MÉXICO
PINTORESCO
ARTÍSTICO
Y MONUMENTAL
DE
MÉXICO A TOLUCA
En una distancia recta
de treinta millas tenemos que ascender a una altura de cuatrocientos once
metros sobre el nivel del Valle de México. Se recorría hace un año el camino
carretero que une la capital de la República y la del Estado de México, en
coche o diligencia, y ahora el viajero es conducido a impulso de vapor.
Antes del establecimiento del ferrocarril, el que iba a
Toluca encontraba en primer término a Tacubaya y en segundo el pueblecillo de
Santa Fe, fundado por el Illmo. Vasco de Quiroga en la época de la segunda
audiencia; este pueblo es antiquísimo y ya hoy está reducido a pocas casitas
que no pueden dar idea de lo que fue. El ilustre obispo se determinó a la
fundación, para establecer en ella la primera casa de cuna, en la que fueron
recogidos los muchos niños abandonados por las madres que los dejaban en las
barrancas o en los caminos, para que fueran devorados por las fieras, acciones
bárbaras provenidas del horror u el odio con que miraban los indígenas a los
militares conquistadores, que exigían la servidumbre de tal naturaleza, que
muchos adultos se ahorcaban, a pesar del carácter sufrido y pacífico que
recomienda a esa raza; las madres, sorda a la imperiosa voz de la conciencia,
daban muerte con sus propias manos a los recién nacidos, creyendo piadosa tan
infame acción.
Dolióse el Sr. Vasco del gran número de niños que
parecían ahogados en las acequias y muertos en las calles, habiendo diversas
opiniones acerca de la causa que originaba tanta inmoralidad; unos decían que
las indias obraban exasperadas por la degradación y servidumbre en que vivían y
daban muerte a sus hijos para quitarles la triste vida que se les aguardaba;
otros que las madres por no querer criar a sus hijos los mataban; la verdad fue
que conmovido de tanta depravación el gran Vasco de Quiroga quiso remediar el
mal y edificó el hospicio e hizo saber que, quien no quisiera criar a sus hijos
los llevara a aquel hospital donde los mantendrían con cuidado y regalo dándoles
lecho, comida y vestido por todo el tiempo necesario.
En tales circunstancias fue sumamente benéfica la
fundación de la casa de cuna, pues salvó de la muerte a muchos miles de niños,
que allí fueron alimentados y educados. Santa Fe quedó erigido en pueblo,
dotado con un hospital para pobres, y desde que el Sr. Vasco fue obispo de
Michoacán entró aquella piadosa obra bajo el patronato del cabildo eclesiástico
de la ciudad de Valladolid.
Junto al hospital construyó otro edificio para colegio,
cuyas ruinas aún se notan; allí los niños y los adultos aprendían a leer y
escribir, canto llano, de órgano y todo género de instrumentos músicos, de
manera que fue como seminario de los indígenas que habían de ser destinados al
servicio de las iglesias. Junto al colegio estableció un hospital en que se
curaron los pobres, dividiéndolo y atendiéndolo de tal modo, que nada quedaba
de desear. Muchos años se conservó el edificio con pinturas antiguas admiradas
por los que visitaban el pueblo de Santa Fe.
Con el tiempo todas esas benéficas fundaciones acabaron,
el patrono permaneció en la inacción y después vendió las fincas y terminaron
las obligaciones. Si el viajero puede detenerse en esa pobre aldea, sabrán que
allí conservan con santo cariño la memoria de aquel prelado y le están todavía
tan agradecidos, que todos los años, el 10 de Diciembre, se han celebrado
honras en su memoria, para las cuales los vecinos contribuyen, sin excepción;
asisten de luto al templo, presentan ofrendas y por el llanto externan el amor
y la gratitud al bienhechor que lleva de muerto trescientos diez y nueve años,
pues falleció el 14 de Marzo de 1565.
El pueblo de Santa Fe se hizo célebre, no solamente por
haberlo fundado el oidor Vasco de Quiroga, sino porque lo doctrinaron los
religiosos agustinos bajo la dirección de fray Alonso de Borja. A ese pueblo se
retiraban los indígenas que ya convertidos, querían seguir una vida ajustada a
las reglas apostólicas; de diversas partes llegaban con sus familias y fueron
en tal cantidad, que excedió de doce mil el número de vecinos; al pasar hoy
frente a las chozas arruinadas de algunos pocos indígenas que permanecen en el
pueblo de Santa Fe, apenas se puede creer que haya llegado a tan desastrosa
situación, el establecimiento dirigido por los religiosos agustinos, fundado
por el ilustre oidor que después fue dignísimo obispo de Michoacán.
Este cristiano varón compró todas las tierras alrededor
del hospicio de Santa Fe y las repartía a los que se recogían allí, para que
las sembraran y sacaran el sustento para sus familias; el resto del tiempo que
les dejaban las labores, dedicábanlo a ejercicios devotos, de manera que
aquellos indios imitaba en algo a los frailes, viviendo de tierras comunes y
ocupándose en orar. Los agustinos encontraron en ese pueblo, la mies a
propósito para ejercitar sus obras, parecía aquella reunión un gran convento,
que algunas veces contó hasta treinta mil personas, entre las cuales
administraban los sacramentos y predicaban, pues habían aprendido en poco
tiempo el idioma mexicano; les enseñaban a cantar, rezar y otros ejercicios de
la iglesia; dirigíalos fray Alonso de Borja como si estuviera en un convento
cuyas ceremonias eran todas practicadas, sin omitir disciplina ni ayuno,
procurando que los indígenas se acostumbraran a la vida regular y estos
obedecían de buena gana pues son muy afectos a todo lo que toca al culto
exterior.
Quien vea hoy al pueblo de Santa Fe, no puede imaginarse
siquiera que allí al amanecer, se reunía todo un numeroso pueblo y rezaba la
doctrina cristiana, oía misa y sermón; acabado este se iban a sus casas al
desayuno y después a las labores, volviendo al templo los que no salían al
campo, a ocuparse en aprender o enseñar la doctrina; al toque de oración se
reunían todos por barrios, en las esquinas, al pie de las cruces que siempre
estaban adornadas de flores y ramas verdes, cantaban la doctrina y pedían
misericordia al Señor. Los viernes ayunaba toda la población y había disciplina
en la iglesia a prima noche, después de haber rezado las oraciones. Por esto
semejábase el pueblo de santa Fe, más bien a un convento que a población de
seculares, manera de ser que tenía muy satisfecho al Sr. Lic. Vasco de Quiroga,
quien residía en Santa Fe todo el tiempo que le dejaban libre los negocios de
la Audiencia. Edificó una casa en el sitio en que brotaba el agua que viene
para México, y se dedicaba a la oración bajo las frescas sombras, aspirando los
aires purísimos y al contemplar las aguas trasparentes en medio de un silencio
admirable. Así pasaba muchos días aquel esclarecido benefactor, en una
atmósfera de placeres espirituales. Cuando fue llamado a la mitra, tuvo que
dejar el pueblo que había fundado, pero en su memoria estableció otro en
Michoacán con igual nombre e idéntica organización.
En Santa Fe murió, después e muchos años de residencia,
el singular anacoreta Gregorio López, cuyos hechos llamaron tanto la atención,
no solamente en la Nueva España, sino aún en el extranjero, por haber seguido
abnegada y particular conducta; de costumbres inculpables y rara santidad era
admirado por todos; la tradición conserva algunos milagros que se atribuyen,
sobre los cuales dispuso una averiguación el monarca Carlos III. En compañía
del solitario Gregorio, estuvo el Padre Losa, quien, siendo cura de la Catedral
de México, lo dejó todo y se retiró a Santa Fe, e imitó las virtudes del
maestro; el recuerdo de ambos ha consagrado aquel sitio.
Los vecinos del pueblo cultivan algunas tierras
montuosas, comercian con carbón y maderas y poseen plantíos de magueyes, de los
que extraen muy buen tlachique. Las
siembras son en pequeño, pues el recurso principal de la población había sido
el ganar jornales en la fábrica de pólvora o en la fundición. En la barranca,
donde está el edificio que ha servido de fábrica, hay un hermoso bosque de
cedros muy antiguos, y de los muchos ojos de agua que allí se encuentran, se
abastece la capital de la República. En ese pueblo hubo la particularidad de
que el cura estaba a sueldo y pertenecía a la doctrina de la mitra de Morelia,
aunque dista solamente tres leguas de la capital; en nuestros días a pesar de
estar cercano a Tacubaya, se arruina cada día más.
Por ese rumbo se encuentra el Desierto, ruinoso y vetusto
monasterio de los carmelitas, situado en la serranía del oeste a cerca de siete
leguas de la capital. Entre los carmelitas se llamaba Desierto al sitio
aislado, sin comunicación fácil y comúnmente pintoresco, entre serranías,
escogido para fundar convento donde hicieran penitencia los dedicados a la vida
contemplativa. Muchos monasterios de esta especie fueron establecidos en
España. Un paseo a ese punto es verdaderamente agradable. Levantándose con la
aurora, se pasa el acueducto de Chapultepec y se continúa el camino hacia
Tacubaya y se asciende hacía las elevadas montañas del valle de Toluca. La
desnudez de la primera parte del ascenso es extrema, el cultivo está casi
limitado al maguey en la cercanía de las aldeas por allí esparcidas, o en las
riberas de los arroyuelos que mana dentro de las barrancas, con los que están
surcados los flancos de las montañas. En las lomas suelen encontrarse algunos
bosques que se pudieron salvar de la cautelosa destrucción de arboledas que
caracterizó la época de la conquista, circunstancia que influyó en el
enrarecimiento del aire y en la disminución de las aguas.
Tan luego que se pasa la aldea de santa Fe, se deja el
sendero que conduce a Toluca y se baja a una barranca, se continúa marchando
hacia el costado izquierdo durante algunas millas, por un camino quebrado y por
veredas estrechas y de vez en cuando por verdes praderas rodeadas de altos
montes; por fin se entra en el antiguo camino empedrado que es el que conduce
principalmente al Desierto, frecuentado en otras épocas por los habitantes de
la capital, que en ciertos días del año acostumbraban a visitar este monasterio.
Con la calzada ya no se guarda el cuidado que hubo en otros tiempos, está ahora
abandonada, a un lado se perciben grandes árboles con parásitas y muchas flores
que son características de esa zona y de la elevación a que está situado, cerca
del cual crece muy bien el pino. Es aquella, sin duda, la principal montaña de
toda la cadena que rodea al Valle de México.
La arquitectura de las ruinas, que atestiguan una obra
hecha poco después de la conquista, no se distingue mucho por su elegancia que
sin duda no guarda paralelo con la fuerza que quiso darle el arquitecto. La
distribución de las diferentes partes era la de todos los edificios monásticos
y el estilo fue en extremo pesado. Los claustros y las celdas conservaron por
mucho tiempo los artesonados y el estuco en las paredes. Allí, guarecidos por
los altos collados, saliendo a ejercer su misión a predicar, levantando sus
miradas sobre la anchurosa llanura, se dedicaban los monjes a la meditación y a
reflexionar dejos de las inquietudes de la sociedad. La vista del Desierto
presenta la particularidad de su situación entre dos eminencias y rodeado casi
todo por bosques hermosos.
Una familia de indígenas ocupa hoy las ruinas y goza de
aquellos montes. Al regresar se admira un grandioso panorama: por un lado las montañas
áridas de Guadalupe, hacia el sur grupos de colinas volcánicas que se presentan
con la notable monotonía; allá a lo lejos las torres de la capital que se
destacan claramente con sus formas y colores y más distante, la brillante
superficie del lago de Texcoco, con los cerros del Peñón de los Baños y San
Cristóbal; con anteojo se perciben aun las Torres de Texcoco, la hacienda de
Chapingo, la oscura línea en que se comprenden colinas y pueblos, y aunque
diminutas se alcanzan a ver en ocasiones las pirámides de San Juan Teotihuacan.
El famoso Desierto, llamado antiguo, situado poco más
allá de las lomas de Tacubaya, se trasladó después a más distancia. Los montes
de Santa Fe se hicieron célebres con motivo de ese asilo, donde los religiosos
Juan de Jesús María y José de la Asunción, en el año de 1605, resucitaron el
espíritu eremítico; al pie de los copados encinos, bajo la sombra de los cedros
seculares elevaban sus preces al Dios de los cristianos y se envolvían en las
grandes meditaciones. El convento del Desierto fue levantado precisamente en el
sitio donde los gentiles mexicanos tenían un ídolo famoso por las crueldades y
supersticiones con que le tributaban culto; donde el paganismo derramó sangre,
sonaron después alegres himnos saludando al autor de la naturaleza, creador fe
la aurora.
Dejando a Santa Fe, pasaba el viajero por Cuajimalpa, que
se puede calificar más bien de una venta distante siete leguas de México y
dependiente de ese pueblo; la industria principal de sus vecinos es el carbón y
la madera; tiene una iglesia pequeña con su escuela respectiva. En Cuajimalpa
se cobró durante muchos años, el peaje del camino que guía a Toluca, camino que
era una serie de molestias para el que tenía la desgracia de transitarlo, por
ser una subida muy pendiente, aunque la rampa pudo extenderse más. El suelo es
unas veces peña viva y los caños abiertos por las corrientes de agua llovediza,
llegaban a formar barrancas en muchas partes. La subida se prolonga por siete
leguas entre el grandioso paisaje del Monte de las Cruces, hasta el llano de
Salazar en que cambian de dirección las corrientes hacia la parte del valle de
Toluca, siendo ahora ese llano el punto a que concurre también el ferrocarril.
La bajada hacia Toluca era tan penosa como la subida, por motivos idénticos y
en los coches o diligencias se sufrían tantos golpes como balanceos en cada
desigualdad del suelo. Hoy nos admiramos de llegar a Toluca en tres horas y
crece nuestra admiración, si consideramos que hace algunos años le era preciso
al viajero enviar su equipaje con los arrieros. Después del caballo y el coche
sirvió para ese camino la diligencia, que desde hace cuarenta
años era un excelente medio de comunicación entre Toluca y México
Ese camino carretero, que hoy está casi abandonado, desde
que la vía férrea se concluyó, tiene su historia que no carece de interés: el
año de 1792 fue comenzado, pues en el gobierno de Revillagigedo solamente se
podía transitar a caballo, dos años después, siendo virrey el marqués de
Branciforte, y para llevar a cabo la obra dio el conde Contramina, Don
Francisco Pérez Soñanes, ciento veinte mil pesos con hipoteca de peaje;
dirigieron la obra el capitán de ingenieros D. Manuel Mascaró y el de la misma
graduación en el regimiento de dragones de México, D. Diego García Conde,
después General de Brigada del ejército mexicano; la vía tuvo desde su
principio varios defectos notables y sustanciales; no fue abierta por la ladera
más tendida y resguardada del viento del Norte, que en todo el trayecto
molestaba al pasajero, pues en la elevación a que llega la vía es tan frío y
penetrante el aire, que casi siempre originaba constipados, fluxiones,
pulmonías y otras enfermedades; además, los cerros y montañas que encajonan la
vía, no permite que todos los derrames fluyan por las zanjas laterales, sino
que siguen por el mismo camino fuertes borde de mampostería que evitaran el
peligro de desbarrancarse en profundidades cuya vista horroriza.
Desde que se puso a disposición del público ese camino,
pagaron dos pesos cada noche, un real cada caballo o mula cargada y medio por
cada burro; la administración de este fondo estuvo a cargo del Consulado y
después en arrendamiento, pero ni aquel tribunal ni los arrendatarios lo
compusieron jamás y por eso cada día estuvo en peores condiciones, invirtiendo
en él grandes sumas que no pudieron remediar radicalmente el mal. Después de la
Independencia pasó el cobro de peaje a una junta directiva que algo compuso de
modo pasajero, hasta que todo entró al dominio del gobierno federal, quien proporcionó
los fondos necesarios cuando quedaron abolidos los peajes por la Constitución
de 1857, procurando atender debidamente una vía que conduce a las ricas
comarcas del Sur y al hermoso y fértil Estado de Michoacán, hoy abandonada por
la competencia del ferrocarril, que en Lerma la cruza.
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Hoy el viaje a Toluca por ferrocarril es uno de los
paseos más amenos y recreativos. Panoramas imposibles de copiar, aire purísimo,
luz diáfana brotada de un cielo sin nubes, obras de arte que compiten con las
de la naturaleza; he aquí lo que encuentra el viajero que toma pasaje en los
coches del ferrocarril Nacional Mexicano, que une a la capital del Estado de
México con la capital de la República, poniéndolas en íntima comunicación en el
espacio de tres horas, aunque recorre tres veces más extensión que el camino
carretero.
A las siete de la mañana silva la locomotora y parte el
tren formado de muchos coches, elegantes los de primera clase, aceptables los
de segunda y todos amplios; los de primera, construidos con diferentes maderas
y adornados con pinturas de diferentes colores, tienen los asientos tapizados
de terciopelo carmesí; pero ya en éstos, ya en los que le son inferiores, se
disfruta toda clase de comodidades. Se deja a la izquierda la hacienda de La
Teja y diez minutos después de la partida se llega al pueblecillo de Tacuba.
Desde que se pasa éste, se presenta un bellísimo panorama; allí está en una
eminencia, el histórico Santuario de los Remedios, un poco abajo se descubre
entre los accidentes del terreno, el pueblo de San Bartolomé Naucalpan. Apenas
se pierde de vista comienzan las fuertes emociones. Crece a cada paso el
interés y se siente atraído el ánimo por las no interrumpidas maravillas de la
naturaleza realzadas por el esfuerzo, el atrevimiento y las concepciones del
arte y de la ciencia. Atraviesa el tren puentes de hierro sostenidos por
fuertes estribos de sillares y el tajo del Río Hondo; la vista de la fábrica de
casimires y el molino de trigo embelesan el ánimo; la vía férrea está tendida
por el medio de un edificio que fue preciso dividir para no cambiar la
dirección. Algunos comerciantes al por menor, ofrecen allí, a veces, café y pan
para que desayunen los viajeros. Al lado izquierdo del camino corre el río,
quebrándose la corriente contra las piedras, se cruza varias ocasiones sobre
los puentes hechos de madera, que serán sustituidos con otros de fierro, todos
sobre sólidos muros de cantería. Las bellezas del camino se van presentando a
cada nueva curva, a cada nuevo avance; en el puente vigésimo cuarto se reúnen
varios riachuelos y en el siguiente se mira el arroyo que baja por el llano de
Salazar y va a unirse al Río Hondo; todavía se encuentran otros muchos puentes
arriba del pintoresco pueblo de San Bartolito.
Sigue la locomotora
corriendo entre montañas cubiertas de verdura y por valles que la pluma no
alcanza a describir; a veces pasa por las barrancas en cuyo fondo se pierde la
vista y brotan y se ocultan pueblecillos que parecen pintados; aquí se
presentan las chozas de los labradores con su techo anguloso; allí la blanca
cruz de la capillita, que cual centinela de la fe, se levanta anunciando que en
su derredor hay quien ore; la corriente de las aguas que parecen cintas de
plata; el rumor que produce entre los pinos y oyameles el cruzar del viento,
forman conjuntos armoniosos que encantan, bajo el cielo diáfano y azul de
aquellas alturas.
Desde Huisquilucan se preguntan los viajeros qué nombre
van teniendo las aldeas que se presentan y qué idioma hablan los indígenas que
van a la estación a contemplar el paso de los trenes; el habla es gutural y si
se interroga a los mismos indígenas, contestan que son otomíes.
El interés del viajero crece a cada paso. De la que fue
estación de Dos Ríos parten dos corrientes de agua limpia y cristalina que
cruzan por debajo de la vía, pareciendo buscarse constantemente sin encontrarse
jamás. En el paso peligroso del Rincón del Laurel, parece haberse acumulado
todos los riesgos a que están expuestas las construcciones ferrocarrileras; la
vía con declive considerable, forma una curva pronunciada, a manera de
herradura, cuyo nombre se le da, teniendo de particular por su estrechez, que
cuando el tren es grande, quedan paralelos enfrente la locomotora y el último
vagón; el tramo está suspendido sobre una profunda sima y en aquel reducido
espacio hay dos puentes de madera.
Desde el pueblo de San Bartolito es más fuerte la
pendiente y acabando de pasar el puente curvo se presenta un enorme tajo, se
cruza el camino con la vía de Huisquilucan que aparece sobre los cerros a
manera de grande víbora y se presenta el soberbio puente de Dos
Ríos, que mide doscientos pies de largo y noventa de altura; lo
sostiene un armazón de columnas muy delgadas. A la izquierda está la iglesia de
Huisquilucan y bastante lejos, en el fondo de la barranca, aparece el pueblo de
San Francisquito; un poco más arriba se perciben las lagunas de Texcoco y San
Cristóbal, en el valle de México. Más arriba se presenta el túnel de San
Martín, de doscientos veinte metros de largo, cuatro de ancho y casi siete de
altura, pudiendo atravesarlo de pie los garroteros, sobre el techo de los
vagones; poco menos de un minuto se tarda el paso.
Después de tanto recorrer se detiene el tren en la fría
llanura de Salazar, vasta planicie en que se dibuja el camino que antiguamente
seguían las diligencias; allí se desayunan los viajeros, que gozan con las
escenas que a la llegada de los trenes se reproducen en las estaciones. Sale
nuevamente la locomotora, el tren camina y a poco se llega por un tajo de
enormes piedras a un punto llamado Tres Peñas tomando este nombre de
tres grandes rocas de formas caprichosas; los viajeros se asoman, comentan, se
comunican sus impresiones y continúan fijos en el camino. Al cruzar el llano de
Salazar se consuela el ánimo contristado, recobra la calma con la seguridad que
aquel lugar ofrece la igualdad del terreno, volviendo la alarma al atravesar
los desfiladeros del Monte de las Cruces, el peligroso
puente de Jajalpa y el elevado terraplén que domina el pueblo de Ocoyoacac.
El punto más alto de la vía férrea está a 11,600 pies
sobre el nivel del mar y a 3,000 sobre el del Valle de México; casi toda la
pendiente es de 3.5%. Desde el llano de Salazar comienza el descenso, tan
marcado en algunos puntos, que los garroteros cuidan atentamente para evitar
una desgracia. Se llega de improviso al puente de Jajalpa, otra sorprendente,
maravilla de la ciencia del ingeniero; tiene 35 metros de altura y lo forma una
curva peligrosa; la pendiente ha disminuido, pero aumentan las variantes de
aquel pintoresco paisaje y los peligros pasan casi desapercibidos; continúan el
paso de otros muchos puentes, sostenidos con trabes de madera; se presentan
campos cubiertos con maizales, flores y árboles y allá en el horizonte asoman
los pueblos cuyas casitas pueden creerse parvadas de palomas; perdidos en el
azul del espacio, aparecen Santiago Tianguistengo y Capulhuac
y en el fondo de una ladera, está el pueblo de Ocoyoacac, presentándose muy
pequeñas, la iglesia, la plaza, las casas, los árboles y como puntos negros los
habitantes. El descenso sigue, se siente la aceleración, los garrotes rechinan,
las ruedas crujen, es necesario poner frenos por la inercia; se comienza a
pasar entre terrenos inundados, potreros cubiertos de ganado y varía
completamente el paisaje al llegar al viejo y ruinoso puente situado en Lerma,
de piedra y con tres arcos, bajo el cual transitan algunas piraguas que surcan
la laguna de esa población, que asoma a corta distancia y apenas se muestran
algunos tejados y el campanario de la iglesia. Aquí se unen los dos caminos, el
carretero y el de fierro, aquel sigue por la famosa calzada, y éste por una
construida expresamente para que la recorra separado de la otra. En Lerma cesan
las angustias del viajero y desde allí hasta Toluca se recrea la vista,
contemplando las poéticas haciendas y fértiles tierras de labor que aparecen
por ambos lados del camino.
En la mañana del 4 de Mayo de 1882, quedó clavado el
último riel entre México y Toluca. Al medio día pudieron aplaudir los
toluqueños entusiasmados y delirantes la llegada de la primera locomotora. El
día siguiente corrió entre ambas ciudades un tren de prueba; pero todavía
transcurrió algún tiempo para que el camino fuera entregado oficialmente. El
viaje de prueba debe considerarse como el primero que se verificó en esa vía
férrea. Yendo a comer a Toluca varios individuos invitados por el gobierno del
Estado de México. El 5 de Mayo, antes de las seis de la mañana, partieron de la
estación de la Ciudadela dos lujosos vagones y una plataforma entoldada,
adornados con festones primorosamente arreglados y flámulas desde la máquina
hasta la plataforma, flotando en la parte final del tren una bandera mexicana
con las iniciales de la Compañía Nacional Constructora, cuyos principales
empleados Buchanan, Súllivan y Méndez, formaban parte de aquella caravana.
El problema estaba resuelto, la ciudad de los bellos
portales entraba en el gran concierto de los pueblos que tienen al vapor como
agente principal de su civilización. Toluca entero; pobres y ricos, hombres y
mujeres, ancianos y niños, con el alboroto retratado en los semblantes, veían
consumarse uno de los prodigios de nuestra época y manifestaban su
complacencia, con arcos triunfales, banderas, gallardetes, y músicas.
Hubo banquete en el hermoso edificio del Hospicio: en un
espléndido salón se dispuso la mesa; la animación y el contento fueron creciendo,
a medida que aumentaba el choque de las copas; en los patios había música que
amenizaban la fiesta; los brindis llegaron para descanso de las almas ardientes
y comunicativas: se recordó al iniciador de la obra D. Mariano Riva Palacio y
al ingeniero D. Santiago Méndez; todas las frases eran aplaudidas, todos los
pensamientos acogidos con entusiasmo.
La justicia de los hombres, aunque tardía, siempre llega.
El Sr. Mariano Riva Palacio, siendo gobernador del Estado de México, consiguió
que el Congreso de la Unión le autorizara para llevar a cabo la construcción y
explotación de la vía férrea y lo apoyó la Legislatura en el mismo sentido.
Sirvieron de base ambos decretos para un contrato celebrado con la compañía
denominada del ferrocarril de México a Toluca y Cuautitlan, la cual
estableció una famosa lotería y fue autorizada para emitir hasta la cantidad de
dos millones de pesos en acciones y obligaciones causando rédito, con
determinadas restricciones señaladas en la ley respectiva. Se estipuló expresamente
que la vía pasara por Lerma, único centro considerable de población entre
México y Toluca.
La Compañía formó estatutos, se obligó a concluir el
camino en seis años, plazo que terminaría en Octubre de 1876, y estableció
otros compromisos que quedaron en letra muerta. Una comisión científica
presidida por el ingeniero D. Santiago Méndez, practicó los trabajos y
reconocimiento del terreno, fueron concluidos los planos del camino, de sus
estaciones y almacenes, cuyos trabajos obtuvieron la aprobación del Ministerio
de Fomento. Era preciso abrir túneles y grandes tajos para salvar una
diferencia de altura de 832 metros respecto de México y de 418 sobre el plano
de Toluca, y sin embargo, el desarrollo dado a la vía permitió que la pendiente
quedara reducida en lo general al tres por ciento. A la vía principal le fue
señalada una longitud de noventa y tres kilómetros, distancia que acortó la
Compañía Constructora.
El sistema empleado había de ser vía angosta, por lo cual
se reduce la separación de los rieles a ochenta y cinco centímetros entre sus
bordes interiores. Fueron razones para adoptar este sistema, las de que entre
nosotros es caro el hierro y el jornal de los artesanos, el suelo presenta
grandes dificultades que cuesta mucho vencer, el tráfico es relativamente corto
y escasean los capitales, siendo muy accidentada la topografía y grandes las
distancias de los puertos al interior.
Fue de notarse que ascendiendo el total de la subvención
a un millón y seiscientos mil pesos y estando calculada la vía en poco más d
dos millones, no se hubiera llevado a cabo aquella obra por la Compañía
fundadora. Más de seis millones gastaron los nuevos concesionarios, para que en
Mayo de 1882 resonara en Toluca el eco majestuoso de la locomotora, recibida
con entusiasmo, como mensajera de ricas promesas acerca de un porvenir feliz.
LUGARES
DEL VIAJE:
EL
MONTE DE LAS CRUCES
Por cualquiera de los
dos caminos entre México y Toluca, hay que pasar la montaña llamada de las
Cruces, nombre derivado de la multitud de estos signos que resaltan por todas
partes, señalando los lugares en que algunos pasajeros habían sido asesinados
por los bandidos y también los sitios en que la Acordada había
ajusticiado a muchos bandoleros. Cuando se viaja por el camino carretero, se
encuentra un ruinoso monumento levantado a la orilla de la vía, para señalar el
sitio en que estuvo el cura Hidalgo el día que se dio la acción en el Monte de
las Cruces, entre los realistas al mando del coronel Trujillo y los
independientes que marchaban para la capital desde Morelia.
Estando Trujillo en Toluca tuvo noticias de la marcha de
los insurrectos el 27 de Octubre de 1810 por unos dragones que tenía destacados
en el puente de D. Bernabé y por espías; en consecuencia, determinó atacar a
los que estaban en Ixtlahuaca o en las alturas inmediatas. Ya iba en marcha,
cuando encontró a los dragones del puente retirándose en precipitada fuga y le
informaron del considerable número de insurgentes. Trujillo se retiró hasta
Lerma, distante de Toluca cerca de cinco leguas, donde creyó tener excelente
punto de apoyo; aunque eran las doce de la noche cuando llegó a esa población,
dispuso que se abriera una zanja y se levantara un parapeto, de manera que con
reducido número de soldados pudiera sostenerse, y colocó algunas piezas de
artillería a derecha e izquierda.
Los insurrectos entraron en Toluca sin dificultad; el día
29 supo Trujillo que habían marchado hacia el puente de Atengo para
envolver la posición de Lerma; Trujillo destacó una fuerza y ofició el alcalde
de Santiago Tianguistengo, mandándole que auxiliara con los trabajadores
necesarios para cortar el puente, único paso que quedaba a los insurrectos;
pero la operación no se ejecutó bien i los insurrectos pasaron. Algunas fuerzas
llamaban la atención, como queriendo atacar las posiciones de Lerma; contra
ellas salió el capitán de Tres Villas D. Pedro Pino, con su
compañía y aunque les mató algunos e hizo varios prisioneros, volvieron a la
carga; pero fueron rechazados y perseguidos por el capitán de dragones D. Francisco
Bringas, en más de una legua.
El grueso de las fuerzas se dirigía entretanto por el
puente de Atengo y aunque el capitán de Tres Villas, D. Antonio Argüelles, con
cincuenta hombres y el de dragones de España, D. José Pérez, fueron enviados
para defender el puente, los insurrectos forzaron el paso antes de que llegaran
esas tropas que los tirotearon solamente. Se dirigieron los insurrectos por el
camino de Santiago, para caer por la retaguardia de los realistas mandados por
Trujillo y cortarles la retirada.
De México salieron dos compañías del mismo regimiento de
Tres Villas para auxiliar a Trujillo; pero este dispuso que retrocedieran y se
situaran en el Monte de las Cruces, paso indispensable para la capital. A la
vez hizo marchar uno de los batallones del regimiento y dejó el otro
sosteniendo en puente de Lerma a las órdenes del sargento mayor D. José
Mendivil.
Dando a todos los destacamentos por punto de reunión
general el Monte de las Cruces, se dirigió Trujillo a este centro para activar
la marcha de las tropas e impedir que los insurgentes lo ocuparan por una
marcha rápida, ganándoles con media hora de ventaja, pues sobre el sitio
designado estaban ya a las cinco de la tarde, recibiéndolos con fuego graneado,
la gran guardia y las avanzadas.
En el Monte de las Cruces se le reunieron Mendivil y el
capitán Bringas, que con su caballería sostuvo la retirada del puente de Lerma,
posición en la que permaneció aún el capitán de Tres Villas D. Pedro Pino,
quien voluntariamente se ofreció a ellos con veintidós hombres y tan sólo
abandonó el punto hasta ya completamente entrada la noche.
Reunidos todos los realistas en las Cruces, fueron
atacados a las ocho de la noche del día 30; la acción comenzó por la guardia de
caballería auxiliada por Bringas que rechazó a los insurgentes. Estos volvieron
a la carga, cuando ya Trujillo había recibido dos cañones que colocó en puntos
ventajosos, cubriéndolos con ramas para ocultarlos bien; aumentó, además, sus
fuerzas con cincuenta voluntarios y ciento cincuenta lanceros de las haciendas
de D. Gabriel Yermo, todos al mando del teniente de navío D. Juan Bautista de
Ustariz.
Cerca de las once de la mañana se presentaron los
insurgentes en columna de ataque, con cuatro piezas de artillería sostenidas
por compañías de infantería de Celaya, provinciales de Valladolid y batallón de
Guanajuato, siendo éstos los que manejaban la artillería; por los costados y
retaguardia iban: el regimiento de dragones provinciales de Pátzcuaro, Reyna y
Príncipe con toda su caballería, compuesta de lanceros y muchos paisanos
armados, por los costados y frente gran cantidad de indios, cuya confusa
gritería tenía por objeto intimidar a los realistas.
La artillería de estos rompió el fuego a metralla e hizo
retroceder la columna de insurrectos, que a su vez contestaron con las cuatro
piezas de artillería que llevaban. El capitán Bringas y el teniente D. Agustín
Iturbide, procedieron a atacar a los insurrectos por su flaco; a la medianía
del monte se encontraron con ellos y les causaron grandes pérdidas; los
insurgentes avanzaron con todas sus fuerzas de caballería e infantería y
entonces el combate se ensangrentó; el capitán Bringas fue herido gravemente,
habiendo sido preciso alzarlo y colocarlo en el caballo; entonces las tropas
realistas comenzaron a ceder y se retiraron a la posición de que habían salido.
Las demás compañías se replegaron a la línea por el gran número de enemigos; la
extensión del cerro permitía a los independientes la manera de llegar hasta el
centro de la línea de los realistas, por lo que estos se concentraron en el
pequeño plano sobre el camino real del bosque para aprovechar la metralla y
entretanto el sargento mayor D. José Mendivil sostenía con serenidad y valor,
aunque herido, el principal impulso de los insurgentes, destruyendo multitud de
éstos con el otro cañón que les hacia certero fuego, en el que concluyó las
municiones.
Los insurgente hicieron proposiciones a Trujillo para que
se rindiera; éste permitió que se acercaran los parlamentarios y mandó hacerles
fuego, matando a muchos. Se agotaban las municiones de los realistas y una
batería con un cañón de madera los enfilaba a las cinco y media de la tarde,
cuando fatigada la tropa de Trujillo, falta de víveres, casi sin haber comido,
clavaron su artillería, la abandonaron y se retiraron en trozos, por compañías.
Así perseguidos y diezmados lograron llegar los realistas
a Cuajimalpa, donde se hicieron fuertes y en seguida se fueron al pueblo de
Santa Fe, n cuyo pueblo hicieron noche y prosiguieron para la capital. La
pérdida de los insurgentes se calcula en dos mil hombres; llegaron algunas
partidas de ellos hasta el Valle de México, se conformaron con ver la capital y
considerando que sus fuerzas no eran bastantes para atacarla, regresaron a
Toluca.
El cura Hidalgo explicó porque no había avanzado hacia
México; asegura que el vivo fuego sostenido por largo tiempo, debilitó el
repuesto de municiones a tal grado que, considerando las circunstancias para
entrar a México, no se resolvió el ataque y sí a retroceder para habilitar la
artillería. El documento en que da esa explicación, está firmado en Celaya el
13 de Noviembre de 1810; la explicación fue necesaria para que no se
interpretara la retirada como derrota.
Por su parte Venegas premió al batallón de Tres Villas con
un escudo honorífico por la acción del Monte de las Cruces, y aseguró que la
capital estaba muy reconocida a los que habían salvado de los horrores y
peligros de un ataque. Dice en la proclama respectiva, que el ejército
insurgente se componía por lo menos de cuarenta mil hombres.
En Toluca apenas fue conocido el patriota cura Hidalgo.
El 28 de Octubre de 1810, a medio día, había entrado a esa ciudad acompañado de
Allende, el padre Balleza, Jiménez, Arias, Aldama, Abasolo y los dos Martínez;
la entrada fue por el rumbo de los Arbolitos y se dirigieron a la plaza
principal que después se llamó de los Mártires. Le seguían más de
ochenta mil insurrectos, que no cupieron en la ciudad y se vieron precisados a
albergarse en los pueblos de los alrededores. Se asegura que Hidalgo se hospedó
en el convento de San Francisco. El día siguiente, al amanecer, abandonaron la
ciudad Hidalgo y sus numerosas tropas, tomado el rumbo de Santiago
Tianguistengo
Al dejar Hidalgo a Toluca, en marcha para el monte de las
Cruces, se quedó en esa ciudad el teniente general Balleza que custodiaba a los
prisioneros. El populacho se arrojó a saquear la casa de un europeo, pero fue
contenido por la guardia de Balleza; este jefe arengó a la multitud en el
cementerio de la parroquia, y aunque la excitaba contra los europeos, procuró
disuadirla del saqueo, asegurando que el objeto de la empresa no era otro que
distribuir igualmente los bienes entre todos. Para hacer más persuasiva su
elocuencia, interrumpía Balleza, de tiempo en tiempo, su discurso y arrojaba
puñados de dinero al pueblo. Dominada la exaltación popular marchó en
seguimiento de Hidalgo, quien después de la batalla, se dirigía sobre
Querétaro, a donde no llegó por haberlo derrotado en Aculco los realistas.
El 10 de Abril de 1851, se decretó por el gobierno del
Estado de México, que en la plaza principal de Toluca fuera erigida una estatua
representando al cura Hidalgo, y que el 30 de Octubre del mismo año se
concluyera en el Monte de las Cruces el monumento que recordaba la batalla de
igual fecha en 1810.
El 11 de Octubre de 1869 se sublevó allí una fuerza
federal. Después se refugiaron en esa intrincada montaña los restos de los que
se pronunciaron en Luvianos y de los que atacaron la villa de Jilotepec al mando del
cabecilla Bravo.
D.
SANTOS DEGOLLADO
El Monte de las Cruces
fue fatal para muchos políticos que lo regaron con su sangre. Entre ellos se
enumera D. Santos Degollado, quien ya en 11 de Abril de 1859 había mostrado que
sus sentimientos en favor de la libertad y la reforma, no estaban al nivel de
sus conocimientos militares.
Residía en el hogar doméstico, separado de la política,
cuando un golpe inesperado vino a sacarle de su retraimiento. D. Melchor Ocampo
había sido asesinado por las guerrillas de la reacción y su cadáver colgado en
un árbol del camino del Interior. D. Santos Degollado se presentó en la tribuna
del congreso el día 4 de Junio de 1861, pidiendo permiso para ir a combatir a
los que habían derramado la sangre de Ocampo, y el 15 del mismo Junio,
presentaba batalla a la reacción en el mismo Monte de las Cruces; cayendo en
una emboscada fue destruida completamente toda su fuerza, y resbaló del caballo
que montaba y rodando por las piedras,
comprimió al caudillo que en esa actitud fue despedazado.
Los acontecimientos pasaron con tal rapidez, que el
público apenas pudo darse cuenta de lo que acontecía. Obtenido por D. Santos
Degollado el permiso para separarse del congreso, ofreció sus servicios al
Ministerio de Guerra, no en calidad de general, sino en el puesto que se
quisiera darle, aún al frente de un escuadrón de caballería, y manifestó que si
no lo consideraban útil, quedaba libre para agregarse como guerrillero a
cualquier fuerza. Enviado a Toluca para organizar una brigada que había de
operar en combinación con las fuerzas que mandaba el General González Ortega,
esa vez fueron obligados a tomar las armas en Toluca, todos los varones de
quince a cincuenta años. El Estado de México llegó a ser entonces el centro
principal de la reacción, cuyas guerrillas al mando de Gálvez y Butrón,
hicieron caer en la emboscada a la fuerza de D. Santos Degollado.
La dispersión de sus soldados fue la consecuencia precisa
de tal situación y cuando Degollado quiso salir de ella, nadie le oyó, sus
esfuerzos fueron perdidos, le faltó su cabalgadura y un soldado de Butrón le dio un tiro en la cabeza, después otros
descargaron sus armas sobre el cadáver quedándole la frente rota, el cuello
atravesado de un ballonetazo, mutilada una mano, un costado entreabierto; fue
sepultado en la iglesia de Huixquilucan por órden del cabecilla Gálvez.
LEANDRO
VALLE
Después del sitio de
Guadalajara y las batallas de Silao y Calpulalpan, entraba el 25 de Diciembre
de 1860, a la capital de la República, victorioso, el ejército republicano, en
el que fungía de cuartel-maestre el General Leandro Valle.
Los restos del ejército vencido se lanzaron a las
montañas y con la táctica adquirida en muchos años de revolución, obligaba a
las fuerzas bisoñas reformistas a estar en continuo movimiento, las fatigaban y
sorprendían. Las pasiones y los odios políticos se encendieron desde que la
muerte de D. Melchor Ocampo hirió la fibra más sensible del partido liberal,
recrudeciendo el encono el sangriento fin que tuvo el General D. Santos
Degollado.
Valle se ofreció para vengar la sangre de sus
correligionarios y el gobierno lo comisionó para que saliera en persecución de
los que tantos desastres causaban en las filas de los liberales. La mañana del
23 de Junio de 1861, fue nebulosa, la llovizna menuda caía azotando los
pinares, donde se encontró el joven General con las fuerzas de los
reaccionarios que de pronto tuvieron que ceder. Engreído Valle con el triunfo,
no esperó a las fuerzas del General Arteaga que se le habían de reunir y
creyendo alcanzar una fácil victoria, se lanza con arrojo contra los enemigos y
se encuentra envuelto por las tropas de refresco que llegaba con D. Leonardo
Márquez, en poder del cual cayó y después de fusilado lo colgaron de un árbol.
El activo guerrillero Leonardo Márquez, cuyos soldados iban provistos con
caballos de remuda, se dirigía por el rumbo de Toluca seguido siempre por las fuerzas
de González Arteaga, que no podían darle alcance; en combinación con éste había
salido de México rumbo a Tlalpam el activo Leandro Valle: pero dejando Márquez
a Cuernavaca se reunió en Huixquilucan con Gálvez y derrotaron a Valle en el
Monte de las Cruces. Valle conoció desde luego su situación, la suerte que le
estaba reservada, oyó impasible su sentencia y casi al anochecer fue conducido
al lugar de la ejecución.
El jefe prisionero fue presentado a Márquez, quien lo
mandó fusilar, corriendo la misma suerte los ayudantes Rico y Colín. Valle
sucumbió con valor, a la hora del combate conoció que iba a ser envuelto por la
superioridad numérica; pero no obstante mostró serenidad y cuando ya preso le
anunciaron que iba a morir, preguntó quién lo mandaba y al saber que era el
jefe Márquez, exclamó:
-“¡No hay remedio”!
El cadáver de Valle fue conducido a México, donde se le
hicieron honras fúnebres.
LERMA
La fundación de Lerma
se remonta al año de 1613; Martín Roelin Varejón, criado del duque de Lerma, ministro
de Felipe III, fue quién obtuvo cuatro leguas de terreno por cada viento para
fundarla. Siendo población dedicada a un personaje que dirigía a la Nación, el
gobierno virreinal allanó las dificultades y el rey lo aprobó todo. El pueblo
de Lerma no llegó a entrar en posesión de la totalidad de aquel terreno, por
haberse apoderado de él en mucha parte el marqués del Valle y los hacendados
colindantes. La laguna hace húmedo el terreno, acreciendo el malestar que
produce el frío a aquella altura.
Ese lugar de Lerma fue llamado indebidamente ciudad,
porque no ha tenido jamás los elementos que la constituyeran; su ayuntamiento
es proporcionado a sus circunstancias y entre los munícipes contó al célebre
tirano, coronel Concha, del ejército español, que fue síndico por el año de
1797.
Refiere la tradición que unos famosos bandidos, conociéndolas
ventajas de aquel punto aislado, que era de tránsito preciso para toda clase de
pasajeros que de los Valles de Toluca, Ixtlahuaca y Temascaltepec y del
territorio de Michoacán, se dirigieran a México o de esta capital regresaran,
se situaron allí a fines del siglo XVI, seguros de poder despojar, como lo
ejecutaban,, a todo transeúnte, sin peligro de ser atacados, pues para esto
habría sido necesario emplear numerosa tropa arreglada, y entonces no había
suficiente en Nueva España. La impunidad que gozaban los bandidos, fue
atrayendo poco a poco a otros facinerosos, al grado de llegar a formar una
cuadrilla que fue el terror de la comarca.
Ya en 1613, un vecino de Santiago Tianguistengo, llamado
Martín Roelin de Varejón, natural de Galicia, se propuso librar a la comarca de
tan perjudiciales enemigos; habiendo reunido algunos vecinos honrados y de los que
más padecían por las extorsiones, logró sorprender a los salteadores entre las
sombras de la noche, y aunque no obtuvo completa victoria mató a algunos e
hirió a otros.
El buen resultado que tuvo la primera tentativa, animó a
varios hacendados de la comarca para alistarse bajo la bandera del intrépido
gallego. A la sazón gobernaba la Nueva España D. Diego Fernández de Córdoba,
marqués de Guadalcázar, quien al saber las proezas de Varejón, creyó
conveniente aprovecharse de su valor, y le nombró capitán de la compañía,
expidiéndole los despachos en nombre del rey, el monarca los aprobó atendiendo
a los grandes servicios que podría prestar Roelin.
El virrey no solamente mandó establecer en ese sitio un
pueblo de que fue fundado el intrépido Varejón, sino que dio cuenta al rey de
todo lo sucedido, y habiendo dispuesto el monarca que el fundador dijera las
mercedes que quería y se le entregarían por sus señalados servicios, el
agraciado pidió como principal que aquella población se llamara Gran
Ciudad de Lerma atendiendo a que el favorito del monarca era el duque
de Lerma.
Tal fue el origen del título de gran ciudad que lleva
Lerma, el cual no corresponde ni por el número de habitantes, ni por el
comercio. Aquellas noticias, obran en documentos en el archivo de Toluca.
Lerma fue capital de la alcaldía mayor que allí estuvo
establecida. Hoy está reducida la población a muy pocas casas, una parroquia
grande, el número de vecinos llegará a poco, más de mil. Lerma fue más
importante que ahora, debido a las fábricas de frenos, espuelas y otros objetos
de hierro; pero por circunstancias particulares esas industrias han concluido y
hoy casi no tiene comercio, aunque es tránsito preciso hacia Morelia y parte de
la región del Sur; la ciudad es pequeña y tiene una planta irregular; el
temperamento de ella es frío y húmedo, considerado como el principio del
frigidísimo Valle de Toluca y Metepec. Cerca de Lerma pasa el río llamado
Matlazingo, que aumentado con otros veneros forma honda corriente. El origen y
nacimiento de ese río es un ojo de corta cantidad de agua, que brota cerca del
pueblo de Santiago. Las producciones agrícolas de Lerma, se reducen a maíz y
otras semillas, los vecinos se dedican también a la cría de cerdos. Esa
alcaldía de Lerma no tuvo más pueblos que los de Tarasquillo, Santiago, San
Mateo y San Miguel; está ocho leguas al O.S.O. de México y hoy sus elementos han
disminuido por lo pronto con el establecimiento del ferrocarril.
Lerma está situada entre lagunas que forman el río
Matlazingo que nace de los ojos de agua anteriormente citados, siendo principal
el que aparece por Almoloya, río que va creciendo a medida que se aleja de su origen
y entra en la laguna de Chapala con el nombre de río de la Barca, después de
haber recorrido ochenta leguas. Otros ríos tributan en este lago, pero el de
Lerma es el mayor. En la de Atenco es donde se coge el mejor pescado
En el Valle de Toluca ocasionan las aguas males
semejantes a los que originan en el de México. El gobernador D. Mariano Riva
Palacio nombró al ingeniero D. Francisco Garay, para que formase el proyecto de
desagüe general de aquel Valle. Este ingeniero recorrió las lagunas, reconoció
sus vertientes, sondeó aguas y formó el presupuesto.
Los Padres carmelitas establecidos en la hacienda de San
Nicolás Peralta, emprendieron varias obras con el fin de mejorar su finca;
concluyeron la calzada de Amomoluco a Lerma, por el Sur, levantaron por el
Norte diversos bordes elevados para aislar sus tierras de las aguas y
encajoraron el río de Santa Catarina. Este río desfoga en el de Lerma, cuyo
curso detiene en las fuertes crecientes y aún suele hacerlo retroceder hasta la
ciénaga.
Lerma fue alguna vez capital del Estado de México. Cuando
el ex coronel Escalada se pronunció en Michoacán, el 26 de Mayo de 1833, y lo
secundaron los generales Arista y Durán, el gobierno del Estado de México, sin
numerario, sin armas y en completo desórden, se vio obligado a trasladarse a la
ciudad de Lerma, con la legislatura y algunos empleados, permaneciendo allí
hasta que Escalada fue derrotado en el Monte de las Cruces y el gobierno pudo
volver a Toluca. Lerma sufría constantemente las depredaciones de los
bandoleros que se refugiaban en ese célebre Monte y los lermeños recuerdan las
exacciones consumadas por Gálvez, Butrón y otros.
Contiuanra….
Rivera Cambas, Manuel, México Pintoresco, Artístico y Monumental,
México, Editorial del valle de México, S.A. de C.V., Tomo III.
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