jueves, 1 de marzo de 2018


(10) ENTREVISTAS CON MUJERES INOLVIDABLES

SOR MARÍA MARCELA DE SAN FÉLIX

La poetisa de los ojos claros

-Deje vuesa merced, se lo ruego, de hurgar en ese librillo... Y si desea leer mis coplas, léalas enhorabuena, pero a solas y en voz baja, que yo harto pesarosa estoy de haberlas escrito, y mil veces las hubiera rasgado y echado a la lumbre si mis hermanas no me las pidieran para solazarse honestamente.
                                                                                                               
La voz de sor Marcela de San Félix sonó sin acrimonia ni ñoñería, enteriza y jubilosa. Era una voz madura y contralto, resuelta para mandar sin exigencia y para coloquiar sin copete de pedantería.
     Sor María Marcela de San Félix estaba detrás de la amplia y fina celosía de hierro, como en el mismo centro del cuadro, sentada en una banquetilla sin respaldo, para dar así mortificación a la espalda. Y permanecía muy tiesa, con las manos entrelazadas sobre las rodillas.
     Mis ojos, ya hechos a la penumbra, precisaban, detrás de sor Marcela, una estancia grande, limpia y fría, con suelo de baldosas rojizas y techo de vigas paralelas separadas por franjas de enjabielgo. En las paredes se sucesdían grandes cuadros, con marcos barrocos, de temas religiosos inconcretos para mí. Al fondo, una chata puerta de cuarterones, entreabierta, dejaba pasar un resplandor suave de claustro, como el que ilumina el último término, el más vivo, en "Las Meninas", de Velázquez.
     Yo, en la parte de acá de la celosía, era el único morador de otro gran aposento no menos pobretón, casi desguarnecido de muebles, pues, aparte el sillón frailero de cuero de Córdoba en que sentaba, sólo inventariaba un bargueño apolillado y arrinconado, y un Cristo grande, de escayola, pintado y pendiente del testero a mi izquierda. A mi derecha, una delgada ventana permitía que la luz se filtrase a través de una cortinilla de encaje de bolillos muy tupido y con un tono antiguo de taba.
     Yo tenía en las manos un grueso cuaderno, cubierto toscamente con pergamino, manuscrito en caracteres ágiles y limpios. Eran versos; versos originales de sor Marcela de san Félix. Y con estudiada malicia alternaba el observar a la monja y el recitar algunas poesías con un acento enfático que casi arrancaba ecos al silencio tenso de las dos salas, repudridas de agazapados sobresaltos.

Y sin parar mientes en su chancera observación incidí en declamar:




A UNA AUSENCIA DE DIOS
   Ausente de mis ojos,
regalada esperanza,
sin mi no puedes irte,
pues no llevas el alma.
   Belleza por quien muero
y vivo enamorada,
¿por qué, mi bien, te ausentas
cuando presente abrasas?

-Calle, calle, señor mío..., ¡qué me hará acíbar mis gustos por tales rengloncillos, aun cuando sea hija de quien tantos inmortales compuso para deleite de las generaciones!
-Dejadme, madre mía, fisgar vuestro tesoro... Aquí veo romancillos y loas, liras y villancicos, coloquios y hasta seguidillas, jaculatorias y endechas... A la Santísima Cruz, Al velo de so Francisca del Santísimo Sacramento, A una traza amorosa para perfeccionarse un alma, Coloquio intitulado la Muerte del Apetito, A la Ascensión del Señor, Al buen empleo del tiempo...
-Porque Nuestro Señor me encendió sus luces y me alimentó con sus afectos, siempre pergeñé mis copias por superior mandato ya para que nos holgáramos todas con motivos de mucha piedad. yo heredé de mi amado padre este afán de enhebrar rengloncillos que suenan bien; pero siempre determiné que nadie sino mis hermanas los escucharan y cantaran, y que con mi muerte corporal perecieran ellos, que para testimonio en las edades futuras ya bastan con los de Lope...
-¡Pero si son excelentes los vuestros, madre mía! Y habéis de saber que no se cumplieron tales deseos, ya que este cuadernillo que en mis manos tengo se conserva aún hoy muy venerado de vuestras hijas, tres siglos después de haberos ausentado de este mundo.
-¡Así andarán ellos, desmirriados y sin almendrilla!
-Pues volvéis a engañaros porque dan mucho que alabar a cuantos los leen, todos ellos graves doctores; y aún se dice que bien pronto ha de pasarlos a las imprentas para general conocimiento y edificación una doctísima academia de la que vos no teneís noticia, pero que se cuida con gran celo del bien hablar y de los escritos de cuantos, como vos, son gala del ingenio patrio. ¡Oh! Y aquí topo con la mucha admiración que tuvisteis por vuestro inmortal progenitor...

¡Eh..., que va...! y en mi ayuda
todo el poetismo venga,
aquí de Terencio y Plauto
aquí de Lope de Vega,
que de lo antiguo y moderno
fueron luz de los poetas.

Miré con dulzura a sor Marcela. Y me pareció como transfigurada. Tenía muy abiertos sus claros ojos, ni ella sabía fijos dónde. Su cara carecía de tonos acarminados de vida, pues hasta sus labios se fundían en el mármol sin vetas de su cutis, mucho más enmatecido que el hábito y que las tocas. ¿En quién, en qué pensaba sor Marcela? El nombre del hombrera fácil adivinarlo.



Sor María Marcela de San Felix
Fuente: https://es.wikipedia.org/wiki/Marcela_de_San_F%C3%A9lix


El tiempo, los lugares, los nombres

-Dos cosas en mi existencia fueron apenas como la insinuación de dos sueños: el lugar de mi nacimiento y la persona de mi madre. Nací en Toledo, cuando aún tenía el “hueso dulce”, en octubre de 1605. Pero Toledo, de donde me sacaron cuando aún no había cumplido los cuatro años, sólo me dejó una sensación de tierras descolgadas tupidas de musgo, de hoces, en cuyos estribos se hacía sonoro un río de callejas desmayadas y colgadas de altas y hermosas torres, de luces y de sombras huidizas. De mi señora madre sólo recuerdo sus ojos azules…
-Que tanto enamoraron a vuestro padre y tantos elogios encendidos le arrancaron tanto con su placer como con su penar…

     Que si mostraras esos ojos bellos,
azules como el cielo y los zafiros,
de donde Amor, aunque se abrase en ellos,
hace a las almas amorosas tiros…

-Y un solo verso capaz de inmortalizarlos…
Ojos por quien llamé dichoso al día…

>>También recuerdo de mi señora madre una voz rubia y granada en perlas, casi siempre tintineante. Y sus andares garbosos y leves, que eran como pasos de baile, cuya girada melodía únicamente ella parecía escuchar. Pero jamás me expliqué por qué nos separaron de nuestra madre, tan chiquitines a Lope Félix y yo; porque nos trajeron a Madrid; por qué nos llevaron a vivir con una amable viejecita, llamada Catalina, a una humilde casa de la calle del Infante.
-¿Y nunca más volvió con los suyos Micaela Luján, la “Camila Lucinda”, musa de ojos azules del mejor de los poetas de España?
-Nunca más. La volví a ver, de vez en cuando y por pocos días, en nuestra casita madrileña, Llegaba alegre y se iba triste. Era muy buena cómica de compañías andariegas por Burgos, Toledo y Sevilla. Jamás llegué a saber cuándo y dónde y cómo había muerto.
-¿Hasta cuándo vivisteis en la calle del Infante?
-No recuerdo claramente el año. Pudo ser a mediados de 1614. Una tarde de mucha flama llegó muy contento a casa nuestro padre, que ya era sacerdote, y, tomándonos de las manos a Lope Félix y a mí, nos trasladó a una casita muy próxima a la nuestra, situada en la calle de los Francos, a la izquierda, entrando por la calle del León. Yo, que ya sabía leer de corrido y era muy suficiente, pregunté a mi padre qué querían decir aquellas palabras que figuraban sobre el dintel de la puerta de entrada:

PARVA PROPIA, MAGNA
MAGNA ALIENA, PARVA

>>Dentro de la casita –que tenía dos pisos, amplias estancias y un jardincillo con un pozo y un naranjo agrio- nos esperaba otra sorpresa: una niña como de un año, llamada Feliciana, que nuestro padre dejó a nuestro amor y cuidado, asegurándonos que era una hermanilla huérfana de madre. Yo, con mis nueve años, hube de convertirme en una avispada y alegre dueña de casa, madrecita de mis hermanillos y dulzura y descanso de mi padre, que casi siempre nos llegaba melancólico y cansado.
-¿Os amó mucho vuestro padre?

-¡Muchísimo! Aun cuando no tanto como yo a él… Mi adoración era fanática… porque  a su buen carácter y mucho ingenio familiar uníanse su hermosísimo corazón y las noticias que me iban llegando de su genio y popular fama. Pero él siempre guardó para mí sonrisas y miradas muy hondas, caricias conmovidas y zalamerías mil. Me dedicó una de sus mejores comedias. El remedio en la desdicha, con estas palabras: “Dios os guarde y haga dichosa, aunque teneís partes para no serlo, y más si heredáis mi fortuna, hasta que tengáis consuelo, como vos lo sois mío”.
-¿Cuáles eran esas partes que os podían privar de la felicidad?
-¡Bah! ¡Cosas de su mucho amor! Siempre andaba diciéndome lindezas de mis ojos claros, de mi cutis moreno, de mi buen talle, de mi sonrisa dorada, “que le recordaba a otros sol”… ¡Figuraos que entonces cumplía yo los catorce años! Pero… ¿vos que también parecéis conocer la obra de Lope, no recordáis su canto de amor por mí? Se encuentra en la Epístola de Herrera Maldonado, a quien cuenta mi profesión religiosa.

…. Y la que yo tan tiernamente amaba,
que, más galán que padre, en oro y seda
su persona bellísima engastaba,
como la rosa que marchita queda,
cayó en sí misma al expirar el día…


La revelación tras la reja

-¿Tardasteis mucho, madre Marcela, en saber, toda la verdad?
-Muy poco tiempo, que así es de breve el tiempo para entreverar los infortunios. Ya os dije que salí avispadilla y maliciosa. Y el mucho amor y constante ocupación por mi padre me hizo hurgar en sus papeles, escuchar sus conversaciones con los amigos, espiar sus andanzas por corrales  y mentideros. Aún no había cumplido los doce años cuando nada me quedaba por conocer de mi vergüenza y de las suyas. ¡Yo era una bastarda! ¡Ya no podría ser siempre sino Marcela del Carpio! Y mi padre… ¡era un mal sacerdote!
-¿Le dejasteis de amar? ¿Le perdisteis la veneración?
-¡Cosas funestas del corazón humano! Le dejé de adorar… ¡Y le amé más que antes, con más pasión y con más ira!

Para quitar angustia a sor Marcela quise alegrar su ánimo con una chanza:
-¿Es cierto, madre mía, que cuando aún no habíais cumplido los trece años os quiso raptar un osado galán? Se conserva una carta de vuestro padre al duque de Sessa, en que aquél se lamenta:
<<Señor: Yo he tenido grandes disgustos porque una noche de éstas, a las doce, me quisieron matar; valióme mi advertimiento y el mostrar ánimo. He sabido la causa, que parece de aquel pícaro, que quería por fuerza inquietar mi casa por esta niña…>>
-¡Bah! Era un galancete arisco del que no llegué sa saber ni el nombre. Rondábame, llegó mi padre, pelearon, y el raptor presunto huyó apaleado. Ya entiende vuesa merced: más dedos que huéspedes.
-¿Y qué os movió a ingresar en religión cuando aún teníais el postre de vuestra niñez?
- Si yo os jurara que una vocación consciente y ardiente, os mentiría. Me desvivía entonces entre reconcomios y funestos presagios. Me avergonzaba que mi padre hubiera abusado de mi inocencia empleándome en tareas ofensivas para la castidad, como aquella de guardarle las cartas amorosas de “Amarilis”, su sacrílego amor. Y como nada en la vida me importaba tanto como la salvación del alma del idolatrado ser, día a día fue madurando mi propósito. ¡Sí, Era preciso pactar con Nuestro Señor: mi vida mortal por la inmortal vida de mi padre! Cuando decidí encerrarme en un convento humilde y de áspera regla, el de las Trinitarias Descalzas, situado en la calle de Cantarranas, a pocos pasos de nuestra casa, y en el que oía diariamente misa de alba, bien supo Nuestro Señor que no sabía yo que era ni en qué consistía la vocación. Me llevó a renunciar el mundo una obsesión angustiosa: ¡era preciso sacar a mi padre de sus muchos pecados! ¡Era lo único importante la eterna salvación de mi idolatrado poeta! Estos gritos, siempre vivos y estridentes en mí, me conmovían hasta las raíces… ¡Mi vida por su alma! El 28 de febrero de 1621 tomé el hábito de novicia; profesé el 13 de febrero de 1622.
-¡Cuán solemnes fueron aquellas ceremonias, madre Marcela! Las cartas y los versos de Lope, teñidos de infinita melancolía, lo atestiguan. Os apadrinaron nobles. Llevasteis una dote de mil ducados. Vuestro padre, el mayor y mejor poeta de España, lloró genuflecto y contrito, durante muchas horas, en una primera purificación…
¿Recuerda vuesa merced los versos en que comenta mi profesión?
¿Cómo olvidarlos, angustiados y amorosos?

Sale Marcela, y perdonad, os ruego,
si el amor se adelanta, que quien ama
juzga de los colores como ciego.
No vi en mi vida tan hermosa dama,
tal cara, tal cabello y gallardía…
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Madrina de la mano la llevaba
la  señora marquesa de la Tela…
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No puedo encareceros a Marcela
hipérbole  mayor que su hermosura,
si a la envidia deslumbra, al sol desvela.
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Marcela, las mejillas encendidas
y bañada la boca en risa honesta,
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Cerró la puerta el cielo a mi piadoso
pecho  , y llevóme el alma que tenía…
De que no fueran mil estoy quejoso.

La sosegada victoria

-¿Y qué sentisteis entonces?
-¡Una alegría infinita! ¡Nuestro Señor había firmado el pacto! ¡Oh, sí, ya podía pecar mi padre, inconsciente, inconstante, que bien segura me dejaba Dios de que, a la postre, su eterna salvación estaba decidida! Y, día a día recé, me mortifiqué, alegre, buscando mil medios de multiplicar mis merecimientos. Y si la regla no me lo prohibiera, hubiese cantado y reído y bailado, por la claustra y por el patinillo, a todas horas. Pero como Nuestro Señor es manantial inagotable de misericordia, también día a día sentí cómo iba entendiendo y sintiendo qué era una auténtica vocación. Y al cabo de muy pocos años, aún sin necesidad de cumplir mi pacto con el Señor, ya no hubiera abandonado el convento por todas las grandezas, por todos los gustos del mundo. Mi única existencia posible estaba en aquel refugio, en el cotidiano apego de los celestiales avisos y consuelos.
- Mucho me placería, madre marcela, que me confiaseis vuestros sentimientos en aquel momento de la mañana del 28 de agosto de 1635, famosa ya, en que cogida a la verja de vuestro convento que da a la calle, visteis pasar el ataúd, descubierto, que llevaba los despojos de vuestro padre. Se cuenta que clavasteis vuestros ojos, arrasados de lágrimas, en él, con la fijeza del objetivo fotográfico, que retendrá la imagen exacta perennemente. Se cuenta que se tendieron vuestros brazos como si pretendieran ese abrazo último, cuya sensación perdurará, marcada a hielo y a fuego en la carne escalofriada. Se cuenta que en el silencio absoluto que os rindió una muchedumbre patética de más de diez mil almas, estalló un sollozo vuestro. Se cuenta que os asisteis con más fuerza a los barrotes de la verja para que no se os marchara el cuerpo entre ellos, como ya se os había ido el alma. Se dice que vuestro llanto, sonoro y limpio, en el silencio absoluto de la vida circundante, fue el mejor y el más bello responso que tuvo el mejor de los poetas de España.
-¡Oh, y se cuenta y se dice bien! Pero puede creer vuesa merced lo que ahora voy a revelarle, y que jamás revelé ni a mi confesor. En aquel momento, entre ayes y sollozos, entre un quererle abrazar y un quererme ir tras él, tuve ese maravilloso aviso: ¡Nuestro Señor había cumplido su parte en el pacto! ¡Y mi idolatrado padre se había salvado eternamente! Si en aquel momento no morí… ¿qué hace falta para morir si no es la voluntad de Dios?

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-Barcelona-México, DAIMON, Manuel Tamayo, 1963.


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