viernes, 16 de marzo de 2018


RELACIÓN E IGLESIA

EN

EL PENSAMIENTO DE “EL QUIJOTE”

ORTODOXIA INEQUIVOCA Y SINCERA.

El espíritu genial, que albergó la concepción prodigiosa y el alumbramiento feliz de un libro sin par, debía tener y tuvo firme, profunda, fervorosa y sincera convicción religiosa. Penetró muy hondo con su observación psicológica en las flaquezas de la condición humana, y no podía admitir que las criaturas, con sus limitaciones y miserias, ocuparan la cumbre en la escala de los seres; sobróle entendimiento y faltábale soberbia para negar, o siquiera poner en duda, la existencia de Dios; hubo de sentir el soplo y el aliento de la inspiración con inefable estremecimiento de gratitud; y la gloria inmortal, recibida como don, querría volver como ofrenda, atraída y postrada ante la gloria eterna.

            Inteligencia tan poderosa podía llegar a la relación de la vida terrestre con la eterna, y con ello al vínculo religioso, por el solo auxilio de la luz natural, capaz de ello según el pensamiento que pone en boca de Cide Hamete Benengli, filósofo mahomético, cuyo nombre toma. Pero además la inclinación religiosa nació encauzada dentro de la paterna y católica fe, y en ella se mantuvo y avivó, favorecida por causa análoga y cercana a la que históricamente dio tesón y apasionamiento singulares a la religiosidad española.
            Los años de dura prisión en Argel representaron, dentro de los sietes decenios incompleto que vivió Cervantes, algo parecido a lo que significaron los siete largos siglos, casi ocho, transcurridos para el alma colectiva española desde Pelayo a los Reyes Católicos. Durante meses y años, que habían de hacérseles interminables, los cautivos en Berbería, sometidos a brutal esclavitud, apenas mitigada por la esperanza codiciosa del rescate, luchaban y sufrían para reconquistar goce de libertad, culto y suelo patrio, ansias fundidas en un solo anhelo; y en tal situación de ánimo vivió Cervantes desde el cautiverio, qué fue su Guadalete, a la redención, donde encontró su Granada.
            Sincera y explicable psicológicamente es la constante protesta de fe, que aparece con frecuencia en labios de los dos protagonistas, matizada por expresiones y sentimientos, que corresponden a los diferentes caracteres y culturas. Nada de extraño tiene que don Quijote (cap. XIII) equipare la religión con las armas, y aún reconozca cierta primacía de dificultad en éstas, porque eso en él, dada su exaltación, equivale a realzar la estima de la fe. Incluso cuando atropella en una de sus locuras al bachiller López (cap. XIX) hace protestas de ser viejo y buen cristiano, y tranquiliza su conciencia por la ignorancia previa de que la víctima hubiese recibido las primeras órdenes. Sensata y ortodoxa es la condenación de la hechicería y de sus falsedades y engaños, hecha en el cap. XXII, el de los galeotes, en términos de justa severidad, muy en contraste con la benevolencia y disculpa hacia la tercería de los alcahuetes, como oficio necesario en toda república bien organizada. En la ardua cuestión de la fe y las obras, don Quijote toma partido resueltamente, considerando aquélla muerta sin estas (cap. L). No aparece el ingenioso Hidalgo con intenciones muy respetuosas cuando al servicio del amor, y en una tercería desinteresada y platónica, por él siempre disculpada se ofrece a sacar de un convento, sin respeto a la autoridad de la abadesa, a una joven allí recluida; pero el propósito no pasa de una oferta, y a bastante más había llegado en eso de atropellar la clausura de las monjas el aristócrata don Fernando, según el relato que aparece en los capítulos de la acción novelesca mientras se desarrolla en la venta. El mismo capítulo LII pudiera alarmar a algún espíritu suspicaz y timorato, presentándonos a don Quijote algo irreverente, al atropellar y disolver la procesión de los disciplinantes; pero téngase en cuenta que él acomete, creyendo que se trata de una proeza caballeresca, e ignorante de que aquello es una procesión,, pues cuando se da cuenta aun fuera de los actos de culto, de estar frente a imágenes de santos muestra respeto y fervor, cual se ve en el episodio. También debemos observar que aquella procesión de los disciplinantes era una rogativa, forma la más codiciosa y menos pura del culto, constitutiva en sí muchas veces de irreverencias, o por lo menos a ellas ocasionada, y como tal merecedora de poco respeto en la literatura, pudiendo citarse como ejemplo las agudezas de Quevedo acerca de los infortunios de quien es el rigor de las desdichas: “Como a santo de milagros –me sacan por las aldeas: -si quieren sol abrigado –y desnudo porque llueva”. Aunque don Quijote suele envanecerse de sus éxitos, reconoce en el cap. VIII de la Segunda Parte que siendo, cual se proclama, cristiano y católico debe estimar la gloria de los cielos más que la fama de la tierra y en el mismo capítulo aparece como credo y norma de la caballería una glosa de los siete vicios y de las siete virtudes cual norte y guía de sus empresas. Entrando en disquisiciones teológicas, y frente a las supercherías de maese Pedro con el auxilio de su mono amaestrado, don Quijote (II, cap. XXV) limita el poder diabólico al pasado y al presente, reservando con la plenitud de eso tiempos el futuro sólo para Dios, en quien todo es actual; y en el capítulo XXVIII, llegando a concesiones duras para su temperamento y profesión, acata el deber de amar a los enemigos y declara suave y llevadera carga la ley de Jesucristo. La ortodoxia de don Quijote está condensada al dar como primer consejo a Sancho (II, cap. XLII) que en el temor a Dios está el principio de toda la sabiduría; y nos enteramos de que lleva siempre un rosario para sus devociones. Por último no nos sorprenderá que el bueno y loco caballero extienda la protección de sus armas a los espíritus en pena del otro mundo.
            La fe de Sancho está expresada naturalmente con otros rasgos de ingenuidad, en que se descubren imperfecciones opuestas por el velo de su incultura, o más bien tirones de necesidad que siente y recibe de su pobreza. Así, cuando siente y loa el amor a Dios suma dentro de aquél las conveniencias de la esperanza humana. Muchas veces y con señalada reiteración, hace el escudero protestas de ser cristiano viejo; y para que su ortodoxia no suscite recelo, ni en el más suspicaz inquisidor, declara creer en todo lo que manda la Iglesia y sentir enemiga inconciliable hacía los judíos. Y con aciertos de intuición religiosa y moral, afirma la superioridad del santo sobre el héroe, aunque ello motive distingos o salvedades por parte de don Quijote; y en su admiración por los santos se arroja al suelo desde el rucio para besarle la mano al Caballero del Verde Gabán, cristiano con llaneza y sin engreimiento, en quien descubre el primer santo a la jineta. Cumplida su ilusión de ser gobernador, prefiere a serlo en el infierno, seguir siendo el pobre Sancho en el cielo; expresa en ser parte esencial de su programa de gobierno el respeto a la religión y a la honra de los religiosos; y con sutil y severa distinción, que en él sorprende, considera que las hambres sufridas en Barataria por imposición de Pedro Recio, como en él no eran voluntarias, servían de sufrimiento pero no tenían mérito de penitencia.
            A la cuenta de servicio y defensa de la fe, y no de irreverencia contra la misma, deben ir los ataques dirigidos contra las explotaciones de la credulidad y devoción de los fieles. Cuando Sancho incluye en sus ordenanzas de buen gobierno, la prohibición de que canten milagros los ciegos sin la autorización eclesiástica; también nos descubre en los tudescos acompañantes de Ricote la industria de la peregrinación fingida, que iba a buscar la piedad española para comer, beber y divertirse, mediante una emigración de temporada, con propósitos de regocijo y lucro y máscara de piedad.

LA INQUISICIÓN.

            Las mismas causas, la innata y la circunstancial, que mantuvieron vivo el fervor religioso en el espíritu de Cervantes, debían llevarle a no sentir ni mostrar simpatía, y sin tan sólo temor, hacia la Inquisición. Quien siente, ama y respeta la espiritualidad noble y espontánea de la fe no puede querer verla impuesta por la violencia de terribles, externos y autoritarios castigos, que pretender imponer y arrancar convicciones, forzando a la ficción y al disimulo, sólo escrutables por Dios, que es el centro, el principio, el fin y el objeto del culto, y no la autoridad temporal del Estado. No podía ver en la Inquisición un dogma, y si un hecho histórico, circunstancial, una institución político-religiosa, que si buscaba criterios y jueces de Iglesia, encontraba medios y conveniencias de gobierno, cuando de éste mismo no venía la iniciativa al servicio de sus propósitos. Por otra parte, su prolongado cautiverio en Argel le hizo conocer, y quizá él mismo la sentiría, tribulaciones de sus compañeros de cautiverio, temerosos de ser perseguidos todavía cuando lograren la anhelada liberación, por delaciones de enemigos rencorosos o por celo suspicaz de los inquisidores ante la más leve apariencia de contaminaciones, impuestas en el cautiverio por la fuerza, o aparentadas como medio de salvar la vida. Debía causar espanto entre los cautivos la perspectiva de que, cuando por fin recobrasen la libertad de fe y patria, se verían molestados dentro de ésta y en nombre de aquélla, por un eventual pero temible juicio de reducción: es decir, que el rescate y la repatriación, en vez de significar alegría definitiva, la nublaban con la amenaza de una tortura espiritual, que podía también serlo materialmente, ya feroz en el desenlace del fallo, recaído en proceso, ya cruel como trámite de éste para eficacia durísima de la indagatoria.
            Tuvo sin embargo el Quijote, obra siempre inspirada por la prudencia, la cautela de evitar el choque y aun el razonamiento con la Inquisición. Aquella prudencia está reflejada en el capítulo IX de la segunda parte, cuando don Quijote, a pesar de ir por única vez en busca de Dulcinea, se detiene frente a la parroquia del Toboso, y dice simbólicamente: “con la iglesia hemos dado”. Menos todavía que con el humilde templo parroquial del Toboso quiso topar el Quijote con la terrible y mortífera fortaleza inquisitorial, alzada en las afueras, pero en las proximidades de los templos. Por lo mismo procuró evitar el choque, y llevando las precauciones al exceso, nombró lo menos posible a la institución, para disminuir las ocasiones, pero tampoco dejó de citarla, a fin de que el silencio no inspirase recelos; y completando las cautelas defensivas, hizo protestas en el Prólogo de la segunda parte de su respeto para un sacerdote, que además era familiar del santo Oficio.
            Resulta exagerado, y aun del todo infundado, suponer como propósito fundamental del Quijote la enemiga hacia la Inquisición. Esa idea general es otra muy distinta, si bien luego, y como uno de los propósitos incidentales, la obra aprovechó y aun buscó la ocasión para mostrar desvío hacia el formidable poder inquisitorial, sin caer por ello en sus garras. Por lo demás, tenía Cervantes demasiado buen criterio para traspasar el ambiente de su época y cometer la vulgar injusticia de otros tiempos, culpando de intolerancia solamente a España. Él sabía que eso no era cierto; que precisamente durante la Edad Media la convivencia española con moros y judíos escandalizó a los cristianos de otros países europeos; que en todas partes, al comienzo de la Edad Moderna hubo intransigencias y represiones durísimas, como la patentiza el caso de Miguel Servet, escapando de la intolerancia española, para caer bajo la protestante ginebrina; y que la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, tan recordada y reprochada durante siglos, ni ha sido ni con mucho la mayor desventura del pueblo errante, habiendo podido conservar los sefardíes un recuerdo de cariño a España, que difícilmente tendrán los descendientes de los perseguidos y martirizados en otras partes, en medio de orgullosas civilizaciones del siglo XX. El Quijote, que no es ni podía ser un mitin anticlerical de las revoluciones modernas, se limitó prudente a evitar el choque con la Inquisición, y a transparentar sin embargo, para criterios más libres y serenos de tiempos venideros, que el autor no sintió adhesiones de simpatía hacia aquella institución. Su prudencia no es censurable; él no profesaba en Teología, ni por cátedra ni por estado monacal, y no venía obligado a la resignación perseverante de fray Luis de León; y aunque hábil dialéctico no estaba tampoco Cervantes en el caso de Huarte, el famoso médico de Linares, autor de una obra didáctica y no literaria, más psicólogo que anatomista, con estudios y gustos teológicos, casi complacido al utilizar sus dotes de polemista en la esgrima arriesgada y serena con la Inquisición, aparentando aclarar y ceder en la segunda edición del “Examen de ingenios”, cuando lo que hacía era mantener y reforzar todo lo que había dicho en la primera.

CULTURA E INFLUJO SOCIAL DEL CLERO

Advierte ya el prólogo del Quijote que no es buena usanza literaria mezclar lo divino con lo humano, y en armonía con tan sensato criterio estas otras cuestiones no aparecen confundidas con los dogmas, puesto que no lo son ni con ellos se identifican, y sí están observadas y reflejadas con exacta y serena apreciación como hechos de realidad social. En la época de esta novela subsistía aun para el clero, con excepciones que iban siendo cada vez mayores en favor de los seglares, el largo privilegio que desde la Edad Media tuvo esa clase social dentro de la cultura, señaladamente en lo humanista y literario. Cervantes refleja esa realidad indiscutible, todavía entonces subsistente, a pesar de ir ya apareciendo, y cada vez más, figuras de primera magnitud, como la suya propia, entre los que llamaremos seglares, puesto que la expresión de legos induciría a equívocos absurdos de incultura, y la de laicos traería otras confusiones con el significado de la palabra dentro de los apasionamientos políticos del pasado siglo y aun del presente. Esa realidad es tan indiscutible que para ello basta fijarse en nuestro teatro clásico, tema de verdadera obsesión para Cervantes, y dentro del cual aparece abarcado por la profesión religiosa el triángulo mayor de Calderón, Lope y Tirso, y aun figura Moreto dentro del menor, todo ello en el género más lejano del estado eclesiástico. Esa fue la realidad histórica, que luego se equilibró pronto, para desnivelarse en definitiva en sentido inverso, o sea por predominio más moderno de los seglares dentro de la cultura general y literaria, a su vez con excepciones eclesiásticas cada día más raras. Porque fue el clero durante siglos la clase más culta de la sociedad, explícase que las Leyes de Indias llevaran el libro primero, dedicado a la Iglesia, lo referente a publicaciones y estudios, sin abdicación del poder temporal, que se mostró bien celoso en la defensa de todas sus regalías, desde la raíz del Patronato al uso del pase regio. Porque así sucedían las cosas, y no porque debieran seguir sucediendo siempre, el Quijote proclama la erudición del clero desde el Prólogo mismo, en que cita con sorna la autoridad erudita de un prelado para hablar de rameras. Desde los primeros capítulos, aparece un retrato elogioso del cura del lugar, hombre docto, culto, y no supersticioso ni fanático. Aunque el pueblo de don Quijote y Sancho aparece citado con categoría variable entre lugar y aldea, y su curato no podía ser gran prebenda, el licenciado Pero Pérez, que la desempeña, con nombre y apellido de los más corrientes, aparece como autoridad literaria, ya en el donoso y grande escrutinio de la biblioteca de don Quijote, ya en los dichos y apreciaciones que formula cuando la acción se desenvuelve en la venta. Buscando mayor jerarquía eclesiástica surge el canónigo de la iglesia primada toledana, con el cargo ocasional pero ostensible de ser quien defina la preceptiva cervantina en literatura.
            El influjo social del clero fue debido en gran parte a esa preeminencia de cultura, pero en términos menos absolutos, según las calidades, conducta y acierto de cada eclesiástico. Aparecen elogios, tácitos pero inequívocos, en favor del ya citado clérigo, o sea del cura por antonomasia dentro del Quijote, cuando aquel, con discreta y eficaz autoridad, desenlaza en libres matrimonios los conflictos amorosos que enfrentan a Dorotea, don Fernando, Luscinda y Cardenio; y también hay elogio expreso para el otro cura, que como varón justo y prudente consigue que no acaben como tragedia las proyectadas bodas de Camacho. Pero en cambio hay censura, y muy violenta, cuando con destemplanza, insólita en la cortesía de don Quijote, se ve éste obligado a arremeter, en presencia de los duques y en la mesa de éstos, contra “un grave eclesiástico, de estos que gobiernan las casas de los príncipes; de estos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar como lo han de ser los que lo son; de estos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; de estos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables”. La mesura general del libro no se altera con destemplanza semejante ni siquiera cuando alude a Avellaneda, y quizás hacia éste apunte la descarga, si se tiene en cuenta que el palacio de los duques estaba en Aragón, que la sospecha de Cervantes iba contra un clérigo aragonés, y que el autor del falso Quijote debió tener puesto al lado de algún poderoso, por respeto al cual dejó Cervantes un poco paralizada también su mano derecha, sin escribir claro descubriendo la acusación.
            Con la situación social dl clero, secular o regular, guardan relación algunos otros pasajes; como, donde se hacen alusiones intencionadas al buen repuesto de víveres con que solían viajar los eclesiásticos, y mejor vida que se daban: cuando sospecha don Quijote que no faltarán alimentos en la casa de un ermitaño, si bien corrige la malicia, disculpando el disimulo como mal menor que el escándalo; y donde al hablarse del cura, que según don Quijote tiene puntas y collares de poeta, insinúa Sancho que es aquél alegre y aficionado a holgarse, añadiendo socarrón el comentario de que no estaría bien tuviere pastora, si se decide a acompañarlos en las nuevas aventuras de égloga. Todos esos arañazos reflejan una evidente relajación de severidad en votos y costumbres, reconocida oficialmente en la necesidad de la contrarreforma, y en la canonización de los reformadores de las órdenes relajadas, entre los cuales y en preeminente lugar figuró Santa Teresa de Jesús. Tirso, siendo fraile, hizo proverbial el tipo del canónigo “que siempre llama a Dios bueno al acabar de comer”.

LIBERTAD DE CONCIENCIA

Otra vez vuelven a influir las causas y razones a que hemos aludido en este capítulo, para explicarnos la hábil y resuelta defensa de la libertad de conciencia. La tesis está puesta en labios del morisco Ricote, que interviene tan solo con el encargo de formular los principios que podían parecer más atrevidos en asuntos políticos-religiosos. Muy claramente, aunque de pasada, expresa su pensamiento Ricote al decir que de Italia pasó a Alemania “y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas; cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia”. No hay más, pero era suficiente, y aun pudo haber el temor de que resultara excesivo y arriesgado. En previsión de ello, y como el Quijote a cada atrevimiento lo acompaña y protege una precaución, existió la de confiar el papel a un personaje secundario y de poco aprecio, a un morisco proscrito situado en rigor fuera de la ley. La defensa podía alegar que eso no era pensamiento del autor, ni siquiera palabras de los protagonistas y si de un sospechoso poco o nada respetable.
            Sin duda, la firme y ferviente creencia religiosa del autor lo llevó a desear, como respeto a las convicciones de los demás, la libertad que para la suya anhelaba, pero además contribuyó a hacerlo partidario de la libertad de conciencia su cautiverio en Berbería. Si allí pudo seguir siendo cristiano, fue sin duda por el principio de tolerancia coránica, negada a los idólatras o politeístas, pero aplicada por Mahoma a “las gentes del libro”, o se de la Biblia, es decir, a judíos y cristianos. Seguramente la tiranía de los piratas argelinos olvidaría muchas veces ese respeto pero en la contradicción debía quedar gratitud para el principio y censuras para sus infracciones.
            A otras observaciones profundas o sagaces respecto del proselitismo entre mahometanos, cuestión inseparable de la libertad de conciencia, llega el Quijote, y siempre bajo el influjo del cautiverio argelino. Los malos recuerdos de éste nos explican rencores, al presentar como prototipo de falsedad los milagros de Mahoma, pero entre esos recuerdos quedó la observación sutil, a la irreductibilidad de los mahometanos para dejarse convencer mediante citas, acotaciones o argumentos de las Santas Escrituras. Es cierto que las conversiones al cristianismo más raras y difíciles han sido las de moros, y ello se explica, porque a diferencia de los idólatras o paganos, para quienes el cristianismo ha significado novedad absoluta y nes de santos destinadas a un retablo, y ancristianos y judíos, habiendo intentado Mahoma ser el continuador o reformador definitivo, con lo cual procuró ya inmunizar a sus fieles contra el riesgo de conversión, haciéndoles creer que el Corán había representado respecto de la Biblia adelanto parecido al que supuso en relación con la incultura y superstición de las tribus árabes al tiempo de aparecer Mahoma. Por lo mismo es más fácil la conversión al cristianismo de un judío, para quien cronológicamente la religión cristiana es el avance, mientras que para el musulmán, en ese mismo orden cronológico, marchar desde el Corán al Evangelio le parece que es retroceder, por estar imbuído de que aquel supuso una perfección.
            Sagaz es también otra observación del Quijote, cuando al final aparece en Barcelona la hija de Ricote e iniciada ya por el capitán cautivo, cuándo éste refiere la historia de Zoraida, anhelosa de ser cristiana, sacrificando para ello riqueza, bienestar y afectos. Notó Cervantes que las moras eran mucho más fáciles para la conversión, del propio  modo que según él las moriscas llegaron a ser más sinceras y mejores cristianas que los moriscos; y una vez más su observación tenía hondo fundamento, porque la mujer ocupa en lo social como en lo religioso, y en esto desde el dogma al culto, posición incomparablemente mejor dentro de la religión cristiana que en la de Mahoma, pese a alguna interpretación que sobre la patria potestad materna haya podido establecerse, basada en la conducta y palabras del Profeta. Evidentemente la mujer ha sido la muralla más débil y asaltable dentro de la fortificación mahometana contra el proselitismo; y tal vez a ello, y no solamente a exclusivismos sexuales del hombre, obedezcan los velos, antifaces, celosías, harenes y serrallos de las sociedades musulmanas. La aproximación de estas a la cultura occidental cristiana ha tenido y tendrá dos auxiliares principales: la comunicación entre las mujeres de una y otra civilización y la universalidad progresiva del Derecho Público, que ha obligado a legislar a los Estados mahometanos, rompiendo por ley del tiempo y de la vida la petrificación del Derecho-Dogma.

ADMIRACIÓN HACIA SAN PABLO

            Don Quijote encuentra las imágenes de santos destinadas a un retablo, y ante la que reproduce a San Pablo, y refiriéndose a la conversión de éste le dice a Sancho: “Este fue el mayor enemigo que tuvo la iglesia de Dios nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás. Caballero andante por la vida, y santo a pie quedó por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuela los cielos, y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo”. La exaltación de Don Quijote ante Santiago o San Diego Matamoros no puede extrañarnos, pero impresiona más, aun siendo tan justificada y merecida, la admiración máxima tributada a San pablo. A ella pudo llegar Cervantes por luz natural de su entendimiento, ya que la gigantesca figura del Apóstol de las gentes ha impresionado tantas conciencias durante veinte siglos, al extremo de que algunos espíritus esclarecidos, han proclamado que frente a San Pablo se hallaban a la vista de una de las representaciones más grandes de la humanidad. La condición de artista de las letras pudo llevar también a Cervantes a sentir admiración; y en tal sentido bastará recordar que unos cuantos destellos de San Pablo, reflejados por Manzoni en fra Cristóforo hicieron de este personaje la figura moralmente más grande de “I promessi sposi” y también la más artística, colocada en este último aspecto encima y cerca de la del Innominato. Desenvolviéndose la Teología cristiana durante trece siglos, cuyas tres principales y acordes cumbres fueron San Pablo en el Nuevo Testamento, San Agustín en la Patrística y Santo Tomás de Aquino en la Escolástica. Desde la primera a la última llega una corriente de influjo y retorna otra de admiración, pasando ambas por San Agustín, y hermanando a las tres almas por el poderío de la inteligencia y la exaltada intensidad del sentimiento. Para Santo Tomás es San pablo el Apóstol por antonomasia, como San Agustín el Doctor y Aristóteles el Filósofo.

JUICIO, CASI PRESENTIMIENTO, SOBRE LA IGUALDAD ANTE LA MUERTE
            Cuando Don Quijote recuerda las impresiones de su encuentro con los cómicos del carro o carreta de las Cortes de la Muerte, habla por labios de él, dirigiéndose a Sancho, la obsesión de Cervantes por el teatro, y haciendo una comparación entre éste y la vida, le dice el caballero al escudero: “lo mismo acontece en la comedia y trato de este mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, quedan iguales en la sepultura”. Sancho, que ha ido educándose en el trato con Don Quijote, responde a éste: “¡Brava comparación! Aunque no tan nueva que yo no la haya oído muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar la vida en la sepultura”. Los dos criterios representados en el Quijote vienen así a coincidir sobre la vanidad de las glorias humanas y la igualdad final ante la muerte. La Segunda Parte del Quijote fue publicada poco antes de la muerte de Cervantes, de modo que si éste no se hallaba todavía “puesto ya el pie en el estribo…” debía enfrentar en sus presentimientos la proximidad, cuando no los preparativos, del gran viaje; y parece como si hubiese presentido lo que iba a ocurrirle a él mismo. Pocas glorias tan extendidas e inmortales como la suya, pero también pocos casos de oscurecimiento más igualitario mediante la muerte, porque si bien sabe todo el mundo sin posible duda que el autor del Quijote está enterrado en el pequeño convento de las trinitarias, sito en Madrid en la calle que hoy se llama Lope de Vega, no ha podido ni la más paciente investigación de algún erudito señalar cuáles sean aquellas cenizas, y distinguirlas de las demás allí conservadas, y por ello ha habido necesidad de extender a todas, aun a la de los seres más vulgares, el cuidado, la veneración y la celebridad debidos a los restos del inmortal escritor. Acertó Cervantes respecto de sí mismo en aquel presentimiento, pero no del todo. Ha habido igualdad, más no indiferencia ni desconsideración; nada de nivelación inferior en fosa común, que desciende en el olvido y profana en la mezcla, y si superior en la incertidumbre de solidaridad no deslindable, ascensional hacia la inmortalidad, reverente en la conmemoración.

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Alcalá Zamora, Niceto, El Pensamiento de “El Quijote”, Buenos Aires, Editorial Guillermo Kraft Ltda, 1947.



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