miércoles, 25 de julio de 2018


EL PAPA LUNA



Era sobrio y virtuoso en medio de la general corrupción del clero. Llegaba a la silla de los pontífices con gran fama de polemista, muy versado en el Derecho canónico. Su vida irreprochable le hacía destacarse con singular relieve sobre los hombres de su época.
            Hasta sus adversarios reconocían los defectos de este varón tenaz como simples excesos de magníficas cualidades. Su habilidad política degeneró en retorcida astucia: su energía se mostraba inflexible, hasta convertirse en terco empeño. La independencia de su carácter, su celosa dignidad personal se transformaron muchas veces en un orgullo insoportable para los que le rodeaban.
            Nacido en Illueca, cerca de Calatayud (Zaragoza), pertenecía a una de las más nobles familias de Aragón. El castillo de Illueca era el solar de los Lunas, situado casi en la frontera de Aragón y Castilla. Como una lejana influencia mediterránea, este caserón de gruesos muros almenados, con seteras y bocas para las bombardas, se mostraba embellecido por ancha faja de azulejos árabes procedentes, sin duda, de Valencia. Su barniz luminoso en las horas de sol equivalía a una sonrisa sobre la faz ruda del castillo.
            Pedro de Luna empezaba por ser soldado en su juventud. Como el emplazamiento de la fortaleza paternal le hacía interesarse en los asuntos de Castilla, había combatido contra don Pedro el Cruel, siendo compañero y guía de don Enrique de Trastamara cuando éste, después de su derrota en Nájera, atravesó disfrazado todo Aragón, dirigiéndose hacia la frontera de Francia. Después de tal fracaso, el joven Luna se dedicaba por completo al estudio, descollando en el Derecho canónico, ciencia que enseñó en la Universidad de Montpellier. Su nacimiento, su fama de canonista y la pureza de sus costumbres le hicieron avanzar en rango dentro de la Iglesia. Fue arcediano de Valencia, canónigo de otras catedrales en Cataluña y Aragón, y, finalmente, arzobispo de Palermo. Gregorio XI, el último Papa de Aviñón antes del cisma, lo elevó al cardenalato, y cuenta que, al darle el capelo, conociendo su recio carácter y su tenacidad, que podían degenerar en temibles defectos, le dijo, bondadosamente: “Cuidad, don Pedro, que vuestra luna no se eclipse nunca.”
            En el momento de su elección pontifical se negó repetidas veces a aceptar la tiara, dándose cuenta de que la hora era propicia a los hombres flojos y acomodaticios para transigir con l otro Papa residente en Roma, al que llamaban en Aviñón el intruso, llegando a un acuerdo, fuese como fuese, para la unidad de la Iglesia. Pero los veinte cardenales vieron en este compañero de voluntad férrea el único que podía conseguir dicha unión, venciendo a los adversarios.
            Existía un rudo contraste entre su alma y su aspecto físico. Era pequeño, de apariencia débil, enfermiza y, sin embargo, pocos hombres han poseído su vigor. Murió a los noventa y cuatro años, fue incansable para el trabajo y se mostró invencible en la discusión hasta una extrema vejez, pudiendo recordar las más intrincadas y lejanas cuestiones sin el auxilio de notas. En plena ancianidad, cuando se veía abandonado de los suyos, habló públicamente siete horas seguidas, haciendo la historia completa del cisma, sin que tal esfuerzo alterase su voz. Todos los retratos de su época lo presentan con ojos de escrutadora fijeza, sondeadores de la persona que tienen enfrente; la nariz muy aguileña y algo desviada. Este hombre, que durante treinta años preocupó a Europa, se nutría como un niño enfermo, mostrando únicamente preferencia por los platos ligeros y poco consistentes.






Castillo Palacio del Papa Luna – Archivo fotográfico del Gobierno de Aragón

Antes de ser elegido Papa. Juró, como los demás cardenales de Aviñón, hacer toda clase de sacrificios para terminar el cisma. Lo mismo juraban los cardenales de Roma al proceder a una elección papal. De una parte y de otra todo eran promesas generosas y nobles compromisos para dar fin a la guerra entre los dos pontífices; más cada bando, al pedir la unidad, exigía que el opuesto diese el buen ejemplo empezando por renunciar al Papado.

            Como Luna se había mantenido en los primeros tiempos del cisma lejos de las disputas eclesiásticas, limitándose a viajar por España para que sus reinos se decidiesen a favor del Papa aviñonés, todos acogieron su ascensión al Pontificado como señal indudable de que iban a terminar las divisiones de la Iglesia.

En París, Barcelona, Toledo y otras ciudades fue celebrado el advenimiento de Benedicto XIII con solemnes procesiones, a las que asistieron los reyes. La Universidad de París, que ejercía entonces tanta influencia como los soberanos, mostró igual confianza en el antiguo profesor de Montpellier. Nadie ponía en duda su abnegación. Era un Papa limpio de simonía y de nepotismo. En vez de acaparar dinero valiéndose de malas artes, daba con generosa largueza el que había heredado de su familia. Sus sobrinos fueron de un modo indudable hijos de sus hermanos, diferenciándose en esto de los sobrinos de otros papas y cardenales. Rodrigo de Luna, el hombre de pasada del nuevo Pontífice, que lo acompañó en casi todas sus aventuras belicosas, era verdaderamente hijo de una hermana suya.
            Los teólogos de la Sorbona, de París, empezaron  a expresarse con cierta impaciencia al ver que transcurrían los meses y Benedicto XIII no renunciaba a su tiara.
            Mostró Francia en esta cuestión del doble papado una patriotería semejante a la de Italia al iniciarse el cisma. Mientras los papas de Aviñón fueron franceses. La Corte de Francia y la Universidad de París acogieron con paciencia todas las lentitudes y dilaciones en la resolución del conflicto. Clemente VII, el antecesor de don Pedro, pudo reinar dieciséis años frente a su adversario de Roma, sin que le diesen prisa para la terminación del cisma. Pero Luna era español, y al poco tiempo empezó a sentirse empujado rudamente por los teólogos de París, con cierto desacato para su autoridad. El mismo se quejó repetidas veces en conversaciones y en escritos del rigor con que lo trataban, “tal vez por no ser francés”.
            Hubo entusiasmo en Francia durante los primeros meses de su Pontificado porque sólo se tenían en cuenta las condiciones especiales de su persona. Luego fueron muchos los que empezaron a acordarse de que el nuevo Papa era el primer español que ocupaba la Santa Sede; y esto, unido a sus extraordinarias energías, le hizo ser mirado con inquietud y hostilidad. Tal vez iba a realizarse una afirmación paradógica de Petrarca al combatir al papado de Aviñón. “La sede pontificia que estuvo siempre a orillas del Tiber se halla ahora junto al Ródano, y nuestros nietos tendrán que buscarla en las riberas del Tajo.”
            Benedicto XIII empezó a dar algunos cardenalatos vacantes a prelados españoles de toda su confianza. Además, como si presintiese el futuro, hizo que su sobrino Rodrigo reclutase en España ballesteros y hombres de armas para formar una pequeña guardia de soldados leales, no mercenarios, y que el Pontificado viviese independiente de la protección de los reyes.
            Un Concilio nacional se reunió en la Santa Capilla de París para tratar el asunto del cisma. Benedicto XIII tenía grandes amigos y no menos enemigos en el seno de la Universidad. Dos hombres  de ciencia influían en la marcha de este cuerpo poderoso: Pedro de Ailly, que llegó a cardenal en los últimos años del cisma y sostuvo al principio con entusiasmo la causa del Papa de Aviñón, y el teólogo Gerson.
            Pedro de Ailly escribió sobre numerosas materias; pero su mayor mérito ante los tiempos modernos es haber resumido la geografía de su época en el libro De Imago Mundi, uno de los pocos volúmenes que Cristóbal Colón llevaba con él. Gerson, discípulo de Ailly, gozo de la honra de ser tenido por algún tiempo como el autor probable de la anónima imitación de Cristo. Este teólogo poderoso, unas veces se mostraba a favor de Benedicto; otras, en contra, según las fluctuaciones de su fortuna, hasta que organizó el famoso Concilio de Constanza, contribuyendo más que nadie a la derrota final del Pontífice. La asamblea reunida en la Santa Capilla de París, examinó las vías, o sea, los procedimientos para terminar con la existencia de dos papas a la vez. Muchos defendieron la llamada vía de convención, confiando en que ambos pontífices, por medio de una entrevista, podrían llegar a la unidad de la Iglesia. La mayoría votó por la vía de cesión, creyendo preferible que los dos adversarios empezasen por renunciar a sus tiaras, y luego, un gran concilio elegiría al Papa definitivo.
            Francia envió embajadas a Aviñón y Roma para que los dos papas renunciasen; más como era de esperar, no aceptaron la vía de cesión. Cada uno temía ser engañado si abdicaba el primero, creyendo que el otro al verse solo, se mantendría con nueva fuerza en su puesto, insistiendo en su legitimidad.
            Benedicto XIII recibió dos embajadas, la primera llamada de los tres duques, por figurar a su cabeza los duques de Berri, de Borgoña y de Orleáns, por estar representados en ella los monarcas de Francia, Inglaterra y Castilla.
            Enrique III de Castilla, después de aceptar su intervención en dicha embajada, se mostró malhumorado, adivinando que en realidad todos estos trabajos iban dirigidos contra Benedicto XIII por ser español. En los reinos de Navarra y Aragón la misma sospecha había irritado el amor propio nacional, poniendo a sus reyes en guardia contra las gestiones iniciadas en París.
            Ninguna de las dos embajadas obtuvo éxito ni en Roma ni en Aviñón. El Papa de Roma se mostraba tan intransigente como Benedicto XIII, y, sin embargo, sobre éste ejercieron una presión más ruda en la Corte de Francia y la Universidad de París, indudablemente por considerarlo bajo su dependencia.
            -¿Por qué he de ser yo el primero en renunciar cunado represento la legitimidad, más que el intruso que vive en Italia? Preguntaba Luna.
            El intruso era para muchos cortesanos y teólogos de París este Papa español que había surgido inesperadamente al final de una serie de Pontífices de Aviñón, todos franceses. Pero también contaba al mismo tiempo con amigos decididos en la Corte de Francia, siendo el más importante de ellos el duque de Orleáns, hermano del rey. Desde que fue a Aviñón formando parte de la embajada de los “tres duques” se mostraba muy devoto de Benedicto, y continuó siendo su más firme sostenedor hasta el momento en que lo asesinaron.
            En medio de estas peleas sordas, que ya duraban cuatro años, o sea, desde su elevación al Pontificado, tuvo Luna unas semanas de alegría y confianza, y el pueblo de Aviñón gozó de un espectáculo ostentoso, como en los mejores tiempos de Clemente VI.
            Don Martín rey de Sicilia, acababa de heredar la corona de Aragón, y mientras su flota descansaba en Marsella, hizo un viaje a la ciudad papal, llevando como séquito a todos los guerreros de sus galeras y a los señores de su Corte. Otra vez desfilaron por las calles de Aviñón huestes cubiertas d hierro sobre caballos acorazados como hipogrifos. El vecindario admiró a Benedicto como un pariente del monarca tan poderoso, viendo en su ejército un sostén de la autoridad papal. Este don Martín, llamado el Humano por sus gustos y costumbres, es una de las figuras más originales de aquella época. Sus pueblos lo llamaban el Capellán a causa de su afición a las letras divinas y de su gusto por las ceremonias religiosas.  Se hizo construir un palacio dentro del monasterio de Poblet, en Cataluña, para vivir en la amable sociedad de frailes doctos durante sus temporadas de descanso, le gustaba cantar ante el facistol. Carlomagno hacía lo mismo, y entre los emperadores de Bizancio hubo algunos que se levantaban antes del alba, temblando de frío, para actuar como “chantres” en la capilla de su palacio. En aquellos tiempos no había ópera, y los grandes señores amantes de la música se refugiaban en el canto litúrgico, hablando de dicho arte con monjes y canónigos.
            No obstante de ser don Martín extremadamente gordo, a causa de sus costumbres sedentarias y su afición a la buena mesa, ofreció majestuoso aspecto al hacer su entrada sobre un corcel de guerra. El Papa le dio la Rosa de Oro, y siguiendo las tradiciones de la ciudad, la paseó a caballo por las calles entre aclamaciones de la muchedumbre. Transcurridas unas semanas, se fue a su tierra para ceñirse la corona aragonesa, y otra vez reaparecieron las inquietudes y las imposiciones, después de tan brillante visita.
            Benedicto XIII hizo frente a las amenazas veladas y las órdenes algo despectivas que le dirigían desde París para fuese el primero en renunciar. ¡Antes la muerte! Contestaba el aragonés.
            La asamblea del clero reunida en París decidió sustraerse a la obediencia de Benedicto XIII, y el primero de septiembre de 1398, un comisario real y un pregonero avanzaron por el puente de San Benezet, viniendo del territorio francés, o sea, de Villeneuve, para detenerse junto a la capilla del citado santo, que aún existe. Allí era el límite de la ciudad aviñonesa, y el pregonero gritó la ordenanza de sustracción con la cara vuelta hacía el palacio de los papas, para notificar a Benedicto XIII que Francia le abandonaba.
            Sus enemigos de París contaban con una defección, que iba a dejarle casi solo. El Sacro Colegio aviñonés se componía de diecisiete cardenales franceses, cuatro españoles y uno italiano. Los diecisiete pasaron el Ródano al día siguiente, abandonando al Papa, y fueron a instalarse en Villeneuve, llevándose hasta la bula que servía a los secretarios de Benedicto para sellar los documentos pontificios. Tampoco esto amedrentó a Luna. “Resistiré hasta la muerte”. Y su confesor y consejero, el maestro Vicente Ferrer, predicador de genial elocuencia, pronunció un sermón en idéntico sentido. “Guardad vuestros baluartes –decía el Papa- que yo respondo de lo demás”.
            Pocos días después, uno de los caudillos inquietos y aventureros que tanto abundaban en aquella época, llamado Maingre, o por nombre Boucicaut, pariente del famoso mariscal del mismo apellido, invadió al frente de sus bandas el territorio del Papa.
            No osaba el rey de Francia atacar con sus tropas francamente a Benedicto, temiendo indisponerse con los monarcas de Castilla, Aragón y Navarra. Estos podían indignarse a ver a un compatriota suyo perseguido. Más por mediación de los cardenales franceses en rebeldía se valió de Maingre, caudillo ansioso de botín y nuevas tierras.
            Era rector o jefe militar del Estado papal el abad de Issoire, hombre de Iglesias que antes lo había sido de armas. Al frente de un pequeño destacamento de jinetes recorría los alrededores de Aviñón, cuando tropezó con las fuerzas invasoras de Boucicaut. Mataron éstas al abad de una lanzada, apresaron a los hombres de su escolta, y después de tal choque, empezó la guerra. Una gran parte del vecindario aviñonés, influida por los cardenales, empezó a conspirar contra el Papa. Su defección imposibilitó la resistencia en todo el recinto amurallado de la ciudad. Los defensores de la torre que cerraba el puente de San Benezet tuvieron que retirarse después de varias semanas de continuos asaltos, volando antes dicha fortaleza. A sus espaldas, los aviñoneses enemigos del Papa habían entregado a los sitiadores una parte de las murallas.
            Boucicaut entró en la ciudad, titulándose desde entonces capitán de Aviñón. No le quedaba a Luna que otro refugio que su Palacio, y en él se encerró con los cinco cardenales que le seguían fieles: uno italiano y cuatro españoles.
            Un nuevo instrumento de guerra acababa de aparecer: la bombarda, la primera pieza de artillería. Europa la conoció por mediación de España, lo mismo que el papel, sin el cual la Imprenta habría resultado un descubrimiento insignificante. La pólvora y el papel, inventos chinos, los conocieron los árabes en el siglo noveno, cuando derrotaron en Samarcanda a un gran ejército del emperador de la China que pretendía desalojarlos de su conquista, haciéndoles gran número de prisioneros. Los árabes de España establecieron las primeras fábricas de papel en Europa y emplearon el cañón en los asedios de las ciudades uno o dos siglos antes de que  se les ocurriera a los cristianos, jinetes vestidos de hierro, adoptar dicha arma. Un plazo casi igual transcurrió entre la aparición de las bombardas y el uso de las armas de fuego portátiles. En los siglos catorce y quince sólo se empleaba el cañón, pesado y de manejo difícil, en los sitios de las fortalezas, mientras los hombres conocían únicamente como arma portátil de tiro la ballesta y el arco… Fue aquí donde hizo una de sus primeras apariciones el cañón, para combatir al tenaz don Pedro de Luna.
 Todas las iglesias de aquel tiempo eran de construcción sólida y se convertían en fortalezas. Sobre las alturas circundantes se situaban los enemigos del Papa, creyendo apoderarse de él con un sitio de breves días. La ciudad entera se mostraba ahora contra Benedicto. Aún le quedaban muchos partidarios; pero éstos, intimidados, permanecían en silencio. Las tropas de Boucicaut gritaban en las calles que el rey de Francia había depuesto al español por hereje, y además lo llamaban patarín, que era el apodo de los antiguos albigenses. Todos pretendían ridiculizar el ilustre apellido del Papa llamándole Pedro de la Luna y del Sol. Los aviñoneses enemigos del Pontífice convencían a sus compatriotas tibios o neutrales, afirmando que el rey de Francia iba a cerrar el puente, sitiando por el hambre a Aviñón sino no tomaban otro partido contra el español. Gritaba el populacho: ¡Mueran los catalanes!, por creer de Cataluña a todos los servidores, soldados y amigos del Pontífice. Algunos de los cardenales rebeldes, dando al olvido juramentos y beneficios, recorrían las calles a caballo y con la espada al cinto, seguidos de hombres de armas que vociferaban: ¡Viva el Sacro Colegio!
Y Pedro de Luna empezó una resistencia que iba a durar cuatro años y medio. Había previsto la posibilidad que tener que defenderse en su Palacio, reuniendo discretamente todo lo necesario para dicha resistencia, víveres, máquinas de guerra, municiones, artilleros, y sobre todo hábiles ballesteros que pidió en pequeños grupos a los diversos colectores de rentas eclesiásticas en Cataluña y Aragón. Eran unos trescientos hombres los que se encerraron en este Palacio dispuestos a morir. La mayoría fueron aragoneses, catalanes, valencianos, castellanos y navarros. Figuraban también franceses, ingleses y alemanes. Un catalán, Arnaldo Vich, aparece con este título: Presbítero bombardero. Las ventanas quedaron cegadas con muros, abriendo en ellas angostas aspilleras, que vomitaban proyectiles sobre los sitiadores. Los cinco cardenales, con los abates y obispos encerrandos en el Palacio, vigilaban a la guarnición, arengándola. El mismo Pontífice, que al empezar el sitio tenía setenta años, acordándose sin duda de las guerras de su juventud, se presentaba en los lugares de mayor peligro, animando a sus defensores con promesas de indulgencias y con otros premios más terrenales. Respondían los soldados del palacio con bombardas, ballestas y hondas al ataque de los sitiadores. Éstos habían ocupado los edificios inmediatos, muchos de ellos viviendas cardenalicias, con altas torres, desde las cuales podían hacer un fuego nutrido de cañón. Había guardado el Papa una gran cantidad de leña en el Palacio; más los sitiadores, valiéndose del llamado fuego griego, incendiaron tal depósito, dejando a la guarnición en la imposibilidad de cocer sus alimentos.
Hubo que derribar pisos para aprovechar sus vigas como leña. Además, los víveres escaseaban; los sitiados sólo tenían trigo en abundancia; faltaban el vino y las medicinas. La única bebida era agua de las cisternas mezclada con vinagre. Empezaron las enfermedades a diezmar la guarnición; pero el alma heroica del viejo animaba su resistencia. Parecía no dormir nunca, durante la noche, los mercenarios soeces de Boucicaut, como permanecían a corta distancia del Palacio gritaban: “Llevaremos a vuestro Pedro de Luna preso a París, con una cadena en el pescuezo.” El enérgico aragonés, sin temor a los flechazos, se asomaba entre dos almenas, llevando en una mano un cirio encendido, en la otra una campanilla de plata, y solemnemente maldecía a Boucicaut y sus mercenarios, lanzando sobre todos ellos la excomunión.
Este desprecio a la muerte casi le fue fatal. Estando junto a una ventana examinando los trabajos del enemigo, una bala de piedra de las que arrojaban las bombardas vino a chocar en el quicio, y sus cascos hirieron al Papa en un hombro. Era la fiesta de San Miguel, y por respeto al arcángel, Benedicto prohibió a su artillería que contestase. Dos meses duró esta primera parte del sitio, y durante ellos no cesaron los ataques. Los tiros más peligrosos venían de las techumbres y el campanario de la inmediata catedral de Nuestra Señora de Doms. Los ballesteros enemigos dominaban a corta distancia una parte de los tejados y patios del palacio, hiriendo a los de la guarnición que se mostraban en dichos lugares. No obstante tales ventajas, convencidos los sitiadores de que nunca  podrían tomar a viva fuerza este edificio, apelaron a los trabajos de zapa. Excavaron minas a partir de las iglesias y palacios próximos, y los sitiados fueron a su encuentro valiéndose de contraminas para continuar los combates. Luego intentaron sorprender a la fortaleza entrando por sus albañales. Un pariente de Boucicaut, con más de setenta hombres de armas, guiados por un burgués de Aviñón, se introdujo en la alcantarilla que iba de las cocinas del palacio a los fosos de la ciudad. Llevaban hachas, tenazas, martillos para romper los obstáculos, cuerdas para atar a los vencidos, sacos para el dinero y las joyas pontificias, así como pendones con la flor de lis, que esperaban clavar en las almenas, avisando de tal modo a los sitiadors que el castillo ra ya del rey de Francia. Surgieron los asaltantes del subterráneo, esparciéndose por las cocinas. La expedición empezaba con éxito; pero un criado los descubrió, dando el grito de alarma, e inmediatamente empezaron a sonar trompetas, corriendo de todas partes los defensores, dormidos hasta poco antes, por haber pasado la noche en vela. Benedicto XIII no perdió su serenidad.
-Combatid con valor –dijo al que le traía la noticia-. Los tenéis en vuestro poder y no se escaparán.
La lucha fue breve. Sólo contados asaltantes lograron huir por la alcantarilla, y el resto, unos cincuenta y seis, quedaron prisioneros en las torres del palacio.
Se cansaron los vecinos de Aviñón de las brutalidades y las jactancias sin resultado de Boucicaut. Había prometido a las damas de la ciudad hacerlas bailar antes de una semana en los salones del Papa, e iban ya transcurridos varios meses. Al fin prescindieron de él, retirándole su título de capitán de Aviñón, y continuaron bajo el mando de los cardenales más enemigos del Pontífice el asedio de la fortaleza, pero convencidos ahora que el llamado “Papa de la Luna” disponía de una fuerza moral y unos recursos materiales muy superiores.
En todos los países de la obediencia de Benedicto XIII se produjo un movimiento de reprobación al ver al Papa agredido en su propia casa. En el mismo condado Venaissino empezaron a sublevarse a favor de su libertad. El señor de Sault, al frente de quinientos jinetes, corría el país, llegando hasta las cercanías de las puertas de Aviñón para gritar: “¡Viva el Papa Benedicto!” Dentro de la ciudad se realizaba un cambio de opiniones, siendo cada vez más numerosos los vecinos partidarios de Luna. Un abogado llamado Cario preparó un movimiento popular a favor del Papa sitiado. Su conspiración fue descubierta, y los cardenales franceses lo condenaron a ser decapitado y descuartizado, colocando sus brazos y sus piernas en distintas puertas de Aviñón y en una de las plazas su cabeza y sus entrañas metidas en un cesto para intimidar con la vista a los parciales de Benedicto. Aunque los ataques contra el Palacio habían cesado, continuaba su estrecho bloqueo. Los defensores sólo comían pan, y el vino era reemplazado por vinagre con agua. Cuando los ballesteros podían matar en las techumbres algunos pajarillos, dicha caza representaba un gran regalo para el Papa.
Había producido en España gran indignación este ataque. El rey don Martín protestó en tono amenazador, pero nadie quiso aceptar la responsabilidad del atentado. El rey de Francia afirmaba que todo era obra del revoltoso Boucicaut y de los cardenales, sin intervención alguna de la Corte de París. Los cabildos de Valencia y Barcelona se agitaron belicosamente para auxiliar a un Papa que años antes había ejercido cargos en sus catedrales. Don Martín juzgó preferible dejar a la iniciativa eclesiástica la expedición naval para socorrer a Luna.
En aquellos tiempos en poder de los reyes era muy lento y tenía que luchar con numerosas dificultades suscitadas por los fueros o el régimen feudal. Por primera vez en la Historia se vio una flota de guerra de carácter eclesiástico y organizado popularmente. Las iglesias de Valencia y Cataluña contribuyeron con importantes cantidades a los gastos de la expedición. Muchos sacerdotes que no podían dar nada se ofrecieron a ir a ella como soldados. El jefe de la flota fue un canónigo pavorde de la catedral de Valencia, llamado Pedro de Luna, como el Papa. Se reunieron en Barcelona todos los buques de esta marina pontificia. Eran veintiséis entre galeras, galeotas y fustas, y después de navegar por el Mediterráneo, remontaron el Ródano a fuerza de remo hasta el puerto de Arlés. Los cardenales, alarmados, hicieron fortificar el puente interceptando el Ródano con una cadena de hierro. Pero el río tenía las aguas tan bajas, que la flota, por ser de buques de mar, no pudo ir más allá de Lansac en las inmediaciones del Tarascón. Allí permaneció anclada mucho tiempo, enviando mensajeros secretos al sitiado Palacio y esperando en vano una subida de las aguas que le permitiesen seguir adelante. Expiró el plazo por el que habían sido fletados, y estos fueron regresando uno tras otro, a Barcelona, sin poder hacer más. De todos modos, dicho auxilio sirvió para alentar a los defensores del Pontífice, disminuyendo el número de sus enemigos. Continuó, sin embargo el asedio meses y meses. La guarnición del castillo papal sólo tenía hora que combatir contra el hambre, dedicándose a la zaca de gatos y ratas para hacer más variada su alimentación. Los gorriones eran destinados a la mesa de Benedicto, el cual “gustaba más de este bocado que si fuera caza mayor.”

Cuatro años y medio duró el bloqueo. La tenacidad de Luna acababa por fatigar y desconcertar a sus enemigos. Los más rebeldes de sus cardenales habían muerto durante el asedio, mientras sus partidarios habían aumentado en la ciudad y en todo el condado Venaissino. La corte francesa parecía avergonzada de haber preparado o tolerado este ataque sin éxito. En las siete naciones que vivían bajo la obediencia del Papa era grande el escándalo.
Don Pedro creyó llegado el momento de abandonar su encierro burlando el cerco de sus enemigos. En el claustro de la Catedral de Nuestra Señora de Doms existía una antigua puerta del Palacio, murada desde muchos años antes. Como esta parte del edificio no la vigilaban los sitiadores, fue fácil arrancar de dicha puerta unos cuantos sillares en la noche del 11 de marzo de 1403. Cuatro hombres salieron por dicha abertura. Uno de ellos, el más pequeño de cuerpo, iba vestido de fraile cartujo, y llevaba una barba de casi dos palmos, completamente blanca. Era Benedicto XIII. Había colocado sobre su pecho una hostia consagrada y en una de las mangas del hábito traía oculta una carta autógrafa del rey de Francia reprobando la conducta de sus enemigos. Los tres acompañantes eran: su médico, el mallorquín Francisco Ribalta; su camarero, el valenciano Juan Romaní, y Francisco de Aranda, donado de la cartuja de Porta-Coeli, en Valencia, su confidente y su fiel compañero durante la vida errante y abundante en cambios de fortuna que el Pontífice iba a emprender.
El último Papa de Aviñón abandonó para siempre el palacio reconstruido por sus antecesores. Nunca volvería a pisar esta ciudad durante los veinticuatro años que aún le quedaban de vida.
En el mesón de San Antonio, cerca de una de las puertas, esperaba al Pontífice el Condestable Jaime de Prades, gran señor aragonés, que con pretexto, de una embajada del rey don Martín había venido a Aviñón para preparar esta fuga, y con él otros señores aragoneses y franceses sostenedores de Benedicto. Cuando al rayar el alba se abrieron las puertas de la ciudad, el papa y sus acompañantes salieron de ella por un portal inmediato al río. En su orilla los esperaba una barca de catorce remeros, patroneada por un monje de Montmajor, experto en la navegación del Ródano.
Fue tal el gozo de uno de sus soldados que acompañaron al Papa hasta la ribera, que al alejarse la embarcación, sin esperar a que ésta se perdiese de vista, dijo a varios pescadores que habían presenciado el embarque:
-Id a avisarles a los cardenales que el gran capellán se ha ido, para que se les indigeste el almuerzo.
Inmediatamente se difundió por toda la ciudad la noticia de la evasión. La barca papal remontó en río Durance, atracando en su margen derecha, frente a Castelrenard, que era tierra provenzal, gobernada por Luis de Anjou, fiel amigo de Benedicto. Al instalarse n la fortaleza, los íntimos del Papa le aconsejaron que no demorase más tiempo cierto arreglo de su persona. Benedicto, irónico a sus horas y de muy buen humor por el éxito de su evasión, se entregó al barbero del monarca provenzal para que le afeitase, diciéndole:
-Mis enemigos habían jurado hacerme la barba, y eres tú, amigo mío, quien va a conseguirlo.
Todo cambió en el curso de pocas horas. Los vecinos de Aviñón se echaron a la calle dando vivas al Papa Benedicto. El pueblo nombró diputados para que fuesen a Castelrenard y le entregasen las llaves, marchando al frente doscientos niños, que llevaban en alto las ramas de Benedicto XIII, una media luna blanca con las puntas hacia abajo sobre fondo rojo.
Don Pedro no quiso volver nunca a la ciudad ingrata. Al visitar las otras poblaciones del condado salieron a recibirlo procesiones de doncellas y niños, mientras los hombres le servían de escolta triunfal.
El arrepentimiento de los cardenales fue tan humilde, que debió de inspirar repugnancia al tenaz aragonés. A las pocas horas de su fuga imploraron la intercesión de Luis de Anjou para que los reconciliase con su Pontífice. Éste se vengó de todos sus enemigos, perdonándolos. Sólo impuso a los aviñonenses la obligación de reparar las brechas abiertas en su palacio por la artillería, y les hizo sufrir la vergüenza de pasar triunfante en sus viajes por los alrededores de la ciudad sin concederles el honor de entrar en ella.
Uno de los príncipes eclesiásticos, el cardenal de Dijón, al presentarse ante Benedicto, se prosternó en medio de una calle de Castelrenard, hincando sus rodillas en el fango, y empezó a acusarse a gritos de haber pecado gravemente, proclamando la falsedad de todas sus acusaciones contra el Pontífice, escritas en momentos de ofuscación.

Continuará….

Blasco Ibañez, Vicente, Obras Completas, Madrid, Aguilar, S.A., Ediciones, 1967, tres tomos, t. III.



miércoles, 18 de julio de 2018


EL PAPA DEL MAR

EL PAPA ESPAÑOL DE AVIÑÓN

En Valencia en la parroquia de San Nicolás, con sus imágenes y altares cubiertos de oro, existe un retrato oval del Papa Calixto III, vestido de rojo, con un becoquín de púrpura ribeteado de armiño cubriendo su cabeza. Se había llamado Borja y empezó de simple beneficiado de esta iglesia. Emprendió el viaje a Roma para llegar a ser Papa en su ancianidad. Además dejaba abierto el camino del Pontificado a un sobrino suyo, el famoso Rodrigo de Borja (Alejandro VI, tercer Papa español), padre de una numerosa familia que italianizó su apellido, convirtiéndolo en Borgia. El Pontífice representado en el cuadro oval había repetido desde su infancia: “Yo seré Papa, yo seré Papa”… y lo había sido. Su historia portentosa dejaba un refrán en la vida valenciana, que decía traducido al castellano: “Si quieres ser Papa, métetelo en la cabeza.

Un poco de Historia

A un lado de la plaza principal de Aviñón, está el palacio fortificado de los pontífices, es una construcción enorme, robusta, asentada sobre el suelo con majestuosa pesadez, dejando adivinar la amplitud de sus muros. Todo es en este palacio-castillo de forma rectangular, de líneas rígidas, con esquinas que habían sido verticales y aparecen ahora dentelladas por las roeduras del tiempo o las huellas de los proyectiles de piedra que arrojaron las “bombardas” durante los sitios.
            La arquitectura civil de la Edad Media no había producido en el interior de las ciudades nada semejante. Su masa formidable ocupaba una superficie de más de  seis metros cuadrados con muros macizos y desnudos, verdaderos muros de fortaleza, sin las rasgaduras luminosas y coloreadas d los ventanales con vidrios. Las cortinas de piedra tendidas de una torre a otra tenían arcos muy prolongados que empezaban a ras del suelo, remontándose audazmente hasta cerca de los matacanes y las almenas. Pero dichos arcos, estrechos como un hierro de lanza, los cegaba un segundo muro. Eran obras salientes de refuerzo, pilares unidos por ojivas, que parecían añadir nueva robustez al palacio-fortaleza. El sol y la atmósfera habían teñido de suave rojo muros, alamedas y torres.
            Es el color de Aviñón, el color de sus templos, murallas y puentes, de todo lo que en esta tierra fue construido con piedra. Parece reflejar una interminable puesta de sol; recuerda el tono de las hojas otoñales.
            La amplitud de su plaza, obra de don Pedro de Luna. Durante cuatro años y medio se había defendido en este palacio con su pequeña guarnición de españoles, y al triunfar por algún tiempo, hizo destruir los edificios inmediatos, como si presintiese los nuevos asedios a qu iban a someterles sus enemigos.
            Las casas actuales eran posteriores al reinado de los Papas de Aviñón, vistosos palacios del Renacimiento, construidos por los legados que enviaba Roma para gobernar la ciudad. A un lado de la plaza, junto a la colina sobre el Ródano, llamada el Peñasco de Doms, estaba la catedral con su campanario rematado por una imagen cubierta de oro; torre posterior a la que aprovecharon los enemigos del Papa Luna para batir el palacio vecino con sus bombardas.
            El mundo no era entonces como ahora, no existía Francia en su forma actual; tampoco existía España; y en cuanto a Italia, no era más que un conglomerado de pequeños estados en incesante ebullición. Príncipes y barones feudales vivían de las rapiñas de una continua guerra. El Papa, señor de grandes territorios en torno a Roma, se veía despojado de ellos por las familias nobles y belicosas del país.
            Mientras el Santo Padre era venerado por el resto de la Cristiandad, los romanos sólo veían en él a un señor como los otros obedeciéndole si era poderoso, menospreciándole cuando un pequeño soberano lograba vencerlo. Familiarizados con los papas por haberlos visto simples hombres antes de su elevación, no parecían temer gran cosa los rayos de sus excomuniones.
            La ciudad de Roma era uno de los lugares más inseguros de la tierra. En sus calles se batían casi a diario las bandas de los Orsinis y los Colonnas, (familias rivales, en eterna disputa por la posesión de la antigua urbe, majestuosa como un cementerio, casi despoblada), con más ruinas que edificios enteros. A veces, los dos grupos rivales pactaban momentáneo acuerdo para imponer duras humillaciones a un tercer contendiente, que era el Papa. No había altura en el campo romano que no estuviese ocupada por un castillo de barón bandolero. Atravesar las cercanías de Roma en el siglo XIV para ver al Pontífice resultaba tan peligroso como ir hasta Jerusalén en busca del santo Sepulcro. Los peregrinos eran asaltados y robados por las bandas feudales, quedando muchas veces prisioneros hasta que llegaba el rescate exigido por el señor.
            Dentro de la capital del orbe cristiano se vivía como en una selva, entre emboscadas y astucias mortales, con las armas en la mano a todas horas y la casa bien cerrada. Los de un bando tenían su fortaleza en el castillo de San Angelo; los otros s habían atrincherado en el Capitolio. Estas guerras interminables destruían los majestuosos recuerdos de la antigua civilización romana con una barbarie mayor que la de las invasiones venidas del Norte. Los barones echaban abajo arcos de triunfo, termas, columnatas de los palacios de los Césares, para construirse torres y casas almenadas en las callejuelas de la Roma medieval. Los capiteles de marmórea hojarasca, las lápidas cubiertas de inscripciones, los fragmentos de estatuas, todo servía de sillares para estas fortalezas urbanas.
            Aparecían los papas ante el resto de la Cristiandad como si viviesen en Roma; pero sólo estaban dentro de ella cortas temporadas, durante las grandes ceremonias que hacían necesaria su presencia o en momentos de tregua, cuando las dos facciones, por cansancio, deponían las armas. Consideraban más prudente instalarse en el castillo de algunos d sus sobrinos, que la influencia papal había convertido en gran señor, o en pequeñas ciudades agradecidas al Santo Padre por la enorme muchedumbre de viajeros que atraía su presencia. Aún perduraba en Italia la separación entre güelfos y gibelinos, aceptando una parte del país con malicioso regocijo todos los infortunios que pudiera sufrir el Papa. Uno de los más enérgicos, al que suponían por su tenaz voluntad ser de remoto origen español, Bonifacio VIII, se veía insultado y hasta abofeteado en su propio castillo de Agnani a causa del abandono en que lo dejaron sus compatriotas.
            Defendiendo los derechos de la Iglesia, emprendía una guerra tenaz contra Felipe el Hermoso, rey de Francia. En vano lo excomulgaba, atrayendo sobre su cabeza las iras del Cielo. El monarca tenía a su lado como ministro a un jurisconsulto de Tolosa, Guillermo de Nogaret, meridional que, por su audacia, aparece en la Historia como un precursor de Dantón y otros personajes de la revolución francesa.
            Nogaret tomaba la ofensiva, pasando a Italia como representante de su rey, y auxiliado por los Colonnas, tenaces enemigos del Pontífice, asaltaba con sus bandas la ciudad de Agnani, sorprendiendo a Bonifacio VIII en su castillo. El pueblo encontró muy interesante ver al Santo Padre tratado como un soberano cualquiera, y favoreció con su indiferencia esta invasión del retiro papal. En vano el enérgico pontífice pretendió intimidar a los invasores recibiéndolos con la tiara puesta. Nogaret, que era un patarín, nieto de albigenses de Tolosa, perseguidos cien años antes por la Inquisición papal, se dio el gusto de insultar a un Pontífice cara a cara. Uno de los Colonnas, perseguido cruelmente por Bonifacio hasta el punto de verse esclavo de los corsarios mahometanos, lo abofeteó con su guantelete de acero.
            Murió el Papa de cólera y vergüenza; su carácter enérgico no pudo sobrellevar tal humillación. Hubo que nombrarle sucesor en medio de la anarquía italiana, y los cardenales designaron a Beltrán de Got, prelado francés, arzobispo de Burdeos, el primero de los papas de Aviñón. Antes d él, que tomó el nombre de Clemente V, habían existido otros papas también de origen francés. Pero lo raro del caso fue que el arzobispo de Burdeos dependía del rey de Inglaterra, no del monarca de Francia. Francia estaba dividida entonces, y los ingleses ocupaban una parte de su suelo, manteniendo la llamada guerra de los Cien Años. Esta Guerra, que durante tres cuartos de siglo fue de un resultado incierto, sólo se decidió con la aparición y la intervención de la extraordinaria Juana de Arco.
            A su coronación en Lyón, asistían los reyes de Francia, de Aragón y de Mallorca. Felipe el Hermoso y el duque de Bretaña llevaban las bridas del caballo papal. Tal era la concurrencia, que un muro viejo cargado de espectadores se derrumbó, matando al duque de Bretaña y a uno de los hermanos del Papa.
            El audaz Nogaret procuró explotar la fuerza de la Iglesia en beneficio de su rey al ver establecido al Papa en una ciudad de Francia. Quería apoderarse de los bienes de los Templarios y para ello necesitaba el apoyo del Pontífice. Este, no queriendo legitimar tal injusticia, huyó a su diócesis de Burdeos. Pero allí quedaba bajo el dominio del rey de Inglaterra, que procuró también explotar su presencia.
            Clemente V, gravemente enfermo, tuvo que volver un año después a los estados del rey de Francia, lo que le hizo ceder a las pretensiones de Nogaret, ansioso de remediar los apuros del erario real confiscando los tesoros de los templarios. Poseían éstos ricos establecimientos en Oriente y Occidente; eran los banqueros universales de pueblos y reyes. Al fin se vio obligado a autorizar la persecución y supresión de dicha Orden, y para no vivir más tiempo bajo la influencia de Felipe y su consejero, pensó en el condado Venaissino, que pertenecía a la Iglesia desde un siglo antes por cesión de los condes de Tolosa, y en cuyo límite estaba la ciudad de Aviñón. Carpentras, capital del condado, era pequeña comparada con dicha ciudad junto al caudaloso y navegable Ródano, y fue a instalarse en un convento de dominicos, construido sobre una isla frente a Aviñón.
            Este alojamiento lo consideraba circunstancial. Su deseo era volver a Roma; pero los desórdenes de la urbe cristiana, cada vez mayores, hacían imposible el viaje. Muy al contrario, los cardenales italianos vinieron poco a poco a establecerse en torno al Papa, considerando más tranquila y segura la vida en Aviñón. Muchos celebraron en estilo poético la suerte de que los pontífices hubiesen heredado el condado de Venaissino. De este modo “la barca de San Pedro podía amarrar tranquilamente, después de tantas tempestades, al abrigo de un peñasco sobre el Ródano.”
            Al morirse Clemente V, los cardenales elegían al obispo de Aviñón, que tomó el nombre de Juan XXII. Éste continuó habitando como Papa su palacio episcopal; pero cada año se veía más lejana la posibilidad d que la Santa Sede pudiese volver a Roma. A partir del segundo Papa, empezaron las construcciones parciales que habían de formar más adelante el imponente conjunto del palacio de Aviñón. Dicho palacio tuvo que ser al mismo tiempo una fortaleza. Resultaba insegura la vida en aquellos siglos, y los Papas no se veían a cubierto del peligro general. La Guerra de los Cien Años tenía largas treguas, que obligaban a licenciar a las tropas mercenarias, costosas de mantener, y estas bandas de guerreros a sueldo, al verse sin ocupación, se dedicaban al bandidaje, saqueando poblaciones, exigiendo tributos a los pequeños soberanos.
            Los mismos papas que hacían una fortaleza de su vivienda levantaron alrededor de Aviñón sus hermosos baluartes, útiles para aquella época, graciosos ahora.
            El más célebre por su magnificencia fue Clemente VI, cuarto Papa de Aviñón, llamado por algunos el trovador con tiara. Era un noble del Mediodía de Francia, que imponía respeto por su natural majestad y sus gustos de príncipe letrado, “Mis antecesores no supieron ser papas”, decía este gran señor.
            Se había acostumbrado la mayor parte de la cristiandad a ver a los Papas instalados junto al Ródano. Este retiro circunstancial adquiría cada año un carácter más estable. Los cardenales agrandaban los caserones de Aviñón que les ofrecía el Pontífice con el título de libreas, convirtiéndolos en palacios suntuosos, la ciudad parecía nadar en oleadas de dinero.
            Pocas veces se vieron tan ricos los Papas. Algunos de ellos, hábiles administradores, habían organizado los ingresos de la Iglesia, obligando a clérigos y obispos a enviar puntualmente su tributo. Aviñón pertenecía ya  a los papas. Al principio fue propiedad de la famosa reina Juana de Nápoles, la mujer más elegante, más graciosa en palabras y ademanes, y de costumbres más disolutas que se encuentran en la historia de aquellos siglos. Cambió varias veces de esposo. Casada con Andrés de Hungría, fue asesinado éste por un amante de ella. Luís, rey de Hungría, marchó contra Juana para vengar la muerte de su hermano, y al mismo tiempo con el propósito de hacerse dueño de Nápoles. Juana, que era también condesa de Provenza, huyó de esta tierra como si buscase el amparo espiritual de los papas. En vista de que el rey húngaro pedía su castigo a Clemente VI, compareció Juana ante el Pontífice rodeado de toda su corte. Esta mujer seductora por su hermosura, por su lujo y hasta por sus pecados y aventuras, presentándose ante un Padre Santo artista y ante sus cardenales, muchos de ellos ordenados de diácono solamente, y que llevaban una vida de príncipes.
            La reina Juana, instruida y de fácil palabra, se enseñoreo al momento de la asamblea. Igual habría convencido de su inocencia a una reunión de verdaderos ascetas, aunque fuese autora de crímenes mayores. Los napolitanos, irritados por las demasías del invasor, pidieron a Juana que reconquistase su trono, y como necesitaba dinero para reclutar soldados mercenarios y alquilar galeras en Marsella, vendió Aviñón a los Papas en ochenta mil florines. Pintores italianos y franceses cubrían de frescos los muros de las salas pontificias., talleres de orfebres cincelaban sin descanso objetos de culto, recamados de piedras preciosas, u objetos de uso personal para los papas. Los muros de piedra desaparecían bajo vistosos tapices. El sacro tesoro de Roma –urnas preciosas conteniendo reliquias, ropas de altar, imágenes áureas- había sido traído a Aviñón, por creerlo aquí más seguro. Dentro de la fortaleza crecía un jardín con fuentes de mármol, pasos cubiertos y fingidas perspectivas para agrandar su tamaño. La curiosidad de estos pontífices meridionales había reunido en jaulas a todas las bestias raras que se conocían entonces: leones, tigres, dromedarios, avestruces, osos.
            El generoso Clemente VI adquiría con tal abundancia las ropas primorosamente bordadas, los tapices, los muebles, que muchos de tales encargos, después de ser admirados en el momento de su llegada, quedaban recluidos por falta de sitio en los desvanes del palacio. Los papas sucesivos mantuvieron su lujo con las magnificencias que había olvidado el Pontífice gran señor.
            Desde las terrazas almenadas podían ver todos ellos el crecimiento de su ciudad. El recinto amurallado comprendía, además del caserío, vastos jardines adosados a los conventos, y a los palacios de los cardenales en incesante desdoble. Más de cien torres se elevaban sobre los tejados. Abajo, en las callejuelas estrechas, bullía a todas horas un pueblo súbitamente enriquecido y orgulloso de la inesperada importancia de Aviñon, centro del mundo. Uno de sus barrios era todo de posadas. Llegaban clérigos y laicos de remotas naciones, en sus plazas sonaban todas las lenguas de Europa. La muchedumbre además de recibir el dinero de los fieles, gozaba las delicias de un continuo espectáculo, siendo su existencia semejante a la del antiguo populacho romano.
            Unas veces llegaba una peregrinación procedente de países lejanos; hombres y mujeres cubiertos de polvo, asombrando al vulgo con el exotismo de sus trajes, rostros y voces. En otras ocasiones se presentaba un rey con su cortejo o el mismo emperador del Sacro Imperio Romano, ganoso de visitar al Padre Santo en su nueva capital. Y desfilaban jinetes vestidos de hierro, sobre caballos encaparazonados y engualdrapados con blindajes de escamas, cual si fuesen bestias mitológicas. Las puntas de sus lanzas rozaban los balcones salientes, El metal vibrante de las trompetas buscaba en lo alto el metal volteador de las campanas. En muchas ocasiones, rey o emperador recibía la Rosa de Oro, regalo del Papa, y era costumbre que el soberano pasease a caballo por las calles, mostrando al pueblo la joya en su diestra. Los monarcas cristianos, cuando alcanzaban un triunfo sobre los enemigos d Dios, enviaban sus despojos a Aviñón como un presente.
            Un día sus vecinos vieron pasar cien moros a pie, con alquiceles blancos, llevando de la diestra cien caballos andaluces cargados de armas y de joyas. El rey de Castilla, después de su victoria dl Salado sobre los sarracenos, enviaba al Papa del Ródano una parte de su botín. En otra ocasión contemplaron una embajada del Gran Kan de Tartaria, cuyos enviados provocaban risas a causa d sus mantos y turbantes.
            Las damas obtenían una celebridad universal por su lujo costoso y sus artes de tocador para aumentar la belleza. Algunos cardenales italianos y franceses, que nunca creían llegado el momento de ordenarse sacerdotes, rivalizaban en amoríos con los señores laicos del país Venaissino o con los hombres de armas del Pontífice, los cuales obedecían al jefe militar del condado (casi siempre parientes del Papa), que tenían el título de rector.
            San Benezet, fabricó el puente sobre el Ródano, era un pastorcito que, según la leyenda, soñó desde pequeño con la construcción de éste puente colosal, apoyado en las islas del Ródano para llegar hasta Villeneuve, ciudad fronteriza, en la orilla perteneciente a Francia. De sol a sol, el pueblo aviñonés bailaba la farandola al son de pitos y tamboriles en las islas verdes, bajo la sombra d sus audaces arcos. Todo el mundo conoce la canción antigua:

Sur le port d´Avignon
Tout le monde y danse en rond.

También era continuo el espectáculo en las estrechas calles de la ciudad. Desfilaban procesiones de frailes vistiendo diversos hábitos. Orquestas numerosas acompañaban a los cantores de la Corte pontificia. La ciudad atraía a todos los músicos de aquel tiempo. Sr cantor o instrumentista del Papa representaba un certificado de valor internacional. Los devotos se aglomeraban en las plazas para escuchar a predicadores famosos venidos de todas partes: tan estrecho resultaba el ámbito de los templos. En esta ciudad de verdes alrededores la vida no sólo era molesta cuando soplaba el mistral. Petrarca se lamentó muchas veces de este viento frío y huracanado. Las gentes de su época inventaron un refrán en latín de la Edad Media, exagerando los desórdenes climatéricos de Avenio, antiguo nombre de Aviñón: Avenio ventosa, cum vento fastidiosa, sine vento venenosa.
Una calamidad mayor que el mistral hizo repetidas apariciones en el curso del siglo XIV: la peste, tan mortífera y repetida, que mereció el título histórico de la Gran Peste, exterminando según los cronistas de entonces, a la tercera parte de la población de Europa. No sólo se ensañó en la Corte Papal. Italia vio sus ciudades casi desiertas, en Florencia la mortandad fue inaudita, y Bocaccio el futuro canónigo, para entretener a las damas y caballeros refugiados como él, en un jardín aislado, compuso las alegres novelas de su Decamerón.
            La ciudad de las “tres llaves” “cielo, tierra e infierno”, atributos pontificios que figuraban en el escudo aviñonés, volvía a reanudar su existencia amplia y ostentosa, apenas se alejaba dicha calamidad.
            El populacho iba ricamente vestido con los despojos de la Corte papal. La servidumbre del Palacio y las de los cardenales reflejaban en su indumento el lujo de sus señores. La gran ostentación de los personajes de la Corte eran las peleterías preciosas. Pontífices y cardenales llevaban esclavinas guarnecidas de marta. Los papas cuando no llevaban la tiara, iban tocados con un becoquín de púrpura, con bandas de armiño.
            Su mesa era bárbara, como la de todos los grandes señores de aquella época; pero con una abundancia que exigía enormes gastos. Las bodegas pontificales de Aviñón adquirían renombre. En la orilla del Ródano, al pie de un castillo, poseían las generosas viñas de Cháteauneuf du Pape, cuyo vino es todavía famoso. Los colectores de los impuestos, cuando salían a cobrarlos por las diócesis, llevaban el encargo de remitir al intendente papal los mejores productos de cada país para embellecimiento de su mesa. La cocina de entonces tenía especialidades que ahora nos parecen repugnantes. Los colectores de Bretaña y otras regiones del Océano enviaban pedazos de ballena, cetáceo que abundaba mucho en el golfo de Gascuña y el Cantábrico. La ballena era entonces un plato muy apreciado hasta en las mesas reales. Otras veces remitían peces del Atlántico, distintos s los del Mediterráneo. Nada significaba la duración del viaje y las malas condiciones del transporte. El paladar estaba habituado al sabor y el olor de una pesca extraída quince días antes. De aquí el empleo del limón para refrescar momentáneamente este alimento algo corrupto, uso que, por rutina, ha llegado hasta nosotros, usándolo sin objeto en los peces frescos. Una gran masa de desterrados políticos ansiosos de justicia aumentaba el vecindario de Aviñón. Como no existían casas bastantes para dicha afluencia internacional, ocupaban los pueblos inmediatos y en días de fiesta venían a engrosar la muchedumbre de sus calles. Los más eran italianos antiguos güelfos que buscaban el amparo del papa, o gibelinos a los que perseguían nuevas facciones, empujándolos hacia la Santa Sede, cuya influencia habían combatido.
            Hijo de uno de estos proscritos fue Petrarca, cuyo recuerdo se encuentra por todas partes: en el palacio, en las calles de Aviñón, en la célebre fontana de Vaucluse. El joven italiano, venido a Aviñón cuando todavía era niño, desarrollaba las primeras ramas de su gloria al abrigo del Pontificado del Ródano, viviendo de sus liberalidades e insultándolo al mismo tiempo porque difería su vuelta a Roma. Como había recibido órdenes menores, aceptaba de los Papas ricos beneficios y canonicatos, sin pensar nunca en ocupar dichos cargos.
            La vida eclesiástica de entonces era muy diferente a la que ahora conocemos. La mayoría de los cardenales no pasaban de ser simples diáconos, librándose con ello de las obligaciones del sacerdocio: decir misa, leer diariamente su breviario, etc. De este modo podían entregarse por completo a sus asuntos políticos o mundanos. Muchos pontífices se ordenaban de sacerdotes al día siguiente de su proclamación y cantaban misa por primera vez.
            Italia, que había repelido a los Papas con sus desórdenes y revueltas, ansiaba ahora hacerlos volver por una conveniencia egoísta. El dinero de la Cristiandad había cambiado de rumbo. Ya no iba a Roma, y chorreaba, más abundante que nunca, sobre la ciudad de Aviñón.
            Al ser proclamado el magnífico Clemente VI, una delegación del pueblo de Roma venía a saludarle. Petrarca, residente en Aviñón, se agregaba a ella, y esto le hacía contraer amistad con uno de los diputados, joven, de palabra ardorosa, gran imaginación y una audacia sin límites, llamado Cola di Rienzo, hijo de un tabernero. El Papa trovador se dio cuenta de los servicios que podía prestar este tribuno a los pontífices en la desordenada Roma, y le concedió un título honorífico. Tal vez las palabras de Clemente VI le impulsaron a realizar l gran sueño de su existencia. De vuelta a su ciudad, oprimida por el bandidaje feudal, organizó una conspiración, apoderándose del Capitolio con el apoyo del pueblo y del legado del Papa. Rienzo constante lector de la Historia antigua, se proclamó tribuno de la Sacra República Romana por la voluntad del muy clemente Jesucristo. Hizo cosas buenas, expulsando a los magnates, venciendo a los barones bandidos, restableciendo el orden después de tantos años de anarquía. El Papa, desde Aviñón, sostuvo su autoridad. Petrarca, entusiasmado por tal resurgimiento de la Roma antigua, dirigió al tribuno su célebre canción Spirto gentil.
            Más el héroe, excesivamente imaginativo, creía en la importancia sobrenatural de su persona, y se entregó a desórdenes y extravagancias que disminuyeron su prestigio. Dio consejos a todos los soberanos de la tierra como si fuesen inferiores a él; ordenó a las ciudades italianas, con menosprecio de su independencia, que acudiesen a Roma para cimentar una alianza; exigió continuos impuestos para sostener sus tropas y costear fiestas enormes. El hijo del tabernero se bañó públicamente en una vasija de bronce, que pasaba por ser el baño del emperador Constantino, y a continuación se hizo armar caballero con exagerada pompa. Creyéndose invencible, habló al Papa como a un igual, despreciando su apoyo, y Clemente VI lo abandonó. Lo mismo hicieron las ciudades italianas, celosas de su poder e irritadas de su orgullo. El pueblo acabó por atacarlo, y tuvo que huir, refugiándose en Praga, cerca del emperador Carlos IV, el cual lo entregó al Papa, que lo había declarado sedicioso y herético. Rienzo vivió cautivo hasta la muerte de Clemente VI. El gran Papa había perdido su fe en este orador de voluntad cambiante y ambiciones inseguras. Hasta se cree que lo hubiese ahorcado de no intervenir Petrarca, mu apreciado por él como poeta.
            Inocencio VI, al sucederle, fijó su atención en Rienzo, que se consumía olvidado en un calabozo. Fue un español quien hizo pensar al nuevo Pontífice en el ex tribuno. Los pequeños soberanos de Italia y sus turbulentas ciudades habían aprovechado la ausencia de los papas para roer la tierra de sus estados. Apenas mantenían aquellos una autoridad sobre Roma, más nominal que efectiva. Los cardenales hablaban de reconquistar con las armas los bienes de la Santa Sede, pero ni ellos ni los pontífices eran hombres para conseguirlo.
            Uno de los cardenales extranjeros se comprometió a devolver a la Iglesia su patrimonio terrenal, creando un ejército en Italia y poniéndose a su frente: el español Carrillo de Albornoz, que en su juventud había sido hombre de guerra. Como arzobispo de Toledo, siguió al monarca de Castilla contra los moros, batiéndose cuerpo a cuerpo en la batalla del Salado, donde salvó personalmente la vida de su rey, dándole tal hazaña enorme influencia en la Corte. Huyendo luego de las persecuciones de don Pedro el Cruel, heredero del reino, se refugió en la Corte de Aviñón, cerca del brillante Clemente VI, quien le hizo cardenal.
            Albornoz, gran conocedor de los hombres, hábil para explotar sus virtudes o sus defectos, pidió que el olvidado Rienzo fuese sacado de su encierro y le siguiera a Roma con el título de Senador. Mientras él combatía a los tiranuelos de Italia, Rienzo, apoyándose en el pueblo romano, reanudó su lucha contra los barones que desolaban el país, obteniendo varios triunfos. Más el ídolo popular estaba quebrantado por su primera caída: Una parte de Roma protestó de sus leyes severas y sus gastos fastuosos. Los Colonnas aprovecharon tal descontento para sublevarse contra el dictador y éste, sorprendido, intentó huir del Capitolio; pero sus mismos partidarios, al reconocerlo, lo mataron, y el inconstante populacho arrastró su cadáver, quemándolo después y aventando sus cenizas.
            Hábil capitán y político, continuó Albornoz su guerra de conquista, apoderándose de todas las ciudades pertenecientes al Papado: unas, por asedio y asalto; otras, por negociaciones felizmente conducidas. Desde Bolonia, su residencia predilecta, dirigió esta campaña, cuyo éxito le fue creando numerosos enemigos en la Corte pontificia. Bajo la influencia de cardenales envidiosos, Inocencio VI estorbó sus triunfos con recomendaciones inoportunas y fatales. El ingrato Pontífice llegó un día a insinuar dudas sobre la probidad con que Albornoz había manejado los dineros de la guerra, y le pidió cuentas. El cardenal de Toledo envió a Aviñón como respuesta una carreta tirada por bueyes llena de cerrojos, candados y cadenas de las ciudades conquistadas. “Estas son mis cuentas Padre Santo.”
            Al morir en Bolonia dejaba establecido y dotado el famoso Colegio Español de dicha ciudad, y su entierro resultó algo nunca visto. Jamás príncipe ni Pontífice alguno fue llevado a la tumba con pompa tan grandiosa. Sus restos viajaron de Bolonia a España siempre en hombros y a pequeñas jornadas. Esta conducción fúnebre duró meses. Todo convento encontrado al paso designaba un grupo de monjes para que se uniese a la comitiva. Cuando el cadáver llegó a Toledo, en cuya catedral iba a ser enterrado, el cortejo fúnebre constaba de miles y miles de religiosos, todos llevando cirios encendidos; un verdadero ejército que estremecía el aire con sus estrofas funerarias. Cuantos bienes dejó libres el cardenal español los consumió este viaje extraordinario hacia su tumba.
            La conquista de los estados papales había aumentado las quejas y peticiones de los italianos. El pueblo de Roma, arrepentido de sus revueltas que repelieron a los papas e indignado al ver como el dinero de los fieles lo disfrutaba otra ciudad, extremó sus peticiones para que la Santa Sede abandonase las orillas del Ródano, volviendo a las del Tíber. Dicha propaganda encontró el más elocuente e infatigable de sus apóstoles dentro de la misma Corte pontificia. Era Petrarca.
            Cardenales de vida suntuosa, funcionarios pontificios de alegres costumbres, le tenían por amigo y protegido, haciéndole partícipe de las dulzuras y abundancias de su existencia. Esto no le impedía escribir contra las venalidades e impurezas del Pontificado de Aviñón, como si la vida de los Papas residentes en Roma hubiese sido más ejemplar. La disolución de las costumbres, mal común de aquella época, hacía quejarse a los ascetas y los prelados virtuosos, pidiendo una severa reforma eclesiástica.


EL GRAN CISMA DE OCCIDENTE

Con la salida del sexto y séptimo Papa de Aviñón, dando origen sin quererlo, a la larga pelea eclesiástica llamada el Gran Cisma de Occidente.
Las grandes compañías, tropas de mercenarios licenciados, representaban un peligro para los Pontífices. Saqueaban abadías y pueblos, y la ciudad del Ródano, famosa por sus riquezas era el principal objeto de sus asechanzas. Para defenderla se veían obligados los papas a mantener un ejército extraordinario, gastando, además, gran parte de sus rentas en construir fortalezas.

            El famoso Duguesclín héroe de la historia francesa, que fue algo bandido, como todos los hombres de armas de entonces, venía con sus tropas a situarse en las inmediaciones de esta ciudad. El pretexto era solicitar para él y sus soldados la bendición del Papa, pero exigiendo encima un tributo enorme, una especie de rescate, merced al cual se comprometía a seguir adelante sin daño para el Pontífice, y éste tuvo que aceptar tan costosa humillación. Por culpa de las grandes Compañías se sentían los papas tan inseguros junto al Ródano como Italia. Del otro lado de los Alpes seguían llegando reclamaciones y consejos de los que deseaban la traslación de la Santa Sede a Roma. Petrarca, ya anciano repetía desde su retiro de Arqua las mismas imprecaciones de su juventud. Los escritores italianos le hacían coro, calumniando las costumbres de la Corte de Aviñón y la conducta de los papas. Al fallecer Clemente VI, el más famoso de ellos, a causa de una dolencia corriente, todos en Italia propalaban que su muerte era debida a una enfermedad vergonzosa.
            Las campañas del cardenal Albornoz habían pacificado los estados de la Iglesia. El Papa podía vivir en Roma con tranquilidad, según afirmaban los romanos. La futura Santa Brígida, una condesa sueca que hablaba siempre en nombre de Dios y había visitado el purgatorio y el infierno para describirlos en sus libros, se unía a este coro de protestas.
            Amaba a Italia como un turista de nuestro tiempo; vivía en Roma o en Nápoles, lo que le hacía considerar la causa de los italianos como propia. Urbano V no pudo resistirse a esta continua sugestión venida del otro lado de los Alpes, y decidió transferir la Santa Sede a Roma. Quiso, además, aprovechar la circunstancia de que Duguesclín había pasado a España para hacer la guerra a don Pedro el Cruel y entronizar a su hermano bastardo don Enrique de Trastamara, lo que purgó el Mediodía de Francia de las famosas Compañías. Sin esto, el viaje hubiera resultado peligroso. El séquito papal llevaba valiosos objetos del tesoro de los pontífices y respetables cantidades de dinero. Los aventureros habrían solicitado otra vez la bendición del Papa, guardándolo preso para apoderarse de sus riquezas.
            Al llegar Urbano V a Marsella, los más de los cardenales se resistieron a seguirle hasta Roma;  pero acabaron por obedecer cuando les anunció que elegiría a otros. El viaje lo hizo por mar sin grandes dificultades, viéndose recibido en la Ciudad Eterna con entusiasmo por unos y con hostilidad o hipocresía por otros, según favorecía o estorbaba el regreso del Pontífice sus ambiciones  e intereses. Pronto se convenció de lo ilusorias que eran las seguridades ofrecidas por los italianos. Tuvo que levantar tropas para reprimir varias insurrecciones en las ciudades papales. Visconti y otros príncipes del Norte, que habían sido mantenidos a distancia por Albornoz, empezaron a invadir los estados de la Iglesia.
            Varios soberanos de la Cristiandad visitaron a Urbano V en su residencia en Roma: la reina Juana; el emperador de los griegos Juan Paleólogo; Lusignan, rey de Chipre; el emperador de Alemania Carlos IV, que sirvió de diácono al antiguo Papa de Aviñón al decir éste su misa ante el altar de los pontífices en San Pedro, y tantos años olvidado. Dichas visitas y el entusiasmo de los romanos, ansiosos de ver llegar los tributos de la Cristiandad, no impidieron que el Papa pensase con frecuencia en las desgracias de su país y en su segura y tranquila ciudad del Ródano. La llamada Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que había quedado adormecida, iba a recomenzar de un modo fatal para los franceses, no cambiándose su curso hasta medio siglo después con la intervención de Juana de Arco.
            Decidió Urbano V volver a Aviñón, a pesar de las declamaciones de Petrarca, de los ruegos de los romanos y de las visiones de Santa Brígida, la cual le anunció su muerte inmediata si abandonaba Italia.
Las santas mujeres

            La segunda mitad del siglo XIV y la primera del XV fué una época dirigida por visiones de mujeres que se consideraban inspiradas por Dios. La mayoría de los hombres se dejó guiar por los consejos y exhortaciones de estas videntes. Santa Brígida tuvo como imitadoras a la varonil Catalina, hija de un tintorero de Siena, y a su propia hija Catalina, que fue luego santificada, como su madre, con el nombre de Santa Catalina de Suecia. En época del Papa Luna, otra mujer, Santa Coleta, interviene en el Cisma para defender la legitimidad de este Pontífice, y años después aparece la más extraordinaria de todas ellas, la célebre Juana de Arco.
            Santa Brígida gozaba de gran popularidad en Italia. La condesa sueca, como la llamaban los italianos, era rica, gastaba mucho en sus viajes, y a la gente del país le placían los santos con dinero. Parienta de la dinastía reinante en Suecia, la casaron en su juventud con otro gran señor del país, igualmente místico, lo que nos les impidió tener nueve hijos. Al regreso de una peregrinación a Santiago de Compostela, los dos acordaron separarse para siempre. Él se hizo monje, y ella continuó sus viajes de carácter religioso, seguida de toda su numerosa prole. Vivió en Jerusalén y otras poblaciones de Oriente; más sus lugares predilectos fueron Nápoles y Roma. Escribió libros relatando sus visiones. Estuvo en el infierno sin moverse de la Tierra, gracias a una imaginación potente y desarreglada, en la que se nota la influencia del poema de Dante. Sus libros fueron considerados heréticos en el momento de su aparición, y únicamente años adelante, cuando la andariega condesa fue santificada por los papas de Roma, se vieron limpios de tal pecado.
            Era una santa terrible que parecía guardar la muerte en su bolsillo para distribuirla a su gusto. La reina Juana la recibió en su Corte en atención a su linaje. Uno de los hijos de Brígida era un hermoso mancebo, y la caprichosa reina, ahíta, sin duda, de napolitanos morenos, fijó sus ojos en el doncel escandinavo. La mística condesa adivinó inmediatamente los deseos de la reina: “Señor antes que mi hijo llegue a caer en el pecado, llévatelo a una vida más santa.” Y su hijo murió a los pocos días. Los mismos buenos deseos le inspiraba Urbano V al abandonar la ciudad de Roma. Santa Brígida le anunció una pronta muerte si regresaba a Aviñón y así fue. Es verdad que alguna vez había de morir, y su frágil salud, unida a lo penoso del viaje, no hacía aventurada la profecía.


Ochenta y seis días después de llegar a su antiguo palacio de Aviñón murió Urbano V, y su cadáver fue llevado al monasterio de San Víctor, en Marsella, del cual había sido abad. Un día bastó el cónclave para nombrar nuevo Papa, Gregorio XI. Sólo tenía treinta y nueve años, y su pare, un señor laico, pudo ver sucesivamente a su hermano y a su hijo pontífices. Este hermano había sido Clemente VI. El mismo pudo ser Papa, de querer ingresar en la vida eclesiástica; pero se negó a ello, y fue su hijo quien ascendió al trono pontificio. Como muchos de los príncipes de la Iglesia, no era más que cardenal diácono y en los días siguientes a su elección le ordenaron sacerdote, lo consagraron obispo y le coronaron, finalmente, con el nombre de Gregorio XI. Siguiendo la costumbre de los papas de Aviñón, recorrió las calles de la ciudad al frente de una gran cabalgata, llevando en su cabeza la famosa tiara de San Silvestre y montado en un corcel cuya brida sostenía el duque de Anjou, hermano del rey de Francia.
            Inmediatamente empezaron a llegar embajadores italianos para pedirle que volviese a Roma, afirmando que la ciudad entraría en orden con sólo su presencia. La “peste” apareció por tercera vez en Aviñón, causando grandes estragos, y Gregorio XI tuvo que abandonar su Palacio, instalándose el Villeneuve. Además, las Compañías saqueaban los pueblos inmediatos, robando a las multitudes devotas que venían en busca de la bendición papal, lo que obligó al Pontífice a repetir los inoperantes anatemas de su antecesor contra dichas bandas de soldados ladrones.
            Catalina, la hija del tintorero de Siena, se presentó en Aviñón, enviada por los florentinos para un asunto de su República. Las comadres de Siena no podían creer en su importancia. La habían visto de pequeña; era la Benincasa, la hija de Mona Lapa, la hermana de unos pobres tintoreros que habían hecho quiebra; pero más allá de su país, en Florencia, en Roma, era ya, célebre por sus éxtasis proféticos. Mujer de gran voluntad y de un lenguaje rudo y atrevido, se decía enviada por Dios para realizar la gran empresa de su época: el retorno de la Santa Sede a Roma. La corte aviñonesa la recibió hostilmente. Cardenales y altos funcionarios miraron con desprecio a esta plebeya andariega y verbosa. Las damas pertenecientes a la familia papal, las sobrinas de cardenales o esposas e hijas de burgueses ricos de Aviñón, pasaron por la antecámara del Pontífice para ver de cerca, con irónica curiosidad, a esta mujer mal vestida y de ademanes varoniles tan diferente a ellas, que arrastraban al andar sedas, brocados y armiños, dejando una estela de perfumes. Respondió la vidente a sus burlas con rudezas. Tenía algo de las cantineras heroicas que de pronto se ven entre las damas de una Corte por haber ascendido sus maridos a generales. A ella lo que le interesaba era hablar a solas con el Papa, varón irresoluto, en el que hacían honda mella sus consejos, algo insultantes, de hembra enérgica enviada por Dios.
            En 1376 Gregorio XI se decide irrevocablemente a volver a Roma, y nadie pudo retardar dicho viaje. En vano su padre se tendió a través de la puerta de la cámara papal para impedir que partiese. El Pontífice, marchando como un hipnotizado, pasó sobre él. Al montar frente al Palacio, su caballo se encabritó y no quiso avanzar, teniendo sus escuderos que buscarle otro. Las gentes de Aviñón decían a gritos que tal viaje era contra la voluntad de Dios. Fue inútil que el rey de Francia enviase a su hermano para retener al Papa. Este se embarcó en Marsella, donde le aguardaban treinta y dos galeras y otros barcos auxiliares que los caballeros de San Juan de Jerusalén habían puesto a su disposición. Resultó horrible la travesía, navegó siempre con tempestad, teniendo que hacer largas escalas en Villafranche, Génova, Liorna, Piombino y otros puertos de la costa italiana. Algunas de las naves naufragaron a la vista del Pontífice.
            Al fin, después de dos meses y medio de navegación, llegó el Papa a Ostia, remontó el Tiber con sus maltrechas galeras e hizo una entrada solemne en Roma. Pronto pudo convencerse de que esta pompa era ficticia y encubría igual inseguridad que el otro recibimiento hecho a su antecesor. Le habían engañado sobre la aparente sumisión de la aristocracia romana. Los bannerets, jefes feudales de los doce distritos de la ciudad, acostumbrados a mandar como señores absolutos en sus jurisdicciones, habían depositado a los pies del papa sus banderas como signo de vasallaje: pero esto no era más que un simulacro. Siguieron gozando de sus jurisdicciones despóticas desobedeciendo al Papa siempre que les convino. Las poblaciones de los Estados Pontificios se sublevaron igualmente bajo la influencia de sus pequeños tiranos.
            Gregorio XI tuvo que vivir de otro modo que en la tranquila Aviñón para pacificar estas revueltas y sostener en pie el fantasma de una fingida autoridad. Sintiéndose enfermo de muerte, adivinó los peligros a que iba a quedar expuesta la Iglesia después de su desaparición, si el cónclave se celebraba en Roma. Los bannerets, decían a gritos que estaban decididos a no aceptar un Papa que no fuese romano o, a lo menos, italiano. Así volverían a su ciudad las riquezas monopolizadas por la Babilonia del Ródano.
            Alarmado el Pontífice, quiso volverse a Aviñón, como lo había hecho su predecesor, y ordenó secretamente los preparativos del viaje. Se mostraba arrepentido de haber dado fe a consejos de mujeres visionarias, lamentando públicamente tal debilidad; pero la muerte le sorprendió antes que pudiera marcharse de Roma. Para remediar los peligros más inmediatos había firmado una Bula en la que ordenaba a los cardenales residentes junto a él que eligiesen un Papa con la mayor celeridad, sin esperar a sus colegas que se habían quedado en Aviñón, reuniéndose para ello donde estuvieran más seguros. Pronto se vio que los temores del difunto eran ciertos. Los romanos detenían a los cardenales a la salida de las iglesias para gritarles con tono amenazante: “Nombrad un Papa romano o, a lo menos, italiano, pues nuestra ciudad está viuda desde hace sesenta y ocho años.” Otros, más francos decían: “Desde que murió Bonifacio VIII, Francia se atraca de un oro que pertenece a Roma. Ha llegado nuestro turno y queremos hartarnos del oro francés.”
            Cuando, pasada la novena reglamentaria, se abrió el cónclave el 7 de abril de 1378, la ciudad estaba en plena revuelta. En las inmediaciones del Palacio papal se aglomeraba una enorme muchedumbre, todo el populacho romano y servidores de personajes feudales que atizaban la insurrección, obedeciendo a sus señores. Los cardenales, al dirigirse al cónclave, tenían que pasar entre sus amenazas. “Si no nos dais un Papa romano o italiano, moriréis todos.” Apenas el cónclave empezó sus deliberaciones, una diputación de los bannerets vino a decirles: “Elegid cuanto antes un Papa italiano o, sino, el pueblo hará vuestras cabezas más rojas que vuestros capelos.” En vano algunos de los cardenales protestaron contra estas imposiciones. “Con vuestras amenazas, señores romanos, no conseguiréis más que viciar nuestra elección, y, en tal caso, en vez de un Papa tendréis un intruso.”
            La revuelta creció fuera del Palacio. Todas las campanas de Roma tocaron a rebato, empezaron a llegar grupos con armas, y, finalmente, las puertas del Palacio fueron derribadas, penetrando las turbas en los salones del cónclave. Once cardenales eran franceses, cuatro italianos y uno español, Pedro de Luna. Éste, en su primera juventud, había hecho la guerra en Castilla contra don Pedro el Cruel. Era tenaz y valeroso, a pesar de la pequeñez de su cuerpo y fue el único cardenal que no huyó, saliendo al encuentro del populacho agresivo.
            Aterrados los conclavistas por el peligro, no sabían que hacer. El griterío y el avance de las masas amotinadas no les permitían deliberar con tranquilidad. Creyeron salir del paso con una fingida entronización para engañar al pueblo y reunirse en otra parte. Para ello echaron la capa pontificia sobre los hombros de uno de los cuatro conclavistas italianos, el cardenal de San Pedro, que era de una extrema ancianidad. El octogenario, asustado, empezó a dar gritos: “Yo no soy el Papa… No quiero ser Papa.”
            Entonces acordaron rápidamente nombrar a Bartolomé de Prignano, arzobispo de Bari, que no era cardenal, y a quien muchos de ellos apenas conocían. Les bastaba que fuese italiano. Y después de tan precipitado acuerdo, cada príncipe de la Iglesia se fue por donde pudo, los más al castillo de San Angelo, mientras el pueblo invadía el Palacio, robando todos los muebles, ropas y objetos papales. Sólo al día siguiente, después d varias entrevistas y muchas promesas, doce cardenales se decidieron a salir del citado castillo para entronizar a Prignano que tomó el nombre de Urbano VI.
            Es indudable que, a pesar de los vicios de esta elección forzada, los cardenales, deseosos de no recomenzar otra por miedo al populacho, se habrían resignado a obedecer al Papa de origen dudoso. Pero Urbano VI, un napolitano que hasta entonces había sido hombre razonable, perturbado por su inesperada elevación, empezó a proceder como un loco violento. Trataba a sus cardenales y allegados con brutalidad, llegando algunas veces a levantar la mano contra ellos. Mientras vivió catalina de Siena, ésta y la otra Catalina, hija de Santa Brígida, le impusieron cierta prudencia con sus exhortaciones. Años después, al verse libre de tal vigilancia, llegó a ordenar el tormento y la muerte de algunos cardenales nombrados por él, a causa de creerlos vendidos a sus enemigos.
            Cinco meses después de dicha elección, los mismos conclavistas que habían nombrado a Urbano VI, no pudiendo sufrir más tiempo sus tiranías, abandonaron Roma para reunirse en el castillo de Fundi el 20 de septiembre, declarando nula la elección de Prignano y votando en su lugar al cardenal Roberto de Ginebra, un francés que tomó el nombre de Clemente VII. Así empezó el Gran Cisma de Occidente.
            Todos los cardenales acudieron a Fundi, absolutamente todos, hasta los italianos. Sólo faltó uno de estos cuatro, el octogenario cardenal de San Pedro, por haber muerto poco después del cónclave, sin duda, a consecuencia del susto. Como Urbano quedaba sin un solo cardenal creó veintiséis, y tomó a su servicio, como tropas mercenarias, muchas bandas de las que robaban a los viajeros en los caminos.
            Clemente VII y sus cardenales, que eran todos los anteriores al cisma, decidieron volverse a Aviñón, donde habían quedado cinco de sus colegas después de la partida de Gregorio XI. El Papa de Aviñón fue reconocido por Francia, España, Portugal, Escocia, Saboya y el reino de Nápoles-Provenza. El norte de Europa, por antagonismo con el Sur, reconoció al Papa de Roma. Existía también una razón política: Inglaterra y Alemania temieron que si triunfaba el Papa de Aviñón los reyes de Francia acabarían por ser emperadores, reivindicando la herencia de Carlomagno.
            El vulgo ha tomado la costumbre de llamar “antipapas” a los dos últimos pontífices que residieron en Aviñón; pero la Iglesia no ha decidido nada formalmente sobre esto. Nunca ha dicho de un modo terminante si, de los dos papas que existieron al mismo tiempo en Roma y Aviñón, uno sólo fue vicario de Jesucristo, o si los dos se repartieron durante cierto número de años la carga de gobernar al pueblo cristiano. Muchos historiadores no creen que se debe interpretar como decisión dogmática el hecho que los nombres de los dos papas que vivieron en Aviñón durante el cisma no figuren en el catálogo usual d los soberanos pontífices. Ningún acto de la autoridad apostólica los ha designado nunca con el nombre de “antipapas”. Los concilios de Pisa y de Constanza, que se reunieron para acabar con el cisma,, destronando a la vez al Pontífice de Aviñón y al de Roma, los atacaron duramente por su conducta; pero jamás los llamaron “antipapas”.
            Los designaban siempre con el título de Papa en su obediencia de Aviñón o Papa en su obediencia de Roma: In sua obedientia Papa. La Iglesia ha creído prudente no acordarse mucho de aquel triste periodo de controversias e indisciplinas. Además, lo que se pleiteaba era la validez de una elección, sin tocar, ni de lejos, las cuestiones dogmáticas. Todos eran igualmente observadores d la doctrina cristiana.
            Como no eran sólo cardenales franceses los que habían elegido en Fundi a Clemente VII, uniéndose a ellos los cardenales nacidos en Italia, Catalina de Siena, partidaria del Papa de Roma, insultó a éstos últimos llamándolos malos italianos. Para dicha santa (¿), el cisma era un asunto de nacionalidad. La Iglesia, a pesar de ser universal, debía de estar regida siempre por italianos, exclusivismo; pero en el siglo XIV los eclesiásticos eran más libres y todo el cisma giró en torno al derecho que tenían los católicos, fuese cual fuese su país, para ocupar el Pontificado.
            La vuelta del Papa a Aviñón reanimó la ciudad, que había empezado a decaer. Volvieron los soberanos a visitarlo en su Palacio del Ródano. Hasta el rey de Armenia pasó con su cortejo por las calles de Aviñón, para rendir homenaje a Clemente VII. Tenía éste treinta y seis años cuando fue elegido. Por las mujeres de su familia estaba emparentado con el rey de Francia, Era de carácter intrépido, y, al mismo tiempo, hábil y conciliador. El cruel Urbano VI, al verse Pontífice por el miedo de los cardenales, lo distinguió, con un odio extraordinario. Sabía que de haberse verificado la elección pacíficamente, el cardenal Roberto de Ginebra hubiera sido el Papa electo. A causa de su juventud y sus costumbres de prócer, una vez lo llamó en público rufián.
            Murió Urbano VI, onces años después de su discutible elección, en plena demencia persecutoria. Algunos de sus cardenales desaparecieron misteriosamente. Una vez se le vio pasear por un salón leyendo con tranquilidad su libro de oraciones, mientras abajo sonaban los gritos de otros dos cardenales atormentados por orden suya. El fallecimiento de Urbano VI en 1389 fue una ocasión inesperada para restablecer la paz eclesiástica. El rey de Francia y la Universidad de París se apresuraron a enviar misarios a Roma para que no se reuniese nuevo cónclave, suprimiendo de este modo el cisma. Pero los cardenales improvisados por Urbano VI temían perder sus investiduras si se unificaba la Iglesia y se apresuraron a votar un nuevo Papa, que tomó el nombre de Bonifacio IX.
            En adelante, los cardenales de una obediencia y de otra eligieron los papas con rapidez, cuando aún no estaba enterrado el antecesor. Los de Roma dieron el ejemplo, y esto prolongó el cisma.
            Clemente VII fallecía en su Palacio de Aviñón a los dieciséis años de su pontificado. Pidió que lo enterrasen junto a uno de sus cardenales, Pedro de Luxemburgo, que había vivido como un asceta, no obstante estar emparentado con todos los reyes de su tiempo. Dicho santo, extremadamente joven, muerto a consecuencia de las privaciones que se impuso, ordenó que lo enterrasen en el cementerio d los pobres de Aviñón; pero tales multitudes acudieron a rezar sobre su tumba y tales prodigios obró desde ella, que sus restos acabaron por ser trasladados a un templo erigido en su honor. Este fue uno de los varios santos para los cuales no ofreció duda alguna la legitimidad de los papas de Aviñón, en tiempos del cisma, y que, manteniéndose bajo su obediencia, realizaron grandes milagros.
            Al morir Clemente VII, sus cardenales hicieron lo mismo que los de Roma, y nombraron un nuevo Papa. La Corte de Francia envió una embajada para pedir que el cónclave se suspendiese, restableciendo de este modo la deseada unidad; pero llegó demasiado tarde, como cinco años antes le había ocurrido en Roma.
            Los conclavistas aviñonenses no dudaron un momento en designar a su elegido, fijándose todos en el llamado cardenal de Aragón, español famoso por su entereza de carácter, sus estudios canónicos, su dialéctica infatigable, sus costumbres austeras. En una época que era espectáculo corriente ver a los príncipes eclesiásticos llevándola misma vida licenciosa d los señores laicos, el cardenal de Aragón no dio nunca el más leve motivo de escándalo por sus costumbres privadas. Se mantuvo dentro de las reglas virtuosas que la Iglesia impone a sus hombres, y eso que él era simple cardenal diácono, para dedicarse con más libertad a los negocios de la política papal, y sólo se ordenó de sacerdote al día siguiente de su elevación al Pontificado.
            Desde los primeros momentos del cisma fue uno de los propagandistas más vigorosos de la legitimidad del Papado aviñonés. Viajó por España, logrando que los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que al principio se habían mantenido neutrales en la gran disputa eclesiástica, reconociesen, finalmente, a Clemente VII.
            Si éste había sido pariente de la dinastía reinante en Francia, una mujer de la familia del cardenal de Aragón, doña María d Luna, era reina por estar casada con don Martín, monarca de Sicilia y heredero de las coronas de Aragón, Cataluña y Valencia.
            Veintiún cardenales, casi todos ellos anteriores al nacimiento del cisma, nombrados por un Papa único e indiscutible, tomaron parte en dicha elección. Veinte designaron unánimamente a Pedro de Luna, que tenía entonces sesenta y seis años. Sólo hubo un voto en contra, el del propio elegido, que no quiso votarse a sí mismo y se resistió hasta el último momento a aceptar el Pontificado.
            El nuevo Papa tomó el nombre de Benedicto XIII. Era el primer español que iba a preocupar al mundo, desde los tiempos de la antigua Roma, aleccionada por el español Séneca y gobernada por el español Trajano.



Continuará….
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Blasco Ibañez, Vicente, Obras Completas, Madrid, Aguilar, S.A., Ediciones, 1967, tres tomos, t. II.



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