HUGO
WAST
GUSTAVO
MARTÍNEZ ZUVIRÍA
Cap.
5 de Myriam la Conspiradora
Por
España y por el Rey
Era el corral un
cuadrilátero cerrado por tres tapias y una galería de tejas con mucha pendiente.
Una de las tapias, la del norte, daba a la calle de Santa Teresa, calleja más
que solitaria, delineada por cercos de pita y socavada por las lluvias. Otra,
la del este, donde abría el portón, daba a la Alameda, es decir, a la ribera
del Río de la Plata, cuyas olas, infinitas como las del mar, pero amarillentas
y no azules, batían dulcemente la barranca a un tiro de piedra. Advertíase que
la tercera tapia sería para dividir el corral, de la huerta, pues por su borde
asomaban las copas de algunos perales y naranjos.
La galería al sur del corral daba sombra y frescura a las
dependencias humildes de la casa: la despensa, el granero, la cocina y el cuarto
de los esclavos. Las tapias medían una vara de grueso y eran de tierra
apisonada y empedernida por los ciento y tantos años que sobre ellas pesaban, y
sus bordes, roídos por las lluvias y los vendavales, estaban defendidos con
hojas de cactos espinosísimos, excelente defensa contra ladrones de frutas y de
gallinas, pero no tan buena contra quienes podían tener más serio interés en
escalarlas.
En una de las puertas de la galería, puerta maciza y
baja, que se habría chillando sobre un umbral de algarrobo, apareció, atraída
por el ruido de la tropilla, una muchacha joven, de color no blanco, pero sí
mucho más claro que el de los esclavos, y de facciones extraordinariamente
finas y graciosas. Era Viviana, uno de esos tipos de mestizas, hijas de español
y de india, muy numerosos en el servicio doméstico de aquellos tiempos. No era
esclava, como Amancio, es decir, no era un ser humano a quien su amo podía
vender o alquilar como si fuera un caballo o un buey, porque en tan triste
condición no estuvieron sino los negros de África y los hijos de ellos nacidos
en esclavitud.
Verdad es que por las ideas profundamente cristianas de
la sociedad española, la dulzura de las costumbres y la facilidad de la vida,
los esclavos en el Río de la Plata no fueron nunca tratados con esa crueldad
que en otras naciones engendró su odio contra los blancos y una inextinguible
sed de venganza que muchas veces estalló en pavorosas y sangrientas rebeliones.
Alguna vez se vio en Buenos Aires o en otras ciudades del
virreinato a un negro recorriendo las casas de puerta en puerta y ofreciéndose
en venta con un papel en la mano en que constaban sus cualidades y el precio
que pedía su amo por hallarse pobre y no poder mantenerlo. Y esto revelaba el
espíritu con que se hacía ese tráfico. El esclavo mismo intervenía en el
negocio, pues quien lo vendía no dejaba de estimarlo y quería que su suerte no
empeorase al cambiar de dueño.
Los esclavos en el Río de la Plata formaban parte de la
familia, sus amos se encariñaban con ellos, y a su vez ellos les correspondían
con amor y a veces con actos heroicos de abnegación, lo cual demostraba que la
nobleza de sentimientos no tenía nada que ver con la humildad del origen o el
color de la piel. Muchas veces un esclavo, que al morir su amo era declarado
libre, porque él en su testamento lo disponía así, renunciaba a esa libertad
para seguir sirviendo como antes a los hijos de su antiguo señor, a quienes
probablemente viera nacer y amaba como carne propia.
Pero Viviana no era esclava. Estaba en poder de don
Santiago Altolaguirre porque su madre, en trance de morir, a él se la entregó;
pero cuando llegara a su mayor de edad podría disponer libremente de su
persona. Era hija de una india guaycurú
y exhibía en la arrogancia de su tipo, en la finura de la nariz y de la boca,
en lo despejado de su frente, en la viveza de sus ojos pequeños y negrísimos,
en lo proporcionado y firme de sus miembros, los rasgos de esa raza magnífica
que pobló el delta del río Pilcomayo y se fue extinguiendo en guerras y
emigraciones hasta no quedar de ella más que un recuerdo en las historias de los
antiguos cronistas.
Viviana contaba dieciocho años y habíase criado junto con
la hija de Altolaguirre, Myriam, a quien amaba y servía como la esclava más
adicta. Pero tenía conciencia de la superioridad de su estirpe libre y trataba
con desdén al negro Amancio, que algunas veces le dirigía horrendas sonrisas de
amor y blanqueaba los dientes por ellas. Al ver la tropilla de vacas se restregó
los obscuros brazos que tenía llenos de harina, pues se hallaba amasando, y
corrió a abrir la puerta de un corralito para apartar los terneros de sus
madres, lo cual hizo ayudada por el negro mientras ño Elpidio acudía al llamado
de doña Casilda, la mujer de Altolaguirre, que andaba de un lado a otro, ya con
el estropajo, ya con una escoba y de rato en rato se acercaba a la artesa donde
otros sirvientes seguían apuñando la masa para el pan de ese día y daba su
autorizada opinión
-¡Todavía no está bien
apuñado!... Un poquito más de grasa para enternecerlo… Tú, Francisca, que
tienes las manos secas, échale una narigadita de anís en grano.
En viendo la dama a ño Elpidio lo condujo a la galería
interior y empezó a interrogarlo sobre las vacas lecheras que acababa de
traerle, compradas por su marido unos días antes en una de las chacras de los
alrededores de Buenos Aires.
Doña Casilda era vasca, algo emparentada con don Martín
de Alzaga, y de mejor abolengo que su marido, como que figuraba en su
ascendencia un coronel de las guardias de Carlos III.
Altolaguirre era vasco también y de humilde origen. Pero
llegado muy joven al país, fue labrando fortuna con diligencia y honradez y
ganando estimación en la sociedad, hasta emparentar con aquel magnate que un día
soñó en ser virrey del Río de la Plata. Ni las buenas relaciones, ni la
abundancia de bienes hicieron abandonar a Altolaguirre sus costumbres sencillas
y laboriosas.
Había comenzado trabajando de barquero al servicio del
dueño de una goleta, La Cantábrica, y
andando el tiempo fue socio de su patrón y después dueño del buque. Con él no sólo
remontaba el río y trasbordaba las mercaderías del Paraguay en el puerto de Las
Conchas, más abrigado que el de Buenos Aires para los buques mayores, sino que
llegaba hasta Montevideo, y aun hasta el Brasil, de donde volvía con la bodega
repleta de géneros, que, desembarcados a ciertas horas y en lugares
convenientes, iban a parar a las barracas del alcalde de primer voto sin pagar
un maravedí a la aduana del Rey.
Esto cuando había Rey. Cuando el rey se acabó, es decir,
cuando los patriotas se instalaron en el Fuerte y empezaron a gobernar el país,
el contrabando dejó de ser mirado como un simple acto de comercio, y el
gobierno mandó fusilar a algunos contrabandistas, por la razón muy verosímil de
que el verdadero propósito d sus viajes era comunicarse con la escuadrilla
española que bloqueaba a Buenos Aires, o con el mismo Montevideo, plaza fuerte,
y centro de realistas.
Altolaguirre suspendió
sus operaciones y desarmó su barco y buscó otros negocios que compensaran la
falta de aquél. Fue el primero que instaló en Buenos Aires un tambo, en corral contiguo a su casa, y
como en la buena sociedad que concurría a la Alameda por las tardes a pasear y
a tomar el fresco, se pusiera de moda el beber un vaso de leche al pie de la
vaca, el tambo de Altolaguirre llegó
a ser un lugar de recreo y de reunión.
Al
principio los hombres encontraron demasiado inocente la costumbre, para quienes
tenían el paladar hecho a más fuertes brebajes, pero muy luego advirtieron el
original sabor de aquél vaso de leche espumoso, bebido junto a la vaca, y lo
que era más interesante ordeñado por las manos primorosas de Myriam
Altolaguirre, que para realizar su tarea se vestía un pintoresco traje de
aldeana éuscara. Nada más bonito que ver a quien pasaba por una de las bellezas
de su tiempo haciendo el papel de una pastora, al estilo de las grandes damas
francesas, que a fines del siglo XVII se pirraban por esas novedades. Pero
Myriam no resultaba ser una aldeana de litografía, pues desempeñaba el oficio
con gracia y verdadera destreza.
Aunque
sus padres eran españoles, la belleza de aquella muchacha era típicamente
criolla, como si la luz del cielo argentino y el aire del río y de las pampas,
el sabor de sus frutos, la fortaleza de la carne y de la leche, obtenidas de
haciendas semisalvajes, bastaran para modificar las misteriosas corrientes de
sangre y crear un tipo que, sin ser el del indio aborigen, se diferenciaba
mucho del europeo.
¿En
qué consistía que al verla uno dijese: tiene el cabello y los ojos obscuros,
las manos y los pies finos, y la frente blanca, y habla como las mujeres de
Castilla, pero no es castellana, es porteña?
Montaba
a caballo como una hija de los indios ranqueles,
que poseían los mejores caballos del mundo, y llegaban en malones repentinos y
sangrientos casi hasta las puertas de la ciudad, y asolaban las estancias, y se
llevaban cautivas a las mujeres, y huían al llegar la tropa como las olas del
gran río cuando el viento cambia. Conducía la ballenera de su padre como un
marinero cántabro, criada al aire libre y al gran sol, su tez no tenía esa
blancura frágil de las heroínas de los libros románticos, sino la del buen pan
de harina, dos veces tostado, en la espiga del trigo y en el horno, pero blanco
siempre, con blancura perdurable y sabrosa. Su alma estaba templada para
aquellos tiempos de dolor y guerra, y su corazón era de criolla.
¿En
qué consistía que los hijos de españoles, nacidos a orillas del Plata, que se
habían criado venerando al rey y oyendo a sus padres suspirar por el
advenimiento de Fernando VII, el cautivo de Napoleón, escuchasen la voz de la
patria desde el primer minuto de la independencia y se sintieran, por instinto,
enemigos del rey y de los virreyes y de sus generales?
Myriam
fue de las primeras mujeres porteñas que usaron aquellos rebozos de bayetón
celeste, ribeteado de cintas blancas, de que hicieron un símbolo americano y
con que enardecieron el patriotismo de los hombres en los días anteriores al 25
de mayo de 1810. Cuando estrenó aquel rebozo histórico, su madre, que no entendía
de cosas políticas, sino de amasijos y remedios caseros, no lo encontró mal. Por
el contrario, le pareció que el suave color y la sencillez del tocado infundía
mayor dulzura y modestia al gracioso atavío, acompañada de Viviana, que le
llevaba la alfombrita.
Pero
su padre la pilló al volver, y él si entendía de política, y en aquellos días
aciagos para la madre patria andaba triste y furioso. A guantadas arrebató a su
hija el revolucionario mantón e hizo con él un auto de fe en el horno del
tercer patio, y a su dueña la puso a ración de pan viejo y agua, durante una
semana, la gran semana de Mayo, encerrada en la despensa, única pieza que no
tenía comunicación con otra y podía cerrarse a candado por fura. Solamente él
entraba a renovarle el pan y el agua, y la encontraba sentada en un rincón,
sobre una petaca cuyana rumiando sus
empecinados y misteriosos pensamientos. Contribuyó bastante a dulcificar el
castigo y arraigar por lo tanto en el corazón de Myriam el amor a la patria
naciente, aquella peta o baúl chato de cuero crudo, con dos orejas de guascas y
una fuerte cerradura, por fortuna descompuesta, porque estaba llena de riquísimas
tabletas sanjuaninas, de higos pasos
de Mendoza y otras inolvidables golosinas traídas en rechinantes carretas de
bueyes.
En
los días que van desde el 23 hasta el 28 de Mayo, mientras el vecindario se
reunía en cabildo abierto en la plaza de la Victoria y los patriotas desposeían
al virrey Cisneros y constituían su propio gobierno y abrían los cimientos de “una
nueva y gloriosa nación”. Myriam, desdeñando el pan realista que le traía su
padre, devoraba las inolvidables golosinas cuyanas, lo que era, en cierto modo,
coadyuvar a la revolución.
Su
hermano Luís, colegial de quince años entonces, que compartía las convicciones
patrióticas de la muchacha, se levantaba a deshora e iba a darle conversación
por un tragaluz que tenía la despensa, con una cruz de hierro, para que sólo
pudiera entrar y salir el gato. Luis la despertaba tirándole una piedrita que
retumbaba como en un tambor sobre la petaca; ella ascendía hasta el tragaluz y
escuchaba ansiosa la relación de los acontecimientos de ese día; y después, en
recompensa, daba al fiel relator una tableta que él se iba a comer en su cama,
vibrando aún con el ardor de las épicas horas que estaba viviendo Buenos Aires.
Consumada
la revolución y desterrado el último virrey, se calmó el furor de don Santiago
Altolaguirre, y nunca se le oyeron protestas, a tal punto que se le consideró
reconciliado con el nuevo régimen, y ocupado solamente en acrecentar su caudal.
Pero
Myriam no las tenía todas consigo. Conocía bien a su padre y se imaginaba que
la procesión andaría por dentro y ajustó su conducta a esa idea. Guardó para sí
sus fervores patrióticos, y guardó también el precioso secreto de su amor por
un bizarro capitán argentino.
Era
el capitán Juan Antonio Zavaleta, que había hecho la campaña del Paraguay, al
frente de una compañía de los arrogantes Granaderos de Fernando VII, los cuales
sirvieron de guardias de Corps a los virreyes y cambaron después de nombre y se
llamaron Granaderos de Infantería y supieron morir por la libertad de América.
El cuerpo acababa de regresar de la primera desastrosa expedición de Belgrano,
y mientras se remontaba para campañas más felices, el capitán Zavaleta, por
culpa de aquella moda romántica y sencilla de tomar leche al pie de la vaca, se
enamoró locamente de la hija de Altolaguirre. A la hora en que los elegantes
porteños acudían al tambo de la Alameda para ganar una sonrisa de tan bonita
aldeana, se veía al capitán en un rincón de la corralada, a la sombra de una
profusa y florida santarrita,
esperando su turno con simulada indiferencia.
Un
curioso y experto observador habría podido notar los rubores dela falsa aldeana
cuando se aproximaba al capitán con el vaso de leche. Aquel hermoso y fuerte
brazo de ella, que sujetaba un caballo desbocado y amuraba con soltura la vela mayor de la ballenera de su padre,
temblaba ofreciendo la ligera bandeja de plata. Pero como el capitán bebía
tranquilamente el sabroso licor ofrecido con tanta donosura y se iba después de
saludar a la dueña de la casa, nadie entraba en sospechas.
Se
sabía que muchos galanes rondaban a la niña, y en los bailes y en las tertulias
y en aquellas reuniones del tambo se deslizaban al oído palabritas
intencionadas y melosas. Se sabían que unos eran criollos y otros españoles. Se
sabía también que el doctor Bernardo Monteagudo, uno de los prohombres de la
revolución, muy joven y arrogante, bebía los vientos por aquella criatura.
Sólo
del capitán Zavaleta nadie se acordaba. Más ¿qué le importaba eso a él, dueño
legítimo y absoluto del corazón de la briosa porteñita?
En
aquellos tiempos los galanes solían dar serenatas a sus damas, y Zavaleta había
inventado una disimulada forma de advertir a Myriam sus propósitos. De la
santarrita florecida recogía un puñado de flores y las arrojaba como al azar en
la bandeja de plata al devolverle el vaso de leche. Sin hablar con él u aunque
fuese Viviana la que se llevaba la bandeja, Myriam sabía que en la alta y
silenciosa noche un galán embozado en una capa azul marino se aproximaría a su
reja volada y le cantaría versos compuestos para ella, acompañado por una
guitarra melancólica y por eterno y doliente murmullo del río que se desgarraba
en la playa.
La
ventana de Myriam, entornada apenas, so pretexto de abrir paso a la brisa
nocturna, se abría entonces, y un brazo que salía por entre las rejas dejaba
caer en la acera de rojos ladrillos un blanco jazmín. Por lóbrega que fuese la
noche, el cantor divisaba la flor y acudía a la señal, y en voz muy queda ambos
enamorados se comunicaban sus sentimientos y sus esperanzas.
La
calle era en extremo solitaria, y lo único que podía turbar el coloquio era, de
vez en cuando, el paso de una patrulla de guardias civiles o un rondín de
soldados que vigilaban la ribera para evitar un desembarco de españoles. La
gente de armas no se detenía a averiguar quiénes eran los que hablaban y
pasaban de largo. Pero en alguna ocasión llegó al sitio otro cantor con otra
guitarra y otros versos, y como a Zavaleta y a su novia les interesaba guardar
el secreto, la una desaparecía en su cuarto mientras el otro se esfumaba por
entre los tunales de la calle de Santa Teresa.
Aquel
cantor se aproximaba por la Alameda, templando desde lejos su guitarra, solía
ser Cecilio de Alzaga, uno de los hijos de don Martín, por quien don Santiago
Altolaguirre tenía visible predilección, porque era uno de los raros porteños
que se conservaban tan realistas como su mismo padre, aun después de la
revolución. Myriam no decía que no a don Santiago, pero tampoco decía que sí al
pretendiente, ni aparecía en su reja para escucharlo, ni premiaba con un jazmín
su serenata.
Ella
y su capitán confiaban que el tiempo aparejaría las cosas a su gusto para más
tarde, pues no había que pensar en un noviazgo público mientras los ejércitos
argentinos siguieran peleando con los españoles. Entretanto se amaban y
hablaban de amor, que es la mejor manera de esperar. ¡Ay! El tiempo no fue su
aliado, sino su cruel enemigo, porque los sucesos no vinieron como su corazón
los esperaba.
El
año 11 fue muy triste para los patriotas. Las tropas de Buenos Aires fueron
desbaratadas en el Paraguay, aniquiladas en el alto Perú y rechazadas en
Montevideo; y la primera escuadrilla argentina, al mando de un marino maltés,
Azopardo, deshecha en una acción decisiva por el español Romarate, frente a San
Nicolás.
La
escuadra del Rey dominaba el mar y los ríos desde Montevideo hasta la Asunción,
y el gobierno de Buenos Aires no podía comprar más buques ni levantar nuevos ejércitos,
porque su tesoro se hallaba exhausto, y para mayor desaliento suyo los
patriotas no estaban unidos, como los españoles, alrededor de una sola persona;
por el contrario, vivían conjurándose unos partidos con otros, y sobre el vasto
territorio que formaba su heredad rugía ya el huracán de la guerra civil. Al entusiasmo
de aquellos inolvidables días de Mayo había sucedido una sombría inquietud. Algunos
hombres del gobierno, en especial Rivadavia, fatales para la conspiración.
Era
verdad que don Martín de Alzaga había concebido el gigantesco de reconquistar
Buenos Aires y apresurar la definitiva derrota de la revolución; y contaba no sólo
con la audacia y el patriotismo de los peninsulares residentes allí, sino con
las tropas veteranas del virrey Elío, amurallado en Montevideo, y con su
escuadra, que dominaba el estuario. Cada día suscitaba en Alzaga una nueva
esperanza y traía a Rivadavia mayor preocupación. Y lo peor para éste era que
nadie sino él creia en tal peligro, y sus recelos eran considerados como una
manía.
La
conspiración habría estallado a fines del año11 a no haberle llegado a Alzaga,
de pronto, una noticia que trastornaba sus planes. Elío, aburrido de una lucha
estéril y deslucida, acababa de firmar un armisticio. Los patriotas retiraban
el ejército con que sitiaban a Montevideo, y el virrey levantaba el bloqueo de
Buenos Aires, alejando la escuadra española. Los dos puntos convenidos eran fatales
para la conspiración.
Los
conspiradores habían contado con que la ciudad estuviera desguarnecida de
tropas y la escuadra española cerca, lista para prestarles ayuda. Ahora la
escuadra se retiraba y el ejército sitiador volvía a sus cuarteles en Buenos
Aires.
Don
Martín de Alzaga montó en cólera contra su amigo el virrey y fue a comunicar
sus aprensiones al betlemita fray José de las Ánimas, su consejero y
lugarteniente en la trágica tramoya. Fray José lo incitó a ir a Montevideo para
entrevistarse con Elío, sobre cuya voluntad sería de grave peso la amistad y la
palabra de aquel hombre. Ya no podría impedir el cumplimiento del armisticio,
pues los Dragones de Rondeau habían regresado a Buenos Aires a tiempo de
sofocar el motín de los Patricios, y las velas españolas no se divisaban más en
el horizonte.
Pero
si no era tiempo de impedirlo era tiempo de violarlo. ¿Acaso la magnífica
victoria española del Desaguadero no había sido preparada por la violación de
otro armisticio? ¿Qué tenían que hacer los juramentos, ni la palabra española,
tratándose de rebeldes al Rey?
Esa
misma tarde a la siesta, don Martín salió de su señorial mansión situada en la
calle de la Victoria, y fue a casa de don Santiago, a quien le confió su plan
de ir a Montevideo, y le pidió que lo condujese en la ballenera. En tratándose
del servicio del Rey, Altolaguirre no era hombre de vacilar; pero su ballenera
estaba en desarme, no tenía más que un marinero, y ése era un viejo portugués,
de los prisioneros que treinta años antes tomó el virrey Ceballos en la Colonia
del Sacramento e internó en Buenos Aires.
-Y tú necesitas para la maniobra dos
marineros de entera confianza… ¿es así? –dijo Alzaga.
-Así es-respondió Altolaguirre.
Quedaron los dos callado un momento.
-Conozco uno más…-dio luego
Altolaguirre-
-¿Cuál es?
-¡Yo!
-Bueno; tú y el portugués. Necesitamos
otros más… No se te oculte aparte de ser diestro debe ser fiel hasta la
muerte. Nos jugamos la vida en esta empresa. Rivadavia no se anda por las
ramas; ahorcarnos en veinticuatro horas sería para él un entretenimiento. Y
jugamos lo que vale más que nuestras vidas, y es, nuestra causa…
-Ya comprendo –dijo Altolaguirre,
hombre de pocas palabras, y se sumió en una honda reflexión que su amigo no
interrumpió, contentándose con tenerlo bajo el concentrado fulgor de sus ojos
claros, pequeños y despiadados. Al fin Altolaguirre dijo:
-Ya tengo el marinero que nos hace
falta.
-¿Quién es?
-Una mujer.
-Las mujeres no han servido nunca para
estos negocios; ni tienen la destreza necesaria ni saben callarse. ¡Busca
otro!
-Mi hija vale tanto como un buen
marinero y no nos traicionará. Comprenderá que su primera palabra indiscreta
costaría la vida de su padre y no hablará.
-¡Ah! ¿Te refieres a tu hija Myriam?
-¡Sí! ¿Piensas de ella lo mismo que de
todas las mujeres?
-De ella no, pues la conozco. Tiene
sangre vasca por los cuatro costados.
-¿NO crees que ella será ciega, sorda
y muda para todo cuanto no se obedecerme a mí?
Alzaga asintió con la cabeza.
-Entonces ya tenemos completa la
tripulación.
|
Convinieron
en seguida todos los detalles del plan. Altolaguirre simularía un viaje a la
costa del sur a comprar tasajo y pescado seco; una vez perdida de vista la
tierra cambiaría rumbo e iría a recalar en la costa de San Isidro, en una
barranca solitaria, donde había un buen fondeadero, a cien pasos de la pulpería
del portugués Barbosa, hombre muy adicto a Alzaga, quien guardaría allí a la
ballenera. Para no ir solo hasta ese lugar se acompañaría con fray José de las Ánimas,
que gozaba en su convento de gran libertad, pues por su ministerio tan pronto
estaba en el Hospital de los Belermos, como en la Convalecencia, vasto caserío
situado a una legua de la ciudad, hacia el sur, donde albergaban los enfermos
de menos cuidado.
Agotado
el asunto y no queriendo Alzaga dejarse ver en conferencias prolongadas y
misteriosas, se despidió de su pariente.
La
Alameda estaba llena de damas y de caballeros. Unos iban buscando el fresco de
la ribera; otros, por afición a los discreteos y novedades. Don Martín de
Alzaga pasó por entre la concurrencia saludando con amabilidad a los españoles,
sus amigos, y con altivez a los criollos, especialmente a los hombres del
gobierno. Su palidez era más profunda que otros días, su ceño más tormentoso,
sus ojos más desteñidos, pero a la vez más astutos. Ardía visiblemente en él el
espíritu de la reconquista y no era amado por los hijos del país, pero los
españoles lo veneraban como a la encarnación de la vieja patria, invencible e
indomable.
Sin
grandes explicaciones Altolaguirre ordenó a su hija que se dispusiera para un
viaje al sur que duraría una semana.
-No
quiero tomar un marinero nuevo, y sólo en ti tengo confianza –le dijo-. Los del
sur son mares bravos, pero tú y yo los conocemos.
Nada
podía ser más del gusto de la joven que un viaje en esos precisos momentos. Aparte
de que siempre tenía el ánimo dispuesto para tales excursiones, esa vez le
convenía atribular a su novio, que, según le acababa de contar una amiga,
andaba dando serenatas por los barrios del sur, donde vivía “la flor de la
canela”, es decir, la gente de prosapia ilustre.
Se
embarcaron en la madrugada siguiente, antes de que saliera el sol. Don Santiago
no le confió el verdadero objeto del viaje, ni siquiera cuando perdieron de
vista la tierra firme. Quería que ella misma lo fuera descubriendo, y que sólo
adivinara el terrible complot que urdían los españoles cuando ya no pudiera
echarse atrás sin traicionar a su padre. Conocía el carácter nobilísimo de
Myriam y sabía lo que iba a ocurrir y no se engañó.
La
fervorosa porteñita, que inició en los días de Mayo del año anterior la
inocente conjuración de los mantones celestes con ribetes blancos, se encontró
de pronto enredada en la tenebrosa y formidable conspiración de Alzaga, que iba
a dar el golpe de gracia a la revolución agonizante. Y entre el amor
tumultuoso, como amor de colegiala traviesa, a una patria cuya noción estaba
tan confusa aún en los espíritus más generosos y más claros de la época, y el
sentimiento natural y eterno de la sangre, no podía vacilar…
El
viento era sudeste y muy fresco. Su padre iba en el timón y ella contemplaba
distraídamente la infinita llanura azul salpicada de copos blancos. De repente
el timonel viró en redondo y al cambiar de amuras la embarcación se acostó
bruscamente sobre el agua y las cofas se hundieron en las olas. Myriam miró con
sorpresa a su padre que a su vez la observaba con intensa emoción; y no necesitó
más para comprender el motivo de aquel cambio de rumbo; no iba al sur, sino a
la Banda oriental.
-¡Arriba
la mayor! –ordenó su padre; ella, descalza, corrió, sobre el puente, soltó la
escota y el barco se enderezó y puso la valiente proa hacia el lugar indicado
por Alzaga.
Concluída
la maniobra, que la distrajo un instante, don Santiago se puso a mirar a su
hija. La vio palidísima, interrogándolo con sus ojos negros e inteligentes, las
manos ceñidas al cabo de la vela y los rebeldes cabellos pegados en las sienes
por las salpicaduras de las olas.
Quiso
animarla, premiar su amor y su adhesión; la llamó, la apretó contra el pecho
con su mano libre y la besó, y le murmuró al oído una frase que encerraba todas
las explicaciones que no tenía manera de darle:
-¡Por
España y por el Rey!
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Todas
las novelas de Hugo Wast, Madrid, Ediciones FAX, 1942.
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