lunes, 12 de marzo de 2018


HUGO WAST

GUSTAVO MARTÍNEZ ZUVIRÍA

Cap. 1 – EL KAHAL



Dos enemigos en la Sinagoga

         El 15 de septiembre de 1887 se levantó el censo de Buenos Aires.

            Sobre 433.000 habitantes, aparecieron 366 israelitas, reconcentrados en los barrios del norte y del oeste, en el triángulo que forman las calles de Córdoba y Junín, cortadas al sesgo por el Paseo de Julio.
            Ha pasado casi medio siglo. ¿Cuántos son ahora? Lo ignoramos, porque una necia preocupación liberal ha borrado de las planillas de los censos la pregunta sobre la religión de los censados.
            Al pobre estadígrafo a quien se le ocurrió la idea de eliminar ese dato, con una inspiración digna del boticario Homais, le interesaba más saber cuántos cretinos, tuertos y músicos ambulantes hay en Buenos Aires, que cuántos católicos, protestantes, budistas o teósofos. En el fondo, lo que deseaba era ocultar oficialmente esta vigorosa realidad argentina: que el país, por inmensa mayoría, es católico.
            Lo cierto es que aquel triángulo se ha extendido ahora sobre kilómetros y kilómetros hacia el oeste y el sur, y en las vecindades de Callao y Corrientes hay manzanas que hoy contienen más judíos que toda la ciudad en 1887. Basta ver las calles, al atardecer, cuando los niños vuelven de las escuelas y los viejos se asoman al umbral. Arden las cabelleras de color pimentón de las pequeñas Rebecas y Sarahs, entre las barbas talmúdicas de Salomón, Jacobo y Levy.
            Hacia 1887, uno de los más relumbrosos levitones del Paseo de Julio era el de Zacarías Blumen. Desde hacía cuatro o cinco lustros habitaba tres piezas de la planta baja, con recova, en ese antiguo hotel Nacional, que existió hasta hace muy poco, esquina de la calle Corrientes, en cuya arcaica muestra se leían estas palabras impresionantes: “Fundado en 1830”. Un siglo ha durado ese hotel aquí, donde una casa envejece en veinte años, y una constitución se desacredita a los cincuenta.
            A la puerta de su tienda, Blumenn tenía suspendida una caña, que los transeúntes se habían acostumbrado a ver, sin explicarse su significado. Era la Mezuza, que al entrar o salir tocaba con tres dedos de la mano derecha que luego besaba. Esa caña encerraba un pergamino en que un copista, con la admirable escritura ritual, que no tolera defecto alguno, había escrito seis versículos del Deuteronomio, comenzando por el que dice: “Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es uno…” Zacarías Blumenn es aquel Matías Zabulón que, con David, su hermano mellizo fueron proveedores del ejército aliado durante la guerra del Paraguay en 1867.

            Luego habrá ocasión de referir por qué Matías cambió de nombre y David desapareció.

            Con su nueva firma, Zacarías fundó una casa de cambio de moneda en la recova del Hotel Nacional. Su clientela principal fueron los marineros y la gente de ultramar que pululaban en las cercanías del puerto. Vendiéndoles rublos y zlotis, libras y dólares y hasta monedas asiáticas y africanas, prosperó del tal modo, que a los pocos años pudo instalar un verdadero banco en la calle Reconquista. No por eso abandonó la recova. Allí se casó con Milka Mir, la de los ojos color de aceituna, que cincuenta años después se hicieron famosos entre las pestañas negras de Marta Blumenn, su nieta. El gran mundo, que no conoció a Milka, se preguntaba: ¿De dónde saca Marta Blumenn esos ojos felinos, soñadores y crueles? Y allí en el tenducho de la recova, nació el segundo Zacarías Blumenn, padre de Marta, el que había de ser, andando el tiempo, el hombre más rico de Sud América. Es justo decir, en honra del primero de los Blumenn, que él preparó la grandeza de su hijo y echó los sólidos cimientos de su fantástica fortuna.

Vamos a leer su historia.


            Una tarde, en el invierno de aquel año, Zacarías Blumenn cerró las puertas de hierro de su banco y fue al Hotel Nacional a recoger ciertos papeles. Levitón negro, relumbroso en codos y omoplatos. Pastelito de felpa, color pasa de uva, cubriendo un cráneo piramidal, mezquinamente guarnecido de cabellos que descendían en dos tirabuzones sobre las pálidas orejas. Pantalones estrechos y verdosos, como fundas de clarinetes, cuyos bordes luídos apenas llegaban a la caña de los botines elásticos. Tez pálida, con la palidez ritual de un cabrito después que el rabino lo ha sangrado, para que sea koscher (puro) y puedan comerlo los fieles. Ojos como dos pedazos de hulla, vivos, escrutadores. Barbas retintas y manos suaves y largas, alabastrinas, de uñas enlutadas.
            El Talmud, que dispone minuciosamente cómo deben vivir los judíos, prescribe frecuentes abluciones. Hay que lavarse las manos al levantarse y antes de sentarse a la mesa, pero nada dice de las uñas. Por ello, sin violar la Ley ni los Profetas, un buen hijo del Talmud puede llevarlas de cualquier color.
            La calle Corrientes tiene, a la altura del Hotel Nacional, una agria pendiente, señal de antigua barranca: hasta ese punto llegaba el Río de la Plata hace tres cuartos de siglo.
            Zacarías Blumenn asciende de la rampa, casi pegadito a las paredes, con el andar silencioso y veloz de la cucaracha. Al llegar a la esquina de la calle 25 de Mayo siente la corneta del tranvía. Hace señas y salta a la plataforma, se sienta en la banqueta y extrae su portamonedas, para pagar el viaje, con un mugriento billetito de cinco centavos. El boletero lo reconoce.
            -¡Qué milagro por aquí, don Zacarías!
El banquero responde sonriendo:
            -Un paseíto a las quintas para tomar aire.
            Las quintas, los caserones coloniales, de vecinos pudientes, con inmensas huertas y jardines que a veces ocupaban una manzana entera, estaban en su mayoría al oeste de la ciudad. Pero ya escaseaban, pues el crecimiento de la población obligaba a los propietarios a subdividirlas y a venderlas para aprovechar la enorme valorización de los solares. Sin embargo, decíase “ir a las quintas” cuando uno salía rumbo al oeste.
            En realidad Zacarías Blumenn se dirigía a la Sinagoga, donde esa tarde, mejor diríamos esa noche, pues ya se encendía el gas en los faroles públicos, iban a tratar un asunto que le importaba: la venta de la casa solariega de los Adalid, un cuarto de manzana en plena calle Florida. Extraña y peligrosa costumbre judía, esas ventas que se llaman Hazaka y Meropiié, y se realizan conforme al Talmud en el secreto de la sinagoga sólo se obliga, por el precio que recibe.

La Sinagoga es dueña virtual de los bienes poseídos por idólatras (pueblos no judíos) y tiene derecho de ofrecerlos a sus fieles si alguno de ellos lo pide, y de venderlos al mejor postor. El adquiriente paga a la Sinagoga una suma, de la que ni un centavo llega al propietario idólatra. Verdad es que éste continúa en posesión de su casa o de su campo, ignorante de la original subasta de que ha sido objeto. La Sinagoga sólo se obliga, por el precio que recibe, a notificar a los judíos de la ciudad y del mundo entero la operación que se ha realizado, para que se abstenga, hasta la consumación de los siglos, de pretender la cosa adjudicada ni comprándola directamente al propietario según las leyes del país. Sobre ella, sólo tendrá derecho, en adelante, a los ojos de los judíos, el que la adquirió en la Sinagoga.
            Y tal notificación implica, además, la prohibición de negociar con el propietario. Solamente el que ha cumplido el privilegio puede prestarle dinero o tratar con él. Lo cual no significa nada en un país donde Israel no tiene mayor influencia, pero equivale a la ruina a largo plazo en un país donde el comercio, la prensa y los bancos están visiblemente manejados por judíos.
            Los caballejos del tranvía, cabezas gachas, van pespunteando el camino a lo largo de las calles. Esquina de Florida. Justamente la casa de los Adalid, bajo la desabrida luz del gas, en el sitio de las tiendas de lujo, donde se realizan los mejores negocios, y cada vara de terreno cuesta un ojo de la cara.
            El banquero Blumenn siente la atracción de Florida, torbellino viviente, Maelstrom que bombea la riqueza y la fantasía de todo el país. Hormiguean los peatones, mientras los suntuosos carruajes se atropellan en la calzada. Realmente parece un desatino el pretender la casa solariega de una de las más ricas familias argentinas. Blumenn sabe que así pensarán todos y espera no encontrar rivales que hagan subir el precio. Quiere instalar su banco en Florida, con un inmenso letrero de luces que arroje su nombre como un insulto sobre la ciudad, que ahora se reiría de él si adivinara sus pensamientos. Pero mañana temblará bajo su garra de financista.
            Hace años que vive en el país. Apenas habla su lengua, más ya en sus venas blancas siente ardores de dueño y señor. “¡Florida será mía! ¡Y después, Buenos Aires serán de mis hijos; y después, la nación entera de los hijos de mis hijos!” No faltarán hasta en los miembros del ghetto, quienes lo crean loco de ambición o de avaricia. ¡Peor para ellos, que no ven el porvenir de Israel en un país que, con virginal inexperiencia y desde la primera hoja de su Constitución, se ofrece a todas las razas del mundo como una granada que se parte!
            Todas las razas no son igualmente temibles, porque no todas son igualmente capaces para las conquistas modernas. Ha concluido la misión de la espada. Ha pasado la era de los cartagineses, romanos, árabes, españoles, franceses, hombres de hierro y de sangre, vencidos y aplastados por las ideas económicas. Mejor que la espada, el fusil; mejor que el fusil, el cañón; mejor que el cañón, el oro. Quien maneje el oro, mandará más que César, más que Felipe II, más que Napoleón. Pero así como no todas las razas fueron capaces de manejar la espada, no todas son capaces de manejar el oro.
            Esto piensa Blumenn encorvado sobre el asiento. ¡Parécele sentir el carro del Anticristo, sobre ruedas de oro, tirado por los economistas cristianos!
            -¡Dentro de medio siglo habrá llegado! ¡Y será el Mesias!
            Su agitación es tal que otros pasajeros lo notan y el boletero se le acerca. -¿Está enfermo don Zacarías?

El banquero lo mira, atolondrado, completamente en la luna, y sin responder se agacha y vuelve a soñar.
            En las bocacalles hay un farol debajo del cual algún impaciente, que acaba de comprar un diario de la tarde, El Nacional o Sud América, devora las noticias. El oro sube, las acciones en la Bolsa bajan, discursos amenazantes. Rumores de revolución. Las horas del gobierno están contadas.
            Zacarías Blumenn sueña que algún día sus hijos o los hijos de sus hijos serán diputados o ministros; tal vez uno de ellos presidente de la república. Toda su fortuna y todo el poder de la Sinagoga se arrojarán en el platillo de la balanza. ¿Quién podrá vencerlo? En verdad, no tiene más que un hijo, linfático muchachito de trece años, que ha heredado su nombre, sus venas blancas, su nariz fina. Pero cuando él se case, con una muchacha argentina, cristiana de religión, ella será más fecunda que la bella Milka Mir.
            La estridente corneta del mayoral rompe el frágil tul de sus visiones. El sueño y el viaje han terminado. Descienden. Calle lóbrega, con aceras de ladrillo y calzada de tierra, la calle de la Sinagoga, casi a los extramuros del oeste. Los pocos zaguanes vecinos, cerrados a esa hora. Un farolito de trecho en trecho y algunas sombras que se deslizan a lo largo de las paredes y de pronto se hunden en mayor oscuridad.
Zacarías piensa: Cuando solamente la mitad del oro del mundo esté en manos judías, la Sinagoga, o más propiamente, el Gran Kahal de París o de Nueva York, con un solo signo, podrá desencadenar tan grande crisis en el mundo que las naciones cristianas perezcan de hambre y se vendan ellas mismas a Israel. Y se cumplirán las promesas del misterioso Salmo 47, que los judíos leen siete veces cada año nuevo Rosch Haschama entre los horripilante aullidos de un cuerno de carnero que sólo esa vez se toca: “Pueblo, batid palmas y celebrad a Dios con gritos de alegría. Porque Jehovah, el Altísimo, someterá y arrojará a vuestros pies a todas las naciones.”
Con esto llegaba a la puerta de la Sinagoga, que miraba al occidente, y estaba entornada. La empujó, haciendo deslizarse la piedra que la mantenía, entró y volvió a cerrarla. Es el vetusto caserón de una quinta, lugar de recreo de algún rico, en tiempos de los españoles. Entonces aquel punto de la ciudad era la plena campaña y las casas tenían humos de fortalezas, con sus espesos paredones, sus sólidas rejas, sus puertas infranqueables. Una lámpara a kerosene colgada en el zaguán apenas alumbraba el primer patio, circundado de galerías con gruesos pilares. Luego otro zaguán y otra lámpara que oscila en el viento; un segundo patio sin galerías, con un aljibe y un parral, a manera de toldo; y más allá, detrás de una tapia, la huerta de naranjos, tan sombría, que ya al atardecer causa miedo.
Allí está la Sinagoga; y allí funcionan los dos supremos tribunales que mantienen la unidad y la fisonomía de los judíos: el Kahal y el Beth Din.
Los cristianos piensan que ser judío es profesar la religión judaica. No se imagina que es otra cosa: que es pertenecer a una nación distinta de aquella en que se ha nacido o se vive. Suponen que la Sinagoga no es más que el templo del culto israelita. Ignoran que es, además, su Casa de gobierno, su Legislatura, su Foro, su Tribunal, su Escuela, su Bolsa y su Club. La Sinagoga es la clase de uno de los hechos más sorprendentes de la historia.
Los fenicios, los caldeos, los asirios, los egipcios, los medos, los persas, los cartagineses, han desaparecido. Mientras que los judíos, sus contemporáneos y alguna vez sus siervos, han perforado los siglos, han llegado a nosotros, y con admirable orgullo nacional, se proclaman el pueblo anunciado por la Sagrada Escritura para dominar el mundo. De la antigüedad, anegada en el diluvio de los pueblos cristianos, no queda más que la Sinagoga, insumergible, como el arca de Noé, con su tripulación escogida, sus leyes, sus costumbres, sus ritos, su sangre y hasta las líneas indelebles de su rostro. La Sinagoga es el alma del judaísmo.

Y el alma de la Sinagoga no es la Biblia es el Talmud.
Y el alma del Talmud es el Kahal.
Pero ¿quién sabe, sobre todo, quién osa explicar exactamente lo que es el Kahal?

En un ángulo de aquella vieja mansión de galerías enladrilladas y patio con aljibe y parral, había un pedazo de pared sin revoque en memoria de Jerusalén y su templo destruido y un letrero que decía: Zescher la sorban (recuerdo de la desolación). Y en otra esquina un largo tronco de palmera que asomaba, como un mástil, por arriba de los techos.
Solamente quienes conocían el ritual, comprendían su sentido. La Sinagoga, donde funciona el sagrado Kahal, tiene que ser la construcción más alta de la ciudad. Cuando no pueden levantar una torre, erigen un mástil. Los rabinos son los más ingeniosos casuistas del mundo. El mástil era una solución allá por 1887. Ahora no basta, por culpa de los rascacielos, cada día más audaces. ¿Dónde hallar palmeras más altas que un vigésimo piso?
Y los rabinos se han vuelto a sumergir en el estudio de la Mischna que es la Ley escrita, y de la Guemara, comentarios de la Ley por los antiguos rabinos. Y ciertamente en esa vasta colección de libros que forman la Mischna y la Guemara y a la cual se da el nombre de Talmud, acabarán por hallar algún versículo que los libre de rehacer sus sinagogas. Entretanto, han discurrido alquilar, para ciertas ceremonias, el último piso de más alto de los rascacielos de la ciudad, que las más de las veces pertenece a un buen hijo del Talmud.

¿Qué son, pues, el Kahal y el Beth Din?

Desde que un judío toca los umbrales de la vida hasta que sus despojos, lavados con agua en que se han servido rosas secas, y envueltos en un taled se encierran en las “casa de los vivos” Beth hachaim, vive secretamente sometido al Kahal. Tribunal misterioso, como una sociedad de carbonarios, existe donde quiera que hay judíos. Si son pocos y la comunidad es pobre se llama Kehillah. Si son muchos y tienen rabino y Sinagoga ya es un Kahal, que manda sobre todos los Kehillah de la región. Y si se trata de una capital populosa, donde habitan millares de hebreos, se instala un Gran Kahal, con jurisdicción sobre todos los Kahales del país.
Hace medio siglo, los trescientos y tantos judíos de Buenos Aires no hubieran obtenido en Europa o en los Estados Unidos más que un modesto Kehillah. Sin embargo, se les concedió un verdadero Kahal en atención a las riquezas del país y a las ilimitadas perspectivas que sus leyes sabias y generosas y su hospitalaria población ofrecen al pueblo de Sión. Esperanzas que no se defraudaron. Hoy Buenos Aires tiene la honra de poseer un Gran Kahal, la suprema autoridad de innumerables Kahales y Kehillas erigidos en ciudades y pueblos argentinos, que sólo dependen a su vez del Gran Kahal de Nueva York, verdadero vaticano judío.

Aunque sean varios los miembros del Kahal, la acción se la imprime el más enérgico, Y ese puede ser un ilustre Rosch (jefe), un Gran Rabino o un simple I kur (vocal) y hasta un modesto Schmosch (secretario) que se haya hecho conferir la temible facultad de perseguidor secreto, o sea de ejecutor de las altas decisiones del tribunal. El Kahal es un soberano invisible y absoluto.
Comercio, política, religión, vida privada en sus detalles más minuciosos (relaciones entre padres   hijos, entre marido y mujer, entre amos y criados) todo está regido por el Talmud y controlado por el Kahal, que es su expresión concreta. Y aunque instituido para aplicar la Ley de Moisés, y el Talmud, en la práctica desborda y contradice a la misma ley.

La Biblia es como el agua
El Talmud es como el vino
El Kahal es, mejor aún, como el vino aromático
El mismoTalmud proclama la infalibilidad y la omnipotencia de los rabinos sus intérpretes.

Hijo mío, atiende más a las palabras de los rabinos que a las palabras de la Ley.” (Erubin, 21 b)
“Porque la palabra de los rabinos es más suave que la de los profetas.” (Sepher Caphtor U-Perach, 1590, 121)
“Y el temor al rabino es el temor de Dios.” (Maimonides Jad. Chaz. Nilch Talm. Thora, Prek S.I.), a tal punto que “si un rabino te dice que tu mano derecha es tu izquierda y que tu izquierda es tu derecha, debes creerle.” (Rabbi Raschi, Ad. Deuter. XVII, II.)

Por lo cual, el Talmud declara que el que “desprecia las palabras del rabino merece la muerte.” (Erubin, 21. B)
Y entre el rabino que hace la doctrina y el Kahal que la aplica hay una estrecha inteligencia que el público ignora.

            Él solo sabe que es inútil rebelarse y conveniente obedecer. Porque si el Kahal es duro y temible como un tirano caprichoso, es también un protector omnipotente.
            Junto al Kahal, que legisla y manda actúa el Beth Din, (verdadero tribunal secreto) que se evoca a todo pleito judío, y lo juzga no conforme a las leyes del país, sino conforme al Talmud. Y sus sentencias se cumplen, así el condenado se esconda en el seno de la Tierra. Ambos tribunales funcionan en la Sinagoga.
            La sala de 1887, donde se reunían las asambleas de los judíos, era modesta y limpia, toda pintada de blanco. Sus paredes, hasta donde un hombre podía alcanzar, estaban cubiertas de tapices, sobre cuyo borde superior corría una ancha franja de lienzo, con misteriosas leyendas hebraicas, estrellas de seis picos y tablas de la ley. Cada vez que se abría la puerta una bocanada de viento de la calle hacia oscilar como péndulos las tres lámparas de aceite suspendidas de los desnudos tirantes del techo. En el costado del oriente había una arca llamada Arón, recuerdo del Arca de la Alianza, donde se guardaban, envueltos en preciosas telas, los rollos de la Ley, o la Sfer Thora, el libro sagrado por excelencia.


La Thora contiene los cinco libros de Moisés, el Pentateuco, que es la historia del pueblo de Israel desde la creación del mundo hasta la muerte de Moisés, y su legislación civil y religiosa. En largos rollos de pergamino, meticulosamente preparado, un copista de rara habilidad, empleando tinta negra, cuya estricta fórmula dan los rabinos, ha escrito a mano el antiquísimo texto sin cometer un solo error. Bastaría, en efecto, que se hubiera equivocado en una jota, o que su tinta no fuera la del ritual, o se descubriera que una de las pieles había sido aderezada por un cristiano, para que toda la obra fuese desechada como indigna de la Sinagoga.

            Hacia el tercio de la sala, no lejos del Arón, estaba el altar, sobre el cual ardían cuatro velas, para facilitar la lectura de la Thora, ya que la luz de las oscilantes lámparas era harto mezquina.
            Seguían los escaños para los fieles.
            Blumenn sentóse en el primer lugar, por haber comprado al Kahal es privilegio. A su lado sentábase Mauricio Kohen, de Varsovia, descendiente de la familia de Aarón, los antiguos levitas, como lo indicaba su nombre Kohen, sacrificador. En otros escaños sentáronse diversos personajes, todos con el sombrero puesto, porque los israelitas en la Sinagoga, en la mesa y en sus visitas permanecen cubiertos.
            Cuando se llenaron todos los asientos se levantó el Rosch-hak Keneset (jefe de la asamblea), que era entonces también el feje del Kahal, Salomón Wofcy, anciano barbudo, de anteojos de oro. Tenía puestas las tefflilin, correas con que se ciñe la frente y los antebrazos, un pergamino donde se han escrito pasajes del Exodo: “Escucha, Israel…etc.”. Y arriba del sombrero, el taled, velo blanco de cuyas cuatro puntas cuelgan los zizith, flecos de ocho hilos de lana, anudados cinco veces.
            El Rosch tenía majestad de sacerdote y de príncipe.
Desplegó ante la asamblea uno de los rollos de la Sefer Thora, y con voz penetrante pronunció en hebreo las clásicas palabras del libro santo: "Esta es la ley  que Moisés impuso a los hijos de Israel.” E invitó a Kohen, primero que a Blumenn, a leer el comienzo del capítulo correspondiente a ese día.
            Han divididoel Pentateuco en 52 lecciones, una para cada semana, de tal modo que al cabo del año terminan su lectura y vuelven a empezar. Después fue el turno de Zacarías Blumenn, que entendía la letra hebrea, pero no comprendía el texto, y necesitaba el auxilio del turgeman (traductor) de la Sinagoga, el cual lo interrumpía al final de cada versículo, si era la Ley, o de cada tres versículos, si eran los Profetas, marcando así la menor veneración que merecen los Profetas comparados con Moisés, y ponía sus palabras en lengua vulgar.
            Zacarías Blumenn, más rico que Mauricio Kohen, sentíase humillado por su ignorancia. El leer ante la asamblea era un honor que, como todos los honores de la Sinagoga, se adquiere mediante pago al Kahal. Pero existía, además, el derecho de hablar, a manera de predicación o de comentarios y aun para debatir asuntos y negocios En este caso se apagaban las velas del altar, señal de que podían tratar de cosas profanas.
            Esa noche Zacarías Blumenn pidió la palabra. Su voz era exánime y sin timbre:
            -Quiero que, según nuestras leyes y costumbres, el Kahal ofrezca en venta la casa de don Justino Adalid, en la calle Florida, y su estancia de dieciocho leguas cuadradas, con haciendas y colonias.
            Gracias a la poca luz pudo Kohen disimular su fastidio. No habló, sin embargo; ni miró a Blumenn, que con la cabeza caída sobre el pecho, aguardó la respuesta del Kahal por boca del jefe. El vecino de Kohen a su derecha dijo a éste en voz bajísima:
            -Yo ofreceré por usted. ¿Hasta cuánto?

Kohen escribió con el dedo sobre la tabla del escaño, para que no advirtieran sus maniobras la cifra que él quería ofrecer. Más fue inútil, porque Blumenn principió las ofertas con una cantidad cinco veces mayor, lo cual significaba su propósito de no dejarse vencer.
            Los seis miembros del Kahal y el Rosch deliberaron por fórmula y respondieron a Blumenn que aceptaban su propuesta, y él, sin prisa, contó un centenar de billetes de cien pesos y lo depositó sobre el altar. Y el Rosch se puso de pie, y solemnemente, los brazos extendidos sobre los ya invisibles rollos de la Thora, pronunció estas palabras:

            “Hoy, jueves, víspera de la luna Aira, dl año 6548, sepan todos que este Kahal ha vendido a Zacarías Blumenn por la suma de 10.000 pesos el derecho de explotar la casa paterna y la estancia de don Justino Adalid, desde el centro de la tierra hasta las nubes más altas, para él y para todos sus descendientes. Y sepan todos los judíos que ninguno de ellos puede comprar esas propiedades aunque el mismo Adalid quisiera vendérselas en todo o en parte, por ningún precio, motivo ni pretexto…”

            Zacarías Blumenn habló de nuevo.
            -He comprado el Hazaka, esto es el derecho de  explotar los bienes materiales de don Justino Adalid. Propongo ahora comprar el Meropiié, o sea el derecho de explotar su persona.
            Mauricio Kohen repuso prontamente:
            -Yo ofrezco diez mil pesos por ese derecho.
            -¿Diez mil pesos? ¡Yo ofrezco cien mil!
            Kohen pareció hundirse bajo aquella cifra, que para un negocio absolutamente imaginario resultaba insensata; y guardó silencio. Y el Rosch se levantó de nuevo, recibió los cien mil pesos y con fría solemnidad anunció que el negocio estaba consumado y que ningún judío de Buenos Aires ni del mundo podría en adelante prestar dinero o comerciar en otra forma con don Justino Adalid ni sus descendientes hasta la terminanción de los siglos. Y para que esto fuera sabido se mandaría copia del acta de venta a todos los Kahales del Universo.
            -¡Cien mil veces loco! Murmuró Kohen.
Blumenn alcanzó a oírlo, y exclamó con voz lamentable:
            ¡He pagado un alto precio! Ahora exijo que el santo Kahal apostrofe y maldiga al que intente burlar mi derecho.
            Es justo –dijo el Rosch, que extendió las manos, y pronunció esta solemne imprecación:

            “En nombre de Aquél que dijo: No hay más Dios que yo. Y yo soy el Dios de todos, que te saqué de la tierra de Egipto y de la casa de la servidumbre; y conozco los pecados de los padres, que me aborrecieron en los hijos de los hijos hasta la cuarta generación, y tengo misericordia de los que me aman y guardan mis mandamientos; y en nombre del Kahal y del Beth Din de Buenos Aires, aviso a todos los judíos del mundo el derecho de Zacarías Blumenn; y si alguien no cumple y lo desconoce, sépase que su pan no es el pan de un judío; que su vino es el vino de un goy; que sus frutos están podridos; que sus libros son libros de hechicería; y hay que cortar los zizith de su manto; y arrancar la mezuza de su puerta; y no hay que comer, ni beber con él; ni circuncidar a su hijo; y si bebe en una copa y es de cristal hay que romperla; y si es de plata, hay que fundirla en el fuego, porque es un Nahri (pagano).”

            Unos escuchaban con horror, otros con indiferencia. Los más ignoraban quien fuese don Justino Adalid, ni qué clase de negocios podía tener nunca ninguno de ellos con tal señor. Mauricio Kohen, profundamente irritado, pidió la palabra y se aproximó al altar. Las pupilas penetrantes detrás de los gruesos cristales de sus anteojos de oro. Las mejillas encendidas; el rubio y escaso cabello en remolinos, ¿Odio personal? ¿Fanatismo religioso? ¿Intereses desbaratados?
Mientras él habló, Zacaría Blumen parecía dormitar.

-Recordad, hermanos, que se aproximan los tiempos anunciados por los profetas. Dentro de ochenta y nueve años, según nuestro Zohar, el Libro de Esplendor, o sea en 1966 para los cristianos, se levantará el verdadero Cristo, que entregará a Israel el Imperio de todas las Naciones. El Universo no ha sido creado sino a causa de Israel, según afirma el Talmud. Nos han perseguido, nos han dispersado. Con eso nos han derramado sobre la tierra, y hemos podido filtrarnos en todos los países. Hemos destruido los privilegios de las castas y de las coronas y hemos inventado los privilegios del oro, ídolos que el Sumo Sacerdote Aarón levantó en el desierto y adoraron los israelitas de Moisés.
     Somos el uno por ciento de la población del mundo entero, y poseemos ya la mitad de las riquezas de todo el mundo. No es necesario luchar por la otra mitad. Nos bastará apoderarnos de todo el oro, que es apenas la centésima parte de la riqueza universal. Y cuando ya no quede ni un adarme de oro en manos de los gobiernos ni de los particulares, podremos hacer que los pueblos cristianos mueran de hambre y de frío, aunque posean todo el trigo, y todos los rebaños, y todas las minas existentes. Porque no podrán cambiar lo que les sobre por lo que les falte y no serán capaces de renegar de las doctrinas que les hemos enseñado.
     No nos embaracemos, pues, ni de casas, ni de campos, ni de haciendas que no se puedan transportar ni esconder; y que apartan nuestro corazón de la tierra prometida.
     Y a ti, que quieres llenarte de campos y de estancias, te pregunto: ¿vas a hacerte agricultor? ¿No conoces la máxima del Talmud: “el que tiene cien florines en el comercio, come carne y bebe vino; el que los tiene en la agricultura comerá hierba”…? Por eso te conjuro y te digo con el espíritu de nuestra raza: “No cultives el suelo extranjero; pronto cultivarás el tuyo; no te fijes en ninguna tierra, porque serás infiel al recuerdo de tu patria; no te sometas a ningún señor, porque no tienes otro que Jehovah; consérvate como si estuvieses de viaje, a punto de partir; y pronto verás las colinas de tus abuelos, y esas colinas serán el centro del mundo, del mundo que estará bajo tus pies.”


Gruesas gotas de sudor aparecieron sobre la frente del fogoso Kohen. Zacarías Blumenn no contestó, ni pareció advertir la alusión, y la asamblea se disolvió en silencio.

En la esquina de la calle juntáronse de nuevo Blumenn y Kohen y tomaron el mismo tranvía.
Y sucedió aquella noche que Blumenn dio diez centavos al mayoral y dijo a Kohen:
-Mauricio, ti pago la tranvía.
Y Mauricio se hizo el desentendido, pero se lo dejó pagar.
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Continuará…..

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Todas las Novelas de Hugo Wast, Madrid, Ediciones FAX, 1942.










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