(13) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
PEPITA TUDÓ
La Gran Burguesa
Es muy frecuente soñar ciudades extrañas,
grandes, envueltas y transidas por luces y sombras maravillosas no las provoca
el sol cotidiano. Ciudades con calles encogidas o serpentinas entre casones y
conventos herméticos. Ciudades con marfilinos alfileres de campanarios y torres
con almenas. Ciudades derramadas por suaves colinas o volcadas por tajos.
Ciudades con un río de plata ceñido a ellas como un brazalete. Parece lógico,
que estas extrañas, grandes ciudades de nuestros sueños, estén habitadas por
miles y miles de vecinos y transeúntes; que en sus calles, rondas, costanillas
y paseos abunden las pesadas carrozas y los ligeros coches; que en ellas
estalle, a todas horas, aquí y allá, un ruido estridente, mezcla de voces, de
cánticos de chirridos de ruedas, de martilleo de cascos de caballos, de
balcones y de ventanas. Las puertas y ventanas de sus palacios y casas están
cerradas y con telarañas. Las campanas se han quedado mudas en sus alcándaras.
Por estas ciudades caminan sólo quienes sueñan, levantando con sus pisadas
raras resonancias y llevando en sus almas el recelo de que puede acontecerle
algo fenomenal al doblar cualquier esquina.
Pues
una de estas extrañas, grandes y vacías ciudades era Madrid para sólo dos
habitantes: Pepita Tudó y yo. Pero en Madrid que, sin dejar de ser Madrid, no
lo fuera como tuvo que serlo, realmente, en aquel año de 1800. Pepita y yo
caminábamos juntos y cohibidos. Ignoraba yo si ella, que era quien me guiaba,
sabría los nombres de las calles, de los pasadizos, travesías y biombos que
íbamos recorriendo como en puntillas y recogiéndonos el aliento. Yo confieso
que ignoraba los nombres y aun no reconocía sus fisonomías, su situación
urbana. ¿Cómo yo, madrileño de cepa y solera, morosamente, sabio en
madrileñerías, caminaba por un Madrid que, siéndolo, no acababa de parecérmelo?
¿Cómo yo no reconocía, familiarmente, una torre, una fachada, una escalinata,
una fuente?
-+Por dónde vamos, adónde vamos, Pepita?
¿Y tú, madrileño, me lo preguntas? Quiero
recorrer contigo el barrio donde nací, donde viví los mejores años de mi
existencia. ¿Es posible que no reconozcas estas manzanas y visitas de Santiago
que empiezan en la calle Mayor y terminan en la Encarnación, y cuyo oriente y
occidente marcan el Arenal y el palacio de nuestros monarcas? ¿No has visto en
la calle del Espejo ese trozo de muralla, último vestigio de la que cerraba la
villa medieval? ¿No has leído los rótulos de las calles de Salvador, Mesón de
Paredes, de los Tintes, de Milaneses, del Lazo, de Ramales? Pues en ella nació,
hace siglo y medio, la beata Mariana de Jesús. Mira: ahora estamos en la plazuela
de Santiago; esta iglesia es la del Santo Apóstol, una de las primeras
parroquias que tuvo el Madrid cristiano; esta otra es la de San Juan, en cuya
bóveda está enterrado son Diego Velázquez. A nuestra izquierda, ésa es su
entrada, forman curioso laberinto calles informes, delgadísimas, costaneras,
cuyos únicos encantos son sus nombres: Quebrantapiernas, del Recodo, del Gallo,
del Buey, del Carnero, de la Parra, de Noblejas, de Rebeque… En este riñón
palpitante de Madrid, a cualquier lado que mires, hallarás un palacio de mucha
tradición y de severa traza; el de los Luzones, el de los Lodeñas, el de don
Aloso Gómez de Herrera, el de La Canal, el del conde de Olivares… Asómate por
este esquinazo. ¿Qué ves allí?
-Un armatoste de madera, ladrillos y yesos.
Es el teatro de los Caños, dedicado a la ópera
italiana. Observa ese enorme muro que cierra jardines y huertas. Es el
celebérrimo huerto de la Priora, que casi tropieza con las piedras reales
erigidas por Juvara y Sachetti.
-¿Qué calle es ésta que tiene forma de brazo
curvo para abrazar?
La de la Cruzada. Sígueme. Ésa es la casa en
que nací. Subamos hasta mi piso.
Pepita
Tudó alegre y ligera, me precedía. Tendría poco más de veinte años. Era morena,
de mediana estatura, llenita y muy blanca de carnes, graciosita de garbo y
contoneo, pícara de ojos y de sonrisa, soprano de voz; y en su pura estampa
madrileña, pero tan alejada de las flamencas duquesa de Goya como las
castañeras “picadas” de don Ramón de la Cruz, evocaba a la protagonista
moratiniana de El sí de las niñas,
paradigma de la burguesa nacida para ennoblecerse a fuerza de mimos y dengues
bien administrados.
Áurea Mediocritas
Ya
en un salón panzudo y aburguesado todo él –barroco y rococó en sus consolas de
porcelana, candelabros, espejos, cortinajes, marcos tremendos para ligeras
pinturas, sofás “vis a vis”, biombo y paneles-, Pepita me invitó a sentarme
frente a ella. Se había despojado de una capa de damasco rojo y aparecía como
una “dulleta” de seda blanca, cuyo
talle se ceñía bajo el pecho. Llevaba un peinado altivo, con bucles huecos,
sobre el que triunfaba una peineta de concha y pedrería; y medias y zapatos de
seda rosa.
-Pocas mujeres han sido tan olvidadas o tan
maltratadas por los historiadores como yo. Los más bellos apenas me dedican
unas alusiones inconcretas al referirse por lo menudo a la vida de mi esposo. Y
no pocos admitieron cuantas leyendas propalaron mis contemporáneos, sentando
con ellas una dogmática de mi persona y de mis familiares completamente
errónea. ¡Ay, infelice de mí!
No
pude menos que soltar una carcajada.
-¡Vamos, vamos, Pepita; olvídate de reminiscencias
poéticas neoclásicas y confiésate conmigo sencillamente y a media voz!
-Ya te he dicho que vine al mundo en esta casa
de la calle de la Cruzada, pared por medio de donde nos hallamos. Mi padre fue
Coronel de Artillería y llegó a gobernador del Buen Retiro. Mi madre, de muy
honrada y pudiente familia aragonesa, tocaba el arpa y cantaba tonadillas con
mucho arte. Un hermano mío fue guardia de corps, compañero de Manuel Godoy.
-Cuéntame sucesos y cosas de tu infancia, de
tu juventud.
-Fui niña y joven feliz en un hogar honesto y
acaudalado. Una dueña me dio lecciones de labores caseras y un abate letras y
gramática parda. Don Blas de Laserna, director de la orquesta del coliseo de la
Cruz, me enseñó a cantar y bailar con gracejo y soltura. Supe de memoria, para
recitarlos en tertulias, anacreónticas de Iglesias de la Casa, quintillas de
don Nicolás Moratín, fábulas de Iriarte, odas de Meléndez y epístolas de
Jovellanos. Tuve varios pretendientes jóvenes y apuestos y algún pretendiente
talludo y con goteras. Me hicieron derramar caudales de lágrimas, el Coliseo
del Príncipe, Rita Luna en La esclava
de Negroponto, e Isidoro Maíquez en Oscar.
¿Cuándo conociste a Manuel Godoy?
-Nos conocimos los dos siendo casi niños.
Manuel y su hermano mayor eran compañeros de mi hermano, guardias de corps los
tres. Manuel y su hermano estaban solos en Madrid, porque sus muy nobles, pero
muy arruinados padres vivían en Castuera. Mi hermano solía invitarles a cuantas
fiestas organizaban mis padres en las tardes de los domingos. Manuel y yo
simpatizamos enseguida. A mí me gustaba mucho, porque tenía el gesto decidido,
era mozo espigado y simpático y bailaba muy bien. Y él, entre baile y baile, me
comunicaba sus ambiciones y me juraba un amor eterno. Más tarde dejó de acudir
a nuestras cachupinadas y supe –por sus amigos, murmuradores y envidiosillos-
su fulgurante carrera militar y política. Se hablaba de que le protegía casi
con fiereza la reina María Luisa, que le doblaba la edad. Se les atribuían unos
amores turbulentos nada recatados. En muy pocos años, Manuel fue ayudante
general de Guardias de Corps, teniente general -¡sin haber cumplido los
veinticinco años!-, primer ministro sucesor del artrítico y camándulas conde de
Aranda, capitán general de los Ejércitos nacionales, grande almirante de España
y sus Indias, príncipe de la Paz y de Bassano, duque de Alcudia y de Sueca y…¡qué
se yo cuántas cosas más!
-Dime Pepita. ¿Y tú que hacías mientras?
-Saborear mi burguesía honesta y tranquila.
-¿No te hacían sufrir las murmuraciones contra
Manuel?
-¡Mucho! Más… ¿Qué podía hacer sin descubrir
el volcán de mi pecho?
-¡Nada menos que volcán!
-¡Odiaba con todo mi corazón a la bruja
desdentada de María Luisa, mala madre, mala esposa, que me quitaba al hombre
idolatrado! Pero sufría y la odiaba sin delatar mis sentimientos, cantando y
bailando, jugando a las prendas y a los “estrechos”, asistiendo a los teatros y
a las recepciones palatinas.
El terrible y…. delicioso secreto
-¿Cuándo volviste a ver a Godoy?
-El 7 de diciembre de 1797, fiesta de mi
cumpleaños. Llegó a mi casa acompañado por su más fiel amigo, Leandro Moratín,
pecoso, pálido y desmirriado. Le recibimos como a personaje de tanta grandeza.
Pero él volvió a bailar conmigo, a susurrarme al oído la constancia de su gran
amor, a jurarme que sólo yo conseguía acelerar las palpitaciones de su corazón
y espolear sus deseos varoniles. A mis reproches, a mis mal contenidas
lágrimas, opuso él las obligaciones de la política y los ineludibles
sacrificios que exigía la salud de la nación.
-¿Sabes que muchos historiadores afirman que
os casasteis en secreto?
-¡Ridícula paparrucha! Nos amamos
ardientemente en secreto, pero sin que nos uniera el sagrado vínculo. ¡Éramos
dos desdichados y felices pecadores! Me entregué a Manuel bajo promesa de
futuro matrimonio. Y Manuel, con su omnipotencia, fingió un enlace secreteo
para acallar los escrúpulos familiares.
-¿Tanto le amabas que le ofreciste la prenda
más hermosa de tu persona?
-Podría jurarte que mi amor por él fue tan
ciego, irreflexivo, infinito. Pero…,¿para qué engañarte ya? Le amaba, sí; pero
sólo mi amor por él no hubiera logrado la ofrenda de mi honra. Más que la
pasión, me empujó a Godoy su fulgurante personalidad, lo maravilloso de su
omnipotencia, cuanto de hermoso e inigualable pudiera alcanzar mi ambiciosa
burguesía a su lado. Fingía sumisión, delirio amoroso constante, irreprochable
fidelidad… hasta ser princesa de la Paz y Bassano, duquesa de Alcudia y de
Sueca, dama capaz de competir con la reina María Luisa, con aquella duquesa de
Alba y condesa de Benavente, que eran entonces las mujeres más famosas y
envidiadas de España.
-¿Y fue constante en su amor por ti Manuel
Godoy?
-En la medida que se lo permitía su ambición,
sí lo fue. Jamás ocultó su inclinación por mí ante la reina, energúmeno de
celos y palabrotas. Apenas cubriendo las apariencias, viví con Manuel, primero,
en el palacio contiguo al convento de doña María de Aragón, que Carlos III
mandó edificar para residencia de su primer ministro, y que estaba situado en
la calle que hoy llamáis calle de Bailén y que en mis tiempos era llamada calle
Nueva de Palacio; y después, en el palacete de su mujer, la condesa de
Chinchón, inmediato al famoso de las Sietes Chimeneas, hoy en la plaza del Rey
y entonces en la plazuela del Almirante; más tarde en el palacio de Buenavista,
de la calle de Alcalá, adquirido a los herederos de la duquesa de Alba por el
Concejo de la Villa para regalárselo a Manuel. Y no pocas veces en el mismo
Alcázar de los reyes. Don Carlos IV me apreciaba mucho y me colmaba de
carantoñas. Y Godoy consiguió de la reina que me nombrara camarera y que el rey
me concediera el título de marquesa de Castillofiel, con grandeza de España.
-¿Y no te desesperaste cuando Godoy contrajo
matrimonio con la Infanta María Teresa de Borbón, hija natural del Infante don
Luís, hermano del monarca?
-¿Qué hubiera adelantado con desesperarme?
Quienes se desesperaron fueron mis familiares, que pretendían proclamar a voz
en grito que Manuel estaba casado conmigo y que su bigamia era un baldón para
el buen nombre de España. Yo sabía que Manuel cedía a las imposiciones de María
Luisa, cuyos celos de mí eran obsesivos. Pero yo tenía ya dos hijos de Manuel.
Era necesario que mirara por su futuro. Y aun cuando mis sueños de grandeza
parecían disiparse, y con mis sueños mucho de mi amor por Manuel, creí que
mejor partido sacaría de mi conformidad que de mi rebeldía. Tanto más cuanto
Manuel seguía más y más enamorado de mí. Me consolaba mucho de mi pena, de mi
situación humillante, el recuerdo de tantas favoritas de personajes famosos
como pasaron a la historia con más categoría y mayor sugestión que las
legítimas esposas.
-¿Ignoraba la infanta María Teresa tus amores
con Godoy?
-¡Oh, no! ¡Si los conocían y cantaban hasta
los ciegos en coplas y los niños en corros! La infanta era pavisosa y pacata,
remilgada y fea. ¡Qué ella conociera la pasión de su esposo por mí constituía
mi mejor venganza! Y no creas que es mi rencor quien califica así a la condesa
de Chinchón. ¿No conoces los retratos que Goya la pintó? ¡Pues ellos son más
crueles que mis palabras!
A secreto agravio, secreta venganza
-¿Cuál fue tu vida durante los años que vivió
en desgracia Godoy?
-Cuando Manuel salió de España, tras sus
odiseas en Aranjuez y en Madrid, lo le seguí con nuestros hijos. Viví en
Bayona. Viví en París. Viví en Roma. Manuel acudía a visitarnos con frecuencia.
Pero como sus bienes estaban confiscados, vivíamos con los socorros que me
enviaban mis familiares. En Roma murieron, con escasos meses de diferencia, en
1819, la reina María Luisa y el rey don Carlos. Al siguiente año Manuel se
quedó viudo. Poco después, en la Ciudad Eterna, nos casamos Manuel y yo.
-¡Cuánta sería entonces tu alegría! ¡Había
llegado la hora de tu desquite!
-No lo creas. Me casé pensando sólo en mis
hijos. MI amor por Manuel se había agotado hacía ya mucho tiempo. Además, él ya
no era sino una sombra de sí mismo, el fantasma de una fama apagada, un hombre
lleno de alifafes, de tristezas, de terrores nocturnos.
-Asegura la Historia que regresaste a Madrid
después que Manuel falleció en París, en 1851.
-Otra gran mentira. Cuando Manuel se trasladó
a Roma a París yo me negué a seguirle, regresando a Madrid con nuestros hijos.
Me aterraba la miseria en su compañía, ya que Manuel tendría que vivir con una
pensión de seis mil francos que le había concedido Luis XVIII por pura
compasión; pues aunque doña Isabel II de España, su posible “bisnieta” –si era
cierto que algunos de los hijos de María Luisa lo fueron también de Godoy-, le
había devuelto todos sus títulos, tales grandezas resultaban inútiles, y hasta
grotescas, sin la fortuna necesaria para darles esplendor. En París, Godoy no
fue sino Monsieur Manuel, un
simpático y achacoso burgués tronado que se paseaba por los jardines del Palais
Royal y de las Tullerías, echando migas a los pájaros, acariciando a los niños,
dialogando con otros burgueses. Sí, un burgués cuya única obsesión era
reivindicarse ante la posteridad por medio de sus Memorias, escritas con tanta
emoción como parcialidad.
-¿Y no sentiste jamás haber abandonado en sus
años dolorosos a aquel monstruo de la fortuna y ejemplo también asombroso de la
desdicha humana?
-¿Po qué había de sentirlo? ¿No me sacrificó
él, sin piedad, a su ambición insaciable durante sus años gozosos? ¿No se negó,
egoísta, a sacarme de mi condición de gran burguesa pregonada en coplas de
ciegos y en canciones de niños? Si para la historia Pepita Tudó nací y Pepita
Tudó viví, nada más, Pepita Tudó quiso morir, gran burguesa en su patria.
-Te escuché asombrado y no acabo, asombrado
aún, de convencerme de la verdad de cuanto me has dicho.
-¿Estás desilusionado? ¿Tanto es preciso que
una mujer se niegue a sí misma para que persista en la Historia aureolada y
admirada? Pues… si así te parece, olvida que hemos dialogado y deja que los
tiempos sigan dedicándome sólo escasas y muy imprecisas referencias.
“Excma.
Sra. Dña. Josefa Tudó y Catalán, Condesa de Castillo-Fiel, Princesa Viuda de la
Paz y de Bassano, Antigua Dama de la Reina de la Orden de María Luisa, Falleció
el 7 de septiembre de 1869 a los 92 años. RIP.”
Josefa Tudó con sus hijos Manuel y Luís Godoy
en jardín, por José de Madrazo
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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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