martes, 20 de marzo de 2018


(14) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

MANUELA MALASAÑA

La niña de Maravillas

Un calofrío súbito me nació del pozo de las entrañas y me recorrió todo el cuerpo, de abajo a arriba. Y, sin embargo, la noche había sido cálida, con una calidez bronca y pegajosa de amago de tormenta. Entre las nubes surgían las estrellas y derramaba su luz casi espectral el menguante. Pero hacia Oriente, sobre los tejados del hospicio de San Fernando, también súbita, apuntó el alba maya hecha más de promesas que de luces efectivas. Y fue la difuminada anunciación la que quizá sacó del pozo de mis entrañas aquel calofrío reptante hasta los sesos, y ensanchando por las ramas de mis brazos y de mis piernas. ¿Cuántas horas llevaba yo en aquella parte de la calle de la Palma, entre la de Fuencarral baja y la de Fuencarral alto, ya paseando y matando mis pasos ya metido en los vanos de los cerrados portales? ¿Qué, a quién esperaba yo? La calle delgada, sin aceras, con la calzada corrida de baches, permanecía en soledad, en oscuridad mucho más rigurosa que la del cielo. Lejos, ante la hornacina que había sobre la puerta de la iglesia de Maravillas, se desmayaba y revivía una votiva lamparilla con menos brillo que un candil. En las horas, que vivía yo mi vigilia alerta, ni ser humano ni perro o gato habían pasado ante mí. De cuando en cuanto, muy próximas o muy lejanas, hacia el Noviciado y San Bernardino, saltaban ristras detonantes de descargas fusileras. De vez en vez, hacia el Hospicio y los Pozos de Nieve, crispaban galopadas de caballos sobre los que cabalgarían soldado cubiertos de chatarra; y brotaban con estruendo las ruedas férreas soportes de cañones.
         Instintivamente me embocé en mi amplia y volantona capa y me calé aún más mi sombrero de “medio queso” y anchas alas rectas. Vestía yo ceñido traje de majo color gris perla; pantalón amplio ceñido a las corvas y chaquetilla corta y abierta; faja roja y camisa con chorreras; medias blancas y zapatos escotados. Más, “si me veía y me sentía, no me recordaba” ¿Cuándo y porque había llegado a la calle de la Palma? ¿Cuál era la causa de aquellos humos densos, anchos, lentos, que excedían de los tejados y de la torre de Maravillas? ¿A quién, qué esperaba, atragantado de susto, entre las primeras livideces y los últimos calofríos del alba maya?
         De pronto, mi aguzado oído percibió como si unos leves y fugitivos pasos se me acercaran. Subí un escalón y me pegué a las hojas de un portal. Momentos después ante mí, sin sospecharme siquiera, pasó como una aparición. ¿Era mujer o fantasma de mujer? La seguí. Daba la impresión de pesar en la tierra, de ir mecida en el dormido viento. Cuando se adentró en la zona de la calle iluminada por la votiva lamparilla, contra mi voluntad, grité:
-¡Manuelita!
Se detuvo. Permitió que me acercara y me hizo frente.
-¿Quién eres? ¿Qué deseas de mí? ¿Cómo sabes mi nombre?
-A ninguna de las tres preguntas sé contestarte ahora. Alguien puso, contra mi voluntad, tu nombre en mi boca, y lo hizo sonar. Pero ya sé que te llamas Manuelita.
-Manuela Malasaña y Oñoro me llamo.

La examiné con ansia, liberándome de los grilletes de mi asombro. Seguía dudando si era realidad o fantasma tan leve, ingrávida, tan descarnada, tan pálida, tan como insomne para siempre. Aparentaba como unos dieciséis años. Hombros caídos, senos imperceptibles, cuello largo, labios sin sangre, ojos como de cristal, manos huesudas y cruzadas bajo la barbilla, ropas extrañas sin color ni forma definidos. Hubiera querido alargar mis brazos y asirla para salir de la duda.
-¡Eres Manuelita Malasaña, la humilde heroína madrileña.
-Lo soy, sí.
-¡Entonces…, no vives ya! ¡Estamos en la madrugada del 3 de mayo! ¡Eres un fantasma, Manuelita!
-¿Te asustas de los muertos casi niños como yo! Pues… ¿no me estabas esperando?
-¡Oh, no sé, no sé! Yo esperaba algo, a alguien… ¡Acaso te esperaba a ti, Manuelita! Sin embargo…, ¿por qué no lo sabía y lo sabías tú? ¿De dónde llegas, si aún te están velando, sin enterrar? ¿Por qué puedes llorar?
-Contra mi voluntad estuve vagando por ahí. En el Prado. En los desmontes del Príncipe Pío. ¡Dios mío! ¡He contemplado, a la luz de unos faroles crueles, cómo eran fusilados en masa hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que se derrumbaban igual que peleles grotescos embadurnados de sangre! Rezaban y suplicaban inútilmente. Algunos echaban a correr locos. Pero caían cazados, de bruces, pataleando, manoteando. Soldados con largos capotes y altos morriones, alineados, disparaban sin tregua, a ráfagas, sin temblarles el pulso.
         Las pupilas de cristal de canica irisado de Manuelita volvieron a mandar llanto en una expresividad de infantil terror.
-No permanezcamos aquí. ¡Sígueme!
         La seguí. Doblamos la esquina de la iglesia de Maravillas. Seguimos por la calle de San Andrés. Entró en un portal, cuya hoja pesada se había abierto sin ruido, y no por obra de mortal, sino por pura fantasmagoría.

La casa de la pesadilla

         Subimos por una estrecha escalera de peldaños altos y viejos, de barandilla herrumbrosa. Olía a berzas cocidas, a humedad. Veíamos débilmente, sin que hubiera ninguna luz por ninguna parte. En el último rellano, la puerta de la derecha se abrió de igual modo que la del portal. Atravesamos varias habitaciones con muebles muy viejos, suelos de ladrillo y paredes encaladas. Manuelita salió a un balcón.
-Ven… ¡Mira!
         El balcón colgaba frente al parque de Monteleón. Y como el alba era ya menos tímida y presumía de claridades pálidas, pude contemplar algo que me heló la sangre. Sólo quedaba en pie la puerta de ladrillos rojos del parque. Dentro del enorme recinto, hasta la puerta de Fuencarral y su muralla, se consumían los postreros restos de los pabellones. De las cenizas salían aquellos humos que me preocuparon en mi escondite de la calle de la Palma. Pero aún más que tales ruinas, me espantaron los incontables muertos, supinos o pronos, que yacían entre las casi extinguidas hogueras. Unos, con uniformes desgarrados. Otros, los paisanos, casi desnudos. Todos sobre grandes manchas de sangre. Muchos, achicharrados. Y no sólo hombres y jóvenes, sino también mujeres y ancianos… ¡y niños y mozalbetes que aún esperaban el nacimiento del bozo sobre sus labios impacientes de canciones! Algunos seres, como sombras, se movían entre tanta desolación…
-¿Quiénes son, Manuelita?
-Son frailes, que se dedican a recoger los muertos para darles sepultura. Son madres y padres, como ánimas en pena, que buscan al hijo, a la hija…, que se les fueron, gozosos y bravíos, a luchar contra los “gabachos”… ¿No oyes? ¡Están rezando los frailes! ¡Y las madres y los padres… sollozan!

Manuelita parecía fascinada. Yo, contra mi voluntad, cerré los párpados, crispé los puños.
-¡Esa es la única verdad!
-¿Hay algo, pues, que no lo sea? –pregunté.
-Lo habrá. Detrás de la verdad aparece siempre la leyenda. La leyenda es mucho más bella que la verdad.
-Y… ¿qué dirá la leyenda?
-Pues la leyenda dirá de mí… Que fui una maja pulida, graciosa, arrogante. Que mi hermosura madrileña picante arrastró y arrasó corazones. Que Madrid no tuvo para mí sino sonrisas, piropos y capas echadas a mi paso. Que fui, de oficio, bordadora en oro de corpiños, casacas, estandartes y mantos. Que asistí a los bailes de candil de las Rondas y de las Cavas, musa de “panaderos”, boleros y seguidillas. Que me preocuparon mucho los males de mi patria y de mis entusiasmos al rey don Fernando…
-¿Y será mentira todo cuanto cante la leyenda?
-¡Mírame bien! ¿Te parezco hermosa? ¿Soy arrogante? ¿Derrocho picardía?
-¡Cómo juzgar a una persona por su fantasma!
-Soy fantasma, sí; pero limpio espejo de mí persona. Fui tal como me ves: feúcha, desgaliñada, triste. Me crié enfermiza, aparentando siempre menos edad de la que tenía. Jamás me agraciaron con un piropo de misericordia. No recuerdo ni una mirada de varón que delatara amor o deseo por mí. Y no supe bordar. Dos años antes de morir entré de zurcidora en una tienda de ropas de la calle del Gitano, en la que apenas ganaba tres reales diarios. Apenas supe deletrear y garrapatear mi nombre. Nada me importaba de don Fernando VII. Y no entendí de políticas o libertades. Me gustaba la soledad, cantar para mí y… soñar.

Rosario de heroísmos

-¿Dónde naciste, Manuelita?
-En esta casa de la calle de San Andrés, con vuelta a la de San Miguel; en este piso donde estamos. Creo recordar que en abril de 1791. MI padre, Manuel Malasaña, madrileño como yo, era botero y trabajaba en una bodega de la calle del Espíritu Santo. Mi madre, María Oñoro, nació en un pueblo de Burgos. Y se dedicaba a la asistencia en las casas ricas. A mi padre le gustaba beber; pero jamás le vi borracho. Sus únicas diversiones eran jugar a los bolos y hablar de política en una taberna de la calle del Pez. Y todas las noches, antes de acostarse, besaba la mano del rey don Fernando en un retrato que de él tenía a la cabecera de su cama. De escuchar vagamente sus peroratas durante las comidas, me di cuenta de que la patria exigía grandes sacrificios; de que morir por ella constituía el mayor de los honores; de que los “gabachos” pretendían apoderarse de nuestra España, y de que ya “era hora que el pueblo hiciera algo gordo”.
--¡Qué curioso cuentas, Manuelita!
-¡Fijate! ¿Ves ese cañón tronchado que está delante de la puerta del parque? Con él estuvo disparando el teniente Ruiz hasta que cayó muerto. A su lado estuvo, ronca, ensangrentada, impávida, Benita Pastrana, casi niña, como yo.
¡Ella sí que era bella y graciosa, embeleso de corazones y de miradas! Cuando el teniente Ruiz se desplomó, Benita le cubrió con su mantilla y quiso seguir cargando y disparando el cañón. ¡Pero no sabía! Varias balas francesas hicieron nacer rosas en su pecho… Un poco más allá, en aquella rinconada, detrás del muro roto, estuvieron disparando, doña Clara del Rey, sus esposo y sus tres hijos. Vivían en una gran casa de la calle de Fuencarral alta. Eran nobles y ricos. Mi madre les sirvió durante muchos años. ¡Yo les estaba viendo desde este balcón! ¡Cayó el hijo pequeño! ¡Cayó el esposo! Doña Clara los besó sin lágrimas, protegió con el suyo bravío los cuerpos caídos y siguió disparando una vez, diez veces, cien veces, entre sus hijos mayores. Ignoro si moriría ella, porque yo morí antes… ¡Doña Clara sí que era hermosa! ¡Y que guapos su esposo y sus tres hijos! El chiquillo, de pelo rubio y ojos azules, fue quien tenía la expresión con menos temor y con más rabia. También vi como caía sin vida, en la esquina de la iglesia de Maravillas, doña María Beano, viuda muy joven con cuatro hijos. Todo el barrio la admiraba por su hermosura y la respetaba por su honestidad. Iba a casarse, decían con el capitán don Pedro Velarde. ¡Vendría, como loca al parque! ¡Desearía saber si don Pedro en él vivo aún! ¡Querría estar a su lado en el peligro como lo estaba en el amor! ¡Pobrecita! ¡La mataron por la espalda! Cayó atravesada en la calle y los cascos de un caballo espantado, sin jinete, le rompieron la cara.
-¡Cuántos, cuántos heroísmos y sacrificios presenciaste, Manuelita! Dime: ¿y el tuyo? ¿Podrá, en lo futuro, más la leyenda que la historia, para acreditarlo?
-¡Quién sabe! Mi heroísmo, si es que lo fue, me parece el más humilde, el más soso de todos.
-Cuenta la historia que presenciaste la muerte de tu padre, y que, muerto éste, seguiste disparando con sus fusiles; y que, ya sin municiones, te echaste a la calle como sonámbula…; que te apresaron cuatro granaderos y te fusilaron contra la fachada de una casa de la calle de la Luna…

La heroína más humilde

-¡Cuantas patrañas! El día 2 de mayo estaba yo en el taller. Hacia las nueve y media llegó la maestra, demudada, hablando entrecortadamente. Por ella supimos que los franceses habían querido sacar de palacio a los infantes; que varios centenares de paisanos que presenciaban el suceso se lanzaron contra los “gabachos”, insultándolos, golpeándolos con palos y piedras; que los “gabachos” rompieron fuego, cayendo a racimos los paisanos. Contó la maestra que le habían dicho que por la Puerta del Sol y la calle Mayor iban centenares de madrileños con fusiles, navajas, puñales, espadones, decididos a morir matando y dando vivas a Fernando y mueras a Napoleón y Murat; que otra multitud se dirigía al parque de Monteleón a pedir armas… Al escuchar lo del parque me asusté mucho. Dejé la labor y eché a correr a mi casa. Deseaba estar con mis padres. Al llegar a la calle de San Andrés, centenares de hombres y mujeres vociferaban La puerta del parque estaba cerrada. Detrás de la verja varios oficiales pretendían calmarlos. Subí a mi piso con el corazón en la boca. Oí llorar a mi madre en la cocina. Pero mi padre estaba en este balcón canturreando, radiante, limpiando sus dos viejos fusiles de cuando combatió a las órdenes del general Ricardos.
-¿Qué hace usted, padre?
-¡Qué ya se armó el cisco, Manuelita! ¡Qué esos hijos de perra van a saber de lo que es capaz el pueblo de Madrid! ¡Y no te asustes, hija, esto tenía que llegar!
-Permanecí inmóvil en este balcón, al lado de mi padre. Abajo, la multitud chillaba y gesticulaba como un coro de energúmenos. Querían que les abrieran el parque, les dieran armas y se unieran a ellos los soldados. Se oyeron, lejos aún, trompetazos y clarinazos, estridencia de pesados carros, patadas de corceles sobre los adoquines.
-¡Qué llegan los franchutes! –gritó alguien.

-La muchedumbre, en mayoría, redobló sus chillidos y se precipitó hacia la calle de San Miguel, compacta como un rebaño de corderos. Varios centenares de mozos y mozas consiguieron abrir la verja del parque y penetraron en él. Minutos después se asomaban a las tapias empuñando fusiles y pistolas. ¡Extraño momento de varios minutos que me impresionó más que nada! Se acercaban coraceros, artilleros franceses… En el parque, había, a la expectativa, cientos de seres armados. Y, sin embargo, ¡el silencio era absoluto! Pensé si me había quedado sorda. Luego empezaron a sonar tiros. MI padre, enfilando la calle de San Andrés, disparaba contra el soldado francés que antes apareciera. ¡Gran pulso el de mi padre! Cada uno de sus disparos tumbaba a un enemigo. Yo, maquinalmente, mientras disparaba un fusil, le cargaba el otro. Y así una vez, y otra vez, y otra… Pero mis ojos miraban con infinito dolor la lucha y las muertes ante el parque. Vi caer al teniente Ruiz, a Benita Pastrana, al esposo y al hijo pequeño de doña Clara del Rey, a doña María Beano… Segura estoy que lo último que oí en vida fueron una risotada y una palabrota de mi padre, que acababa de matar a otro francés, y… el llanto monótono de mi madre, que seguía en la cocina.
-Y… ¿qué más, Manuelita?
-Aquí, en la frente, sentí un golpe fuerte. ¡Nada más!
-Entonces ¡es cierto que moriste antes que tu padre?
-¡Claro que sí! ¿Quién lo pone en duda?
-¡La Leyenda! Pero la historia dice que cuando agotó las municiones, tu bso te beso con amor infinito, sollozando; que te cogió en brazos, llevándote por callejas de duelo mudo hasta la iglesia de la Buena Dicha, en cuya cripta fuiste enterrada de limosna.

         No contestó Manuelita Malasaña, como abstraída. Teñidas en bronce roto, sonaron seis campanadas. Y canto contemplábamos Manuelita y yo, súbitamente se tiñó de un alegre oro pascual. Acababa de nacer el sol.



El padre y Manuela Malasaña por Eugenio Alvárez Dumont




Fuente: http://www.edicioneslalibreria.es/la-calle-malasana/ 

----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Saín de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963







No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...