(12) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
RITA LUNA
La Comedianta del Claro de Luna
-¿Quién es ¿ ¡Salga de la sombra! ¡Acérquese!
En
los dos enormes vacíos –el desnudo del escenario y el vacío de la sala-, no
separados por el telón de boca, aquella voz retiñida de musicalidad contralto adquirió
un volumen turbador, deshecho luego en sorprendentes ecos. Ella no podía verme,
y había sentido crujir bajo mis zapatos el tillado viejo del patio de butacas
en el Coliseo del Príncipe. Cuando yo penetré en aquél, con premeditado sigilo,
ella se paseaba de un lado a otro del escenario, paralelamente a las
candilejas, con figura arrogante y rítmico paso, pero como fuera de la realidad
de su pensamiento; sí, como traspuesta. Los crujidos de la madera vieja que
sobresaltaban mis zapatos, la devolvieron a la situación real. Y quedó quieta,
rígida en medio del escenario, intentando precisarme entre las sombras que
volcaba en la sala el vestíbulo. Yo podía contemplarla, aun cuando muy
débilmente, porque en el escenario sólo había una mesa y una silla, y sobre
aquélla un candil, vivo aún, pero mortecino, ya que ceñía la silueta femenina y
agrandaba su sombra mosnstruosamente hacia la pared enjabelgada del fondo.
Aquella mujer era alta, ancha de hombros y de caderas y estaba envuelta en un
manto oscuro que se ahuecaba desde la cintura sobre la falda de campana. Su
cabello, muy abundante y fosco, daba a la cabeza, a contraluz, un tamaño
desmesurado.
-¡No
me ha oído? ¡Acérquese! ¡Quién es y qué busca?
No
deseando excitarla más empecé a descender por el pasillo central, sin cuidar ya
de la resonancia casi estridente de mis pasos. Al llegar a ras de la primera
fila de butacas me detuve. Preciso más: me contuve. Entonces era ella quién
podía contemplarme a su gusto, porque el resplandor del candil me pasaba sus
estremecimientos por el rostro.
¡Ah!
–dijo ella, calmada su inquietud, en tono tranquilo-. No te conozco. ¿Qué deseas?
-Busco
a Rita Luna; la primera dama del Coliseo del Príncipe.
-Yo
soy Rita Luna. ¿Qué te importa de mí?
-Muchas
cosas. La primera de todas: verte con detenimiento. Comprobar si eres como has
llegado a mí en grabados y pinturas.
Con
un fiero esguince retrocedió dos pasos y se colocó detrás del candil, cuya luz
movediza delató el rostro de la famosa comediante como a través de una fiebre.
-¿Me
ves bien ahora?
Y
sí, veíala muy a mi gusto, ya que ella permanecía inmóvil, como si estuviera
ante los ojos de un pintor retratista.
-¿Te gusto? ¡Te he defraudado? ¿Me imaginabas así?
Te soñaba más bella y menos sugestiva; más baja y menos envarada; más
artificial y menos excitante: Eres más alta y fuerte, fiera y armoniosa como
una deidad wagneriana. Tienes esa impresionante voz, por el timbre y por la
resonancia, que se piensa en las sibilas délficas que inmortalizó Miguel Ángel
en la Capilla Sixtina. Pero…
-Hasta ahora no has enumerado sino mis primores. ¿Nada te disgusta de mí?
-Tienes el gesto demasiado triste. Tienes demasiados ángulos. Tienes una
piel demasiado morena y mate. Tienes unos labios demasiado secos y
descoloridos. Tienes unos ojos con demasiados relámpagos de cólera. Presiento
que ya no sabes cuándo vives o cuándo representas.
-¡Calla! No quiero oírte más sinceridades. Total: me preferías soñada.
-Te equivocas, Rita Luna; te prefiero con tu realidad contra mis sueños.
Valen más tus defectos vistos que tus encantos imaginados. Te soñaba mujer
seductora y eres mujer carcelera; para las cadenas perpetuas que apetece Adán.
Hice ademán de ir a
encaramarme sobre el escenario…
-¡No subas! ¡Siéntate ahí! Entre tu yo
mientras dure nuestro diálogo, debe abrirse ese foso y levantarse el repecho
que esconden las candilejas. ¿Te parecen demasiadas tres varas entre la
realidad y el misterio?
Como su gesto y el ademán
de su mano fueran inapelables, me senté en una butaca de la fila primera. Y
Rita Luna, jugando sus manos sobre los vuelos amplísimos de su capa oscura, ya
se paseaba, moviéndose en zonas de contraluz y de penumbra, ya se sentaba con
un estudio perfectamente teatral.
-¿Por qué no quieres que me aproxime a ti? ¿Me tienes miedo?
Se detuvo. Sus brazos se
alzaron a compás; y como se alzaran hasta formar ángulo recto con su cabeza y
sin soltar las manos sendos pliegues de la capa, su figura, a contraluz,
adquirió negrura, blandura y palpitación de mujer murciélago. Comprendí
entonces que una hembra así hubiera movido dos veces los pinceles de aquel
sordo y chato don Francisco de Goya, gran compadre de seres estrafalarios,
pobladores de mundos de pesadilla. Cuando llevaba bastante tiempo en tan
extraña actitud, Rita Luna se deshinchó en la más larga y ofensiva carcajada
que he oído en mi vida.
El señor ministro y
la Luna en cuarto creciente
-La risa suele ser una de las caretas del miedo- apostillé para
amoscarla.
-Acaso tengas razón. Pero mi miedo no es de ti, sino de cuanto tú llegas
a buscar en mi vida. Porque no pretenderás que te cuente lo ya conocido; ni
siquiera lo que es histórico con reservas y anecdótico con excesos.
-Dime, Rita Luna: ¿tenías o no vocación teatral? ¿Es cierto que te
apadrinó, cuando aún eras una niña, el señor conde de Floridablanca? ¿Por qué
te enemistaste con María del Rosario Fernández, la “Tirana”? ¿Aciertan los que
aseguran que fuiste la actriz mejor pagada de tu época? ¿Aciertan cuantos
afirman que jamás estuviste enamorada y que no se te conoció amorío alguno?
¿Por qué te retiraste de la escena en plena juventud y cuando tu fortuna no
delataba sus límites ni su menguante? ¿Cuál fue el secreto impulso que te llevó
a una existencia errabunda, solitaria, rezumada de amarguras y excitada por un
rígido ascetismo? ¿Cómo triunfó sobre tu soberbia de mujer y de artista la
humildad morosa de sentirte envejecer, como ante un implacable espejo? ¿Cuándo
fuiste más comedianta: en los escenarios o en la vida?
Rita Luna escuchó mi
interrogatorio en una actitud de teatralidad suprema: el codo de su brazo
derecho sobre la palma de su mano zurda, y en la palma de su mano derecha, el
mentón, y la cabeza, ligeramente inclinada, y los párpados, caídos, y grandes
mechones de cabellos negrísimos flotando ante su frente.
-Demasiadas cosas deseas saber, algunas de las cuales también yo no las
quisiera ignorar. Leandro Moratín afirmaba que yo era un Hamlet femenino:
anhelos y dudas inconcretos, fantasmas de mi soledad y sombra secuente para mi
esperanza, acento agarrado al cielo y desgarrado de mi carne. Mi verdadero
nombre es Rita Alfonso García. Nací en Málaga, el 28 de abril de 1770, cuando
España roía en guirlache del neoclasicismo francés. Mi padre fue Joaquín
Alfonso Royo, descendiente de una noble familia de Aragón, los Luna, con casa
solariega en Oliete. Mi madre, Magdalena García, de Almadén de Zaragoza, fue
una cómica de la legua que destacó mucho más por su mucha hermosura que por su
escaso arte. MI padre, contra viento y marea, casó con ella en 1765. Ya casados,
ella se retiró de la escena, y él, señorito hasta entonces, se dedicó al teatro
en calidad de barba. Mi hermana
mayor, Josefa, y mi hermana menor, Andrea, fueron discretas comediantes de los
coliseos madrileños del Príncipe y de la Cruz. Yo debuté en aquél el 23 de
abril de 1788, a las órdenes de la célebre María Bermejo, rival un tiempo de “La
Tirana”. Me asignaron un sueldo de nueve
reales por función. Desempeñé un papelito de confidente en “Hipermnestra”,
tragedia horrenda de Lemiérre, vertida al castellano más enfático por Olavide.
Obtuve entonces los primeros elogios a mi labor artística, tributándomelos don
Cándido María Trigueros en el Diario de
Madrid. Recuerdo al pie de la letra tales alabanzas… “La Luna, que hace el papel de
confidenta, cumple de modo que agrada, y debe mirarse como a una niña que,
además de presentar buena figura, da muchas señas de tener el corazón en su
lugar, y con ellas la esperanza de ser algún día una excelente actriz,
principalmente si alguna persona inteligente y sin resabios se encarga de su
instrucción teatral.”
-¿Y encontraste esa persona inteligente capaz de aquilatar tus méritos?
-La encontré. Durante la primavera de 1789 trabajé en el teatro del Real
Sitio de Aranjuez, ante sus majestades y la corte. Y el primer ministro, conde
de Floridablanca, me manifestó su admiración y me concedió su afecto,
proporcionándome inmediata colocación, de plantilla, en el Coliseo del
Príncipe. Desde 1790 fui en éste y en el de la Cruz, por temporadas, una
segunda dama. La primera y famosísima era María del Rosario Fernández, “La
Tirana”, ya viuda ilustre de su gloria, que me manifestó inquina y envidia como
sabiéndome su inapelable sucesora. Me fue fácil desplazarla. En 1793 era yo
reina absoluta de la escena española, mucho más partidaria del ardiente teatro
romántico español del siglo XVII que del gélido y enfático teatro neoclásico
afrancesado. Ganaba cincuenta mil reales por temporada, se me concedió un día
de beneficio –que me producía alrededor de los mil doblones- y recibía seis mil
reales del “fondo de decoraciones” y veinticinco mil más por partido y ración.
Si quieres darte cuenta hasta que punto fui ídolo teatral de mi época, repasa
las noticias en los periódicos de entonces: el Diario y la Gaceta, de
Madrid; el Mercurio de España, el Memorial Literario, el Correo Mercantil… También es detalle de
mi fama que Goya me pintara dos retratos: uno de ellos, cuando ya estaba
retirada de la escena, enlutada, canosa, melancólica. Y el otro, el mejor y muy
anterior, que me representa en el campo vestida de blanco y sentada; cerca de
mí un perro en actitud de ladrar, y una inscripción redactada por el autor: “Los perros ladran a la luna, porque no la
pueden morder”, La inscripción estampada por Goya, se refería a las muchas
envidias que el exquisito arte de la malagueña
había suscitado en su tiempo.
El trébol de cuatro
hojas
-Dime, Rita Luna, ¿es posible, según hoy se jura, que no supiste amar,
que no quisiste amar, que te llegaste a la muerte con tu tierra seca y yerma?
-Es verdad… y no es verdad. Me amaron con ansia inútil muchos y famosos
amadores. ¿Deseas los nombres de algunos de ellos? Goya, Isidoro Maíquez, Juan
Bautista Arriaza, Fernán Núñez… Y yo también amé apasionadamente, inútilmente,
una sola vez y para siempre. Pero es cierto que salí de esta vida con mi tierra
seca y yerma. ¡Defendí la virginidad de esta tierra con fiereza, sin debilidad
alguna, sin un momento de cansancio o desilusión! ¡La defendí para cuando
llegar el único, el inmenso amor que yo juzgara digno de fecundarla!
-¿Y no llegó?
-¡No llegó! Pudo llegar… porque existió y porque tuvo obsesión por
acercarse a mí.
-¿Fue tal amor fracasado la causa de tu pronta retirada de escena?
-Primero fue la causa de mis grandes triunfos escénicos. Su estímulo doloroso
en la desesperanza y gozoso en el anhelo dio los mejores acentos a mi voz, las
más abundantes lágrimas a mis ojos, la más patética ternura o el más fiero
respingo a mis gestos y aptitudes. ¡Aquel amor inmenso que no acababa de llegar
ni de irse fue el motor perfecto de mi carrera teatral! Mientras mi amor tuvo
en mí materia para incendiar… ¡nadie pudo competir conmigo, ni de lejos, en
interpretar todos los incendios de la pasión!
-Pero dime, Rita Luna, ¿por qué te retiraste de la escena en plena
juventud, en plena apoteosis, cuando eras centro de amores y de admiraciones
casi inconcebibles?
Málaga, 1770 -
El Pardo (Madrid), 1832
-Nunca tuve una decidida vocación teatral. Llegué a la escena cuando aún
era niña, de la mano impulsiva de mi padre. Aprendí antes a representar vidas
ajenas que a vivir la mía. Un amor propio, desmedido quizá, me libró de la
mediocridad. Sólo sabiendo cómo se puede interpretar lo que no es nuestro –pensé-
llegaré a identificarme con mi propia personalidad y daré cara resuelta a mi
particular destino. Cuando me enamoré tarde mucho en entender si aquel afecto
era para representado o para vivido. Y, contrasentido o paradoja, como tú
quieras, sangrando mi corazón, deshechas mis ilusiones, mi odio al teatro, me
sirvió de acicate para volver a él con un ardor furioso. Con las penas de los
personajes que fingía ahogaría mis penas. Haciendo como que vivía sus amores
paladearía el mío. Antes de cumplir los treinta y ocho me retiré. ¿Por qué? Ya
había muerto en mis brazos el hombre amado. Muerto él…,¿cuál podría ser el
motor de mi arte? Una pasión entreverada con la angustia puede galvanizar cada
intento dramático. Pero un perdido amor no sirve sino para devolvernos a
nuestra vida real. Temí fracasar ante el
público. Y decidí no fracasar ante mí. Por ello me aparté del teatro y me alejé
de Madrid. Ya para siempre iba a ser yo actriz y público de una ignorada
tragedia. Me convenía que yo público
rubricara el entusiasmo por yo
actriz. De la vida del teatro pasé al teatro de la vida. Viajé por toda España.
Y me escondí en Málaga, en Barcelona, en Toledo, en Aranjuez, en El Pardo,
devorando como Saturno a sus hijos, mis hijos: melancolía, desesperanza, desilusión,
recuerdo obsesivo.
Si algún mortal tan
insensible vive…
-Hemos llegado, Rita Luna, al punto candente de mi curiosidad. ¿No
quieres decirme quién fue él?
Rita Luna se levantó y
acercó con pausa hasta el mismo borde del escenario. Y como yo me levanté
también, hubiéramos podido unirnos por las manos. ¡Tan cerca estábamos el uno
del otro!
-¿Para qué decirte su nombre desvelando mi secreto maravilloso? Llámale
Manuel. Pertenecía a una nobilísima familia, que siempre se opuso con saña a
nuestras relaciones. Fue médico de la Real Casa. Nos conocimos en Aranjuez,
cuando yo, cumplidos mis dieciocho años, representé en el teatro de aquel Real
Sitio.
-¿Y fue suficiente la oposición de la familia para alejarle de ti?
-¡Oh, no! Manuel sufrió mucho. Le atormentaron los celos y las dudas.
Sabía él la inmoralidad en que vivían los comediantes. Y luchaba por clavarse
en el alma la seguridad de que yo era honesta. Alguien urdió una infernal treta
para separarnos. Cierto día, en que él llegó a Madrid decidido a proponerme el
matrimonio, yo había ido a la quinta de Gota que poseía a orillas del
Manzanares para que pudiera continuar el retrato que me estaba pintando.
También acudido al mismo lugar mi desdeñado pretendiente Isidoro Maíquez, gran
amigo del artista genial. Entre Isidoro y yo hubo una escena violenta, que
Manuel, instigado por unos amigos, presenció cómo muda desde el camino, en la
oscuridad y a través de una ventana. Engañado con las apariencias creyó en mí
rotos amoríos con Isidoro y, desesperado, marchó hacia Ultramar. En distintos
países de la América española pasó varios años, alcanzando mucha fama y una
gran fortuna.
-¿Y por qué regresó a España?
-Regresó porque se encontraba muy enfermo. Deseaba morir en su patria y
luego de haberme visto. Al llegar a Madrid lleno de miedo, preguntó a mi fiel y
caballeroso adorador Arriaza por mis amores con Maíquez. Arriaza le escuchó
asombrado, irritado, indignado. ¿Amores entre Rita Luna y Maíquez? ¡Antes se
juntaran el fuego y el agua! Y lleno de persuasión, el poeta famoso contó a
Manuel mi auténtica vida, mi soberana virtud, mi apasionada fidelidad, y
jurándoselo por su honor y como testigo de mayor excepción, pues que él –Arriaza-
figuraba entre los pretendientes rechazados una y mil veces. Manuel pretendió
reanudar nuestro idilio, casarse…Pero ya era tarde.
-¿Por qué?
-Manuel estaba herido de muerte. Murió a los dos meses de llegar a
Madrid. Murió en mis brazos. Su última palabra fue mi nombre. Su última mirada
me afirmó, por fin, su fe absoluta en mí.
-¿Qué tuyo se salvó de aquel naufragio en tierra?
-Sólo mi fe religiosa. Porque hasta me falló por segunda vez esa
creencia de que un dolor inmenso puede matar. Y nada, ahora, puede resucitar
para ti, con tanta emoción, mi estado de ánimo de entonces con unos versos
famosos que la posteridad conoce aplicados a un busto mío en mármol. Escúchalos…
Rita Luna se transformó
súbitamente, como si estuviera en el escenario de sus apoteosis ante un
auditorio enardecido, para recitar con su mejor acento y sus gestos y ademanes más
felices estos versos:
Si algún mortal tan
insensible vive
que de esa tu expresión siendo testigo
dolor igual al tuyo no recibe,
no le pidas al cielo otro castigo
sino el mismo rigor, que le prohíbe
el dulce bien de suspirar contigo…
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Terminada la recitación,
Rita Luna, en el centro del escenario, quedó como una estatua, aún caliente, de
sí misma. Y a mí me pareció inexplicable que aquel escenario no apareciera
iluminado y decorado barrocamente, y que no cayera el telón sobre aquel
admirable “fin de acto”, y que no estallara una ovación ensordecedora en torno
mío….
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Saín de Robles, Fernando Carlos, Enigmas
de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo,
1963.
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