ORIGEN E
HISTORIA DE LAS HACIENDAS DE APAN
Al noreste de la Cuenca de México se halla una
región denominada Llanos de Apan, un altiplano con clima semiárido, considerado
desde el siglo XVI “cuna de la charrería” por haber sido sede de estancias y
ranchos de ganado mayor tras la Conquista. Con el paso del tiempo, la
especialización productiva cambió de su original faceta pecuaria a la agrícola,
en la que se propiciaron extensas zonas de cultivo de agaves de aguamiel, lo
que dio origen a las famosas haciendas pulqueras que existieron entre los
siglos XVIII y XX. La región de los Llanos de Apan, que se extiende
geográficamente por el noreste del estado de México hasta el sureste del estado
de Hidalgo y el noroeste del estado de Tlaxcala, fue una zona muy renombrada
durante el Porfiriato y buena parte del siglo XX, donde tuvieron lugar las
haciendas magueyeras más importantes debido a la producción del mejor pulque
del país.
En esta comarca
florecieron más de 200 haciendas y ranchos dedicados principalmente al cultivo
del “maguey manso” (Agave salmiana, además de los Agave
atrovirens, mapisaga y americana) y a la
elaboración del pulque, y en su cotidianidad se fueron creando un saber
consuetudinario específico de agricultura, unas relaciones sociales basadas en
la estructura de las haciendas y una organización que abarcó la producción,
distribución y venta del pulque en el principal mercado, que fue la Ciudad de
México hasta entrada de la década de 1940 cuando, debido a la restricción de
los reglamentos higiénicos, las imposiciones fiscales del Estado revolucionario
y la competencia de la cerveza y los refrescos embotellados, desaparecería uno
de los principales ramos económicos del país.
Ejemplo paradigmático es
la historia de la conformación de las haciendas pulqueras en el distrito de
Apan que, junto con los distritos de Calpulalpan, Zempoala, Singuilucan y
Otumba, formaba parte de la comarca de los Llanos de Apan del antiguo estado de
México. Desde la época colonial, la zona del altiplano magueyero fue importante
para la economía interna de una región que, debido a su clima y la calidad del
suelo, difícilmente podía obtener rendimientos en los cultivos de cereales u
hortalizas, y que además no contaba con ríos ni depósitos pluviales todo el
año. Así que, desde los primeros años de dominación española, el cultivo de la
planta del maguey se incrementó, primero para extraer su savia o aguamiel, como
una necesidad para suplir el agua potable, pero más tarde, casi exclusivamente,
para la elaboración de pulque, que llegó a ser el fundamento económico de esta
vasta región. No obstante, el funcionamiento económico de las haciendas también
se apoyaba en la producción de cebada y en la cría de ganado mayor y menor,
principalmente porcino.
A pesar de que el pulque
era una bebida fermentada de orígenes nativos, estrictamente controlado en
ciertos rituales, pronto se convirtió en un producto comercial consumido no
solo por las comunidades indígenas, sino por las castas, negros y mulatos que
fueron integrando la sociedad novohispana que no tenía acceso a las bebidas de
ultramar. El pulque se convirtió en la bebida alimenticia y embriagante más
consumida entre el grueso de la población durante el periodo colonial en el
centro del país, lo que impulsó a algunas familias criollas a la expansión del
plantío del maguey en las comarcas cercanas a las zonas mineras y a los núcleos
urbanos, explotando el aguamiel fermentado.
Algunas familias de
abolengo dedicadas al comercio y la minería incursionaron en el negocio
lucrativo del pulque, tales como los condes de Regla, de Xala y de Tepa; los
dos últimos consolidaron el título nobiliario por la riqueza obtenida en la
venta del pulque. Luego, entre 1785 y 1789, el Ramo del Pulque ocupó el cuarto
lugar en el conjunto de las fuentes de tributación del virreinato por monto de
productos totales, solo superado por las alcabalas, el de la plata, y las
amonedaciones. Los impuestos sobre el pulque participaron entonces en la
remodelación de las calles y en la manutención de las cárceles de la capital.
Al inicio del siglo XIX,
el comercio del pulque de la ciudad de México estaba concentrado en pocas
familias relacionadas socialmente, como la de Ignacio Adalid y Gómez Pedroso,
quien formaría parte del grupo conspirador de Los Guadalupes que ayudaría al
movimiento de independencia de México,1 este y otros pocos
criollos poseían varios expendios de pulque o “pulquerías”, como la muy famosa
de “Los Pelos”, que luego describió magistralmente Manuel Payno en Los
bandidos de Río Frío.2 Esta familia, con el tiempo,
adquirió las haciendas de Soapayuca y Santiago Tepayuca que habían pertenecido
al conde de Tepa y luego San Miguel Ometusco, todas en el estado de México. Su
hija, Josefa Adalid, desarrollaría el negocio pulquero al mostrarse como una
mujer empeñosa en incrementar sus ganancias, como lo demuestra el hecho de que
solicitó permiso para abrir varias pulquerías en algunas de las calles
céntricas de la ciudad de México, alegando a la Asamblea Legislativa que el
pulque debía de expenderse como los licores en los cafés.3
En 1860, cuando falleció
Josefa Adalid, los bienes de la familia fueron repartidos. Así, el primogénito
de la familia, Javier Torres Adalid, se quedó con la hacienda de San Miguel
Ometusco; el hijo menor, José Torres Adalid, recibió el rancho de San Antonio
Ometusco, pero lo cedió a favor de su hermano Ignacio Torres Adalid, quien la transformó
en una de las haciendas pulqueras más importantes de México, junto a otras que
adquirió, convirtiéndose en el empresario del ramo más grande del Porfiriato:
“el rey del pulque”.4
La cercanía de la región a
la capital permitía que los propietarios visitaran sus haciendas y ranchos
durante cortas temporadas, y pasaran la mayor parte del año en la ciudad de
México, donde gozaban de una destacada posición económica y social, ocupándose
de diversos asuntos y cultivando una buena cantidad de relaciones entre la
clase dirigente. Muchos de ellos viajaban con frecuencia a la región donde se
hallaban sus propiedades, lugar en el que eran muy estimados e igualmente
disfrutaban de una posición destacada y contaban con relaciones diversas.5 Ejemplo
de ello fue el matrimonio de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo que visitaban
su hacienda de Ocotepec, en el Estado de Hidalgo.
En mayo de 1840, Frances
Erskine de Calderón de la Barca, esposa del primer embajador de España en
México (y conocida tiempo después como madame Calderón de la
Barca), visitó algunas propiedades de la familia Torres Adalid. En una de sus
cartas publicadas como Life in México, relató su visita realizada a
las haciendas de Ometusco, Soapayuca y Santiago Tepayuca, en el distrito de
Otumba. Ahí describiría las relaciones sociales imperantes en la hacienda, el
refinamiento de los modales de los hacendados, así como las distracciones
populares como el baile y las corridas de toros. Pero lo más sobresaliente,
además del paisaje magueyero, fue el cambio de parecer en su percepción
gustativa del pulque, que al inicio de su viaje le había parecido repugnante,
cambiando su opinión por la de una bebida agradable, y luego comentando que era
el brebaje más delicioso del mundo.6
Manuel Payno escribiría,
hacia 1863, en los inicios del Imperio de Maximiliano, que
[...] la verdadera región del maguey fino que
produce el pulque, es el territorio situado entre los Departamentos de México,
Puebla y Tlaxcala, que se conoce con el nombre general de los Llanos de Apam [sic].7
Allí, el cultivo del maguey manso era tan productivo y seguro que favoreció las
redes comerciales a través de los arrieros y proyectó la construcción del
primer ferrocarril mexicano que uniría la capital del país con su principal
puerto: Veracruz.
La línea del Ferrocarril Mexicano curiosamente pasaría por centros de
producción pulquera, como lo revelan las estaciones de Otumba, Ometusco, Apan y
Soltepec, en los Llanos de Apan, lo que demuestra la importancia de la élite
pulquera en los gobiernos liberales de Maximiliano y de Benito Juárez, cuando
se concluyó el tramo de México a Apan en 1866 y, al año siguiente, hasta
Apizaco, Tlaxcala. En 1874 se inauguró formalmente la línea férrea, lo que
traería importantes cambios en la producción, comercialización y costos para el
líquido embriagante. En 1868, los hacendados se inconformaron con las altas
tarifas de fletes que cobraba el ferrocarril y entablaron pláticas para la
creación de otras líneas que beneficiaran sus negocios.8 Ya en
la época de Porfirio Díaz, nuevos trenes surcaron la región de los Llanos: el
Ferrocarril Interoceánico y el Ferrocarril de Hidalgo y del Nordeste integraron
las distintas zonas pulqueras, aledañas a la ciudad de México, en un solo
mercado, abatiendo los costos del flete e impulsando la explotación magueyera
latifundista. De modo que el auge pulquero se debió al mercado que se
fortaleció con los ferrocarriles.9
Hasta antes de la expansión del negocio pulquero en el último cuarto del siglo
XIX, las haciendas pulqueras de los Llanos de Apan no solo se dedicaban a la
explotación del monocultivo de agave, sino que cultivaban otras plantas, como
el maíz, el haba, el frijol, el alverjón y también la cebada, para el consumo
interno de su población acasillada y de sus animales. Además de criar ganado
menor, como ovejas, y ganado vacuno y caballar en menor escala, estas nunca
fueron unidades productivas autárquicas y de monocultivo, sino que estaban
insertas en mercados locales o regionales que beneficiaban al comercio de la
zona. Muchas de ellas crecerían justamente en la última década del siglo XIX y
la primera del XX, cuando se proyectó la formación de empresas oligopólicas
como la Compañía Expendedora de Pulques S. A., en la ciudad de México, además
de las constituidas en Pachuca y en Puebla-Orizaba, bajo el auspicio del
gobierno de Díaz y del gabinete del grupo denominado los “científicos”.10
Sin embargo, todo este desarrollo productivo y de acumulación de capital en
pocas manos fue sorprendido por el acontecimiento social más importante del
siglo XX: la Revolución Mexicana, que al cabo de poco más de dos décadas
modificó las condiciones de los peones trabajadores y de la posesión de la
tierra en las haciendas pulqueras.
En primer lugar, se trastocaron las relaciones sociales en favor de los
trabajadores del campo, y en segundo sitio, el impacto que tuvo la Reforma
Agraria derivó en el desmantelamiento de la estructura de la hacienda y en su
posterior reparto, lo cual fue origen de la debacle del negocio por tanto
tiempo favorecido por familias de abolengo. Si bien es cierto que la producción
pulquera continuó entre 1930 y 1950, a través de ejidatarios y medianos
productores, este negocio requería de inversión en tierras, agaves y capital,
además de una modernización industrial que no pudo llevarse a cabo. La
competencia desleal de la cerveza y un cambio cultural en el consumo de bebidas
en el siglo XX originaron que el pulque se olvidara hasta casi desaparecer;
mas, en este siglo XXI un nuevo interés lo ha revivido.11
LA VIDA COTIDIANA EN LAS HACIENDAS
PULQUERAS
En las haciendas
de los Llanos de Apan se desarrollaron estructuras socio-culturales singulares
debido a la importante relación que había en torno al cultivo del maguey
aguamielero, a su tan celosa producción del pulque y a su venta en el mercado
de las ciudades que se remontaba a varios siglos de su historia. En esta región
se conformó toda una estructura social basada en la especialización y
subordinación de los grupos trabajadores a través de una complicada red de
relaciones entre los hacendados, sus administradores y los trabajadores en general.
Además, se fomentaron prácticas y costumbres de la vida cotidiana que dieron
singularidad a la región, promoviendo un sentido identitario entre la población
y de unidad compartida entre las distintas haciendas.
Entre las haciendas que podemos enumerar en la región (ya sea en uso o solo
como construcción) se encuentran la de San Antonio Tochac, San Antonio
Zotoluca, Santiago Chimalpa, San Antonio de las Alcantarillas, San Vicente
Malayerba, San Diego Tlalayote, San Juan Ixtilmaco, San Francisco Ocotepec,
Santiago Tetlapayac, San Isidro Tepetlayuca, San Lorenzo, San Rafael
Acopinalco, La Laguna, Espejel, San Antonio Coatlaco, Tultengo, Irolo, San
Bartolomé de los Tepetates, en los municipios del distrito de Apan; Santa María
Tecajete, San Antonio Tochatlaco, Mazatepec, Tepechichilco y Tepa en el
distrito de Zempoala; además de las haciendas de estados vecinos como las de
San Antonio Xala, San Antonio y San Miguel Ometusco, Axapusco y Hueyapan en los
municipios del distrito Otumba, Estado de México; San Bartolomé del Monte, San
Cristóbal Zacacalco, San José Zoquiapan, San Nicolás el Grande, Mazapa,
Ixtafiayuca y Techalote, en el distrito de Calpulalpan, Tlaxcala; y finalmente
Mazaquiahuac, El Rosario y Mimiahuapan en Tlaxco, Tlaxcala.
Las haciendas pulqueras mantuvieron una organización económica propia: una
parte de la producción era destinada al mercado y otra para el consumo interno.
La división de sus tierras originaba un sector de explotación directa para
producción comercial, otra para el autoconsumo y otro sector de reserva, que
variaban según la época del año. La extensión media oscilaba entre mil 500 y
dos mil hectáreas. Las haciendas también fueron unidades
político-administrativas a veces más importantes que los mismos pueblos de la
región pues, debido a su situación geográfica, concentraban el control de los
medios de subsistencia, aparecían en los mapas y tenían las características de
un pueblo con capilla, cementerio, escuela, hospital, oficina de telégrafo, una
tienda y la estación de ferrocarril más cercana.
Las relaciones básicas de trabajo en las haciendas eran de dos tipos: la que se
establecía con sus trabajadores permanentes o “acasillados” (que consistía en
una relación no salarial que incluía el acceso del trabajador a alguna forma de
usufructo de la tierra de la finca) y la que se entablaba con los trabajadores
estacionales o “semaneros”, con una relación salarial, cuya fuente de
trabajadores eran las comunidades campesinas, los ranchos y los minifundios.
Además, estaban los trabajadores encargados de recolectar el aguamiel, o
“tlachiqueros”, que entregaban la savia del agave y eran pagados en monetario.12
Al igual que la mayoría de las haciendas mexicanas, las haciendas pulqueras
contaban con instalaciones permanentes que cumplían un conjunto específico de
actividades económicas (agrícolas, pecuarias, extractivas y manufactureras), y
otras vinculadas con la reproducción de las relaciones de producción (como la
famosa tienda de raya, la cárcel y la capilla). Pero su distinción lo daba el
“tinacal” (locución formada por el vocablo castellano tina y la voz
náhuatl calli o casa, que significaba “la casa de las tinas”,
que hacía referencia al lugar donde se fermentaba el pulque), sitio donde los
tlachiqueros entregaban el aguamiel; allí, el mayordomo del tinacal, con sus
conocimientos y experiencia lo fermentaba, almacenaba y producía el pulque que
salía para su comercialización.13
Una descripción de este tipo de hacienda nos la proporciona el estudioso de la
charrería Leovigildo Islas, quien detalla los elementos básicos de la
infraestructura de cualquier finca de la región de los Llanos de Apan, que era
la materialización espacial de todas las relaciones sociales entre los cientos
de empleados y la actividad agropecuaria:
En el casco estaban comprendidas las edificaciones
del predio, que consistían en la casa principal del propietario, la del
administrador y la de los empleados superiores, el despacho, el tinacal, las
trojes, los depósitos para maquinaria y herramientas, las cocheras, el sillero,
los cuartos para huéspedes, el alambique, la tienda, la capilla, la escuela,
las caballerizas, macheros, corrales, zahúrdas, carrocería, la herrería,
etcétera. Todas estas construcciones circundadas por grandes bardas de
mampostería o tapias, adosadas a las cuales estaban las habitaciones de los
peones, tlachiqueros y otros sirvientes. Al conjunto de estas habitaciones se
le llamaba cuartería o calpanería.14
La “calpanería” es una palabra híbrida de
las voces nahuas calli, casa, y pan, sobre o lugar, y
el sufijo castellano ría, que generalmente indica establecimiento.
Su traducción literal sería “lugar donde están las casas”, refiriéndose a la
zona habitacional de los peones, que podía estar dentro o fuera de las
haciendas. Los peones, al iniciar los trabajos, en las primeras horas de la
mañana, más bien de la madrugada, y al terminar sus jornadas, se reunían en el
patio principal y entonaban el Alabado, cántico devoto y doliente
compuesto o introducido entre los labradores a fines del siglo XVII por el
misionero franciscano fray Antonio Margil de Jesús.15 Cuando
los tlachiqueros terminaban sus labores en el tinacal, durante las primeras
horas de la noche, entonaban a coro y con la mayor sonoridad el Avemaría,
oración impregnada de fe que era escuchada con respetuoso silencio por todos
los presentes. Otra práctica religiosa usual entre los tlachiqueros era una
maniobra llamada “correr las puntas” (distribuir el pulque fermentado), a
efectuarse en el tinacal; el que hacía esta operación gritaba con voz potente:
“Alabado sea el misterio de la Santísima Trinidad. ¡Ave María Purísima!”
Quienes lo escuchaban, incluidos los patrones, se descubrían respetuosamente la
cabeza.16
La palabra “tlachiquero” designaba a
la persona cuya actividad principal o exclusiva giraba en torno del cultivo del
maguey y, más específicamente, al encargado de las últimas etapas: el capado (extracción del corazón de
agave), raspado (la continua
laceración de la cavidad productora de aguamiel) y la extracción del aguamiel (tlachiquear proviene de la voz
nahua tlachiqui que significa raspar). Cada tlachiquero tenía
su propio instrumental que eran las castañas, unos recipientes de madera de
aproximadamente 25 litros para contener el aguamiel, el acocote, un
guaje vacío que servía de aspirador de la savia dentro del maguey, y un
raspador metálico para rasgar el interior del corazón del maguey y continuar
con la extracción de su savia, así como un burro que cargaba las castañas de
aguamiel. Esto formaba propiamente el equipo de propiedad o de arrendamiento
del tlachiquero con el cual extraía y transportaba el líquido. Todos los días,
al amanecer y al atardecer, realizaba la recolección del aguamiel y se dirigía
al tinacal de la hacienda en donde era depositado y era pagado en monetario a
destajo.
El tinacal era un cuarto espacioso y bien ventilado en donde existía una hilera
de tinas que contenían el pulque en diferentes fases de fermentación, según el
periodo del año, el clima, la temperatura y la calidad de aguamieles
depositados en él. Entre los instrumentos y utensilios que había en el tinacal
se encontraban las tinas de cuero de vaca, donde se elaboraba el pulque, el
recipiente medidor o “cubo”, el embudo de cobre, las zarandas para colar de
impurezas el aguamiel, el meneador para revolver el pulque, las chalupas
(bateas de madera) para despumar la fermentación del pulque, las jícaras para
catar el pulque y el banco medidor. A las afueras de este estaban los
marcadores de hierro para los magueyes (que indicaban la edad y el estado de
explotación de la planta, así como el propietario al que pertenecía), la
barreta metálica para el arranque del maguey; la coa metálica de recorte para
la poda de las pencas; el quebrador, un cilindro de madera de encino que se
utiliza al momento de extracción del corazón de maguey, acción conocida como
“capar”; la tajadera o cuchillo de recorte; además de los barriles de madera
para el pulque con una capacidad de 250 litros. Todo ese instrumental magueyero
y pulquero conservaba tecnología colonial centenaria.17
Los trabajadores del tinacal eran, además del mayordomo (quien dirigía y
supervisaba la fermentación del pulque), el guardatandas
(quien distribuía la cantidad de magueyes entre los tlachiqueros para
raspar), el capitán (quien dirigía a
los tlachiqueros), el tinero
(encargado de la limpieza de las tinas), el
medidor (que recibía el aguamiel y medía el pulque expendido), los valedores (ayudantes en general) y
los tlachiqueros. Había además peones llamados magueyeros especializados en la plantación y cultivo del maguey.18
Un aspecto por demás singular era la recomendación que hacían dos hacendados
pulqueros porfirianos al momento de la raspa del maguey y de la recolección del
aguamiel:
Nunca el tlachiquero ha de dejar de observar el
mayor aseo posible en cada uno de los magueyes que forman su tanda. Debe
tenerlos siempre bien limpios, barriendo y sacudiendo toda la basura, la
tierra, los insectos, las yerbas y cuanto se recoge entre sus pencas, porque se
ha observado que en todo tiempo, y particularmente en la estación lluviosa,
estas sustancias llegan a penetrar en el receptáculo donde nace la aguamiel, y
por su disolución o mezcla en ella le comunican mal sabor y echan a perder el
pulque.19
Estos mismos hacendados mencionaban, en el cambio de siglo XIX al XX, que había
cinco animales nocivos para el desarrollo del maguey: el gusano rojo o chilocuillin que
afecta a las raíces; el gusano blanco o meocuillin que nace en
el centro de sus hojas; dos especies de ratones que anidaban en su interior,
conocido el primero de ellos como metoro,
y el segundo llamado chachahuate;
además de otros pequeños mamíferos, uno llamado “oncita” y las tuzas. A
veces se tenía que ahuyentar a canes, coyotes, zorrillos, tejones y tlacuaches
que bebían en las noches el aguamiel almacenado en los magueyes en raspa. Si
eran estos tres últimos animalillos se escogía una noche de luna llena para que
su claridad permitiera perseguirlos valiéndose de perros y de palos. Aquí la
descripción del suceso:
Es de ver la algaraza que se arma en estas cacerías
nocturnas cuando los hombres y los perros llegan a descubrir algún animal entre
los magueyes. Comienzan los ladridos, azuzan y vociferan los tlachiqueros,
corren todos revueltos por aquí y por allá en pos del cuadrúpedo ladrón hasta
que por fin sucumbe a fuerza de golpes y de mordidas en medio de sus
triunfantes y alegres perseguidores. Vuelven de nuevo a buscar otra pista
llenos de gozo, encuentran al animal y se repite la misma escena anterior. Así
continuarán en esta diversión hasta muy entrada la noche, y se retiran después
a la finca llevando consigo los cadáveres de los bichos que perecieron en la
batalla. Al día siguiente aparecen empajados y pendientes de un hilo en el
portalillo del tinacal como trofeos de la victoria, y por decirlo así, para
escarmiento de sus compañeros.20
En cuanto a las festividades realizadas en las haciendas, además de la del
santo patrono de cada una de ellas, se festejaba el Carnaval, la fiesta de San
Isidro Labrador (15 de mayo), la Santa Cruz (3 de mayo) y el “Combate” en el
mes de noviembre. La cruz siempre estaba colocada en un sitio preferente o
nicho dentro del tinacal, adornada con flores artificiales y otras alegorías
religiosas.
Todos los tlachiqueros, de manera espontánea, iban depositando semanalmente una
pequeña cantidad de dinero destinada exclusivamente a celebrar de la mejor
manera esta conmemoración, para lo cual el mayordomo designaba a un padrino que
se encargaba de instalar de la mejor forma posible la nueva cruz (previamente
bendecida) y de retirar con respeto la anterior. Este entraba al tinacal
seguido de los tlachiqueros, algunos de los cuales entonaban cánticos
religiosos, y otros hacían estallar cohetones en el patio de la finca, todo en
medio de una profunda devoción, y después, de gran regocijo.21
Durante este festejo se rezaban oraciones y se entonaban cánticos religiosos y
“vivas” a la Santa Cruz. Cuando terminaba aquella ceremonia, los nuevos
compadres (el mayordomo y el padrino) se abrazaban y todos los presentes
aplaudían y lanzaban “vivas”, el padrino entonces distribuía tarjetas
conmemorativas del acontecimiento entre las personas principales y abundante
dotación de confites corrientes y otras golosinas para los hijos de los
trabajadores. Los danzantes ponían un colorido alegre a este festejo religioso:
Con sus vestidos multicolores, de lustrina,
penachos de plumas, diademas con espejitos, portando aros de varas adornadas
con flores de papel de china, danzaban incesantemente al monótono y chillante
son de un destemplado violín.22
Generalmente, esos danzantes se entregaban a tan fatigosa actividad para
cumplir alguna “promesa” hecha a la Santa Cruz por motivos de enfermedad u
otros contratiempos. Los festejos terminaban con una comida tradicional que el
patrón obsequiaba a sus empleados. El Combate era una celebración con motivo
del fin de las cosechas y consistía en serie de misas solmenes, danzas y cantos
religiosos, fiestas profanas, fuegos artificiales y jaripeos para solaz de los
trabajadores a los que se brindaba comida, y para sus niños ropa, dulces y
juguetes. Además, las fiestas tradicionales como Semana Santa, Navidad y Día de
muertos eran conmemorados por toda la hacienda.23
Toda esta actividad social inmersa en las construcciones de las haciendas
pulqueras, con torreones y almenas que asemejaban un pasado medieval (muchas
remodeladas al inicio del siglo XX por el arquitecto Antonio Rivas Mercado), se
fue extinguiendo al mediar el siglo. Los efectos del reparto agrario y la
liberación del trabajador agrícola desestabilizaron las relaciones de
producción y comenzaría la lenta desestructuración de estas unidades
productivas, cuya etapa final fue la creación de ejidos para los peones de las
haciendas y el surgimiento de minifundios de nuevos propietarios. Por este
motivo, entre 1940 y 1955 se vivió una etapa crítica en el agro mexicano, pues
pasó de un sistema de latifundios a una fragmentación en parcelas y ejidos que
sostuvo la economía regional hasta la década de 1960, cuando se transformaría
con la creación del complejo industrial de Ciudad Sahagún; tan solo para la
construcción del sitio se tuvo que desenraizar por completo a los magueyes y desaparecer
la fauna local (liebres o tuzas) para dar cabida a las fábricas en los Llanos
de Apan. La absorción de los peones de haciendas al trabajo de la construcción
del complejo y eventualmente al sector fabril y de servicios fue un hecho
inminente.24
La transformación del uso de suelo de agrícola a industrial y la incorporación
paulatina de la fuerza de trabajo al sector de la transformación, incentivó que
en la región crecieran sus centros urbanos en detrimento de la antigua
explotación agrícola del maguey, que requería tanto de campos extensos como de
una forma de cultivo escalonado, con plantaciones de maguey de uno a diez años
para mantener una explotación del aguamiel, sin sufrir falta de materia prima.
Esto, unido a la larga espera de su maduración (casi una década), propició que
los nuevos ejidatarios prefiriesen el cultivo de la cebada y, en menor medida,
del maíz, para solventar sus necesidades económicas.
Esto trajo como consecuencia el cambio de la actividad agrícola en el altiplano
de Apan: de magueyera a cebadera, que se impuso al mediar el siglo XX y se ha
mantenido hasta la fecha, siendo una paradoja que en la antigua altiplanicie
pulquera prospere ahora el cultivo de cebada para la industria cervecera en lo
que antes fue una zona de magueyes. En la actualidad se conservan solo
vestigios de la añeja cultura del maguey, puesto que los nuevos aspectos
económicos y comerciales se fueron imponiendo sobre su histórica herencia. No
obstante, la importancia y la grandeza del desarrollo productivo de la
industria pulquera permeó las actividades cotidianas de la población
trabajadora de los Llanos de Apan e, incluso, de los consumidores del producto
en las grandes ciudades. A pesar de la irrupción violenta que significó la
Revolución Mexicana, y de la imposición de un nuevo régimen sociopolítico, en
esta zona de México continuó el saber tradicional de la explotación de las
magueyeras para la producción del pulque, y aunque parezca increíble, siguió un
cierto apego a la elaboración del producto hasta más allá de la mitad del siglo
XX, cuando el porvenir de este negocio se desplomó debido a la mala
planificación de los productores, a la mala ejecución de programas federales en
apoyo al campo y a la precaria tecnología productiva por parte de los pequeños
productores ejidales.
A pesar de todo, la singularidad de la elaboración y venta del pulque, aunque
en baja escala, sobrevivió y siguió siendo una forma de garantizar la
manutención de gran parte de la población dedicada a las labores del campo en
la región de Apan, como en otros lugares de producción pulquera, cuando
llegaron las crisis económicas. Todo el universo de estas formas de producción
agrícola, convivencia social y expresiones culturales se mantuvo en la memoria
de la población de los Llanos de Apan; una cultura tradicional que ha
sobrevivido gracias a la tenacidad de las costumbres heredadas por el saber
ancestral de la figura mítica del maguey y de su bebida espirituosa que hoy día
resurgen para quedarse.
NOTAS
1 Virginia Guedea. La
insurgencia en el Departamento del norte, México, UNAM / Instituto Mora,
1996, p. 13.
2 Manuel
Payno, Los bandidos de Río Frío, México, Tomo, 2006.
3 Margarita Crispín
Castellanos, “El consumo del pulque en la ciudad de México durante el Porfiriato,
1880-1910”, en Cuadernos para la historia de la salud, México,
Secretaría de Salud, Dirección General de Recursos Materiales y Servicios
Generales/Centro de Documentación Institucional/Departamento de Archivo de
concentración, p. 19.
4 Mario Ramírez
Rancaño, Ignacio Torres Adalid y la industria pulquera, México,
UNAM–Plaza y Valdés, 2000
5 Virginia
Guedea, Op. cit., pp. 18-19.
6 Calderón de la
Barca, Madame [Frances Erskine Inglis de Calderón de la Barca], La vida
en México durante una residencia de dos años en ese país (1839-1842),
México, Porrúa, 2003, pp. 131-145.
7 Manuel
Payno, Memoria sobre el maguey mexicano y sus diversos productos,
México, Imp. Boix, 1864, p. 36.
8 Representación
que dirigen a la Legislatura del estado de México los propietarios de las
fincas de pulques residentes en la capital de la República, México,
Imprenta de García y Torres, 1868.
9 Rodolfo Ramírez
Rodríguez, “La importancia de la carga de pulque en los Ferrocarriles
Nacionales de México 1890-1930”, Mirada ferroviaria, núm. 35,
enero-abril de 2019, pp. 4-16.
10 Ramírez
Rancaño, Op. cit., pp. 123-169.
11 Rodolfo Ramírez
Rodríguez, La querella por el pulque. Auge y ocaso de una industria
mexicana, 1890-1930, México, El Colegio de Michoacán A.C., 2018.
12 Ricardo Rendón
Garcini, Dos haciendas pulqueras en Tlaxcala, 1857-1884, Gobierno
de Tlaxcala-UIA, 1990.
13 Juan Felipe Leal y
Mario Huacuja Rountree, Economía y sistema de haciendas en México. La
hacienda pulquera en el cambio. Siglos XVIII, XIX y XX, México, Era, 1984,
pp. 96-97.
14 Leovigildo Islas
Escárcega, “Apan”, en Artes de México, número especial, Haciendas
de México, núm. 79-80, México, 1966, p. 9.
15 Ibid., p.
10
16 Leovigildo Islas
Escárcega, “Las haciendas pulqueras”, en Artes de México,
Revista-libro, Maguey, num. 51, México, año 2000, p. 49.
17 Pedro e Ignacio
Blásquez, Tratado del maguey, Puebla, Imprenta de Narciso
Bassols, 1897, pp. 42-47.
18 Islas Escárcega,
“Las haciendas pulqueras”, p. 50.
19 Blásquez, Op.
cit., p. 24
20 Ibíd., p.
35.
21 Islas Escárcega,
“Apan”, p. 11.
22 Ibíd., p.
12.
23 Ibíd., p.
12.
24 Victoria Novelo y
Augusto Urteaga, La industria en los magueyales, Trabajo y sindicatos
en Ciudad Sahagún, México, Nueva Imagen, 1979, p. 92.
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Las damas del pulque y su poder en el siglo
XIX
Por Aurea Toxqui. Alcohol en Latinoamérica: una historia
social y cultural
Poco después de la aparición de las pulquerías, españoles y mestizos
notaron la rentabilidad del comercio de pulque y comenzaron a participar en él.
Para la segunda mitad del siglo dieciocho, muchos miembros de la nobleza se
involucraron también. Entre ellos estaba la marquesa de la Selva Nevada Antonia
Gómez de Bárcena, quien tenía tres haciendas en gran parte productoras de
pulque, y cuatro pulquerías. Las familias nobles tenían ventaja sobre las
poblaciones nativas y los pequeños productores por poseer haciendas asignadas
principalmente a la plantación de maguey y la producción de pulque. Ellos
ayudaron a la comercialización de la bebida mediante el arrendamiento de
pulquerías y obligando a los inquilinos a comprar su producto.
La nobleza de descendencia europea controlaba el comercio de la
Ciudad de México, y casi ningún pequeño productor podía abrir una casilla en la
ciudad. En cambio, por su aportación o servicios a la monarquía, la Corona
otorgaba a estos aristócratas permiso para abrir nuevas pulquerías. El hecho de
que el sistema jurídico español otorgaba derechos similares en la propiedad y
sucesión para los hombres y las mujeres, permitió a las féminas de la élite
colonial de la Nueva España lograr la independencia financiera y social.
Una de ellas fue María Micaela Romero de Terreros, hija mayor del conde
de Regla. A su muerte, ella le sucedió en el negocio de pulque, a pesar de
estar soltera y tener menos de 25 años para ser considerada mayor edad.
Las familias nobles se casaban entre ellas con el fin de consolidar su
poder, y la nobleza del pulque no fue una excepción. La hija del segundo conde
de Xala, María Josefa Rodríguez de Pedroso, se casó con el hijo de la condesa
de Regla, Pedro Ramón Romero de Terreros. Entre los dos, poseían trece
pulquerías y veintiún haciendas pulqueras. La nieta del conde de Xala se casó
con el conde de Tepa, y en 1800 poseían cinco casillas y seis ranchos
pulqueros. Esta costumbre de casarse entre los empresarios del pulque persistió
hasta finales del siglo XIX. En 1879, el dueño de la hacienda de San Antonio Ometusco,
José Torres Adalid, se casó con Pilar Sagaseta, cuyo padre poseía la hacienda
de San Antonio Xala.
Después de que México obtuvo su independencia en 1821, el comercio
continuó en manos del oligopolio aristócrata, y algunos de sus miembros
femeninos participaron activamente en la administración de sus negocios. Estas
damas eran bien conocidas por su determinación, carácter fuerte y habilidades
emprendedoras. Sin embargo, como muchas otras mujeres de la élite, a pesar
de participar en las actividades financieras de acuerdo con los registros
notariales, no se identificaron a sí mismas en los censos teniendo una
ocupación.
La bisnieta del conde de Xala encarna quizás una de los casos más
interesantes de las mujeres aristócratas que participaron en el comercio del
pulque. Josefa Adalid y Gómez de Pedroso era una joven viuda y madre de tres
hijos. Además de criar a sus hijos, Josefa manejó cuatro haciendas y varias
pulquerías que había heredado de su padre. Ella también vendió pulque a otros
propietarios de pulquerías; entre los que estaba Sofía Guadalupe Sánchez, que
recibía cuarenta y cinco cargas (2439 galones) por semana de las fincas de doña
Josefa.
La sección sobre los minoristas pulqueros en la guía del viajero de 1852
enumeran sólo su negocio y señala que pulque embotellado de alta calidad se
podía comprar en su casa en la calle Espíritu Santo #2 (hoy Museo del
Estanquillo), una de las calles más elegantes de la Ciudad de México. Señalando
la calidad y embalaje de la bebida, el editor la separaba de cualquier
connotación negativa que el pulque y pulquerías habían adquirido, tales como
inmundo y maloliente, sugiriendo en su lugar la higiene y la modernidad. El
hecho de que la bebida podía ser comprada en su casa, a entender que ella era
ama de casa, cuyas actividades empresariales no comprometieron sus papeles de
honor o de género.
Aunque hay evidencia de que ella poseía varias casillas, no hay
registros en el archivo municipal bajo el nombre de Josefa solicitando una
licencia para ellas. Como muchos otros miembros de la aristocracia, necesitaba
tener cuidado con las preguntas sobre el decoro y la feminidad; por lo tanto,
contrató a un gerente para administrar sus pulquerías.
Era una práctica común entre las mujeres de élite confiar en los
representantes cuando se trataba de impuestos o la administración municipal.
Los hombres en calidad de sus representantes legales o administradores
tramitaban las licencias para pulquerías en su nombre. Ese fue el caso de las
nietas de Josefa Adalid, Concepción Torres y Luz Sagaseta, que por 1901 eran
menores de edad y habían heredado los negocios -quince casillas y algunas
haciendas pulqueras- de sus padres. Su tío Ignacio Torres Adalid actuó como su
representante legal, en la presentación de las solicitudes de certificados de
pulquerías y otras transacciones en su nombre. La práctica de tener
representantes masculinos se convirtió en algo más común durante la
segunda mitad del siglo XIX, cuando la sociedad burguesa adoptó códigos de
género aún más rígidos con el fin de separarse de las clases más bajas y
justificar la exclusión política de estos últimos. En algunos casos, los
nombres femeninos no aparecen en los registros municipales, pero su asociación
o participación de un parentesco familiar se registran en los términos de
testamentaría, negociación, compañía o Sociedad Concepción y Luz Torres
Sagaseta. Este procedimiento ayudó a estas mujeres a mantener su honor.
Concepción después se convirtió en monja, y lo más probable fue que renunció a
su parte del negocio cuando tomó el velo. En 1909 su nombre ya no apareció
entre los dueños de pulquerías, únicamente el de su hermana Luz, que entonces
tenía 14 casillas, una hacienda y tres ranchos.
En el clan Adalid, Josefa no fue la única mujer con habilidades
empresariales; su nuera, Leonor Rivas de Rivas, siguió sus pasos. Nacida como
Leonor Rivas Mercado, se casó con Javier Torres Adalid, quien, como hijo de
Josefa, había heredado la hacienda de San Miguel Ometusco. Cuando Javier murió
en 1893, Leonor heredó el negocio del pulque. Para 1901 ella se había casado
con su primo Carlos Rivas Gómez, y un año después compraron la hacienda
Bocanegra. En 1905 Leonor tenía 35 pulquerías en la ciudad de México, además de
haciendas pulqueras y algunas otras propiedades más. Para 1910, Carlos había
muerto, y Leonor se unió a la recién formada compañía Expendedora de Pulques.
Esta fue una empresa mayorista creada por los poderosos productores de pulque o
minoristas con la intención de controlar el comercio del pulque en la ciudad de
México y otras ciudades. Ella se unió al grupo con 930 acciones. Sus
hermanos Luis y Juan Rivas Mercado poseían 1,785 y 1,140, respectivamente; su
sobrina Luz Torres era dueña de 720. El manejo activo de su negocio por parte de Leonor en sus últimos años
demostró cómo las mujeres casadas mayores o las viudas disfrutaban de más
libertades que las mujeres jóvenes casadas o solteras. Mientras Leonor era
viuda por primera vez, su hermano Luis presentó solicitudes de licencia a su
nombre. Sus hijos crecieron cuando ella se volvió a casar; luego comenzó a
presentar peticiones y firmar instrumentos bajo su nombre de casada. Después de
que Carlos murió, ella firmó como viuda. Otro ejemplo fue Gerarda Pardo, quien
también firmó documentos en su propio nombre. En el momento de su muerte, en
1902, ella poseía veinticuatro casillas bajo el nombre mercantil de Negociación
Mazapan.
En 1909, cuando se creó la Compañía Expendedora de Pulques, varias
mujeres de élite participaron como accionistas porque eran propietarias de
otras pulquerías o haciendas. En comparación con los hombres, las mujeres
tenían menos acciones; aun así, algunas de ellas poseían miles de acciones.
Entre ellas estaba la viuda Dolores Sanz, que heredó treinta y nueve
pulquerías, una hectárea y ranchos adyacentes, y 3270 bonos de su esposo, Luis
C. Lavic; y Trinidad Scholtz de Iturbe, propietaria de doce casillas, una
hacienda y ranchos adyacentes, y 4500 bonos.
Además de controlar el comercio de pulque, este grupo tenía la intención
de crear un frente unificado contra la compañía ferroviaria a cargo del envío
de la bebida a la Ciudad de México y los impuestos y regulaciones del gobierno,
que ellos veían excesivos. Los productores constantemente se quejaban de la
falta de apoyo del gobierno federal o local para su industria, que manifestaron
sus políticas hacia el pulque. Según ellos, esto afectó el comercio y dio una
mayor ventaja a las bebidas importadas, perjudicando a la industria nacional.
Desde la década de 1850, el gobierno de la Ciudad de México había
emitido varias regulaciones de pulquería, con la intención de mejorar la
higiene y el comportamiento de los clientes. En 1903, las modificaciones
requirieron la instalación de fregaderos y urinarios con agua corriente, pisos,
contraventanas y paredes enlucidas, entre otras mejoras. Algunos propietarios
de pulquerías se unieron y se quejaron sobre los costos de estas mejoras,
argumentando que el precio del pulque era muy bajo y sus clientes eran miembros
de las clases más bajas que no sabrían cómo encargarse de las nuevas mejoras.
Entre los signatarios había mujeres empresarias o sus representantes. El poder
de cabildeo de estas personas se hizo evidente cuando el gobierno redujo los
requisitos y otorgó extensiones para cumplirlos.
La rentabilidad del pulque lo convirtió en un objetivo de los impuestos
que comenzó en el período colonial. La falta de recursos debido a las guerras
civiles, las invasiones extranjeras y la constante agitación política que
experimentó México desde 1810 animaron al gobierno a mantener estas políticas,
especialmente en la segunda mitad del siglo XIX.
En 1857, el presidente liberal Ignacio Comonfort creó un impuesto del 3
por ciento sobre la producción de pulque que se agregó a su derecho de alcabala
(aduana) del 26.66 por ciento. El mismo año, anunció un nuevo impuesto para
pulquerías en la Ciudad de México con el fin de proporcionar fondos al
municipio. Un grupo de productores de pulque, entre ellos Josefa Adalid, se
quejó de que el aguardiente tenía una alcabala del 14 por ciento y que otros
productos nacionales pagaban solo del 8 al 10 por ciento. Según estos
productores, sus propiedades pulqueras tenían un valor total de 2.7 millones de
pesos, y la alcabala anual llegó a 178,000 pesos, el 6.5 por ciento del valor
de sus propiedades. Argumentaron que la nueva tarifa de casillas en la Ciudad
de México, que oscilaba entre cinco y veinte pesos por negocio, que se
pagaría cada tres meses con anticipación, dañaría su industria. Estos cargos
fueron separados de los impuestos pagados por licencias comerciales y
renovaciones. La caída de Comonfort y el comienzo de otra guerra civil, más que
el poder de cabildeo de los productores de pulque, llevaron a la derogación de
este nuevo impuesto.
Muy a menudo los gobernadores y alcaldes del estado en el centro de
México aplicaban políticas similares y los productores de pulque cabildeaban
contra ellos. Bajo la excusa de que había muchos bandidos en las carreteras y
que los envíos de pulque requerían protección, Agapito de la Barrera, jefe
político de Otumba, impuso un impuesto a los arrieros y los envíos. Los
productores presionaron al Ministerio del Interior y obtuvo una revocación en
la medida. En enero de 1873, Rafael Madrid, alcalde de Apan -un importante
municipio de pulque en el estado de Hidalgo- estableció un impuesto a la
extracción de aguamiel. Pronto, el gobernador Tagle, que estaba relacionado con
algunos productores revocó el impuesto. El periódico liberal Monitor
Republicano publicó constantemente cartas de productores y editoriales de
pulque que criticaban el aumento o la creación de nuevos impuestos, así como
los altos precios y el deficiente servicio que ofrecían las compañías
ferroviarias. Los productores justificaron sus afirmaciones con el hecho de que
la promoción de las industrias nacionales mantendría la buena reputación
crediticia que México deseaba alcanzar. Su comercio también representaría
mayores ingresos para la tesorería si tuviera menos restricciones.
A pesar del bajo costo del pulque, representaba importantes
contribuciones a la economía nacional. En 1896, alrededor de 128,000 personas
participaban en la industria del pulque a lo largo de sus diferentes etapas de
producción, distribución y comercialización. Comparado con productos de
exportación como minerales o textiles, el pulque no representaba un alto
porcentaje de la recaudación nacional de impuestos, pero dentro de los sectores
domésticos de la producción de alimentos y bebidas lo hizo.
En 1900, la producción de pulque representaba el 2.38 por ciento del
valor total de la producción agrícola para el consumo doméstico, y el 3.35 por
ciento de la producción de alimentos y bebidas. En comparación, el maíz, la
cosecha más grande producida para el consumo interno, constituía el 40.11 por
ciento del valor total de la producción agrícola, pero solo el 5.64 por ciento
de los alimentos y las bebidas. Tequila y mezcal juntos representaban 3.27 por ciento de los alimentos y bebidas, pero
eran mucho más caros que el pulque. Estas cifras no incluyen las cantidades de
bebidas producidas clandestinamente.
La Ciudad de México y los municipios circundantes juntos abarcaban el
Distrito Federal, y los impuestos recaudados allí contribuían directamente al
tesoro federal. Se reconoció públicamente que entre todas las alcabalas
recolectadas en la ciudad, el pulque y el tabaco eran los más importantes.
En julio de 1856, la alcabala del pulque representaba el 6.13 por ciento
de todos los impuestos recaudados en el Distrito Federal, incluyendo aduanas,
ventas, propiedades y otros lugares. Durante el Porfiriato, el régimen
oligárquico de Porfirio Díaz (1876-1911), el sistema de recolección mejoró, y
los ingresos del pulque aumentaron aún más. En 1903, los impuestos sobre la
venta de pulque recolectado en la ciudad representaban el 8.81 por ciento,
mientras que los impuestos sobre pulquerías y otras tabernas constituían otro
1.9 por ciento.
Además de todos los impuestos sobre ventas y pulquerías, las fincas de
pulque también reportaron importantes ingresos fiscales. Para 1870, las 278
haciendas de pulque ubicadas en los estados de Hidalgo, México, Puebla y
Tlaxcala habían aumentado su valor en más de diez millones de pesos. En 1891, llegaron a catorce
millones de pesos, y su valor se duplicó en 1896. En el año fiscal 1896-1897,
los impuestos a la propiedad excluyendo minas representaron el 2.19 por ciento
de todos los ingresos recaudados en toda la nación. En 1901, con la
introducción del ferrocarril en toda la región del pulque, las fincas
alcanzaron un valor de casi cien millones de pesos. Con la creación de la
Compañía Expendedora de Pulques y la consolidación del monopolio de la bebida,
el valor de las haciendas pulqueras alcanzó los doscientos millones de pesos en
1909.
Los diferentes ingresos generados por el comercio de pulque, los
impuestos sobre las fincas, las ventas y sus dispensarios, y su importante
contribución a las arcas y la economía nacional, demuestran por qué las
productoras, en conjunción con sus pares masculinos, pudieron ejercer presión y
negociar con el gobierno. Por el contrario, los impuestos recaudados de fondas
y figones eran insignificantes. Sus propietarios pagaron menos del 1 por ciento
de la recaudación anual en la rama del comercio nacional en 1903.
Las enchiladeras, al igual que muchos otros vendedores ambulantes,
evitaron pagar impuestos, pero sí tuvieron que pagar una pequeña tarifa mensual
por una licencia de venta. Si bien los impuestos a los alimentos no podían
competir con los impuestos al pulque, la venta de alimentos en general
contribuyó a la economía de la ciudad.
http://colectivoeltinacal.blogspot.com/2018/02/lasdamas-del-pulque-y-su-poder-en-el.html
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