EL
PAPA DEL MAR
EL
PAPA ESPAÑOL DE AVIÑÓN
En
Valencia
en la parroquia de San Nicolás, con sus imágenes y altares cubiertos de oro,
existe un retrato oval del Papa Calixto III, vestido de rojo, con un becoquín
de púrpura ribeteado de armiño cubriendo su cabeza. Se había llamado Borja y
empezó de simple beneficiado de esta iglesia. Emprendió el viaje a Roma para
llegar a ser Papa en su ancianidad. Además dejaba abierto el camino del
Pontificado a un sobrino suyo, el famoso Rodrigo de Borja (Alejandro VI, tercer
Papa español), padre de una numerosa familia que italianizó su apellido,
convirtiéndolo en Borgia. El Pontífice representado en el cuadro oval había
repetido desde su infancia: “Yo seré
Papa, yo seré Papa”… y lo había sido. Su historia portentosa dejaba un
refrán en la vida valenciana, que decía traducido al castellano: “Si quieres ser Papa, métetelo en la cabeza.”
Un
poco de Historia
A un lado de la plaza
principal de Aviñón, está el palacio fortificado de los pontífices, es una
construcción enorme, robusta, asentada sobre el suelo con majestuosa pesadez,
dejando adivinar la amplitud de sus muros. Todo es en este palacio-castillo de
forma rectangular, de líneas rígidas, con esquinas que habían sido verticales y
aparecen ahora dentelladas por las roeduras del tiempo o las huellas de los
proyectiles de piedra que arrojaron las “bombardas” durante los sitios.
La arquitectura civil de la Edad Media no había producido
en el interior de las ciudades nada semejante. Su masa formidable ocupaba una
superficie de más de seis metros
cuadrados con muros macizos y desnudos, verdaderos muros de fortaleza, sin las
rasgaduras luminosas y coloreadas d los ventanales con vidrios. Las cortinas de
piedra tendidas de una torre a otra tenían arcos muy prolongados que empezaban
a ras del suelo, remontándose audazmente hasta cerca de los matacanes y las
almenas. Pero dichos arcos, estrechos como un hierro de lanza, los cegaba un
segundo muro. Eran obras salientes de refuerzo, pilares unidos por ojivas, que
parecían añadir nueva robustez al palacio-fortaleza. El sol y la atmósfera
habían teñido de suave rojo muros, alamedas y torres.
Es el color de Aviñón, el color de sus templos, murallas
y puentes, de todo lo que en esta tierra fue construido con piedra. Parece
reflejar una interminable puesta de sol; recuerda el tono de las hojas
otoñales.
La amplitud de su plaza, obra de don Pedro de Luna.
Durante cuatro años y medio se había defendido en este palacio con su pequeña
guarnición de españoles, y al triunfar por algún tiempo, hizo destruir los
edificios inmediatos, como si presintiese los nuevos asedios a qu iban a
someterles sus enemigos.
Las casas actuales eran posteriores al reinado de los
Papas de Aviñón, vistosos palacios del Renacimiento, construidos por los
legados que enviaba Roma para gobernar la ciudad. A un lado de la plaza, junto
a la colina sobre el Ródano, llamada el Peñasco de Doms, estaba la catedral con
su campanario rematado por una imagen cubierta de oro; torre posterior a la que
aprovecharon los enemigos del Papa Luna para batir el palacio vecino con sus bombardas.
El mundo no era entonces como ahora, no existía Francia
en su forma actual; tampoco existía España; y en cuanto a Italia, no era más
que un conglomerado de pequeños estados en incesante ebullición. Príncipes y
barones feudales vivían de las rapiñas de una continua guerra. El Papa, señor
de grandes territorios en torno a Roma, se veía despojado de ellos por las
familias nobles y belicosas del país.
Mientras el Santo Padre era venerado por el resto de la
Cristiandad, los romanos sólo veían en él a un señor como los otros
obedeciéndole si era poderoso, menospreciándole cuando un pequeño soberano
lograba vencerlo. Familiarizados con los papas por haberlos visto simples
hombres antes de su elevación, no parecían temer gran cosa los rayos de sus excomuniones.
La ciudad de Roma era uno de los lugares más inseguros de
la tierra. En sus calles se batían casi a diario las bandas de los Orsinis y
los Colonnas, (familias rivales, en eterna disputa por la posesión de la
antigua urbe, majestuosa como un cementerio, casi despoblada), con más ruinas
que edificios enteros. A veces, los dos grupos rivales pactaban momentáneo
acuerdo para imponer duras humillaciones a un tercer contendiente, que era el
Papa. No había altura en el campo romano que no estuviese ocupada por un
castillo de barón bandolero. Atravesar las cercanías de Roma en el siglo XIV
para ver al Pontífice resultaba tan peligroso como ir hasta Jerusalén en busca
del santo Sepulcro. Los peregrinos eran asaltados y robados por las bandas
feudales, quedando muchas veces prisioneros hasta que llegaba el rescate
exigido por el señor.
Dentro de la capital del orbe cristiano se vivía como en
una selva, entre emboscadas y astucias mortales, con las armas en la mano a
todas horas y la casa bien cerrada. Los de un bando tenían su fortaleza en el
castillo de San Angelo; los otros s habían atrincherado en el Capitolio. Estas
guerras interminables destruían los majestuosos recuerdos de la antigua
civilización romana con una barbarie mayor que la de las invasiones venidas del
Norte. Los barones echaban abajo arcos de triunfo, termas, columnatas de los
palacios de los Césares, para construirse torres y casas almenadas en las
callejuelas de la Roma medieval. Los capiteles de marmórea hojarasca, las
lápidas cubiertas de inscripciones, los fragmentos de estatuas, todo servía de
sillares para estas fortalezas urbanas.
Aparecían los papas ante el resto de la Cristiandad como
si viviesen en Roma; pero sólo estaban dentro de ella cortas temporadas,
durante las grandes ceremonias que hacían necesaria su presencia o en momentos
de tregua, cuando las dos facciones, por cansancio, deponían las armas.
Consideraban más prudente instalarse en el castillo de algunos d sus sobrinos,
que la influencia papal había convertido en gran señor, o en pequeñas ciudades
agradecidas al Santo Padre por la enorme muchedumbre de viajeros que atraía su
presencia. Aún perduraba en Italia la separación entre güelfos y gibelinos,
aceptando una parte del país con malicioso regocijo todos los infortunios que
pudiera sufrir el Papa. Uno de los más enérgicos, al que suponían por su tenaz
voluntad ser de remoto origen español, Bonifacio VIII, se veía insultado y
hasta abofeteado en su propio castillo de Agnani a causa del abandono en que lo
dejaron sus compatriotas.
Defendiendo los derechos de la Iglesia, emprendía una
guerra tenaz contra Felipe el Hermoso,
rey de Francia. En vano lo excomulgaba, atrayendo sobre su cabeza las iras del
Cielo. El monarca tenía a su lado como ministro a un jurisconsulto de Tolosa,
Guillermo de Nogaret, meridional que, por su audacia, aparece en la Historia
como un precursor de Dantón y otros personajes de la revolución francesa.
Nogaret tomaba la ofensiva, pasando a Italia como
representante de su rey, y auxiliado por los Colonnas, tenaces enemigos del
Pontífice, asaltaba con sus bandas la ciudad de Agnani, sorprendiendo a
Bonifacio VIII en su castillo. El pueblo encontró muy interesante ver al Santo
Padre tratado como un soberano cualquiera, y favoreció con su indiferencia esta
invasión del retiro papal. En vano el enérgico pontífice pretendió intimidar a
los invasores recibiéndolos con la tiara puesta. Nogaret, que era un patarín, nieto de albigenses de Tolosa,
perseguidos cien años antes por la Inquisición papal, se dio el gusto de
insultar a un Pontífice cara a cara. Uno de los Colonnas, perseguido cruelmente
por Bonifacio hasta el punto de verse esclavo de los corsarios mahometanos, lo
abofeteó con su guantelete de acero.
Murió el Papa de cólera y vergüenza; su carácter enérgico
no pudo sobrellevar tal humillación. Hubo que nombrarle sucesor en medio de la
anarquía italiana, y los cardenales designaron a Beltrán de Got, prelado
francés, arzobispo de Burdeos, el primero de los papas de Aviñón. Antes d él,
que tomó el nombre de Clemente V, habían existido otros papas también de origen
francés. Pero lo raro del caso fue que el arzobispo de Burdeos dependía del rey
de Inglaterra, no del monarca de Francia. Francia estaba dividida entonces, y
los ingleses ocupaban una parte de su suelo, manteniendo la llamada guerra de
los Cien Años. Esta Guerra, que durante tres cuartos de siglo fue de un
resultado incierto, sólo se decidió con la aparición y la intervención de la
extraordinaria Juana de Arco.
A su coronación en Lyón, asistían los reyes de Francia,
de Aragón y de Mallorca. Felipe el Hermoso y el duque de Bretaña llevaban las
bridas del caballo papal. Tal era la concurrencia, que un muro viejo cargado de
espectadores se derrumbó, matando al duque de Bretaña y a uno de los hermanos
del Papa.
El audaz Nogaret procuró explotar la fuerza de la Iglesia
en beneficio de su rey al ver establecido al Papa en una ciudad de Francia.
Quería apoderarse de los bienes de los Templarios y para ello necesitaba el
apoyo del Pontífice. Este, no queriendo legitimar tal injusticia, huyó a su
diócesis de Burdeos. Pero allí quedaba bajo el dominio del rey de Inglaterra,
que procuró también explotar su presencia.
Clemente V, gravemente enfermo, tuvo que volver un año
después a los estados del rey de Francia, lo que le hizo ceder a las
pretensiones de Nogaret, ansioso de remediar los apuros del erario real
confiscando los tesoros de los templarios. Poseían éstos ricos establecimientos
en Oriente y Occidente; eran los banqueros universales de pueblos y reyes. Al
fin se vio obligado a autorizar la persecución y supresión de dicha Orden, y
para no vivir más tiempo bajo la influencia de Felipe y su consejero, pensó en
el condado Venaissino, que pertenecía a la Iglesia desde un siglo antes por
cesión de los condes de Tolosa, y en cuyo límite estaba la ciudad de Aviñón.
Carpentras, capital del condado, era pequeña comparada con dicha ciudad junto
al caudaloso y navegable Ródano, y fue a instalarse en un convento de
dominicos, construido sobre una isla frente a Aviñón.
Este alojamiento lo consideraba circunstancial. Su deseo
era volver a Roma; pero los desórdenes de la urbe cristiana, cada vez mayores,
hacían imposible el viaje. Muy al contrario, los cardenales italianos vinieron
poco a poco a establecerse en torno al Papa, considerando más tranquila y
segura la vida en Aviñón. Muchos celebraron en estilo poético la suerte de que
los pontífices hubiesen heredado el condado de Venaissino. De este modo “la
barca de San Pedro podía amarrar tranquilamente, después de tantas tempestades,
al abrigo de un peñasco sobre el Ródano.”
Al morirse Clemente V, los cardenales elegían al obispo
de Aviñón, que tomó el nombre de Juan XXII. Éste continuó habitando como Papa
su palacio episcopal; pero cada año se veía más lejana la posibilidad d que la
Santa Sede pudiese volver a Roma. A partir del segundo Papa, empezaron las
construcciones parciales que habían de formar más adelante el imponente
conjunto del palacio de Aviñón. Dicho palacio tuvo que ser al mismo tiempo una
fortaleza. Resultaba insegura la vida en aquellos siglos, y los Papas no se
veían a cubierto del peligro general. La Guerra de los Cien Años tenía largas
treguas, que obligaban a licenciar a las tropas mercenarias, costosas de
mantener, y estas bandas de guerreros a sueldo, al verse sin ocupación, se
dedicaban al bandidaje, saqueando poblaciones, exigiendo tributos a los
pequeños soberanos.
Los mismos papas que hacían una fortaleza de su vivienda
levantaron alrededor de Aviñón sus hermosos baluartes, útiles para aquella
época, graciosos ahora.
El más célebre por su magnificencia fue Clemente VI,
cuarto Papa de Aviñón, llamado por algunos el
trovador con tiara. Era un noble del Mediodía de Francia, que imponía
respeto por su natural majestad y sus gustos de príncipe letrado, “Mis antecesores no supieron ser papas”,
decía este gran señor.
Se había acostumbrado la mayor parte de la cristiandad a
ver a los Papas instalados junto al Ródano. Este retiro circunstancial adquiría
cada año un carácter más estable. Los cardenales agrandaban los caserones de
Aviñón que les ofrecía el Pontífice con el título de libreas, convirtiéndolos en palacios suntuosos, la ciudad parecía
nadar en oleadas de dinero.
Pocas veces se vieron tan ricos los Papas. Algunos de
ellos, hábiles administradores, habían organizado los ingresos de la Iglesia,
obligando a clérigos y obispos a enviar puntualmente su tributo. Aviñón
pertenecía ya a los papas. Al principio
fue propiedad de la famosa reina Juana de Nápoles, la mujer más elegante, más
graciosa en palabras y ademanes, y de costumbres más disolutas que se
encuentran en la historia de aquellos siglos. Cambió varias veces de esposo.
Casada con Andrés de Hungría, fue asesinado éste por un amante de ella. Luís,
rey de Hungría, marchó contra Juana para vengar la muerte de su hermano, y al
mismo tiempo con el propósito de hacerse dueño de Nápoles. Juana, que era
también condesa de Provenza, huyó de esta tierra como si buscase el amparo
espiritual de los papas. En vista de que el rey húngaro pedía su castigo a
Clemente VI, compareció Juana ante el Pontífice rodeado de toda su corte. Esta
mujer seductora por su hermosura, por su lujo y hasta por sus pecados y
aventuras, presentándose ante un Padre Santo artista y ante sus cardenales,
muchos de ellos ordenados de diácono solamente, y que llevaban una vida de
príncipes.
La reina Juana, instruida y de fácil palabra, se
enseñoreo al momento de la asamblea. Igual habría convencido de su inocencia a
una reunión de verdaderos ascetas, aunque fuese autora de crímenes mayores. Los
napolitanos, irritados por las demasías del invasor, pidieron a Juana que
reconquistase su trono, y como necesitaba dinero para reclutar soldados
mercenarios y alquilar galeras en Marsella, vendió Aviñón a los Papas en
ochenta mil florines. Pintores italianos y franceses cubrían de frescos los
muros de las salas pontificias., talleres de orfebres cincelaban sin descanso
objetos de culto, recamados de piedras preciosas, u objetos de uso personal
para los papas. Los muros de piedra desaparecían bajo vistosos tapices. El
sacro tesoro de Roma –urnas preciosas conteniendo reliquias, ropas de altar,
imágenes áureas- había sido traído a Aviñón, por creerlo aquí más seguro.
Dentro de la fortaleza crecía un jardín con fuentes de mármol, pasos cubiertos
y fingidas perspectivas para agrandar su tamaño. La curiosidad de estos
pontífices meridionales había reunido en jaulas a todas las bestias raras que
se conocían entonces: leones, tigres, dromedarios, avestruces, osos.
El generoso Clemente VI adquiría con tal abundancia las
ropas primorosamente bordadas, los tapices, los muebles, que muchos de tales
encargos, después de ser admirados en el momento de su llegada, quedaban
recluidos por falta de sitio en los desvanes del palacio. Los papas sucesivos
mantuvieron su lujo con las magnificencias que había olvidado el Pontífice gran
señor.
Desde las terrazas almenadas podían ver todos ellos el
crecimiento de su ciudad. El recinto amurallado comprendía, además del caserío,
vastos jardines adosados a los conventos, y a los palacios de los cardenales en
incesante desdoble. Más de cien torres se elevaban sobre los tejados. Abajo, en
las callejuelas estrechas, bullía a todas horas un pueblo súbitamente
enriquecido y orgulloso de la inesperada importancia de Aviñon, centro del
mundo. Uno de sus barrios era todo de posadas. Llegaban clérigos y laicos de
remotas naciones, en sus plazas sonaban todas las lenguas de Europa. La
muchedumbre además de recibir el dinero de los fieles, gozaba las delicias de
un continuo espectáculo, siendo su existencia semejante a la del antiguo
populacho romano.
Unas veces llegaba una peregrinación procedente de países
lejanos; hombres y mujeres cubiertos de polvo, asombrando al vulgo con el
exotismo de sus trajes, rostros y voces. En otras ocasiones se presentaba un
rey con su cortejo o el mismo emperador del Sacro Imperio Romano, ganoso de
visitar al Padre Santo en su nueva capital. Y desfilaban jinetes vestidos de
hierro, sobre caballos encaparazonados y engualdrapados con blindajes de
escamas, cual si fuesen bestias mitológicas. Las puntas de sus lanzas rozaban
los balcones salientes, El metal vibrante de las trompetas buscaba en lo alto
el metal volteador de las campanas. En muchas ocasiones, rey o emperador
recibía la Rosa de Oro, regalo del Papa, y era costumbre que el soberano
pasease a caballo por las calles, mostrando al pueblo la joya en su diestra.
Los monarcas cristianos, cuando alcanzaban un triunfo sobre los enemigos d
Dios, enviaban sus despojos a Aviñón como un presente.
Un día sus vecinos vieron pasar cien moros a pie, con
alquiceles blancos, llevando de la diestra cien caballos andaluces cargados de
armas y de joyas. El rey de Castilla, después de su victoria dl Salado sobre
los sarracenos, enviaba al Papa del Ródano una parte de su botín. En otra
ocasión contemplaron una embajada del Gran Kan de Tartaria, cuyos enviados
provocaban risas a causa d sus mantos y turbantes.
Las damas obtenían una celebridad universal por su lujo
costoso y sus artes de tocador para aumentar la belleza. Algunos cardenales
italianos y franceses, que nunca creían llegado el momento de ordenarse
sacerdotes, rivalizaban en amoríos con los señores laicos del país Venaissino o
con los hombres de armas del Pontífice, los cuales obedecían al jefe militar
del condado (casi siempre parientes del Papa), que tenían el título de rector.
San Benezet, fabricó el puente sobre el Ródano, era un
pastorcito que, según la leyenda, soñó desde pequeño con la construcción de
éste puente colosal, apoyado en las islas del Ródano para llegar hasta
Villeneuve, ciudad fronteriza, en la orilla perteneciente a Francia. De sol a
sol, el pueblo aviñonés bailaba la farandola al son de pitos y tamboriles en
las islas verdes, bajo la sombra d sus audaces arcos. Todo el mundo conoce la
canción antigua:
Sur
le port d´Avignon
Tout
le monde y danse en rond.
También era continuo el
espectáculo en las estrechas calles de la ciudad. Desfilaban procesiones de
frailes vistiendo diversos hábitos. Orquestas numerosas acompañaban a los
cantores de la Corte pontificia. La ciudad atraía a todos los músicos de aquel
tiempo. Sr cantor o instrumentista del Papa representaba un certificado de
valor internacional. Los devotos se aglomeraban en las plazas para escuchar a
predicadores famosos venidos de todas partes: tan estrecho resultaba el ámbito
de los templos. En esta ciudad de verdes alrededores la vida no sólo era
molesta cuando soplaba el mistral. Petrarca se lamentó muchas veces de este
viento frío y huracanado. Las gentes de su época inventaron un refrán en latín
de la Edad Media, exagerando los desórdenes climatéricos de Avenio, antiguo
nombre de Aviñón: Avenio ventosa, cum
vento fastidiosa, sine vento venenosa.
Una calamidad mayor que
el mistral hizo repetidas apariciones en el curso del siglo XIV: la peste, tan mortífera y repetida, que
mereció el título histórico de la Gran Peste, exterminando según los
cronistas de entonces, a la tercera parte de la población de Europa. No sólo se
ensañó en la Corte Papal. Italia vio sus ciudades casi desiertas, en Florencia
la mortandad fue inaudita, y Bocaccio el futuro canónigo, para entretener a las
damas y caballeros refugiados como él, en un jardín aislado, compuso las
alegres novelas de su Decamerón.
La ciudad de las “tres llaves” “cielo, tierra e infierno”, atributos pontificios que figuraban en
el escudo aviñonés, volvía a reanudar su existencia amplia y ostentosa, apenas
se alejaba dicha calamidad.
El populacho iba ricamente vestido con los despojos de la
Corte papal. La servidumbre del Palacio y las de los cardenales reflejaban en
su indumento el lujo de sus señores. La gran ostentación de los personajes de
la Corte eran las peleterías preciosas. Pontífices y cardenales llevaban
esclavinas guarnecidas de marta. Los papas cuando no llevaban la tiara, iban
tocados con un becoquín de púrpura, con bandas de armiño.
Su mesa era bárbara, como la de todos los grandes señores
de aquella época; pero con una abundancia que exigía enormes gastos. Las
bodegas pontificales de Aviñón adquirían renombre. En la orilla del Ródano, al
pie de un castillo, poseían las generosas viñas de Cháteauneuf du Pape, cuyo vino es todavía famoso. Los colectores de
los impuestos, cuando salían a cobrarlos por las diócesis, llevaban el encargo
de remitir al intendente papal los mejores productos de cada país para
embellecimiento de su mesa. La cocina de entonces tenía especialidades que
ahora nos parecen repugnantes. Los colectores de Bretaña y otras regiones del
Océano enviaban pedazos de ballena, cetáceo que abundaba mucho en el golfo de
Gascuña y el Cantábrico. La ballena era entonces un plato muy apreciado hasta
en las mesas reales. Otras veces remitían peces del Atlántico, distintos s los
del Mediterráneo. Nada significaba la duración del viaje y las malas
condiciones del transporte. El paladar estaba habituado al sabor y el olor de
una pesca extraída quince días antes. De aquí el empleo del limón para
refrescar momentáneamente este alimento algo corrupto, uso que, por rutina, ha
llegado hasta nosotros, usándolo sin objeto en los peces frescos. Una gran masa
de desterrados políticos ansiosos de justicia aumentaba el vecindario de
Aviñón. Como no existían casas bastantes para dicha afluencia internacional,
ocupaban los pueblos inmediatos y en días de fiesta venían a engrosar la
muchedumbre de sus calles. Los más eran italianos antiguos güelfos que buscaban
el amparo del papa, o gibelinos a los que perseguían nuevas facciones,
empujándolos hacia la Santa Sede, cuya influencia habían combatido.
Hijo de uno de estos proscritos fue Petrarca, cuyo
recuerdo se encuentra por todas partes: en el palacio, en las calles de Aviñón,
en la célebre fontana de Vaucluse. El joven italiano, venido a Aviñón cuando
todavía era niño, desarrollaba las primeras ramas de su gloria al abrigo del
Pontificado del Ródano, viviendo de sus liberalidades e insultándolo al mismo
tiempo porque difería su vuelta a Roma. Como había recibido órdenes menores,
aceptaba de los Papas ricos beneficios y canonicatos, sin pensar nunca en
ocupar dichos cargos.
La vida eclesiástica de entonces era muy diferente a la
que ahora conocemos. La mayoría de los cardenales no pasaban de ser simples
diáconos, librándose con ello de las obligaciones del sacerdocio: decir misa,
leer diariamente su breviario, etc. De este modo podían entregarse por completo
a sus asuntos políticos o mundanos. Muchos pontífices se ordenaban de
sacerdotes al día siguiente de su proclamación y cantaban misa por primera vez.
Italia, que había repelido a los Papas con sus desórdenes
y revueltas, ansiaba ahora hacerlos volver por una conveniencia egoísta. El
dinero de la Cristiandad había cambiado de rumbo. Ya no iba a Roma, y
chorreaba, más abundante que nunca, sobre la ciudad de Aviñón.
Al ser proclamado el magnífico Clemente VI, una
delegación del pueblo de Roma venía a saludarle. Petrarca, residente en Aviñón,
se agregaba a ella, y esto le hacía contraer amistad con uno de los diputados,
joven, de palabra ardorosa, gran imaginación y una audacia sin límites, llamado
Cola di Rienzo, hijo de un tabernero. El Papa
trovador se dio cuenta de los servicios que podía prestar este tribuno a
los pontífices en la desordenada Roma, y le concedió un título honorífico. Tal
vez las palabras de Clemente VI le impulsaron a realizar l gran sueño de su
existencia. De vuelta a su ciudad, oprimida por el bandidaje feudal, organizó
una conspiración, apoderándose del Capitolio con el apoyo del pueblo y del
legado del Papa. Rienzo constante lector de la Historia antigua, se proclamó tribuno de la Sacra República Romana por la
voluntad del muy clemente Jesucristo. Hizo cosas buenas, expulsando a los
magnates, venciendo a los barones bandidos, restableciendo el orden después de
tantos años de anarquía. El Papa, desde Aviñón, sostuvo su autoridad. Petrarca,
entusiasmado por tal resurgimiento de la Roma antigua, dirigió al tribuno su
célebre canción Spirto gentil.
Más el héroe,
excesivamente imaginativo, creía en la importancia sobrenatural de su persona,
y se entregó a desórdenes y extravagancias que disminuyeron su prestigio. Dio
consejos a todos los soberanos de la tierra como si fuesen inferiores a él;
ordenó a las ciudades italianas, con menosprecio de su independencia, que
acudiesen a Roma para cimentar una alianza; exigió continuos impuestos para
sostener sus tropas y costear fiestas enormes. El hijo del tabernero se bañó
públicamente en una vasija de bronce, que pasaba por ser el baño del emperador
Constantino, y a continuación se hizo armar caballero con exagerada pompa.
Creyéndose invencible, habló al Papa como a un igual, despreciando su apoyo, y
Clemente VI lo abandonó. Lo mismo hicieron las ciudades italianas, celosas de
su poder e irritadas de su orgullo. El pueblo acabó por atacarlo, y tuvo que
huir, refugiándose en Praga, cerca del emperador Carlos IV, el cual lo entregó
al Papa, que lo había declarado sedicioso
y herético. Rienzo vivió cautivo hasta la muerte de Clemente VI. El gran
Papa había perdido su fe en este orador de voluntad cambiante y ambiciones
inseguras. Hasta se cree que lo hubiese ahorcado de no intervenir Petrarca, mu
apreciado por él como poeta.
Inocencio VI, al sucederle, fijó su atención en Rienzo,
que se consumía olvidado en un calabozo. Fue un español quien hizo pensar al
nuevo Pontífice en el ex tribuno. Los pequeños soberanos de Italia y sus
turbulentas ciudades habían aprovechado la ausencia de los papas para roer la
tierra de sus estados. Apenas mantenían aquellos una autoridad sobre Roma, más
nominal que efectiva. Los cardenales hablaban de reconquistar con las armas los
bienes de la Santa Sede, pero ni ellos ni los pontífices eran hombres para
conseguirlo.
Uno de los cardenales extranjeros se comprometió a
devolver a la Iglesia su patrimonio terrenal, creando un ejército en Italia y
poniéndose a su frente: el español Carrillo
de Albornoz, que en su juventud había sido hombre de guerra. Como arzobispo
de Toledo, siguió al monarca de Castilla contra los moros, batiéndose cuerpo a
cuerpo en la batalla del Salado, donde salvó personalmente la vida de su rey,
dándole tal hazaña enorme influencia en la Corte. Huyendo luego de las
persecuciones de don Pedro el Cruel,
heredero del reino, se refugió en la Corte de Aviñón, cerca del brillante
Clemente VI, quien le hizo cardenal.
Albornoz, gran conocedor de los hombres, hábil para
explotar sus virtudes o sus defectos, pidió que el olvidado Rienzo fuese sacado
de su encierro y le siguiera a Roma con el título de Senador. Mientras él
combatía a los tiranuelos de Italia, Rienzo, apoyándose en el pueblo romano,
reanudó su lucha contra los barones que desolaban el país, obteniendo varios
triunfos. Más el ídolo popular estaba quebrantado por su primera caída: Una
parte de Roma protestó de sus leyes severas y sus gastos fastuosos. Los
Colonnas aprovecharon tal descontento para sublevarse contra el dictador y
éste, sorprendido, intentó huir del Capitolio; pero sus mismos partidarios, al
reconocerlo, lo mataron, y el inconstante populacho arrastró su cadáver,
quemándolo después y aventando sus cenizas.
Hábil capitán y político, continuó Albornoz su guerra de
conquista, apoderándose de todas las ciudades pertenecientes al Papado: unas,
por asedio y asalto; otras, por negociaciones felizmente conducidas. Desde
Bolonia, su residencia predilecta, dirigió esta campaña, cuyo éxito le fue
creando numerosos enemigos en la Corte pontificia. Bajo la influencia de
cardenales envidiosos, Inocencio VI estorbó sus triunfos con recomendaciones
inoportunas y fatales. El ingrato Pontífice llegó un día a insinuar dudas sobre
la probidad con que Albornoz había manejado los dineros de la guerra, y le
pidió cuentas. El cardenal de Toledo envió a Aviñón como respuesta una carreta
tirada por bueyes llena de cerrojos, candados y cadenas de las ciudades
conquistadas. “Estas son mis cuentas
Padre Santo.”
Al morir en Bolonia dejaba establecido y dotado el famoso
Colegio Español de dicha ciudad, y su
entierro resultó algo nunca visto. Jamás príncipe ni Pontífice alguno fue
llevado a la tumba con pompa tan grandiosa. Sus restos viajaron de Bolonia a
España siempre en hombros y a pequeñas jornadas. Esta conducción fúnebre duró
meses. Todo convento encontrado al paso designaba un grupo de monjes para que
se uniese a la comitiva. Cuando el cadáver llegó a Toledo, en cuya catedral iba
a ser enterrado, el cortejo fúnebre constaba de miles y miles de religiosos,
todos llevando cirios encendidos; un verdadero ejército que estremecía el aire
con sus estrofas funerarias. Cuantos bienes dejó libres el cardenal español los
consumió este viaje extraordinario hacia su tumba.
La conquista de los estados papales había aumentado las
quejas y peticiones de los italianos. El pueblo de Roma, arrepentido de sus
revueltas que repelieron a los papas e indignado al ver como el dinero de los
fieles lo disfrutaba otra ciudad, extremó sus peticiones para que la Santa Sede
abandonase las orillas del Ródano, volviendo a las del Tíber. Dicha propaganda
encontró el más elocuente e infatigable de sus apóstoles dentro de la misma
Corte pontificia. Era Petrarca.
Cardenales de vida suntuosa, funcionarios pontificios de
alegres costumbres, le tenían por amigo y protegido, haciéndole partícipe de
las dulzuras y abundancias de su existencia. Esto no le impedía escribir contra
las venalidades e impurezas del Pontificado de Aviñón, como si la vida de los
Papas residentes en Roma hubiese sido más ejemplar. La disolución de las
costumbres, mal común de aquella época, hacía quejarse a los ascetas y los
prelados virtuosos, pidiendo una severa reforma eclesiástica.
EL
GRAN CISMA DE OCCIDENTE
Con la salida del sexto
y séptimo Papa de Aviñón, dando origen sin quererlo, a la larga pelea
eclesiástica llamada el Gran Cisma de Occidente.
Las grandes compañías,
tropas de mercenarios licenciados, representaban un peligro para los
Pontífices. Saqueaban abadías y pueblos, y la ciudad del Ródano, famosa por sus
riquezas era el principal objeto de sus asechanzas. Para defenderla se veían
obligados los papas a mantener un ejército extraordinario, gastando, además,
gran parte de sus rentas en construir fortalezas.
El famoso Duguesclín héroe de la historia francesa, que
fue algo bandido, como todos los hombres de armas de entonces, venía con sus
tropas a situarse en las inmediaciones de esta ciudad. El pretexto era
solicitar para él y sus soldados la bendición del Papa, pero exigiendo encima
un tributo enorme, una especie de rescate, merced al cual se comprometía a
seguir adelante sin daño para el Pontífice, y éste tuvo que aceptar tan costosa
humillación. Por culpa de las grandes Compañías se sentían los papas tan
inseguros junto al Ródano como Italia. Del otro lado de los Alpes seguían llegando
reclamaciones y consejos de los que deseaban la traslación de la Santa Sede a
Roma. Petrarca, ya anciano repetía desde su retiro de Arqua las mismas
imprecaciones de su juventud. Los escritores italianos le hacían coro,
calumniando las costumbres de la Corte de Aviñón y la conducta de los papas. Al
fallecer Clemente VI, el más famoso de ellos, a causa de una dolencia
corriente, todos en Italia propalaban que su muerte era debida a una enfermedad
vergonzosa.
Las campañas del cardenal Albornoz habían pacificado los
estados de la Iglesia. El Papa podía vivir en Roma con tranquilidad, según
afirmaban los romanos. La futura Santa
Brígida, una condesa sueca que hablaba siempre en nombre de Dios y había
visitado el purgatorio y el infierno para describirlos en sus libros, se unía a
este coro de protestas.
Amaba a Italia como un turista de nuestro tiempo; vivía
en Roma o en Nápoles, lo que le hacía considerar la causa de los italianos como
propia. Urbano V no pudo resistirse a esta continua sugestión venida del otro
lado de los Alpes, y decidió transferir la Santa Sede a Roma. Quiso, además,
aprovechar la circunstancia de que Duguesclín había pasado a España para hacer
la guerra a don Pedro el Cruel y entronizar a su hermano bastardo don Enrique
de Trastamara, lo que purgó el Mediodía de Francia de las famosas Compañías.
Sin esto, el viaje hubiera resultado peligroso. El séquito papal llevaba
valiosos objetos del tesoro de los pontífices y respetables cantidades de
dinero. Los aventureros habrían solicitado otra vez la bendición del Papa,
guardándolo preso para apoderarse de sus riquezas.
Al llegar Urbano V a Marsella, los más de los cardenales
se resistieron a seguirle hasta Roma;
pero acabaron por obedecer cuando les anunció que elegiría a otros. El
viaje lo hizo por mar sin grandes dificultades, viéndose recibido en la Ciudad
Eterna con entusiasmo por unos y con hostilidad o hipocresía por otros, según
favorecía o estorbaba el regreso del Pontífice sus ambiciones e intereses. Pronto se convenció de lo ilusorias
que eran las seguridades ofrecidas por los italianos. Tuvo que levantar tropas
para reprimir varias insurrecciones en las ciudades papales. Visconti y otros
príncipes del Norte, que habían sido mantenidos a distancia por Albornoz,
empezaron a invadir los estados de la Iglesia.
Varios soberanos de la Cristiandad visitaron a Urbano V
en su residencia en Roma: la reina Juana; el emperador de los griegos Juan
Paleólogo; Lusignan, rey de Chipre; el emperador de Alemania Carlos IV, que
sirvió de diácono al antiguo Papa de Aviñón al decir éste su misa ante el altar
de los pontífices en San Pedro, y tantos años olvidado. Dichas visitas y el
entusiasmo de los romanos, ansiosos de ver llegar los tributos de la
Cristiandad, no impidieron que el Papa pensase con frecuencia en las desgracias
de su país y en su segura y tranquila ciudad del Ródano. La llamada Guerra de
los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que había quedado adormecida, iba a
recomenzar de un modo fatal para los franceses, no cambiándose su curso hasta
medio siglo después con la intervención de Juana de Arco.
Decidió Urbano V volver a Aviñón, a pesar de las
declamaciones de Petrarca, de los ruegos de los romanos y de las visiones de
Santa Brígida, la cual le anunció su muerte inmediata si abandonaba Italia.
Las santas mujeres
La segunda mitad del siglo XIV y la primera del XV fué
una época dirigida por visiones de mujeres que se consideraban inspiradas por
Dios. La mayoría de los hombres se dejó guiar por los consejos y exhortaciones
de estas videntes. Santa Brígida tuvo como imitadoras a la varonil Catalina,
hija de un tintorero de Siena, y a su propia hija Catalina, que fue luego
santificada, como su madre, con el nombre de Santa Catalina de Suecia. En época
del Papa Luna, otra mujer, Santa Coleta, interviene en el Cisma para defender
la legitimidad de este Pontífice, y años después aparece la más extraordinaria
de todas ellas, la célebre Juana de Arco.
Santa Brígida gozaba de gran popularidad en Italia. La condesa sueca, como la llamaban los
italianos, era rica, gastaba mucho en sus viajes, y a la gente del país le
placían los santos con dinero. Parienta de la dinastía reinante en Suecia, la
casaron en su juventud con otro gran señor del país, igualmente místico, lo que
nos les impidió tener nueve hijos. Al regreso de una peregrinación a Santiago
de Compostela, los dos acordaron separarse para siempre. Él se hizo monje, y
ella continuó sus viajes de carácter religioso, seguida de toda su numerosa
prole. Vivió en Jerusalén y otras poblaciones de Oriente; más sus lugares
predilectos fueron Nápoles y Roma. Escribió libros relatando sus visiones.
Estuvo en el infierno sin moverse de la Tierra, gracias a una imaginación
potente y desarreglada, en la que se nota la influencia del poema de Dante. Sus
libros fueron considerados heréticos en el momento de su aparición, y
únicamente años adelante, cuando la andariega condesa fue santificada por los
papas de Roma, se vieron limpios de tal pecado.
Era una santa terrible que parecía guardar la muerte en
su bolsillo para distribuirla a su gusto. La reina Juana la recibió en su Corte
en atención a su linaje. Uno de los hijos de Brígida era un hermoso mancebo, y
la caprichosa reina, ahíta, sin duda, de napolitanos morenos, fijó sus ojos en
el doncel escandinavo. La mística condesa adivinó inmediatamente los deseos de
la reina: “Señor antes que mi hijo llegue
a caer en el pecado, llévatelo a una vida más santa.” Y su hijo murió a los
pocos días. Los mismos buenos deseos le inspiraba Urbano V al abandonar la
ciudad de Roma. Santa Brígida le anunció una pronta muerte si regresaba a
Aviñón y así fue. Es verdad que alguna vez había de morir, y su frágil salud,
unida a lo penoso del viaje, no hacía aventurada la profecía.
Ochenta y seis días
después de llegar a su antiguo palacio de Aviñón murió Urbano V, y su cadáver
fue llevado al monasterio de San Víctor, en Marsella, del cual había sido abad.
Un día bastó el cónclave para nombrar nuevo Papa, Gregorio XI. Sólo tenía
treinta y nueve años, y su pare, un señor laico, pudo ver sucesivamente a su
hermano y a su hijo pontífices. Este hermano había sido Clemente VI. El mismo
pudo ser Papa, de querer ingresar en la vida eclesiástica; pero se negó a ello,
y fue su hijo quien ascendió al trono pontificio. Como muchos de los príncipes
de la Iglesia, no era más que cardenal diácono y en los días siguientes a su elección
le ordenaron sacerdote, lo consagraron obispo y le coronaron, finalmente, con
el nombre de Gregorio XI. Siguiendo la costumbre de los papas de Aviñón,
recorrió las calles de la ciudad al frente de una gran cabalgata, llevando en
su cabeza la famosa tiara de San Silvestre y montado en un corcel cuya brida
sostenía el duque de Anjou, hermano del rey de Francia.
Inmediatamente empezaron a llegar embajadores italianos
para pedirle que volviese a Roma, afirmando que la ciudad entraría en orden con
sólo su presencia. La “peste” apareció por tercera vez en Aviñón, causando
grandes estragos, y Gregorio XI tuvo que abandonar su Palacio, instalándose el
Villeneuve. Además, las Compañías saqueaban los pueblos inmediatos, robando a
las multitudes devotas que venían en busca de la bendición papal, lo que obligó
al Pontífice a repetir los inoperantes anatemas de su antecesor contra dichas
bandas de soldados ladrones.
Catalina, la hija del tintorero de Siena, se presentó en
Aviñón, enviada por los florentinos para un asunto de su República. Las
comadres de Siena no podían creer en su importancia. La habían visto de pequeña;
era la Benincasa, la hija de Mona Lapa, la hermana de unos pobres tintoreros
que habían hecho quiebra; pero más allá de su país, en Florencia, en Roma, era
ya, célebre por sus éxtasis proféticos. Mujer de gran voluntad y de un lenguaje
rudo y atrevido, se decía enviada por Dios para realizar la gran empresa de su
época: el retorno de la Santa Sede a Roma. La corte aviñonesa la recibió
hostilmente. Cardenales y altos funcionarios miraron con desprecio a esta
plebeya andariega y verbosa. Las damas pertenecientes a la familia papal, las
sobrinas de cardenales o esposas e hijas de burgueses ricos de Aviñón, pasaron
por la antecámara del Pontífice para ver de cerca, con irónica curiosidad, a
esta mujer mal vestida y de ademanes varoniles tan diferente a ellas, que
arrastraban al andar sedas, brocados y armiños, dejando una estela de perfumes.
Respondió la vidente a sus burlas con rudezas. Tenía algo de las cantineras
heroicas que de pronto se ven entre las damas de una Corte por haber ascendido
sus maridos a generales. A ella lo que le interesaba era hablar a solas con el
Papa, varón irresoluto, en el que hacían honda mella sus consejos, algo
insultantes, de hembra enérgica enviada por Dios.
En 1376 Gregorio XI se decide irrevocablemente a volver a
Roma, y nadie pudo retardar dicho viaje. En vano su padre se tendió a través de
la puerta de la cámara papal para impedir que partiese. El Pontífice, marchando
como un hipnotizado, pasó sobre él. Al montar frente al Palacio, su caballo se
encabritó y no quiso avanzar, teniendo sus escuderos que buscarle otro. Las
gentes de Aviñón decían a gritos que tal viaje era contra la voluntad de Dios.
Fue inútil que el rey de Francia enviase a su hermano para retener al Papa.
Este se embarcó en Marsella, donde le aguardaban treinta y dos galeras y otros
barcos auxiliares que los caballeros de San Juan de Jerusalén habían puesto a
su disposición. Resultó horrible la travesía, navegó siempre con tempestad,
teniendo que hacer largas escalas en Villafranche, Génova, Liorna, Piombino y
otros puertos de la costa italiana. Algunas de las naves naufragaron a la vista
del Pontífice.
Al fin, después de dos meses y medio de navegación, llegó
el Papa a Ostia, remontó el Tiber con sus maltrechas galeras e hizo una entrada
solemne en Roma. Pronto pudo convencerse de que esta pompa era ficticia y
encubría igual inseguridad que el otro recibimiento hecho a su antecesor. Le
habían engañado sobre la aparente sumisión de la aristocracia romana. Los bannerets, jefes feudales de los doce
distritos de la ciudad, acostumbrados a mandar como señores absolutos en sus
jurisdicciones, habían depositado a los pies del papa sus banderas como signo
de vasallaje: pero esto no era más que un simulacro. Siguieron gozando de sus
jurisdicciones despóticas desobedeciendo al Papa siempre que les convino. Las
poblaciones de los Estados Pontificios se sublevaron igualmente bajo la
influencia de sus pequeños tiranos.
Gregorio XI tuvo que vivir de otro modo que en la
tranquila Aviñón para pacificar estas revueltas y sostener en pie el fantasma
de una fingida autoridad. Sintiéndose enfermo de muerte, adivinó los peligros a
que iba a quedar expuesta la Iglesia después de su desaparición, si el cónclave
se celebraba en Roma. Los bannerets,
decían a gritos que estaban decididos a no aceptar un Papa que no fuese romano
o, a lo menos, italiano. Así volverían a su ciudad las riquezas monopolizadas
por la Babilonia del Ródano.
Alarmado el Pontífice, quiso volverse a Aviñón, como lo
había hecho su predecesor, y ordenó secretamente los preparativos del viaje. Se
mostraba arrepentido de haber dado fe a consejos de mujeres visionarias, lamentando públicamente tal debilidad; pero la
muerte le sorprendió antes que pudiera marcharse de Roma. Para remediar los
peligros más inmediatos había firmado una Bula en la que ordenaba a los
cardenales residentes junto a él que eligiesen un Papa con la mayor celeridad,
sin esperar a sus colegas que se habían quedado en Aviñón, reuniéndose para
ello donde estuvieran más seguros. Pronto se vio que los temores del difunto
eran ciertos. Los romanos detenían a los cardenales a la salida de las iglesias
para gritarles con tono amenazante: “Nombrad
un Papa romano o, a lo menos, italiano, pues nuestra ciudad está viuda desde
hace sesenta y ocho años.” Otros, más francos decían: “Desde que murió Bonifacio VIII, Francia se atraca de un oro que
pertenece a Roma. Ha llegado nuestro turno y queremos hartarnos del oro francés.”
Cuando, pasada la novena reglamentaria, se abrió el cónclave
el 7 de abril de 1378, la ciudad estaba en plena revuelta. En las inmediaciones
del Palacio papal se aglomeraba una enorme muchedumbre, todo el populacho
romano y servidores de personajes feudales que atizaban la insurrección,
obedeciendo a sus señores. Los cardenales, al dirigirse al cónclave, tenían que
pasar entre sus amenazas. “Si no nos dais
un Papa romano o italiano, moriréis todos.” Apenas el cónclave empezó sus
deliberaciones, una diputación de los bannerets vino a decirles: “Elegid cuanto antes un Papa italiano o,
sino, el pueblo hará vuestras cabezas más rojas que vuestros capelos.” En
vano algunos de los cardenales protestaron contra estas imposiciones. “Con vuestras amenazas, señores romanos, no
conseguiréis más que viciar nuestra elección, y, en tal caso, en vez de un Papa
tendréis un intruso.”
La revuelta creció fuera del Palacio. Todas las campanas
de Roma tocaron a rebato, empezaron a llegar grupos con armas, y, finalmente,
las puertas del Palacio fueron derribadas, penetrando las turbas en los salones
del cónclave. Once cardenales eran franceses, cuatro italianos y uno español,
Pedro de Luna. Éste, en su primera juventud, había hecho la guerra en Castilla
contra don Pedro el Cruel. Era tenaz y valeroso, a pesar de la pequeñez de su
cuerpo y fue el único cardenal que no huyó, saliendo al encuentro del populacho
agresivo.
Aterrados los conclavistas por el peligro, no sabían que
hacer. El griterío y el avance de las masas amotinadas no les permitían
deliberar con tranquilidad. Creyeron salir del paso con una fingida entronización
para engañar al pueblo y reunirse en otra parte. Para ello echaron la capa
pontificia sobre los hombros de uno de los cuatro conclavistas italianos, el
cardenal de San Pedro, que era de una extrema ancianidad. El octogenario,
asustado, empezó a dar gritos: “Yo no soy
el Papa… No quiero ser Papa.”
Entonces acordaron rápidamente nombrar a Bartolomé de
Prignano, arzobispo de Bari, que no era cardenal, y a quien muchos de ellos
apenas conocían. Les bastaba que fuese italiano. Y después de tan precipitado
acuerdo, cada príncipe de la Iglesia se fue por donde pudo, los más al castillo
de San Angelo, mientras el pueblo invadía el Palacio, robando todos los muebles,
ropas y objetos papales. Sólo al día siguiente, después d varias entrevistas y
muchas promesas, doce cardenales se decidieron a salir del citado castillo para
entronizar a Prignano que tomó el nombre de Urbano VI.
Es indudable que, a pesar de los vicios de esta elección
forzada, los cardenales, deseosos de no recomenzar otra por miedo al populacho,
se habrían resignado a obedecer al Papa de origen dudoso. Pero Urbano VI, un
napolitano que hasta entonces había sido hombre razonable, perturbado por su
inesperada elevación, empezó a proceder como un loco violento. Trataba a sus
cardenales y allegados con brutalidad, llegando algunas veces a levantar la
mano contra ellos. Mientras vivió catalina de Siena, ésta y la otra Catalina,
hija de Santa Brígida, le impusieron cierta prudencia con sus exhortaciones. Años
después, al verse libre de tal vigilancia, llegó a ordenar el tormento y la
muerte de algunos cardenales nombrados por él, a causa de creerlos vendidos a
sus enemigos.
Cinco meses después de dicha elección, los mismos
conclavistas que habían nombrado a Urbano VI, no pudiendo sufrir más tiempo sus
tiranías, abandonaron Roma para reunirse en el castillo de Fundi el 20 de
septiembre, declarando nula la elección de Prignano y votando en su lugar al
cardenal Roberto de Ginebra, un francés que tomó el nombre de Clemente VII. Así
empezó el Gran Cisma de Occidente.
Todos los cardenales acudieron a Fundi, absolutamente
todos, hasta los italianos. Sólo faltó uno de estos cuatro, el octogenario
cardenal de San Pedro, por haber muerto poco después del cónclave, sin duda, a
consecuencia del susto. Como Urbano quedaba sin un solo cardenal creó veintiséis,
y tomó a su servicio, como tropas mercenarias, muchas bandas de las que robaban
a los viajeros en los caminos.
Clemente VII y sus cardenales, que eran todos los
anteriores al cisma, decidieron volverse a Aviñón, donde habían quedado cinco
de sus colegas después de la partida de Gregorio XI. El Papa de Aviñón fue
reconocido por Francia, España, Portugal, Escocia, Saboya y el reino de Nápoles-Provenza.
El norte de Europa, por antagonismo con el Sur, reconoció al Papa de Roma. Existía
también una razón política: Inglaterra y Alemania temieron que si triunfaba el
Papa de Aviñón los reyes de Francia acabarían por ser emperadores,
reivindicando la herencia de Carlomagno.
El vulgo ha tomado la costumbre de llamar “antipapas” a los
dos últimos pontífices que residieron en Aviñón; pero la Iglesia no ha decidido
nada formalmente sobre esto. Nunca ha dicho de un modo terminante si, de los
dos papas que existieron al mismo tiempo en Roma y Aviñón, uno sólo fue vicario
de Jesucristo, o si los dos se repartieron durante cierto número de años la
carga de gobernar al pueblo cristiano. Muchos historiadores no creen que se
debe interpretar como decisión dogmática el hecho que los nombres de los dos
papas que vivieron en Aviñón durante el cisma no figuren en el catálogo usual d
los soberanos pontífices. Ningún acto de la autoridad apostólica los ha designado
nunca con el nombre de “antipapas”. Los concilios de Pisa y de Constanza, que
se reunieron para acabar con el cisma,, destronando a la vez al Pontífice de
Aviñón y al de Roma, los atacaron duramente por su conducta; pero jamás los
llamaron “antipapas”.
Los designaban siempre con el título de Papa
en su obediencia de Aviñón o Papa en su obediencia de Roma: In sua obedientia
Papa. La Iglesia ha creído prudente no acordarse mucho de aquel triste
periodo de controversias e indisciplinas. Además, lo que se pleiteaba era la
validez de una elección, sin tocar, ni de lejos, las cuestiones dogmáticas. Todos
eran igualmente observadores d la doctrina cristiana.
Como no eran sólo cardenales franceses los que habían
elegido en Fundi a Clemente VII, uniéndose a ellos los cardenales nacidos en
Italia, Catalina de Siena, partidaria del Papa de Roma, insultó a éstos últimos
llamándolos malos italianos. Para dicha
santa (¿), el cisma era un asunto de nacionalidad. La Iglesia, a pesar de ser
universal, debía de estar regida siempre por italianos, exclusivismo; pero en
el siglo XIV los eclesiásticos eran más libres y todo el cisma giró en torno al
derecho que tenían los católicos, fuese cual fuese su país, para ocupar el
Pontificado.
La vuelta del Papa a Aviñón reanimó la ciudad, que había
empezado a decaer. Volvieron los soberanos a visitarlo en su Palacio del Ródano.
Hasta el rey de Armenia pasó con su cortejo por las calles de Aviñón, para
rendir homenaje a Clemente VII. Tenía éste treinta y seis años cuando fue
elegido. Por las mujeres de su familia estaba emparentado con el rey de
Francia, Era de carácter intrépido, y, al mismo tiempo, hábil y conciliador. El
cruel Urbano VI, al verse Pontífice por el miedo de los cardenales, lo
distinguió, con un odio extraordinario. Sabía que de haberse verificado la
elección pacíficamente, el cardenal Roberto de Ginebra hubiera sido el Papa
electo. A causa de su juventud y sus costumbres de prócer, una vez lo llamó en público
rufián.
Murió Urbano VI, onces años después de su discutible
elección, en plena demencia persecutoria. Algunos de sus cardenales
desaparecieron misteriosamente. Una vez se le vio pasear por un salón leyendo
con tranquilidad su libro de oraciones, mientras abajo sonaban los gritos de
otros dos cardenales atormentados por orden suya. El fallecimiento de Urbano VI
en 1389 fue una ocasión inesperada para restablecer la paz eclesiástica. El rey
de Francia y la Universidad de París se apresuraron a enviar misarios a Roma
para que no se reuniese nuevo cónclave, suprimiendo de este modo el cisma. Pero
los cardenales improvisados por Urbano VI temían perder sus investiduras si se
unificaba la Iglesia y se apresuraron a votar un nuevo Papa, que tomó el nombre
de Bonifacio IX.
En adelante, los cardenales de una obediencia y de otra
eligieron los papas con rapidez, cuando aún no estaba enterrado el antecesor. Los
de Roma dieron el ejemplo, y esto prolongó el cisma.
Clemente VII fallecía en su Palacio de Aviñón a los dieciséis
años de su pontificado. Pidió que lo enterrasen junto a uno de sus cardenales,
Pedro de Luxemburgo, que había vivido como un asceta, no obstante estar
emparentado con todos los reyes de su tiempo. Dicho santo, extremadamente
joven, muerto a consecuencia de las privaciones que se impuso, ordenó que lo
enterrasen en el cementerio d los pobres de Aviñón; pero tales multitudes
acudieron a rezar sobre su tumba y tales prodigios obró desde ella, que sus
restos acabaron por ser trasladados a un templo erigido en su honor. Este fue
uno de los varios santos para los cuales no ofreció duda alguna la legitimidad
de los papas de Aviñón, en tiempos del cisma, y que, manteniéndose bajo su
obediencia, realizaron grandes milagros.
Al morir Clemente VII, sus cardenales hicieron lo mismo
que los de Roma, y nombraron un nuevo Papa. La Corte de Francia envió una
embajada para pedir que el cónclave se suspendiese, restableciendo de este modo
la deseada unidad; pero llegó demasiado tarde, como cinco años antes le había ocurrido
en Roma.
Los conclavistas aviñonenses no dudaron un momento en
designar a su elegido, fijándose todos en el llamado cardenal de Aragón,
español famoso por su entereza de carácter, sus estudios canónicos, su dialéctica
infatigable, sus costumbres austeras. En una época que era espectáculo
corriente ver a los príncipes eclesiásticos llevándola misma vida licenciosa d
los señores laicos, el cardenal de Aragón no dio nunca el más leve motivo de
escándalo por sus costumbres privadas. Se mantuvo dentro de las reglas
virtuosas que la Iglesia impone a sus hombres, y eso que él era simple cardenal
diácono, para dedicarse con más libertad a los negocios de la política papal, y
sólo se ordenó de sacerdote al día siguiente de su elevación al Pontificado.
Desde los primeros momentos del cisma fue uno de los
propagandistas más vigorosos de la legitimidad del Papado aviñonés. Viajó por
España, logrando que los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que al principio
se habían mantenido neutrales en la gran disputa eclesiástica, reconociesen,
finalmente, a Clemente VII.
Si éste había sido pariente de la dinastía reinante en
Francia, una mujer de la familia del cardenal de Aragón, doña María d Luna, era
reina por estar casada con don Martín, monarca de Sicilia y heredero de las
coronas de Aragón, Cataluña y Valencia.
Veintiún cardenales, casi todos ellos anteriores al
nacimiento del cisma, nombrados por un Papa único e indiscutible, tomaron parte
en dicha elección. Veinte designaron unánimamente a Pedro de Luna, que tenía
entonces sesenta y seis años. Sólo hubo un voto en contra, el del propio
elegido, que no quiso votarse a sí mismo y se resistió hasta el último momento
a aceptar el Pontificado.
El nuevo Papa tomó el nombre de Benedicto XIII. Era el
primer español que iba a preocupar al mundo, desde los tiempos de la antigua
Roma, aleccionada por el español Séneca y gobernada por el español Trajano.
Continuará….
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Blasco Ibañez, Vicente,
Obras Completas, Madrid, Aguilar,
S.A., Ediciones, 1967, tres tomos, t. II.
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