LORCA
UNA
CRIATURA DE CREACIÓN
Lo
sabe todo el mundo, es decir, en esta
ocasión el mundo entero: Federico García Lorca fue una criatura extraordinaria.
“Criatura” significa
esta vez más que “hombre”. Porque Federico nos ponía en contacto con la
Creación, con ese conjunto de fondo en que se mantienen las fuerzas fecundas, y
aquel hombre era ante todo manantial, arranque fresquísimo de manantial, una
trasparencia de origen entre los orígenes del universo, tan recién creado y tan
antiguo. Junto al poeta –uno sólo en su poesía se respiraba un aura que él
iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de
verano: “hacía… Federico”. Pero no por acumulación de originalidades sino por
originalidad de raíz: criatura de la Creación, inmersa en Creación, encrucijada
de Creación, y participante de las profundas corrientes creadoras. Por lo
tanto, nadie con más naturalidad poeta, y no sólo en la cima del verso. A todas
horas, aquel vivir estaba oreado por la gracia. De ahí la fascinación que
causaba Federico, y de un modo irresistible. Para imponerse no tenía que
alzarse a una tensión más alta. Extraordinario, sí, a su propio compás
ordinario, con esa naturalidad que sobrepasa a la naturaleza porque es un don
del cielo. Tanta vida rebosa espíritu. ¡Y de qué empuje! La poesía de Lorca nos
enfrenta con los elementos últimos: eso que a él le revelaba la inspiración
nocturna. (“Duende” en su lenguaje) ¿Y la otra inspiración, la celeste del
mediodía? Su rayo alumbraba al hombre y nos deslumbraba a nosotros. La
intensidad de vida natural se identificaba en Lorca a su constancia de
invención, a su chorro de espíritu. Por supuesto, ninguna exquisitez amanerada,
ningún mañoso melindre. Nadie más llano y desenfadado que Federico: uno más entre
sus compañeros. Pero ¿Quién no se percataba enseguida de su eminencia?
Eminencia no sólo debida a sus recursos en conversación, en poesía, en música,
pintura.
Había algo anterior y
radical de donde todo irradiaba. Lo más importante en Federico era…ser Federico.
Después le reforzará la maestría de su esfuerzo. Ahí está, por de pronto, una
criatura en todo el resplandor de su ser. Este resplandor se llama simpatía.
¡La simpatía de Federico García Lorca! Era su poder
central, su medio de comunicación con el prójimo y de complicidad con las
cosas, su genio: el genio de un imán que todo lo atrajese. ¿Y cómo no ha de
seducir tal grado de vitalidad, si nada hay más seductor que la evidente vida
misma? Alguna vez, muy rara, sucedía que alguien, torpe, insinuaba algún recelo
al entrever a Federico sin conocerle. Entonces advertía yo al receloso:
-Mire, es inútil resistirse. Federico “se lo comerá” a
usted; quiero decir, le dejará embobado. No hay quien pueda con él.
¡Qué energía bajo tanta gracia! Don Francisco Giner, gran
maestro solía concluir, cuando no encontraba motivo para elogiar y como refugio
de su benevolencia:
¿Fulano? Muy simpático.
En aquel Fulano,
la simpatía quizá resumiese un valor mínimo. En otros Fulanos, los mejores,
condensa el valor supremo: Ante nosotros se yerguen tres figuras, ya
relacionadas por Dámaso Alonso, dispares, muy dispares, y con igual imperio de
simpatía: Juan Ruiz, Lope, Federico. ¡Qué garbo, y a qué sol, el de aquellos
escritores! No importa que no sepamos a ciencia cierta quién fuese Juan Ruiz.
Mos basta el Libro de Buen Amor. Tal
creación supone un creador; no hay posible ateísmo. El día se despeja al
acercar estos nombres, que ya nos sonríen: Juan Ruiz, “el Arcipreste”, Lope, ya
sin Vega, y Federico. Federico para los que aún no le conocieron. Los apellidos
aluden al grupo social. “Federico” señala precisamente la persona irreductible,
que lo es regalándose en efusión expresiva. Y no se expresaría tanto la persona
si no se entregara a los demás entendiéndolos y queriéndolos –mientras va
apresándolos en la red de las simpatías innumerables: actos y palabras, actos
de amigo y palabras de poeta. ¡Cuántas amistades entraban en aquel orbe
personal, lírico y dramático! Tanto interés por los unos y los otros, objetos y
sujetos, no cabía en la canción, el romance, la oda; se necesitaba el teatro,
desde la tragedia a la farsa. Esta amplitud vital e inventiva define al gran
poeta. Federico García Lorca lo fué plenamente en el desenlace de la página y
en el caudal originario.
II
Hondo el caudal. Dentro del hombre latía su infancia.
Federico nunca fue un mozalbete sin fundamento; se lo impedía ya aquel fondo de
niño. Nada más contrario a la “puerilidad” que la frivolidad de que adolecen
tantos adultos,, tengan o no el ceño vanamente severo que censuró Fray Luís. La
infancia, libre, sin vínculos útiles, sin metas interesadas, retozando,
triscando, derrocha espíritu: juega. Federico guardaba una agilísima facultad
de juego, procedente de aquel abril propicio al canto: “En abril de mi infancia
yo cantaba” (Libro de poemas: Balada
triste). Esta conciencia de tesorero –porque esa mina del ayer infantil es un
tesoro- no quitaba espontaneidad; más bien fortalecía su ímpetu. Y jugaba,
jugaba a sus juegos de muchacho y de poeta con las cosas y con las frases, muy
felices en su novísima situación. Si lo denso adquiere velocidad alada, lo
volante se aploma lo mismo en el vivir hablado que en el sobrevivir literario.
Divirtiéndose, Federico nos infundía a todos una máxima salud libérrima. Porque
la niñez no es el vert paradis que para siempre se perdió, inaccesible confín
de nostalgia ante un Baudelaire, desterrado de la primera felicidad. No es una
felicidad con telón de sierra granadina la que Federico ha de resucitar; dentro
del hombre perdura como pasado vivo. El hombre puede preservar aquellas calidades,
y su mundo más valioso se enriquecerá con las irisaciones y los encantos que
suscite una magia de niño creador. Entre los dos o tres años y los seis o siete
somos poetas. Pues Federico ha conservado ese don –que por completo no falte a
nadie- más que a nadie. No es que todo lo pueril sea poético y todo lo poético
sea pueril. Para sostener tan extremada proposición habría que incurrir en…
niñería. Pero Federico mostraba sin lugar a dudas cómo la libertad, el
desinterés, la pureza, la alegría de sus juegos, allá en su Edad de Oro,
favorecían la virtud creadora de su edad sin oro. ¡Qué profundidad poética en
su gracia y sus gracias d amigo sin cesar ocurrente, sin cesar inspirado! Y la
conversación corría entre sus pausas de silencio para dejar al interlocutor que
también se luciese. Y el interlocutor se lucía a menudo, porque entre los
compañeros de aquella generación los había tan brillantes como Federico. Pero
en él irrumpía algo más y diferente, no sé cuál onda que iluminaba t refrescaba
el espacio y los ánimos
Federico se entendía muy bien con los pequeños. Y los
pequeños se dan cuenta en seguida de quién sabe hacerles caso sin afectaciones
de infantilismo. Un ejemplo: cartas del 25 al 28 me atestiguan que Federico
otorgaba su atención afectuosa a Teresa y Claudio Guillén. En una postal del 26
me comunicaba que tal vez fuese a Valladolid “sólo por estar contigo unos días
tranquilo y con Teresita”. Un viaje a Valladolid dio pretexto al poeta para
dedicar “El lagarto está llorando…..” a “Mademoiselle Teresita Guillén”, que
tocaba en su piano de seis notas. “Dile a Teresita –me encargaba- que le voy a
contar el cuento de la gallinita con traje de cola y sombrero amarillo. El
gallo tiene un sombrero muy grande para cuando llueve. Dile que le contaré el
cuento de la rana que tocaba el piano y cantaba cuando le daban pasteles”. De
estas improvisaciones íntimas se pasa con perfecta continuidad a la canción
para niños –entre otras, la brindada a Solita Salinas, “Amanecía en el
naranjel…” o sobre niños:
El niño busca su
voz
(la tenía el rey
de los grillos).
En una gota de
agua
Buscaba su voz
el niño.
Lo
primordial no es la niñez como tema sino como actitud. ¿Una naranja y un limón?
Vamos a jugar con esos dos frutos, a relacionarlos con otros seres: la niña, el
sol, el agua.
Naranja
y limón.
¡Ay
la niña
Del
mal amor!
Limón
y naranja.
¡Ay
de la niña,
De
la niña blanca!
Limón.
(Cómo
brilla el sol)
Naranja.
(En
las chinas del agua)
El
niño que existe en el poeta están disponiendo esas palabras en combinaciones
caprichosas –hasta cierto punto, porque forman sentido- como si estuviese
jugando en una playa con piedras y conchas. Así jugaba Federico, entre su
imaginación y sus manos, con el mundo. ¿Y los juguetes? No correspondían a su
carácter –opuesto al de Pedro salinas, otro gran tesorero de niñez, muy aficionado
a las máquinas ingeniosas.
III
Sería un error inferir que esas
inclinaciones rebajan la seriedad del adulto. El niño posee en algunos trances
una seriedad de mejor ley que muchos mayores. Esta potencia de infancia
acrecentó la juventud de Federico –quien no se negaba, es claro, a las exigencias
de la edad. No hay más remedio que vivir sin trampas, sin decoraciones falaces,
según la verdad de los años que van cumpliéndose. Federico fue adquiriendo un
aplomo que denotaba la madurez en que iba cuajando aquel gran fervor de
existencia, aunque nunca se aminorase el ímpetu juvenil. Así quedará Federico
ante el futuro: eternamente joven. Por fatalidad de carácter y de estrella, a
él le tocó en su veloz relampagueo el destino del poeta romántico, del genio
todo en juventud y sólo en juventud. El portrait
of the poet as a Young man será el que mejor represente a Federico:
muchacho con la soltura y la desenvoltura de un estudiante entre los
estudiantes de la Residencia de Madrid. Si se impone, y con tanta sencillez, no
es por la autoridad que habrían corroborado títulos o circunstancias de
posición. ¿Autoridad? No es el concepto pertinente; implicaría demasiado
énfasis. ¿Prestigio? Sí, y en su acepción literal. Prestigio que dimana del
propio ser, y no ringorrangos de jerarquía. Federico es el primero allí donde
se encuentre porque es Federico, ni siquiera en cuanto señor García Lorca.
Otros han menester de ayudas teatrales, de ceremonias y uniformes. Nuestro
poeta lo es a cuerpo limpio, a genio limpio. ¡Un estudiante nada más!, entre
camaradas. Todos los presentes lo son para él porque están presentes. Con todos
conversa, a todos abraza, con todos se regocija. Él es uno más, uno de tantos.
Pero ¡qué uno! Pedro Salinas evoca “ese hervor, ese bullicio, esa animación que
levantaba su persona entera por donde iba. Se le sentía venir mucho antes de
que llegara, le anunciaban impalpables correos, avisos, como de las diligencias
en su tierra, de cascabeles por el aire. Cuando ya había marchado, aún tardaba
mucho en irse, seguía allí, rodeándonos aún de sus ecos, hasta que de pronto
decía uno: “Pero ¿se ha ido ya Federico?” Es que había ahondado y allí se
respiraba una ultra-atmósfera en la atmósfera. Añade Salinas: “Siempre con su
séquito. Le seguíamos todos, porque él era la fiesta, la alegría que se nos plantaba
allí de sopetón, y no había más remedio que seguirla.”
El poeta, según esta encarnación, no
será el que más se aparta sino el que más se relaciona. Soledad, no, compañía;
y compañía no sólo del lirio o del cordero; también de los hombres; y no sólo de
los muertos y de los ilustres; también de los vivientes y de los oscuros. En
torno a Federico se daban cita gentes de los más diversos pelajes. Él sabía a
cada paso con quién se jugaba su tiempo. Porque estas charlas abiertas a tantos
constituían un derroche de horas, y vivir equivalía a derrochar. De esta suerte
era Federico generoso como era poeta; y en él este vocablo no rimaba con
esteta. Sin temor a los roces del mundo, muy lejos de “las quebradizas veleidades del vidrio” –me
viene a la memoria esta imagen de nuestro caro Alfonso Reyes-, el poeta campaba
al aire libre. Cruza por la terraza del café un bergante cualquiera.
-¡Federico!
Y se le tienden unos brazos. Y el
poeta siempre tendrá una palabra cordial para ese transeúnte más o menos
conocido. Cristianísima cordialidad: ¡hermano bergante! A través de las
múltiples acogidas se trasparentaba asimismo el dramaturgo, el que pondrá en
movimiento a tantos personajes. Estos breves diálogos oportunos exigen una
continua atención al prójimo, y no la atención de quién observa ahora para
escribir luego sino de 1uien simplemente convive. Por supuesto, vivir es
convivir o no es nada. Pero en nuestro contertulio-dramaturgo la convivencia se
ensanchaba con amplitud y variedad muy poco frecuentes. ¡Cuántas virtudes
afluían por entre aquellos despilfarros! Virtudes tan apretadas que tal vez
fuesen una sola: simpatía, generosidad, bondad. En suma: ¡qué buen chico era
aquel hombre tan único! Buen chico y muy cortés con todo su aparente desgarro.
“¡La cortesía es tan bonita…..”!, le
oí decir a propósito de las insolencias que cultivaban algunos compañeros en
genialidad, si no geniales.
También se da en muchos artistas una
altivez que molesta. ¡Ese yo! El yo desmesurado embaraza al altanero y a sus
espectadores, sobre todo si redobla a la desmesura una secreta inseguridad.
Federico pertenecía a la otra casta: las de quienes no precisan, por lo menos a
diario, ninguna tensión de orgullo para tener conciencia del propio ser
evidente. Se es. Nada más. Y no por comparación en una perspectiva que no puede
establecerse desde la propia esencia. Federico era Federico con tan espontáneo
vigor que no necesitaba remontarse a ningún Olimpo ni padecer envidia.
Envidiado sí lo fue, mientras él, tranquilo y superándose, consagraba su
esfuerzo a su óptima realización posible: esa que a su ser exclusivamente
competía. Sin embargo, tanta personalidad ocupaba sitio. ¡Por qué no estorbaba
y se hacía querer? Ahí estaba el quid. Aquella vida exaltaba la vida ajena:
triunfante afirmación contagiosa, que se oponía a la disminución o negación del
prójimo, arrastrado también hacia una altura más hermosa. Por eso, el
interlocutor no se despedía jamás, intimidado ni deprimido. A los pulmones del
más opaco llegaba aquel soplo de júbilo. Federico en persona, no en estatua no
quedaba separado del visitante por cordón de museo. Con flexible holgura
situaba en fraternidad a su círculo de oyentes. Y el diálogo centelleaba. Pero
algo más profundo traspasaba aquellos donaires y chispazos, aquellas anécdotas
cuyo movido repertorio no falta a ningún buen conversador. (Recuerdo que
Unamuno, después de haber visitado a Valle-Inclán, convaleciente de una
operación –primavera del 33-, nos decía: “¡Qué simpático estuvo! Me contó
muchos cuentos. ¿Conocen ustedes el de la gallina?” Don Miguel y Don Ramón, ya
en su ocaso, prefirieron exprimir su sabiduría intercambiando sus misceláneas
anecdóticas.) Pues bien, sobre el ingenio de las conversaciones en que
predominaba Federico, se difundía una coloración genial de aurora.
IV
Mi
nostalgia de aquellos días se complace en rememorar los coloquios entre
aquellos amigos. Éramos amigos, y con una comunidad de afanes y gustos que me
han hecho conocer por vía directa la unidad llamada “generación”. Pedro salinas
y yo, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre,
Rafael Alberti. Y Pepe Bergamín, y Melchor Fernández Almagro…. Menciono a los sentados tantas veces alrededor de mesas
más amistosas aún que intelectuales. Mediada la comida, ya era Federico el
centro de la habitación, y no de la escena, porque nada artificioso se
interponía entre aquellos comensales, que alternaban o superponían su tiroteo
verbal. Allí no había comparsas. Melchor, tan circunspecto cuando escribe, tan
nervioso y pigmentado cuando habla; Bergamín, para quien no ir ensartando
sutilezas sería vicio contra natura; Alberti, el más joven y ya dueño de una
perfecta maestría; Vicente Aleixandre, correctísimo, que aporta un sol
rubicundo y lo regala, siempre generoso: Dámaso, formidable esdrújulo,
¡DÁMASO!, no hijo de la ira, que en la hora alegre es el más alegre. ¡Cómo se
divertían juntos Dámaso y Federico! Nadie se engañe con la seriedad de Gerardo,
fervoroso y caprichoso, tierno y de repente Equis y Zeda (Fábula de). ¡Qué
jocundidad añadía la recitación de Federico a los versos de Gerardo más formal!
Por eso, Clementina,
por eso yo te espero
el veintitrés de enero
sobre mi hamaca gris…
|
Y
salinas, nada don Pedro, con su humor madrileñísimo, humano como ninguno; a
todos entiende y con todos se las entiende muy bien.
Otros
nombres relevantes habría que subrayar –de Juan Larrea a Pedro Garfias- si esta
enumeración, limitada a ciertos momentos gratísimos de mesa y sobremesa, se
convirtiese en manual de Historia. No sería posible dejar fuera del cuadro a
tres ausentes de algunas de aquellas reuniones en Madrid: Luís Cernuda, Emilio
Prados, Manuel Altolaguirre. ¡Exquisitos andaluces! Luís Cernuda, con voz tan
personal desde su primera obra; Emilio Prados, en carne viva, en alma viva a
flor de piel, dentro de su soledad no falsificada. Y ese fantástico Manolito,
que parece soñar cuantos más vive y se desvive; y ninguno con más biografía que
él. ¡Cuántos poetas! Los unen afinidades no del todo electivas. Pero ¡qué diferentes!
Helos juntos –con ocasión de la comida en que se festeja a Luis Cernuda- el 20
de abril de 1936. Quien ofrece el homenaje es Federico; no podría ser otro el
rector de aquellos ágapes de amistad y poesía: “Entre todas las voces de la
actual poesía española, llama y muerte en Aleixandre a la inmensa en Alberti,
lirio tierno en Moreno Villa, torrente andino en Pablo Neruda, voz doméstica
entrañable en Salinas, agua oscura de gruta en Guillén, ternura y llanto en Altolaguirre,
por citar poetas distintos, la voz de Luis Cernuda erguida suena original, sin
alambradas ni foros para defender su turbadora belleza.” A todos aquellos
escritores se les veía amigados en unidad de generación, antípoda de escuela:
no había programa común. Algunos firmamos la invitación a celebrar un
centenario, el de Góngora. Pero nada más remoto de un manifiesto. Y los “ismos”
eran anteriores o de uso particular o laterales y extranjeros: el
superrealismo. En cuanto a la poesía pura… ¿Quién de nosotros habría osado sin
rubor ridículo presumir de puro? No, ninguna línea de partido literario. La
generación se anuda en comunidad vital, y no se la sistematiza desde dentro.
¡Cuántos
colaboradores heterogéneos asocia el aire de una época! La generación de
Federico García Lorca ignoraba el marfil de torre. Las puertas no servían para
defender ninguna clausura que habría sido “putrefacta”. (Vituperio que inventó
Federico, Café de la Alameda, Granada. Los putrefactos: dibujos de figuras
grotescas. “El cancro abrasador de los desiertos”….. El adjetivo pasa a
Salvador Dalí, a Pepín Bello, y todos los empleamos.) La putrefacción de la
encerrona estética no fue nuestro pecado. Y un día –diciembre del 27-, Federico
y algunos de sus compañeros vamos a Sevilla en excursión literaria. (Dámaso
Alonso y Gerardo Diego lo han contado admirablemente.) La excursión está
patrocinada por un mecenas. Y este mecenas es… un torero. Personaje de primer
orden, que será inmortal poéticamente gracias a los poetas de aquellos años.
Ignacio Sánchez Mejías nos interesaba mucho, y no sólo por su hombría de gran
sevillano y aquel porte de quien se jugara muchas veces la vida: “la suerte o
la muerte”. Aquellas calidades, a las que nosotros –pobres de nosotros- no
estábamos acostumbrados, podrían haberse resuelto en una gallardía pintoresca.
Y no era así. Lo más sorprendente era que Ignacio discurría con una de las
cabezas más claras de nuestro tiempo. En su mente no se embrollaban las ideas.
Esta capacidad intelectual se extendía hasta los más finos escarceos irónicos.
(Había que oírle desarrollar una de sus paradojas favoritas: cómo Ortega -¡Don
José Ortega y Gasset!- era gitano.)
Aire de Roma andaluza
Le doraba la cabeza.
Y
su elogio requería la palabra indispensable: “inteligencia”. Rafael Alberti fue
el poeta preferido de Sánchez Mejías. En la tradición de un Pepe Hillo, de un
Francisco Montes, cuyos tratados sobre el arte de torear se desenvuelven a modo
de artes poéticas, Sánchez Mejías juzgaba paralelos a Belmonte y Lorca, a Joselito
y Alberti: los primeros, con su poderoso “yo” romántico, triunfan
magníficamente, irregularmente, mientras los otros dos, atentos a las esencias
y a las formas, se atienen con todo rigor a las condiciones de la lidia. Este
esquema, aquí simplificado, daba motivo a Sánchez Mejías para multitud de
observaciones muy sagaces. Respecto a Federico, he de recordar el entusiasmo
con que nos habló de Bodas de sangre en el Palace, donde
nos congregábamos una vez a la semana durante algunos meses del 33. Sánchez Mejías,
uno de los primeros a quienes el autor leyó la obra, vio muy claro
inmediatamente que Bodas de sangre daba principio a una gran etapa dramática. Era
fatal que la muerte de Ignacio inspirase a los dos insignes andaluces sus
famosas elegías: el “Llanto” y “Verte y no verte”. (Ya le había dirigido una
entrañable “Epístola” José María de Cossío, exacto centro de aquella conjunción
de literatura y toros, quizás el único que tuteaba a toda la grey.)
V
¡Y
pensar que García Lorca aparece ante el extranjero, ignorante de España, como
un fenómeno aislado, brote repentinos después –así como suena- de Cervantes y
Calderón! Tengamos presente la fecha inicial y la fecha final que acotan la
vida de nuestro amigo: 1898-1936. ¡Qué admiración y qué pena nos remueven al
reavivar en el recuerdo aquellos años tan fecundos para la cultura española!
Bien podemos denominarlos “la edad de oro liberal”, designación con que Juan
Marichal limita el periodo, demasiado amplio, que Azorín considera como el
Segundo Siglo de Oro. Numerosas individualidades campan por sus respetos, pero
todas ellas forman el coro que presenta a un pueblo en ascensión nacional. Son
muchas tentativas independientes que coinciden en su resultado: una gloriosa
España. Aquel Madrid, sí, señor, aquel Madrid con aire de ociosidad –encanto de
Corte- disimulaba, asordaba un zumbido laborioso. Ciencia y literatura: desde
Don Santiago Ramón y Cajal hasta Juan Ramón Jiménez y Ramón Pérez de Ayala,
desde Don Ramón Menéndez Pidal hasta Don Ramón María del Valle-Inclán y Ramón
Gómez de la Serna. (¡Cuántas erres susurrantes de Ramones!) Entre Don Miguel de
Unamuno –en su Salamanca- y el Miguel más mozo –aquel Hernández, pastor
gongorino y calderoniano- se enraciman por decenas los trabajadores beneméritos
en Madrid, en Barcelona, en toda España. (Y Picasso –Pablo Ruiz Picasso- y Juan
Gris, que es un González, y Ricardo Viñes, catalán hispanísimo, en París. Y
Santayana –Jorge Ruiz de Santayana-, tránsfuga, pero español, por América y
Europa.). Con una casi escueta nómina, ya elegíaca, Moreno Villa ha sabido
conmovernos. Y concluye: “En suma, que Madrid hierve, que mis amigos quieren
superarse. Todo, todo un enjambre… ¡Qué maravilla” Durante veinte años he
sentido ese ritmo emulativo, y he dicho: Así vale la pena de vivir. Un centenar
de personas de primer orden trabajando con la ilsión máxima, a alta presión.
¿Qué más puede pedir un país?
VI
Ahí,
ahí está –es y está- muy visible en su medio, Federico García Lorca. Su país no
puede pedirle más. Como juego y creación se identifican tanto en este poeta,
sin cesar trabaja divirtiéndose, sin cesar se divierte creando. Sus aficiones
nacen penetradas por el mismo impulso poético. Federico dibuja, siguiendo algunos
de los estilos contemporáneos, irrealidades, fantasmas. ¡Le influye el
superrealismo? Salvador Dalí convive íntimamente con Federico en la Residencia
de Estudiantes. También anda con ellos Luis Buñuel, futuro adalid del
cinematógrafo. Acorde con aquel ambiente, el poeta perfila sus dibujos a pluma
o a lápiz –o lápices de colores- como un aficionado modesto, aunque junte
algunos en una exposición “oberta a les galeries Dalmau, del 25 de juny al 2 de
julio de 1927” en Barcelona, entonces más favorable al arte moderno que Madrid.
(El anuncio contiene una lista de veinticuatro composiciones, entre las que un
“Claro de luna” contrasta con un “Claro de circo” y “Una gota de agua”, con un
“Teorema de la copa y la mandolina”.) En general, el dibujo se mantiene como
ornamento al margen. Sí una carta de Año Nuevo de 1927 terminaba: “He procurado
animar la carta con dibujos.” Y lo consiguió. Eran son preciosas aquellas
ilustraciones: frutas, copas, un atril con papel de música y un clarinete,
fuente y surtidor junto a un payaso, dos ramas y sus limones… Este alcance
plástico se manifiesta sobre todo en la obra lírica y dramática. Hasta los
sueños se determinan con precisión:
Pronto se vio que la luna
Era una calavera de caballo
Y el aire una manzana oscura
|
En
la “Ruina” de Nueva York.
Más influyente que la pintura fue la
música. Todos sabemos que en Federico resaltaba un gran temperamento de músico,
acrecentado por la vigilia estudiosa. Habría podido ser compositor si se lo
hubiese propuesto. Se contentó con ser de verdad un apasionado muy competente.
En música fue tal vez donde el gusto de Federico se refinó con más pureza. De
su piano surgían la interpretación fiel o estupendas imitaciones que implicaban
conocimiento y crítica. A petición de alguno, que proponía un nombre, tocaba
trozos no recordados sino inventados, con el inconfundible estilo del modelo.
¡Qué inteligencia y qué gracia una vez más! El Lorca músico se sitúa así,
bromeando y estudiando, entre don Manuel de Falla, su dios más vecino, y Adolfo
Salazar, de quien el poeta siempre, siempre hablaba con admiración. A Falla le
enamoraba también la música popular, que tanto había de asociarse a la
producción de lírico y el dramaturgo. (Su folklorismo, a pesar de todo, fue más
bien “folklorismo” según la fórmula de Sender, otro Ramón…) Dice Federico de
Onís, experto en esta materia: “Las armonizaciones con que acompañaba sus
canciones eran suyas” y muy felices, “porque acertaban a descubrir la armonía y
el ritmo implícitos en la canción”. Rafael Alberti, evocando el Pleyel de la
Residencia de Estudiantes, resucita aquellas “¡Tardes y noches de primavera o
comienzos del estío pasados alrededor de un teclado, oyéndole subir de su río
profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste,
ágil y alegre de España!
-¡De qué lugar es esto? A ver si
alguien lo sabe –preguntaba Federico, cantándolo y acompañándose:
Los mozos de Monleón
Se fueron a arar temprano
-¡ay, ay!-
Se fueron a arar temprano.
|
-Eso se canta en la región de
Salamanca- respondía. Apenas iniciado el trágico romance de capea, cualquiera
de los dos que escuchábamos.
-Sí, señor, muy bien-asentía
Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al instante con un canturreo
docente:
-Y lo recogió en su cancionero el
presbítero don Dámaso Ledesma.”
La cultura se aliaba, pues, al
entusiasmo. Total: una delicia.
Hasta en aquellas veladas se
adivinaba en Federico al organizador de espectáculos. Lo fueron ya sus
conferencias, conformes con la índole de cualquier discurso, mal templado si se
reduce a una lectura sin atractivo de presentación. Con toda naturalidad –la
correspondiente “naturalidad de segundo grado”-, el poeta pasaba de la tertulia
al acto público; en otros, aquel de 1928 el 13 de diciembre en la Residencia:
Canciones
de cuna españolas
El programa recoge la música y la
letra de una canción, escritas por el conferenciante,
Duérmete, niñito mío,
que tu madre no está en casa,
que se la llevó la Virgen
de compañera a su casa.
Un arabesco titulado “canción
dibujada” y unos primorosos caballos de Moreno Villa, acompañantes de una
nana:
A la nana, nana, nana
y a la nanita de aquel
que llevó el caballo al agua
y lo trajo sin beber.
Texto que anuncia Bodas de sangre:
Nana, niño, nana,
del caballo grande
que no quiso el agua…
|
Federico tenía que llegar, en esta
dirección del espectáculo, a la escena misma. Algunas de sus canciones
–cantadas y bailadas- van a propagarse por mediación de la Argentinita y su
hermana Pilar, que ascienden, al conjuro de Federico, hasta un nivel de arte
más elevado. (A Encarnación López Júlvez, la encantadora Argentinita, quedará
ofrecido el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”.) Tan rico talento debía desembocar en el teatro. ¡Aquella Barraca! Yo
tuve la fortuna de asistir a su primera aparición, una noche, en la Plaza de
Burgo de Osma. Los estudiantes representaron muy bien dos entremeses de
Cervantes. La guarda cuidadosa y La cueva de Salamanca, recreados por los
directores Lorca y Ugarte (Eduardo Ugarte). Gran acierto, el de la Barraca (“La
Bagruacua”, como dice Max Aub”, repetía Federico imitando las erres francesas
de nuestro buen amigo. ¡Estos pormenores nos reaniman tanto aquellas horas!) “A
todo atiende Federico –refiere Dámaso Alonso-, al tono de voz, a la posición en
escena, al efecto de conjunto… En la plaza d un pueblo, a poco de comenzar la
representación a cielo abierto, se pone a llover implacablemente, bien cernido
y menudo. Los actores se calan sobre las tablas, las mujeres del pueblo se
echan las sayas por la cabeza, los hombres se encogen y hacen compactos: el
agua resbala, la representación sigue; nadie se ha movido.”
VII
Ningún espectáculo era comparable
-¿quién lo ignora?- al de Federico recitador de su poesía. Así es como se
expresaba de una manera justa y suficiente aquel ser tan oral. Nunca se
recalcará bastante que en Federico renacía el bardo anterior a la Imprenta.
Publicar no era sino recitar. ¿Y a quién interpelaba aquella voz? Hoy
responderíamos: a su patria, al mundo. Por de pronto, cuando el poeta recitaba,
no había más horizonte que el de unos pocos oyentes privados. Nada de “minoría”
melifluamente inmensa o minúscula. Eso habría implicado “putrefacción”, según
nuestro lenguaje. La obra se mueve por sí misma hacia la posible hospitalidad,
y no dibuja de antemano límites ni en grande ni en pequeño. ¿Minoría, mayoría?
Falsos problemas para quien está queriendo expresarse con la pluma en la mano:
actitud de hombre que no existe sino con otros hombres, para otros hombres. No
hay soledad que no sea social. “Pour qui écrit-on?”, interroga Sartre. “Para
ti, lector”, contesta Jean Cassou. Ese personaje no es un ente más o menos
intemporal. Leen Fulano y Zutano: sucesivos lectores imprevisibles, sucesiva
realidad que no encierra en cómputo. Para Federico García Lorca, el lector
primero no era el lector sino el oyente. Como el “cante jondo” de tablado y se
confina en la intimidad de la juerga, el “cante jondo” de nuestro gran andaluz
se manifestaba dentro de la juerga poética. Así llamaba yo a las recitaciones
de Federico; lo recordaba su hermano en uno de sus muy buenos estudios.
¡Curioso contraste! Al principio, el romance gitano florece como a la sombra de
esos recónditos patios de Andalucía: tapias de cal y mucho cielo. Hoy, el
auditorio de Lorca –un Lorca ya sin Federico- es el más extenso conquistado por
un escritor de lengua española, después de Cervantes y Calderón.
Yo le preguntaba en aquellos
primeros años heroicos –y tímidos-: “¿Y tú te atreves a recitar tus poemas?” Y
él contestaba, como si tuviese los poemas sobre el corazón, golpeándose el
pecho: “Sí, para defenderlos.” ¡Qué bien los defendía! El autor se interpretaba
con rigurosa exactitud, mostrando y demostrando que sabía muy bien lo que se
hacía. ¡Cuántas veces le hemos oído el “Romance sonámbulo”! Primero, con cierta
elevación de tono:
Verde,
que te quiero verde.
Verde
viento, verdes ramas.
Después, tras un silencio, en voz
más baja, distanciando las cosas hacía una lejanía más simple:
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
|
Hay versos que aún me resuenan en la
memoria del oído:
La noche se puso íntima
como
una pequeña plaza.
|
Federico pronunciaba “plaza” con la
segunda a más abierta, como
pronunciaba don Federico, el padre. En cuanto a la z… ¿Era ceceada o seseada? No lo sé a punto fijo. Y mi memoria
vacila porque esa consonante no es para ciertos granadinos ni z ni s. Más bien un intermedio: z
aún, pero distinta de la castellana. Esas minucias contribuyen a reconstruir
aquellas recitaciones, que una buena estrella me permitió escuchar con tanto
deleite. “El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña.” Concluía el
romance, y Salvador Dalí no dejaba de comentar con su “voz aceitunada”, por el
24 y el 25 más aceitunada que nunca, al modo –casi- de un castellano que
imitase el acento catalán: “¡Parece que tiene argumento, pero no lo tiene¡”
Lectura maravillosa fue la del
“Llanto” en el Alcázar de Sevilla, una tarde, primavera del 35. Con el poeta y
el Sultán del Alcázar, Joaquín Romero y Murube, nos encontrábamos unos pocos
amigos de Ignacio Sánchez Mejías. No podía faltar Pepín Bello, tan querido por
todos nosotros, gran humorista en acción, hoy retired humorist, como dice Chaplin en Limelight. Federico no comenzó la lectura hasta que llegó Claudio
Guillén, “niño en Sevilla” –dedicatoria de la canción “De las palomas oscuras”.
Hecho diminuto que pone de relieve la atención que siempre dispensaba el poeta
a la niñez. Aquella elegía, aquella tarde, aquel jardín, aquellos amigos… ¡Y
allí –privilegio sin par- yo, o sea, nosotros cuatro! Federico desenvolvió y
matizó la lectura como un director de orquesta, y pareció que al acabar dejaba
la batuta con calma, tras un giro lento de resignación melancólica: “… una
brisa triste por los olivos”. Este recuerdo me lleva a pensar, por oposición,
al de la lectura de Bodas de sangre, que dejó rendido al autor-actor, porque
representó más que recitó con un brío increíble. Si principió siendo un juglar,
se convertía ya en todo un escenario
El éxito era seguro ante toda clase
de auditorios. ¿Para quién se escribe? Se escribe lo mejor que se puede eso que
bulle en la cabeza, en el alma, sobre el papel, y lo escrito hallará su
público: una comunidad de lengua y de cultura. Reconozcamos que esa comunidad
se había restringido para el artista “moderno”: distinción que señala el
divorcio entre los más finos y los menos finos. Hoy nos consta que ese divorcio
fue pasajero en los mejores casos. Pues bien, la primera conciliación de todos
los públicos se redondeó –entre nosotros- gracias a Federico García Lorca. ¿Por
qué su poesía descansaba en una tradición popular? (No confundamos: “pueblo”,
según este enfoque, significa tradición, no revolución.) Tal arraigo en lo
consabido y lo consentido –diremos a lo Unamuno- levantó sin disputa la obra
lorquiana a una altitud visible ante todos los ojos. Desde el primer momento,
aquellos poemas, aquellos dramas se abrieron camino con una indomable fuerza de
captación. ¿Y no será, sobre todo, merced al genio de esa fuerza? “Genio” no es
nombre muy preciso. Por eso lo empleamos. Cualquiera definición se quedaría
corta para apuntar hacía ese no sé qué inaprensible cuya plenitud se descubre
sin titubeos. ¿Chispa? No. Claridad invasora. ¡De una invasión se trata¡ Las
modas cambiarán, los críticos afilarán sus reparos y alegrarán sus razones. Pero
nosotros sabemos por experiencia que la poesía de este genial andaluz invade
con genial poderío.
VIII
Popular,
genial: ¿qué empuje posee más vigor? Aquellos oyentes iniciales, cuando el
poeta no había publicado aún los libros que le harían famoso, coincidían en un
deslumbramiento. Iba a llegar, era indudable, la gloria. Federico dio una
lectura en el Ateneo de Valladolid el 8 de abril de 1926. Guillermo de Torre,
que también conferenció en aquel Ateneo, ha contado que “el poeta recitó allí
sus versos… y yo pude comprobar, con la satisfacción del turiferario, que
nuestros entusiasmos, el de sus amigos próximos más antiguos, podía sr
compartido por gentes lejanas, no prevenidas”. La presentación, a mí
encomendada, apeló a términos que conviene copiar fielmente porque registran
aquel estado de espíritu común a tantos, como testimonia Guillermo de Torre,
por aquellas calendas nuestro “vanguardista número 1”.
“Yo debo decir, yo no he venido aquí
a decir con la más tranquila y sencilla seguridad: Federico García Lorca, este
gran amigo –que enseguida será el amigo de ustedes todos- es un gran poeta;
enseguida lo será para todos ustedes. Porque, cuidado, que todos serán, que
todos seremos suyos, en cuanto rompa a cantar. Ya empiezo por prevenirles. Oír
a Lorca y rendirse a su poesía es todo uno. Lorca se impone necesariamente con
esa fuerza inmediata y simplicísima de la evidencia. Por eso, una predicción de
este calibre, que en situaciones normales implicaría un gran riesgo y una gran
arrogancia, esta vez no implica arrogancia ni riesgo alguno. La situación,
ahora y aquí, no es normal, quiero decir,
a nivel de la tensión media de nuestra vida. Pero, en sentido estricto, nada más normal, nada
más ejemplar y más sano que esta manera de ser un gran poeta. Porque de esto se
trata: de ver y oír nada menos que a todo un poeta. No, no se asusten ustedes.
Es una especie de fiera, de fenómeno, sí; pero un fenómeno de seducción
irresistible.
“Es la primera virtud de Lorca: nos
reconcilia a todos, nos pone a todos de acuerdo. Reconozcamos lealmente que
hoy, en punto a las artes nuevas, no lo estamos. Terribles escisiones dividen
al público en varios públicos antagónicos. ¿Dónde está el centro, la cabeza
visible, Roma? Todos son cismas en este Occidente de pura dispersión. ¡Qué caro
nos ha costado aquel jugar a la “torre de marfil” de nuestros mayores, en que
venía a resolverse la gran oposición creada entre el artista y el llamado
“filisteo” por todo el siglo XIX romántico! El filisteo, el burgués, el gran
público se rezaga definitivamente; se multiplican las minorías de varios
tamaños. El arte es mejor para los muy pocos. Y si acaso uno de esos
“exquisitos” anuncia: “Señores, tales versos los juzgo muy buenos”, no
suscitará sino una reacción recelosa, hostil, negativa. Pues bien, ¿Cómo, por
qué magia van a volver a identificarse el arte para pocos y el arte para
muchos? Este es el gran secreto de Federico García Lorca. Su poesía,
tradicional y novísima a un tiempo, y siempre de la mejor calidad, exige para
su plenitud la recitación en público. Y el público la entiende, y al público le
gusta. Y mucho. ¿Qué milagro es éste? ¿Qué ha ocurrido?
No había en estas declaraciones ni
mérito ni, por lo tanto, presunción. Era unánime al voto adicto. Otra prueba:
la recitación en el Ateneo de Valladolid fue comentada tres días después en El Norte de Castilla por Francisco de Cossío.
El artículo muy atinado, termina con resuelta confianza: “Esta lectura ha
tenido para mí, por tantos motivos, el encanto de una revelación. Federico
García Lorca es todavía un desconocido. Aún falta tiempo para que los niños
canten en corro sus baladas y las muchachas reciten en secreto sus canciones.
Pero llegará ese día, y entonces podré decir: Fui uno de los primeros
espectadores y oyentes, y no me equivoqué.”
IX
Popular, sí. Pero ´fácil? Genial,
sí, pero muy lúcido. Disgustaba al poeta que se le estimase antagónico de
algunos contemporáneos que, a pesar suyo, gozaban de la reputación de ser
difíciles. “Un día –me explicaba Federico- pregunté a un camarero que había
leído varios romances: ¿Qué quiere decir…? El camarero: -No sé. -¿Te gusta?
–Sí….” O lo que es igual: el lector entraba en contacto con la corriente
magnética, aunque el texto no adelantaba facilidades a la comprensión lógica.
Verdad es que los componentes de procedencia colectiva se fundían con los no
tradicionales, y el coñac de las botellas no se paraba en barras y se
disfrazaba de noviembre. Lo que de rudimentario y de rudo sugiere a ciertos
santones la idea de lo popular no casa ni con el arte de Lorca ni con sus
propósitos. “Me va molestando un poco mi mito de gitanería –se me quejaba ya en
una carta de 1927-. Confunden mi vida y mi carácter. No quiero de ninguna
manera. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de
agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además el gitanismo me da un tono de
incultura, de falta de educación y de poeta
salvaje, que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen. Siento que
me van echando cadenas. NO…” ¿Está claro? Lorca lanza un rotundo NO mayúsculo a
quienes intentan sujetarle a un “popularismo” sistemático: “popular” con
“ismo”. Lorca no se aviene ni al encasillamiento ni al encadenamiento-, NO al
político-. Y al mismo tiempo que los romances compone las solemnes odas
alejandrinas, y para cambiar de aires se traslada a “Poeta en Nueva York”.
El poeta, de todos modos, permanece
muy ahincado en sus tradiciones: las orales y cantadas junto a las escritas de
los culteranos. Andalucía lorquiana: cante muy hondo y altísimo canto. Soto de
Rojas, Góngora. “Paraíso cerrado para muchos. Jardines abiertos para pocos.”
También Federico escribe una tercera “Soledad”. Tres fragmentos hallo en
una carta. (Sin fecha; debe de ser del 27).
El cielo exalta cicatriz borrosa,
al
ver su carne convertida en carne
que participa de la estrella dura
y el molusco sin límite de miedo.
|
¿Verdad
que ésta es una bonita alusión al mito de Venus? Y esto me gusta porque es
verdad. “El molusco sin límite de miedo.” Federico no perdía nunca el norte.
Poesía-Verdad. Nada más repulsivo que el arte como embuste; ninguna
archiputrefacción más decadente. En cambio, ¿cómo no había de ser muy sensible
nuestro andaluz al refinamiento verbal? Hablándonos, un día, del tema inagotable
afirmo: “Poesía es una palabra a tiempo.”
Vuélvete
paloma,
Que
el ciervo vulnerado
Por
el otero asoma…
Vulnerado. ¡Eso, eso, “vulnerado”
Esa es la palabra que importa”, pretendía Federico interpretando a San Juan de
la Cruz con un gusto a los siglo XVII: el gusto por el precioso latinismo, y
aislado del contexto como una “ínsula extraña.
Góngora, tan remoto, enseñaba a
Federico su lección de lucidez. Lucidez compensadora, porque él sentía más que
nadie el misterio de la inspiración: su duende. Ese estímulo nocturno no le
hacía perder la cabeza: escritor completo. A propósito de Góngora sostenía: “El
poeta que va a hacer un poema Federico ha tachado “lo sé por experiencia
propia” –tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque
lejanísimo… Hay que salir. Y éste es el momento peligroso para el poeta. El
poeta debe llevar un plano de los sitios que va a recorrer y debe de estar
sereno frente a las mil bellezas y las mil fealdades disfrazadas de belleza que
han de pasar ante sus ojos. Debe tapar sus oídos como Ulises frente a las
sirenas y debe lanzar sus flechas sobre las metáforas vivas y no figuradas o
falsas que le van acompañando. Momento peligroso si el poeta se entrega, porque
como lo haga no podrá nunca levantar su obra ni ser maestro de alta emoción y
ritmo… hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar
los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin
sentido estético y sin orden ni belleza.” ¿Está claro? Esa alegoría de la caza
recomienda las humildes virtudes vigorosas: discriminación a más de
inspiración, conciencia frente a misterio. ¿Categorías contradictorias? Sólo
para el profano y su razón superficial. En la misma página, Federico sigue
condenando al “poeta inconsciente” que vuelve de la cacería “con las joyas que
la casualidad de su genio puso en sus manos y las fealdades que su falta de
serenidad y amor a sí mismo le deparan.” Serenidad: aquel “instante en que
puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder
sobrenatural”, está creando el poeta, según Bécquer.
Bien centrado y asentado, el poeta
no se dejará engatusar por el arabesco de ayer o de hoy. “La verdadera poesía
es amor, esfuerzo y renunciamiento.” Y agregaba: “Cuando la poesía se llena de
trompetas y colgaduras se convierte la academia en casa de trato. Yo sólo te sé
decir que odio el órgano, la lira y la flauta. Amo la voz humana. La sola voz
humana empobrecida por el amor y desligada de paisajes que matan. La voz debe
desligarse de las armonías de las cosas y del
concierto de la naturaleza para fluir su sola nota. La poesía es otro
mundo. Hay que cerrar las puertas por donde se escapa a los oídos bajos y a las
lenguas desatadas. Hay que encerrarse con ella. Y allí dejar la voz divina y
pobre, mientras cegamos el surtidor. El surtidor, no.” Nada de Andalucía
pintoresca. Federico García Lorca no quiso nunca ser pintoresco. El surtidor,
no: la forma justa. Insiste Federico en esta misma carta: “Cuando digo voz quiero decir poema. El poema que no está vestido no es
poema, como el mármol que no está labrado no es estatua.” Más aún: “Yo me admiro cuando pienso que la emoción de
los músicos se apoya y está envuelta en una perfecta matemática.” Y como
las preocupaciones del artista va de un extremo a otro de la acción pendular,
confiesa: “Así pienso de la poesía. Y sin
embargo, creo que todos pecamos. Todavía no se ha hecho el poema que atraviese
el corazón como una espada.” ¿Y él no fue quien lo hizo? Pero teme: “Ahora digamos: Dios nos libre del trópico
(Ruega por mí.)”
Se cumplió entre las desazones del
artista, muy consciente. En una tarjeta postal -27 de mayo de 1927, el año de
Góngora- vuelve a condenar los vanos excesos y defectos: “Te he tenido una larga carta escrita sobre la poesía. La he roto.
Comprendo que estoy muy ligado con otros poetas y sería terrible mi voz. ¡Pero
qué voz tan pura y tan poética! ¡Ay! Querido Jorge, vamos por dos caminos
falsos: uno que va al romanticismo y otro que va a la piel de culebra y a la
cigarra vacía. ¡Ay! ¡Cuánta trampa! Es triste. Pero tengo que callar. Hablar
sería un escándalo. Pero yo estoy estos días que leo poesía vacía o vaina
decorativa como recién bautizado. Callo. Perdóname…, pero tengo que ponerme la
mano en la boca para no callar.” Es un grito de alarma que ni siquiera
confidencialmente querría proferir. Pero lo cortés no quitaba lo valiente: el
juicio de quien sabe exigir y exigirse. ¿Qué tiene que ver un alma de tales
pliegues y repliegues con el ingenuo poeta popular? Nuestro poeta guió su obra
hacia fines deliberados. Cuando seleccionó y ordenó sus canciones, me escribió:
“Quedan las canciones ceñidas a mi cuerpo
y yo dueño del libro. Mal poeta…, ¡muy bien!, pero dueño de mi mala poesía.”
A quien hay que exigir es a uno mismo. Enviándome para Verso y Prosa –la revista
de Juan Guerrero- unos poemas opinaba injustamente Federico: “Son malas cosas. A veces me desespero. Veo
que no sirvo para nada. Son cosas del 21. Del 21, cuando yo era niño. Alguna
vez puede que yo exprese los extraordinarios dibujos reales que sueño. Ahora me
faltan muchas cosas. Estoy lejos.” Esta exigencia le impulsaba a no
estampar cuanto componía, además de su escaso interés por el volumen impreso.
X
Variaba mucho el modo de trabajar en
nuestro gran inspirado. Maduro el plana de Bodas de sangre, después de varios
años de rumia, la tragedia pasó a las cuartillas en una semana, quizá en menos
de una semana. Hubo romances que fueron escritos de un golpe. Me contaba José
Antonio Rubio, el más goethiano de mis amigos, compañero de cuarto de Federico
en la Residencia de Madrid, que una noche fría de invierno Federico se acostó
temprano, y allí, en la cama, redactó “Muerte de Antonio el Camborio” tal
como vio la luz. (El romance está dedicado a José Antonio Rubio.) Madrid, invierno,
una institución universitaria….¡Qué salto desde aquel lugar y aquella hora
hasta aquella noche en que “los erales sueñan verónica de alhelí!” Otro ritmo
de producción: el “Romance de la Guardia Civil española, dedicado a Juan Guerrero
–“a quien tanto debemos los poetas españoles”, me decía Federico, y es la pura
verdad –sufrió diversos desarrollos conducentes a la versión estable; en los
manuscritos surge la Soledad Montoya que se encaminará a su “Romance
de la Pena Negra”. (Como la “Serenata” de Canciones pertenecía a la
Aleluya Erótica Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín.
Y
en los pechos de Belisa
Se
mueren de amor los ramos.
“Pon Lolita”, indicó a Federico su
hermano. Y así quedó: “Lolita lava su cuerpo….”) En carta del 8 de noviembre de
1926 me decía : “No quiero dejar de
enviarte este fragmento del romance de la Guardia Civil que compongo estos
días. Lo empecé hace dos años, ¿recuerdas?” Y desfilaban los hoy
famosísimos versos:
Los caballos, negros son.
las herraduras son negras…
Con el alma del charol
vienen por la carretera.
|
Al margen anota el autor: “Este trozo es todavía provisional. Ahora
sigue…” Sigue el texto conocido sin variantes de palabras, con leves
divergencias en la puntuación y en los blancos, hasta el segundo
¡Oh ciudad de los gitanos!
¿Quién te vio y no te recuerda?
|
Y
junto a dos rayas: “dos versos faltan,
etc., etc.” Son los dos versos que el duende trajo después:
Dejadla lejos del mar,
sin
peines para sus crenchas.
|
Pero
el romance iba a ser más amplio. “Hasta
aquí llevo hecho. Ahora llega la Guardia Civil y destruye la ciudad. Luego se
van los guardias al cuartel y allí brindan con anís Cazalla por la muerte de
los gitanos. Las escenas del saqueo serán preciosas. A veces, sin que se sepa
por qué, se convertirán en centuriones romanos. Este romance será larguísimo,
pero de los mejores. La apoteosis final de la guardia civil es emocionante.”
Quería decir “será emocionante”. En realidad no llegó a poner por escrito
aquellas últimas acciones del guardia civil, personaje mitológico hasta el
extremo de convertirse en centurión romano: prueba del antiguo ambiente épico
que envolvía las dos facciones de gitanos y guardias. Equivalencia semejante
implica el romance de Santa Olalla, según da a entender Federico: “Una vez terminado este romance y el Romance del martirio de la gitana Santa
Olalla de Mérida, daré por terminado el libro.” Si nada gitano hay en
el poema, su título primitivo corresponde a esa repetida insinuación de una
Andalucía romana.
Aire
de Roma andaluza
le
doraba la cabeza,
es
la mejor loa del héroe en el “Llanto”. Otras aproximaciones cristalizan entre
lo antiguo y lo actual.
Señores guardias civiles,
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.
|
Extraño:
“no hay morería en esta Andalucía
lorquiana. No asomará ni en las dos Córdobas de “San Rafael”. Siempre buceando,
el poeta cala siempre más hondo: “….todos los componentes de este mundo poético
se desdoblan y ordenan en una gradación de escalas que va siempre de lo concreto
e inmediato hacia lo general y cabría decir lo irreal y cósmico”.
Con lentitud de germinación y de
trabajo o por inspiraciones rápidas fue formándose, pues, aquella poesía, de una o de otra manera bajo
el patrocinio del duende misterioso. Duende de buena casa. ¡Casa-palacio! El
saber tradicional del poeta favorece su poder originalísimo, y lo que tiene de
moderno no postulará una ruptura con la historia. “Thamar y Amnón”. ¿Por qué un
tema bíblico en el Romancero? Entre
otras causas, porque el poeta, acompañando a don Ramón y Jimena Menéndez Pidal
en su visita al Albaicín, escuchó entre los romances cantados por los gitanos
el de Altamares: Tamar. (Tambén el poeta guardaba en su librería granadina Los
cabellos de Absalón, de Calderón, y lo había leído.) En algunas
ocasiones las fuentes eran extranjeras. Amor de don Perlimplin con Belisa en su
jardín se relaciona, como es notorio, con Valle-Inclán y también con Le
cocu magnifique, de Crommellynck.
XI
El hombre esencialmente poeta no
pierde nunca el tiempo, y a su modo –que es el mejor- trabaja sin cesar. Y si
nadie se aburre en la Creación de Dios sino el demonio y sus catecúmenos, ¿qué
suerte de oquedad habría interrumpido la vida tan intensa de Federico García Lorca?
Pero… La Creación se organiza en este planeta como Sociedad, y con el destello
del creador son necesarios los oficios, los nobles oficios. ¿Cuál era la
ocupación económica de nuestro poeta? Estudiante en la mocedad y siempre
estudioso, podía vivir como hijo de familia. ¿Y por qué no, si tenía familia, y
muy buena? Sin embargo, era menester colocarse bajo el rótulo de una profesión,
Federico pensó que podía oficiar de catedrático. Deseaba cumplir con su deber,
el deber social, como si no lo cumpliese ya con la superabundancia del gran
trabajador: el gran artista. Veámosle como se afana:
“Yo
he decidido –me escribía en el
26- prepararme para unas oposiciones a
cátedra de Literatura, pues creo tengo vocación y capacidad de entusiasmo.
Quiero por otra parte ser independiente y afirmar mi personalidad dentro de mi
familia, que me da, naturalmente, toda clase de gustos y facilidades. Apenas lo
he dicho en casa, mis padres se han puesto contentísimos y me han prometido, si
empiezo pronto a estudiar, darme dinero para un viaje a Italia que yo sueño
hace años.
“Yo
estoy decidido y quiero decidirme
más, pero no sé cómo se hacen las cosas. Desde luego tendré que darme grandes
golpes en la cabeza para realizar esto, porque yo conozco ni bebo ni entiendo
más que en Poesía. Y para esto me dirijo a ti. ¿Qué crees tú que debo hacer
para empezar seriamente mi preparación de profesor… ¡sí!, profesor de poesía?
¿Qué debo hacer? ¿Adónde ir? ¿Qué debo estudiar? Contéstame. Yo no tengo prisa,
pero quiero hacer esto para justificar mi actitud poética.
“Contéstame
enseguida y sé bueno. Yo seré un discípulo tuyo y de Salinas y hago voto de
obediencia y fervor académico.
“Por
otra parte no tengo otra salida y siento mi voz pobre pero iluminada en las
salas bajas de otras gentes… y además… ¿esto está mal pensado?.... ¿es qué yo
no puedo hacerlo?” Posdata. “¡Por Dios! No vayas a tomar mi carta a broma
lírica porque esté expresada de sopetón y sin preámbulo. Déjame todavía en el
jardín de los saltos, que ya tendré lugar de vestir las franelas y los aires fríos
de la meditación.”
Estas vagas aspiraciones no habían
de durar. Eran demasiado oficiales. ¡Le habrían desviado tanto de su vocación
inequívoca! En otra carta vuelve al tema: “No
sabes cómo agradezco tus consejos. Serán notables las notas que tome porque me
fijo en cosas siempre raras de autor. Pero además de éste trabajo ordenado de
lecturas, ¿crees tú que debo trabajar con alguien? ¿Qué debo marchar a algún
sitio? ¿Debo ir de lector? Porque esperar leyendo en Granada el momento de la
oposición me parece excesivo, ¿no crees? Dime algo sobre esto. Además ¿tardaré
mucho tiempo? Esto es importante. Porque yo necesito estar colocado. Figúrate
que quisiera casarme. ¿Podría hacerlo? No. Y esto es lo que quiero solucionar.
Voy viendo que mi corazón busca un huerto y una fuentecilla como en mis
primeros poemas. No huerto de flores divinas y mariposas de rico sino huerto de
aire y de hojas monótonas donde miren al cielo, domesticados, mis cinco
sentidos. Háblame de qué podré ser profesor o… ¡algo!” Así es nuestra
dichosa condición humana. También a los más grandes los obliga a cruzar por estos
aros modestos, por los apuros de un cualquiera, Federico sería lector de
español en el extranjero. No hubo por fortuna descarríos e inútiles ni pérdidas
de tiempo, más breve para quién ha de crear si quiere de veras vivir. Es
inevitable que a todos se nos pida un estricto emplazamiento económico. Este
desajuste lo padecía Federico en 1933, antes del estreno de Bodas
de sangre. Desde aquella fecha, las cosas tomaron otro cariz. Debió de
ser en el 35 cuando, un día del verano madrileño, vi a don Federico, el padre. “¿Y
qué me dice usted ahora?, le pregunté. “Ahora sí”, me respondió, sonriente, con
orgullo. En aquel año 35 el dramaturgo nos describía cómo sería la casa que iba
a labrarse frente al Mediterráneo. “Porque
ahora me toca ganar dinero a mí.” Sin malgastar un minuto, fiel a sus
juegos, iba edificando su vida, delineando rectamente su camino.
XII
El éxito era constante y general. Aquella
poesía resultaba tan española como el carácter del autor, también armonizado
con su país y con su época. De educación católica naturalmente, no practicante
como tantos, pero vivas las raíces de sus creencias –“Oda al Santísimo Sacramento del
Altar”-, jamás habría hecho suya la frase de Antonio Machado en una de
sus autosemblanzas: “Hay que combatir al catolicismo.” (Antonio Machado, la más
jacobina de nuestras plumas ilustres: “…con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea”.) Cierto que Federico pertenecía a la España
liberal: con aquel paisaje se relacionaba en función respiratoria.
Tampoco en las Letras el escritor se
retrae a ningún “ismo”, y sus objeciones no acostumbraban a degenerar en
maledicencias. La conversación jamás amarga, no va más allá del gracejo
inocente. (Un personaje cómico de Doña Rosita la Soltera asegura que “La
Tierra es un planeta mediocre”. Aserto dejado caer por la boca de Ortega, nuestro
sumo pensador.) Ni Federico García Lorca ni los de su generación se afirmaban a
expensas de las generaciones anteriores, y los patricios de la poesía –Antonio Machado,
Juan Ramón Jiménez- eran venerados. La dialéctica del carnívoro –“yo soy en
cuanto el otro no es”- fue aborrecida por nuestra generación, qué no practicó
el parricidio ritual, muy frecuente en la última Historia. ¿Nuestros padres?
Desde Gonzalo de Berceo hasta Rubén Darío y sus descendientes, ya inmediatos a
nosotros. Góngora no excluía a San Juan de la Cruz ni a Lope, ni a Bécquer. ¿La
influencia modernista se había evaporado casi por completo? No importa. Pedro
salinas, tan distante de Rubén Darío en su propio quehacer, se sabía de
memoria, como todos nosotros, los versos del total Hispano, y le consagrará con
devoción un gran libro. En la primavera de 1933 Federico García Lorca y Pablo
Neruda discurren “al alimón” ante el PEN Club de Buenos Aires. Es un diálogo
entre España y América en honor del padre y maestro:
“LORCA.- Nosotros vamos a nombrar al
poeta de América y de España. Rubén…
“NERUDA.-…Darío. Porque, señoras….
“LORCA.- Y señores…”
Final:
“LORCA.- Pablo Neruda, chileno, y yo,
español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta nicaragüense, argentino,
chileno y español Rubén Darío.
“NERUDA y LORCA.- Por cuyo homenaje y
gloria levantamos nuestro vaso.”
(Entre paréntesis. Otro día, en la
otra América –Cambridge, 1941-, me dijo Pedro Henríquez Ureña, buen americano
por nacimiento y amor como buen europeo por sabiduría:
-¿Sabe usted quién inventó a Neruda?
-….
-García Lorca.
-….
Sí, de España salió con mucha más fama
de la que tenía cuando llegó a Madrid.
“Inventar a….” es ingenioso, pero
excesivo. Claro que todos acogimos a Neruda con la admiración a él debida,
como lo comprueba una página de homenaje, que también yo me honré en firmar.)
|
De acuerdo con su patria, sin
estridencias religiosas ni políticas, pero siempre él mismo, siempre antípoda
de la moderación ecléctica, Federico García Lorca iba lográndose de cara al
gran éxito. Es evidentísimo que sobre la popularidad no puede establecerse un
criterio infalible de valor. A pesar de esta reserva, tiene razón el Ariosto: “Fu
il vencer sempre mai laudabil cosa.” Federico vencía, o mejor, ganaba, o mejor
aún: Federico llegaba a ser Federico.
Todo apogeo lo es rebosando hacia el
futuro. ¡Cuánto quedaba por escribir! La última vez que me reuní con Federico
fue en casa de Eusebio Oliver, nuestro doctor, con tanta amistad cuidadoso de
la salud de los poetas. Federico leyó La casa de Bernarda Alba. ¿Qué
obstáculos podrán detenerle? Por eso vaticiné a don Federico, el padre,
hipérbole adecuada a la unanimidad de adhesión: “En caso de revuelta, si hay un
solo español que se salva, será Federico.”
XIV
Sepamos cómo se afrontan la vida y
la muerte, cómo el sentido de la vida se va resolviendo en el sentido de la
muerte: una muerte que se asume con toda serenidad, cara a cara. Es una “Despedida”.
Si muero,
dejad el balcón abierto.
El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo.)
El segador siega el trigo
(Desde mi balcón lo siento.)
¡Si muero,
dejad el balcón abierto!
|
Esta
balada, tan sencilla, tan elemental, lo tiene todo: claridad y misterio en
composición magistralmente estilizada. Nos penetra la frescura de un balcón
abierto al aire de la vida sin límites, pero apretada en dos figuras simétricas
–el niño y el segador- y en dos frutos simétricos –la naranja y el trigo-:
nutrición y trabajo, niñez y naturaleza. No se nos ofrece el recuerdo de algo
real. Ninguna impresión. Todo es símbolo. El moribundo dice “veo”, “siento”:
palabras de acción que promueven una perspectiva en el espacio, no
correspondiente a visiones reales. El enfermo, si ve al niño, apenas quizá, no
ve al segador. Somos nosotros quienes los contemplamos a través de un estilo
muy neto, muy sobrio. Las dos estrofillas centrales se reducen a cuatro
oraciones muy simples que relatan hechos. Ningún adorno. Hechos: el niño que
come, el segador que siega y el acto de considerar esos hechos desde el borde
de la muerte, en el filo de una despedida sosegada. El dispuesto ya a su fin
pronuncia su adiós con un dejo de copla andaluza. (Pero la estructura de la
canción se acoge al dechado de la lírica gallego-portuguesa.) Como siempre o
casi siempre, un arte personalísimo se apoya en una tradición antigua, en una
reminiscencia popular, y depurada. Antonio Machado “el viejo” colecciona entre
las soleares:
Compañera, si me muero,
la casilla e los locos
ha e se tu paraero.
Y entre las seguiriyas:
Cuando yo me muera
mira que te encargo…
Lorca, que sabe todo eso y mucho más,
lo deja operando desde el interior de su olvido, y partiendo de la propia
intuición compone esta balada perfecta.
Si muero,
dejad el balcón abierto.
Sus gacelas y casidas –también canciones-
forman un conjunto bellísimo, “De los ramos”:
Por las arboledas del Tamarit
han venido los perros de plomo
a esperar que se caigan los ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.
El Tamarit tiene un manzano
con una manzana de sollozos.
Un ruiseñor apaga los suspiros
y un faisán los ahuyenta por el polvo.
Pero los ramos son alegres,
los ramos son como nosotros.
No piensan en la lluvia y se han
dormido,
como si fueran árboles, de pronto.
Sentados con el agua en las rodillas,
dos valles esperaban el otoño.
La penumbra con paso de elefante
empujaba las ramas y los troncos.
Por las arboledas del Tamarit
hay muchos niños de velados rostros
a esperar que se caigan mis ramos,
a esperar que se quiebren ellos solos.
|
La muerte avanza y destruye de
súbito o se mezcla a una vida que persiste en hermandad familiar.
Por
los blancos derribos de Júpiter
Donde
meriendan muerte los borrachos,
Canta
el poeta en Nueva York Fábula y rueda de los tres amigos. “Ahí
meriendan los borrachos”, había dicho Claudio Guillén, muy pequeño –de unos
tres años- ante unos desmontes con restos rotos de suburbio en las afueras de
la ciudad (Valladolid). Federico recogió esa frase con una mudanza muy suya. Es
muerte lo que los borrachos meriendan. Afirmación y Negación se junta en esos
trasformados desmontes, ahora “derribos de Júpiter” y, a otra luz, “de cielos
yertos”. La imagen retorna a “Vaca”, tal vez la única reiteración dentro del
mismo libro.
Que ya se fue balando
por el derribo de los cielos yertos
donde meriendan muerte los borrachos…
Esta fusión alcanza en el “Llanto”
su crisis más patética. El muerto-vivo lucha con su muerte. Instante de
soberana inspiración estremecedora:
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo,
y encontró su sangre abierta.
Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.
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Desde esa trágica frontera percibe
el mundo y concibe su poesía el gran andaluz: “la cinco en sombra de la tarde”,
una tarde inmensa.
JORGE
GUILLÉN
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Federico
García Lorca, OBRAS COMPLETAS,
recopilación y notas de Arturo del Hoyo, prólogo de Jorge Guillén, epílogo de
Vicente Aleixandre, Madrid, Aguilar, S.A. de Ediciones, 1954.
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