente resumidos en el mundo hispánico, lo mismo que para el científico, Dios estaba representado en la maquinaria de un reloj.

         Para los hombres de negocios de Europa la monarquía continuo siendo un cliente importante, en la medida en que se trataba de defender sus posesiones haciendo la guerra; quizá más que en ningún momento anterior. Para los diplomáticos, cada vez más interesados por las cuestiones económicas, la corte española seguía siendo la suprema dispensadora de favores comerciales y promoción personal. Sin embargo, ahora tenían conciencia de llevar la iniciativa; su tono pasó de la súplica a la exigencia, y hasta la amenaza. En 1664, por ejemplo, el secretario de estado inglés pudo dar instrucciones a su embajador para que se dirigiera a los españoles en términos que habrían resultado claramente insensatos sólo una década antes.

         Amenazada como estaba con la potencia de su vecino francés. España necesitaba contar con la buena voluntad de todos los pequeños príncipes. En 1677, cuando los ministros de tres pequeños estados alemanes enviaron representaciones conjuntas al Consejo de Estado para protestar por la demora en el pago de varios subsidios y pensiones, la respuesta de este organismo, omnipotente en tiempos anteriores, fue pedir disculpas en tono conciliatorio y complaciente AGS ES. Los políticos de Europa se reunían en Madrid para escuchar los deseos de España pero en un sentido totalmente distinto del anterior.

         Inglaterra, que no tenía la influencia ni de los holandeses ni de los franceses en el pensamiento de Madrid, fue en muchos casos la piedra de toque de estas actitudes (18). Como hemos visto, la guerra de Cromwell perdió popularidad rápidamente, y al llegar el año 1660 el restaurado Carlos II se vio bombardeado con peticiones de la comunidad mercantil para que la terminara. El rey optó por hacer caso omiso de ellas e inclinarse para llegar a un acuerdo con Portugal, sin saber que estaba cometiendo un tremendo error. Mientras que la situación económica de España comenzaba a mejorar y era capaz de producir graves aprietos al comercio inglés en el Mediterráneo, los acuerdos comerciales y económicos con los portugueses tropezaron con enormes dificultades. En 1664, un comité comercial calculaba que los comerciantes ingleses habían perdido 1.500.000 libras como consecuencia de las multas, imposiciones especiales y embargos ocurridos desde 1660, mientras que la pérdida de oportunidades de realizar contratos en el mundo español resultaba de valor prácticamente incalculable. Algunos sectores de la vida comercial inglesa deseaban no sólo recuperar la ventajosa situación conseguida antes de 1655 en el comercio peninsular, sino también explotar más a fondo el mercado de materias primas españolas –especialmente la lana- y de productos agrícolas de Andalucía. Además, el comercio con el mundo extra-europeo dependía en gran medida del acceso al suministro de plata, y esto era de importancia fundamental para las actividades de la “East India Company” debido a la balanza, endémicamente desfavorable, del comercio al este del cabo. Finalmente, la nueva “Royal African Company” –en el que tenían intereses los Estuardo y todos los cortesanos prominentes- sólo podría conseguir buenos resultados si adquiría una posición dominante en el comercio de los esclavos. El famoso asiento de negros, cuya concesión dependía de Madrid, se valoraba no sólo por lo que era en sí mismo, sino por las lucrativas –aunque todavía ilícitas- oportunidades que ofrecía de realizar otras actividades en el Caribe y en otros territorios españoles.

         El capitalismo inglés veía no sólo cómo se le negaba el acceso a estas oportunidades, sino también que quienes más las aprovechaban eran sus más acérrimos competidores, los holandeses. Las Provincias Unidas obtuvieron enormes beneficios de la hostilidad anglo-española de los años que siguieron a 1655, mejorando su posición prácticamente en todas las áreas de la economía del mundo hispánico, proceso que en Madrid, como hemos visto observaba con complacencia. Un acto simbólico fue la lucha de Ruyter en defensa de la flota de plata en 1661; al llegar la década de 1660-70, los ingleses tenían que enfrentarse a los holandeses, potencia dominante en los mercados españoles, para conseguir progresar económicamente. Este lecho constituía la base de la provocación por parte de Inglaterra de una segunda guerra marítimo-colonial con la república en 1664. Las principales cuestiones que entraban en juego en este conflicto estaban conectadas claramente con los recursos materiales del imperio español. Y no fue ningún accidente que el fracaso de los ingleses en esta guerra se viera seguido de la conclusión de una serie de tratados con España mediante los cuales se abandonaba la política de intimidación física. Aunque, en un primer momento, Inglaterra no consiguió toda la serie de concesiones necesarias para que sus mercaderes estuvieran en condiciones de igualdad con los holandeses, en la década de 1670-80 comenzó una notable expansión de su comercio que constituyó el preludio para la aparición de “la primera nación industrial”. Hubo, lógicamente, otros factores que intervinieron en este último fenómeno. Pero la recuperación de toda la economía europea que parece haberse producido en esta generación estuvo relacionada con el hundimiento de la hegemonía española y los diferentes planteamientos de la explotación de sus recursos que supuso aquel proceso.

         “Nosotros amamos espontáneamente a los españoles y odiamos a los franceses”, escribía Samuel Pepys, cronista de Londres, en el verano de 1661. En aquellos momentos, la observación era más un acto de premonición que de descripción exacta de la realidad. De hecho, su propio señor, el conde Sandwich, que dirigía la flota en que se centraba gran parte de la obra de Pepys, estaba en aquel preciso momento en alta mar con intenciones que distaban mucho de tales sentimientos. En cualquier caso, era cierto que los cambios producidos en la actitud hacía la monarquía española, en Londres y en otras ciudades europeas, estaban estrechamente relacionados con el rápido desarrollo de la potencia francesa. En los años 50, el odio reflejado en la estruendosa propaganda de John Milton encontraba en España una réplica perfecta. Para Barrionuevo, Cromwell era “la gran bestia abortada de la boca del infierno”, que asesinaba a los sacerdotes irlandeses y torturaba a los niños. Las fantásticas historias sobre la persecución a los católicos todavía encontraba un público que las cogía con interés en “la guarida de lobos –como decía un panfleto inglés de 1600 refiriéndose a España. Todavía en 1667 el vicecanciller de Aragón (clérigo) condenaba el tratado comercial con Inglaterra como “un escándalo que redunda en vergüenza de toda la monarquía”; y diez años más tarde, el momento álgido de la Conspiración Papal, una multitud de londinenses invadía la casa del enviado español tratando de encontrar jesuitas. Los piratas ingleses, capturados en el Caribe, seguían encerrados en las cárceles de Sevilla en los años 60, y de vez en cuando las ceremonias religiosas de las ciudades del sur de España se veían interrumpidas por las blasfemias de algún marino inglés fanático o borracho. Sin embargo, en general las pasiones religiosas eran una fuerza en decadencia, en lo que se refiere a su influencia sobre las orientaciones fundamentales del estado. Aunque sería absurdo negar la influencia residual de la “Leyenda Negra” en los prejuicios ingleses, el elemento activo del miedo confesional se transfirió a Francia.

         Es cierto que el “siglo de oro” estaba llegando a su fin, pero aún con todo seguía habiendo un aspecto cultural en las actitudes inglesas. Muchos de los cortesanos que en 1660 volvieron con Carlos II del continente estaban influidos por la magnificencia de los Habsburgo que había tenido ocasión de sorprender a todos con los deslumbrantes festejos organizados por Velázquez con ocasión de la boda franco-española celebrada aquel mismo año. Hombres como Claredon y Arlington, figuras fundamentales de la política inglesa hasta los años 70, habían estado en España, y estaban familiarizados hasta cierto punto con el idioma y el pensamiento español. El embajador inglés en Madrid en los años 60, sir Richard Fanshawe, fue uno de los fundadores de la escuela de estudios hispánicos en Inglaterra; y sus sucesor (el mismo conde de Sandwich, que anteriormente había sido un peligro para la flota de la plata) se dejó seducir por la sociedad de Madrid, aprendiendo a tocar dúos de guitarra con don Juan José, bajo la dirección de Gaspar Sanz, primer maestro del instrumento. La decadencia del fervor religioso permitió a los ingleses viajar a España con mayor libertad de espíritu, y los dramaturgos Congreve y Wycherley reprodujeron en Inglaterra docenas de argumentos procedentes del abundante patrimonio teatral español y que los llamados “dramaturgos de la Restauración” explotarían al máximo en los años siguientes.

         Las consideraciones religiosas habían dejado también de ejercer ninguna influencia real en las actitudes de los holandeses hacia el inveterado adversario de generaciones anteriores. Además, se puede decir que la república era la menos codiciosa de las potencias sucesoras de España. La fase dinámica de la expansión comercial y colonial se había terminado, y en muchos aspectos las aspiraciones de sus grandes capitalistas estaban ya satisfechas. Los hombres de negocios de Amsterdam habían conseguido establecer su predominio en los mercados mediterráneos y atlánticos, además de ofrecer toda una gama de servicios a los sectores público y privado de la monarquía española. La relativa decadencia de los activos intereses comerciales de la ciudad después de 1650, debe contemplarse teniendo también en cuenta sus enormes y cada vez mayores ingresos invisibles en estos campos. En 1662, la república llegó incluso a resolver sus diferencias coloniales con Portugal, poniendo fin a una lucha que se arrastraba desde hacía unos veinte años. Por encima de todo, el temor a los proyectos franceses, que se iba convirtiendo a pasos agigantados en la preocupación dominante de la política europea, nació mucho antes en las Provincias Unidas que en cualquier otro lugar. En cualquier caso, había remitido el antiguo malestar ante la separación del sur católico español del suelo patrio –aunque pueden apreciarse sus huellas en las obras de historiadores holandeses como Pieter Geyl (G8). Además ahora quedaba totalmente eliminado como principio inspirador de la política debido a la decisión de no tener bajo ningún concepto a Luis XIV como vecino de la república. Después de 1648 comenzaron a florecer los contactos comerciales entre las dos partes de los Países Bajos. En los años 60, Versalles y Londres pudieron tomar conciencia de los beneficios conseguidos por los holandeses como consecuencia de su situación de “nación más favorecida” en la política económica española, y el resentimiento que se produjo como consecuencia de ello, y al que Colbert dio un contenido ideológico, representó un factor importante en el pensamiento de Luis XIV. Durante algún tiempo los franceses insistieron en sus proyectos de acantonamiento conjunto con los Países Bajos españoles, pero no hubo forma de conseguir que los regentes de La Haya abandonaran su idea de Scheidingszone (o estado tapón), que era el papel que desempeñaba Flandes en la política europea del momento. La última ocasión en que Madrid sospechó que los holandeses pudieran constituir una amenaza para la integridad de Flandes fue durante las complicadas gestiones diplomáticas de 1668. De hecho, a pesar de su ambigüedad original, La Triple Alianza proclamó que el interés de Holanda era en aquel momento, en sentido peyorativo y literal, la protección del imperio español. En términos generales, la supervivencia de ese imperio debió mucho a este acontecimiento.

         Difícilmente podría producirse un contraste mayor entre esto y los principios fundamentales de la política francesa. En mi opinión, es imposible evitar la impresión der que, desde los primeros momentos de su gobierno personal, Luis XIV trató de adquirir para sí mismo, sin merma ni deterioro, el papel europeo de la monarquía española y su base física y moral. Después de todo, Luis era en parte Habsburgo, estaba casado con una reina Habsburgo, y su actitud ante la sucesión española era plenamente consciente de estos hechos. En los años 60 se fue conociendo cual era la verdadera naturaleza e importancia de los problemas físicos del último de los Austrias, y Luis llegó a considerarse así mismo como heredero divinamente elegido de la monarquía gobernada por una criatura tan débil y afligida. Aunque hay que reconocer la aportación original del Rey Sol al arte y oficio de ser rey, en muchas de sus acciones y líneas políticas parecían adoptar deliberadamente los principios de la supremacía española: el deseo de prestigio convertido en una sanción espiritual monolítica; odio declarado a la herejía y el republicanismo; búsqueda fanática de triunfos culturales inmediatos recurriendo a un generosos mecenazgo artístico; deseo de dominar el Vaticano, mucho más crudamente formulado que en ninguno de los reyes de Castilla. Naturalmente, Luis tuvo que actuar con relativa moderación y dentro de ciertas limitaciones omnipresentes para llevar a cabo todo su programa. En cualquier caso, se puede apreciar también una profunda aprensión ante el verdadero alcance de la debilidad española, y su posibilidad de recuperación. En 1660, Luis se había sentido mortificado por el gran espectáculo organizado por la corte de Habsburgo en las festividades matrimoniales celebradas en Bidasoa, en la frontera franco-española –una especie de “Capo de tisú de oro” del siglo XVII en que la actuación de los Borbones se había visto completamente eclipsada por el gusto y esplendor de quienes tenían a sus espaldas dos siglos de tradición borgoñona. Para Luis, esto equivalía a una derrota militar, y muy importante; de ahí surgió la simbólica directiva general enviada a sus embajadores para que se aseguraran la precedencia sobre sus colegas españoles en todas las ocasiones posibles.

         No hay que exagerar la creación por Luis de un nuevo absolutismo en Francia, ni tampoco suponer que surgió de la noche a la mañana. La construcción de Versalles, la imposición de los intendants, la creación de un ejército nuevo y permanente (aspectos todos ellos con claros precedentes españoles) ocuparon la mayor parte de una década. Las circunstancias religiosas favorecieron claramente los objetivos de Luis. Por aquellas fechas había desaparecido el antiguo celo “dévot” por los intereses de la España de la Contrarreforma, y las energías del grupo ultracatólico francés se habían orientado hacia la lucha contra el jansenismo. El hecho de que las pasiones de este elemento rebelde de la política francesa quedaran ahora incluidas dentro de la ortodoxia dominante de la corte y de sus grandes propagandistas eclesiásticos constituía un motivo de tranquilidad. Sin embargo, Luis estuvo paralizado muchos años por otros problemas, especialmente de orden fiscal y económico. Durante este tiempo, siguió una línea que correspondía básicamente a la antigua táctica de Richelieu de “guerra por poderes” contra España mediante subsidios a Inglaterra y Portugal –cambio interesante, orientado a economizar los recursos de Francia, facilitar sus preparativos y debilitar indirectamente al enemigo. En cierto contraste con su utilización en ocasiones anteriores, esta política produjo grandes triunfos en los 60. Cuando Luis comenzó su campaña en 1667, a pesar de todas las indicaciones y tendencias anteriores, cambió radical y repentinamente el contexto político de Europa. La fórmula “guerra de devolución”, como el movimiento más amplio de la sucesión española del que forma parte, se puede interpretar en un contexto mucho más amplio que su marco de referencia inmediato.

 

CONCLUSIONES

Parte de las discusiones entre Inglaterra y Francia en 1670, de los que surgiría el famoso “tratado secreto” de Dover, se centraron en la cuestión de las colonias españolas de América. Según los ministros de Carlos II, Inglaterra era su legítima heredera natural, y estaba dispuesta a hacerse con su herencia, sin renunciar a un ápice, en caso de que los proyectos anglo-franceses dieran lugar a una guerra declarada contra España. En el momento en que estaban a punto de ponerse en marcha estos planes, en 1672 lo que más preocupaba a la persona encargada de este ingente imperio, la regente Mariana, era el tema de la Inmaculada Concepción. Logró hacer lo que para ella era un comentario efusivo de más de cien palabras, manifestando su satisfacción ante el hecho de que el clero de Milán había declarado su apoyo a la idea de que Roma reconociese esta verdad como artículo de fe AGS ES. La corona inglesa estaba interesada desde hacía mucho tiempo en adquirir dimensiones imperiales, y los reyes españoles, especialmente Felipe IV, llevaban años haciendo campaña de la causa de la BVM; y la yuxtaposición de estas dos aspiraciones en la manera precedente es, sin duda alguna, algo artificial. Sin embargo, puede decirse que ilustra, y hasta compendia, cierta divergencia cualitativa en el planteamiento de los problemas por parte de España y de sus principales vecinos europeos que se manifiesta con toda nitidez después de la coyuntura de los últimos años 60.

         La crisis de los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1668 parece profundamente significativa y simbólica dentro de la historia de la monarquía española. Después de la humillante e imprevista derrota militar en Portugal, el intento español de defender Flandes frente al ejército de Luis XIV resultó también un fracaso. Ya en 1669 se aceptaba en Madrid el principio de que sólo se podía proteger Flandes contando con la ayuda de potencias extranjeras. El año siguiente, España renunció de hecho a sus inmemoriales derechos a tener la exclusiva en el Nuevo Mundo; esta renuncia figuraba en un tratado con Inglaterra en el que se reconocía formalmente la conquista de Jamaica por Cromwell. Mientras tanto, Luis XIV negociaba el primer tratado de partición del imperio español con los Habsburgo de Viena. Sobre todo, y coincidiendo exactamente en el tiempo de este hecho, la monarquía aceptó la secesión y soberanía del reino de Portugal en 1668, junto con sus posesiones coloniales en África y Asia. Se trataba, por tanto, del final no sólo de la época de la hegemonía de España en Europa, sino también del clásico imperio filipino, aquel conglomerado planetario que había comenzado a existir en 1580. Así pues, la naturaleza y presupuestos de la España de los años 1670-80 eran radicalmente distintos de los existentes entre 1650 y 1660. Se había producido nada menos que un cambio de identidad.

         Al mismo tiempo que se empequeñecía la visión del papel europeo de la monarquía, se producían importantes cambios políticos dentro de Castilla. Ya antes de la muerte de Felipe IV, los trastornos locales y esporádicos iniciados en los últimos años 40 se habían extendido a la capital. En Madrid se produjeron incidentes violentos al tenerse noticias del desastre de Villaviciosa, protesta popular contra el sufrimiento producido por una guerra interminable. DE ahora en adelante, la creciente inestabilidad social de las principales ciudades de Castilla constituyó una constante preocupación política. Aunque no se produjeron levantamientos campesinos de importancia hasta finales de siglo, el peligro de la insurrección urbana demuestra que el problema de la agitación popular estaba creciendo en España en la medida que disminuía en Francia. Algo parecido podría decirse sobre las condiciones políticas generales de ambos estados. Tras el continuo empobrecimiento de sus bases físicas y legales, producido por las numerosas exigencias de las guerras, el ejercicio efectivo del absolutismo real resultó una aspiración impracticable en el momento de la sucesión al trono de un menor, que además estaba en gran parte incapacitado (1665). El desarrollo, no intencionado, de la autonomía regional y de la oligarquía aristocrática durante el reinado de Carlos II está en claro contraste con la evolución experimentada en esos mismos años al otro lado de los Pirineos. Así pues, el intercambio de papeles entre el rey católico y el rey cristiano fue un fenómeno bastante verosímil.

         Mientras tanto, el gobierno de España, dirigido por hombres que vivían en un contexto político que se había vuelto repentinamente precario e imprevisible, entró en una fase que sólo puede describirse como de introversión. Los últimos años de carrera de don Juan José constituyen una ilustración perfecta de esta tendencia. Fue él quien más íntimamente experimentó en Flandes y Portugal los desastres militares durante la última década de vida de su padre; él quien se convirtió para la nobleza en ejemplo de un nuevo código de conducta o escala de valores; y él quien contribuyó a crear las extrañas realidades políticas de la España de finales del siglo XVII. Y aunque el agotamiento de los recursos materiales, y la omnipresencia de los desastres militares, desempeñaron ciertamente un pale fundamental en el proceso de retirada, el análisis del mismo no debería acabarse, y quizá ni siquiera comenzar con dichos aspectos. En cualquier caso, es interesante observar la aparición entre 1660 y 1670 de una caricatura que fue ampliamente comentada y en la que se representaba a España como una gran vaca, que amamantaba a las naciones de Europa con sus enormes ubres. Los comerciantes holandeses y franceses se habían infiltrado y controlaban todos los aspectos importantes de la economía española. Madrid tuvo que contentarse con protestar cuando Henry Morgan (el pirata) saqueó la ciudad de Panamá en el año de 1670. Mientras tanto, la desafortunada invasión de Portugal en 1665 fue la última operación ofensiva que la España de los Habsburgo fue capaz de organizar con sus propios recursos. Cuando, en 1674, Monterrey informaba sobre la ocupación francesa del Franco-Condado, apéndice del imperio borgoñón, Mariana comentaba patéticamente que “la pérdida de tan buenos vasallos me ha causado gran aflicción, y el consejo debería considerar la forma de que esta provincia puede volver a manos del rey, mi hijo” AGS ES. Quizá tuviera valor significativo el hecho de que la aceptación oficial de la pérdida por parte de España corriera a cargo de un bastardo de aquella dinastía en otros tiempos tan gloriosa; efectivamente, en 1678 don Juan aceptó las condiciones de paz de Luis XIV.

 

NOTAS

 

R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.

(1)H. Kamen, Economic History Revew (1964).

(2) A. Rodríguez Villa, ed., Misión Secreta del Embajador D. Pedro Ronquillo en Polonia (1674), Madrid, ¿1874, p. 5.

(3) R. Hatton, ed., Louis XIV and Europe, Londres, 1976, p. xii.

E20 Gabriel, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols.

E17 R. Stradling, ”Spanish  conspiracy in England, 1661-63”, en English Historical Review, vol. 87, 1972.

E20 Grabriel, duque de Maura, op., cit.

(4) A. Paz y Melia (ed.), Los avisos de Jerónimo de Barrionuevo, 2 vol. Madrid, 1968-9.

(5) M. Morineau, Annales, ESC (1968).

(G5) A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda de Felipe IV, Madrid, Editorial de Derecho Financiero, 1960.

(6) BN CO (Biblioteca Nacional de Madrid, Colección Osuna) 10838/391v.

(7) BN PV/2408/150v.

(8) PRO  (Public Record Office (Londres) SS (State Papers, España) /44/127.

(9) AHN (Archivo Histórico Nacional, Madrid) ESW (Estado Series) 692/13 de junio de 1666.

(10) AGS (Archivo General de Simancas, España) ES (Estado Series) 3383/155v.

(11) Díaz-Plaja, Fernando (ed.), La Historia de España en sus Documentos: el siglo XVII, Madrid, Ediciones Cátedra, 1957, pp. 424-9.

E20/I, Maura, op. cit.

(12) Melia, I, op. cit., p. 251.

(13) J. Reglá, Historia de España y América, Barcelona, 1971, III, p. 292.

(14) AGS ES/3861/28 de abril de 1678.

E22 L. Pfandl, Carlos II, trad. M. Galiano, Madrid, 1947.

(15) A. Domínguez Ortiz, Hispania, 1959.

PRO (Public Record Office, Londres) SF (State Papers, Flandes)/31/444.

(16) K. Feiling, British Foreing Policy, Lonfres, 1930, p. 41.

E20/I Maura, op. cit.,

E16, R. Stradling, “A Spanish statesman of appeasement: Medina de las Torres and Spanish policy, 1630-70” en Historical Jornal, 1976, vol. 19.

(17) H. Lonchay, Le Rivalité de la France et de l´Espagne aux Pays-Bax, 1635-1700, Bruselas, 1896, p. 294.

H1 M. Grice-Hutchinson, Early Economic Thought in Spain, 1177-1740, 1978. [El pensamiento económico en España, 1177-1740, Barcelona, Crítica, 1982] 140-2.

H1, 190.

 AGS ES/2553/14 de enero de 1677.

AGS ES/3861/10 de enero de 1677.

(18)  Para el material de los siguientes párrafos, véase mi tesis doctoral inédita, R. A. Stradling, “Anglo-Spanish Relations, 1660-8”, Universidad de Gales, 1968, capítulo 3 y fuentes allí citadas.

G8, Pieter Geyl, The Netherlands in the Seventeenh Century, 1961-64, 2 vols.

AGS ES/3383/65.

AGS ES/3861/17 de Julio de 1674.

 

 CAPÍTULO 4

 

PATOLOGÍA DE UN SISTEMA DE PODER (1678-1700)

 

En uno de los años iniciales de este periodo, uno de los numerosos escritores de pasquines existentes en Madrid, puso en circulación un “Paralelo de las Cortes de Francia y España”:

F.- Toque el arma la caxa y la trompeta

     En Marsella y Tolon se aprestan naves.

E.- Hombrense moyordomos, los mas graves

     de edad madura y de atención discreta.

F.- Por Cataluña y Flandes se acometa

     Y del Imperio desplumad las aves.

E.- Repartense con orden esas llaves

     Y guadese en Palacio la etiqueta. (1)

 

El autor de estas opiniones no sabía probablemente nada de la barroca y complicada estructura de la vida cortesana (imitación descarada de la española) que Luis XIV había organizado en Versalles. Pero esto no disminuye la importancia y exactitud de su argumentación. La imagen de la corte de Madrid, moribunda, tenebrosa, ritualista, les parecía a muchos europeos algo perteneciente a otra época, y a la vez un comentario adecuado sobre la falta de dinamismo y decisión de España. Algunas descripciones publicadas por visitantes franceses e ingleses, con numerosos detalles ligeramente jocosos o despectivos y llenas de exageraciones y chismes, encontraban lectores por todo el continente. Estas descripciones señalaban cuál era el más español y ofrecían a sus contemporáneos una especie de patología sobre un imperio cadavérico, que aparecía llena de panaceas en que la enfermedad y el error ocupaban mundos semejantes. El redescubrimiento, muchas generaciones más tarde, de las obras de los arbitristas castellanos, constituyó una base aparentemente firme para las observaciones de los diletantes extranjeros.

         Ya en 1630 un enviado inglés a Madrid había hecho algunos comentarios sobre las apretadas filas de damas de corte, con sus caras blancas e inmóviles como si fueran un tapiz; se burlaba también del dudoso honor de recibir autorización para “besar la mano del rey, o más bien su pie, pues lo primero rara vez se concedía a los extranjeros” (2). Incluso en esta época, la pobreza real en que se encontraba la corona contrastaba de forma casi ridícula con la arrogancia casi infinita del protocolo palaciego. En realidad los Habsburgo siguieron apoyando estos ritos con fervor insistente y lleno de celo. Todas las infantas que marchaban a contraer matrimonio a alguna corte extranjera recibían la orden de mantener la distinción singular de su casta, protegiéndola con el mismo cuidado que si se tratara de su alma inmortal. Todo esto ejercía sobre el carácter de los príncipes una influencia que podía llegar a ser obsesiva. La relación entre el ceremonial de la corte y la liturgia de su religión aparece claramente ilustrada en el cuadro español más famoso de la época, el lienzo de Coello, en que se representa a Carlos II oyendo misa. Presenta una imagen que en cierta manera es eterna, y su contexto ha servido de blanco de sátiras que van desde Quevedo hasta el novelista Pérez Galdós, más de doscientos años después. Pero el hecho es que el mantenimiento de estos comportamientos tenía toda la importancia que la dinastía, igual que ocurría en Francia, quería atribuirles. El prolongado y repetido ceremonial centrado en la figura del monarca “era” la identidad de la monarquía, la autoafirmación de su ser, en definitiva de sus objetivos. La herencia borgoñona, fomentada en los palacios de Castilla y reproducida en los de los virreyes de gran parte de Europa Occidental, no tenía más de rutina estéril que las tradiciones de nuestra propia monarquía, cuya popularidad y significado han demostrado recientemente su gran eficacia. Constituía, en sí misma, la síntesis de todas las cortes de la cristiandad de finales de la Edad Media –italiana, alemana y francesa, así como la española- y resumía el inquebrantable compromiso de la dinastía con los ideales de su fundador, Carlos V. Es cierto, lógicamente, que el doliente sucesor y homónimo del Emperador Universal “creía que todas sus desgracias procedían únicamente de sus propios pecados” (3).  Pero sería un error concluir que las soluciones de los arbitristas presentadas en documentos más realistas, no eran objeto de incesante discusión o que no se trataran de llevar a la práctica. La España de los Habsburgo, como el ritual de su corte, constituía una simbiosis de lo espiritual y de lo material.

 

EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS

Bajo la dirección de don Juan, el gobierno de Madrid esperaba que la pacificación general de 1678 (Paz de Nimega) inauguraría un proceso de comprensión franco-española. Esta base de recuperación se cimentaba en los desposorios del rey (cuando sólo tenía diecisiete años) con la princesa francesa María Luisa de Orleans. La esperanza de conseguir un fruto de esta unión no era quizá tan fantástica como puede parecernos ahora con una mentalidad mejor informada. Después de todo, la nueva reina era hija de un padre homosexual y su frágil esposa Estuardo, mientras que Carlos nació cuando su padre tenía cincuenta y seis años. En asuntos dinásticos, los milagros no sólo eran posibles sino que se contaba con ellos. Algunas de estas esperanzas no se vieron justificadas por la realidad, pero otras no resultaron totalmente vanas. Los años 1680-1690 fueron la década más pacífica conocida por España en mucho tiempo, probablemente en más de un siglo. No faltaron ciertos progresos económicos y administrativos. Y fueron ciertamente los más felices de la sombría existencia de Carlos II.

         En cualquier caso, pocos compartían las optimistas esperanzas del rey y de su ministro-dictador. Por lo que se refería a Bruselas, Francia estaba esperando una oportunidad para abalanzarse sobre la presa, buscando el momento más adecuado en que la ayuda internacional de España fuera tardía o nula. Luis XIV estaba decidido a castigar a la monarquía por su traición de 1672, lo mismo que había castigado aquel año a las Provincias Unidas por su acción de 1668. Luis, el emperador de Occidente, había puesto a España en entredicho. Sus fuerzas no dejaron de aterrorizar a la población fronteriza de los Países Bajos españoles, y varias guarniciones se negaron a retirarse hasta mucho después de la ratificación formal del tratado. A comienzos de 1680, el consejo privado de Bruselas manifestó su convicción de que la ambición francesa hacia inevitable la guerra. ¡Dónde caería el primer golpe? La respuesta sólo se hizo esperar el tiempo necesario para que los Borbones se prepararan en el campo militar, legal y diplomático. La ingeniosa política de reunión se vio coronada con la ocupación sin resistencia de Estrasburgo y Casale en 1681; luego, a finales del verano de 1683, el ejército principal francés se adentró en Luxemburgo, sitiando la fortaleza de la capital ducal defendida por españoles. La concentración de Luis en el Rhin era prueba de su decisión de alejar las fronteras de Francia del vulnerable París, pero parte esencial de este razonamiento fue la memoria del camino español y el amargo “año de Corbie” 1636.

         Ninguno de los ex aliados españoles estaba dispuesto a emprender una guerra con Francia para salvar a Luxemburgo, pues ninguno de ellos se veía directamente amenazado con su pérdida. Cuando, a pesar de todo, los españoles resistieron y declararon la guerra, Luis invadió Cataluña y Flandes para hacer que Madrid entrara en razón. Una vez más las ciudades valonas se desmoronaron ante aquel asalto; los ejércitos franceses se adentraron también bastante en el territorio del este de España. Génova ofendió a Versalles al ayudar a España en su esfuerzo bélico en el Mediterráneo, y la flota francesa bombardeó la ciudad republicana durante doce días seguidos. La forma en que los franceses estaban llevando a cabo aquella guerra estaba resultando más destructiva que en ninguna ocasión anterior; el cambio se basaba en los métodos suecos de la Guerra de los Treinta Años e implicaba la utilización sistemática de la devastación y el terror en las tierras del enemigo invadido. De ahora en adelante, muchas áreas de la monarquía iban a sufrir los estragos directos de la guerra en formas cada vez más terribles y durante periodos muy largos. A pesar de estos, Cataluña resistió con tenacidad, y las tropas de la ciudad de Gerona consiguieron salvar su orgullo poniendo en desbandada al ejército sitiador. Sin embargo, Luxemburgo capituló al terminar la campaña de 1684, y con ello Luis había conseguido su objetivo. En las negociaciones de Ratisbona intercambió sus ganancias en otros teatros de la guerra a cambio de la cesión oficial de Luxemburgo por parte de España. Esta guerra, que interrumpió la década de paz, duró, pues, escasamente un año. Pero sus hechos ilustran, el desarrollo ininterrumpido del sistema francés después de los fracasos de Mazarino en los años 40. Los franceses dominaban ahora los recursos y las técnicas necesarias para atacar a su adversario tradicional en varios frentes a la vez, aplicando todo el peso de su superioridad física en una versión primitiva de la blitzkrieg. Por el contrario, la pérdida por España de su último punto de apoyo en el Rhin constituía una indicación del hundimiento final del sistema español de Italia, y hasta Cataluña, había conseguido la independencia que los historiadores anyeriores imaginaban que era la constante aspiración de sus políticos nativos. Eran puestos aislados del imperio, que dependían para su salvación exclusivamente de sus propios recursos o de las conveniencias de us poderosos vecinos.

         Luis XIV había demostrado gran pericia en la elección del momento de la guerra de 1683. Su acción coincidió con el avance de los turcos hacia Viena, culminación de la última gran ofensiva otomana en el este de Europa. La incapacidad de los estados Habsburgo para ayudarse mutuamente en esta crisis doble parecía confirmar el distanciamiento de las dos esferas dinásticas y territoriales. Desde el punto de vista de Versalles, esto constituía una consumación deseada ardientemente y que se había retrasado demasiado tiempo; Marshal Vauban procedió a construir una barrera física entre los primos Habsburgo mediante la fortificación de todas las conquistas de Francia en el Rhin. Sin embargo, estas apariencias resultaron ser parcialmente engañosas. Es cierto que cuando comenzó en 1688 la segunda guerra general de las concebidas por Luis, Madrid resistió durante algún tiempo  a las llamadas tanto de los holandeses como de los austriacos, manteniéndose al margen de un conflicto en que no se veían afectados los territorios de la monarquía. Al poco tiempo los hechos obligaron a España a cambiar de opinión. La facilidad, totalmente imprevisible con que Guillermo II accedió al trono inglés, y su inclusión poco después en las filas de los aliados, incrementó enormemente las posibilidades de derrotar a Francia. La tentación de tomar parte en la victoria fue demasiado grande, y en 1690 España accedió a entrar en la coalición, cuyo objetivo era la restitución total de las perdidas experimentadas ante Luis XIV desde 1659. Francia se volcó inmediatamente contra el socio más débil para tratar de dejarla fuera de combate de inmediato. La llamada “Guerra de los Nueve Años” (1688-97) consistió en una invasión francesa de Flandes, Italia y Cataluña, en la que solo se pudieron evitar enormes pérdidas territoriales gracias a la decisión anglo-holandesa de colaborar en su defensa, tanto por tierra como por mar. Inevitablemente, Flandes quedó marcada por las campañas de los años 90, y a pesar de las demostraciones de valor de la infantería española, los resultados militares fueron catastróficos. En 1692, Namur cayó en manos francesas, y al año siguiente el ejército aliado sufrió una terrible derrota en Neerwinden. Mientras tanto, en Italia, Saboya luchaba por impedir el dominio total de Francia en el norte de la península; y en Cataluña, Gerona fue ocupada, finalmente, por los franceses en 1694. Quizá la derrota más humillante fuera la de Fleurus, pocas semanas después de la declaración de guerra por España, pues aquel lugar había sido escenario de un gran triunfo sobre el ejército germano-holandés en 1622.

         A pesar de los reveses experimentados en el campo de batalla, no se perdían las esperanzas. Las victorias de Luis, individuales o colectivas, no habían conseguido eliminar a ninguno de sus grandes enemigos haciéndole abandonar las filas de la alianza. El pacto de la familia Habsburgo distaba mucho de estar muerto, aunque su impulso e inspiración venían ahora de Viena y no de Madrid. La creciente suficiencia material y experiencia bélica de los Austrias, conseguida en las terribles campañas contra los turcos que llegaron a crear prácticamente un nuevo imperio danubiano, estaba comenzando a frustrar las ambiciones de Versalles en todos los frentes.

         Ante Luis se presentaba la terrible posibilidad de que renaciera la estrategia universal de los Habsburgo. Además, las potencias marítimas se habían mantenido fieles a su prioridad fundamental de acabar con el predominio naval francés, y a pesar de las terribles pérdidas padecidas ante los corsarios enemigos habían conseguido su objetivo a mediados de los años 90. La campaña de Luis XIV contra el cerco de Francia había resultado en último término, contraproducente. Las potencias de la coalición habían conseguido, a pesar de sus intereses divergentes y de sus continuas disputas, aunar sus recursos, cooperar en estrategia y logística y compartir las responsabilidades. Con esto se creó un nuevo sistema que rodeaba a Francia con una red de comunicaciones y defensas militares. Aunque sería un poco preciso señalar que gracias a ello el sistema español había llegado a recuperarse de momento, es cierto que había un fuerte componente Habsburgo que estaba relacionado con los presupuestos de la hegemonía española. Además, este elemento era en cierto sentido más fuerte que en ningún otro momento anterior, ya que los Habsburgo austriacos parecían haber resuelto para entonces los graves problemas de una guerra en dos frentes, demostrando en los años 90 su capacidad de intervenir simultáneamente y con grandes medios en la Europa oriental y occidental. En claro contraste, la Francia de Luis XIV resultó ser una fuerza a la que se podía vencer cuando se llegaba a plantear una guerra total con dimensiones geopolíticas. La presión ejercida sobre sus estructuras socioeconómicas culminó en una de las crisis catastróficas de todo el siglo XVII. Se comprobó la superficialidad de muchas de las políticas comerciales e industriales de Luis, pues Francia quedó sumida en la miseria y la agitación, aunque el peso de su aparato administrativo fue suficiente para impedir que el descontento de sus súbditos adquiriera tintes políticos graves.

         No conviene forzar al máximo la interpretación que acabamos de presentar. En las negociaciones que llevaron a la paz de Rijswick en 1697 Francia consiguió mantener su prestigio y sus principales conquistas, es decir, el núcleo fundamental de lo que Luis quería conseguir en el exterior. El gran monarca se vio obligado a devolver a España las ciudades de Barcelona y Luxemburgo, y las opinión de los expertos no coincide si este paso fue una medida de fuerza, sin la cual Francia no habría obtenido la paz que tanto necesitaba, o más bien un truco deliberado para convencer a los españoles de la generosidad francesa. Ciertamente,  un español contemporáneo de los hechos señalaba que “sólo nos ha devuelto unas gavillas robadas para quedarse con toda la cosecha” (4), es decir, que Luis había actuado como un perfecto “relaciones públicas” para fortalecer sus aspiraciones dinásticas a la monarquía española. Había llegado a darse cuenta de que la única forma de acceso a su aspiración fundamental era la sucesión legal y pacífica. Además de que había fracasado la presión militar, en Madrid se estaba acercando el momento trascendental de la decisión. Es una verdad innegable que en 1697 Luis aceptó algo que no llegaba a ser una paz victoriosa; por primera vez desde 1656, Francia había tenido que detenerse ante la oposición de sus enemigos. En este sentido, la tenaz resistencia militar de España fue quizá menos importante que la capacidad de sus dependencias para absorber como una esponja la violencia y acabar con las energías del enemigo.

RECURSOS

La mayoría de los especialistas actuales están de acuerdo en que, al menos en las provincias de la España metropolitana, los niveles demográficos comenzaron a subir después de las décadas centrales del siglo. La epidemia general de 1647-1652 fue la última producida por un solo virus de la peste, aunque en los últimos años 70 se dio una elevada mortalidad como consecuencia de brotes localizados de varias enfermedades mortales (que iban desde la viruela al tifus), después de una serie de desastres naturales. Al mismo tiempo que la recuperación demográfica, se dice, se produjo una notable mejoría en los índices de actividad económica –especialmente en las regiones marítimas de la península. Existen testimonios de un aumento de la inversión comercial en una serie limitada de actividades relacionadas con los hombres de negocios de Barcelona; se produjo un aumento de las manufacturas, tanto en Cataluña como en el País Vasco. Además, cierta diversificación en el comercio y en la agricultura introdujo un nuevo elemento de elasticidad en las estructuras económicas españolas. Se produjo un renacimiento parcial del capitalismo nativo, quizá estimulado por el acceso a contratos y fondos del gobierno, e incluso al metal precioso. (5)

         Estos cambios fomentaron una mayor iniciativa del gobierno central. Desde los años 70, en adelante –periodo en que la economía europea en su conjunto estaba saliendo de la depresión- podemos ver la aparición en Madrid de un grupo burocrático que se interesó por mejorar la administración económica. Se establecieron varias juntas que eran de naturaleza claramente departamental y profesional, y tenían con el sistema tradicional de los consejos una relación solo muy superficial. Se hicieron esfuerzos enérgicos por mejorar el sistema tributario, tan oprimente para los sectores no privilegiados de la sociedad, y por racionalizar las regulaciones del comercio regional que impedían la creación de un mercado interior unitario. La gran deflación de 1680 había sido planificada para conseguir las condiciones de una reforma permanente de la acuñación. La aparición de dirigentes políticos que tenían más de primeros ministros que de validos reales, a pesar de que fue una fase efímera, también resulto provechosa. Había incluso una actitud más crítica hacia la Iglesia. Un hecho significativo fue que la mayoría de estas reformas no se concibieron ni emprendieron únicamente con la intención de aumentar la eficacia del esfuerzo bélico. (6)

         Los progresos de este periodo no llegaron a representar una auténtica reanimación, y sería una actitud absurda hablar de un boom de la economía. En cierto sentido, sus testimonios estadísticos, dispersos y esporádicos, se pueden contrarrestar con cifras que parecen apuntar en la dirección contraria. Es indudable que debemos considerar su posible significación en relación con las tendencias anteriores, con los niveles de vida mejores, e incluso con actitudes mentales diferentes. Pero también es cierto que el proceso fue esporádico y tenía posibilidades de invertirse. La recuperación demográfica de la corona de Aragón fue real e importante, pero los argumentos en favor de un movimiento semejante en Castilla son débiles y dependen de la interpretación de las cifras sobre población urbana, que nuca constituyen una orientación fiable para las tendencias generales (7). Cualesquiera que sean los resultados que produzcan, las futuras investigaciones, la situación económica de la península no influyó demasiado en el destino internacional de la monarquía. Como he tratado de señalar, la relación entre viabilidad económica y política de poder no era tan definitiva como presuponen los escritores actuales. Lo mismo que las deficiencias y fracasos económicos de España no afectaron, a no ser mediante un proceso de desgaste muy prolongado, a su capacidad de defender su hegemonía, tampoco la recuperación retrasada y parcial del periodo posterior a 1670 le ayudó a recuperarla.

         Podemos comprobarlo en un nivel muy básico observando cómo se continúan los problemas de reclutamiento para las fuerzas armadas: “No sé qué es lo que pueden hacer en las provincias, pero en Madrid he visto que en cuatro meses, a pesar de toda su diligencia, no han podido conseguir 1.000 hombres, a pesar de que el tambor no deja de sonar en todo el día; pues tan pronto como entran, los anteriores huyen (8) Así decía Alexander Stanhope, embajador de Guillermo III de Inglaterra, aliado de España,, en su deprimente informe sobre los intentos de conseguir reclutas para la campaña de 1694. Al tratar de formar (sin conseguirlo) un ejército para la defensa de Cataluña, el gobierno había amenazado con quintear el reino, es decir, obligar a alistarse a uno de cada cinco hombres en edad militar –operación que estaba muy  por encima de sus posibilidades- En cualquier caso, las cosas estaban, como esperaba el embajador, algo mejor en las provincias. Durante la guerra de 1683-1684 se reclutaron cinco tercios completos en Galicia, Vizcaya y Andalucía, y se consiguió trasladar a Flandes a 2.500 hombres, por lo menos. Los catalanes, cuyas tierras habían sido invadidas repetidamente, respondieron reclutando hombres en una escala que sorprendió a París y a Madrid. En el propio Flandes, la administración militar abandonó, finalmente, la política de tratar de defender cada pulgada de tierra y cada ciudad  fortificada, abandonando diversas guarniciones (incluso algunas todavía no perdidas en la frontera con las Provincias Unidas) se logró disponer de un ejército de operaciones de unos 30.000 hombres durante  la guerra de 1688-1697. En un esfuerzo por aumentar todavía estas cifras se realizaron continuas negociaciones con diversos príncipes alemanes para contratar pequeños ejércitos mercenarios a precios desorbitantes. En el Consejo de Estado, 1684, se comentó  que habían “pagado más de 150.000 reales a fuentes alemanas en los últimos meses, pensando que pondrían 12.000 hombres en el Rhin, cosa que todavía no han hecho. Estas personas son tan poco  de fiar que el marqués de Grana –gobernador de Bruselas- debería buscar en otras partes, aunque resulte más caro”. (9)

         En Milán, el conde de Fuensalida se enfrentaba con otra situación semejante, encontrándose con una fuerza de 10.000 hombres –señal de que también la base de reclutación de Nápoles se había agotado. Sin embargo, fueron los aspectos relativos, y no los absolutos, de la crisis de recursos humanos los que resultaron de importancia crucial en las guerras contra Luis XIV. Aun cuando España hubiera sido capaz de mantener sus niveles tradicionales de reclutamiento, el enorme desarrollo de la máquina de guerra francesa les habría puesto por delante. Hombres como Le Tellier y Louvois habían aumentado enormemente no sólo las dimensiones medias de los ejércitos de operaciones (hasta unos 60.000, tres veces las cifras de la Guerra de los Treinta Años) sino también su cantidad de equipamiento y potencia de fuego. Fue la atomizada dispersión de las fuerzas armadas españolas lo que influyo ahora, definitivamente, en su contra. En términos de artillería y armas portátiles, así como de hombres, España sólo podía competir en el norte de Europa, donde sus aliados suplían las deficiencias. En los demás lugares, la inevitable falta de material de guerra resultaba verdaderamente penosa; Madrid no consiguió encontrar nunca fuentes adecuadas de cañones y pólvora, caballos y uniformes con que dotar sus defensas mediterráneas frente a un enemigo cuya forma de llevar la guerra era cada vez más sofisticada, tecnológica y destructiva. El equipo que se fabricaba todavía en uno o dos lugares de España se había quedado trasnochado para la época de la Guerra de los Nueve Años. El despliegue de la artillería y la introducción de la bayoneta habían convertido la pica en un objeto arcaico. En el terreno de la balística, en rápido crecimiento, la capacidad de España (que nunca fue grande) había dejado de existir por completo. Es también interesante señalar que el desarrollo de las técnicas de fortificación y asedio por obra de Vauban socavó literalmente una de las pocas áreas donde España conservaba todavía cierta capacidad competitiva. En 1692, un estudio de las defensas peninsulares revelaba que aunque oficialmente había medio millón de hombres en edad militar en Castilla, había menos de 60.000 “mosquetes y arcabuces” para armarles. En Olmedo se daba el caso  significativo de que sólo había once armas en el arsenal para repartir entre una fuerza de 300 hombres. España se había convertido, en palabras de un enviado genovés, en un “campo abierto, donde no había prácticamente ninguna cerca ni valla que impidiera la entrada al enemigo”. (10)

         Por eso, no resulta sorprendente que la infantería española de este periodo fuera barrida por el simple peso de los números y las armas. De todas las maneras, se seguían valorando las virtudes combativas de los tercios, y eran colocados en el lugar de honor, en el ala derecha de los ejércitos aliados, donde demostraron invariablemente que eran los últimos regimientos en rendirse (por ejemplo, en Fleurus, Steenkirke y en Marsala, en Italia) En 1684, el condestable de Castilla, el antiguo batallador irascible Velasco,  fulminaba al Consejo de Estado:

         Solo un remedio…. Para restituir al punto y reputación a las armas de V.M., y es que qualquiera que faltase a su obligació, sea castigado con el mayor rigor que pidiere su delito; que la infantería francesa era antes la peor de todas las naciones y que solo el haverle dado buenos oficiales la ha puesto en crédito. (11)

         El ataque implícito a la calidad del mando y al comportamiento del ejército estaba menos justificado que en los años 60, durante las desesperadas campañas contra Portugal. Además, cuando se trataba del enemigo tradicional de los reinos cristianos españoles, todo el antiguo celo y valor volvían por sus fueros. Durante la interrupción de las campañas en Europa occidental después del Tratado de Ratisbona, el conde de Oropesa reunió en España un ejército de 12.000 hombres que  acudirían en ayuda del Imperio en su luvha contra los turcos –mediante aislamiento exclusivamente voluntario. El peligro mortal planteado a los estados católicos de la Europa oriental por el ataque otomano había tenido un impacto sorprendente en los españoles;  dos duques y siete marqueses “tomaron la cruz”, en Hungria, junto con sesenta artesanos de Barcelona. En 1688 soportaron lo más recio del ataque a la ciudadela turca clave, Buda, y, según el jefe imperial, “se distinguieron tanto por encima de todas las demás naciones que no pudo encontrar  palabras suficientes para felicitar a Su Majestad por su coraje, calidad y espíritu. Sin su aportación, Buda seguiría todavía en manos del infiel”. (12)

         La situación financiera general de la corona durante este periodo no es totalmente desconocida. En la lamentable situación en que se encuentran nuestros conocimientos sobre la España de los últimos Habsburgo, sería imprudente incluso hacer un cálculo aproximado sobre la magnitud de los ingresos y el presupuesto para la defensa. Partiendo de algunas investigaciones recientes sobre la llegada de plata de América, podemos suponer como tanteo que los ingresos fueron todavía mayores que en los años finales del reinado de Felipe IV. La dicotomía entre las cifras de las importaciones de plata y la constante desesperación de los encargados de las finanzas de la corona es más aparente que real. Incluso  durante los años 1590-1600 –la década en que más altos habían sido los ingresos en plata y además en una época en que la parte que se llevaba el rey era, casi seguro, mucho mayor- el Tesoro se había quejado de su indigencia. La mayoría de los donativos solicitados por el rey a sus nobles tenían como misión sufragar sus propios gastos domésticos, cuya figuración en el presupuesto era siempre improvisada. Estos costes subieron considerablemente, después de la muerte de Felipe IV, en parte debido a la duplicación de establecimientos para atender a las necesidades de la reina viuda, en parte por la descontrolada multiplicación y malversaciones de los funcionarios cortesanos. Aun cuando el rey hubiera tenido autoridad para hacerlo, difícilmente podría justificar los préstamos o expropiaciones forzosos destinados a estos objetivos, como los gobiernos anteriores habían hecho para superar las crisis en los gastos de defensa. Carlos recibió alguna vez consejo de que, en vez de pedir ayuda a la aristocracia de los consejos, se limitara a recuperar las deudas que estas familias tenían con la corona –siete millones de ducados en capital desde el comienzo  del reinado, según un cálculo realizado en 1691.

         Quizá parte del problema de la financiación de la guerra estuviera en que,  a pesar en el aumento en los totales, la proporción recibida por el rey de los metales preciosos de las Indias fue reduciéndose progresivamente. Una parte cada vez mayor del crédito real se cobraba en las mismas colonias, mientras que ahora comenzaban a notarse los efectos de la enajenación en gran escala de las rentas, regalías y derechos territoriales en las Américas que fue característica de las décadas centrales del siglo. La notable revitalización de la actividad comercial en Europa, en la que participaron, aunque sólo con carácter secundario, los centros comerciales del Mediterráneo, quizá contribuyó a que los posibles inversores optaran por actividades más rentables que la deuda de la corona. Cualquiera que fuera la razón, el hecho es que se intensificó el problema de conseguir asientos de dinero y las condiciones fueron más onerosas que nunca. El estado dejó de disfrutar de una situación de práctico monopolio de las facilidades de crédito en gran escala que había poseído durante la larga fase de depresión general. En 1691 los banqueros genoveses consiguieron una apoteosis de oropel como agentes financieros de la corona cuando el jefe, la casa Grillo, casi el último superviviente de su especie, fue elevado a la categoría de grandeza por una gratificación de 300.000 reales de plata, necesarios para la defensa desesperada de Milán. Las protestas de la corte fueron tan fuertes que sólo dos años más tarde la familia quedó destrozada por la confiscación arbitraria de todas sus reservas. Así, después de ciento cincuenta años llegaba a su fin la época genovesa, y por el momento gran parte de la máquina crediticia de la corona volvió a manos españolas –especialmente catalanas-. Pero en cualquier caso, Madrid no podía conseguir, o permitirse el lujo de transferir, periódicamente grandes cantidades en letras de cambio desde Sevilla a Amberes. Por estas fechas Stanhope comentaba: “las exigencias actuales de esta monarquía son verdaderamente  inconcebibles. La mayoría de las letras enviadas últimamente a Flandes las han devuelto por haber sido protestadas… Me aseguran… que en ninguno de los ramos (de las rentas) se puede encontrar un crédito de 100.000 ducados”. (13)

         Se  hicieron numerosos intentos para reparar la pesada  maquinaria financiera. En tiempos de don Juan se habló de una reforma del presupuesto militar en que los cálculos de los ingresos líquidos se disponían por categorías, que iban desde “seguros” a “dudosos”, y se eliminaban todas las áreas de ingresos malos –es decir, ya hipotecados-. Cuando Hacienda presentó objeciones, se le recordó firmemente que la política era asunto del Estado y que se atuviera estrictamente a su función de “proporcionar los recursos monetarios que son necesarios para nuestras operaciones por mar y tierra, gastos diplomáticos y subsidios a nuestros aliados” (14) Pero, en realidad, fue muy poco lo que se hizo para cambiar aquella situación ya consagrada en que no era posible ninguna planificación racional de los gastos. En tiempos de Medinaceli y Oropesa se hicieron algunos retoques en cuanto a las prioridades y métodos de gastos y rentas. El segundo consiguió una reducción de compromisos del rey en forma de favores a sus dependientes pero esto fue principalmente a expensas de los menos influyentes o pero relacionados de los beneficiarios del sistema de beneficencia de la corona. En general, la administración financiera siguió siendo un embrollo insoluble, en que quedarían atrapadas en el siglo siguiente todas las energías y visión de los Borbones.

 

POLÍTICA

         El periodo en que estuvo don Juan José al frente del gobierno español resultó breve. Menos de un año después de su entrada triunfal en Madrid, la enfermedad le obligó a dejar en parte el control de los asuntos. Al llegar el invierno de 1678-1679, la dirección había vuelto a estar en manos de los consejos, mientras que el príncipe, que durante tanto tiempo había esperado y proyectado su recompensa, entraba en un largo periodo de agonía. Durante los doce meses que ocupó efectivamente el poder, dedicó gran parte de sus energías a reivindicar su reputación personal y a vengarse de sus enemigos. Parece que, al mismo tiempo que se dedicaba a confeccionar listas de proscritos y acumular títulos y cargos, consiguió también dar un nuevo ímpetu a la política. En estos años se apreció un intento positivo de construir una base de relaciones progresivas con Francia, deseo que ahora resultaba respetable en la corte y en el gobierno. Si se confirman estas suposiciones, habrá que decir que el gobierno del príncipe no fue la nulidad total de que hablan muchos historiadores de este periodo. John Dunlop, escritor a quien se le incluye en la corriente romántica, consideraba a don Juan como “el más valiente, el más competente y el más instruido de su raza”, lamentando su muerte prematura como un terrible golpe para la monarquía. (15) Según Maura por el contrario, cuando murió en el otoño de 1679, “el hombre que poco antes había sido idolatrado, desaparecía ante la indiferencia general”. (16

         Mucho antes de este acontecimiento, el partido derrotado en  1676, hombres como el conde de Monterrey y el condestable de Castilla, se habían agrupado en torno a la reina madre para planificar la nueva situación. En los primeros meses de 1680 este grupo de grandes procedentes de los consejos presentó el primer candidato a la jefatura política que fue nombrado, al menos en un sentido elemental, no dejaba de ser una gran ironía que este primer ministro, el duque de Medinaceli llegara inmediatamente después del primer dictador militar español, que llego al poder gracias a un golpe violento. Medinaceli era un noble andaluz enormemente rico, elegido frente a la alternativa de Velasco. Muy en consonancia con su pertenencia a la aristocracia más elevada, su personalidad recordaba bastante a la de don Luis de Haro, mientras que su rival pasaba por tener un temperamento más semejante al de Olivares. En el estado actual de los conocimientos sobre la política del reino, el intentar calcular su influencia sobre la política no pasa de ser un juego de azar, aunque es cierto que causó poca impresión en el Consejo de Estado. Además su estancia en el cargo coincidió con el ascenso de otras tres luminarias que habían utilizado métodos más tradicionales. Jerónimo  de Eguía había sido un destacado funcionario de la burocracia ya durante el periodo de Valenzuela, pero parece que fue después de 1678 cuando llegó a dominar la administración. Como Secretario del Despacho Universal –una especie de subsecretariado de estado permanente- Eguía consiguió inyectar dinamismo en las nuevas juntas, actuando como coordinador y  encargado de relaciones entre los  comités y los ministros. Cuando  murió en 1684, había conseguido  resucitar el poder del secretariado y convertirse personalmente en el funcionario civil más influyente desde los tiempos de Francisco los Cobos y Carlos V. Le sucedieron dos hombres igualmente dinámicos, que, al menos hasta el final del experimento con un primer ministro en 1690, supervisaron una serie de reformas positivas. Dada la condición moribunda del sistema de consejos, en manos de un grupo de ancianos aletargados, como el duque de Alba de 78 años y el conde de Povar 80, este  renacimiento de la competencia profesional en el gobierno fue un hecho significativo, aunque efímero. Una novedad significativa es el hecho de que sus formas se realizaran por el posible valor que podían tener en sí mismas, y no, como en periodos anteriores, por las presiones de la guerra. Poor primera vez,, el curso de la historia de España no estaba orientado por las necesidades de la guerra.

         La reina madre había encontrado un nuevo consejero que sustituiría a los dos privados retirados por don Juan José. Volvió otra vez al clero, en la persona del ambicioso arzobispo de Toledo, cardenal Portocarrero. En aquel momento estaba comenzando a cristalizar la política de banderías en torno a la cuestión sucesoria. La causa imperial estaba por entonces eclipsada por la  de los  francófilos. La iniciativa  diplomática de don Juan, y en especial la influencia de la nueva reina, dieron a este último partido la categoría de interés predominante. Con gran disgusto por parte de mariana, María Luisa, la desplazó de las preferencias del débil Carlos, y el  ascendiente político sobre el rey estaba  reforzado, cuando era necesario, por la bolsa inagotable de Versalles. A comienzos de los años 80, este grupo consiguió que España dejara de buscar nuevas alianzas europeas que pudieran ser contrarias a los intereses de Francia; además se hicieron concesiones económicas favorables a los franceses. Ambas decisiones podían justificarse fácilmente diciendo que estaban en conformidad con la política  de reforma y recogida hacia el interior.

         En la práctica, el progreso en Madrid de los partidarios de Luis XIV quedó frustrado por su propia acción precipitada contra Luxemburgo en 1683. Al principio, los españoles viendo su aislamiento diplomático, vacilaron en declarar la guerra. El propio Carlos era contrario a responder violentamente, siendo ésta  la primera crisis en que podemos detectar  su participación personal. Sin embargo, el gobernador de Bruselas era el marqués de Grana, que  había  sido embajador imperial en Madrid. Grana, como Monterrey en  1672, comenzó la acción militar por propia iniciativa y antes de que pudiera recibir órdenes de Madrid en sentido contrario. Su  acción puede interpretarse como un acto de fidelidad a los intereses de su señor austriaco más que a los de España. La seguridad  del Rhin era un problema que afectaba a Viena, pero la resistencia a Luis desde aquel enclave estaba imposibilitada por el ataque otomano. Sea como  sea, la monarquía se veía una vez más inmersa en una guerra por el hecho de estar en posesión de Flandes. La damnosa hereditas seguía influyendo  en los destinos de España con la misma fuerza de siempre. Los acontecimientos de 1683 ilustran  quizá el paso de Bélgica al ámbito de Viena, una  generación antes de que esto se convirtiera en oficial en el tratado de Utrecht. En realidad, aunque nunca se había podido llegar a un acuerdo, se había tratado muchas veces de la posibilidad  de que las provincias independientes pudieran separarse de tal manera que se evitaran los grandes gastos de su mantenimiento y  Madrid quedara inmunizado del peligro estratégico que representaba. La iniciativa de Grana fue duramente criticada por el Consejo de Estado, pero no  se podía hacer nada por impedir aquella guerra. Por otra parte, la forma despiadada en que se comportó Luis XIV contribuyó a ayudar a la causa austriaca en Madrid al desacreditar  a los francófilos. La reina trató desesperadamente de controlar lo sentimientos de Carlos mediante una serie de embarazos fingidos, agudamente satirizados en un pasquín popular:

Parid, bella flor de lis

que, en aflicción tan extraña,

sin parís, parís  a España,

sino parís, a París.

Pfandl, Carlos II, p. 244.

         Sin embargo, la facción austriaca se rehízo, hasta el punto de que mantuvo su influencia sobre el poder hasta casi los últimos momentos del reinado. La guerra, y el humillante Tratado de Ratisbona, contribuyeron a la destitución de Medinaceli de su cargo de primer ministro en 1685-1686 y su sustitución por el conde de Oropesa. En la práctica, ninguno de los dos debió ejercer una influencia decisiva en la configuración de la política defensiva de la monarquía, aunque este último ayudó a reconstruir los vínculos con Viena, actuación que estaba en conformidad con la vuelta a las actitudes tradicionales de Madrid, en la segunda mitad de la década.

         La postura tradicional estuvo representada, una vez más, por Velasco. En los primeros años 80 decía:

         No contradigo las negociaciones y alianzas: pero no han de servir estas de hazernos creer que solo con ellas nos podemos salvar y con esta incierta esperanza a abandonar el cuidado de tratar de tener un buen exercito en Flandes proprio que si esto se hubiese considerado en tiempos (17)

            A pesar de sus muchas vicisitudes, los Habsburgo nunca traicionaron realmente este consejo que parecía ser tan poco lista. La conciencia del rey, y los prejuicios profundamente arraigados de sus ministros, exigían el mantenimiento de Flandes todo el tiempo que siguiera siendo responsabilidad moral de la dinastía. Por otra parte, parecía que la mejor  manera de atenerse a esa línea sería evitar por todos los medios las alianzas, que sólo podrían crearle complicaciones, política en la que podrían estar de acuerdo pasivamente ambos lados de la contienda. Fue este espíritu el que domino la decisión tomada en 1688 de mantenerse al margen, cuando Madrid resistió la presión de La Haya y Viena para que se uniera  a la coalición antifrancesa. Sin embargo, y no por última vez, los hechos dependieron de una coyuntura dinástica –la de la muerte de María Luisa, que privaba al partido francés de su tabla de salvación, junto a la accesión de Guillermo III en Inglaterra, que daría lugar a que este país entrara en guerra con Luis. El primer acontecimiento fue aclamado por el embajador austriaco como “milagro asombroso para la casa de los Habsburgo” (18) –hasta el punto de que abundaron las acusaciones de juego sucio. En cuanto al segundo hecho representaba para España la esperanza “de la restauración de todas las usurpaciones de Francia y –si Dios quiere- una justa venganza por los horribles insultos e injusticias contra nuestra corona” (19)

         Como hemos visto, este optimismo no estaba justificado. En sentido militar y material, la Guerra de los Nueve Años resultó una tortura prolongada e implacable para la monarquía española. Una campaña desastrosa bastó para  producir la caída de Oropesa, que fue sucedido por una comisión, una nueva Junta de Gobierno. Con esto  acaba el experimento de los primeros ministros. Era cierto que la junta estuvo dominada por el duque de Montalbo, crítico declarado de la guerra; y que, para 1692, los ministros estaban tratando de buscar una forma adecuada de liberarse de los nuevos compromisos. En otoño de 1693, Estado comentaba que “resulta no sólo oportuno sino urgente terminar con una guerra  que ha  sido tan fatal para nosotros” (20) Sin embargo, se trataba de una operación llena de dificultades. Por de pronto, ni el consejo ni la junta tenían, en realidad, el control de la situación El gobierno había quedado usurpado en la práctica por otra nueva reina, l arpía alemana Mariana de Neoburgo, con la que los intereses austriacos habían ocupado el lugar de María Luisa. La nueva reina se trajo a España una comitiva de aventureros, que estaban pagados por los aliados y tenían la misión de conseguir que España siguiera en la guerra a cualquier precio. La voracidad de esta pandilla fue tan descarada que en el último término su acción fue  contraproducente, provocando la reacción de la aristocracia de los consejos que llegó a presentar una falsa sensación de unidad al coincidir en su  resistencia a estos hombres. Pero, mientras tanto, el poder real había pasado del gobierno a la corte. En esta triste serie de enfrentamientos internacionales, el propio Carlos no pudo desempeñar ningún papel activo. Sin embargo, a pesar de su total carencia de voluntad personal, parece que a veces desempeñó las labores rutinarias que le correspondían, y en los primeros años de la guerra  estuvo presente en el Consejo de Estado y  examinó su documentación.

         Aunque hubo hombres como Montalto que conseguían convencerle alguna vez de que debía optar por pedir unilateralmente la paz con Francia, casi nunca era capaz de mantenerse mucho tiempo fiel a una decisión. Además, el sistema de inteligencia de la reina y sus aliados les permitía controlar e incluso sabotear las decisiones de la Junta. Al ir avanzando  aquella década de desastres, Montalto recibió ayuda de una fuente peculiar y sin precedentes. Los escandalosos excesos de la camarilla alemana hicieron posible la aparición de un grupo de patricios de Madrid que formó un importante grupo de presión en favor de la paz que se llamó “La Compañía de los Siete hombres Justos”. A su frente estaba don Francisco Ronquillo, corregidor de Madrid, y debió de tener algunas orientaciones pre-ilustradas sobre política social –en realidad, y adelantando tiempos posteriores, se les podría llamar  afrancesados, hombres partidarios de la reforma administrativa y de la sucesión francesa. Ronquillo consiguió fortalecer el gobierno de la capital, refrenar la conducta de la aristocracia, reducir los impuestos y que se hicieran esfuerzos por contar con suministros alimenticios regulares y con precios justos. En los años 90 comenzaba a convertirse en un tribuno popular, lo que, a la vista de la creciente importancia política de Madrid y de su población, representaba una amenaza para la corte, dominada por los austriacos. Por eso, a pesar del apoyo encubierto de Montalto, Ronquillo tuvo que dejar su puesto en 1695.

         La salud de Carlos había decaído hasta el punto de que la diferencia entre la vida y la muerte se había convertido simplemente en una estadística médica –y teológica, claro-. Las líneas de batalla estaban firmemente trazadas entre  las distintas facciones. El dominio  de los imperiales quedó claramente reflejado en los acontecimientos de 1696. Aquel año, tras de las cinco naciones principales de la coalición –Inglaterra, la república holandesa y Saboya- llegaron de repente a acuerdos secretos con Francia, dejando plantados a los Habsburgo. El interés del emperador en la sucesión española le obligaba a continuar la guerra pero el gobierno oficial de Madrid no se sentía obligado en absoluto a continuar a su lado.

         Así pues, el Consejo de Estado, encargado por su  fundador Carlos V de dirigir los asuntos generales de una monarquía universal, y que había decidido durante mucho tiempo el destino de las naciones, reconocía su propia bancarrota y atrofia. Por eso, no parece sorprendente que la decisión se tomara fuera del Consejo. El triunvirato de Mariana, Portocarrero y Harrach –el embajador imperial- convencieron a  Carlos de que apoyara a Viena. Por eso  la guerra se prolongó un  año más, en  lo  que resultaría la última campaña de la monarquía de los Habsburgo españoles.

         Fue durante este  periodo, mientras los franceses volvían a penetrar en Cataluña y tomaban Barcelona con una facilidad increíble, cuando  Carlos II redacto el primer instrumento de sucesión. Llegaba la monarquía, entera e inviolada, a un pretendiente de menor  categoría que los  dos mencionados. Se trataba del candidato bávaro príncipe de Wittelsbach, José, hijo del duque Maximiliano. La razón principal para adoptar esta solución de compromiso era el deseo de evitar una gran guerra europea, que acabaría con toda seguridad en la fragmentación y división de la herencia. En cierto sentido, se había apuntado ya cuál era esta dirección cuando, unos años  antes, el mismo Maximiliano, había recibido en los Países Bajos españoles lo que equivalía casi a una  autoridad soberana. Paradójicamente, tendía a reafirmar la asociación de Castilla con Flandes, a mantener en esta última etapa de la existencia, el contacto con el Norte de Europa establecido por otro príncipe del sur de Alemania dos siglos antes, y que había  sido  siempre la base del sistema español. Cuando Portocarrero, principal defensor de la candidatura bávara la proclamó oficialmente al pueblo de Madrid fue recibida con señales de alegría y  alivio popular. En ello se ponían en evidencia los sentimientos anómalos, y  hasta contradictorios, de la mayoría de los castellanos respecto al imperio que tanto habían contribuido a mantener.  Quizá tuvieran  deseos de verles libres de la dinastía Habsburgo y de la herencia de sufrimientos sin sentido que iba implícita en la aceptación de su causa. Pero, al mismo tiempo, esperaban, casi  con el mismo fervor, proteger la monarquía, el llamado “vestido inconsútil” de la blasfema división por obra de los centuriones (en referencia a la túnica de Cristo en el Calvario). La muerte prematura del infante bávaro, a comienzos  de 1699, puso a España frente a dos alternativas, cada una de las cuales implicaba el desmembramiento casi  seguro del imperio.

         No hace falta recapitular la  complicada y confusa historia de esta agonía mortal. El principal acontecimiento relacionado con la política fue  la detención de Portocarrero al lado francés. Eso fue consecuencia de las agitaciones de Madrid en mayo de 1699, que convencieron al cardenal de Castilla del distanciamiento producido hacia los Austrias. Igual que Montalto y Ronquillo, Portocarrero se había llegado a convencer de que la potencia de Francia, unida a la monarquía e infundida en su interior, podría salvarla de la disolución total y quizá hasta de la revolución. Había que inclinarse por esta solución, aun a  costa de subordinarse a Versalles. Tras una lucha amarga y sórdida, el cardenal llegó por fin a derrotar  a la reina –la sanción eterna de la Iglesia había pesado en el alma del moribundo Carlos más que la presión de su compañera en esta tierra. Los parásitos alemanes fueron alejados de la corte y el reino. El gobierno se reafirmó. En septiembre de 1700, Portocarrero obtuvo la mayoría requerida –por siete votos contra tres-. “ya no soy nada”,  se dice que comentó Carlos al firmar aquel documento decisivo. Las cosas no eran exactamente  así. Aunque había terminado entregando su Casa al gran enemigo, lo hizo en conformidad con su conciencia y al msdimo tiempo complacía los deseos de los castellanos. Estos hechos fueron debidamente reconocidos por Luis XIV, nuevo dueño de los destinos de Castilla, en la declaración por la que aceptaba el testamento de Carlos II poco después de la muerte de éste en noviembre de 1700

ACTITUDES

         “El rey de Francia está muy bien situado”, decía un ministro español refiriéndose a la posición de Luis XIV en el tema sucesorio, poco después de la muerte de Felipe IV en 1665 (21). Evidentemente, se estaba refiriendo a las ventajas geográficas y, por tanto, estratégicas, de Francia en toda lucha por hacer con el poder de Madrid. En aquellos años no se tenía plena conciencia de la capacidad física del vecino de España. En cualquier caso, treinta años más tarde, tras haber intentado aprovecharse de su ventaja en todas las formas posibles –viéndose obligado en todos los casos a retirarse más o menos desconcertado o frustrado-, Luis ahora a punto de convertirse en un anciano, seguía ocupando la misma posición ventajosa. Stanhope escribía a Inglaterra en 1698 y decía entre otras cosas:

         El embajador francés cuenta con oficiales dentro de su familia, es decir, su séquito, así como generales de brigada, coroneles y comandantes en número suficiente como para mandar un pequeño ejército y cuya estancia no se justifica por la curiosidad que sienten por el país, sino por el deseo de estar dispuestos para cuando llegue la ocasión. Parece que han sitiado ya a España tanto por mar como por tierra, habiendo numerosas tropas en todas las fronteras y se esperan de un momento a otro, galeras y buques de guerra (22)

            Para el gran rey, España y su imperio eran, sin ningún tipo de duda legal o moral, patrimonio exclusivo de su casa. Durante más de una generación había hecho más que picotear en los alrededores territoriales de la monarquía. Se había producido una gradual penetración económica y demográfica en la península por parte de fuentes francesas. Durante todo este periodo se había mantenido un proceso de inmigración de carácter estacional y permanente, especialmente hacia los reinos de Aragón y Navarra. En el último cuarto de siglo podía  haber hasta 250.000 gabachos –nombre que se conocía a los emigrantes franceses-. Desde los años 70, y  quizá antes un rasgo digno de mención era la presencia comercial de Francia en España. En conjunto, los intereses comerciales franceses se orientaban hacia el mercado claramente explotable que representaba la vieja España, más que el área atlántica. Es cierto que aumentó sin interrupción la actividad de los comerciantes franceses en Sevilla. como es natural, Versalles estaba entusiasmado ante la perspectiva de las riquezas mineras y comerciales que se podían conseguir en las colonias americanas, y durante el reinado de Luis, Francia acabó por entrar en el juego colonial, tanto en América del Norte como en el Caribe. Sin embargo, durante estos años no consiguió ayudas importantes por parte de Madrid, y  tuvo que competir en igualdad de condiciones con los demás depredadores. Por el contrario, en la "Vieja España”, varias concesiones seguidas por medio de tratados aseguraron a Francia la superioridad sobre las potencias marítimas. Para el año 1700, según algunos expertos, habían obtenido la parte del león en los mercados y monopolios en materias primas, a pesar de las confiscaciones y embargos a que se veían sometidos con frecuencia los recursos franceses en tiempos de guerra. España tenía una importancia vital para las nacientes industrias manufactureras y empresas financieras de la economía francesa; la presencia continua del estímulo del gobierno ilustraba la importancia que tenía para Luis la unión de los dos países. Independientemente de la recuperación que se produjera en el interior de España, su economía había pasado a depender colonialmente de los centros dinámicos de capital y producción del norte de Europa. En 1670, sino ya en 1620, se había convertido en “las Indias de Europa”.

         Pero si el Rey Sol veía ya al mundo hispánico como un simple feudo del imperio de Versalles, estaba muy equivocado: la cultura y religión españolas no se habían dejado afectar en absoluto por las corrientes de una influencia que ahora procedía de París. La clase dirigente de Castilla rechazaba las costumbres francesas en el comportamiento y forma de vestir y las despreciaba igual que habían hecho con las procedentes de Holanda en un periodo anterior. A pesar de toda su  debilidad material, España no era un principado del Rhin, un mero satélite de un centro cultural dominante. La orgullosa tenacidad de la península en esos aspectos era interpretada en Francia como índice de su negativa a llegar a formar parte del ámbito de la civilización occidental. Aparecieron actitudes que tendían a considerar a los españoles en términos parecidos a los moscovitas u otomanos, es decir como un pueblo bárbaro y oscurantista, y algo exótico. Estos prejuicios abrieron otro capítulo de la Leyenda Negra que se desarrollaría ampliamente en la época de la ilustración y produciría la España de Prosper Mérimée y George Borrow.

         La apertura de un nuevo capítulo no significaba la clausura de otro más antiguo. Todavía en 1680, un tal M. Dugdale podía producir A Narrative of un Heard of Popish crueltis towards Protestans beyond Seas: or, a New Account of the Bloody Spanish Inquisition published as a caveat to Protestants. (Narración de inauditas crueldades de los papistas hacia los protestantes de ultramar: o Nuevo estudio de la sangrienta Inquisición española, publicado para que sirva de advertencia a los protestantes.) Indudablemente, el autor de la obra esperaba sacar provecho de las consecuencias del Complot Papista, pero de hecho no había sabido leer los signos de los tiempos. Al llegar los años 80, el embajador español estaba contribuyendo a excitar los sentimientos populares contra Francia, utilizando un lenguaje que resultaba familiar a cualquier radical inglés. Naturalmente, el reconocimiento por los patriotas ingleses de que Francia presentaba entonces para sus ideales e intereses más queridos un peligro mayor que el representado en ningún momento por el Don, no significaba que hubiera desaparecido el sentimiento antiespañol, como podría certificar cualquiera que estudie las actitudes del siglo XIX. Pero durante la era del conflicto anglo-francés –fenómeno que iba a dominar los asuntos internacionales durante siglo y medio- los prejuicios contra España retrocedieron a una posición secundaria, convirtiéndose en un elemento de la estructura general del mito de la identidad inglesa, pero sin constituir su faceta más sensible. Algo muy parecido ocurrió en la república holandesa, quizá más íntimamente vinculada con España en la lucha común contra Versalles. En 1667 los Estados Generales llegaron a permitir a su gran almirante, Michael de Ruyter (muerto poco después defendiendo las posesiones españolas en Italia) que aceptara un título de nobleza del agradecido Carlos II.

         La fortuna de la Casa de Orange volvía a basarse en la colaboración con los Habsburgo; para los súbditos de Guillermo III, tanto ingleses como holandeses, España era, en el peor de los casos, un mal menor; para los de Carlos II, la masacre de los católicos irlandeses era algo casi perdonable cuando estaban en armas para ayudar a la causa de los Borbones.

         Como la monarquía española, cuya continua lucha por la supervivencia constituye el tema central de estas páginas, había llegado finalmente en aquellos momentos a estar en vísperas de disolución, consideramos  del máximo interés referirnos a las actitudes que se daban dentro  de su estructura peculiar. Podemos ya rastrear las divergencias de interés que producirían en breve una división interna y que acabarían llevando a una guerra civil dentro de la península. Castilla, como hemos visto, ya se había cansado de los Habsburgo. Otra Guerra la de los Treinta Años había oprimido al reino y a su población, hasta un punto  que superaba su increíble nivel de tolerancia. En el reinado de Carlos II, la rapacidad de la aristocracia, junto con la incompetencia y desinterés oficial, había llegado al límite. Sin embargo, el pillaje descarado de los recursos públicos y reales perpetrado por españoles fue superado por la rapacidad de la comitiva alemana de la reina que indignó a todos los castellanos, privilegiados o deprimidos (23). Los fracasos de la guerra y de las reformas se dejaban sentir en todas partes. En la primavera de 1699, durante una crisis alimenticia que hizo  subir los precios en lo que se había convertido casi un rito anual, la multitud de Madrid se lanzó a las calles. Lo que vino a continuación constituyó el movimiento de protesta urbana más grave producido en la península desde la revuelta de Barcelona en 1640. Durante varios días, se asaltaron las casas donde residían nobles destacados, se hundió la autoridad pública y  sólo se evitó una insurrección de mayores consecuencias por la concesión real de la principal exigencia de los madrileños, el nuevo nombramiento de Ronquillo como corregidor. Mientras tanto, los desórdenes se habían extendido a varias ciudades castellanas, incluyendo Valladolid y Salamanca, donde sólo pudo suprimirse a costa de bastante sangre. Estos acontecimientos eran como un anticipo de la entusiasta bienvenida tributada por Castilla a los Borbones en 1701. Sin embargo, los sentimientos que los inspiraban no eran en absoluto comunes a todas las dependencias de la corona.

         Según Domínguez Ortiz, se puede decir que en el reinado de Carlos II se relajaron las exigencias del gobierno central sobre las provincias, tanto en el aspecto fiscal como en el político (24). La devolución de la autonomía fue quizá resultado pasivo de las condiciones políticas predominantes en Madrid más que de un programa político activo; sin embargo, esto y el alivio de la presión financiera produjeron un considerable sentimiento de lealtad hacia la dinastía. Esto se hizo notar especialmente en regiones como Flandes y Cataluña, donde la defensa de la corona ante los privilegios locales se había mantenido imperturbable, y  se vio aumentada por el odio  natural hacia la Francia borbónica como consecuencia de las constantes invasiones producidas desde los años 60. Ambas provincias aceptaron como gobernadores a miembros de la familia real austriaca y de su nobleza y fueron defendidos por muchos regimientos imperiales. En Cataluña, en una inversión de lo que había sido el esquema normal de las relaciones Madrid-Viena –y era en realidad una especie de ensayo general para la mortífera Guerra de Sucesión-, el virrey  Habsburgo austriaco llevó consigo un ejército  alemán, constantemente reforzado a través de la ruta italiana. Tanto Cataluña como las provincias obedientes se vieron devastadas de forma periódica y  sistemática como consecuencia de la táctica de “tierra quemada” seguida por los generales franceses. De Bruselas llegaban continuamente a Madrid relaciones de las atrocidades cometidas (25).

            Espero en Dios, escribía Grana en 1684, que no ha de producir los  efectos que se imaginan, y que la lealtad de estos vasallos y el horror que imprime en ellos el proceder de los enemigos de V. M. ha de mantenerlos firmes en su obligación a pesar  del  fuego y  sangre con que los amenazan… (26)

            Parece que la oración de Grana fue escuchada. En este periodo, los belgas contribuyeron cada vez en mayor medida a su propia defensa, e incluso se ofrecieron a renunciar a un subsidio español, sugerencia rechazada por Madrid más por influencia de intereses personales y de malversaciones que por un deseo de mantener el control político. Durante la Guerra de los Nueve Años, el territorio que rodeaba a Bruselas en un radio de más de 30 km, fue escenario casi continuo de actividades militares y destrucciones. En 1695 le llegó la hora a la propia capital, siendo víctima –como Génova, Alicante, Barcelona y varias ciudades- de intensos bombardeos realizados por la artillería pesada. Los cañones del mariscal Villeroi redujeron a escombros gran parte de la ciudad; no obstante, al cabo de pocos años se volvió a levantar la Grande Place con toda la magnificencia del barroco  tardío que la ha convertido en una de las glorias arquitectónicas de Europa en nuestros días. Los comerciantes de Amberes y Bruselas no habían conseguido todavía tener acceso a los mercados españoles, a pesar  de que  estaban abiertos a sus competidores holandeses, franceses e ingleses. Como ocurría a los de Cataluña, nunca  se les había permitido obtener beneficios del imperio ultramarino de Castilla. Estas injusticias y anomalías, que deberían parecerles inexplicables, no disminuyeron la lealtad de los  burgueses de Bruselas. Aproximadamente un año antes de la muerte del último Habsburgo –que se negó a renunciar al título de “Duque de Borgoña”, a pesar  de la pérdida del Franco-Condado-, se habían concluido en la plaza principal de la ciudad  las nuevas sedes centrales de las distintas asociaciones  comerciales. Las impresionantes fachadas de estos edificios contienen diversos mensajes relacionados con los sentimientos de los ciudadanos hacia la Casa de Habsburgo, incluyendo en el lado norte de la plaza, la espléndida Maison des Buolangers con su decoración central en el que aparece Carlos II en ademán triunfante  sobre los pueblos que son súbditos de su vasto imperio: “El panadero ha levantado aquí los símbolos de la victoria, como monumento a la gloria de Carlos Segundo.”

         En la crisis sucesoria Flandes y Cataluña compartían una actitud que era la contraria a la de Castilla en el tema principal. Lo mismo ocurría con el norte de Italia. “Considerando que Flandes es más asunto nuestro que suyo, comentaba Stanhope refiriéndose al gobierno de Madrid, y su colega imperial podría haber dicho lo mismo sobre el  ducado de Milán. Guarnecida ahora por tropas austriacas y administrada por representantes de Viena, Milán estaba volviendo poco a poco hacía su señor imperial. También el Milanesado prefería a la autonomía efectiva de los Habsburgo a la amenaza de una autocracia neutralizada que representaba Versalles. La reducción de la presencia física de Madrid permitió a otros príncipes italianos aspirar  al lujo del prestigio, periodo hacía tiempo, respaldados, lógicamente, por los subsidios franceses. En 1697, por ejemplo, el Gran Duque de Toscana exigió que las galeras de España saludaran (es decir, arriaran sus banderas) a las suyas en aguas italianas. Los miembros del Consejo de Estado quedaron horrorizados ante aquella  afrenta, pues las galeras florentinas eran consideradas como una despreciable banda de piratas. De  todas las maneras, consideraron poco sensato resistir (27). El poder naval de España era prácticamente inexistente en aquellos momentos. Diez años antes, el elector de Brandenburgo envió  sin ninguna oposición su escuadra hasta Ostende para llevarse un número de barcos que consideraba le pertenecían en compensación por una deuda no pagada. En contraste con Milán, el reino de Nápoles era partidario de la solución borbónica a los problemas de la monarquía. No fue ningún accidente el que Castilla y Nápoles, las dos provincias que se inclinaron espontáneamente a favor de un cambio de dinastía, fueran las dos más explotadas materialmente por la política de los Habsburgo. Y, a la inversa, ninguna de las dos había sido invadida verdaderamente por los franceses. Parece ser cierto que en los últimos años del siglo se produjo una cierta recuperación económica  en el Reino, y ciertamente la ciudad se estaba  convirtiendo  en un centro de actividad  intelectual y artística por primera vez en medio milenio. Sin embargo, sus patricios dieron la bienvenida al nuevo rey Borbón cuando visitó el reino poco después de su  subida al trono, y se resistieron durante mucho tiempo a aceptar la victoria local de los Habsburgo que les impusieron las potencias en 1713.

         A pesar de toda la degradación interna y externa, trastornos y derrotas, los servidores de la corona de Madrid “la ciudad a quien sirven todos los pueblos, y que no sirve  a ninguna”, como señalaba un escritor en 1658 (28) siguieron desempeñando sus funciones y cometidos habituales con la misma arrogancia distante de quien se cree de naturaleza superior. Quizá estemos ahora en mejor situación para comprender este fenómeno; pero nuestro representante coetáneo, Stanhope se sintió irritado y perplejo en todo momento por aquella actitud: “Relato estos casos”, informaba a su superior, “únicamente para que se haga una idea del carácter de estas gentes, que, a pesar de verse reducidos a una situación tan miserable, siguen siendo tan altivos como en los  días de  Carlos V” (29)

            Pero, en realidad, esta característica constituía un arma en favor de los aliados en 1689, dentro de la campaña de propaganda orientada a convencer a España de que entrara en la coalición antifrancesa, se publicó un panfleto en Colonia, en el que se decía:

… aunque Francia ha dominado a España desde la muerte de Felipe IV, Carlos II sigue siendo todavía el titular de la monarquía. Sigue en posesión de las Indias, y sus barcos van y vienen todos los  años cargados de oro  y plata, como han hecho siempre. Y  España es la misma potencia que en tiempos pasados produjo celos y temor entre los príncipes europeos. Forzándoles a unirse para sobrevivir” (30)

 

CONCLUSIONES

         En 1699, lo antiguo y lo nuevo unieron sus fuerzas en Castilla para oponerse a la Casa de Austria. Lo antiguo estaba representado por la Iglesia, en la persona del primado de España, Portocarrero; llo nuevo por “La Compañía de los Siete Hombres Justos”, el grupo de hidalgos de espíritu cívico e ideas avanzadas. Los dos grupos de interés, cada uno a  su manera, conectaban con las necesidades y  sentimientos  de las masas de Castilla. Quizá no se llegue nunca a aclarar si estas actitudes se inclinaban hacia un abandono claro y radical del pasado –renuncia la patrimonio imperial y al sistema español- o se reducían a un deseo de reforzarlas con los recursos humanos y materiales de una nueva dinastía. Lo que es seguro es que la impotencia enormemente simbólica de Carlos II les ofrecía una alternativa a la que se agarraban con todas sus fuerzas.

         El reinado del último Habsburgo había coincidido con un aumento del poder de las princesas y sacerdotes como no se había visto en España desde los primeros momentos de la dinastía. En términos de  influencia política este aspecto parece ser tan fundamental para entender el periodo como la resurrección estrictamente aristocrática que la mayoría de los especialistas consideran su característica principal. Es cierto que hubo un breve periodo secular en tiempos de don Juan José –un periodo de machismo, quizá, aunque, a decir verdad, los historiadores españoles dedican muy poco tiempo al caudillo bastardo. Pero incluso durante la década de gobierno con “primeros ministros”, las reinas y confesores tiraba  de muchos de los hilos de la política y el mecenazgo, aunque en la última década se pudo apreciar claramente que dominaban los asuntos de estado. Su lucha final por la supremacía tomó la forma de confrontación sobre el rey moribundo, la imagen que están familiarizados los cronistas medievales y que resulta irresistible a los novelistas románticos. El cardenal Portocarrero se molestó por la conducta de Mariana y  su séquito de caza-fortunas, se puso, efectivamente, al frente de la fracción profrancesa y se convirtió en el principal instrumento de la sucesión borbónica. Tras de él fue toda la Iglesia de Castilla, y también la sanción oficial del Vaticano, temeroso de que se produjera la “monarquía universal” implícita en las aspiraciones de los austriacos.

         Portocarrero era un político competente, pero tenía muy poco de intelectual. En la corte se comentaba maliciosamente que su biblioteca era “una de las tres vírgenes de Madrid” –las otras serían la reina y la espada del duque de Medina Sidonia, famoso por su  cobardía-. Sin embargo, en aquella coyuntura de 1699-1700 era tan importante como lo había sido su grande y brillante predecesor, el cardenal Cisneros, dos siglos antes, en el momento en que se pusieron los fundamentos del  gobierno de los Habsburgo en España. En el testamento de Carlos, Portocarrero recibió el nombramiento de regente y se le confirió la tarea de entregar la monarquía a la nueva familia dinástica, misión que desempeñó con cierto vigor. Un primado español era, por tanto, el maestro de ceremonias en el funeral de los Habsburgo, igual que otro había sido su comadrona, y de esta manera la dinastía se despedía tal como había llegado, bajo la protección de la Santa Madre Iglesia. La diferencia estaba en que, mientras Cisneros había actuado en contra de la tendencia dominante en la opinión castellana, imponiéndole el gobierno de una corte extranjera alemana, Portocarrero estaba andando a favor de la corriente. En un sentido había tomado el estandarte de los Comuneros, rechazando finalmente la herencia de Borgoña con todas sus connotaciones de participación en el norte de Europa, guerra  continua y explotación ininterrumpida. La larga, desesperada y penosa guerra de 1690-97, acompañada como estuvo de los abusos de la facción austriaca en Madrid, fijó la atención en estos problemas más que nunca. La dinastía Habsburgo, luchando en favor de una causa alemana y entregando  sus cargos y riquezas a los alemanes, parecía volver a las andadas. Era una manifestación clamorosa de que hasta qué punto era extraño y mal visto todo lo que representaban los Austrias. Ahora parecían a la vista y con carácter triunfante todos los sentimientos chauvinistas que se habían mantenido latentes por debajo de la superficie.

         Quizá alguien me acuse de simplificar los problemas para llegar a una conclusión. Sin embargo, lo que quiero decir en este lugar queda bien claro en la carrera de Ronquillo, hombre procedente de l –sin título- de la aristocracia, que llegó a convertirse en líder popular con éxito. Ronquillo y su Compañía se habían opuesto resueltamente a la guerra, actuando como un grupo organizado  donde anteriormente la causa del revisionismo había estado defendida por individuos aislados. Habían tratado de convencer al rey de que la guerra era la causa radical de la miseria estructural de las masas castellanas, a  cuyos síntomas trataban hacer frente mediante las reformas realizadas en la capital. También en este caso hay que decir que no eran hombres con ideas originales; la mayoría, si no la totalidad, de sus ideas procedían de los escritos de los arbitristas, unidas al deseo de imitar los ejemplos franceses. Pero, aunque no fuera más que en el microcosmos de Madrid, hicieron algo más que limitarse a escribir y discutir sobre las mejoras. Indudablemente, se sintieron impulsados por la creciente  pasión del  descontento popular, que  era ya  inconfundible, la revuelta de los segadores, los campesinos de Cataluña (1688), fue seguida cinco años más tarde de una nueva germanía -evocadora de recuerdos de los primeros años del siglo XVI- en Valencia (31). Ninguno de estos movimientos se puede interpretar como una protesta directa contra la  corona o el gobierno, pero estaban ciertamente dirigidos contra el régimen de los señores terratenientes, cuyas imposiciones exarcebaban las privaciones de la guerra. Durante  la década, las malas cosechas pasaron de esporádicas y locales a endémicas y  generales, culminando en la crisis de subsistencia, que fue el detonante de los motines madrileños de que hemos hablado ya. La actitud antiaristocrática de estos últimos acontecimientos era algo que saltaba a la vista; la violencia de  la multitud pareció concentrarse en la persona y propiedades del conde de Oropesa, de quien se decía que era responsable de la política bélica de los años 90. La guerra terminó y Oropesa ya había  abandonado el puesto; pero volvió  a infiltrarse en la corte como  consejero de la facción austriaca, que  eran “el partido de la guerra” y los principales opresores de los madrileños. Se defendió de sus acusadores insistiendo en que el Consejo de Estado, en cuanto organismo conjunto, había decidido entrar en guerra en 1690, y que la paz de Rijwick había sido sorprendentemente favorable a la monarquía. “Los ministros de Su Majestad”., se quejaba a Carlos, “tuvieron que trabajar mucho y hacer grandes sacrificios personales para conseguir estos fines” (32). Estas disculpas ya no tenían sentido. Portocarrero, Ronquillo y el pueblo de Madrid coincidían en que había que desterrar a Oropesa –luego cacabaría pasándose a los  austriacos durante la guerra civil-.

         Oropesa fue, pues, el último chivo  expiatorio del fracaso  del sistema español, personificación involuntaria de la complacencia de la nobleza castellana ante la misión imperial de los Habsburgo, a pesar  de los auténticos intereses del reino. Cuando, a comienzos del nuevo siglo, el monarca Borbón fue saludado con efusivas manifestaciones de lealtad en toda Castilla, la mayoría de la aristocracia más elevada siguió concibiendo grandes reservas. Muchos de ellos aprovecharon la ocasión, durante las vicisitudes de la guerra civil, de seguir a Oropesa, más por su resistencia orgullosa a aceptar el control francés que por ser incapaces de romper con la antigua dinastía. En  cualquier caso, estos factores ilustran el paroxismo de debilidad y  desunión en que terminó la vida de la monarquía española.

 

NOTAS

(1)   British Library, Additional Mss. BL AD/Ms. 8703/f.

(2)   State Papers, España. PRO SS/34/143.

(3)   Biblioteca Nacional de España, Colección Osuna. BN CO/11034/146.

(4)   J. Dunlop, Memoirs of Spain in the Reigns of Philip IV and Charles II, Edimburgo, 1834, II, p. 281.

(5)   C 2. F.L. Carsten (ed.), The Ascendancy of France, 1648-1668, vol. 5, de New Cambridge Modern History, 1961.

(6)   D 2. J. Lynch, Spain under the Habsburgs, vol. 1: Empire and Absolutism, 1516-98, 1964; vol. 2: Spain and America, 1598-1700, 1969. [España bajo los Austrias, vol. 1: Imperio y Absolutismo, 1516-1598, Barcelona, Península, 1982 (4ª ed.); vol. 2: España y América, 1598-1700, Barcelona, Península, 1972].

(7)   B 2. H. Kamen, “The decline of Spain: an historical myth?”, en Past and Present, num. 81, 1978.

(8)   Stanhope, Spain under Charles II; or, Extracts from the Correspondence of the Hon. Alexander Stanhope, 1690-99 (Londres, 1844), 57-8

(9)    Archivo General de Simancas (España). Estado Series. AGS ES/3874/16 de febrero de 1684.

(10) Díaz Plaja, Fernando (ed.), La historia de España en sus documentos: el siglo XVII, Madrid, 1957.

(11) AGS ES/3874/19 de febrero de 1684.

(12) Díaz Plaja, La historia de…, 450-1.

(13) Stanhope, 42.

(14) AGS ES/3861/27 de septiembre de 1677.

(15)Dunlop, op. vit., II, 155.

(16)Garbriel, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols.

(17)BN CO/ms. Bibblioteca Nacional de Madrid Colección Osuna, 10129/f. 493.

(18)L. Pfandl, Carlos II, trad. M. Galiano, Madrid, 1947.

(19)Duque de Maura, ed., Correspondencia entre dos Embajadores, 1689-91, Madrid, 1951-2, I, 134.

(20)AGS ES, Archivo General de Simancas – Estado Series/ 3903/13 de octubre de 1693.

(21)BL  HA, Britis Library (Londres), Harleian Mss./7010/337.

(22)PRO  SS, Public Record Office (Londres)  State Papers, España/74/313-14.

(23)Gabriel, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols.

(24)A. Domínguez Ortiz, Homenaje a Jaime Vicens Vives, Barcelona, 1967, II, 124.

(25) AGS ES/3874/19 de febrero de 1684.

(26) ARB  SE, Archives du Royaume de Belgique (Bruselas)  Sécrétaire d´Etat et de Guerre Series/287/38.

(27) AHN  ES, Archivo Histórico Nacional de Madrid  Estado Series/2815/30 de marzo de 1697.

(28) M. Defourneaux, Daily Life in Spain in de Golden Age, 1970 [ed. original]: La vie quotidienne en Espagne au Siècle d´Or, Machette, 1964].

(29) PRO  SS/74/11.

(30) Díaz Plaja, La Historia de…. 461.

(31)J. Casey, The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century, 1979.

(32)BN  PV/2489/5.

 

 CONCLUSIÓN GENERAL

HORIZONTES DEL SIGLO XVIII

(1700-1720)

 

CONCLUSIÓN GENERAL

         Acababan de dares los primeros pasos de la nueva era cuando se pudo apreciar claramente la paradoja esencial de España y su poder europeo. El país que había dominado durante dos siglos el continente, y se había agotado y arruinado en el intento, se veía ahora invadido por Europa. En una situación apocalíptica, que había merecido la pluma de Gibbon, todos los enemigos, aliados y colaboradores de España –regimientos de holandeses, franceses, ingleses, austriacos, valones, portugueses e italianos- se enfrentaron en los de batalla de la península para decidir el destino de la monarquía. La Guerra de Sucesión, década de sufrimiento interno, fue el último legado del imperialismo  Habsburgo a la Castilla que había anexionado, luego transfigurado y finalmente  condenado. La aceptación por Luis XIV del testamento de Carlos II significaba la ruptura de sus acuerdos formales de partición con otras potencias europeas. Luis  era descendiente de Carlos V; el cumplimiento de sus altas obligaciones dinásticas era un imperativo categórico que pasaba por encima de la mera legalidad funcional de los tratados. Además, es probable que nunca tuviera verdadera intención de cumplir la advertencia fundamental del instrumento  de sucesión con que Carlos había hecho un último esfuerzo por evitar tal guerra. No importa mucho  saber si Luis llegó a hacer la famosa declaración sobre la desaparición de los Pirineos. Nunca aceptaría que un rey muerto de un reino moribundo le impusiera la condición “esta corona y  la de Francia deberán permanecer siempre separadas” (1). Luis quizá hubiera llegado a la convicción de que él no podría llegar a disfrutar personalmente con la apoteosis que había buscado con el trabajo de toda su vida. Pero sus herederos, mediante la unión de Francia y España, serían capaces de conseguir sus pretensiones imperiales hasta el punto  de eclipsar la memoria  de todos los que lo  habían intentado anteriormente, incluyendo a Carlos V.

         Cuando el nieto de Luis entró en España con el nombre de Felipe V, el rey, todavía adolescente, iba acompañado de un equipo de soldados y burócratas cuya misión era moldear las instituciones del reino de tal forma que pudieran encajar con las de Francia. Indudablemente, habría  resultado difícil reproducir con todo detalle los  fundamentos administrativos de la grandeza borbónica, aun cuando la situación hubiera sido estable. De  hecho, antes de que hubiera  expirado el primer año del reinado de Felipe, Austria y las potencias marítimas habían declarado la guerra en defensa de sus distintos intereses vitales en el mundo hispánico. Los ejércitos franceses estaban ya dispuestos en gran número en todas las fronteras fundamentales de la monarquía. En 1701 ocuparon rápidamente los Países Bajos holandeses, instalando  en Bruselas lo que no pasaba de ser un gobierno títere  de Francia. Algo  parecido se hizo  con Milán, para lo cual se pidió y se consiguió  autorización de paso de las autoridades de Turín. No extraña que las potencias aliadas afirmaran que “hemos llegado  a una situación en que los destinos de los reinos de Francia y España están tan  íntimamente unidos entre sí que a partir de ahora no sería realista considerarlos más que como uno sólo y  mismo reino, único y unificado”.

         Así pues, el nuevo siglo comenzó como había  acabado  el anterior, a los  acordes familiares de una guerra internacional, que  en este caso se convertiría pronto también en rebelión interior y guerra civil. Ya antes de que los aliados intervinieran en la  península con la intención de hacer valer las aspiraciones sucesorias austriacas, los representantes de los intereses de Luis llevaban firmemente  las riendas de Madrid. El embajador francés, Marsin, ocupaba el puesto de consejero principal del gobierno del joven Felipe. La princesa de los Ursinos, institutriz de la reina, todavía más joven, se convirtió en árbitro decisivo en la esfera no menos importante de la corte. Monarcas niños, gobernados por mujeres y diplomáticos: en muchos aspectos fundamentales se había reproducido la situación de los años 90, aunque esta vez en beneficio de los intereses de Francia, y no de los de Austria. La nobleza indígena, igualmente usurpada, pronto adquirió también una actitud de resentimiento. Pero la prolongada emergencia que dominó después de 1704 permitió  a los versaillis fortalecer su  control, haciéndose indispensables en todos los asuntos. Durante las vicisitudes de las prolongadas campañas militares, las constantes deslealtades y deserciones de la aristocracia castellana permitieron a los Borbones eliminarla del sistema de consejo. Sin el esfuerzo de prestigio y tenacidad de la nobleza, aquella arcaica estructura acabó hundiéndose, y aquella ocasión propicia hizo posible  la creación de una serie de juntas simplificadas y permanentes que ocuparon su lugar. Esta revolución sin aspavientos contribuyó en cierta manera a la consecución de un sistema profesional  y con base departamental, e indudablemente contribuyó a la victoria definitiva de los Borbones en la lucha militar. Por otra parte, representó el único éxito duradero del equipo de funcionarios que Luis había enviado a Madrid para introducir reformas. Hablando en general, se puede decir que las necesidades prioritarias de la guerra y de la supervivencia política  frustraron en todo momento los intereses proyectos del perfeccionamiento y racionalización. Incluso durante los intervalos de control más firme, los Borbones tuvieron que luchar contra la resistencia de la legislación y práctica españolas –la fuerza de la costumbre, como se decía en tiempo de Olivares. En  cualquier caso, Luis XIV era hombre demasiado experimentado para ignorar  la realidad.

         Es de desear que se pueda conseguir un cambio general en todos  los  diferentes estados de la monarquía. Pero como esta  idea es demasiado ambiciosa, debes tratar, en la medida de lo posible, de remediar los males más apremiantes, y pensar principalmente en la forma de conseguir que el Rey de España contribuya de alguna manera en la guerra que me estoy preparando a soportar.

         Evidentemente, los planes de reforma del gobierno y de la economía iban a constituir una prioridad de segundo orden hasta bien entrado el siglo XVIII, a pesar de algunos éxitos aislados. En realidad, en muchos sentidos, el periodo que va de los últimos años 70 del siglo XVII a los últimos años 40 del siglo XVIII tiene una unidad que la distingue en parte de la “España imperial” y de la España de la Ilustración; es una época intermedia de enfrentamiento de dos actitudes incompatibles.

         La convicción del rey Luis de que los recursos españoles podrían ser un gran apoyo para su esfuerzo bélico era un homenaje inconsciente a la primera d estas dos Españas. Sin embargo, en la práctica el vellocino de oro era una pesada cadena al cuello. Durante la década de 1702-1712 la sucesión borbónica fue una realidad frágil y precaria. Mientras que Italia resistía la ocupación francesa y Flandes se indignaba al tener que soportarla, los aliados preparaban una serie de grandes ofensivas contra  el nuevo imperio francés. En 1705, después de la inclusión de Portugal en sus filas y de la conquista de Gibraltar, las fuerzas expedicionarias desembarcaron en Málaga, Valencia y Barcelona. Cataluña, instintivamente antifrancesa desde la experiencia de los años 40, se declaró a favor de los Habsburgo, y antes de que pasara mucho tiempo todo el Levante estaba en manos aliadas. Al llegar  al año 1707 todas las provincias mediterráneas (incluyendo los presidios africanos) reconocían el gobierno de Carlos III, hermano menor del emperador austriaco. El año anterior la propia capital de Madrid se había visto tomada y  ocupada durante varios meses por fuerzas aliadas (acontecimiento  que  se repitió todavía en 1710); en ese momento Felipe V sólo tenía control de una de las grandes ciudades de España, Cádiz. Presionado por Marlborough en los Países Bajos y por Eugenio en Lombardía, Luis no podía permitirse el lujo de tener en la península varios regimientos de gran valor. A partir de 1706 una serie de victorias aliadas a lo largo de todas las fronteras continentales de Francia, desde Flandes hasta Saboya, lo colocaron en una situación desesperada. En vez de que Francia insuflara nueva vida a su colega español, parecía que se había producido lo contrario, pues a la derrota  militar se sumó una terrible crisis de subsistencias en ambos  reinos. En la propia Francia, el  caos interno se vio exacerbado por la aparición, en 1709, de la última gran epidemia de peste de Europa. Luis se vio obligado a retirar  sus tropas de España y a entablar negociaciones con los aliados. Para hacerse idea de la gravedad de la situación baste recordar que Luis se ofreció a participar él mismo en la reducción de Castilla, con tal que para ello no tuviera que hacer una declaración de guerra contra  su propio nieto. En este momento parecía prácticamente inevitable la vuelta de los Habsburgo a su antiguo patrimonio. Castilla se había quedado sola en defensa de una causa que había abandonado hasta su  progenitor.

         A pesar de su juventud, Felipe había llegado a comprender la importancia  fundamental de sus provincias castellanas. Aunque cometió al principio ciertos  errores le sirvieron para aprender que  debía proponerse deliberadamente convertirse en el Rey Catolicísimo. Consiguió lo que se proponía hasta el punto de adquirir el fatalismo  conservador de los Austrias en sus últimos años. En 1704, apeló a la profunda inspiración religiosa del castellano medio declarando que la guerra  sería una cruzada contra los enemigos de la fe. En los años siguientes, la propaganda borbónica insistió en la irreligión de los aliados, que acaudillaban una conspiración para acabar con el catolicismo en la que participaban también los alemanes y portugueses (3) Gracias a una clara inversión de papeles, los Borbones se convertían ahora en los defensores de la ortodoxia y de la Cristiandad, mientras que los Habsburgo y sus heréticos partidarios eran los enemigos oportunistas de tales causas. La ocupación de cada pueblo de Castilla por los soldados protestantes del ejército aliado sirvió de ocasión para que circularan informes exagerados y aumentara la indignación. “Nuestra Santa Fe”, anunció Felipe al tener conocimiento de la victoria de Almansa en 1707, “ha sido purificada de todos aquellos que trataban de mancillarla” (4) El clero local –estimulado por Roma- fomentaba  en todos los lugares de Castillla un espíritu de resistencia  fanática al invasor, que  como consecuencia de ello no pudo nunca establecerse firmemente dentro de sus fronteras. Castilla había abandonado completamente a la antigua dinastía. Sus habitantes soportaron durante una década los estragos de la guerra, el deterioro  del campo y las privaciones de todo tipo, que  culminarían en los terribles inviernos y malas cosechas de los años 1708-1710. Sin embargo,, volvía una y otra vez al contraataque, incluso en los momentos en que se habían perdido  Flandes e Italia, cuando la capital estaba en manos del enemigo y sus costas rodeada de flotas hostiles. Aquello constituía todo un testamento de sus cualidades como pocos momentos de su  historia, pero de alguna manera resulta menos evocador para la imaginación extranjera que las heroicas hazañas de catalanes y vascos.

         Durante estos momentos terribles, el pueblo de Castilla se mantuvo, obstinadamente, tan opuesto a los franceses como a sus enemigos en el campo de batalla. El control de la política por Luis XIV se acabó prácticamente de la noche a la mañana cuando abandonó físicamente la lucha en 1709. En ese momento las tropas y funcionarios franceses tuvieron que abandonar la península. De hecho, el abandono resultó ser un expediente temporal, y antes de que terminara el año siguiente, habían vuelto en gran número. Indudablemente, la vuelta de la marea militar por última vez en estas campañas (sobre todo en Brihuega en 1710) habría sido imposible sin su regreso. Pero la influencia sobre Felipe V fue traumática y representó la mayoría de edad de su independencia. Se  emancipó inexorablemente del paternalismo de Luis, reafirmando claramente los intereses autóctonos en la vida administrativa y económica de España.

         Los ministros nombrados por Felipe pasaron a ocupar posiciones fundamentales dentro del estado, mientras que la creación de una Junta de Comercio reducía rápidamente el nivel de la explotación económica francesa. En las negociaciones que pusieron fin a la Guerra de Sucesión, iniciadas en 1711, la posición francesa estaba tan irremediablemente perdida como la de los austriacos. En el Tratado de Utrecht, Luis se vio obligado, una vez más, a separarse de la causa de su nieto, y su muerte dos años más tarde acabó definitivamente con el  espectro de una España francesa. Mientras tanto, las potencias intervencionistas habían abandonado también el conflicto. Los soldados extranjeros de ambos bandos se retiraron y el ejército que redujo la recalcitrante ciudad de Barcelona, último reducto irónico de la España Habsburgo, era exclusivamente castellano. Diez años después que Felipe V hubiera declarado la guerra a los aliados, había concluido la guerra civil.

         La península había sido solamente uno de los escenarios de un enfrentamiento internacional de dimensiones globales. Durante las campañas continentales, Flandes había  sido arrebatado a España como consecuencia de la conquista francesa, mientras que en el norte de Italia se había conseguido un resultado idéntico como consecuencia de su resistencia victoriosa a los franceses. Luis había utilizado los Países Bajos Españoles como una especie de campo de pruebas donde experimentaría en escala reducida las reformas radicales que trataba de imponer, en  definitiva, sobre toda la monarquía, pero los conejillos de indias flamencos reaccionaron con fuerza, y  con el tiempo  ayudaron a Marlborough a verse libres de franceses. EN  1713, en Utrecht, cambiaron encantados el  yugo de hierro de Versalles por el collar de armiño de Viena. Flandes  volvió así a la lealtad de los Habsburgo, y lo mismo que Milán, a la autoridad que había sido su señor legal durante todo aquel tiempo: el Sacro Imperio Romano. De  esta manera se eliminaba de una vez por toda la dimensión septentrional de la política española, y con la desaparición del eje Bruselas-Milán desaparecía también el sistema español. Sin embargo, ninguna de las partes principales está dispuesta internamente a aceptar el veredicto de los tratados de paz, impuestos por el congreso de estadistas europeos como solución para el problema español. Carlos III, emperador desde 1711, siguió aspirando en forma apasionada, aunque oficiosa, a los reinos españoles. Durante el gran renacimiento artístico que acompañó a su gobierno desde Viena, esta aspiración se reflejó en la presencia ubicua del símbolo de los pilares de Hércules en las obras de pintura, de imprenta y de arquitectura. (Todavía puede observarse un vestigio de la España de los Habsburgo en el símbolo del dólar americano, tomado  del Thaler austriaco).

         Por su parte, Felipe V se mostró todavía más activo en la resistencia al acuerdo que había puesto término al imperio europeo de España. En él, Nápoles y Sicilia habían sido entregados a una rama menor de los Habsburgo, pero la  decisión iba claramente contra las apetencias de los nativos. Ya en 1718, Felipe, bajo la influencia de su segunda esposa, Isabel de Farnesio, y su favorito italiano Alberoni, aprobaron un ridículo intento de hacerse con Sicilia, frustrado por la flota  británica. Alberoni era fiel representante de muchos italianos del entorno de la corte española que  mantenían vivas sus ambiciones mediterráneas.  Con él estaba volviendo las antiguas aspiraciones imperiales, hasta el punto  de que se entablaron negociaciones con el pretendiente inglés con la idea de planificar una invasión de Inglaterra. Además fomentó el renacimiento de la flota en un programa que se continuó con buenos resultados de la caída de Alberoni en 1719. Al llegar los años 30, menos de una  generación después de la guerra  civil, el establecimiento militar  español se había recuperado de forma impresionante. La guerra del “Primer Pacto de Familia” entre  Madrid y París supuso un ataque a la Italia del Sur que obligó a los Habsburgo a retirarse, así como una expedición igualmente triunfante -30.000 hombres- contra Orán, principal fortaleza africana que se había perdido durante la Guerra de Sucesión. El fervor  cruzado e imperial de Castilla no había muerto, pero no era capaz de renacer más que en forma de versión de las actividades atlánticas y mediterráneas que había depredado el sistema Habsburgo y español. De todas maneras, cuando se considera que el largo reinado de cuarenta y cinco años de Felipe V casi no conoció una década de paz, es claro que los horizontes del nuevo siglo incluían un territorio muy conocido.

         La ausencia de toda mejoría material considerable durante la primera mitad del siglo tiende a confirmar esta impresión. Si dejamos de lado la propaganda borbónica, esta época fue de grandes esperanzas y pocos resultados, prácticamente idéntica a algunas fases del gobierno del siglo XVII. De hecho, las exigencias de la guerra devoraron los ingresos de Felipe V todavía con mayor voracidad que en tiempos de Carlos II. En el momento álgido de la guerra civil, los gastos  ascendían a más de 10 millones de escudos anuales –sólo la defensa de Castilla costaba tanto como le había costado a Felipe IV la defensa del imperio. En estas circunstancias no es sorprendente que no  se intentara ninguna reforma seria de  Hacienda y sus estructura tributaria has los  comienzos de  un nuevo reinado, en 1749. En realidad, ¿qué necesidad había de ello? Como en tiempo de los Habsburgo, el Tesoro siguió cumpliendo con eficacia su tarea de atender al esfuerzo bélico. En realidad, fue la reforma monetaria y las drásticas medidas deflacionistas de los primeros ministros de Carlos III, más que ninguna innovación borbónica, las que hicieron posible que Castilla se mantuviera solvente durante la gran crisis militar de la guerra civil. Se cumplieron los fabulosos contratos con firmas francesas para el suministro de sus ejércitos. Las tropas de Luis XIV situadas en la península fueron mantenidas por Castilla entre 1704-1709 y entre 1710-1713. En 1717, se compraron al contado veinte barcos  franceses, núcleo de una nueva flota, y en la década siguiente se produjeron enormes gastos militares y navales, comparables a los de Olivares un siglo antes.

         Durante este periodo se dieron también pocas señales de una recuperación demográfica decisiva; todo lo más, la expansión que había comenzado en tiempo de los Habsburgo se mantuvo en el reinado de su sucesor, pero a un ritmo más lento. Después de nadir de los años 1650-1660 (entre  cinco y seis millones) el nivel demográfico de Castilla y Aragón subió hasta siete millones en 1700, principalmente como consecuencia de lo ocurrido en Cataluña. Sin  embargo, los cálculos sobre mediados del siglo XVIII hablan de un total en que el aumento habría  sido solamente de 500.000, lo  que quiere decir que España no había recuperado todavía los niveles demográficos de 1580. (5) Sin embargo, esta población tenía  una distribución mucho más uniforme y afianzada, pues se habían mantenido  las tendencias centrífugas observables desde 1600, dando lugar  a que se duplicaran las cifras de Cataluña, Asturias y provincias vascas, y que se triplicaran las de Valencia. No debe sorprendernos que la demografía y la economía se estancaran durante la guerra peninsular de 1704-1714. España fue prácticamente una diversión si se la compara con las guerras de Flandes y el Rhin, y las dimensiones medias de los ejércitos que se enfrentaban eran menores que la lista de bajas de Marlborough en Malplaquet. Lo que parece importante es que los principales escenarios del conflicto –las fronteras de Portugal y Cataluña- eran los mismos que habían  quedado ya seriamente debilitados como consecuencia de la guerra de 1640-1668. Además, la crisis de subsistencias de 1708-1710 volvió a incidir en forma especialmente intensa en Andalucía. Sevilla, por ejemplo, que había perdido no menos de 60.000 ciudadanos en la peste de 1647, se vio otra vez considerablemente mermada. Sin embargo, estaba llegando el final de la era del hambre general y enfermedades epidémicas, y los cambios agrícolas, unidos a una constante mejoría económica, comenzaron a corregir los  aspectos más negros de las deficiencias estructurales de España. El gobierno Borbón mostró mayor inclinación hacia los proyectos industriales y comerciales mediante  incentivos económicos y la participación directa en las manufacturas –por ejemplo, en los sectores textil y metalúrgico. Además, la adopción de tipos más eficientes  de protección comercial, y cierto número de avances tecnológicos proporcionaron mayores incentivos y ocasiones de empleo.

         La influencia  de las panaceas administrativas galas se dejó notar, mucho más en el plano del mismo gobierno central. El ejercicio real de la autoridad  regia, en suspenso bajo Carlos II, renació con toda su fuerza. Es cierto que, a su debido tiempo se perdonó a muchos miembros de la alta aristocracia que habían desertado de las filas de los Borbones. Volvieron a  recuperar la propiedad de sus fincas, junto con la riqueza e influencia política que aquéllas llevaban consigo. Pero  sus pretendidos derechos a intervenir en los procesos centrales del gobierno real quedaron reducidos a la nada, en un sistema que adquirió carácter cada vez más meritocrático y tecnócrata. La castración  de la grandeza castellana coincidió con la recuperación del poder político de la aristocracia francesa durante  la regencia francesa, de forma que, en cierto  sentido, se transfirió a España el estilo del absolutismo de Luis XIV. Esto no implicaba por supuesto, un cambio real de la situación social de la masa de habitantes de España, pero sirvió para llevar al cabo algunos de los ideales alimentados por hombres como Ronquillo. Durante la guerra  civil habían quedado barridas la administración de los consejos y las distinciones regionales oficiales. A partir de entonces las Cortes de Castilla, que ni siquiera se habían reunido durante el  reinado de Carlos II, sólo se convocaban para confirmar la condición de heredero al trono o para tomarle juramento de fidelidad al ocuparlo. Los impuestos de Castilla que formaban el servicio tradicional concedido por las Cortes se fijaban y recaudaban de forma arbitraria. La abolición de los estados y de los fueros de la corona de Aragón en 1707 tuvo resultados semejantes para las regiones históricas de la península. El control de esta España recientemente unida residía en un consejo privado, encabezado por un secretario que ejercía efectivamente los poderes de primer ministro; aunque también esto –como indica su título de Secretario del Despacho Universal- procedía en parte de la obra de los últimos Habsburgo, especialmente de la obra de Eguía. A pesar de la aportación de algunos franceses destinados a España antes de 1715, como concluye Kamen, “en política y en personal, el régimen Borbón de España era español y no francés” (6)

            Así pues, la prolongada emergencia de la guerra civil, y la pérdida  definitiva de las provincias del norte de Europa, dieron lugar a saludable simplificación y modernización del gobierno de Madrid. Fue un golpe violento, que creó las condiciones en que se pudieron establecer muchas de las reformas básicas predicadas por los  arbitristas a lo largo del siglo anterior. A su  vez, esto permitió un repliegue y  reorganización graduales de los recursos materiales de España que iban a dar lugar a una especie de prosperidad y estabilidad desconocidas desde hacía dos siglos o más. Incluso desde nuestro punto  de vista actual, cuando el país experimenta un renacer del sentimiento regional, es posible concluir que la destrucción de la monarquía española contribuyó a crear una nación española. Además, como han  comprendido algunos estadistas españoles, la amputación de Flandes e Italia benefició materialmente al gobierno y a la economía española. Devolvió a España el control de sus propios destinos, liberando la política exterior y, por tanto, su comportamiento interno, de las onerosas exigencias de la reputación, pesadilla de un imperio imposible. Aunque no sea más que por incomparecencia, los incipientes ideales de los Comuneros habían triunfado finalmente. El final del  sistema español era, el  comienzo de la Independencia de España.

 

 

 

 

NOTAS

1.- W. M. Hargreaves-Mawdsley (ed), Spainunder the Bourbons , Londres, 1973.

2.- H.Kamen, The War of Succession in Spain, 1700-1715, 1969.[La Guerra de Sucesión en España, 1700-1715, Barcelona, Gijalbo, 1974.

3.- M. Avilés Fernández, et al., La Instauración Borbónica, Madrid, 1973, 26-7.

4.- Hargreaves, 34.

5.- J. Nadal Oller, La población española; siglos XVVI a XX, Barcelona, 1966.

6.- H. Kamen, The War of Succession in Spain, 1700-1715, 1969. [La Guerra de Sucesión en España,1700-1715, Barcelona, Grijalbo, 1974.]

 

R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.



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