(14) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
MANUELA MALASAÑA
La niña de Maravillas
Un calofrío súbito me nació del pozo de las
entrañas y me recorrió todo el cuerpo, de abajo a arriba. Y, sin embargo, la
noche había sido cálida, con una calidez bronca y pegajosa de amago de tormenta.
Entre las nubes surgían las estrellas y derramaba su luz casi espectral el
menguante. Pero hacia Oriente, sobre los tejados del hospicio de San Fernando,
también súbita, apuntó el alba maya hecha más de promesas que de luces
efectivas. Y fue la difuminada anunciación la que quizá sacó del pozo de mis
entrañas aquel calofrío reptante hasta los sesos, y ensanchando por las ramas
de mis brazos y de mis piernas. ¿Cuántas horas llevaba yo en aquella parte de
la calle de la Palma, entre la de Fuencarral baja y la de Fuencarral alto, ya
paseando y matando mis pasos ya metido en los vanos de los cerrados portales?
¿Qué, a quién esperaba yo? La calle delgada, sin aceras, con la calzada corrida
de baches, permanecía en soledad, en oscuridad mucho más rigurosa que la del
cielo. Lejos, ante la hornacina que había sobre la puerta de la iglesia de
Maravillas, se desmayaba y revivía una votiva lamparilla con menos brillo que
un candil. En las horas, que vivía yo mi vigilia alerta, ni ser humano ni perro
o gato habían pasado ante mí. De cuando en cuanto, muy próximas o muy lejanas,
hacia el Noviciado y San Bernardino, saltaban ristras detonantes de descargas
fusileras. De vez en vez, hacia el Hospicio y los Pozos de Nieve, crispaban
galopadas de caballos sobre los que cabalgarían soldado cubiertos de chatarra;
y brotaban con estruendo las ruedas férreas soportes de cañones.
Instintivamente
me embocé en mi amplia y volantona capa y me calé aún más mi sombrero de “medio
queso” y anchas alas rectas. Vestía yo ceñido traje de majo color gris perla;
pantalón amplio ceñido a las corvas y chaquetilla corta y abierta; faja roja y
camisa con chorreras; medias blancas y zapatos escotados. Más, “si me veía y me
sentía, no me recordaba” ¿Cuándo y porque había llegado a la calle de la Palma?
¿Cuál era la causa de aquellos humos densos, anchos, lentos, que excedían de
los tejados y de la torre de Maravillas? ¿A quién, qué esperaba, atragantado de
susto, entre las primeras livideces y los últimos calofríos del alba maya?
De
pronto, mi aguzado oído percibió como si unos leves y fugitivos pasos se me
acercaran. Subí un escalón y me pegué a las hojas de un portal. Momentos
después ante mí, sin sospecharme siquiera, pasó como una aparición. ¿Era mujer
o fantasma de mujer? La seguí. Daba la impresión de pesar en la tierra, de ir
mecida en el dormido viento. Cuando se adentró en la zona de la calle iluminada
por la votiva lamparilla, contra mi voluntad, grité:
-¡Manuelita!
Se detuvo. Permitió que me acercara y me hizo
frente.
-¿Quién eres? ¿Qué deseas de mí? ¿Cómo sabes
mi nombre?
-A ninguna de las tres preguntas sé contestarte
ahora. Alguien puso, contra mi voluntad, tu nombre en mi boca, y lo hizo sonar.
Pero ya sé que te llamas Manuelita.
-Manuela Malasaña y Oñoro me llamo.
La examiné con ansia, liberándome de los
grilletes de mi asombro. Seguía dudando si era realidad o fantasma tan leve,
ingrávida, tan descarnada, tan pálida, tan como insomne para siempre.
Aparentaba como unos dieciséis años. Hombros caídos, senos imperceptibles,
cuello largo, labios sin sangre, ojos como de cristal, manos huesudas y
cruzadas bajo la barbilla, ropas extrañas sin color ni forma definidos. Hubiera
querido alargar mis brazos y asirla para salir de la duda.
-¡Eres Manuelita Malasaña, la humilde heroína
madrileña.
-Lo soy, sí.
-¡Entonces…, no vives ya! ¡Estamos en la
madrugada del 3 de mayo! ¡Eres un fantasma, Manuelita!
-¿Te asustas de los muertos casi niños como
yo! Pues… ¿no me estabas esperando?
-¡Oh, no sé, no sé! Yo esperaba algo, a
alguien… ¡Acaso te esperaba a ti, Manuelita! Sin embargo…, ¿por qué no lo sabía
y lo sabías tú? ¿De dónde llegas, si aún te están velando, sin enterrar? ¿Por
qué puedes llorar?
-Contra mi voluntad estuve vagando por ahí. En
el Prado. En los desmontes del Príncipe Pío. ¡Dios mío! ¡He contemplado, a la
luz de unos faroles crueles, cómo eran fusilados en masa hombres y mujeres, jóvenes
y viejos, que se derrumbaban igual que peleles grotescos embadurnados de
sangre! Rezaban y suplicaban inútilmente. Algunos echaban a correr locos. Pero
caían cazados, de bruces, pataleando, manoteando. Soldados con largos capotes y
altos morriones, alineados, disparaban sin tregua, a ráfagas, sin temblarles el
pulso.
Las
pupilas de cristal de canica irisado de Manuelita volvieron a mandar llanto en
una expresividad de infantil terror.
-No permanezcamos aquí. ¡Sígueme!
La
seguí. Doblamos la esquina de la iglesia de Maravillas. Seguimos por la calle
de San Andrés. Entró en un portal, cuya hoja pesada se había abierto sin ruido,
y no por obra de mortal, sino por pura fantasmagoría.
La casa de la pesadilla
Subimos
por una estrecha escalera de peldaños altos y viejos, de barandilla
herrumbrosa. Olía a berzas cocidas, a humedad. Veíamos débilmente, sin que
hubiera ninguna luz por ninguna parte. En el último rellano, la puerta de la
derecha se abrió de igual modo que la del portal. Atravesamos varias
habitaciones con muebles muy viejos, suelos de ladrillo y paredes encaladas.
Manuelita salió a un balcón.
-Ven… ¡Mira!
El
balcón colgaba frente al parque de Monteleón. Y como el alba era ya menos
tímida y presumía de claridades pálidas, pude contemplar algo que me heló la
sangre. Sólo quedaba en pie la puerta de ladrillos rojos del parque. Dentro del
enorme recinto, hasta la puerta de Fuencarral y su muralla, se consumían los postreros
restos de los pabellones. De las cenizas salían aquellos humos que me
preocuparon en mi escondite de la calle de la Palma. Pero aún más que tales
ruinas, me espantaron los incontables muertos, supinos o pronos, que yacían
entre las casi extinguidas hogueras. Unos, con uniformes desgarrados. Otros,
los paisanos, casi desnudos. Todos sobre grandes manchas de sangre. Muchos,
achicharrados. Y no sólo hombres y jóvenes, sino también mujeres y ancianos… ¡y
niños y mozalbetes que aún esperaban el nacimiento del bozo sobre sus labios
impacientes de canciones! Algunos seres, como sombras, se movían entre tanta
desolación…
-¿Quiénes son, Manuelita?
-Son frailes, que se dedican a recoger los muertos
para darles sepultura. Son madres y padres, como ánimas en pena, que buscan al
hijo, a la hija…, que se les fueron, gozosos y bravíos, a luchar contra los “gabachos”…
¿No oyes? ¡Están rezando los frailes! ¡Y las madres y los padres… sollozan!
Manuelita parecía fascinada. Yo, contra mi
voluntad, cerré los párpados, crispé los puños.
-¡Esa es la única verdad!
-¿Hay algo, pues, que no lo sea? –pregunté.
-Lo habrá. Detrás de la verdad aparece siempre
la leyenda. La leyenda es mucho más bella que la verdad.
-Y… ¿qué dirá la leyenda?
-Pues la leyenda dirá de mí… Que fui una maja
pulida, graciosa, arrogante. Que mi hermosura madrileña picante arrastró y
arrasó corazones. Que Madrid no tuvo para mí sino sonrisas, piropos y capas
echadas a mi paso. Que fui, de oficio, bordadora en oro de corpiños, casacas,
estandartes y mantos. Que asistí a los bailes de candil de las Rondas y de las
Cavas, musa de “panaderos”, boleros y seguidillas. Que me preocuparon mucho los
males de mi patria y de mis entusiasmos al rey don Fernando…
-¿Y será mentira todo cuanto cante la leyenda?
-¡Mírame bien! ¿Te parezco hermosa? ¿Soy
arrogante? ¿Derrocho picardía?
-¡Cómo juzgar a una persona por su fantasma!
-Soy fantasma, sí; pero limpio espejo de mí
persona. Fui tal como me ves: feúcha, desgaliñada, triste. Me crié enfermiza,
aparentando siempre menos edad de la que tenía. Jamás me agraciaron con un
piropo de misericordia. No recuerdo ni una mirada de varón que delatara amor o
deseo por mí. Y no supe bordar. Dos años antes de morir entré de zurcidora en
una tienda de ropas de la calle del Gitano, en la que apenas ganaba tres reales
diarios. Apenas supe deletrear y garrapatear mi nombre. Nada me importaba de
don Fernando VII. Y no entendí de políticas o libertades. Me gustaba la
soledad, cantar para mí y… soñar.
Rosario de heroísmos
-¿Dónde naciste, Manuelita?
-En esta casa de la calle de San Andrés, con
vuelta a la de San Miguel; en este piso donde estamos. Creo recordar que en
abril de 1791. MI padre, Manuel Malasaña, madrileño como yo, era botero y
trabajaba en una bodega de la calle del Espíritu Santo. Mi madre, María Oñoro,
nació en un pueblo de Burgos. Y se dedicaba a la asistencia en las casas ricas.
A mi padre le gustaba beber; pero jamás le vi borracho. Sus únicas diversiones
eran jugar a los bolos y hablar de política en una taberna de la calle del Pez.
Y todas las noches, antes de acostarse, besaba la mano del rey don Fernando en
un retrato que de él tenía a la cabecera de su cama. De escuchar vagamente sus
peroratas durante las comidas, me di cuenta de que la patria exigía grandes
sacrificios; de que morir por ella constituía el mayor de los honores; de que
los “gabachos” pretendían apoderarse de nuestra España, y de que ya “era hora
que el pueblo hiciera algo gordo”.
--¡Qué curioso cuentas, Manuelita!
-¡Fijate! ¿Ves ese cañón tronchado que está
delante de la puerta del parque? Con él estuvo disparando el teniente Ruiz
hasta que cayó muerto. A su lado estuvo, ronca, ensangrentada, impávida, Benita
Pastrana, casi niña, como yo.
¡Ella sí que era bella y graciosa, embeleso de
corazones y de miradas! Cuando el teniente Ruiz se desplomó, Benita le cubrió
con su mantilla y quiso seguir cargando y disparando el cañón. ¡Pero no sabía!
Varias balas francesas hicieron nacer rosas en su pecho… Un poco más allá, en
aquella rinconada, detrás del muro roto, estuvieron disparando, doña Clara del
Rey, sus esposo y sus tres hijos. Vivían en una gran casa de la calle de
Fuencarral alta. Eran nobles y ricos. Mi madre les sirvió durante muchos años.
¡Yo les estaba viendo desde este balcón! ¡Cayó el hijo pequeño! ¡Cayó el
esposo! Doña Clara los besó sin lágrimas, protegió con el suyo bravío los
cuerpos caídos y siguió disparando una vez, diez veces, cien veces, entre sus
hijos mayores. Ignoro si moriría ella, porque yo morí antes… ¡Doña Clara sí que
era hermosa! ¡Y que guapos su esposo y sus tres hijos! El chiquillo, de pelo
rubio y ojos azules, fue quien tenía la expresión con menos temor y con más
rabia. También vi como caía sin vida, en la esquina de la iglesia de
Maravillas, doña María Beano, viuda muy joven con cuatro hijos. Todo el barrio
la admiraba por su hermosura y la respetaba por su honestidad. Iba a casarse,
decían con el capitán don Pedro Velarde. ¡Vendría, como loca al parque!
¡Desearía saber si don Pedro en él vivo aún! ¡Querría estar a su lado en el
peligro como lo estaba en el amor! ¡Pobrecita! ¡La mataron por la espalda! Cayó
atravesada en la calle y los cascos de un caballo espantado, sin jinete, le
rompieron la cara.
-¡Cuántos, cuántos heroísmos y sacrificios
presenciaste, Manuelita! Dime: ¿y el tuyo? ¿Podrá, en lo futuro, más la leyenda
que la historia, para acreditarlo?
-¡Quién sabe! Mi heroísmo, si es que lo fue,
me parece el más humilde, el más soso de todos.
-Cuenta la historia que presenciaste la muerte
de tu padre, y que, muerto éste, seguiste disparando con sus fusiles; y que, ya
sin municiones, te echaste a la calle como sonámbula…; que te apresaron cuatro
granaderos y te fusilaron contra la fachada de una casa de la calle de la Luna…
La heroína más humilde
-¡Cuantas patrañas! El día 2 de mayo estaba yo
en el taller. Hacia las nueve y media llegó la maestra, demudada, hablando
entrecortadamente. Por ella supimos que los franceses habían querido sacar de
palacio a los infantes; que varios centenares de paisanos que presenciaban el
suceso se lanzaron contra los “gabachos”, insultándolos, golpeándolos con palos
y piedras; que los “gabachos” rompieron fuego, cayendo a racimos los paisanos.
Contó la maestra que le habían dicho que por la Puerta del Sol y la calle Mayor
iban centenares de madrileños con fusiles, navajas, puñales, espadones,
decididos a morir matando y dando vivas a Fernando y mueras a Napoleón y Murat;
que otra multitud se dirigía al parque de Monteleón a pedir armas… Al escuchar
lo del parque me asusté mucho. Dejé la labor y eché a correr a mi casa. Deseaba
estar con mis padres. Al llegar a la calle de San Andrés, centenares de hombres
y mujeres vociferaban La puerta del parque estaba cerrada. Detrás de la verja
varios oficiales pretendían calmarlos. Subí a mi piso con el corazón en la
boca. Oí llorar a mi madre en la cocina. Pero mi padre estaba en este balcón
canturreando, radiante, limpiando sus dos viejos fusiles de cuando combatió a
las órdenes del general Ricardos.
-¿Qué hace usted, padre?
-¡Qué ya se armó el cisco, Manuelita! ¡Qué
esos hijos de perra van a saber de lo que es capaz el pueblo de Madrid! ¡Y no
te asustes, hija, esto tenía que llegar!
-Permanecí inmóvil en este balcón, al lado de
mi padre. Abajo, la multitud chillaba y gesticulaba como un coro de
energúmenos. Querían que les abrieran el parque, les dieran armas y se unieran
a ellos los soldados. Se oyeron, lejos aún, trompetazos y clarinazos,
estridencia de pesados carros, patadas de corceles sobre los adoquines.
-¡Qué llegan los franchutes! –gritó alguien.
-La muchedumbre, en mayoría, redobló sus
chillidos y se precipitó hacia la calle de San Miguel, compacta como un rebaño
de corderos. Varios centenares de mozos y mozas consiguieron abrir la verja del
parque y penetraron en él. Minutos después se asomaban a las tapias empuñando
fusiles y pistolas. ¡Extraño momento de varios minutos que me impresionó más
que nada! Se acercaban coraceros, artilleros franceses… En el parque, había, a
la expectativa, cientos de seres armados. Y, sin embargo, ¡el silencio era
absoluto! Pensé si me había quedado sorda. Luego empezaron a sonar tiros. MI
padre, enfilando la calle de San Andrés, disparaba contra el soldado francés
que antes apareciera. ¡Gran pulso el de mi padre! Cada uno de sus disparos
tumbaba a un enemigo. Yo, maquinalmente, mientras disparaba un fusil, le
cargaba el otro. Y así una vez, y otra vez, y otra… Pero mis ojos miraban con
infinito dolor la lucha y las muertes ante el parque. Vi caer al teniente Ruiz,
a Benita Pastrana, al esposo y al hijo pequeño de doña Clara del Rey, a doña
María Beano… Segura estoy que lo último que oí en vida fueron una risotada y
una palabrota de mi padre, que acababa de matar a otro francés, y… el llanto
monótono de mi madre, que seguía en la cocina.
-Y… ¿qué más, Manuelita?
-Aquí, en la frente, sentí un golpe fuerte.
¡Nada más!
-Entonces ¡es cierto que moriste antes que tu
padre?
-¡Claro que sí! ¿Quién lo pone en duda?
-¡La Leyenda! Pero la historia dice que cuando
agotó las municiones, tu bso te beso con amor infinito, sollozando; que te cogió
en brazos, llevándote por callejas de duelo mudo hasta la iglesia de la Buena
Dicha, en cuya cripta fuiste enterrada de limosna.
No
contestó Manuelita Malasaña, como abstraída. Teñidas en bronce roto, sonaron
seis campanadas. Y canto contemplábamos Manuelita y yo, súbitamente se tiñó de
un alegre oro pascual. Acababa de nacer el sol.
El padre y Manuela Malasaña por Eugenio Alvárez Dumont
Fuente: http://www.edicioneslalibreria.es/la-calle-malasana/
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Saín de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963
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