lunes, 19 de marzo de 2018


(13) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

PEPITA TUDÓ

La Gran Burguesa

Es muy frecuente soñar ciudades extrañas, grandes, envueltas y transidas por luces y sombras maravillosas no las provoca el sol cotidiano. Ciudades con calles encogidas o serpentinas entre casones y conventos herméticos. Ciudades con marfilinos alfileres de campanarios y torres con almenas. Ciudades derramadas por suaves colinas o volcadas por tajos. Ciudades con un río de plata ceñido a ellas como un brazalete. Parece lógico, que estas extrañas, grandes ciudades de nuestros sueños, estén habitadas por miles y miles de vecinos y transeúntes; que en sus calles, rondas, costanillas y paseos abunden las pesadas carrozas y los ligeros coches; que en ellas estalle, a todas horas, aquí y allá, un ruido estridente, mezcla de voces, de cánticos de chirridos de ruedas, de martilleo de cascos de caballos, de balcones y de ventanas. Las puertas y ventanas de sus palacios y casas están cerradas y con telarañas. Las campanas se han quedado mudas en sus alcándaras. Por estas ciudades caminan sólo quienes sueñan, levantando con sus pisadas raras resonancias y llevando en sus almas el recelo de que puede acontecerle algo fenomenal al doblar cualquier esquina.
         Pues una de estas extrañas, grandes y vacías ciudades era Madrid para sólo dos habitantes: Pepita Tudó y yo. Pero en Madrid que, sin dejar de ser Madrid, no lo fuera como tuvo que serlo, realmente, en aquel año de 1800. Pepita y yo caminábamos juntos y cohibidos. Ignoraba yo si ella, que era quien me guiaba, sabría los nombres de las calles, de los pasadizos, travesías y biombos que íbamos recorriendo como en puntillas y recogiéndonos el aliento. Yo confieso que ignoraba los nombres y aun no reconocía sus fisonomías, su situación urbana. ¿Cómo yo, madrileño de cepa y solera, morosamente, sabio en madrileñerías, caminaba por un Madrid que, siéndolo, no acababa de parecérmelo? ¿Cómo yo no reconocía, familiarmente, una torre, una fachada, una escalinata, una fuente?
-+Por dónde vamos, adónde vamos, Pepita?
¿Y tú, madrileño, me lo preguntas? Quiero recorrer contigo el barrio donde nací, donde viví los mejores años de mi existencia. ¿Es posible que no reconozcas estas manzanas y visitas de Santiago que empiezan en la calle Mayor y terminan en la Encarnación, y cuyo oriente y occidente marcan el Arenal y el palacio de nuestros monarcas? ¿No has visto en la calle del Espejo ese trozo de muralla, último vestigio de la que cerraba la villa medieval? ¿No has leído los rótulos de las calles de Salvador, Mesón de Paredes, de los Tintes, de Milaneses, del Lazo, de Ramales? Pues en ella nació, hace siglo y medio, la beata Mariana de Jesús. Mira: ahora estamos en la plazuela de Santiago; esta iglesia es la del Santo Apóstol, una de las primeras parroquias que tuvo el Madrid cristiano; esta otra es la de San Juan, en cuya bóveda está enterrado son Diego Velázquez. A nuestra izquierda, ésa es su entrada, forman curioso laberinto calles informes, delgadísimas, costaneras, cuyos únicos encantos son sus nombres: Quebrantapiernas, del Recodo, del Gallo, del Buey, del Carnero, de la Parra, de Noblejas, de Rebeque… En este riñón palpitante de Madrid, a cualquier lado que mires, hallarás un palacio de mucha tradición y de severa traza; el de los Luzones, el de los Lodeñas, el de don Aloso Gómez de Herrera, el de La Canal, el del conde de Olivares… Asómate por este esquinazo. ¿Qué ves allí?
-Un armatoste de madera, ladrillos y yesos.
Es el teatro de los Caños, dedicado a la ópera italiana. Observa ese enorme muro que cierra jardines y huertas. Es el celebérrimo huerto de la Priora, que casi tropieza con las piedras reales erigidas por Juvara y Sachetti.
-¿Qué calle es ésta que tiene forma de brazo curvo para abrazar?
La de la Cruzada. Sígueme. Ésa es la casa en que nací. Subamos hasta mi piso.

         Pepita Tudó alegre y ligera, me precedía. Tendría poco más de veinte años. Era morena, de mediana estatura, llenita y muy blanca de carnes, graciosita de garbo y contoneo, pícara de ojos y de sonrisa, soprano de voz; y en su pura estampa madrileña, pero tan alejada de las flamencas duquesa de Goya como las castañeras “picadas” de don Ramón de la Cruz, evocaba a la protagonista moratiniana de El sí de las niñas, paradigma de la burguesa nacida para ennoblecerse a fuerza de mimos y dengues bien administrados.

Áurea Mediocritas


         Ya en un salón panzudo y aburguesado todo él –barroco y rococó en sus consolas de porcelana, candelabros, espejos, cortinajes, marcos tremendos para ligeras pinturas, sofás “vis a vis”, biombo y paneles-, Pepita me invitó a sentarme frente a ella. Se había despojado de una capa de damasco rojo y aparecía como una “dulleta” de seda blanca, cuyo talle se ceñía bajo el pecho. Llevaba un peinado altivo, con bucles huecos, sobre el que triunfaba una peineta de concha y pedrería; y medias y zapatos de seda rosa.
-Pocas mujeres han sido tan olvidadas o tan maltratadas por los historiadores como yo. Los más bellos apenas me dedican unas alusiones inconcretas al referirse por lo menudo a la vida de mi esposo. Y no pocos admitieron cuantas leyendas propalaron mis contemporáneos, sentando con ellas una dogmática de mi persona y de mis familiares completamente errónea. ¡Ay, infelice de mí!
         No pude menos que soltar una carcajada.
-¡Vamos, vamos, Pepita; olvídate de reminiscencias poéticas neoclásicas y confiésate conmigo sencillamente y a media voz!
-Ya te he dicho que vine al mundo en esta casa de la calle de la Cruzada, pared por medio de donde nos hallamos. Mi padre fue Coronel de Artillería y llegó a gobernador del Buen Retiro. Mi madre, de muy honrada y pudiente familia aragonesa, tocaba el arpa y cantaba tonadillas con mucho arte. Un hermano mío fue guardia de corps, compañero de Manuel Godoy.
-Cuéntame sucesos y cosas de tu infancia, de tu juventud.
-Fui niña y joven feliz en un hogar honesto y acaudalado. Una dueña me dio lecciones de labores caseras y un abate letras y gramática parda. Don Blas de Laserna, director de la orquesta del coliseo de la Cruz, me enseñó a cantar y bailar con gracejo y soltura. Supe de memoria, para recitarlos en tertulias, anacreónticas de Iglesias de la Casa, quintillas de don Nicolás Moratín, fábulas de Iriarte, odas de Meléndez y epístolas de Jovellanos. Tuve varios pretendientes jóvenes y apuestos y algún pretendiente talludo y con goteras. Me hicieron derramar caudales de lágrimas, el Coliseo del Príncipe, Rita Luna en La esclava de Negroponto, e Isidoro Maíquez en Oscar.
¿Cuándo conociste a Manuel Godoy?
-Nos conocimos los dos siendo casi niños. Manuel y su hermano mayor eran compañeros de mi hermano, guardias de corps los tres. Manuel y su hermano estaban solos en Madrid, porque sus muy nobles, pero muy arruinados padres vivían en Castuera. Mi hermano solía invitarles a cuantas fiestas organizaban mis padres en las tardes de los domingos. Manuel y yo simpatizamos enseguida. A mí me gustaba mucho, porque tenía el gesto decidido, era mozo espigado y simpático y bailaba muy bien. Y él, entre baile y baile, me comunicaba sus ambiciones y me juraba un amor eterno. Más tarde dejó de acudir a nuestras cachupinadas y supe –por sus amigos, murmuradores y envidiosillos- su fulgurante carrera militar y política. Se hablaba de que le protegía casi con fiereza la reina María Luisa, que le doblaba la edad. Se les atribuían unos amores turbulentos nada recatados. En muy pocos años, Manuel fue ayudante general de Guardias de Corps, teniente general -¡sin haber cumplido los veinticinco años!-, primer ministro sucesor del artrítico y camándulas conde de Aranda, capitán general de los Ejércitos nacionales, grande almirante de España y sus Indias, príncipe de la Paz y de Bassano, duque de Alcudia y de Sueca y…¡qué se yo cuántas cosas más!
-Dime Pepita. ¿Y tú que hacías mientras?
-Saborear mi burguesía honesta y tranquila.
-¿No te hacían sufrir las murmuraciones contra Manuel?
-¡Mucho! Más… ¿Qué podía hacer sin descubrir el volcán de mi pecho?
-¡Nada menos que volcán!
-¡Odiaba con todo mi corazón a la bruja desdentada de María Luisa, mala madre, mala esposa, que me quitaba al hombre idolatrado! Pero sufría y la odiaba sin delatar mis sentimientos, cantando y bailando, jugando a las prendas y a los “estrechos”, asistiendo a los teatros y a las recepciones palatinas.

El terrible  y…. delicioso secreto

-¿Cuándo volviste a ver a Godoy?
-El 7 de diciembre de 1797, fiesta de mi cumpleaños. Llegó a mi casa acompañado por su más fiel amigo, Leandro Moratín, pecoso, pálido y desmirriado. Le recibimos como a personaje de tanta grandeza. Pero él volvió a bailar conmigo, a susurrarme al oído la constancia de su gran amor, a jurarme que sólo yo conseguía acelerar las palpitaciones de su corazón y espolear sus deseos varoniles. A mis reproches, a mis mal contenidas lágrimas, opuso él las obligaciones de la política y los ineludibles sacrificios que exigía la salud de la nación.
-¿Sabes que muchos historiadores afirman que os casasteis en secreto?
-¡Ridícula paparrucha! Nos amamos ardientemente en secreto, pero sin que nos uniera el sagrado vínculo. ¡Éramos dos desdichados y felices pecadores! Me entregué a Manuel bajo promesa de futuro matrimonio. Y Manuel, con su omnipotencia, fingió un enlace secreteo para acallar los escrúpulos familiares.
-¿Tanto le amabas que le ofreciste la prenda más hermosa de tu persona?
-Podría jurarte que mi amor por él fue tan ciego, irreflexivo, infinito. Pero…,¿para qué engañarte ya? Le amaba, sí; pero sólo mi amor por él no hubiera logrado la ofrenda de mi honra. Más que la pasión, me empujó a Godoy su fulgurante personalidad, lo maravilloso de su omnipotencia, cuanto de hermoso e inigualable pudiera alcanzar mi ambiciosa burguesía a su lado. Fingía sumisión, delirio amoroso constante, irreprochable fidelidad… hasta ser princesa de la Paz y Bassano, duquesa de Alcudia y de Sueca, dama capaz de competir con la reina María Luisa, con aquella duquesa de Alba y condesa de Benavente, que eran entonces las mujeres más famosas y envidiadas de España.
-¿Y fue constante en su amor por ti Manuel Godoy?
-En la medida que se lo permitía su ambición, sí lo fue. Jamás ocultó su inclinación por mí ante la reina, energúmeno de celos y palabrotas. Apenas cubriendo las apariencias, viví con Manuel, primero, en el palacio contiguo al convento de doña María de Aragón, que Carlos III mandó edificar para residencia de su primer ministro, y que estaba situado en la calle que hoy llamáis calle de Bailén y que en mis tiempos era llamada calle Nueva de Palacio; y después, en el palacete de su mujer, la condesa de Chinchón, inmediato al famoso de las Sietes Chimeneas, hoy en la plaza del Rey y entonces en la plazuela del Almirante; más tarde en el palacio de Buenavista, de la calle de Alcalá, adquirido a los herederos de la duquesa de Alba por el Concejo de la Villa para regalárselo a Manuel. Y no pocas veces en el mismo Alcázar de los reyes. Don Carlos IV me apreciaba mucho y me colmaba de carantoñas. Y Godoy consiguió de la reina que me nombrara camarera y que el rey me concediera el título de marquesa de Castillofiel, con grandeza de España.
-¿Y no te desesperaste cuando Godoy contrajo matrimonio con la Infanta María Teresa de Borbón, hija natural del Infante don Luís, hermano del monarca?
-¿Qué hubiera adelantado con desesperarme? Quienes se desesperaron fueron mis familiares, que pretendían proclamar a voz en grito que Manuel estaba casado conmigo y que su bigamia era un baldón para el buen nombre de España. Yo sabía que Manuel cedía a las imposiciones de María Luisa, cuyos celos de mí eran obsesivos. Pero yo tenía ya dos hijos de Manuel. Era necesario que mirara por su futuro. Y aun cuando mis sueños de grandeza parecían disiparse, y con mis sueños mucho de mi amor por Manuel, creí que mejor partido sacaría de mi conformidad que de mi rebeldía. Tanto más cuanto Manuel seguía más y más enamorado de mí. Me consolaba mucho de mi pena, de mi situación humillante, el recuerdo de tantas favoritas de personajes famosos como pasaron a la historia con más categoría y mayor sugestión que las legítimas esposas.
-¿Ignoraba la infanta María Teresa tus amores con Godoy?
-¡Oh, no! ¡Si los conocían y cantaban hasta los ciegos en coplas y los niños en corros! La infanta era pavisosa y pacata, remilgada y fea. ¡Qué ella conociera la pasión de su esposo por mí constituía mi mejor venganza! Y no creas que es mi rencor quien califica así a la condesa de Chinchón. ¿No conoces los retratos que Goya la pintó? ¡Pues ellos son más crueles que mis palabras!

A secreto agravio, secreta venganza

-¿Cuál fue tu vida durante los años que vivió en desgracia Godoy?
-Cuando Manuel salió de España, tras sus odiseas en Aranjuez y en Madrid, lo le seguí con nuestros hijos. Viví en Bayona. Viví en París. Viví en Roma. Manuel acudía a visitarnos con frecuencia. Pero como sus bienes estaban confiscados, vivíamos con los socorros que me enviaban mis familiares. En Roma murieron, con escasos meses de diferencia, en 1819, la reina María Luisa y el rey don Carlos. Al siguiente año Manuel se quedó viudo. Poco después, en la Ciudad Eterna, nos casamos Manuel y yo.
-¡Cuánta sería entonces tu alegría! ¡Había llegado la hora de tu desquite!
-No lo creas. Me casé pensando sólo en mis hijos. MI amor por Manuel se había agotado hacía ya mucho tiempo. Además, él ya no era sino una sombra de sí mismo, el fantasma de una fama apagada, un hombre lleno de alifafes, de tristezas, de terrores nocturnos.
-Asegura la Historia que regresaste a Madrid después que Manuel falleció en París, en 1851.
-Otra gran mentira. Cuando Manuel se trasladó a Roma a París yo me negué a seguirle, regresando a Madrid con nuestros hijos. Me aterraba la miseria en su compañía, ya que Manuel tendría que vivir con una pensión de seis mil francos que le había concedido Luis XVIII por pura compasión; pues aunque doña Isabel II de España, su posible “bisnieta” –si era cierto que algunos de los hijos de María Luisa lo fueron también de Godoy-, le había devuelto todos sus títulos, tales grandezas resultaban inútiles, y hasta grotescas, sin la fortuna necesaria para darles esplendor. En París, Godoy no fue sino Monsieur Manuel, un simpático y achacoso burgués tronado que se paseaba por los jardines del Palais Royal y de las Tullerías, echando migas a los pájaros, acariciando a los niños, dialogando con otros burgueses. Sí, un burgués cuya única obsesión era reivindicarse ante la posteridad por medio de sus Memorias, escritas con tanta emoción como parcialidad.
-¿Y no sentiste jamás haber abandonado en sus años dolorosos a aquel monstruo de la fortuna y ejemplo también asombroso de la desdicha humana?
-¿Po qué había de sentirlo? ¿No me sacrificó él, sin piedad, a su ambición insaciable durante sus años gozosos? ¿No se negó, egoísta, a sacarme de mi condición de gran burguesa pregonada en coplas de ciegos y en canciones de niños? Si para la historia Pepita Tudó nací y Pepita Tudó viví, nada más, Pepita Tudó quiso morir, gran burguesa en su patria.
-Te escuché asombrado y no acabo, asombrado aún, de convencerme de la verdad de cuanto me has dicho.
-¿Estás desilusionado? ¿Tanto es preciso que una mujer se niegue a sí misma para que persista en la Historia aureolada y admirada? Pues… si así te parece, olvida que hemos dialogado y deja que los tiempos sigan dedicándome sólo escasas y muy imprecisas referencias.

“Excma. Sra. Dña. Josefa Tudó y Catalán, Condesa de Castillo-Fiel, Princesa Viuda de la Paz y de Bassano, Antigua Dama de la Reina de la Orden de María Luisa, Falleció el 7 de septiembre de 1869 a los 92 años. RIP.” 



Josefa Tudó con sus hijos Manuel y Luís Godoy en jardín, por José de Madrazo

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.







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