lunes, 5 de marzo de 2018


(11) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

JUANA INÉS DE ASBAJE

La desdichada por discreta



La monja, cuya esbeltez, afilada flexible y morena, recordaba a la de la vara de nardo, desnuda en el tallo y florecida en la copa, me indicó con un ademán que la siguiera hasta la ventana abierta. De la monja no fluía olor alguno a clausura o sacristía, sino con ese perfume tenue, fresco y penetrante de los helechos arborescentes y de los liquidámbar que se acercan a los pinos en las zonas altas muy transidas por el sol. Y ya los dos, acodados en el ancho alféizar, frente al cuadro, casi sudando los colores, del mediodía azteca, ella volvió a regalarme su voz, que tenía resonancias turbadoras de metales nobles cruzados.
-Mira… Quiero que contemples el mismo escenario que yo contemplé durante los diez primeros años de mi vida, enamorada niña de las sorpresas. ¿Te agrada?

            Realmente era un paisaje obsesivo. A lo ancho y a lo hondo y a lo alto, el sol meridiano iba sacando lenguas de fuego de las piedras, de las lagunas y de los cerros en forma de barbas, de plumas o de filamentos de lana cardada. Y, filtrándose por las ramas, concedía caireles de oro a una tierra ocre que deliraba de fiebre. Y se percibía un bárbaro como darse de cabeza contra paredes sonoras insectos enormes y zumbantes hasta el paroxismo. La llanura era vasta y multicolor, con alfo de sábana bordada en sedas violetas y desfallecida a su aire. Abundaban, como en islotes, las plantas espinosas y en los troncos achaparrados y barrocos vegetaban unas orquídeas de tersura de porcelana. La llanura cedía en las faldas de dos montes bien distintos: el Popocatepetl y el Ixtacihuatl; aquél liquidando nervios de fuego y éste rompiendo venas de plata.



Conmovida por la emoción que yo desnudaba sin recato, sor Juana Inés de la Cruz reanudó su lenguaje primaveral.
-Estamos en la alquería de San Miguel de Nepantla, donde nací el viernes 12 de noviembre del año 1651, a las once de la noche. Nací precisamente en esta sala donde nos encontramos, llamada La Celda, casualidad que, con el primer aliento, me enamoró de la vida monástica y me enseñó que eso era vivir: respirar aires de clausura. Por lo que resultó la gran verdad de que para mí nacer y para mí morir tuve sendas celdas bien adecuadas. También fueron simbólicos esos dos volcanes que contemplas, “pues conservan en paz sus extremos y en un temple benigno la poca distancia que los divide”. ¡El fuego y la nieve! La primavera eterna, sí, entre los excesos de la brasa y del hielo, como patria de esta monjita y petisa que te está hablando, cuya existencia mortal duró cuarenta y tres años, cinco meses, cinco días y cinco horas. Si de noche te asomaras a esta misma ventana, la atmósfera es tan ligera y transparente que te nace la ilusión de que los astros se acercan a tus manos.
-Sí, yo recuerdo un epigrama que alude a vos y a los volcanes: “Si hoc in montibus quid in mentibus”. ¡Exacto! Fuego y nieve en tu espíritu; amor y serenidad, como en esas montañas. También recuerdo unos tercetos, de no sé quién, ahora, que anunciaban así:


Sabed que donde muere el sol, y el oro
dejar por testamento al clima ordena,
le nació en Juana Inés otro tesoro
que ganaba al del sol en la cuantía.
Y entre dos montes fue su primer lloro.
Éstos de nieve y lumbre, noche y día…


-¡Gran verdad bellamente dicha!
-Decidme, sor Juana Inés: ¿os sentisteis siempre más mexicana que española?
-Más de dos tercios de mi sangre tienen a España. Fue mi padre don Pedro Manuel de Asbaje, natural de la villa de Vergara, en Guipúzcoa; y aun cuando mi madre, doña Isabel Ramírez de Cantillana, nació en Ayacapixtla, mis abuelos maternos también fueron españoles. Pero mentiría si te dijera que siempre pudo más en mi corazón lo hispano a tercios que aquel tercio escaso que me enraizaba a esta tierra caliente.
-Cuentan de vos, crónicas y testigos que se hacían lenguas, haber sido prodigio de amor a las letras y empaque justo de la mayor sabiduría.
-Aún no había cumplido los tres años y ya sabía leer y escribir. “Y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que, si cuando volviese a crecer hasta allí, no sabía tal o cual cosa que me había propuesto aprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de mi rudeza.”

El camino hacia no se sabe dónde

-No creo mientan vuestros biógrafos, aún los más panegíricos, cuando aseguran que las matemáticas os eran familiares; que la fisiología hallábase en el catálogo de vuestros conocimientos; que versificabais en latín y hasta en náhuatl; que entendíais mucho de medicina, filosofía escolástica, teología dogmática y moral, derecho canónico y civil; que todo y en especial las letras bellas y las bellas artes, cabían en esa vuestra sesera única…
-Sí, de todo supe un bien poco, y más por curiosidad irreprimible que por pedantería. Mas me inclinaba decididamente por la poesía y la música. Ese poeta, de cuyo nombre no te acuerdas ahora, en sus encadenados tercetos lo pondera:

   Nuevos metros halló, nuevos asuntos,
nueva resolución a los problemas
y a la música nuevos contrapuntos…


-¿Hasta qué edad permanecisteis en Nepantla?
-Cumplidos los diez años, marché a México con mis padres. Tres más tarde se hizo cargo del virreinato de Nueva España son Antonio Sebastián de Toledo Molina y Salazar, marqués de Mancera. El cual, como hubiera oído a sus allegados y súbditos lindezas de mi persona, deseó conocerme y llevarme a su palacio, para que sirviera de camarera y a miga de su esposa, doña Leonor Carreto, tan bella como inteligente.
-¿Y os dejaron marchar vuestros padres, sin temores, a la corte virreinal?

-¿Por qué habían de oponerse? Antes por el contrario, les causó sumo gozo la resolución; porque  “conociendo el riesgo que podía correr yo de desgraciada por discreta, y con desgracia no menor, de perseguida por hermosa, aseguraron ambos extremos de una vez, y me introdujeron en el palacio virreinal, donde entraba de muy querida de la señora virreina.”
-Y fuisteis feliz en aquella sociedad que era como un remedo de la madrileña de aquel don Felipe IV El Grande, cuya grandeza era como la del “hoyo”, según memorial secreto de zambo y zumbo don Francisco de Quevedo:

   Grande sois, Filipo; a manera de hoyo.
Ved esto que digo, en razón lo apoyo:
quien  más quita el hoyo, más grande lo hace.

-¡Entonces empezaron mis desdichas! Mucho me honró el señor virrey, y mucho me amó la señora virreina, pero…
-Ya entiendo, sor Juana Inés. Os hizo desafortunada algún amor imposible. Muchas crónicas y muchos biógrafos vuestros niegan que jamás os hubierais enamorado, y afirman que siempre os solicitó la paz de la clausura.
-¡Tamaño dislate! Era joven y erudita, y a ti, que me contemplas, nada puedo decirte de mí buena cara. Fui vehemente y apasionada. ¿Cómo es posible que mis versos puedan haber engañado a tan agudos doctores? En mis versos me transparento y defino. Ellos hablan con tal elocuencia y con voces tales de pasión…, que me asombran hayan sido juzgados por pasatiempos de sociedad o como expresión de afectos ajenos.
-Lo mismo he pensado yo siempre leyéndolos. Los celos que en ellos se encrespan son verdaderos celos, sentidos como roeduras en el propio corazón. ¡Claro que sí! Hombre y muy hombre, galán insinuante tuvo que ser quien os arrancara anhelos como éste:


   ¿Cuándo tu voz sonora
herirá  en mis oídos delicada,
y el alma que te adora
de inundación de goces anegada,
a recibirte con amante prisa
saldrá a los ojos desatada en risa?

-Amé, sí con ilusión y con pasión novicias y limpias de mis quince años…
-¿A quién?
-¡Qué importa su nombre y condición! Tan me hizo creer en su correspondencia amorosa de caballero español, cuya edad doblaba la mía, que arrancó a mi ingenuidad inocentemente impúdicos, como éste:

   ¿Mas cuando, ¡ay!, gloria mía,
mereceré gozar tu luz serena?
¿Cuándo llegará el día
Que pongas dulce fin a tanta pena?
¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,
Y de los míos secarás el llanto?

-¿Te desdeñó? ¿Salió de México?
-¡Oh, no! Algo mucho más sensato para él y más doloroso para mí; se casó en México con una dama española de gran linaje y de mayor fortuna, calidades muy inferiores en mí. Y luego de casado, aún quiso conservar mi amistad, presumiendo más de indiscreto que de inadvertido.
-Contra él, pues, escribisteis aquellas vuestras inmortales redondillas…



   Hombres necios que acusáis
 a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.

-En efecto; pero no me los dictó el rencor. Fueron como frutos naturales del escepticismo, que ya para siempre me apartaría de los hombres. Si el gran duque Francisco de Borja, movido por el doloroso desengaño de contemplar la corrupción de la sin igual belleza de su señora, la emperatriz doña Isabel, juró no volver a someterse a señor que se le pudiera morir, yo, sumando en aquel engañoso amante cuantas ilusiones pudieran ofrecerme los apetitos amorosos, juré enamorarme para siempre de quien jamás traicionara mis ya desencarnados afectos.
            Cayó sor Juana Inés de la Cruz, refugiada en memoración que estaría desangrándose por cien pequeños labios. Calló y cerró sus ojos, Sus manos, entrelazadas por los dedos, estaba posadas –olvidadas de su aire- en el alféizar.
            Yo también, sin voluntad, cerré mis ojos. Apenas pasados unos instantes, al abrirlos, me zarandeó una gran sorpresa. Ya no estábamos en La Celda de la alquería de Nepantla, ni muy juntos, ni en pie ante aquella ventana, marco de un paisaje caudaloso de sol y de tonos crudos que herían la vista. ¿Cómo fue posible tan sorprendente mutación de escena sin la colaboración del tiempo y sin nuestros esfuerzos?

La triste sala de espera

            Estábamos en otra celda mucho menos amplía y mucho más triste, sin ventana alguna que nos pasara la luz natural jugando las luces tímidas y las sombras audaces desde las cuatro bujías de cera de un candelabro viejo de altar. En un lado de la celda corríase una estantería colmada de librotes encuadernados en pergamino. Entre sor Juana Inés y yo había un pesado bufete barroco con más libros, un tintero de loza, varias plumas de ave del paraíso, un crucifijo de talla sobre una pena de diminutas calaveras, una salvadera… Antes de que me hubiera liberado de mi asombro, la monja, que estaba sentada en un historiado sillón, sin levantar sus párpados, habló:
-Estamos en mi celda segunda, mi sala de espera para el gran viaje, en el monasterio de San Jerónimo. ¿Te parece pobre?
-Me parece triste.
-Pues en ella me desviví durante veintisiete años. Los escenarios no importan por sí mismos y suelen llenarse del alma de su protagonista. Ningún recuerdo doloroso, ninguna contrariedad momentánea, lograron pesar sobre las alas de mi vocación definitiva. En esta celda, pues que la clausura en los conventos del México virreinal no era cosa extremada, en determinados días y horas, tuve muy agradables tertulias, durante las cuales discutíamos con acucia temas teológicos, filosóficos, políticos, literarios, o contábamos sucesos de España y de Nueva España de mucho entretenimiento y trascendencia. En esta celda estuvieron virreyes, generales, conquistadores de tierras, poetas, juristas, teólogos, damas muy calificadas, mercaderes… Y quienes no me pedían un consejo demandábanme unos rengloncitos rimados.
-Pero antes estuvisteis en otro convento.
-Verdad. El 14 de agosto de 1667 ingresé en la clausura de Santa Teresa la Antigua, y asistieron a mi toma de hábito –de manos del canónigo don Antonio de Cárdenas y Salazar- mis señores los marqueses de Mancera, como padrinos. Pero la austeridad de la regla hízome caer enferma, y por dictamen de los médicos abandoné el noviciado a los tres meses. Quince después me aficioné para siempre a las Jerónimas.
-Y en veintisiete años…,¿en qué ganasteis el tiempo además de santificaros?
-Regalaba a mis señoras las virreinas con refinamiento de repostero: “suspiros de monja”, rosquillas de almendra, recados de chocolate, frutas al horno. O bien con zapatos y guanteletes bordados en seda u oro, al estilo mexicano. Componía romances, villancicos, tonos y bailes para las fiestas del convento, con gran regocijo de mis hermanas. Ideé y compuse el famoso Neptuno alegórico, Océano de colores, o sea un arco triunfal dedicado a la entrada de mi señor el virrey conde Paredes. Tuve constante y familiar trato con los libros más curiosos. Llevé con un dolor que se compungía, en verso, la separación temporal o la muerte de muchos seres queridos. Escribí muy complacida, una Gramática y un Tratadillo musical en verso. Me negué varias veces, preparando muchos y sólidos argumentos, a que mis hermanas me nombraran priora. También me apuraron, no pocas veces, por mis pecadillos de burlas rimadas, así cuando compuse un epigrama, con muy poca caridad, a una presumida beldad…
-Lo recuerdo muy bien. Y es tan punzante como saleroso.
            Sor Juana Inés no evitó sonreír, a mi recitado, con esa benigna sonrisa de a quien se le recuerda una diablura.


   Que te den en la hermosura
la palma, dices, Leonor;
la de virgen es mejor,
que tu cara lo asegura.
No te precies con descoco
que a todos robas el alma,
que si te han dado la palma
es, Leonor, porque eres coco.

La Décima musa

-¿Estáis conforme con cuanto pasó de vuestra mente, o de vuestro corazón, a la pluma?
-¡Cómo he de estarlo ni aprobar el dictado con que me han pasado a la posteridad de “la Décima Musa”! ¡Harto menguado paréceme la mayoría de mis escritos, que desearía se hubiese consumado su perdición! Justo es añadir que me aconteció vivir en época del mal gusto literario; mal gusto que poseyó, igualmente, a otras contemporáneas mías: la portuguesa Violante de Ceo y Góngora, que las claridades aragonesas de mis otros modelos, los Argensola.
-¿Os gustaron más los temas sacros o los profanos?
-Los sacros, por excelencia. Pero prueba infalible de que siempre estuve bien lejos de la santidad la tienes en que acerté menos mal en mis comedias de costumbres y enredo Amor es más laberinto y Los empeños de una casa que en mis autos sacramentales, El cetro de Joseph, El Divino Narciso, El Mártir del Sacramento, en los que faltan unción y teología y sobran conceptismo y alegorismo rebuscado. Mi rendición a lo culterano culminó en el infausto título que di a la primera edición de mis obras, impresas en Madrid el año 1689, llamándolo… Inundación Castálida.
-Contaba vuestro confesor, el padre Antonio Núñez, que fue menester reprenderos para que no os mortificaseis mucho, yéndoos a la mano en vuestras penitencias, porque no perdieseis la salud, ya que no corríais en la virtud, sino volabais…
-¡Achaques caritativos de aquel santo varón! Lo que sí puedo jurarte es el sentimiento absoluto de liberación que me poseyó en el día 17 de abril de 1695, Dominica del Buen Pastor, a las cuatro de la madrugada.
-En tal momento de tal fecha acaeció vuestra defunción…
-¿Mi muerte? ¡Cuán equivocado estás! ¡En aquel momento de tal fecha yo alcancé el conocimiento de que empezaba a vivir para siempre: entre los hombres y rescatada de ellos, y unida, imperdiblemente con Dios!



Sor Juana Inés de la Cruz, por Juan de Miranda (convento de Santa Paula, Sevilla)

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.









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