(10) ENTREVISTAS CON MUJERES
INOLVIDABLES
SOR MARÍA MARCELA DE SAN FÉLIX
La poetisa de los ojos claros
-Deje vuesa merced, se lo ruego, de hurgar en ese librillo... Y si desea
leer mis coplas, léalas enhorabuena, pero a solas y en voz baja, que yo harto
pesarosa estoy de haberlas escrito, y mil veces las hubiera rasgado y echado a
la lumbre si mis hermanas no me las pidieran para solazarse honestamente.
La voz de sor Marcela de San Félix sonó sin acrimonia ni ñoñería,
enteriza y jubilosa. Era una voz madura y contralto, resuelta para mandar sin
exigencia y para coloquiar sin copete de pedantería.
Sor María Marcela de San Félix estaba detrás de la
amplia y fina celosía de hierro, como en el mismo centro del cuadro, sentada en
una banquetilla sin respaldo, para dar así mortificación a la espalda. Y
permanecía muy tiesa, con las manos entrelazadas sobre las rodillas.
Mis ojos, ya hechos a la penumbra, precisaban,
detrás de sor Marcela, una estancia grande, limpia y fría, con suelo de
baldosas rojizas y techo de vigas paralelas separadas por franjas de
enjabielgo. En las paredes se sucesdían grandes cuadros, con marcos barrocos,
de temas religiosos inconcretos para mí. Al fondo, una chata puerta de
cuarterones, entreabierta, dejaba pasar un resplandor suave de claustro, como
el que ilumina el último término, el más vivo, en "Las Meninas", de
Velázquez.
Yo, en la parte de acá de la celosía, era el único
morador de otro gran aposento no menos pobretón, casi desguarnecido de muebles,
pues, aparte el sillón frailero de cuero de Córdoba en que sentaba, sólo
inventariaba un bargueño apolillado y arrinconado, y un Cristo grande, de
escayola, pintado y pendiente del testero a mi izquierda. A mi derecha, una
delgada ventana permitía que la luz se filtrase a través de una cortinilla de
encaje de bolillos muy tupido y con un tono antiguo de taba.
Yo tenía en las manos un grueso cuaderno, cubierto
toscamente con pergamino, manuscrito en caracteres ágiles y limpios. Eran
versos; versos originales de sor Marcela de san Félix. Y con estudiada malicia
alternaba el observar a la monja y el recitar algunas poesías con un acento
enfático que casi arrancaba ecos al silencio tenso de las dos salas, repudridas
de agazapados sobresaltos.
Y sin parar mientes en su chancera
observación incidí en declamar:
A UNA AUSENCIA DE DIOS
Ausente de mis ojos,
regalada esperanza,
sin mi no puedes irte,
pues no llevas el alma.
Belleza por quien muero
y vivo enamorada,
¿por qué, mi bien, te ausentas
cuando presente abrasas?
-Calle, calle, señor mío..., ¡qué me hará acíbar mis gustos por tales
rengloncillos, aun cuando sea hija de quien tantos inmortales compuso para
deleite de las generaciones!
-Dejadme, madre mía, fisgar vuestro tesoro... Aquí veo romancillos y
loas, liras y villancicos, coloquios y hasta seguidillas, jaculatorias y
endechas... A la Santísima Cruz, Al velo de so Francisca del Santísimo
Sacramento, A una traza amorosa para perfeccionarse un alma, Coloquio
intitulado la Muerte del Apetito, A la Ascensión del Señor, Al buen empleo del
tiempo...
-Porque Nuestro Señor me encendió sus luces y me alimentó con sus
afectos, siempre pergeñé mis copias por superior mandato ya para que nos
holgáramos todas con motivos de mucha piedad. yo heredé de mi amado padre este
afán de enhebrar rengloncillos que suenan bien; pero siempre determiné que
nadie sino mis hermanas los escucharan y cantaran, y que con mi muerte corporal
perecieran ellos, que para testimonio en las edades futuras ya bastan con los
de Lope...
-¡Pero si son excelentes los vuestros, madre mía! Y habéis de saber que
no se cumplieron tales deseos, ya que este cuadernillo que en mis manos tengo
se conserva aún hoy muy venerado de vuestras hijas, tres siglos después de
haberos ausentado de este mundo.
-¡Así andarán ellos, desmirriados y sin almendrilla!
-Pues volvéis a engañaros porque dan mucho que alabar a cuantos los
leen, todos ellos graves doctores; y aún se dice que bien pronto ha de pasarlos
a las imprentas para general conocimiento y edificación una doctísima academia
de la que vos no teneís noticia, pero que se cuida con gran celo del bien
hablar y de los escritos de cuantos, como vos, son gala del ingenio patrio.
¡Oh! Y aquí topo con la mucha admiración que tuvisteis por vuestro inmortal
progenitor...
¡Eh..., que va...! y en mi ayuda
todo el poetismo venga,
aquí de Terencio y Plauto
aquí de Lope de Vega,
que de lo antiguo y moderno
fueron luz de los poetas.
Miré con dulzura a sor Marcela. Y me
pareció como transfigurada. Tenía muy abiertos sus claros ojos, ni ella sabía
fijos dónde. Su cara carecía de tonos acarminados de vida, pues hasta sus
labios se fundían en el mármol sin vetas de su cutis, mucho más enmatecido que
el hábito y que las tocas. ¿En quién, en qué pensaba sor Marcela? El nombre del
hombrera fácil adivinarlo.
Sor María Marcela de San Felix
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Marcela_de_San_F%C3%A9lix
El tiempo, los lugares, los nombres
-Dos cosas en mi existencia
fueron apenas como la insinuación de dos sueños: el lugar de mi nacimiento y la
persona de mi madre. Nací en Toledo, cuando aún tenía el “hueso dulce”, en
octubre de 1605. Pero Toledo, de donde me sacaron cuando aún no había cumplido
los cuatro años, sólo me dejó una sensación de tierras descolgadas tupidas de
musgo, de hoces, en cuyos estribos se hacía sonoro un río de callejas
desmayadas y colgadas de altas y hermosas torres, de luces y de sombras huidizas.
De mi señora madre sólo recuerdo sus ojos azules…
-Que tanto enamoraron a vuestro
padre y tantos elogios encendidos le arrancaron tanto con su placer como con su
penar…
-Y un solo verso capaz de
inmortalizarlos…
Ojos por quien llamé dichoso al
día…
>>También recuerdo de mi
señora madre una voz rubia y granada en perlas, casi siempre tintineante. Y sus
andares garbosos y leves, que eran como pasos de baile, cuya girada melodía
únicamente ella parecía escuchar. Pero jamás me expliqué por qué nos separaron
de nuestra madre, tan chiquitines a Lope Félix y yo; porque nos trajeron a
Madrid; por qué nos llevaron a vivir con una amable viejecita, llamada
Catalina, a una humilde casa de la calle del Infante.
-¿Y nunca más volvió con los suyos
Micaela Luján, la “Camila Lucinda”, musa de ojos azules del mejor de los poetas
de España?
-Nunca más. La volví a ver, de
vez en cuando y por pocos días, en nuestra casita madrileña, Llegaba alegre y
se iba triste. Era muy buena cómica de compañías andariegas por Burgos, Toledo
y Sevilla. Jamás llegué a saber cuándo y dónde y cómo había muerto.
-¿Hasta cuándo vivisteis en la
calle del Infante?
-No recuerdo claramente el año.
Pudo ser a mediados de 1614. Una tarde de mucha flama llegó muy contento a casa
nuestro padre, que ya era sacerdote, y, tomándonos de las manos a Lope Félix y
a mí, nos trasladó a una casita muy próxima a la nuestra, situada en la calle
de los Francos, a la izquierda, entrando por la calle del León. Yo, que ya
sabía leer de corrido y era muy suficiente, pregunté a mi padre qué querían
decir aquellas palabras que figuraban sobre el dintel de la puerta de entrada:
PARVA PROPIA, MAGNA
MAGNA ALIENA, PARVA
>>Dentro de la casita –que tenía
dos pisos, amplias estancias y un jardincillo con un pozo y un naranjo agrio-
nos esperaba otra sorpresa: una niña como de un año, llamada Feliciana, que
nuestro padre dejó a nuestro amor y cuidado, asegurándonos que era una
hermanilla huérfana de madre. Yo, con mis nueve años, hube de convertirme en
una avispada y alegre dueña de casa, madrecita de mis hermanillos y dulzura y
descanso de mi padre, que casi siempre nos llegaba melancólico y cansado.
-¿Os amó mucho vuestro padre?
-¡Muchísimo! Aun cuando no tanto
como yo a él… Mi adoración era fanática… porque a su buen carácter y mucho ingenio familiar
uníanse su hermosísimo corazón y las noticias que me iban llegando de su genio
y popular fama. Pero él siempre guardó para mí sonrisas y miradas muy hondas,
caricias conmovidas y zalamerías mil. Me dedicó una de sus mejores comedias. El remedio en la desdicha, con estas
palabras: “Dios os guarde y haga dichosa,
aunque teneís partes para no serlo, y más si heredáis mi fortuna, hasta que
tengáis consuelo, como vos lo sois mío”.
-¿Cuáles eran esas partes que os
podían privar de la felicidad?
-¡Bah! ¡Cosas de su mucho amor!
Siempre andaba diciéndome lindezas de mis ojos claros, de mi cutis moreno, de
mi buen talle, de mi sonrisa dorada, “que le recordaba a otros sol”… ¡Figuraos
que entonces cumplía yo los catorce años! Pero… ¿vos que también parecéis
conocer la obra de Lope, no recordáis su canto de amor por mí? Se encuentra en
la Epístola de Herrera Maldonado,
a quien cuenta mi profesión religiosa.
La revelación tras la reja
-¿Tardasteis mucho, madre
Marcela, en saber, toda la verdad?
-Muy poco tiempo, que así es de
breve el tiempo para entreverar los infortunios. Ya os dije que salí
avispadilla y maliciosa. Y el mucho amor y constante ocupación por mi padre me
hizo hurgar en sus papeles, escuchar sus conversaciones con los amigos, espiar
sus andanzas por corrales y mentideros.
Aún no había cumplido los doce años cuando nada me quedaba por conocer de mi
vergüenza y de las suyas. ¡Yo era una bastarda! ¡Ya no podría ser siempre sino
Marcela del Carpio! Y mi padre… ¡era un mal sacerdote!
-¿Le dejasteis de amar? ¿Le
perdisteis la veneración?
-¡Cosas funestas del corazón
humano! Le dejé de adorar… ¡Y le amé más que antes, con más pasión y con más
ira!
Para quitar angustia a sor
Marcela quise alegrar su ánimo con una chanza:
-¿Es cierto, madre mía, que
cuando aún no habíais cumplido los trece años os quiso raptar un osado galán?
Se conserva una carta de vuestro padre al duque de Sessa, en que aquél se
lamenta:
<<Señor: Yo he tenido
grandes disgustos porque una noche de éstas, a las doce, me quisieron matar;
valióme mi advertimiento y el mostrar ánimo. He sabido la causa, que parece de
aquel pícaro, que quería por fuerza inquietar mi casa por esta niña…>>
-¡Bah! Era un galancete arisco
del que no llegué sa saber ni el nombre. Rondábame, llegó mi padre, pelearon, y
el raptor presunto huyó apaleado. Ya entiende vuesa merced: más dedos que
huéspedes.
-¿Y qué os movió a ingresar en
religión cuando aún teníais el postre de vuestra niñez?
- Si yo os jurara que una vocación
consciente y ardiente, os mentiría. Me desvivía entonces entre reconcomios y
funestos presagios. Me avergonzaba que mi padre hubiera abusado de mi inocencia
empleándome en tareas ofensivas para la castidad, como aquella de guardarle las
cartas amorosas de “Amarilis”, su sacrílego amor. Y como nada en la vida me
importaba tanto como la salvación del alma del idolatrado ser, día a día fue
madurando mi propósito. ¡Sí, Era preciso pactar con Nuestro Señor: mi vida
mortal por la inmortal vida de mi padre! Cuando decidí encerrarme en un
convento humilde y de áspera regla, el de las Trinitarias Descalzas, situado en
la calle de Cantarranas, a pocos pasos de nuestra casa, y en el que oía
diariamente misa de alba, bien supo Nuestro Señor que no sabía yo que era ni en
qué consistía la vocación. Me llevó a renunciar el mundo una obsesión
angustiosa: ¡era preciso sacar a mi padre de sus muchos pecados! ¡Era lo único
importante la eterna salvación de mi idolatrado poeta! Estos gritos, siempre
vivos y estridentes en mí, me conmovían hasta las raíces… ¡Mi vida por su alma!
El 28 de febrero de 1621 tomé el hábito de novicia; profesé el 13 de febrero de
1622.
-¡Cuán solemnes fueron aquellas
ceremonias, madre Marcela! Las cartas y los versos de Lope, teñidos de infinita
melancolía, lo atestiguan. Os apadrinaron nobles. Llevasteis una dote de mil
ducados. Vuestro padre, el mayor y mejor poeta de España, lloró genuflecto y
contrito, durante muchas horas, en una primera purificación…
¿Recuerda vuesa merced los versos
en que comenta mi profesión?
¿Cómo olvidarlos, angustiados y
amorosos?
Sale Marcela, y perdonad, os
ruego,
si el amor se adelanta, que quien
ama
juzga de los colores como ciego.
No vi en mi vida tan hermosa
dama,
tal cara, tal cabello y gallardía…
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Madrina de la mano la llevaba
la señora marquesa de la Tela…
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No puedo encareceros a Marcela
hipérbole mayor que su hermosura,
si a la envidia deslumbra, al sol
desvela.
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Marcela, las mejillas encendidas
y bañada la boca en risa honesta,
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Cerró la puerta el cielo a mi
piadoso
pecho , y llevóme el alma que tenía…
De que no fueran mil estoy quejoso.
La sosegada victoria
-¿Y qué sentisteis entonces?
-¡Una alegría infinita! ¡Nuestro Señor
había firmado el pacto! ¡Oh, sí, ya podía pecar mi padre, inconsciente,
inconstante, que bien segura me dejaba Dios de que, a la postre, su eterna
salvación estaba decidida! Y, día a día recé, me mortifiqué, alegre, buscando
mil medios de multiplicar mis merecimientos. Y si la regla no me lo prohibiera,
hubiese cantado y reído y bailado, por la claustra y por el patinillo, a todas
horas. Pero como Nuestro Señor es manantial inagotable de misericordia, también
día a día sentí cómo iba entendiendo y sintiendo qué era una auténtica vocación.
Y al cabo de muy pocos años, aún sin necesidad de cumplir mi pacto con el
Señor, ya no hubiera abandonado el convento por todas las grandezas, por todos
los gustos del mundo. Mi única existencia posible estaba en aquel refugio, en
el cotidiano apego de los celestiales avisos y consuelos.
- Mucho me placería, madre
marcela, que me confiaseis vuestros sentimientos en aquel momento de la mañana
del 28 de agosto de 1635, famosa ya, en que cogida a la verja de vuestro
convento que da a la calle, visteis pasar el ataúd, descubierto, que llevaba
los despojos de vuestro padre. Se cuenta que clavasteis vuestros ojos,
arrasados de lágrimas, en él, con la fijeza del objetivo fotográfico, que
retendrá la imagen exacta perennemente. Se cuenta que se tendieron vuestros
brazos como si pretendieran ese abrazo último, cuya sensación perdurará,
marcada a hielo y a fuego en la carne escalofriada. Se cuenta que en el
silencio absoluto que os rindió una muchedumbre patética de más de diez mil
almas, estalló un sollozo vuestro. Se cuenta que os asisteis con más fuerza a
los barrotes de la verja para que no se os marchara el cuerpo entre ellos, como
ya se os había ido el alma. Se dice que vuestro llanto, sonoro y limpio, en el
silencio absoluto de la vida circundante, fue el mejor y el más bello responso
que tuvo el mejor de los poetas de España.
-¡Oh, y se cuenta y se dice bien!
Pero puede creer vuesa merced lo que ahora voy a revelarle, y que jamás revelé
ni a mi confesor. En aquel momento, entre ayes y sollozos, entre un quererle
abrazar y un quererme ir tras él, tuve ese maravilloso aviso: ¡Nuestro Señor
había cumplido su parte en el pacto! ¡Y mi idolatrado padre se había salvado
eternamente! Si en aquel momento no morí… ¿qué hace falta para morir si no es
la voluntad de Dios?
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Saínz de Robles, Federico Carlos,
Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables,
Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.
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En historia, se considera documento toda fuente de informacion de la que el espiritu del historiador sabe extraer algo que sirva para el conocimiento del pasado de la humanidad.
jueves, 1 de marzo de 2018
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