(15) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
LOLA MONTES
Condesa de Lansdsfeld
LA ESCOCESA ESPAÑOLA
Estábamos en una bella y vasta galería, cuya
bóveda de medio cañón, corría por arcos paralelos. A un lado rasgábanse hasta
el suelo neoclásico ventanales tamizadores de una filtrada luz opalina. Todo el
otro lienzo, recubierto de madera labrada en ácana, servía para exponer
aquellos seis retratos que había llamado mi atención con urgencia.
Entre
la cornisa, enhiesta sobre un friso decorado con grutescos, y la bóveda se
alineaban pequeñas ventanas con sus correspondientes lunetos que aumentaban el
gozo tranquilo de la luz. El piso, brillante y resbaladizo como una pista de
hielo, era de diferentes piezas de ébano, caoba y terebinto. Entre los
ventanales se abrían tapices con temas florales. Y a lo largo de la galería,
por ambos lados, alternaban las mensulillas, credencias y consolas con
porcelanas, relojes y candelabros. Pero a mí, de aquella suntuosa y vasta
galería sumida en un resplandor mate, lo que más me turbaba, eran los seis
retratos alineados y espaciados con armonía. Seis retratos al óleo y a medio
cuerpo de seis hombres bien distintos en edad, atuendo, apariencia social y
expresión.
Lola,
comprendiendo mi interés, se había detenido a mi lado. Representaba Lola como
treinta años. Peinaba su endrina cabellera con taya en medio y recogida en
sendos rodetes sobre las orejas. Era alta, enjuta, flexible. Su cutis morenos y
sus enormes ojos negros daban pábulo a su leyenda de mujer meridional con garbo
gitano. Vestía un traje de dos prendas: chaquetilla corta y ceñida en la
cintura y falda larga y volantona. Traje de un color fuego subidísimo, que
había de Lola una llama viva. La chaquetilla se abría a la altura del pecho
para la sorpresa escarolada de un peto de encaje. No ostentaba alhaja alguna.
Desnudo de ellas el rostro. Y el cuello alto. Y las manos afiladas. En su
tiempo, las mujeres hermosas s fiaban demasiado de los poetas románticos, que
creían perlas los dientes y granates los labios y nácares las uñas.
-Dime, Lola Montes: ¿Quiénes son esos
caballeros?
-No son; son…es.
-No te entiendo.
-Son las seis caras de mi amor total.
-¿No querrás convencerme que los seis retratos
son de un mismo personaje?
-No lo pretendo. Como sospechas fueron seis
enamorados de mí, en entre sí, bien distintos; pero para mí se fundieron en un
amor total. En cada uno de ellos encontré una de las virtudes que yo exigía al
amor. Ninguno de ellos las poseyó todas, ni siquiera dos. Entre los seis me
consiguieron, ilusión, aventuras, poder, dinero, fama y melancolía.
-¿Fueron los seis tus amantes?
¡Oh, no! Estuve casada con tres. Ya casi he
olvidado quienes fueron, de ellos, mis esposos. ¡Qué más da! Pero si tú lo
deseas, procuraré recordarlos.
-¡Claro está que lo deseo!
-Pues contempla a éste.
Enmarcado,
como los otros cinco, en una pesada orla barroca estofada en oro, aparecía un
joven rubio, de ojos zarcos, con tupé y patillas. Ceñía su busto una guerrera
teatral de marino. En realidad eran un Churruca “mozo” traducido
al inglés.
-Es el capitán Thomas James. Le conocí en
Londres, durante las Navidades de 1837. Acababa yo de cumplir los quince años.
Tenía él treinta. Sabiendo que marchaba destinado a Calcuta,le provoqué para
que me raptara. Y se dejó raptar… Nos casamos a bordo de un paquebote. Fuimos
felices durante más de dos años. Pero era desabrido, y suave y pegajoso como la
espuma de la cerveza. Y le abandoné. En Madrid, París, Bruselas, me gané la
vida bailando en las plazuelas y en los patios de los mesones. Fue en París
donde conocí a Dujarrier…
-¿Dujarrier?
-Si: el director del teatro de la puerta de
San Martín y, además, redactor jefe de La
Presse; ése…
Dujarrier,
en el retrato representaba un otoño serondo. Gastaba bigote y patillas trabados
en las comisuras labiales. Su levita marrón se cerraba, con solapas de seda,
debajo de la barbilla. Parecía un economista de la Sorbona afiliado a las
teorías librecambistas de Adam Smith
-Dujarrier me hizo famosa como primera
bailarina en pocos meses. Y su habilísima propaganda me confirmó como Lola
Montes, natural de Sevilla, gitana, hija de contrabandista y de cantaora. Al
parecer, irritado por mis supuestos coqueteos con otro periodista, llamado
Beauvallon, se batió con él, de madrugada, en un rincón del bosque de
Vincennes. Y resultó muerto. La espada de Beauvallon le hizo mariposa en el
tronco de un sauce llorón.
Y los cisnes unánimes en un lago de
azur
-¡Huiste de París perseguida por el escándalo?
-No hui. Salí de París mecida en la apoteosis
del escándalo. ¿Por qué no había de paladear hasta la última partícula del
manjar más apetecido por mí, y por mí condimentado? Salí de París cuando los
hombres más ricos y poderosos cotizaban al alza constante mis preferencias. Y
llegué a Munich, contratada como “bailarina gitana y sevillana”, hija de una
echadora de cartas y de un picador. Sólo actué dos días. Entonces apareció en
mi vida éste…
Señalaba
el retrato de un noble anciano, espectacularmente vestido con una guerrera roja
cruzada de galones de oro y de bellas condecoraciones. El anciano tenía la
cabellera –de empinado tupé-, las patillas de anchas deltas hacia la boca y la
frondosa y larga barba, de una blancura nítida de Papá Noel. Sus ojos eran de
un azul estático de bahía nórdica.
-¿Es Luis I de Baviera, el monarca loco y
poeta?
-Jamás estuvo loco. Para separarlo de mí, sus
consejeros creyeron oportuno lanzar al pueblo, que le adoraba, semejante
insidia. Se enamoró de mí viéndome bailar, con la pasión tiritona y triste de
los seniles. Y me prohibió exhibirme. Era el verano de 1847. Me presentó en la
corte como su mejor amiga. Expidió un decreto concediéndome la ciudadanía. Me
nombró baronesa de Rosenthal y condesa de Landsfeld, señalándome una pensión de
veinte mil florines. Me regaló un palacio maravilloso, y obligó a sus
familiares y ministros a que me trataran con la mayor deferencia.
-¡Pobre Luis I de Baviera, enamorado de los
almendros desde su cumbre helada!
-¿Por qué le compadeces? Le hice feliz. Le fui
absolutamente fiel. No pocas veces derretí sus nieves con mis fuegos.
-Pero no te resignaste con su amor de rey
mago.
¡Claro que no! Su amor represento para mí el
ansiado poder. Y gocé derribando gobiernos pudibundos y ordenancistas que me
combatían; poniéndome a la cabeza, como una marsellesa ideal, de los románticos
estudiantes liberales que luchaban por unas ideas nuevas, desconocidas y sin
interés para mí; logrando la clausura de la Universidad de Munich, en cuyos
claustros habían aparecido pasquines ofensivos para mí persona.
-Pues la historia afirma que estuviste a punto
de perder la vida en una noche larga de algaradas callejeras y de canciones
subversivas; y que la Cámara Alta logró del Rey una orden para expulsarte de
Baviera.
-La historia dirá lo que quiera. Sin embargo,
salí del país porque ya me aburría en él irremediablemente; porque me
solicitaban cine caminos desconocidos.
-¡Te aburría el poder y la gloria?
-Me aburría aquel abuelo enamorado que tenía
para mí demasiados madrigales y excesivas reverencias. Me aburría aquel palacio
blanco, que parecía de azúcar, sobresaltado por los silencios y adormecido en
los tapices. Me aburrían aquellos jardines cuyos estanques surcaban demasiados
cisnes y nenúfares y lirios, cuyos senderos abovedados por frondas centenarias,
recorrían demasiadas sombras humedecidas de relentes y conmovidas por promesas
primaverales incumplidas. Me aburrían los mayordomos mudos, envueltos en
terciopelos encendidos, y las azafatas susurrantes, envueltas en sedas pálidas.
Me aburrían los relojes con tenues melodías de valses incompletos, las figuras
de porcelana con ademanes bailarines; las cornucopias con azogues que mataban
las calorías humanas, los candelabros con las velas, sonoras y rizadas, de
colores; las cortinas espesas y plegadas que estrangulaban las voces antes que
pudieran huir hacia sus ecos; las soledades que escribían dramas en verso para
los fantasmas…
-¿Y dónde fuiste, Lola Montes, sembrar tus
inquietudes?
-Salí de Baviera. Y me acompañaba ése…
La risa del vértigo y la mueca del hastío
La imagen que aparecía en el retrato señalado
por ella me fue repulsiva instantáneamente. Era como de un hombre de treinta
años rabelesianos y pantagruélicos. Vestía una levita marrón cuyas solapas, de
raso, se ceñían a un pañuelo de seda blanca anudado bajo la barbilla. Su pelo
era abundante, rizado y muy negro. Sus patillas parecían calcadas de las que
luce en todos sus retratos Franz Schubert. Pero sus ojos, castaños, proyectaban
una intención maligna que ratificaba con creces cierta sonrisa no acabada de
disimular. Aquel hombre sumaba, para mí, sospechas de fauno y de tahúr y
seguridades de un donjuanismo cruel y aprovechón.
-¿Quién es?
-Augusto Papon. Se decía doctor en medicina,
le conocí en un viejo café muniqués, al que acudí varias veces para conspirar,
con mis entusiastas estudiantes, contra no sabía quién o qué. Jamás supe nada
de su pasado. Me cautivó con sonrisa loba y su charla impertinente. Juntos
recorrimos Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra. Mis bailes daban para que
viviéramos los dos. Papon era mi representante artístico; me rodeaba de
personajes importantes, aconsejándome que fuera amable con ellos. Cuando
dejaron de hacernos gracias y su desvergüenza, le abandoné en París.
-Creo que presumes demasiado de haber sido tú,
siempre, la desdeñadora de tus amantes.
-Porque fue la verdad. Nunca se cansó de mí un
hombre antes de haberme hastiado yo de él. A todos les dejé tirados en el
pasado de mi capricho. Creo que, como yo, fue vuestro Don Juan Tenorio, sino
que menos hermoso. ¿No crees posible el “donjuanismo” de la mujer?
-Viéndote, oyéndote, ¿cómo creerlo imposible?
-En Londres me casé con George Stafford Heald,
éste que aquí ves con uniforme detonante, rostro pecoso, y expresión indolente.
Era teniente de guardias de la reina Victoria, y sumamente rico. Presumía de
estatura, de refinados gustos y de flema. Apenas mí fuego logró derretir su
témpano, dejó de gustarme. Nos divorciamos: yo, hasta de sus bostezos; él,
impotente para traducir a su linfa las apetencias de mis nervios. Recorrí los
Estados Unidos asombrando a la llamada generación del Colt y de la “fiebre
amarilla”, con mis danzas y mis excentricidades. Gané una fortuna. En 1853, en
San Francisco de California, contraje matrimonio por tercera vez. Mi tercer
esposo fue James Hull, editor propietario de un periodiquín insidioso y
reticente, con saborcillo metodista, que plañía contra los indios, los
cuatreros y los delirantes buscadores de oro.
-¿James Hull?
Sí, y cuya imagen perpetúa este último
retrato; la sexta cara de mi amor. Mírale bien. ¿A quién te recuerda su físico
el de Lincoln maduro? Alto, desgarbado, huesudo, de piel color cardo cocido.
Masticaba tabaco. Sorbía rape. Gastaba pantalones a rayas con rodilleras y
culeras, y levitones pardos. Presumía de buen orador y lo era. Presumía de
incorruptible, y no lo era. Presumía de valiente, y pagaba a otros para que lo
fueran por él.
-¿Cómo te enamoraste de semejante ente?
-Olía a bisonte en celo. Sabía a indio
enardecido. Me pareció un odre lleno, y con resonancias, de todas las grandezas
y de todas las canalladitas de los pioneros del Nuevo Mundo. Me hacían gracias
sus borracheras celosas, durante las cuales disparaba contra mí el cargador de
su revólver… sin ánimo alguno de dar en el blanco, y blasfemando contra mi
risa. Me entusiasmó que me enseñara a montar, a pelo, potros desbravados. Pero
también le abandoné. Y de verdad que no me acuerdo si, entonces, me acordé de
divorciarme. Regresé a Nueva York en mayo de 1856: Y como ya no me encontraba
con ánimo para danzar, decidí ganarme la vida contando mis aventuras en unas
conferencias. Tuve mucha suerte. Además de ganar miles de dólares, un editor,
enamorado de mí, me publicó dos obras que causaron sensación: The Art of Beauty y Autobiography and
lectures of Lola Montes.
-Dime Lola: ¿dónde naciste? ¿En Escocia, en
Irlanda, en España? Porque tu cuna, como la del ciego y épico Homero, se la
disputan varias ciudades.
-A nadie debe engañar mi nombre de guerra.
Nací en Montrose, Escocia. Mi nombre de paz fue María de los Dolores Gilbert.
Mi padre, pecoso y albino, era militar escocés. Mi madre, cobriza y azabachada,
era criolla de Jamaica. Yo decidí la equidistancia: morena de cabos y morena,
pero limpia, de piel.
-¿Cuándo y dónde adoptaste tu nombre de
guerra?
-Fue en tu España, y creo recordar que antes
de cumplir yo los diecinueve años, hacia 1840. Llegué a Sevilla, desde Ronda,
en una diligencia horrísona y envuelta en polvos de contrabandistas, cierto día
de abril. Las primeras bienvenidas me las dieron una torre –La Giralda- y esta
copla:
Tienen las sevillanas
en la
mantilla
un letrero que dice:
“¡Viva Sevilla!”
|
En
Sevilla presencié, por vez primera una corrida de toros. Y toreó en ella
Francisco Montes “Paquiro”. Me enardeció el espectáculo y me enamoré de aquel
torero alegre y petulante, artista y valiente que tales gallardías y primores
realizaba ante aquellas espantosas fieras. Antes de que pudiera hablarle, “Paquiro”
había salido de Sevilla. Pero decidí unir mi nombre, españolizado, a su
apellido, para afanar en el mundo mis danzas españolas.
-¿Españolas? ¿Eran realmente españolas tus
danzas, Lola?
-Bueno…, españolas, lo que se dice españolas…,
no lo eran. Yo quise que lo fuesen. En Málaga, en Ronda, Sevilla, Cádiz,
concurrí a las academias de baile, y puse todo mi empeño en aprender los bales
de palillos: el olé de la Curra, el jaleo de Jerez, el bolero, las seguidillas,
las jácaras, el polo del contrabandista, los mollares, las malagueñas del
torero…
-¿Y no conseguiste aprenderlos?
-Ni medianamente siquiera. Pero fuera de
España obtenía con mis danzas españolas, éxitos de apoteosis. Y de mi falso
nombre español y de mis falsos bailes españoles se ha nutrido lo más seductor y
perdurable que fluye de mi persona hacia mi gloria.
Calló
Lola Montes. Y como yo no acertara a reanudar el diálogo, lo dio ella por
concluido, dirigiéndose, con su retrechero y rítmico andar, hacia el fin de la
galería. Y sucedió algo que llenó de pasmo; algo visto como durante un ensueño
febril. Lola Montes se iba alejando de mí; pero conforme se alejaba, la galería
parecía alargarse, a modo de estar contemplada por los campos inversos de unos
prismáticos. Y en aquella galería sin fin…, Lola Montes, vestida de rojo fuego,
no era sino una llama viva danzante, cuyos contactos en el pavimento pulido
como un espejo, dejaba pequeñas llamas bailarinas con su doble correspondiente
invertido….
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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables,
Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
PD. Lola Montes cantaba el cuplé "soy el novio de la muerte", y años más tarde, fue el himno de la legión española.
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