miércoles, 7 de marzo de 2018


LORCA

UNA CRIATURA DE CREACIÓN

Lo sabe todo el mundo, es decir,  en esta ocasión el mundo entero: Federico García Lorca fue una criatura extraordinaria.

“Criatura” significa esta vez más que “hombre”. Porque Federico nos ponía en contacto con la Creación, con ese conjunto de fondo en que se mantienen las fuerzas fecundas, y aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial, una trasparencia de origen entre los orígenes del universo, tan recién creado y tan antiguo. Junto al poeta –uno sólo en su poesía se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: “hacía… Federico”. Pero no por acumulación de originalidades sino por originalidad de raíz: criatura de la Creación, inmersa en Creación, encrucijada de Creación, y participante de las profundas corrientes creadoras. Por lo tanto, nadie con más naturalidad poeta, y no sólo en la cima del verso. A todas horas, aquel vivir estaba oreado por la gracia. De ahí la fascinación que causaba Federico, y de un modo irresistible. Para imponerse no tenía que alzarse a una tensión más alta. Extraordinario, sí, a su propio compás ordinario, con esa naturalidad que sobrepasa a la naturaleza porque es un don del cielo. Tanta vida rebosa espíritu. ¡Y de qué empuje! La poesía de Lorca nos enfrenta con los elementos últimos: eso que a él le revelaba la inspiración nocturna. (“Duende” en su lenguaje) ¿Y la otra inspiración, la celeste del mediodía? Su rayo alumbraba al hombre y nos deslumbraba a nosotros. La intensidad de vida natural se identificaba en Lorca a su constancia de invención, a su chorro de espíritu. Por supuesto, ninguna exquisitez amanerada, ningún mañoso melindre. Nadie más llano y desenfadado que Federico: uno más entre sus compañeros. Pero ¿Quién no se percataba enseguida de su eminencia? Eminencia no sólo debida a sus recursos en conversación, en poesía, en música, pintura.

Había algo anterior y radical de donde todo irradiaba. Lo más importante en Federico era…ser Federico. Después le reforzará la maestría de su esfuerzo. Ahí está, por de pronto, una criatura en todo el resplandor de su ser. Este resplandor se llama simpatía.

            ¡La simpatía de Federico García Lorca! Era su poder central, su medio de comunicación con el prójimo y de complicidad con las cosas, su genio: el genio de un imán que todo lo atrajese. ¿Y cómo no ha de seducir tal grado de vitalidad, si nada hay más seductor que la evidente vida misma? Alguna vez, muy rara, sucedía que alguien, torpe, insinuaba algún recelo al entrever a Federico sin conocerle. Entonces advertía yo al receloso:
            -Mire, es inútil resistirse. Federico “se lo comerá” a usted; quiero decir, le dejará embobado. No hay quien pueda con él.
            ¡Qué energía bajo tanta gracia! Don Francisco Giner, gran maestro solía concluir, cuando no encontraba motivo para elogiar y como refugio de su benevolencia:
            ¿Fulano? Muy simpático.

            En aquel  Fulano, la simpatía quizá resumiese un valor mínimo. En otros Fulanos, los mejores, condensa el valor supremo: Ante nosotros se yerguen tres figuras, ya relacionadas por Dámaso Alonso, dispares, muy dispares, y con igual imperio de simpatía: Juan Ruiz, Lope, Federico. ¡Qué garbo, y a qué sol, el de aquellos escritores! No importa que no sepamos a ciencia cierta quién fuese Juan Ruiz. Mos basta el Libro de Buen Amor. Tal creación supone un creador; no hay posible ateísmo. El día se despeja al acercar estos nombres, que ya nos sonríen: Juan Ruiz, “el Arcipreste”, Lope, ya sin Vega, y Federico. Federico para los que aún no le conocieron. Los apellidos aluden al grupo social. “Federico” señala precisamente la persona irreductible, que lo es regalándose en efusión expresiva. Y no se expresaría tanto la persona si no se entregara a los demás entendiéndolos y queriéndolos –mientras va apresándolos en la red de las simpatías innumerables: actos y palabras, actos de amigo y palabras de poeta. ¡Cuántas amistades entraban en aquel orbe personal, lírico y dramático! Tanto interés por los unos y los otros, objetos y sujetos, no cabía en la canción, el romance, la oda; se necesitaba el teatro, desde la tragedia a la farsa. Esta amplitud vital e inventiva define al gran poeta. Federico García Lorca lo fué plenamente en el desenlace de la página y en el caudal originario.

II
            Hondo el caudal. Dentro del hombre latía su infancia. Federico nunca fue un mozalbete sin fundamento; se lo impedía ya aquel fondo de niño. Nada más contrario a la “puerilidad” que la frivolidad de que adolecen tantos adultos,, tengan o no el ceño vanamente severo que censuró Fray Luís. La infancia, libre, sin vínculos útiles, sin metas interesadas, retozando, triscando, derrocha espíritu: juega. Federico guardaba una agilísima facultad de juego, procedente de aquel abril propicio al canto: “En abril de mi infancia yo cantaba” (Libro de poemas: Balada triste). Esta conciencia de tesorero –porque esa mina del ayer infantil es un tesoro- no quitaba espontaneidad; más bien fortalecía su ímpetu. Y jugaba, jugaba a sus juegos de muchacho y de poeta con las cosas y con las frases, muy felices en su novísima situación. Si lo denso adquiere velocidad alada, lo volante se aploma lo mismo en el vivir hablado que en el sobrevivir literario. Divirtiéndose, Federico nos infundía a todos una máxima salud libérrima. Porque la niñez no es el vert paradis  que para siempre se perdió, inaccesible confín de nostalgia ante un Baudelaire, desterrado de la primera felicidad. No es una felicidad con telón de sierra granadina la que Federico ha de resucitar; dentro del hombre perdura como pasado vivo. El hombre puede preservar aquellas calidades, y su mundo más valioso se enriquecerá con las irisaciones y los encantos que suscite una magia de niño creador. Entre los dos o tres años y los seis o siete somos poetas. Pues Federico ha conservado ese don –que por completo no falte a nadie- más que a nadie. No es que todo lo pueril sea poético y todo lo poético sea pueril. Para sostener tan extremada proposición habría que incurrir en… niñería. Pero Federico mostraba sin lugar a dudas cómo la libertad, el desinterés, la pureza, la alegría de sus juegos, allá en su Edad de Oro, favorecían la virtud creadora de su edad sin oro. ¡Qué profundidad poética en su gracia y sus gracias d amigo sin cesar ocurrente, sin cesar inspirado! Y la conversación corría entre sus pausas de silencio para dejar al interlocutor que también se luciese. Y el interlocutor se lucía a menudo, porque entre los compañeros de aquella generación los había tan brillantes como Federico. Pero en él irrumpía algo más y diferente, no sé cuál onda que iluminaba t refrescaba el espacio y los ánimos
            Federico se entendía muy bien con los pequeños. Y los pequeños se dan cuenta en seguida de quién sabe hacerles caso sin afectaciones de infantilismo. Un ejemplo: cartas del 25 al 28 me atestiguan que Federico otorgaba su atención afectuosa a Teresa y Claudio Guillén. En una postal del 26 me comunicaba que tal vez fuese a Valladolid “sólo por estar contigo unos días tranquilo y con Teresita”. Un viaje a Valladolid dio pretexto al poeta para dedicar “El lagarto está llorando…..” a “Mademoiselle Teresita Guillén”, que tocaba en su piano de seis notas. “Dile a Teresita –me encargaba- que le voy a contar el cuento de la gallinita con traje de cola y sombrero amarillo. El gallo tiene un sombrero muy grande para cuando llueve. Dile que le contaré el cuento de la rana que tocaba el piano y cantaba cuando le daban pasteles”. De estas improvisaciones íntimas se pasa con perfecta continuidad a la canción para niños –entre otras, la brindada a Solita Salinas, “Amanecía en el naranjel…” o sobre niños:
El niño busca su voz
(la tenía el rey de los grillos).
En una gota de agua
Buscaba su voz el niño.
Lo primordial no es la niñez como tema sino como actitud. ¿Una naranja y un limón? Vamos a jugar con esos dos frutos, a relacionarlos con otros seres: la niña, el sol, el agua.
Naranja y limón.
¡Ay la niña
Del mal amor!
Limón y naranja.
¡Ay de la niña,
De la niña blanca!
Limón.
(Cómo brilla el sol)
Naranja.
(En las chinas del agua)
El niño que existe en el poeta están disponiendo esas palabras en combinaciones caprichosas –hasta cierto punto, porque forman sentido- como si estuviese jugando en una playa con piedras y conchas. Así jugaba Federico, entre su imaginación y sus manos, con el mundo. ¿Y los juguetes? No correspondían a su carácter –opuesto al de Pedro salinas, otro gran tesorero de niñez, muy aficionado a las máquinas ingeniosas.

III
            Sería un error inferir que esas inclinaciones rebajan la seriedad del adulto. El niño posee en algunos trances una seriedad de mejor ley que muchos mayores. Esta potencia de infancia acrecentó la juventud de Federico –quien no se negaba, es claro, a las exigencias de la edad. No hay más remedio que vivir sin trampas, sin decoraciones falaces, según la verdad de los años que van cumpliéndose. Federico fue adquiriendo un aplomo que denotaba la madurez en que iba cuajando aquel gran fervor de existencia, aunque nunca se aminorase el ímpetu juvenil. Así quedará Federico ante el futuro: eternamente joven. Por fatalidad de carácter y de estrella, a él le tocó en su veloz relampagueo el destino del poeta romántico, del genio todo en juventud y sólo en juventud. El portrait of the poet as a Young man será el que mejor represente a Federico: muchacho con la soltura y la desenvoltura de un estudiante entre los estudiantes de la Residencia de Madrid. Si se impone, y con tanta sencillez, no es por la autoridad que habrían corroborado títulos o circunstancias de posición. ¿Autoridad? No es el concepto pertinente; implicaría demasiado énfasis. ¿Prestigio? Sí, y en su acepción literal. Prestigio que dimana del propio ser, y no ringorrangos de jerarquía. Federico es el primero allí donde se encuentre porque es Federico, ni siquiera en cuanto señor García Lorca. Otros han menester de ayudas teatrales, de ceremonias y uniformes. Nuestro poeta lo es a cuerpo limpio, a genio limpio. ¡Un estudiante nada más!, entre camaradas. Todos los presentes lo son para él porque están presentes. Con todos conversa, a todos abraza, con todos se regocija. Él es uno más, uno de tantos. Pero ¡qué uno! Pedro Salinas evoca “ese hervor, ese bullicio, esa animación que levantaba su persona entera por donde iba. Se le sentía venir mucho antes de que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias en su tierra, de cascabeles por el aire. Cuando ya había marchado, aún tardaba mucho en irse, seguía allí, rodeándonos aún de sus ecos, hasta que de pronto decía uno: “Pero ¿se ha ido ya Federico?” Es que había ahondado y allí se respiraba una ultra-atmósfera en la atmósfera. Añade Salinas: “Siempre con su séquito. Le seguíamos todos, porque él era la fiesta, la alegría que se nos plantaba allí de sopetón, y no había más remedio que seguirla.”
            El poeta, según esta encarnación, no será el que más se aparta sino el que más se relaciona. Soledad, no, compañía; y compañía no sólo del lirio o del cordero; también de los hombres; y no sólo de los muertos y de los ilustres; también de los vivientes y de los oscuros. En torno a Federico se daban cita gentes de los más diversos pelajes. Él sabía a cada paso con quién se jugaba su tiempo. Porque estas charlas abiertas a tantos constituían un derroche de horas, y vivir equivalía a derrochar. De esta suerte era Federico generoso como era poeta; y en él este vocablo no rimaba con esteta. Sin temor a los roces del mundo, muy lejos de  “las quebradizas veleidades del vidrio” –me viene a la memoria esta imagen de nuestro caro Alfonso Reyes-, el poeta campaba al aire libre. Cruza por la terraza del café un bergante cualquiera.
            -¡Federico!
            Y se le tienden unos brazos. Y el poeta siempre tendrá una palabra cordial para ese transeúnte más o menos conocido. Cristianísima cordialidad: ¡hermano bergante! A través de las múltiples acogidas se trasparentaba asimismo el dramaturgo, el que pondrá en movimiento a tantos personajes. Estos breves diálogos oportunos exigen una continua atención al prójimo, y no la atención de quién observa ahora para escribir luego sino de 1uien simplemente convive. Por supuesto, vivir es convivir o no es nada. Pero en nuestro contertulio-dramaturgo la convivencia se ensanchaba con amplitud y variedad muy poco frecuentes. ¡Cuántas virtudes afluían por entre aquellos despilfarros! Virtudes tan apretadas que tal vez fuesen una sola: simpatía, generosidad, bondad. En suma: ¡qué buen chico era aquel hombre tan único! Buen chico y muy cortés con todo su aparente desgarro.
            “¡La cortesía es tan bonita…..”!, le oí decir a propósito de las insolencias que cultivaban algunos compañeros en genialidad, si no geniales.
            También se da en muchos artistas una altivez que molesta. ¡Ese yo! El yo desmesurado embaraza al altanero y a sus espectadores, sobre todo si redobla a la desmesura una secreta inseguridad. Federico pertenecía a la otra casta: las de quienes no precisan, por lo menos a diario, ninguna tensión de orgullo para tener conciencia del propio ser evidente. Se es. Nada más. Y no por comparación en una perspectiva que no puede establecerse desde la propia esencia. Federico era Federico con tan espontáneo vigor que no necesitaba remontarse a ningún Olimpo ni padecer envidia. Envidiado sí lo fue, mientras él, tranquilo y superándose, consagraba su esfuerzo a su óptima realización posible: esa que a su ser exclusivamente competía. Sin embargo, tanta personalidad ocupaba sitio. ¡Por qué no estorbaba y se hacía querer? Ahí estaba el quid. Aquella vida exaltaba la vida ajena: triunfante afirmación contagiosa, que se oponía a la disminución o negación del prójimo, arrastrado también hacia una altura más hermosa. Por eso, el interlocutor no se despedía jamás, intimidado ni deprimido. A los pulmones del más opaco llegaba aquel soplo de júbilo. Federico en persona, no en estatua no quedaba separado del visitante por cordón de museo. Con flexible holgura situaba en fraternidad a su círculo de oyentes. Y el diálogo centelleaba. Pero algo más profundo traspasaba aquellos donaires y chispazos, aquellas anécdotas cuyo movido repertorio no falta a ningún buen conversador. (Recuerdo que Unamuno, después de haber visitado a Valle-Inclán, convaleciente de una operación –primavera del 33-, nos decía: “¡Qué simpático estuvo! Me contó muchos cuentos. ¿Conocen ustedes el de la gallina?” Don Miguel y Don Ramón, ya en su ocaso, prefirieron exprimir su sabiduría intercambiando sus misceláneas anecdóticas.) Pues bien, sobre el ingenio de las conversaciones en que predominaba Federico, se difundía una coloración genial de aurora.
IV

Mi nostalgia de aquellos días se complace en rememorar los coloquios entre aquellos amigos. Éramos amigos, y con una comunidad de afanes y gustos que me han hecho conocer por vía directa la unidad llamada “generación”. Pedro salinas y yo, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti. Y Pepe Bergamín, y Melchor Fernández Almagro…. Menciono a  los sentados tantas veces alrededor de mesas más amistosas aún que intelectuales. Mediada la comida, ya era Federico el centro de la habitación, y no de la escena, porque nada artificioso se interponía entre aquellos comensales, que alternaban o superponían su tiroteo verbal. Allí no había comparsas. Melchor, tan circunspecto cuando escribe, tan nervioso y pigmentado cuando habla; Bergamín, para quien no ir ensartando sutilezas sería vicio contra natura; Alberti, el más joven y ya dueño de una perfecta maestría; Vicente Aleixandre, correctísimo, que aporta un sol rubicundo y lo regala, siempre generoso: Dámaso, formidable esdrújulo, ¡DÁMASO!, no hijo de la ira, que en la hora alegre es el más alegre. ¡Cómo se divertían juntos Dámaso y Federico! Nadie se engañe con la seriedad de Gerardo, fervoroso y caprichoso, tierno y de repente Equis y Zeda (Fábula de). ¡Qué jocundidad añadía la recitación de Federico a los versos de Gerardo más formal!

Por eso, Clementina,
por  eso yo te espero
el veintitrés de enero
sobre mi hamaca gris…

Y salinas, nada don Pedro, con su humor madrileñísimo, humano como ninguno; a todos entiende y con todos se las entiende muy bien.
Otros nombres relevantes habría que subrayar –de Juan Larrea a Pedro Garfias- si esta enumeración, limitada a ciertos momentos gratísimos de mesa y sobremesa, se convirtiese en manual de Historia. No sería posible dejar fuera del cuadro a tres ausentes de algunas de aquellas reuniones en Madrid: Luís Cernuda, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre. ¡Exquisitos andaluces! Luís Cernuda, con voz tan personal desde su primera obra; Emilio Prados, en carne viva, en alma viva a flor de piel, dentro de su soledad no falsificada. Y ese fantástico Manolito, que parece soñar cuantos más vive y se desvive; y ninguno con más biografía que él. ¡Cuántos poetas! Los unen afinidades no del todo electivas. Pero ¡qué diferentes! Helos juntos –con ocasión de la comida en que se festeja a Luis Cernuda- el 20 de abril de 1936. Quien ofrece el homenaje es Federico; no podría ser otro el rector de aquellos ágapes de amistad y poesía: “Entre todas las voces de la actual poesía española, llama y muerte en Aleixandre a la inmensa en Alberti, lirio tierno en Moreno Villa, torrente andino en Pablo Neruda, voz doméstica entrañable en Salinas, agua oscura de gruta en Guillén, ternura y llanto en Altolaguirre, por citar poetas distintos, la voz de Luis Cernuda erguida suena original, sin alambradas ni foros para defender su turbadora belleza.” A todos aquellos escritores se les veía amigados en unidad de generación, antípoda de escuela: no había programa común. Algunos firmamos la invitación a celebrar un centenario, el de Góngora. Pero nada más remoto de un manifiesto. Y los “ismos” eran anteriores o de uso particular o laterales y extranjeros: el superrealismo. En cuanto a la poesía pura… ¿Quién de nosotros habría osado sin rubor ridículo presumir de puro? No, ninguna línea de partido literario. La generación se anuda en comunidad vital, y no se la sistematiza desde dentro.
¡Cuántos colaboradores heterogéneos asocia el aire de una época! La generación de Federico García Lorca ignoraba el marfil de torre. Las puertas no servían para defender ninguna clausura que habría sido “putrefacta”. (Vituperio que inventó Federico, Café de la Alameda, Granada. Los putrefactos: dibujos de figuras grotescas. “El cancro abrasador de los desiertos”….. El adjetivo pasa a Salvador Dalí, a Pepín Bello, y todos los empleamos.) La putrefacción de la encerrona estética no fue nuestro pecado. Y un día –diciembre del 27-, Federico y algunos de sus compañeros vamos a Sevilla en excursión literaria. (Dámaso Alonso y Gerardo Diego lo han contado admirablemente.) La excursión está patrocinada por un mecenas. Y este mecenas es… un torero. Personaje de primer orden, que será inmortal poéticamente gracias a los poetas de aquellos años. Ignacio Sánchez Mejías nos interesaba mucho, y no sólo por su hombría de gran sevillano y aquel porte de quien se jugara muchas veces la vida: “la suerte o la muerte”. Aquellas calidades, a las que nosotros –pobres de nosotros- no estábamos acostumbrados, podrían haberse resuelto en una gallardía pintoresca. Y no era así. Lo más sorprendente era que Ignacio discurría con una de las cabezas más claras de nuestro tiempo. En su mente no se embrollaban las ideas. Esta capacidad intelectual se extendía hasta los más finos escarceos irónicos. (Había que oírle desarrollar una de sus paradojas favoritas: cómo Ortega -¡Don José Ortega y Gasset!- era gitano.)
Aire de Roma andaluza
Le doraba la cabeza.

Y su elogio requería la palabra indispensable: “inteligencia”. Rafael Alberti fue el poeta preferido de Sánchez Mejías. En la tradición de un Pepe Hillo, de un Francisco Montes, cuyos tratados sobre el arte de torear se desenvuelven a modo de artes poéticas, Sánchez Mejías juzgaba paralelos a Belmonte y Lorca, a Joselito y Alberti: los primeros, con su poderoso “yo” romántico, triunfan magníficamente, irregularmente, mientras los otros dos, atentos a las esencias y a las formas, se atienen con todo rigor a las condiciones de la lidia. Este esquema, aquí simplificado, daba motivo a Sánchez Mejías para multitud de observaciones muy sagaces. Respecto a Federico, he de recordar el entusiasmo con que nos habló de Bodas de sangre en el Palace, donde nos congregábamos una vez a la semana durante algunos meses del 33. Sánchez Mejías, uno de los primeros a quienes el autor leyó la obra, vio muy claro inmediatamente que Bodas de sangre daba principio a una gran etapa dramática. Era fatal que la muerte de Ignacio inspirase a los dos insignes andaluces sus famosas elegías: el “Llanto” y “Verte y no verte”. (Ya le había dirigido una entrañable “Epístola” José María de Cossío, exacto centro de aquella conjunción de literatura y toros, quizás el único que tuteaba a toda la grey.)

V
¡Y pensar que García Lorca aparece ante el extranjero, ignorante de España, como un fenómeno aislado, brote repentinos después –así como suena- de Cervantes y Calderón! Tengamos presente la fecha inicial y la fecha final que acotan la vida de nuestro amigo: 1898-1936. ¡Qué admiración y qué pena nos remueven al reavivar en el recuerdo aquellos años tan fecundos para la cultura española! Bien podemos denominarlos “la edad de oro liberal”, designación con que Juan Marichal limita el periodo, demasiado amplio, que Azorín considera como el Segundo Siglo de Oro. Numerosas individualidades campan por sus respetos, pero todas ellas forman el coro que presenta a un pueblo en ascensión nacional. Son muchas tentativas independientes que coinciden en su resultado: una gloriosa España. Aquel Madrid, sí, señor, aquel Madrid con aire de ociosidad –encanto de Corte- disimulaba, asordaba un zumbido laborioso. Ciencia y literatura: desde Don Santiago Ramón y Cajal hasta Juan Ramón Jiménez y Ramón Pérez de Ayala, desde Don Ramón Menéndez Pidal hasta Don Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna. (¡Cuántas erres susurrantes de Ramones!) Entre Don Miguel de Unamuno –en su Salamanca- y el Miguel más mozo –aquel Hernández, pastor gongorino y calderoniano- se enraciman por decenas los trabajadores beneméritos en Madrid, en Barcelona, en toda España. (Y Picasso –Pablo Ruiz Picasso- y Juan Gris, que es un González, y Ricardo Viñes, catalán hispanísimo, en París. Y Santayana –Jorge Ruiz de Santayana-, tránsfuga, pero español, por América y Europa.). Con una casi escueta nómina, ya elegíaca, Moreno Villa ha sabido conmovernos. Y concluye: “En suma, que Madrid hierve, que mis amigos quieren superarse. Todo, todo un enjambre… ¡Qué maravilla” Durante veinte años he sentido ese ritmo emulativo, y he dicho: Así vale la pena de vivir. Un centenar de personas de primer orden trabajando con la ilsión máxima, a alta presión. ¿Qué más puede pedir un país?

VI

Ahí, ahí está –es y está- muy visible en su medio, Federico García Lorca. Su país no puede pedirle más. Como juego y creación se identifican tanto en este poeta, sin cesar trabaja divirtiéndose, sin cesar se divierte creando. Sus aficiones nacen penetradas por el mismo impulso poético. Federico dibuja, siguiendo algunos de los estilos contemporáneos, irrealidades, fantasmas. ¡Le influye el superrealismo? Salvador Dalí convive íntimamente con Federico en la Residencia de Estudiantes. También anda con ellos Luis Buñuel, futuro adalid del cinematógrafo. Acorde con aquel ambiente, el poeta perfila sus dibujos a pluma o a lápiz –o lápices de colores- como un aficionado modesto, aunque junte algunos en una exposición “oberta a les galeries Dalmau, del 25 de juny al 2 de julio de 1927” en Barcelona, entonces más favorable al arte moderno que Madrid. (El anuncio contiene una lista de veinticuatro composiciones, entre las que un “Claro de luna” contrasta con un “Claro de circo” y “Una gota de agua”, con un “Teorema de la copa y la mandolina”.) En general, el dibujo se mantiene como ornamento al margen. Sí una carta de Año Nuevo de 1927 terminaba: “He procurado animar la carta con dibujos.” Y lo consiguió. Eran son preciosas aquellas ilustraciones: frutas, copas, un atril con papel de música y un clarinete, fuente y surtidor junto a un payaso, dos ramas y sus limones… Este alcance plástico se manifiesta sobre todo en la obra lírica y dramática. Hasta los sueños se determinan con precisión:
Pronto se vio que la luna
Era una calavera de caballo
Y el aire una manzana oscura
En la “Ruina” de Nueva York.
            Más influyente que la pintura fue la música. Todos sabemos que en Federico resaltaba un gran temperamento de músico, acrecentado por la vigilia estudiosa. Habría podido ser compositor si se lo hubiese propuesto. Se contentó con ser de verdad un apasionado muy competente. En música fue tal vez donde el gusto de Federico se refinó con más pureza. De su piano surgían la interpretación fiel o estupendas imitaciones que implicaban conocimiento y crítica. A petición de alguno, que proponía un nombre, tocaba trozos no recordados sino inventados, con el inconfundible estilo del modelo. ¡Qué inteligencia y qué gracia una vez más! El Lorca músico se sitúa así, bromeando y estudiando, entre don Manuel de Falla, su dios más vecino, y Adolfo Salazar, de quien el poeta siempre, siempre hablaba con admiración. A Falla le enamoraba también la música popular, que tanto había de asociarse a la producción de lírico y el dramaturgo. (Su folklorismo, a pesar de todo, fue más bien “folklorismo” según la fórmula de Sender, otro Ramón…) Dice Federico de Onís, experto en esta materia: “Las armonizaciones con que acompañaba sus canciones eran suyas” y muy felices, “porque acertaban a descubrir la armonía y el ritmo implícitos en la canción”. Rafael Alberti, evocando el Pleyel de la Residencia de Estudiantes, resucita aquellas “¡Tardes y noches de primavera o comienzos del estío pasados alrededor de un teclado, oyéndole subir de su río profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste, ágil y alegre de España!
            -¡De qué lugar es esto? A ver si alguien lo sabe –preguntaba Federico, cantándolo y acompañándose:
Los mozos de Monleón
Se fueron a arar temprano
-¡ay, ay!-
Se fueron a arar temprano.

            -Eso se canta en la región de Salamanca- respondía. Apenas iniciado el trágico romance de capea, cualquiera de los dos que escuchábamos.
            -Sí, señor, muy bien-asentía Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al instante con un canturreo docente:
            -Y lo recogió en su cancionero el presbítero don Dámaso Ledesma.”
            La cultura se aliaba, pues, al entusiasmo. Total: una delicia.
            Hasta en aquellas veladas se adivinaba en Federico al organizador de espectáculos. Lo fueron ya sus conferencias, conformes con la índole de cualquier discurso, mal templado si se reduce a una lectura sin atractivo de presentación. Con toda naturalidad –la correspondiente “naturalidad de segundo grado”-, el poeta pasaba de la tertulia al acto público; en otros, aquel de 1928 el 13 de diciembre en la Residencia:
Canciones de cuna españolas
El programa recoge la música y la letra de una canción, escritas por el conferenciante,

Duérmete, niñito mío,
que tu madre no está en casa,
que se la llevó la Virgen
de compañera a su casa.

Un arabesco titulado “canción dibujada” y unos primorosos caballos de Moreno Villa, acompañantes de una nana:

A la nana, nana, nana
y a la nanita de aquel
que llevó el caballo al agua
y lo trajo sin beber.

Texto que anuncia Bodas de sangre:

Nana, niño, nana,
del caballo grande
que no quiso el agua…

            Federico tenía que llegar, en esta dirección del espectáculo, a la escena misma. Algunas de sus canciones –cantadas y bailadas- van a propagarse por mediación de la Argentinita y su hermana Pilar, que ascienden, al conjuro de Federico, hasta un nivel de arte más elevado. (A Encarnación López Júlvez, la encantadora Argentinita, quedará ofrecido el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”.) Tan rico talento debía  desembocar en el teatro. ¡Aquella Barraca! Yo tuve la fortuna de asistir a su primera aparición, una noche, en la Plaza de Burgo de Osma. Los estudiantes representaron muy bien dos entremeses de Cervantes. La guarda cuidadosa y La cueva de Salamanca, recreados por los directores Lorca y Ugarte (Eduardo Ugarte). Gran acierto, el de la Barraca (“La Bagruacua”, como dice Max Aub”, repetía Federico imitando las erres francesas de nuestro buen amigo. ¡Estos pormenores nos reaniman tanto aquellas horas!) “A todo atiende Federico –refiere Dámaso Alonso-, al tono de voz, a la posición en escena, al efecto de conjunto… En la plaza d un pueblo, a poco de comenzar la representación a cielo abierto, se pone a llover implacablemente, bien cernido y menudo. Los actores se calan sobre las tablas, las mujeres del pueblo se echan las sayas por la cabeza, los hombres se encogen y hacen compactos: el agua resbala, la representación sigue; nadie se ha movido.”

VII

            Ningún espectáculo era comparable -¿quién lo ignora?- al de Federico recitador de su poesía. Así es como se expresaba de una manera justa y suficiente aquel ser tan oral. Nunca se recalcará bastante que en Federico renacía el bardo anterior a la Imprenta. Publicar no era sino recitar. ¿Y a quién interpelaba aquella voz? Hoy responderíamos: a su patria, al mundo. Por de pronto, cuando el poeta recitaba, no había más horizonte que el de unos pocos oyentes privados. Nada de “minoría” melifluamente inmensa o minúscula. Eso habría implicado “putrefacción”, según nuestro lenguaje. La obra se mueve por sí misma hacia la posible hospitalidad, y no dibuja de antemano límites ni en grande ni en pequeño. ¿Minoría, mayoría? Falsos problemas para quien está queriendo expresarse con la pluma en la mano: actitud de hombre que no existe sino con otros hombres, para otros hombres. No hay soledad que no sea social. “Pour qui écrit-on?”, interroga Sartre. “Para ti, lector”, contesta Jean Cassou. Ese personaje no es un ente más o menos intemporal. Leen Fulano y Zutano: sucesivos lectores imprevisibles, sucesiva realidad que no encierra en cómputo. Para Federico García Lorca, el lector primero no era el lector sino el oyente. Como el “cante jondo” de tablado y se confina en la intimidad de la juerga, el “cante jondo” de nuestro gran andaluz se manifestaba dentro de la juerga poética. Así llamaba yo a las recitaciones de Federico; lo recordaba su hermano en uno de sus muy buenos estudios. ¡Curioso contraste! Al principio, el romance gitano florece como a la sombra de esos recónditos patios de Andalucía: tapias de cal y mucho cielo. Hoy, el auditorio de Lorca –un Lorca ya sin Federico- es el más extenso conquistado por un escritor de lengua española, después de Cervantes y Calderón.
            Yo le preguntaba en aquellos primeros años heroicos –y tímidos-: “¿Y tú te atreves a recitar tus poemas?” Y él contestaba, como si tuviese los poemas sobre el corazón, golpeándose el pecho: “Sí, para defenderlos.” ¡Qué bien los defendía! El autor se interpretaba con rigurosa exactitud, mostrando y demostrando que sabía muy bien lo que se hacía. ¡Cuántas veces le hemos oído el “Romance sonámbulo”! Primero, con cierta elevación de tono:
Verde, que te quiero verde.
Verde viento, verdes ramas.
            Después, tras un silencio, en voz más baja, distanciando las cosas hacía una lejanía más simple:
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.

            Hay versos que aún me resuenan en la memoria del oído:

La noche se puso íntima
como  una pequeña plaza.

            Federico pronunciaba “plaza” con la segunda a más abierta, como pronunciaba don Federico, el padre. En cuanto a la z… ¿Era ceceada o seseada? No lo sé a punto fijo. Y mi memoria vacila porque esa consonante no es para ciertos granadinos ni z ni s. Más bien un intermedio: z aún, pero distinta de la castellana. Esas minucias contribuyen a reconstruir aquellas recitaciones, que una buena estrella me permitió escuchar con tanto deleite. “El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña.” Concluía el romance, y Salvador Dalí no dejaba de comentar con su “voz aceitunada”, por el 24 y el 25 más aceitunada que nunca, al modo –casi- de un castellano que imitase el acento catalán: “¡Parece que tiene argumento, pero no lo tiene¡”
            Lectura maravillosa fue la del “Llanto” en el Alcázar de Sevilla, una tarde, primavera del 35. Con el poeta y el Sultán del Alcázar, Joaquín Romero y Murube, nos encontrábamos unos pocos amigos de Ignacio Sánchez Mejías. No podía faltar Pepín Bello, tan querido por todos nosotros, gran humorista en acción, hoy retired humorist, como dice Chaplin en Limelight. Federico no comenzó la lectura hasta que llegó Claudio Guillén, “niño en Sevilla” –dedicatoria de la canción “De las palomas oscuras”. Hecho diminuto que pone de relieve la atención que siempre dispensaba el poeta a la niñez. Aquella elegía, aquella tarde, aquel jardín, aquellos amigos… ¡Y allí –privilegio sin par- yo, o sea, nosotros cuatro! Federico desenvolvió y matizó la lectura como un director de orquesta, y pareció que al acabar dejaba la batuta con calma, tras un giro lento de resignación melancólica: “… una brisa triste por los olivos”. Este recuerdo me lleva a pensar, por oposición, al de la lectura de Bodas de sangre, que dejó rendido al autor-actor, porque representó más que recitó con un brío increíble. Si principió siendo un juglar, se convertía ya en todo un escenario
            El éxito era seguro ante toda clase de auditorios. ¿Para quién se escribe? Se escribe lo mejor que se puede eso que bulle en la cabeza, en el alma, sobre el papel, y lo escrito hallará su público: una comunidad de lengua y de cultura. Reconozcamos que esa comunidad se había restringido para el artista “moderno”: distinción que señala el divorcio entre los más finos y los menos finos. Hoy nos consta que ese divorcio fue pasajero en los mejores casos. Pues bien, la primera conciliación de todos los públicos se redondeó –entre nosotros- gracias a Federico García Lorca. ¿Por qué su poesía descansaba en una tradición popular? (No confundamos: “pueblo”, según este enfoque, significa tradición, no revolución.) Tal arraigo en lo consabido y lo consentido –diremos a lo Unamuno- levantó sin disputa la obra lorquiana a una altitud visible ante todos los ojos. Desde el primer momento, aquellos poemas, aquellos dramas se abrieron camino con una indomable fuerza de captación. ¿Y no será, sobre todo, merced al genio de esa fuerza? “Genio” no es nombre muy preciso. Por eso lo empleamos. Cualquiera definición se quedaría corta para apuntar hacía ese no sé qué inaprensible cuya plenitud se descubre sin titubeos. ¿Chispa? No. Claridad invasora. ¡De una invasión se trata¡ Las modas cambiarán, los críticos afilarán sus reparos y alegrarán sus razones. Pero nosotros sabemos por experiencia que la poesía de este genial andaluz invade con genial poderío.

VIII

Popular, genial: ¿qué empuje posee más vigor? Aquellos oyentes iniciales, cuando el poeta no había publicado aún los libros que le harían famoso, coincidían en un deslumbramiento. Iba a llegar, era indudable, la gloria. Federico dio una lectura en el Ateneo de Valladolid el 8 de abril de 1926. Guillermo de Torre, que también conferenció en aquel Ateneo, ha contado que “el poeta recitó allí sus versos… y yo pude comprobar, con la satisfacción del turiferario, que nuestros entusiasmos, el de sus amigos próximos más antiguos, podía sr compartido por gentes lejanas, no prevenidas”. La presentación, a mí encomendada, apeló a términos que conviene copiar fielmente porque registran aquel estado de espíritu común a tantos, como testimonia Guillermo de Torre, por aquellas calendas nuestro “vanguardista número 1”.
            “Yo debo decir, yo no he venido aquí a decir con la más tranquila y sencilla seguridad: Federico García Lorca, este gran amigo –que enseguida será el amigo de ustedes todos- es un gran poeta; enseguida lo será para todos ustedes. Porque, cuidado, que todos serán, que todos seremos suyos, en cuanto rompa a cantar. Ya empiezo por prevenirles. Oír a Lorca y rendirse a su poesía es todo uno. Lorca se impone necesariamente con esa fuerza inmediata y simplicísima de la evidencia. Por eso, una predicción de este calibre, que en situaciones normales implicaría un gran riesgo y una gran arrogancia, esta vez no implica arrogancia ni riesgo alguno. La situación, ahora y aquí, no es normal, quiero decir,  a nivel de la tensión media de nuestra vida. Pero,  en sentido estricto, nada más normal, nada más ejemplar y más sano que esta manera de ser un gran poeta. Porque de esto se trata: de ver y oír nada menos que a todo un poeta. No, no se asusten ustedes. Es una especie de fiera, de fenómeno, sí; pero un fenómeno de seducción irresistible.
            “Es la primera virtud de Lorca: nos reconcilia a todos, nos pone a todos de acuerdo. Reconozcamos lealmente que hoy, en punto a las artes nuevas, no lo estamos. Terribles escisiones dividen al público en varios públicos antagónicos. ¿Dónde está el centro, la cabeza visible, Roma? Todos son cismas en este Occidente de pura dispersión. ¡Qué caro nos ha costado aquel jugar a la “torre de marfil” de nuestros mayores, en que venía a resolverse la gran oposición creada entre el artista y el llamado “filisteo” por todo el siglo XIX romántico! El filisteo, el burgués, el gran público se rezaga definitivamente; se multiplican las minorías de varios tamaños. El arte es mejor para los muy pocos. Y si acaso uno de esos “exquisitos” anuncia: “Señores, tales versos los juzgo muy buenos”, no suscitará sino una reacción recelosa, hostil, negativa. Pues bien, ¿Cómo, por qué magia van a volver a identificarse el arte para pocos y el arte para muchos? Este es el gran secreto de Federico García Lorca. Su poesía, tradicional y novísima a un tiempo, y siempre de la mejor calidad, exige para su plenitud la recitación en público. Y el público la entiende, y al público le gusta. Y mucho. ¿Qué milagro es éste? ¿Qué ha ocurrido?
            No había en estas declaraciones ni mérito ni, por lo tanto, presunción. Era unánime al voto adicto. Otra prueba: la recitación en el Ateneo de Valladolid fue comentada tres días después en El Norte de Castilla por Francisco de Cossío. El artículo muy atinado, termina con resuelta confianza: “Esta lectura ha tenido para mí, por tantos motivos, el encanto de una revelación. Federico García Lorca es todavía un desconocido. Aún falta tiempo para que los niños canten en corro sus baladas y las muchachas reciten en secreto sus canciones. Pero llegará ese día, y entonces podré decir: Fui uno de los primeros espectadores y oyentes, y no me equivoqué.”

IX

            Popular, sí. Pero ´fácil? Genial, sí, pero muy lúcido. Disgustaba al poeta que se le estimase antagónico de algunos contemporáneos que, a pesar suyo, gozaban de la reputación de ser difíciles. “Un día –me explicaba Federico- pregunté a un camarero que había leído varios romances: ¿Qué quiere decir…? El camarero: -No sé. -¿Te gusta? –Sí….” O lo que es igual: el lector entraba en contacto con la corriente magnética, aunque el texto no adelantaba facilidades a la comprensión lógica. Verdad es que los componentes de procedencia colectiva se fundían con los no tradicionales, y el coñac de las botellas no se paraba en barras y se disfrazaba de noviembre. Lo que de rudimentario y de rudo sugiere a ciertos santones la idea de lo popular no casa ni con el arte de Lorca ni con sus propósitos. “Me va molestando un poco mi mito de gitanería –se me quejaba ya en una carta de 1927-. Confunden mi vida y mi carácter. No quiero de ninguna manera. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje, que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen. Siento que me van echando cadenas. NO…” ¿Está claro? Lorca lanza un rotundo NO mayúsculo a quienes intentan sujetarle a un “popularismo” sistemático: “popular” con “ismo”. Lorca no se aviene ni al encasillamiento ni al encadenamiento-, NO al político-. Y al mismo tiempo que los romances compone las solemnes odas alejandrinas, y para cambiar de aires se traslada a “Poeta en Nueva York”.
            El poeta, de todos modos, permanece muy ahincado en sus tradiciones: las orales y cantadas junto a las escritas de los culteranos. Andalucía lorquiana: cante muy hondo y altísimo canto. Soto de Rojas, Góngora. “Paraíso cerrado para muchos. Jardines abiertos para pocos.” También Federico escribe una tercera “Soledad”. Tres fragmentos hallo en una carta. (Sin fecha; debe de ser del 27).

El cielo exalta cicatriz borrosa,
al  ver su carne convertida en carne
que participa de la estrella dura
y el molusco sin límite de miedo.

¿Verdad que ésta es una bonita alusión al mito de Venus? Y esto me gusta porque es verdad. “El molusco sin límite de miedo.” Federico no perdía nunca el norte. Poesía-Verdad. Nada más repulsivo que el arte como embuste; ninguna archiputrefacción más decadente. En cambio, ¿cómo no había de ser muy sensible nuestro andaluz al refinamiento verbal? Hablándonos, un día, del tema inagotable afirmo: “Poesía es una palabra a tiempo.”

Vuélvete paloma,
Que el ciervo vulnerado
Por el otero asoma…

            Vulnerado. ¡Eso, eso, “vulnerado” Esa es la palabra que importa”, pretendía Federico interpretando a San Juan de la Cruz con un gusto a los siglo XVII: el gusto por el precioso latinismo, y aislado del contexto como una “ínsula extraña.
            Góngora, tan remoto, enseñaba a Federico su lección de lucidez. Lucidez compensadora, porque él sentía más que nadie el misterio de la inspiración: su duende. Ese estímulo nocturno no le hacía perder la cabeza: escritor completo. A propósito de Góngora sostenía: “El poeta que va a hacer un poema Federico ha tachado “lo sé por experiencia propia” –tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo… Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe de estar sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las sirenas y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas y no figuradas o falsas que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque como lo haga no podrá nunca levantar su obra ni ser maestro de alta emoción y ritmo… hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden ni belleza.” ¿Está claro? Esa alegoría de la caza recomienda las humildes virtudes vigorosas: discriminación a más de inspiración, conciencia frente a misterio. ¿Categorías contradictorias? Sólo para el profano y su razón superficial. En la misma página, Federico sigue condenando al “poeta inconsciente” que vuelve de la cacería “con las joyas que la casualidad de su genio puso en sus manos y las fealdades que su falta de serenidad y amor a sí mismo le deparan.” Serenidad: aquel “instante en que puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural”, está creando el poeta, según Bécquer.
            Bien centrado y asentado, el poeta no se dejará engatusar por el arabesco de ayer o de hoy. “La verdadera poesía es amor, esfuerzo y renunciamiento.” Y agregaba: “Cuando la poesía se llena de trompetas y colgaduras se convierte la academia en casa de trato. Yo sólo te sé decir que odio el órgano, la lira y la flauta. Amo la voz humana. La sola voz humana empobrecida por el amor y desligada de paisajes que matan. La voz debe desligarse de las armonías de las cosas y del concierto de la naturaleza para fluir su sola nota. La poesía es otro mundo. Hay que cerrar las puertas por donde se escapa a los oídos bajos y a las lenguas desatadas. Hay que encerrarse con ella. Y allí dejar la voz divina y pobre, mientras cegamos el surtidor. El surtidor, no.” Nada de Andalucía pintoresca. Federico García Lorca no quiso nunca ser pintoresco. El surtidor, no: la forma justa. Insiste Federico en esta misma carta: “Cuando digo voz quiero decir poema. El poema que no está vestido no es poema, como el mármol que no está labrado no es estatua.” Más aún: “Yo me admiro cuando pienso que la emoción de los músicos se apoya y está envuelta en una perfecta matemática.” Y como las preocupaciones del artista va de un extremo a otro de la acción pendular, confiesa: “Así pienso de la poesía. Y sin embargo, creo que todos pecamos. Todavía no se ha hecho el poema que atraviese el corazón como una espada.” ¿Y él no fue quien lo hizo? Pero teme: “Ahora digamos: Dios nos libre del trópico (Ruega por mí.)”
            Se cumplió entre las desazones del artista, muy consciente. En una tarjeta postal -27 de mayo de 1927, el año de Góngora- vuelve a condenar los vanos excesos y defectos: “Te he tenido una larga carta escrita sobre la poesía. La he roto. Comprendo que estoy muy ligado con otros poetas y sería terrible mi voz. ¡Pero qué voz tan pura y tan poética! ¡Ay! Querido Jorge, vamos por dos caminos falsos: uno que va al romanticismo y otro que va a la piel de culebra y a la cigarra vacía. ¡Ay! ¡Cuánta trampa! Es triste. Pero tengo que callar. Hablar sería un escándalo. Pero yo estoy estos días que leo poesía vacía o vaina decorativa como recién bautizado. Callo. Perdóname…, pero tengo que ponerme la mano en la boca para no callar.” Es un grito de alarma que ni siquiera confidencialmente querría proferir. Pero lo cortés no quitaba lo valiente: el juicio de quien sabe exigir y exigirse. ¿Qué tiene que ver un alma de tales pliegues y repliegues con el ingenuo poeta popular? Nuestro poeta guió su obra hacia fines deliberados. Cuando seleccionó y ordenó sus canciones, me escribió: “Quedan las canciones ceñidas a mi cuerpo y yo dueño del libro. Mal poeta…, ¡muy bien!, pero dueño de mi mala poesía.” A quien hay que exigir es a uno mismo. Enviándome para Verso y Prosa –la revista de Juan Guerrero- unos poemas opinaba injustamente Federico: “Son malas cosas. A veces me desespero. Veo que no sirvo para nada. Son cosas del 21. Del 21, cuando yo era niño. Alguna vez puede que yo exprese los extraordinarios dibujos reales que sueño. Ahora me faltan muchas cosas. Estoy lejos.” Esta exigencia le impulsaba a no estampar cuanto componía, además de su escaso interés por el volumen impreso.

X

            Variaba mucho el modo de trabajar en nuestro gran inspirado. Maduro el plana de Bodas de sangre, después de varios años de rumia, la tragedia pasó a las cuartillas en una semana, quizá en menos de una semana. Hubo romances que fueron escritos de un golpe. Me contaba José Antonio Rubio, el más goethiano de mis amigos, compañero de cuarto de Federico en la Residencia de Madrid, que una noche fría de invierno Federico se acostó temprano, y allí, en la cama, redactó “Muerte de Antonio el Camborio” tal como vio la luz. (El romance está dedicado a José Antonio Rubio.) Madrid, invierno, una institución universitaria….¡Qué salto desde aquel lugar y aquella hora hasta aquella noche en que “los erales sueñan verónica de alhelí!” Otro ritmo de producción: el “Romance de la Guardia Civil española, dedicado a Juan Guerrero –“a quien tanto debemos los poetas españoles”, me decía Federico, y es la pura verdad –sufrió diversos desarrollos conducentes a la versión estable; en los manuscritos surge la Soledad Montoya que se encaminará a su “Romance de la Pena Negra”. (Como la “Serenata” de Canciones pertenecía a la Aleluya Erótica Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín.

Y en los pechos de Belisa
Se mueren de amor los ramos.

            “Pon Lolita”, indicó a Federico su hermano. Y así quedó: “Lolita lava su cuerpo….”) En carta del 8 de noviembre de 1926 me decía : “No quiero dejar de enviarte este fragmento del romance de la Guardia Civil que compongo estos días. Lo empecé hace dos años, ¿recuerdas?” Y desfilaban los hoy famosísimos versos:
Los caballos, negros son.
las herraduras son negras…

Con el alma del charol
vienen por la carretera.

            Al margen anota el autor: “Este trozo es todavía provisional. Ahora sigue…” Sigue el texto conocido sin variantes de palabras, con leves divergencias en la puntuación y en los blancos, hasta el segundo
¡Oh ciudad de los gitanos!
¿Quién te vio y no te recuerda?

Y junto a dos rayas: “dos versos faltan, etc., etc.” Son los dos versos que el duende trajo después:

Dejadla lejos del mar,
sin  peines para sus crenchas.

Pero el romance iba a ser más amplio. “Hasta aquí llevo hecho. Ahora llega la Guardia Civil y destruye la ciudad. Luego se van los guardias al cuartel y allí brindan con anís Cazalla por la muerte de los gitanos. Las escenas del saqueo serán preciosas. A veces, sin que se sepa por qué, se convertirán en centuriones romanos. Este romance será larguísimo, pero de los mejores. La apoteosis final de la guardia civil es emocionante.” Quería decir “será emocionante”. En realidad no llegó a poner por escrito aquellas últimas acciones del guardia civil, personaje mitológico hasta el extremo de convertirse en centurión romano: prueba del antiguo ambiente épico que envolvía las dos facciones de gitanos y guardias. Equivalencia semejante implica el romance de Santa Olalla, según da a entender Federico: “Una vez terminado este romance y el Romance del martirio de la gitana Santa Olalla de Mérida, daré por terminado el libro.” Si nada gitano hay en el poema, su título primitivo corresponde a esa repetida insinuación de una Andalucía romana.

Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza,

es la mejor loa del héroe en el “Llanto”. Otras aproximaciones cristalizan entre lo antiguo y lo actual.

Señores guardias civiles,
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.

Extraño: “no hay morería en esta Andalucía lorquiana. No asomará ni en las dos Córdobas de “San Rafael”. Siempre buceando, el poeta cala siempre más hondo: “….todos los componentes de este mundo poético se desdoblan y ordenan en una gradación de escalas que va siempre de lo concreto e inmediato hacia lo general y cabría decir lo irreal y cósmico”.
            Con lentitud de germinación y de trabajo o por inspiraciones rápidas fue formándose, pues,  aquella poesía, de una o de otra manera bajo el patrocinio del duende misterioso. Duende de buena casa. ¡Casa-palacio! El saber tradicional del poeta favorece su poder originalísimo, y lo que tiene de moderno no postulará una ruptura con la historia. “Thamar y Amnón”. ¿Por qué un tema bíblico en el Romancero? Entre otras causas, porque el poeta, acompañando a don Ramón y Jimena Menéndez Pidal en su visita al Albaicín, escuchó entre los romances cantados por los gitanos el de Altamares: Tamar. (Tambén el poeta guardaba en su librería granadina Los cabellos de Absalón, de Calderón, y lo había leído.) En algunas ocasiones las fuentes eran extranjeras. Amor de don Perlimplin con Belisa en su jardín se relaciona, como es notorio, con Valle-Inclán y también con Le cocu magnifique, de Crommellynck.

XI

            El hombre esencialmente poeta no pierde nunca el tiempo, y a su modo –que es el mejor- trabaja sin cesar. Y si nadie se aburre en la Creación de Dios sino el demonio y sus catecúmenos, ¿qué suerte de oquedad habría interrumpido la vida tan intensa de Federico García Lorca? Pero… La Creación se organiza en este planeta como Sociedad, y con el destello del creador son necesarios los oficios, los nobles oficios. ¿Cuál era la ocupación económica de nuestro poeta? Estudiante en la mocedad y siempre estudioso, podía vivir como hijo de familia. ¿Y por qué no, si tenía familia, y muy buena? Sin embargo, era menester colocarse bajo el rótulo de una profesión, Federico pensó que podía oficiar de catedrático. Deseaba cumplir con su deber, el deber social, como si no lo cumpliese ya con la superabundancia del gran trabajador: el gran artista. Veámosle como se afana:
            “Yo he decidido –me escribía en el 26- prepararme para unas oposiciones a cátedra de Literatura, pues creo tengo vocación y capacidad de entusiasmo. Quiero por otra parte ser independiente y afirmar mi personalidad dentro de mi familia, que me da, naturalmente, toda clase de gustos y facilidades. Apenas lo he dicho en casa, mis padres se han puesto contentísimos y me han prometido, si empiezo pronto a estudiar, darme dinero para un viaje a Italia que yo sueño hace años.
            “Yo estoy decidido y quiero decidirme más, pero no sé cómo se hacen las cosas. Desde luego tendré que darme grandes golpes en la cabeza para realizar esto, porque yo conozco ni bebo ni entiendo más que en Poesía. Y para esto me dirijo a ti. ¿Qué crees tú que debo hacer para empezar seriamente mi preparación de profesor… ¡sí!, profesor de poesía? ¿Qué debo hacer? ¿Adónde ir? ¿Qué debo estudiar? Contéstame. Yo no tengo prisa, pero quiero hacer esto para justificar mi actitud poética.
            “Contéstame enseguida y sé bueno. Yo seré un discípulo tuyo y de Salinas y hago voto de obediencia y fervor académico.
            “Por otra parte no tengo otra salida y siento mi voz pobre pero iluminada en las salas bajas de otras gentes… y además… ¿esto está mal pensado?.... ¿es qué yo no puedo hacerlo?” Posdata. “¡Por Dios! No vayas a tomar mi carta a broma lírica porque esté expresada de sopetón y sin preámbulo. Déjame todavía en el jardín de los saltos, que ya tendré lugar de vestir las franelas y los aires fríos de la meditación.”
            Estas vagas aspiraciones no habían de durar. Eran demasiado oficiales. ¡Le habrían desviado tanto de su vocación inequívoca! En otra carta vuelve al tema: “No sabes cómo agradezco tus consejos. Serán notables las notas que tome porque me fijo en cosas siempre raras de autor. Pero además de éste trabajo ordenado de lecturas, ¿crees tú que debo trabajar con alguien? ¿Qué debo marchar a algún sitio? ¿Debo ir de lector? Porque esperar leyendo en Granada el momento de la oposición me parece excesivo, ¿no crees? Dime algo sobre esto. Además ¿tardaré mucho tiempo? Esto es importante. Porque yo necesito estar colocado. Figúrate que quisiera casarme. ¿Podría hacerlo? No. Y esto es lo que quiero solucionar. Voy viendo que mi corazón busca un huerto y una fuentecilla como en mis primeros poemas. No huerto de flores divinas y mariposas de rico sino huerto de aire y de hojas monótonas donde miren al cielo, domesticados, mis cinco sentidos. Háblame de qué podré ser profesor o… ¡algo!” Así es nuestra dichosa condición humana. También a los más grandes los obliga a cruzar por estos aros modestos, por los apuros de un cualquiera, Federico sería lector de español en el extranjero. No hubo por fortuna descarríos e inútiles ni pérdidas de tiempo, más breve para quién ha de crear si quiere de veras vivir. Es inevitable que a todos se nos pida un estricto emplazamiento económico. Este desajuste lo padecía Federico en 1933, antes del estreno de Bodas de sangre. Desde aquella fecha, las cosas tomaron otro cariz. Debió de ser en el 35 cuando, un día del verano madrileño, vi a don Federico, el padre. “¿Y qué me dice usted ahora?, le pregunté. “Ahora sí”, me respondió, sonriente, con orgullo. En aquel año 35 el dramaturgo nos describía cómo sería la casa que iba a labrarse frente al Mediterráneo. “Porque ahora me toca ganar dinero a mí.” Sin malgastar un minuto, fiel a sus juegos, iba edificando su vida, delineando rectamente su camino.
XII

            El éxito era constante y general. Aquella poesía resultaba tan española como el carácter del autor, también armonizado con su país y con su época. De educación católica naturalmente, no practicante como tantos, pero vivas las raíces de sus creencias –“Oda al Santísimo Sacramento del Altar”-, jamás habría hecho suya la frase de Antonio Machado en una de sus autosemblanzas: “Hay que combatir al catolicismo.” (Antonio Machado, la más jacobina de nuestras plumas ilustres: “…con un hacha en la mano vengadora, España de la rabia y de la idea”.) Cierto que Federico pertenecía a la España liberal: con aquel paisaje se relacionaba en función respiratoria.
            Tampoco en las Letras el escritor se retrae a ningún “ismo”, y sus objeciones no acostumbraban a degenerar en maledicencias. La conversación jamás amarga, no va más allá del gracejo inocente. (Un personaje cómico de Doña Rosita la Soltera asegura que “La Tierra es un planeta mediocre”. Aserto dejado caer por la boca de Ortega, nuestro sumo pensador.) Ni Federico García Lorca ni los de su generación se afirmaban a expensas de las generaciones anteriores, y los patricios de la poesía –Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez- eran venerados. La dialéctica del carnívoro –“yo soy en cuanto el otro no es”- fue aborrecida por nuestra generación, qué no practicó el parricidio ritual, muy frecuente en la última Historia. ¿Nuestros padres? Desde Gonzalo de Berceo hasta Rubén Darío y sus descendientes, ya inmediatos a nosotros. Góngora no excluía a San Juan de la Cruz ni a Lope, ni a Bécquer. ¿La influencia modernista se había evaporado casi por completo? No importa. Pedro salinas, tan distante de Rubén Darío en su propio quehacer, se sabía de memoria, como todos nosotros, los versos del total Hispano, y le consagrará con devoción un gran libro. En la primavera de 1933 Federico García Lorca y Pablo Neruda discurren “al alimón” ante el PEN Club de Buenos Aires. Es un diálogo entre España y América en honor del padre y maestro:

“LORCA.- Nosotros vamos a nombrar al poeta de América y de España. Rubén…
“NERUDA.-…Darío. Porque, señoras….
“LORCA.- Y señores…”
Final:
“LORCA.- Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino, chileno y español Rubén Darío.
“NERUDA y LORCA.- Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestro vaso.”

(Entre paréntesis. Otro día, en la otra América –Cambridge, 1941-, me dijo Pedro Henríquez Ureña, buen americano por nacimiento y amor como buen europeo por sabiduría:
-¿Sabe usted quién inventó a Neruda?
-….
-García Lorca.
-….
Sí, de España salió con mucha más fama de la que tenía cuando llegó a Madrid.
“Inventar a….” es ingenioso, pero excesivo. Claro que todos acogimos a Neruda con la admiración a él debida, como lo comprueba una página de homenaje, que también yo me honré en firmar.)

            De acuerdo con su patria, sin estridencias religiosas ni políticas, pero siempre él mismo, siempre antípoda de la moderación ecléctica, Federico García Lorca iba lográndose de cara al gran éxito. Es evidentísimo que sobre la popularidad no puede establecerse un criterio infalible de valor. A pesar de esta reserva, tiene razón el Ariosto: “Fu il vencer sempre mai laudabil cosa.” Federico vencía, o mejor, ganaba, o mejor aún: Federico llegaba a ser Federico.
            Todo apogeo lo es rebosando hacia el futuro. ¡Cuánto quedaba por escribir! La última vez que me reuní con Federico fue en casa de Eusebio Oliver, nuestro doctor, con tanta amistad cuidadoso de la salud de los poetas. Federico leyó La casa de Bernarda Alba. ¿Qué obstáculos podrán detenerle? Por eso vaticiné a don Federico, el padre, hipérbole adecuada a la unanimidad de adhesión: “En caso de revuelta, si hay un solo español que se salva, será Federico.”


XIV


            Sepamos cómo se afrontan la vida y la muerte, cómo el sentido de la vida se va resolviendo en el sentido de la muerte: una muerte que se asume con toda serenidad, cara a cara. Es una “Despedida”.
Si muero,
dejad el balcón abierto.

El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo.)

El segador siega el trigo
(Desde mi balcón lo siento.)

¡Si muero,
dejad el balcón abierto!

Esta balada, tan sencilla, tan elemental, lo tiene todo: claridad y misterio en composición magistralmente estilizada. Nos penetra la frescura de un balcón abierto al aire de la vida sin límites, pero apretada en dos figuras simétricas –el niño y el segador- y en dos frutos simétricos –la naranja y el trigo-: nutrición y trabajo, niñez y naturaleza. No se nos ofrece el recuerdo de algo real. Ninguna impresión. Todo es símbolo. El moribundo dice “veo”, “siento”: palabras de acción que promueven una perspectiva en el espacio, no correspondiente a visiones reales. El enfermo, si ve al niño, apenas quizá, no ve al segador. Somos nosotros quienes los contemplamos a través de un estilo muy neto, muy sobrio. Las dos estrofillas centrales se reducen a cuatro oraciones muy simples que relatan hechos. Ningún adorno. Hechos: el niño que come, el segador que siega y el acto de considerar esos hechos desde el borde de la muerte, en el filo de una despedida sosegada. El dispuesto ya a su fin pronuncia su adiós con un dejo de copla andaluza. (Pero la estructura de la canción se acoge al dechado de la lírica gallego-portuguesa.) Como siempre o casi siempre, un arte personalísimo se apoya en una tradición antigua, en una reminiscencia popular, y depurada. Antonio Machado “el viejo” colecciona entre las soleares:

Compañera, si me muero,
la  casilla e los locos
ha e se tu paraero.

Y entre las seguiriyas:

Cuando yo me muera
mira que te encargo…

Lorca, que sabe todo eso y mucho más, lo deja operando desde el interior de su olvido, y partiendo de la propia intuición compone esta balada perfecta.

Si muero,
dejad  el balcón abierto.

Sus gacelas y casidas –también canciones- forman un conjunto bellísimo, “De los ramos”:

Por las arboledas del Tamarit
han venido los perros de plomo
a esperar que se caigan los ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.

El Tamarit tiene un manzano
con  una manzana de sollozos.
Un ruiseñor apaga los suspiros
y un faisán los ahuyenta por el polvo.


Pero los ramos son alegres,
los  ramos son como nosotros.
No piensan en la lluvia y se han dormido,
como si fueran árboles, de pronto.

Sentados con el agua en las rodillas,
dos  valles esperaban el otoño.
La penumbra con paso de elefante
empujaba las ramas y los troncos.

Por las arboledas del Tamarit
hay  muchos niños de velados rostros
a esperar que se caigan mis ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.

            La muerte avanza y destruye de súbito o se mezcla a una vida que persiste en hermandad familiar.

Por los blancos derribos de Júpiter
Donde meriendan muerte los borrachos,

Canta el poeta en Nueva York Fábula y rueda de los tres amigos. “Ahí meriendan los borrachos”, había dicho Claudio Guillén, muy pequeño –de unos tres años- ante unos desmontes con restos rotos de suburbio en las afueras de la ciudad (Valladolid). Federico recogió esa frase con una mudanza muy suya. Es muerte lo que los borrachos meriendan. Afirmación y Negación se junta en esos trasformados desmontes, ahora “derribos de Júpiter” y, a otra luz, “de cielos yertos”. La imagen retorna a “Vaca”, tal vez la única reiteración dentro del mismo libro.

Que ya se fue balando
por el derribo de los cielos yertos
donde meriendan muerte los borrachos…

Esta fusión alcanza en el “Llanto” su crisis más patética. El muerto-vivo lucha con su muerte. Instante de soberana inspiración estremecedora:

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo,
y encontró su sangre abierta.   

Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.

            Desde esa trágica frontera percibe el mundo y concibe su poesía el gran andaluz: “la cinco en sombra de la tarde”, una tarde inmensa.

JORGE GUILLÉN

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Federico García Lorca, OBRAS COMPLETAS, recopilación y notas de Arturo del Hoyo, prólogo de Jorge Guillén, epílogo de Vicente Aleixandre, Madrid, Aguilar, S.A. de Ediciones, 1954.



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