La identificación de Felipe II en la Contrarreforma ha sido
repetida por la historiografía hasta el tópico. Infinidad de opiniones
ratifican la imagen del rey como garante de la
Contrarreforma. El propio Felipe II se define a sí mismo numerosas veces como
salvaguarda de la fe católica contra las herejías. En 1565 le escribe al
arzobispo Pedro Guerrero en los siguientes términos: "Habiéndose tanto
extendido y derramado y arraigado las herejías habernos procurado en cuanto ha
sido posible, no sólo conservar y sostener en nuestros reinos, Estados y
señoríos, la verdadera, pura y perfecta religión y la unión de la Iglesia
Católica y la obediencia de la Santa Sede Apostólica".
Los papas glosaron el celo religioso del rey. Sixto
V, Gregorio XIII y Clemente VIII le concedieron la condición de protector
permanente del catolicismo. Clemente VIII le dedicó una necrológica cargada de
elogios de este estilo: "sus obras y palabras convenían muy bien al nombre
de católico que tenía y por tantas razones se le debía y que desto postrero
toda la cristiandad era testigo". Santa Teresa de Jesús escribió
en 1573: "Harto alivio es que tenga Dios nuestro Señor tan gran defensor y
ayuda para su Iglesia como Vuestra Majestad es".
Los historiadores españoles, aun tan católicos como
los que escriben en la Historia de la Iglesia en España de la
Biblioteca de Autores Cristianos se muestran, si cabe, antes españoles que
católicos a la hora de glosar a Felipe II. Ricardo García Villoslada es un buen
exponente de lo que decimos: "Sus convicciones religiosas eran inquebrantables.
En su corazón no había lugar para la duda, por fugaz que fuese. Asistía
devotamente a todos los actos de culto, oía misa todos los días y comulgaba con
alguna frecuencia; era muy devoto de la eucaristía, devoción tradicional en los
Habsburgos, y de la Santísima Virgen; trataba con su confesor los asuntos de
conciencia, privados y aun públicos... Escrupuloso cumplidor de sus deberes
personales, se creía obligado a procurar también la salvación de las almas de
los demás; de ahí su perpetua solicitud por el mantenimiento de la fe
cristiana".
El interés de Felipe II por la problemática
religiosa fue evidente. Su actitud en el último tramo del concilio de Trento
fue de beligerancia respecto a la necesidad de la reforma eclesiástica. Es
falsa la supuesta claúsula que algunos le han atribuido que impuso al
final del concilio ("salvos los derechos reales") como signo indicador de un presunto rechazo a las
directrices tridentinas. Todo lo contrario, a través de la mirada del rey, Trento sería inútil por insuficiente
su programa reformista. El rey, en este sentido, fue radical a la
hora de urgir la residencia de los obispos, la reforma del clero regular y
secular, la creación de nuevos seminarios, la promoción de grandes obispos
(Antonio Zapata, Bernardo de Rojas, Andrés Pacheco, Juan de Ribera...) la
articulación de concilios provinciales... y, naturalmente, la consolidación de
la Inquisición.
Los autos
de fe de Valladolid y Sevilla de 1559 Y 1560 supusieron la gran
caza de luteranos. El proceso a Carranza significará expresivamente
que el rey no asume hipotecas personales a la hora de llevar
adelante la maquinaria inquisitorial. En 1559, se prohibe a los españoles salir
a estudiar en universidades extranjeras, exceptuando Roma, Napóles, Coimbra o
el Colegio de San Clemente de Bolonia. La frontera de cristiandad frente a los
no cristianos (represión de los moriscos, guerra con los turcos) y la frontera
de catolicidad (la estrategia internacional en los frentes de Francia, Países
Bajos e Inglaterra, ya en los años de guerra fría, ya en los años de guerra
caliente) obsesionaron a Felipe II.
Ahora bien, detrás de la
retórica de los grandes pronunciamientos católicos del rey, hay no pocas
sombras, testimonio de las peculiaridades del llamado nacionalcatolicismo de
Felipe II. En primer lugar, hay que señalar que el catolicismo español de
Felipe II se fundamenta no en una originalidad antropológica española, sino en
el concepto que se ha denominado absolutismo confesional, el
monopolio político de la religión que supone la confusión subditos-fieles, la identificación pecado moral-delito político y salvación-servicio
público. El absolutismo confesional implica, por otra parte, el
disciplinamiento de que habló la historiografía alemana con sus secuelas de
obediencia incondicional, estandarización doctrinal y función pública del hecho
religioso, tal y como viene subrayando últimamente Jaime Contreras.
Absolutismo confesional
La Contrarreforma fue, ciertamente, en España una
operación de reciclaje cultural de una sociedad que -como han demostrado, desde
W. Christian a J.-P. Dedieu, pasando por H. Kamenadolecía en el siglo XVI de
una servidumbre a viejas creencias paganas, un dominio absoluto de la religión
local, una ignorancia de trascendencia muy superior a las disfunciones
religiosas que llamamos herejías. La Contrarreforma generó una notable
actividad catequética y, desde luego, un flujo de misiones por toda España. El
jesuíta Pedro de León escribió que, de 1582 a 1625, había intervenido en, al
menos, una misión anual.
Los procesos inquisitoriales testimonian el
singular alejamiento de la cultura popular española de las pautas de la
religión oficial. La colaboración de inquisidores y confesores en la operación
de disciplinamiento pastoral la ha puesto de relieve Prosperi. Creo, por tanto,
que la mayor originalidad de la Contrarreforma en España es que la Reforma
católica que subyacía en su discurso, más que combatir la herejía protestante,
se proyectó hacia la desestructuración de una religiosidad popular que no estaba
a la altura de los mensajes de Roma. La campaña contra el luteranismo fue, en
la práctica, más una operación de rearme xenófobo en el contexto de una
política aislacionista que la defensa de una ortodoxia doctrinal, de la que
sólo participaron unas élites sociales e ¡ntelectualmente formadas y que jamás
estuvo seriamente en peligro.
Por otra parte, conviene también tener presente que
la antigüedad del regalismo español va mucho más allá de Felipe II. El
patronato regio (derecho de presentación de obispos, abadías y dignidades),
el exequator (todas las disposiciones eclesiásticas debían
pasar por el Consejo Real), los beneficios y subsidios eclesiásticos
(tercios-diezmos, bula de la Santa Cruzada), databan del reinado de los Reyes
Católicos, como es bien sabido. Felipe II, en uno de sus conflictos con Roma,
se dedicó a difundir, como referente suyo, la carta de Fernando el Católico a
su virrey de Nápoles defendiendo las preeminencias reales.
Un rey obsesionado por la herejía
La religiosidad de Carlos V influyó mucho en Felipe
II. En 1539, el emperador le decía: "Encargamos a nuestro hijo que viva en
amor y temor de Dios y en observancia de nuestra santa y antigua religión,
unión y obediencia a la Iglesia romana y a la Sede Apostólica y sus mandamientos"
y, en las instrucciones de 1543, le recomendaba: "tened a Dios delante de
vuestros ojos y ofrecedle vuestros trabajos y cuidados, sed devoto y temeroso
de ofender a Dios y amable sobre todas las cosas, sed favorecedor y sustentad
la fe, favoreced la Santa Inquisición". Unos mandatos que, en 1556,
reiteraría en su testamento: "Le ordeno y mando como muy católico príncipe
y temeroso de los mandamientos de Dios, tenga muy gran cuidado de las cosas de
su honra y servicio; especialmente le encargo que favorezca y haga favorecer al
Santo Oficio contra la herética pravedad por las muchas y grandes ofensas de
Nuestro "Señor que por ella se quitan y castigan".
El talante de Felipe II en 1559 no es sino la
derivación de la amargura de su padre. La carta de éste, desde Yuste, a la
gobernadora Juana en torno a la escalada protestante ("sediciosos,
escandalosos, alborotadores e inquietadores de la república") refleja una
obsesión contra los protestantes que, forzosamente, tenía que contagiar a su
hijo.
El conflicto con Roma
La actitud de Felipe II, después de Trento, será la
de reforzar no sólo la impermeabilización frente a los protestantes sino la
línea de retraimiento y extrañamiento respecto a Roma. Aguantó a Valdés como
inquisidor general hasta 1567, contra viento y marea, incluyendo las presiones
del ebolismo emergente y se lanzó decididamente a conquistar poder temporal
frente al poder eclesiástico. En torno a este objetivo ensayó estrategias
distintas. Los informes de los teólogos afines a su postura (con Melchor Cano a
la cabeza) buscaban la legitimidad jurídica del poder temporal.
Las tensas relaciones con Pío IV dieron paso al
pontificado de Pío V, que mereció al ser elegido el siguiente comentario del
rey: "Si éste no es buen Papa, no sé qué se puede esperar de ninguno"
pese al optimismo del rey, y al margen del acuerdo temporal que propició la
victoria de Lepanto, las relaciones del rey y del Papa tampoco fueron fáciles.
La Bula In Coena Domini, que reforzaba la autoridad papal
frente a cualquier intento de recorte de la jurisdicción eclesiástica, es quizá
el mejor exponente. El traslado del proceso de Carranza a Roma en 1567 fue
visto por el rey como una deslegitimación de la propia Inquisición y la
constatación de que toda la operación intimidatoria de 1559 quedaba desairada.
El proyecto tecnócrata de Espinosa y su equipo
implicó un cierto replanteamiento de la propia mecánica procedimental y
represiva de la Inquisición. Tengo la sensación de que en la década de 1560 se
procede a un cierto cambio cualitativo de la Inquisición, de la represión a la
reprensión, de la Inquisición espectacular de los autos de fe resonantes a una
Inquisición más discreta, mediocre y silenciosa, en la que el objeto de
atención represiva especial van a ser las proposiciones heréticas, en las que
entra un abundante número de afirmaciones vulgares, blasfemas o impertinentes
que son, sobre todo, excesos verbales de la vida cotidiana y doméstica. El
repaso de las causas de fe pormenorizadas que conocemos de los diversos
tribunales así parece atestiguarlo.
La obsesión del rey, en
cualquier caso, estaba centrada en garantizar un indigenismo jurisdiccional
respecto a Roma. En 1566 había dispuesto que "Ios negocios de la herejía
cuyo conocimiento pertenece a la Inquisición no vayan a Roma de ninguna
instancia", sus argumentos son expresivos. Se empieza reconociendo que
"en todo aquello que toca a los artículos de la fe o lo dellos
dependiente, Su Magestad y sus súbditos y todo hombre cristiano somos obligados
a tener y seguir todo aquello que la Iglesia católica y el Sumo Pontífice,
vicario de lesucristo nos propone y manda que tengamos y creamos", pero se
advierte que: "en lo que toca a la manera de governación y orden de vivir
y reformación de costumbres parece que cada provincia y Reino tiene Rey,
príncipes y prelados y tiene sus costumbres y estilos particulares en la manera
de su governación según la qualidad de la provincia y gentes della. El Papa
sería obligado a seguir y guardar el orden que en las provincias que están
debaxo de su governación entendiesse que más convenía, para que las dichas
provincias se conservaran en su ordenada manera de vivir y tractar los
negocios". Se acaba reivindicando que "ningún negocio de la
Inquisición vaya a Roma a determinarse sino que en estos reynos por comissión
apostólica se determinen todas las causas por prelados y letrados naturales de
estos reynos que entienden y saben de la condición, costumbres, trabajo y
conservación de los naturales dellos" y concluyendo "y así es justo
que el español juzgue al español y no los de otras naciones que no saben ni
entienden las condiciones de la provincia y gentes della".
Pues bien, el Papa, su querido
papa Pío V, a la luz de la evidencia, no le hizo caso. El proceso de Carranza
acabó sustanciándose en Roma. Y los nuevos papas, Gregorio XIII y, sobre todo,
Sixto V, traerían nuevos conflictos. El nacionalcatolicismo de Felipe se hunde
sobre todo en los años 80, a caballo de sus propios fracasos políticos en
Europa, que los papas tuvieron bien presente. Detrás del terrible Sixto V no
subyacía sino la evidencia de que el poder efectivo de la monarquía española ya
no era el mismo. Y, desde luego, no conviene olvidar que la caída del
nacionalcatolicismo es paralela a la crisis del nacionaljesuitismo o la
extranjerización de la Compañía.
Los
jesuitas y la crisis del
nacionalcatolicismo
La Compañía de Jesús se
instaló en España a partir de 1547, con Araoz como primer provincial. Su
difusión en nuestro país se vio favorecida por el apoyo que siempre encontró en
la regente Juana y en determinados obispos, como Santo Tomás de ViIlanueva, y
hasta 1580 en San Juan de Ribera y el grupo ebolista que le tuvo simpatías, en
parte gracias a la labor fundamental de un hombre con tan excelentes relaciones
como Francisco de Borja, que entró en la Compañía en 1546. La ascensión de
Carranza al arzobispado de Toledo en 1557, en relación directamente
proporcional a la decadencia política de Valdés, fue ciertamente decisiva para
el meteórico ascenso jesuita, aunque también tuvo sus costes a partir del
cambio de situación en el año 1559. Borja fue incluido en el índice de
1559 y se vio obligado a un discreto exilio en Roma hasta su muerte, en 1572.
Fue general de la Compañía de 1566 a 1572.
La primera gran crisis de la
Compañía se produjo en 1572. Borja murió ese año, el inquisidor general Diego
de Espinosa también, mientras proliferaban las críticas de los dominicos y de
los albistas contra la Compañía. Desde Bruselas, Arias Montano había escrito -o
cuando menos a él se le atribuye- un texto crítico contra la Compañía, en el
que se pone en evidencia el resentimiento que suscitan los supuestos
"artificios y máximas de los padres jesuitas en las Cortes de los
Príncipes Cathólicos para la Fábrica de su Monarchia".
En 1572, todas las suspicacias
de los enemigos de la Compañía se disparan. Gregorio XIII nombra un nuevo
general. Contra las presiones de la monarquía en favor de Juan Alfonso de
Polanco, elige a un flamenco: Everardo Mercuriano. Las consecuencias de este
nombramiento las ha subrayado Martínez Millán: la absorción de la Compañía por
el Papa, un supuesto cambio de religiosidad (de la contemplativa a la activa y
práctica) y una desestabilización de los jesuitas españoles alejados del poder
central en Roma.
Sin embargo, no creo en la literalidad
de estos cambios. El papismo de la Compañía es anterior y su religiosidad fue
siempre activa. Sí que parece evidente, en cambio, una devaluación política del
nacionaljesuitismo, pero el mayor cambio se produce en 1581 con el nuevo
General, Acquaviva, que va a provocar realmente un amago de cisma en España,
comandado por Dionisio Vázquez, quien propone para España un comisario con poca
o ninguna dependencia del general de Roma. Esta opción de jesuitismo hispano,
sin duda, manipulado desde la Corte, es paralela a la polémica Molina-Báñez,
vivida por los dominicos como la gran ocasión de asestar un golpe teológico al
poder jesuita.
La ofensiva monárquica contra
los jesuitas fue terrible. En 1587 el Consejo de la Suprema daba la orden al
provincial de la Compañía de Jesús en Aragón, el padre Jerónimo Roca, de que
"no dexe salir de su provincia a ningún religioso fuera destos reinos sin
dar noticia a la Inquisición", La Inquisición sometía a examen libros como
la Ratio Studiorum, promovido por Acquaviva y editado en 1587
en Roma. Ese mismo año, el obispo de Cartagena, obedeciendo las instrucciones
del rey, intentó visitar las casas de los jesuitas para investigar por qué los
superiores no eran elegidos por votación, por qué el gobierno de la orden dependía
de Roma y cuál era la peculiar naturaleza de los votos.
Del conflicto los salvaría
Ribadeneyra, que contribuiría decisivamente a vincular los intereses del papa
Sixto V y el rey con su campaña recatolizadora de Inglaterra. No en balde
Ribadeneyra decía en su Historia eclesiástica del cisma de
Inglaterra que "la primera es ser yo español y la segunda, ser
religioso de la Compañía de Jesús". En 1592, con el nuevo papa Clemente
VIII, la situación se había superado. En la Congregación general de 1593 Acquaviva
triunfó plenamente, y la derrota de los intereses del rey en el ámbito de su
pretendido nacionalcatolicismo fue paralela a su derrota político-militar en
los diversos frentes.
Curiosamente, la imagen que
trasciende de los textos críticos de franceses o ingleses contra España
coincide en identificar a la monarquía española con los jesuitas. Es un
testimonio de la lentitud con que se mueven las corrientes de opinión respecto
a las realidades objetivas. En los años 90, los jesuitas ya no estaban en la
onda felipista que había representado Ribadeneyra. Las alegaciones de Mariana
legitimando el tiranicidio, que tanto dolieron a los franceses que sufrieron
los asesinatos de sus dos reyes Enrique III y Enrique IV y que explican el
antijesuitismo francés de aquellos años, tampoco serían gratas para Felipe II.
Precisamente en un momento en que el monarca español no era sino la sombra de
lo que fue, la Compañía de Jesús, dirigida por un extranjero, le ofrecía signos
de un total extrañamiento. Un extrañamiento atribuible a buena parte del clero.
El nacionalcatolicismo momentáneamente parecía en vías de extinción.
La dureza del papa Clemente
VIII en 1596 era significativa, cuando dos años antes de su muerte le
reprochaba al rey que más había hecho por la defensa de la Cristiandad lo
siguiente: "Es una cosa extraña que tanto reyes, incluso bárbaros, hayan
dado y vuelto a dar a la Sede Apostólica media Italia y que los príncipes del
día de hoy, cuando la Iglesia tiene un castillejo de cuatro campesinos en sus
Estados, hacen lo posible, aun por vías muy indirectas, para privarles de su
jurisdicción en esas cuatro cosas y cuatro campesinos y se da más importancia a
ésto que a guerrear con el turco".
Las relaciones de la Iglesia
con el intachable católico rey Felipe II no podían ser más tensas. Su fracaso
puede considerarse, en este frente como en otros, estrepitoso al final de su
reinado. Por eso, no es raro que una de las pocas críticas que, desde dentro de
la monarquía española se hagan contra el rey en pleno reinado (ya en 1557
concretamente) procedan de un clérigo: Luis Manrique. Este subraya la crisis
económica en la que vive la monarquía, le acusa de oscurantismo,
inaccesibilidad, lentitud administrativa, desconfianza general y hasta le
reprocha la falta de confesor.
Pero, sobre todo, subraya los
agravios que el clero tiene con respecto al rey:
"Laméntase mucho toda la gente de la suerte de
Dios que son los eclesiásticos, clérigos, frailes y monjas del despojo de las
dignidades, rentas, haciendas y otras comodidades eclesiásticas, porque, aunque
la Iglesia estuviese muy rica, no le convenía al Príncipe despojarla so color
de necesidad alguna, sino inducir a los eclesiásticos a que se reformasen en
sus demasías cuando las hubiese que haciendo esto es cierto que las rentas se
gastarían en hacer buenas obras y una de ellas sería socorrer a Vuestra
Majestad en sus necesidades".
En cualquier caso, detrás de
la retórica del nacionalcatolicismo español laten los problemas de una
monarquía ansiosa de dinero y un clero que se cree esquilmado por la fiscalidad
real.
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CRONOLOGÍA |
|
1527 |
Hijo de Carlos
V e Isabel de Portugal, nace Felipe en Valladolid el 21 de Mayo. Saco de Roma
por los ejércitos imperiales. |
1530 |
Dieta de
Augsburgo. |
1532 |
Paz de
Nuremberg entre el poder imperial y los protestantes. |
1534 |
Ignacio de
Loyola funda la Compañía de Jesús. Creación del Virreinato de Nueva España. |
1539 |
Muere la
emperatriz Isabel. |
1540 |
El Emperador
concede a Felipe el Ducado de Milán. |
1524 |
Leyes Nuevas
de Indias. |
1543 |
Primer
matrimonio, con María Manuela de Portugal. Felipe, regente en ausencia de su
padre. |
1545 |
Nace Don
Carlos, el primogénito, y muere su madre. Nace Don Juan de Austria |
1546 |
Muere Lutero. |
1547 |
Victoria de
Carlos V en Mühlberg. Mueren Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de
Francia. |
1549 |
Felipe,
heredero de los Países Bajos. |
1554 |
Rey de
Ñapóles. Matrimonio con María Tudor. |
1555 |
Rey de los
Países Bajos. Muere la reina Juana 1. |
1556 |
Renuncia y
retiro de Carlos V: Felipe II, rey de los dominios españoles del Nuevo Mundo. |
1557 |
Batalla de San
Quintín. |
1558 |
Muere Carlos
V. Focos protestantes en Valladolid y Sevilla. |
1559 |
Tercer
matrimonio, con Isabel de Valois. Autos de fe y actividad de la Inquisición |
1561 |
Madrid,
capital del Reino. |
1563 |
Inicio de las
obras de El Escorial. Concluye el Concilio de Trento. |
1566 |
Nace Isabel
Clara Eugenia. Rebelión de los Países Bajos. |
1567 |
El Duque de
Alba, gobernador de los Países Bajos. |
1568 |
Sublevación
morisca en Las Alpujarras. Muere la reina. Prisión y muerte de Don Carlos. |
1570 |
Cuarto
matrimonio, con Ana de Austria. |
1571 |
Batalla de
Lepanto. |
1572 |
Juan de
Herrera se hace cargo de la obra escurialense. Agravación del conflicto de
Flandes. |
1576 |
Don Juan de
Austria, gobernador de los Países Bajos. |
1578 |
Nace el futuro
Felipe III. Muere Don Juan de Austria. Muere en Alcazarquivir el rey D.
Sebastián de Portugal. Asesinado de Escobedo. |
1579 |
Antonio Pérez
y la princesa de Éboli, en prisión. |
1580 |
Felipe II, rey
de Portugal. Muere la reina. |
1582 |
El príncipe
Felipe, proclamado heredero. |
1584 |
Conclusión de
las obras de El Escorial. Asesinato de Guillermo de Orange. |
1585 |
Juicio de
Antonio Pérez. Se prepara la invasión de Inglaterra. Actividad del pirata
inglés Drake. |
1587 |
Ejecución de
María Estuardo. |
1588 |
Fracaso de la
empresa de la Gran Armada. |
1590 |
Alteraciones
en Aragón tras la huida de Pérez. |
1592 |
Mueren la
princesa de Éboli y Alejandro Farnesio. |
1594 |
Enrique IV,
rey de Francia. |
1596 |
Recopilación
de las Leyes de Indias. Alianza antiespañola en los Paises Bajos. |
1598 |
Cesión de los
Países Bajos a Isabel Clara Eugenia. Edicto de Nantes. El 13 de setiembre
muere Felipe II. |
- |
http://www.vallenajerilla.com/berceo/garciacarcel/felipeIImartillodeherejes.htm
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