(17) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
DOÑA MARINA
La Malinche
Estrella y lengua de la Conquista
-¿Tanto os interesa saber la verdad de mi
vida? ¿Es qué la historia no ha sabido contarla?
-Con un sí y con un no, debo contestaros,
señora mía. Me interesa conocer la verdad de vuestra existencia, precisamente
porque la Historia se ha referido a vos con noticias contradictorias en cuanto
más puede interesar de vos, y ha repetido demasiadas veces los datos
biográficos menos interesantes para la posteridad, aun siendo admirables por su
valor humano y ejemplaridad.
-¡Extraña afirmación la vuestra, pues que tan
unida estuvo mi vida a la del glorioso don Hernando Cortés, habiendo tenido
éste biógrafos coetáneos de tanta fidelidad como clara doctrina, siempre
acuciados en no dejar en la sombra, ni en la penumbra, algún suceso por
sencillo e insignificante que pudiera parecer! ¿Es que tales historiadores se
olvidaron de mí o dejaron de consignar casos y cosas curiosas y reveladores de
mi persona?
-En efecto, señora mía, doña Marina, pocos
ilustres varones de España como don Hernando Cortés alcanzaron la gloria de
alimentar tantas y tan admirables historias, entre las cuales cuentan las que
son modelo de su género: las escritas por el capellán de don Hernando, don
Francisco López de Gomara, demasiado devoto del héroe y por ello incapaz de
reconocer los lauros debidos a sus compañeros de conquistas; por el rudo y
desaliñado don Bernal Díaz del Castillo, que combatió con denodado guerrero y
supo cronicar con imparcialidad y repartir con justicia alabanzas y vituperios;
por el desordenado y nervioso don Hernández de Oviedo; por el agrio y
parcialísimo, en disfavor de don Hernando, fray Bartolomé de las Casas; y por
el mismo don Hernando Cortés, cuyas Cartas
de Relación al señor emperador Carlos V guardan tantas sinceridades de
caballero como indiscreciones de político.
-¿Y tan preclaros varones, testigos muy
entremetidos en las famosas empresas, no han sabido pintarme por fuera y por
dentro?
-Han querido y sabido, señora mía; pero es
como si todos ellos se hubiesen empecinado en retrataros en unos mismos gestos
y actitud, y en sonsacaros idénticas virtudes; con lo cual todos los retratos
de vos coinciden y la posteridad sólo conoce por un lado vuestro rostro y ánimo.
-Y para que yo pueda ilustrar vuestra
curiosidad, sin recurrir en enfadosas reiteraciones, ¿queréis resumirme qué sea
de cuanto de mí se sabe?
-Me bastarán contadas palabras. Que vuestro
verdadero nombre fue Malinche,
y habiendo sido repudiada por una desalmada madre –casada por segunda vez y con
un hijo varón de este matrimonio, en quien deseaban concurriesen las dos
herencias- os vendió a unos indios de Xicalanco, quienes, a su vez, lo hicieron
al gran tlatoani o cacique de Tabasco, para que éste, con otras diecinueve
muchachas, os ofrendase a los conquistadores, correspondiendo vuestra persona
al capitán don Alonso Hernández de Portocarrero. Que habiendo regresado a
España vuestro dueño, os tomó don Hernando para amante y consejera suya, y a
quien ya para siempre amasteis y servisteis con fidelidad rayana en idolatría.
Que de don Hernando tuvisteis un hijo, don Martín, de nombre como su abuelo
paterno, quien fue comendador de Santiago y caballero calatravo, y poseyó
cuantiosos bienes; bienes que le fueron confiscados en 1586 por la Inquisición
al ser acusado de rebelión e irreligiosidad. Que muerto don Hernando
contrajisteis nupcias con el intendente de don Hernando, el llamado Juan
Jaramillo, con el cual pasasteis a España, siendo aquí agasajada como señora de
alto rango. En cuanto acabo de enumerar coinciden los historiadores; pero lo
que más alaban de vos, con unanimidad, es vuestra mucha inteligencia y vuestro
conocimiento de las lenguas indígenas que pusisteis al servicio del gran
conquistador; quien, sin vuestra abnegada ayuda más dificultades hallara en sus
descabelladas empresas, y aun hubiese caído en emboscadas fatales para su
persona. Recuerdo algunos extremos de Bernal Díaz, a vos dedicados, que no
dejan lugar a dudas acerca de vuestra lealtad y astucia… “Doña Marina siempre iba con nosotros a cualquier entrada, y aunque
fuera de noche…” “Digamos cómo doña
Marina, con ser mujer de tierra, qué esfuerzo tan varonil tenía, que con oír
cada día que nos habían de matar… jamás vinos flaqueza en ella, sino muy mayor
esfuerzo que de mujer…” “Cuando don
Hernando hablaba de Jesucristo a los indios hacíalo por boca de doña Marina, ya
tan experta en ello que se les daba de entender muy bien…”
-Y… ¿nada más se sabe de mí? Pues no es mucho,
y en no pocas noticias hay harta confusión y aun excesivos errores.
-Libradme, pues, señora mía, de éstos y de aquélla, corrigiendo yerros con verdades
y poniendo orden y claridad donde haya tinieblas y barullo. Y decidme, lo
primero, cuál fue vuestro nombre, y qué significa, y cómo, cuándo y por qué se
os llamó doña Marina.
-Mi nombre gentil fue Malinali, que significa “el
abanico de plumas blancas” y con el que también se designa el día doce
de cada mes. De Malinali, el Malintzín
que me dieron los indígenas de Tabasco. De Malintzín, el Malinche con que me llamaron los
españoles. Y de los tres, el Marina
en romance y por imperativo de mi bautismo, que recibí con mis diecinueve
compañeras a los pocos días de estar entre los españoles y cuando aún, para
nosotras, aquella ceremonia tenía más de rito que de sacramento, pues
ignorábamos el sentido y la emoción de casi todas las verdades del Evangelio.
Doña
Marina hizo una pausa para mirar melancólicamente el paisaje crudo y lozano que
recortaban los cristales del gran ventanal. Detrás de la butaca que ocupaba, en
una jaula de cañas de bambú, un bello pájaro azul, llamado moniote, lanzaba su “hutú” doliente estremeciendo el tornasol de su
pluma. Oíamos el zumbido agudo y triste de la chikara, instrumento formado con un hueso hueco de fruto y una
cuerda tirante, la cual, girando y cortando el aire, parece música de queja o
de presagio. ¿Qué miraba doña Marina? ¿Aquella águila rojiza dando vueltas
lentísimas alrededor de un cactus gigante sobre un montículo calvo?
La profesora de idiomas y de caminos
Yo aproveché el momentáneo ensimismamiento de
doña Marina para contemplarla a mi placer. Los biógrafos de don Hernando Cortés
no alabaron excesivamente su belleza. Y sin faltar a la verdad. Porque doña
marina no era hermosa. Ni ahora, cuando su edad era de un otoño prematuro ni
seguramente en la flor de su primavera. Atractiva sí lo era. Sus ojos negros, y
no grandes, se achinaban sobre unos ´pómulos prominentes. Era más bien baja y
de muy atezado color. Y ahora carnosa en razón de los años y los amores cumplidos
en ella. Su voz tenía una extraña resonancia. Sólo cuando sonreía, tan dulce
expresión le quedaba, que podían disculparse los apuntados defectos. Sí, su
sonrisa y la mirada luminosa y negra de sus achinados ojos valían para
conquistar a los conquistadores de imperios, aun cuando se llamara Hernando
Cortés.
Mi
desaprensiva contemplación morosa pareció rescatar a doña Marina de su
abstracción. Me sonrió y dijo.
-Mi padre fue un cacique poderoso del Itsmo
que murió dejando a la viuda joven una hija de tiernos años, mi madre se casó
de nuevo y tuvo un hijo, por cuyo amor acordaron ella y el segundo esposo
librarse de la huérfana. Mi madre y mi padrastro publicaron que Malinali había
muerto, aprovechando la coincidencia de que murió en aquellos días la hija de
una esclava nuestra. Y en secreto me vendieron a unos indios de Xicalanco.
Muchos años después pude vengarme y… no lo hice. Cierto día, entre los caciques
que se presentaron a rendir parias a don Hernando estaba una mujer de edad
avanzada de cuya mano iba un muchacho. Todos notaron el parecido. Eran mi madre
y mi hermanastro. Les perdoné, besé a mi madre y abracé al mancebo; y aún tuve
ánimo para, ante el asombro de todos los presentes, dar gracias a Dios por
haberme sacado de la idolatría, tener un hijo de don Hernando y ser la esposa
de un caballero como don Juan Jaramillo.
-Y después de haber sido vendida por vuestra
madre…
-Con otras diecinueve muchachas en flor fuimos
ofrendadas a los conquistadores. Nos sortearon entre ellos, todos jóvenes y
bravos. ¡Cómo recuerdo sus nombres y sus rostros! ¡Don Cristóbal de Olid, don
Pedro de Alvarado, don Alonso de Ávila, don Alonso Hernández de Portocarrero,
don Juan de Escalante, don Francisco de Montejo, don Juan Velázquez de León,
don Pedro González de Trujillo, don Francisco Morla…!
-¿Y en aquel inhumano sorteo, a quién
correspondisteis?
-A don Alonso Hernández de Portocarrero. Pero
cuando éste me tomo del brazo, ya me habían tomado los ojos de don Hernando. Y
yo, mirándole, sentía angustias de muerte de que me llevase don Alonso. Pocos
días después se me acercó en secreto don Hernando y me susurró al oído: “Te necesito a mi lado, porque has de ser la
lengua de la conquista y la estrella de mis caminos”. Y como me viera
callada, arrebolada, huyéndole a sus ojos, añadió “Y porque tú eres como el sol naciente y yo soy el fuego del mediodía”.
Yo sólo acerté a murmurar en éxtasis: ¡Inxti!
¡Tetnantzin!
-¿Y qué quiso a dar entender don Hernando
llamándoos lengua de la conquista y estrella de sus caminos?
-Fui la segunda de la conquista porqué serví
de intérprete entre los españoles y los indígenas de mi patria. Entre aquéllos,
sólo Jerónimo de Aguilar sabía alguno de los idiomas del país. Aguilar era
natural de Écija y había recibido las primeras órdenes. Yendo de la Tierra
Firme a las islas naufragó el navío en que iba. Sólo ocho o nueve españoles
consiguieron llegar a Punta de Yucatán, en donde fueron socorridos por los
indios. De cuantos ahí se salvaron sólo sobrevivía Aguilar cuando llegó don
Hernando a Yucatán, región de los calúas,
que hablaban la lengua náhoa. Para
entenderse con ellos, el único medio era emplear a quien supiese dos de las principales
lenguas indígenas. Era el caso de la Malinche, que por su origen conocía el
náhoa, y hablaba el maya por su estancia en Tabasco. Así, pues, yo interpretaba
a los culúas y Aguilar a la Malinche.
-Ahora que así me los habéis explicado,
recuerdo las frases de don Hernando en una d sus cartas al Emperador: “Fue gran principio para nuestra conquista y
ansí se nos hacían todas las cosas; loado se Dios muy prósperamente. He querido
declarar esto, porque sin ir doña Marina no pudiéramos entender la lengua de la
Nueva España…”
-Y escribió verdades don Hernando! Y como era
yo muy conocedora de mis tierras y de su naturaleza, me convertí en el seguro
guía de los conquistadores. Sí, fui para ellos como esa estrella que encamina a
los navegantes hacía su buen rumbo.
La estrella del Anáhuac y el inventor
de la Nueva España
-Podríais retratar con vuestras palabras a don
Hernando en su mayor perecido físico? Porque todo lo sabemos de su inteligencia
y de su valor, de sus empresas y de sus ambiciones. Más como fuera el hombre
don Hernando no lo conocemos con certeza, ya que sus biógrafos, si fueron sus
amigos, le pintan como suma de Marte y Apolo; y si fueron sus adversarios, como
tosco y cruel aventurero.
-Claro está que puedo pintarlo tal y como fue.
Me basta cerrar los ojos. Ninguna otra imagen de criatura tan precisa, y aún
tan palpitante, en mi memoria. Escuchadme con atención y cerrad también
vuestros ojos para que sólo el retrato se vaya dibujando y coloreando en
vuestra recogida curiosidad. “Era
vigoroso, de buena estatura, bien proporcionado, membrudo, alto de pecho, de
ojos amorosos y graves. No podía presentársele, sin embargo, como un tipo de
perfección física, por sus carnes demasiado enjutas, su cara más redonda que
larga, su tez pálida y cenicienta, la escasez de sus barbas y e defecto mayor
de sus piernas estevadas. Todo esto desaparecía en el ambiente de sus
atractivos. La palabra tenía dejos de caricia y la mirada encantos de una dulce
suavidad. Pulcro en la persona y en el vestido –hombre limpísimo- lo era más en
el lenguaje. No usaba palabras soeces ni injuriosas con capitanes y soldados.
Solía decir: “En mi conciencia”. Con esto hacia persuasivo sus discursos. En lo
más fuerte del enojo se le hinchaba una vena de la garganta y otra de la
frente. Arrojaba una manta u otro objeto lejos de sí. Para no desmandarse,
dirigía lamentos al Cielo. Cuando alguien le perdía el respeto, no pasaba de
exclamar: “¡Oh, mal pese a vos! ¡Callad! ¡Oíd! ¡Id con Dios! ¡De aquí en
adelante, tened más miramiento en lo que dijéredes, porque os costará caro por
ello!” Su latín, sus coplas, su historia romana, su retórica pulida y la
apacibilidad con que platicaba, le aseguraban el dominio sobre el auditorio,
sin prevalerse de su posición. Pero, además, aquel señor sin señorío, que en
Santiago de Cuba ya sabía fascinar, empleaba muy hábilmente los recursos
externos. Comía son sencillez y copiosamente al mediodía. Sólo bebía una taza
de vino aguado. Gustaba de los juegos de azar, naipes y dados, por pasatiempo,
para decir amenidades. Más le gustaban, con todo, los ejercicios de las armas.
El caballo era su pasión y montaba como un maestro. En el vestido era de sobria
elegancia, y sólo llevaba las joyas exigidas por su rango; un diamante en la
sortija, un medallón en la gorra, una cadenita y un joyel con imágenes de la
Virgen y de San Juan Bautista. No tenía cicatrices de las heridas que recibió
en la guerra. Sólo le quedaba, debajo del labio inferior, mal cubierta por la
barba, la señal de una cuchillada, recuerdo de las numerosas pendencias con que
ilustró sus andanzas mujeriegas. Pero ésas eran historias de los años mozos, es
decir, de su estancia en la Isla Española, donde los más valientes y los más
diestros no lograron vencerle.”
-Por como lo habéis pintado comprendo que
vuestra pintura coincide con la salida de la pluma maestra, convertida en
pincel, del rudo y claro Bernal Díaz. ¿No os habéis excedido, señora mía, como
este cronista, movidos los dos por una misma pasión?
-Hace siglos, pudo mi amor por don Hernando
ser venda color rosa. Pero ahora ¿para qué iba a mentir, ni a exagerar? Tanto
más cuanto que para el mucho amor no tienen la menor importancia los defectos
físicos y espirituales de ser amado, y aun son éstos, más que las virtudes y
bellezas los que atraen y esclavizan los sentidos del amante.
-¿Tanto fue vuestro amor por don Hernando?
-Tanto que las palabras me faltan.
-¿Jamás anhelasteis ser su esposa?
-Los sueños se tienen aun cuando sepamos que
los sueños no han de convertirse en realidades. Cuando al regresar al España mi
primer dueño don Alonso Hernández de Portocarrero, don Hernando me tomó por
suya, y yo lo venía siendo desde que me miré en sus ojos, ya estaba casado con
doña Catalina Juárez –la Marcaida como
la llamábamos todos-, que llegó a la Nueva España y murió repentinamente poco
después, cuando se hallaba en su cámara con don Hernando luego de una gran
recepción con que éste la había celebrado. No faltaron las lenguas infames que
insinuaran el uxoricidio. Y cuando don Herando regresó a la Nueva España, en
1530, ya se había desposado con doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar
y sobrina del duque de Béjar. ¿Cómo hacerme ilusiones de que don Hernando
pudiera hacerme su esposa, aun cuando nuestro hijo don Martín fuera el más
querido de sus muchos hijos entre legítimos y naturales? Además, y es ésta una
verdad que ha callado la Historia: don Hernando jamás me amó apasionadamente.
Le gusté y me tomó. Me necesitaba para cumplir sus ambiciones y me utilizó
egoístamente. Siempre fui para él esclava y auxiliar. Pero nunca compañera del
alma ni señora. Aún más: en los primeros tiempos de nuestros amores, ¡cómo se
irritaba cuando los capitanes, sus compañeros, o los viejos soldados curtidos
en Italia, le llamaban El Capitán
Malinche! Ello significaba para él que le creyeran sometido al albedrío
deuna esclava cuyo cuerpo fue de tantos antes de serlo suyo.
-¿Y cómo fue que don Hernando diera a las
tierras por él descubiertas y conquistadas el nombre de Nueva España?
-Una alta inspiración más de las muchas que
tuvo. Antes de enviarla a España me dio a leer la carta que enviaba al
Emperador, su señor. En uno de cuyos párrafos se expresaba así: “Por lo que yo he visto y comprendido cerca
de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como
en la grandeza y fríos que en ella hace, y en otras muchas cosas que la
equiparan a ella, me pareció que el más conveniente nombre para esta dicha
tierra era llamarse la Nueva España del mar Océano, y así, en nombre de Vuestra
Majestad, se le puso aqueste nombre. Humildemente suplico a Vuestra Majestad lo
tenga por bien y mande que se nombre así.
El crepúsculo de los semidioses
-¿Entonces no fue cierto, mi señora doña
Marina, que os desposasteis con don Juan Jaramillo después que don Hernando
saliera para siempre de la Nueva España?
-No lo fue. Como don Hernando nada hacía sin
mí, creyéndome más útil por mi astucia que por mi don de lenguas, pensó
ventajoso para mí darme estado y algunos beneficios que me cubrieran de la
incertidumbre del futuro. Y antes de encaminarnos hacia Coatzacoalcos, estado
de Ostoticpac, cerca de Orizaba, para sofocar una rebelión de algunos d sus
capitanes, determinó mi matrimonio con don Juan Jaramillo de Salvatierra. Y nos
casamos. Sin la menor objeción, y aun con muestras de gran contentamiento, por
parte de don Juan quien no ignoraba los trances amorosos de mi vida, ni la
existencia de mí hijo don Martín, de quien era muy fiestero. Con mucha
resignación de mi parte. Creo que en la antigua Grecia hubo un dios, padre de
los dioses, muy aficionado a las mujeres de carne y hueso, de las que, tuvo
incontables hijos. Y que éste dios, llamado Júpiter, acaso para tranquilidad de
su conciencia, solía dejar bien casadas a cuantas fueron sus amantes. Pues
bien, mi señor don Hernando fue como este dios, pues que a todas sus amantes y
naturales hijos procuró dejarlos acomodados y muy bien considerados.
-Dicen las crónicas, que don Hernando fue
cruel muchas veces.
-¿No fue don Hernando rayo de la guerra? Pues
el rayo mata. ¿Puede alguien creer que los imperios se conquistan con sonrisas
y genuflexiones? Nunca titubeó don Hernando cuando las circunstancias le obligaron
a convertirse en un rayo ciego. Pero mató y destruyó sin premeditación ni saña.
Sólo una vez le vi comportarse con una fría crueldad, que me llenó de asombro.
-¿Cuál, mi señora doma Marina?
-Cuando en uno de los tres días de Carnaval de
1525, en Izancanac, ciudad principal de la provincia de Acallán, mandó fueran
colgados en un mismo árbol Guahtemotzín,
rey de México, Coanacotzín,
rey de Acolhuacán, y Tetlepanquetzaltín,
rey de Tlapocán. Eran tres ancianos bravos y austeros que sabían leer en los
astros y escuchar el mensaje del viento en las ramas rojizas y espinosas de las
ceibas milenarias.
-¿Y fuisteis feliz en vuestro matrimonio?
-No fui feliz, pero alcancé la paz de mi alma.
Don Juan desempeñó cargos importantes, como los de Alcalde y Alférez Mayor de
la ciudad. Y tuvimos una rica y hermosa morada en la Alameda de Xochimilco, en
cuyo jardín, servidos por indios esclavos, gustamos el fruto dulzón del “mamey”,
que era la bebida con que se brindaba por el olvido de los dolores. ¡Ah! Y
podéis desmentir que ni mi hijo ni yo estuvimos alguna vez en España.
-¿Habéis llegado a saber, señora mía doña Marina,
que para muchas gentes de la posteridad vuestra persona no alcanzó simpatía y
hasta se empañó en animadversión, porque estimaron que siendo india no
hicisteis sino traicionar a vuestra patria, entregándosela a sus enemigos,
quienes mataron cientos de miles de vuestros hermanos?
-¡Curiosa noticia y más curiosa imputación
hecha por cristianos! ¿Es qué cuando se ha recibido el bautismo existe otra
patria que la de Nuestro Señor? Pues si no existe y todos los cristianos de
corazón estamos obligados a servirla, trayendo a ella a nuestros semejantes,
librándoles de la idolatría, ¿es que yo fi traidora a esta patria, única y
eterna?
Doña
Marina volvió a quedar ensimismada. Sus ojos parecían fijos, a través de los
cristales del ventanal, en aquella águila rojiza que seguía dando vueltas
alrededor del cactus gigante clavado sobre aquel montículo calvo…..
Doña Marina o la Malinche, según un grabado
mexicano de 1885. Biblioteca de Cataluña, Barcelona.
Fuente:
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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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