jueves, 1 de octubre de 2020

 

EL NORTE DE NUEVA ESPAÑA

EN TIEMPOS

DE

CARLOS III

DESDE que en 1521 Hernán Cortés completó su prodigiosa hazaña, con unos cientos de españoles y unos miles de indios tlaxcaltecas, comenzaron las expediciones de exploración y conquista hacia el norte y el oeste. Fueron llegando españoles a los que se fueron uniendo indios cristianos y fueron fundándose nuevas ciudades, villas y pueblos, cuyas poblaciones aumentaban continuamente, como fruto de la paz y del desarrollo de las fuentes de riqueza que se ponían en explotación. En 1535, aquel territorio, que el Emperador llamó «Nueva España» por sugerencia de Hernán Cortés, fue convertido en reino de la Corona de España y se le nombró su primer virrey. Cortés era capitán general, marqués del Valle de Oaxaca y dueño de una gran propiedad rural, pero ya no ejercía ningún cargo de gobierno. Entonces se estableció en su palacio de Cuernavaca y se dedicó a la explotación y mejora de su hacienda y a financiar expediciones exploradoras.

La gran actividad exploradora y pobladora se continuó realizando por iniciativa privada con la hueste como forma de organización. Las expediciones por tierra recorrieron desde Nueva Galicia (actuales estados mexicanos de Jalisco y Michoacán) hasta Sinaloa; las que se efectuaron por mar fueron dando a conocer las costas del Mar del Sur u Océano Pacífico. Inició estas expediciones exploradoras, en 1529, la de Nuño de Guzmán, que llegó hasta la costa de Sonora. Cristóbal de Oñate, nombrado gobernador de Nueva Galicia, fundó Guadalaxara (Guadalajara), su capital; puso en explotación las minas de plata de Zacatecas y llevó a cabo expediciones de exploración con las que llegó a cruzar la Sierra Madre Occidental. Ginés Vázquez de Mercado recorrió Sinaloa, donde fundó San Miguel de Culiacán y varios pueblos y reales de minas (campamentos mineros), y llegó hasta Sonora. Culiacán se convirtió en centro de nuevas exploraciones y, durante muchos años, fue la ciudad más avanzada en la costa del Pacífico.

Después se fueron organizando, sucesivamente, nuevas expediciones exploradoras y colonizadoras durante todo el siglo. Se fueron fundando ciudades, villas, pueblos, misiones, haciendas ganaderas o ranchos y reales de minas. Los colonizadores españoles en esta amplísima zona fueron sobre todo misioneros, campesinos y mineros, impulsados por los alicientes de los indios por convertir, las tierras por explotar y las minas por descubrir y excavar, como ha escrito el profesor Hernández Sánchez-Barba. Su avance era muy lento pero no se detenía. No había más medios de transporte que el caballo, la mula y el carro, con los que se avanzaba a través de una tierra sin caminos; ni siquiera límites, cruzando enormes extensiones desiertas o apenas recorridas por tribus indias nómadas. Esta difícil, y por tanto más meritoria, expansión, fue añadiendo nuevas tierras al reino de Nueva España, en el que el territorio que había ocupado el Imperio azteca se iba quedando cada vez más pequeño ante las grandes extensiones añadidas.

La más prodigiosa aventura de todas las exploraciones fue sin duda la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que había salido de San Agustín de la Florida en 1528 y, después de haber recorrido gran parte de la cuenca del Mississippí hasta las Rocosas y descendido después hacia el sur, apareció cerca de Culiacán, con tres acompañantes, en 1536, cargado de información y experiencia sobre los territorios que había recorrido y las tribus que los habitaban. Por cierto, que no terminó ahí su actividad exploradora y descubridora, pues unos años después, siendo gobernador del Paraguay, descubrió las cataratas del Iguazú, como recuerda un grueso monolito al borde de uno de los senderos que, en la orilla argentina, dan frente a las famosas cataratas, cerca del «Hotel Internacional».

En 1539, fray Marcos de Niza fue de Nueva Galicia a Culiacán, desde donde dirigió una expedición que recorrió Sinaloa, Sonora, Arizona y Nuevo Méjico. Al final de su recorrido, los expedicionarios vieron unas altas masas rocosas, que parecían coronadas por sendas ciudades que brillaban al sol, y creyeron que habían encontrado las Siete Ciudades de Cíbola, uno de los mitos más populares por aquellos años. En realidad, eran los poblados de los indios zuñis, llamados también indios pueblos, por ser los únicos que habitaban en viviendas reunidas, las cuales eran casas colgantes con varios pisos, sobre cerros rocosos muy elevados, en los que era fácil la defensa.

Al regreso de fray Marcos de Niza, su relato produjo general impresión, avivándose la ya existente creencia en los mitos que circulaban. En este ambiente se organizó la expedición de Vázquez de Coronado, enviado a explorar por el virrey don Antonio de Mendoza, el primer virrey que tuvo el reino de Nueva España (decimos reino y no virreinato porque la primera es la expresión que hemos encontrado siempre en escritos de la época, mientras que la segunda sólo la hemos visto en escritos más recientes, además de ser más imprecisa, por corresponder más a la función y dignidad de virrey que al territorio). Vázquez de Coronado, sucesor de Cristóbal de Oñate en el gobierno de Nueva Galicia, fue nombrado capitán general de una expedición exploradora de trescientos jinetes, ochenta soldados veteranos de infantería y ochocientos indios auxiliares tlaxcaltecas, con mil caballos, piaras de cerdos y rebaños de carneros. Salió de Culiacán en 1540 y con fray Marcos de Niza como guía, recorriendo su misma ruta. Desde allí, envió tres expediciones a explorar, hacia el oeste, el norte y el este. La que fue hacia el oeste, al mando del capitán García López de Cárdenas, descubrió el Gran Cañón del Colorado. En aquella zona de Tíguez, donde había establecido su base, Vázquez de Coronado hizo soltar caballos, que fueron el origen de las grandes manadas en estado salvaje que se fueron formando en las praderas norteamericanas. Poco antes de regresar, tuvo conocimiento de los rumores que corrían entre los indios de la zona sobre la supuesta existencia de otra ciudad de fábula, Quivira, que los indígenas señalaban hacia el noreste, en dirección a la actual Kansas, pero el relato no le hizo cambiar sus planes. Al iniciar la marcha de regreso, dos misioneros se quedaron a evangelizar y fueron salvajemente sacrificados por indios de aquella zona. Vázquez de Coronado regresó muy quebrantado físicamente, hasta el punto de no poder volver a participar en más expediciones, pero la suya había valido por muchas, pues había traído a Nueva Galicia una completa información sobre la realidad de las tierras que había recorrido y sus condiciones, de incalculable valor para las siguientes exploraciones y para el poblamiento sistemático posterior. Actualmente, se le recuerda mucho en los estados del suroeste de Estados Unidos.

Simultáneamente a la expedición de Vázquez de Coronado por tierra, Hernando de Alarcón llevó a cabo otra expedición paralela por mar, con la que recorrió el golfo de California, hasta la desembocadura del río Colorado, y aportó una completa información sobre aquellas costas.

Al iniciarse la segunda mitad del siglo había desaparecido la anterior creencia en los mitos, a lo cual había contribuido notablemente la expedición de Vázquez de Coronado. Las expediciones se organizaron ya con más información y experiencia y, por tanto, con criterios más realistas. La más importante de dichas expediciones fue la del capitán don Francisco de Ibarra, un noble vasco muy apreciado por su valor, prudencia y honradez, y poseedor de una gran fortuna. Ibarra fue designado por el virrey don Luis de Velasco para la conquista de la Nueva Vizcaya, para lo cual organizó la expedición que, muy bien preparada y adecuadamente provista de todos los medios necesarios, salió de Zacatecas, ciudad muy rica por su minería y que se había convertido en centro irradiador de expediciones. Su primera fundación fue Fresnillo, en el valle de San Martín, donde existían ricos yacimientos de plata, que fueron la base de un rápido crecimiento y prosperidad. En Fresnillo se le unieron los primeros misioneros que envió el virrey para evangelizar la nueva provincia, cuatro franciscanos a cuyo frente iba fray Juan de Herrera. La noticia atrajo a numerosos colonizadores, que en su mayoría eran vizcaínos, paisanos por tanto del capitán Ibarra, cuyo prestigio también debió influir. Así pudo enviar a su teniente a fundar, en el valle de Guadiana, la villa de Durango, nombre de su villa natal, la cual se convirtió rápidamente en capital de Nueva Vizcaya. Estas acciones de exploración, conquista e inicio de la colonización de Nueva Vizcaya tuvieron lugar esencialmente entre 1563 y 1566. Después Ibarra continuó explorando y poblando, siguiendo el río Conchos hasta más al norte de Chihuahua. Posteriormente, con la decisiva guía y ayuda de la cacica cristiana Doña Luisa, que había servido de intérprete a Vázquez de Coronado, llegó a su territorio en Sinaloa, donde fundó las villas de San Juan y San Sebastián. Parece ser que esta actividad de Ibarra y su buen proceder influyeron decisivamente para que Sinaloa, hasta entonces perteneciente a Nueva Galicia, fuera agregada a Nueva Vizcaya por resolución real.

La geografía guiaba y determinaba la expansión, que avanzó más por las planicies centrales entre la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre Occidental, inclinándose más a ésta por sus buenas condiciones para el establecimiento de explotaciones ganaderas y agrícolas, condiciones que, en esta zona, eran mucho más favorables que en las desérticas extensiones del noreste. Fue así como Nueva Vizcaya se convirtió en la zona de más fundaciones nuevas y de partida de nuevas expediciones hacia el oeste, el norte y el este. En la selvática e insana costa del Seno Mexicano o Golfo de México, la expansión quedó detenida durante mucho tiempo en Tampico y Pánuco. En la costa del Pacífico, entre Nueva Galicia y Sonora, a las dificultades de su carácter escabroso, dominada por la Sierra Madre Occidental, se unían los ataques de indios belicosos que habitaban las zonas más abruptas. En dicha costa, la colonización se limitó a los valles, en cuya desembocadura se fundaban las poblaciones, de las que la más importante fue la ya citada de San Miguel de Culiacán, la más avanzada durante muchos años, cuando hubo que abandonar los pueblos fundados más al norte. Canalizada la expansión por la Sierra Madre Occidental, el desierto llamado Bolsón de Mapimí y el río Grande del Norte, era Sonora la continuación natural. El avance siguió, lento pero continuo, aprovechando los pasos entre los abruptos macizos, que se alzaban como muros ante la marcha de hombres, caballos y carros. Y, como ha escrito el profesor Hernández Sánchez-Barba, podemos decir que la conquista de Sonora fue una acción derivada de otra principal: el establecimiento, conquista y posterior colonización de Nueva Vizcaya.

En estos años, hubo también una interesante actividad exploradora por mar. Fray Andrés de Urdaneta, que al ingresar en la orden franciscana ya era un experto piloto, descubrió la ruta de su nombre, que permitió el tornaviaje o regreso a Acapulco del galeón de Manila, siguiendo las corrientes favorables, desde las Filipinas hasta la altura del cabo Mendocino en la costa californiana, para después seguir costeando hacia el sur. Sebastián Vizcaíno exploró las costas de California llegando a dar una información muy precisa sobre las mismas, a las que tanto interés dio la ruta descubierta por Urdaneta.

En 1596 se fundó Monterrey, que sería la capital de la provincia de Nuevo León; y, en el mismo año, Juan de Oñate, hijo de Cristóbal de Oñate, iniciaba los preparativos de la expedición para la conquista y colonización de Nuevo México, que inició en 1598, al cruzar el río Grande del Norte y fundar El Paso del Río del Norte, abreviadamente El Paso, la más antigua ciudad de la mitad occidental de los Estados Unidos. El Paso fue, desde su fundación, el punto de enlace de Nuevo México con Nueva Vizcaya.

Al terminar el siglo XVI ya se había iniciado la expansión al norte del río Grande del Norte; mientras, en los extremos, la expansión seguía detenida en Tampico, en la costa del Seno Mexicano (Golfo de México) y en la costa del Mar del Sur (Océano Pacífico), próxima a Culiacán. Ya habían surgido ciudades, villas y pueblos, ranchos y reales de minas en toda Nueva Vizcaya y se había llegado a conocer bien las provincias de Sonora, Sinaloa, Nuevo León y Coahuila, cuya colonización se había iniciado.

Ya se habían dado episodios que demostraban el interés y poder efectivo de los misioneros en la defensa de los indios. Nuño de Guzmán, que había atropellado a los indios de Nueva Galicia hasta provocar su levantamiento, fue preso y remitido a España por el virrey Toledo para su enjuiciamiento, pues era oidor, es decir magistrado, y había sido presidente de la Audiencia de México. El sucesor de Ibarra en la gobernación de Nueva Vizcaya, Hernando de Bazán, fue destituido por su mal comportamiento con los indios, y Juan de Oñate, pese a sus méritos, no fue nombrado para la gobernación de Nuevo México, como consecuencia de su dureza en la conquista de los poblados zuñis.

Al empezar el siglo XVII, lo más sobresaliente fue la conquista y colonización de Nuevo México. Juan de Oñate, hijo de Cristóbal de Oñate y criollo, es decir, nacido en el Nuevo Mundo, había fundado El Paso del Río Grande del Norte, como base y como enlace del nuevo territorio con Nueva Vizcaya. Después de dicha fundación, Juan de Oñate emprendió una expedición exploradora hacia el norte, con cuatrocientas personas, pobladores en su mayoría, más soldados y misioneros. Aunque, desde la expedición de Coronado, se tenía bastante información sobre las tierras que convenía colonizar, continuaron las expediciones de exploración, no sólo para conocer las zonas próximas sino también con la finalidad de descubrir el supuesto paso de Anián, que se decía que había descubierto el pirata inglés Drake. En busca de ese paso, la expedición de Oñate recorrió tierras de los actuales estados norteamericanos de Missouri, Nebraska e Iowa, durante 1601, y descendió siguiendo el curso del río Colorado hasta su desembocadura. También fundó la segunda ciudad del oeste de los actuales Estados Unidos, San Gabriel de los Españoles, y el primer emplazamiento de Santa Fe, que después, en 1609, quedaría fundada definitivamente en su emplazamiento actual. En San Gabriel tuvo lugar la primera representación teatral que se dio en Norteamérica y allí reunió una asamblea general de caciques indios de aquella zona. Para dominar el territorio, tuvo que atacar muy duramente el poblado zuñi de Acoma, en el que produjo una gran matanza al efectuar disparos de artillería contra los indios que lo defendían encarnizadamente. Después se sometieron los poblados zuñis (o pueblos) y se colonizó el territorio, que constituyó una nueva provincia, con el nombre de Nuevo México y capital en Santa Fe. Dos mil españoles fundaron ranchos en las zonas más fértiles, explotaron minas y establecieron cincuenta misiones, asignadas a otros tantos misioneros que llevaron a cabo una eficaz evangelización y se hicieron cargo de las primeras escuelas, pero la dureza con que actuó en Acoma se volvió en su contra y ya no fue nombrado gobernador de la nueva provincia. Fue su sucesor quien hizo la definitiva fundación de Santa Fe, en 1609, en el mismo lugar que hoy ocupa, junto al río Bravo (curso alto del Grande del Norte), en un fértil valle con vista a las cumbres nevadas de las Rocosas, formando un conjunto paisajístico parecido al de Granada y Sierra Nevada.

El siglo XVII fue el de la continuación de la obra colonizadora, sin prisa pero sin pausa. Las caravanas de los nuevos colonos iban llegando, como se ha dicho, sin más medios de transporte que el caballo, la mula y el carro, a través de unas tierras sin límites a la vista ni más caminos que los que se habían ido abriendo con el uso entre las pocas ciudades y villas existentes. Como dice M.ª del Carmen Velázquez: al Norte del Reino de Nueva España, las tierras eran tan vastas (desde la costa atlántica hasta el río Bravo), que las poblaciones que se iban formando quedaban casi en completo aislamiento. Más que una época de expansión territorial, lo fue de rellenar y dar consistencia a la colonización del territorio ya explorado y puesto en vías de colonización. Fue decisiva la acción de los misioneros para la asimilación de las tribus indias que, con bajísima densidad de población, aún vivían en el Neolítico y recorrían a pie, como nómadas, extensos territorios en los que tenían sus cazaderos. Su nivel de vida creció mucho cuando los misioneros los trasladaron del Neolítico al Renacimiento y les dieron vacas, ovejas y asnos, que mejoraron su alimentación y sus posibilidades de transporte que hasta entonces sólo habían podido hacer sobre sus propios hombros o espaldas. Pero no todas las naciones indias se avinieron a cristianizarse y adoptar la vida de los españoles. Hubo tribus belicosas, nada dispuestas a recibir a los misioneros ni a cambiar de vida. Así, mientras los tepehuanes de la zona del sur de Nueva Vizcaya y Sinaloa se convirtieron rápidamente, los tarahumaras, que ocupaban la escabrosa y extensa Sierra Tarahumara, entre Nueva Vizcaya y Sonora, y los seris de la zona costera de Sonora y otras tribus que habitaban las montañas al norte de Culiacán, se mantuvieron durante muchos años en actitud belicosa, hostigando a los nuevos pobladores, cuyos establecimientos les ofrecían el aliciente del pillaje. Ello dificultó mucho la expansión colonizadora en ciertas zonas, haciendo que fuera muy irregular y que avanzara más en el centro que en la zona costera del Pacífico. En la zona costera del Seno Mexicano, la larga detención en Tampico se debió a las difíciles condiciones de aquella costa con su espesura selvática y su insalubridad.

Las naciones más belicosas guerreaban de siempre entre sí y, al aparecer los españoles, también lo hicieron contra éstos. Esta inquietud permaneció sin que fuera un problema grave hasta 1680. A la dureza y ferocidad de los indios infieles llegaron a responder los españoles con los mismos procedimientos y, a veces, el empleo sistemático de la dureza en el trato llegó al mal comportamiento. Ello provocó, en 1680, en Nuevo México, la sublevación general de los zuñis y apaches, cuyo odio estalló con toda la barbarie de que eran capaces. Dice María del Carmen Velázquez: … en odio de la nación española, los indios no dejaron piedra sobre piedra de los conventos y templos, y hasta las gallinas, los carneros, los árboles frutales de Castilla y aún el trigo, fueron destruidos y acabados. La guerra de reconquista allí duró muchos años y fue cruel y costó muchas vidas, tanto de indios como de españoles. Hay que tener en cuenta que estos españoles, en su mayoría, eran ya criollos; es decir, nacidos en el Nuevo Mundo y mestizos. Y el especial odio a los misioneros, que tanto se habían sacrificado por los indígenas, y a sus construcciones e incluso a los animales domésticos que tanto habían mejorado su difícil vida y su deficiente alimentación anterior, fue obra de la intervención de sus hechiceros, al frente de los cuales estaba el chamán Popé. El alzamiento de 1680 arruinó toda la obra hecha en la provincia de Nuevo México. En una arriesgada marcha de los pobladores reunidos y hostigados por los bárbaros llegaron desde Santa Fe hasta El Paso, única población que permaneció en pie y que volvió a encontrarse como la más avanzada y única en dicha provincia, igual que ochenta y dos años antes, cuando la había fundado Juan de Oñate.

En 1681, menos de un año después y como un contagio del alzamiento de los zuñis y apaches, también en la zona de Sonora, iniciaron hostilidades los pimas y seris. Todos estos hechos hicieron que en la capital de Nueva España se empezara a poner mayor atención a los territorios del norte y a las costas de California y Sonora. Fue entonces cuando tuvo lugar la impresionante obra exploradora y evangelizadora del padre Kino, como se llamó al jesuita padre Eusebio Francisco Kühn, bávaro procedente de la residencia de Munich y que fue a Nueva España con un grupo de misioneros de su orden. En 1684 salió la expedición naval dirigida por el almirante don Isidro de Atondo y Antillón, muy bien preparada, con finalidades de exploración y pacificación y que llegó hasta el fondo del Golfo de California para atravesar la península del mismo nombre hasta el Pacífico, lo que reafirmó la observación hecha por Hernando de Alarcón, un siglo antes, que California era una península en vez de una isla como se seguía creyendo.

En los años siguientes, el padre Kino con otros jesuitas, acompañados por el alférez don Juan Mateo Mange, recorrieron la mayor parte de Sonora, consiguiendo un buen conocimiento del territorio y un contacto con los indígenas muy fructífero para el futuro pues fue la base de una eficaz evangelización y una leal colaboración, que resultó muy positiva en lo sucesivo por parte de los pimas, y sobre todo de los ópatas, a los que después se les llamaría «los tlaxcaltecas de tierra adentro». La actuación exploradora y misionera del padre Kino aún se recuerda como básica para la incorporación de las tierras del noroeste a la civilización. No obstante, en 1690, hubo nueva situación de guerra con el alzamiento de los tarahumaras en su escabrosa y extensa sierra, que constituyó su refugio y la base de partida de sus incursiones. Durante mucho tiempo se resistieron a recibir la evangelización y cambiar de vida y llevaron a cabo diversas revueltas, si bien desde su sumisión, ya avanzado el siglo XVIII, colaboraron incluso con las armas. Al final del siglo XVII, si bien en la costa del Seno Mexicano seguían Pánuco y Tampico como poblaciones más avanzadas, entre la Sierra Madre Oriental y la Occidental, las fundaciones y asentamientos habían ido llenando el territorio hasta el río Grande del Norte y habían saltado a la orilla norte, iniciándose, más allá de El Paso, la recuperación de Nuevo México.

En cuanto a Sonora, las primeras informaciones de los sucesivos exploradores la habían presentado como un emporio de extraordinaria riqueza minera, especialmente de plata e incluso de oro. Los bajos rendimientos de los primeros intentos de explotación, dada la deficiente técnica aplicada, y los ataques de los belicosos seris y pimas, más alguna incursión de los apaches, hicieron perder todo el interés por aquel territorio, hasta los viajes que hemos visto del padre Kino. Puede decirse que entonces empezó a actuarse en forma efectiva para la colonización y evangelización de Sonora, que pasaría a ser una de las más importantes entre las llamadas «provincias internas» de Nueva España.

El siglo XVIII se inauguró con la nueva dinastía de Borbón, al ser coronado Felipe V en Madrid, en febrero de 1701. La guerra civil que durante doce años asoló gran parte de España no tuvo reflejo en las Indias que, desde tres años antes (la paz de Ryswick), no sufrían los asaltos de los corsarios franceses, ahora aliados de la Corte de Madrid, ni de los ingleses, aliados con la Casa de Austria y sus partidarios españoles. Los primeros años del siglo fueron en las Indias, y por tanto en Nueva España y en sus territorios del Norte, una época de paz, prosperidad, expansión colonizadora y creación de riqueza, detenida sólo por la menor afluencia de nuevos pobladores, como consecuencia de dicha guerra.

A la paz de Utrecht siguió un mayor desarrollo, apoyado por la modernización de la administración. Se fueron fundando misiones, pueblos, reales de minas y haciendas ganaderas en Sonora. En Sinaloa, se rompió la prolongada detención en Culiacán y se empezó a ver surgir explotaciones mineras y ganaderas. En Nuevo México, resurgieron y se mejoraron Santa Fe y los pueblos destruidos por la feroz sublevación de 1680 y se fundaron otros nuevos. La península de California estaba ya evangelizada por las misiones de los jesuitas, que fundaron varios pueblos, de los que los más importantes fueron Loreto y el puerto de La Paz. Al norte de Tampico surgió la nueva provincia de Nuevo Santander, con las colonias fundadas por don José de Escandón, que pronto fueron prósperos pueblos agrícolas y mineros. Y en Texas también fue importante la labor misionera y colonizadora, fundándose misiones y pueblos entre los que destacó San Antonio de Béjar (se escribía Béxar y Texas, como México y Guadalaxara, hasta la normalización de la ortografía en 1845, que fue adoptada generalmente, menos en algunos nombres propios como México, Oaxaca y Texas). Sólo Coahuila, debido a su extraordinaria sequedad, siguió muchos años como provincia despoblada, con sólo algunos pueblos mineros, como La Monclova, llegándose a pensar en anexionarla a Nueva Vizcaya o Nuevo León. En 1734 se estableció una gobernación que de sur a norte abarcaba las provincias de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, con cabecera en esta última, la más extensa y de mayor potencial económico y expansivo.

En 1737 tuvo lugar una sublevación de los indios pimas bajos que se refugiaron en Cerro Prieto, escabrosa montaña en la zona costera de Sonora, con difíciles accesos. Esta sublevación es una muestra del poder de los hechiceros. Descontento por las actividades de los hombres blancos en su territorio, en el que los misioneros predicaban y conseguían conversiones, el jefe Asirusivi lanzó a la guerra a sus súbditos, que le obedecían fanáticamente y le llamaban por ese nombre, que en su lengua significa dios. Este alzamiento fue reducido por el capitán don Juan de Anza, que atacó duramente a los acogidos a Cerro Prieto, consiguiendo dar muerte a Asirusivi.

Poco después se sublevaron los yaquis, en la costa del sur de Sonora, en ocasión de encontrarse el gobernador, Alonso de Huidobro, en California. La razón fue el descontento contra los mayordomos de los jesuitas, que no eran de su nación sino venidos de otras y los trataban duramente y con desprecio. El problema no llegó a alcanzar importancia, pues, al regresar el gobernador, hizo que fueran alejados aquellos mayordomos que habían sido causa de los disturbios y los yaquis no volvieron a producir ninguna alteración.

Más graves fueron las sublevaciones de los seris, que, si bien eran los menos numerosos, eran los más belicosos, indómitos y crueles. Impregnaban las puntas de sus flechas con un veneno cuyo simple roce producía la muerte en menos de veinticuatro horas, lo que hacía que todos tuviesen una idea clara de su peligrosidad. El peligro que representaban para la colonización y para los demás pueblos indios con sus frecuentes alzamientos hizo necesario establecer en 1741 el presidio de Pitic que, en 1748, fue trasladado a San Miguel de Horcasitas: no es de extrañar que se llegara a proponer su exterminio, aunque ello nunca se llegó ni siquiera a considerar.

En 1752 hubo incursiones de los indios sobaipuris y pimas altos hasta que el capitán don Bernardo de Urrea, comandante del presidio de Altar, los derrotó completamente en los llanos de Aribac. Los sobaipuris, los más aguerridos y belicosos, guerreaban continuamente con los apaches y éstos se sentían atraídos por la riqueza ganadera que se había creado en Sonora que les ofrecía satisfacer sus ansias de pillaje y sustituir con ventaja la caza de bisontes. Los apaches quedaron muy quebrantados por el número de bajas sufridas y los pimas altos hicieron la paz y se avinieron a vivir en pueblos de misión, lo que por otra parte les suponía mejorar notablemente su vida. Todos estos alzamientos e incursiones posteriores a 1680 nunca llegaron a suponer una verdadera guerra, sino más bien un bandolerismo primitivo y feroz, frente al cual no se pasaba de acciones limitadas, con muy escasos efectivos, en defensa de la seguridad de los pueblos, reales de minas y ranchos.

Pero en 1758 tuvo lugar un hecho de extraordinaria gravedad que provocó gran alarma en la frontera y preocupación en la corte virreinal: fue la llamada tragedia de San Sabá. Misión, con un destacamento de tropa, establecida a orillas del río San Sabá, en el norte de Texas, en una zona habitada (más bien recorrida) por los lipanes, rama de los apaches, con los que se había tratado la paz y, en parte, habían establecido sus rancherías cerca de la misión, que trataba de convertirlos sin éxito, pues no estaban dispuestos a renunciar a su vida nómada de guerra, pillaje y caza, con el trabajo a cargo de las mujeres. En marzo de dicho año se presentó ante la misión una masa de «indios del Norte», entre los que iban muchos comanches, que guerreaban contra los apaches desde hacía mucho tiempo. Tomando a los habitantes de la misión por amigos de los apaches, les atacaron y la destruyeron, dando muerte a dos misioneros y a otras ocho personas que se encontraban en la misma. En este ataque se demostró un odio especial a los «ropas negras»; es decir, a los misioneros, en lo que tenemos que ver la acción de los hechiceros de las tribus bárbaras o infieles de la «Gran Quivira», como se había llamado a las grandes extensiones de praderas inexploradas o poco exploradas del norte a las que no había llegado la evangelización. Muchos de los atacantes llevaban fusiles franceses. Francia era aliada natural de España, por estar regidas por la misma dinastía pero, en ese momento, reinando todavía Fernando VI, España estaba en paz con Inglaterra. Dos años antes había estallado la Guerra de los Siete Años, tan desfavorable a Francia, que fue totalmente expulsada del Continente. Tenemos que pensar que esas armas las llevaban «indios del Norte» aliados de los franceses, que fueron acogidos por los comanches y llevados a guerrear contra los apaches, que se desplazaron hacia el sur e incluso buscaron una seguridad cerca de la misión. La escasez de fuerza en la frontera se puso de manifiesto al tener que esperar casi un año para reunir una fuerza total de unos seiscientos hombres, con la cual se efectuó una expedición de castigo que recorrió las praderas y llegó hasta el curso alto del río Colorado. Desde allí, regresó sin haber podido tomar un poblado de los indios taobayas, fortificado en una brusca elevación como los de los zuñis, y bien surtido de armas de fuego, proporcionadas por los traficantes franceses o ingleses. Su único efecto práctico fue hacer una demostración de fuerza.

La situación en los primeros años del reinado

En 1759 murió Fernando VI y le sucedió en el trono su hermano Carlos VII de las Dos Sicilias, que fue coronado como Carlos III de España, en noviembre de dicho año. Ello supuso el cambio de la paz armada y preparación económica y militar, a una visión de la política exterior decididamente antibritánica y por tanto muy profrancesa, que consideraba llegada la hora de recuperar Gibraltar y hacer pagar a Inglaterra sus agravios. Aunque inicialmente Carlos III trató de mantener la política de Fernando VI y actuar de mediador entre franceses e ingleses, la actitud inflexible de éstos y los ataques que se produjeron por parte de sus corsarios a buques mercantes españoles, hicieron que el Rey cediera a los requerimientos franceses y al ambiente antibritánico de la Corte. En 1761 se firmó el III Pacto de Familia con la consiguiente entrada en la Guerra de los Siete Años, una verdadera guerra mundial, en que intervienen todas las potencias europeas en todos los continentes. Guerra que no nos fue favorable, pues aún faltaban unos años de construcciones navales para poder hacer frente a los ingleses en el mar y tampoco se pudo recuperar Gibraltar, que con su inexpugnable posición resistió el duro cerco a que se le sometió. En América del Norte, su resultado fue una gran victoria inglesa, que supuso la expulsión de Francia de aquel continente, en el que antes poseía un territorio mucho más extenso que el que poseía Inglaterra. En el mismo, en menos de siglo y medio, los franceses habían desarrollado una notable labor colonizadora y misionera en Nueva Francia (Canadá y cuenca del Ohio) y, en menor grado, en la Luisiana, donde desde fundaciones tan alejadas entre sí como Detroit, Saint Louis y Nueva Orleáns, habían extendido una cadena de factorías y misiones a todo lo largo del Mississippí.

En aquel momento, la línea definida por los asentamientos españoles más avanzados pasaba desde la península de California y el Norte de Sonora, adentrándose en el territorio de Arizona, subía bruscamente hacia el norte en Nuevo México, hasta Taos, desde donde se adentraba en Texas siguiendo por delante de San Antonio de Béjar hasta la Bahía del Espíritu Santo. Esta vanguardia de la zona poblada era la frontera, entendiendo esta palabra no con significado de límite entre dos estados sino como zona avanzada en continuo desplazamiento, escasamente poblada e insuficientemente controlada, y como la extensa «tierra de nadie» que se extendía al frente, por donde podían aparecer partidas de indios bárbaros o infieles, como se llamaba a los indios aún no civilizados y que eran una amenaza sobre los pueblos, reales de minas y ranchos que siempre tenían que estar en situación de defenderse. Era como en la Edad Media la frontera frente a los moros, apoyada en una línea irregular de castillos, con una amplia «tierra de nadie» por delante; y, en parte, se conservaban los usos, la mentalidad y el vocabulario de la frontera andaluza de la Baja Edad Media, con el caballo como más útil auxiliar y en guardia permanente frente a los indios paganos, a los que se llamaba infieles, como en la Reconquista a los moros, y bárbaros, como los romanos a los pueblos paganos que tenían frente a las fortalezas avanzadas del Imperio. Esta línea formada por los establecimientos más avanzados, desde la península de California hasta cerca del Mississippí, abarcaba una distancia total de quinientas ochenta y cinco leguas, que dejaba al sur toda la zona colonizada, excepto Nuevo México, donde la misma se extendía, como una punta de lanza de la expansión española, hasta Taos, al norte de Santa Fe. Esta frontera estaba defendida por los presidios, nombre dado a los pueblos fortificados con una guarnición, o a los que podríamos llamar fortalezas habitadas, aunque éstas fueran mucho más rústicas y distaran mucho de parecerse a las verdaderas fortalezas de la frontera medieval frente a los moros. Estos presidios solían estar guarnecidos por sendas compañías llamadas presidiales, que en realidad eran escuadrones de caballería, de composición variable según las necesidades de cada uno en función de su situación. Su misión, más que de guerra, era de defensa de la seguridad de los pueblos, reales de minas y ranchos, y de persecución de las partidas depredadoras.

Lo de San Sabá fue sólo el primer acto de una larga tragedia. Las naciones indias del norte, empujadas por la presión angloamericana hacia el oeste, empujaron a su vez hacia el sur y fueron produciéndose unos desplazamientos en cadena que hicieron aumentar la eterna situación de guerras tribales en que se debatían muchas de ellas, que se disputaban los mejores cazaderos de bisontes o cíbolos. Estos desplazamientos vinieron a presionar al final a los apaches. Éstos habitaban o nomadeaban en la zona comprendida entre los meridianos 98° y 111° O. y los paralelos 30° y 38° N. Más allá estaban las belicosas naciones de los comanches y yutas y las llamadas Naciones del Norte. Los apaches se dividían en parcialidades, que a veces chocaron entre sí, y que actuaban independientemente. Las más numerosas eran las de los mimbreños, en Arizona; los chiricaguas o gileños, en la cuenca alta del río Gila; los mezcaleros entre los ríos Grande del Norte y Pecos, y los lipanes, en Texas. Otras parcialidades menores eran los llaneros, los coyotes, los faraones, etc. El conjunto de su territorio era llamado la Gran Apachería, que comprendía una gran parte de los actuales estados norteamericanos de Arizona, Nuevo México y Texas. Los apaches se vieron desplazados de los mejores cazaderos y empujados hacia la zona habitada por los españoles y los indios de paz, que en muchos casos ya había despertado su interés por las grandes posibilidades de pillaje que ofrecían los pueblos y sobre todo los ranchos, por el gran número de vacas y caballos que podían conseguir en una incursión. La presa más codiciada eran los caballos, que les servían de montura y de carne.

La peligrosidad de las tribus belicosas y depredadoras, como los apaches, había aumentado notablemente por dos hechos: el uso del caballo, que habían aprendido a domar, y el empleo de armas de fuego. Los caballos, descendientes de los que soltara Vázquez de Coronado, habían llegado a ser muy abundantes, en manadas salvajes que recorrían las praderas, y las armas eran proporcionadas a cambio de pieles por traficantes franceses e ingleses, adquiriendo éstos prácticamente el monopolio después de la Guerra de los Siete Años, aunque también hubo algunos españoles.

Dado que los apaches fueron el único enemigo importante en la frontera, hasta el punto de llegar a arruinar gran parte de la economía ganadera y minera de las provincias de Sonora, Nueva Vizcaya y Nuevo México, debemos dedicarles especial atención a su forma de actuar, muy bien explicada por el gobernador de Sonora don Antonio de Pineda. En primer lugar, siempre hacían sus incursiones a las órdenes de un jefe, elegido por ser el más sagaz, más audaz o más ágil y fuerte, o por reunir en mayor grado estas cualidades. Desde que dispusieron de caballos, cada guerrero llevaba el suyo sin montura, sólo con un ligero fuste, y no lo montaban hasta el momento de atacar o huir, llevándolo hasta entonces del ronzal a pie. Aprovechaban los terrenos montañosos para no ser vistos y, cuando tenían que cruzar un llano lo hacían de noche, procurando no dejar huellas, fraccionados en grupos pequeños, y ello después de reconocerlo detalladamente y sin hacer fuego para evitar el humo. De esta forma llegaban a las proximidades de los pueblos, misiones o ranchos y se situaban en los puntos dominantes desde los que observaban durante el día y bajaban por la noche a dar el golpe, previo reconocimiento en las noches anteriores. Este reconocimiento lo hacían cubriéndose el cuerpo de barro y hierba, hasta parecer matorrales y arrastrándose hasta llegar a su objetivo. Durante dicho reconocimiento, en que llegaron hasta registrar la ropa de los que dormían, imitaban los sonidos de las aves nocturnas y los aullidos de lobos y coyotes, mediante lo cual comunicaban en clave lo que veían. Terminado el reconocimiento, montaban a caballo silenciosamente hasta las inmediaciones del objetivo y se lanzaban rápidamente sobre él, con una violencia y unos alaridos ensordecedores, que no daban tiempo a ponerse en condiciones de defenderse. Estas condiciones de sorpresa y terror inicial les daban una gran ventaja, tanto para un enfrentamiento como para robar y huir rápidamente, que era lo más frecuente. Esto hacía que las tropas presidiales necesitaran un adiestramiento especial, muy diferente del que se daba a las unidades regulares.

También debemos considerar con especial atención el extremo opuesto, los ópatas, que fueron los indios más leales a España, los más adelantados y los más eficaces auxiliares y aliados de las tropas presidiales en el mantenimiento de la seguridad del territorio y en la lucha contra seris y apaches. Los ópatas vivían en la zona noreste de Sonora, en los pueblos que ocupaban las cuencas altas de los ríos Yaqui y Hermosillo. Dedicados a la agricultura, se habían aplicado a aprender sus técnicas, con las que consiguieron buenas cosechas. Habían sido evangelizados desde la época del padre Kino, tan eficazmente que habían adquirido una educación, demostrada en el trato social y en el respeto y atenciones a las mujeres, que nunca se vieron en las demás tribus. También les distinguía su valor y su facilidad para aprender. Cooperaron con las tropas españolas como auxiliares y formando las compañías fijas de Babispe y Bacoachi, formadas exclusivamente por ópatas, con oficiales españoles. Llegó a haber oficiales ópatas, como el capitán Morales y hasta un general, cuando su jefe Medrano recibió el despacho de brigadier, lo que años después se repitió con su jefe Varela. Su pueblo más importante era Babispe. Fueron los únicos indios a quienes se entregaron armas de fuego. El ya citado gobernador don Antonio de Pineda informó: Los ópatas es la nación más valerosa, más noble y más leal entre todas las amigas. Para los españoles, su lealtad y esfuerzo les ha dado el sobrenombre de tlaxcaltecas de tierra adentro. También se les ha llamado «los niños mimados de la Corona de España».

La avalancha de incursiones de los apaches en la frontera, al ser empujados desde el norte, se dejó sentir en Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo México y Coahuila. Con fecha 8 de enero de 1761, don Pedro Tamarón y Pascual, obispo de Durango, al regreso de una visita pastoral a Chihuahua, envió una carta al Secretario (ministro) de Indias, Arriaga, en la que le expresaba el terror que causaba a los caminantes, arrieros e incluso soldados el verse sorprendidos por una partida de apaches, por pequeña que fuese. También le exponía la situación de inseguridad de Chihuahua, que le pareció a punto de perderse debido a las enormes pérdidas, tanto en vidas como en haciendas y actividades comerciales. En dicha carta añadía que es necesario introducir tropa reglada de Infantería, que con tres mil hombres sería suficiente. A continuación proponía dividir por mitad este contingente en dos cuerpos, de los que el primero podría dar una batida desde Chihuahua, por el presidio de San Buenaventura, hasta alcanzar el río Gila, y de aquí hasta Zuñi, donde se decidiría si continuar hasta el Moqui o al Oeste, por las tierras de los navajos y el río Grande de Navajos, de modo que se produjese el encuentro con el segundo de dichos cuerpos expedicionarios, el cual habría acabado primero con los seris y luego se enfrentaría a los apaches, entrando a las dos Pimerías y siguiendo luego hacia las cabeceras del Colorado. Finalmente, observaba que, hecha la convergencia de fuerzas, se resolvería el nuevo objetivo a tomar y, para evitar desgaste y deserciones, proponía que el transporte se hiciera por mar, desde Acapulco hasta un puerto en el Yaqui. Pero, como hemos dicho, ese año estalló la guerra y uno de sus efectos fue que la carta no llegó al Secretario de Indias hasta 1764 (había enviado otras dos, la última en diciembre).

En noviembre de 1762 se firmó un acuerdo preliminar de paz y en septiembre de 1763 se firmó la Paz de París, en virtud de la cual se entregó La Florida a Inglaterra y, como compensación, se recibió de Francia La Luisiana Occidental; es decir, las inmensas tierras al oeste del Mississippí, donde vivían y nomadeaban las naciones indias del norte: osages, kiowas, missuris, siux, tonkavas, etc, que, más allá de los apaches, moquis, comanches y yutas, ocupaban unos territorios que pasaban a pertenecer teóricamente a la Corona española. Ello dejó a España directamente frente a esos indios del norte, sin tener en medio a los franceses, lo que supuso recibir directamente su empuje y, a la vez, el poder firmar tratados con ellos, así como tener enfrente todo el tráfico de armas y alcohol que los traficantes ingleses extendían al oeste del Mississippí. España recibió, entre otros, los establecimientos franceses de San Luis, Arkansas y Natchitoches, frecuentemente hostilizados por los belicosos osages, que se extendían desde el río Missouri al Arkansas, frente a los cuales se recibió la adhesión de otros pueblos que habían sido aliados de los franceses, entre los que destacaban los guaupaus.

La misión de Villalba y la visita de Gálvez

1764 fue un año decisivo en la frontera. Al recibir la carta de don Pedro Tamarón, el Secretario de Indias escribió al Virrey ordenándole que informara. Le decía: Hallándose el Rey con noticia de los continuos daños que reciben los naturales de la provincia de la Nueva Vizcaya de los indios bárbaros que atacan y asolan las fronteras, y lo que urge la defensa del pueblo de Chihuahua, que es el más florido en comercio y abundancia de minas, y en que cada día cometen muchas muertes y robos, me manda decir S. M. a V. E. informe en primera ocasión el estado de las citadas fronteras de Chihuahua y provincia de Sonora y progreso de los presidios que la defienden y las providencias que V. E. haya dado para evitar los citados daños de los indios bárbaros. El Virrey, en su respuesta, comunica que en Junta de Guerra se acordó la creación del presidio de Buenavista, con una guarnición de cincuenta hombres, cuyo capitán sería don Lorenzo Cancio, de infantería, por ser tres veces más económica que la de caballería y poder entrar en las sierras y peñascales a donde habitualmente huían a refugiarse. Además, con ello, se ahorraban los problemas prácticos de los servicios de aguadas, los retenes de hombres con los caballos, las estampidas, las huellas y las polvaredas. Y otra ventaja era que el fusil tenía más alcance que la escopeta de los presidiales.

1764 fue también el año de la revisión del sistema defensivo frente a la amenaza inglesa, a la vista del desarrollo de la guerra recién terminada. Se realizó una reorganización, con traslados de fuerzas, construcción y mejora de fortificaciones, etc. A Nueva España fue enviado el Regimiento de América, que desembarcó en Veracruz en ese mismo año, así como un batallón de Voluntarios Catalanes, tropa ligera muy bien preparada. Pero esos refuerzos y fortificaciones sólo eran una parte de la reorganización militar a fondo que se había hecho necesaria en Nueva España y, para estudiarla y ponerla en práctica, se envió una misión dirigida por el prestigioso teniente general don Juan de Villalba, con el cargo de Comandante General de las Armas, dotado de atribuciones superiores a las del propio Virrey en los asuntos militares y de defensa del Reino. Era su segundo en dicha misión otro general de prestigio, el mariscal de campo (general de división) don Cayetano María Pignatelli, marqués de Rubí. Como dice el profesor Hernández Sánchez-Barba, esta polarización de actividades, los opuestos caracteres de Villalba y Cruillas, su mutua antipatía desde el primer momento, el seco y severo estilo militar de Villalba, que chocaba con la cuidada y pulcra cortesía de Cruillas, tuvieron una consecuencia lógica y natural: la radical enemistad entre ambos personajes. La tensión llegó al máximo cuando Villalba dispuso la reorganización de la guardia del palacio virreinal, sin consultar al Virrey que, lógicamente, se quejó al Rey por esta desatención. El Rey le contestó que debía reconocer las atribuciones supremas otorgadas a Villalba, lo que supuso que éste actuara con total independencia del Virrey. En diciembre de dicho año, al disponerse a emprender el estudio y reorganización de la frontera, Villalba pidió al Virrey una relación circunstanciada del «estado militar» del Reino, tanto en personal veterano como en milicias, con expresión de los sueldos de los oficiales y «prest» de la tropa. Después de reiterar la petición sin que el Virrey la atendiera, Villalba, ya en marzo de 1765, lo comunicó al Secretario de Indias, Arriaga: la razón era que Cruillas quería mantener bajo su dependencia los presidios fronterizos, mientras que Villalba los consideraba como los principales que están a mi cuidado, por las plazas presidiales, las que con más atención deben mirar... En esa comunicación, Villalba acusa al Virrey de tener interés particular en mantener los presidios bajo su dependencia, porque ...de conservarlas el Virrey en sí, sin intervención del Comandante General de las Armas, toca el beneficio de quatro por ciento de la crecida suma que en ellos expenden las Armas Reales... Ello motivó la inmediata marcha a Nueva España del Visitador Gálvez, que además de sus misiones concretas de inspección de la Real Hacienda, llevaba la secreta de investigar la conducta del Virrey en tal sentido. El resultado de los enfrentamientos entre el marqués de Cruillas y el general Villalba fue la destitución del primero de su cargo de virrey, en el que fue sustituido por don Carlos Francisco de Croix.

Según certificación de los oficiales reales de la Caja de México, de fecha 24 de diciembre, los presidios eran los siguientes:

Texas: El presidio de Nuestra Señora de Loreto, en la Bahía del Espíritu Santo, estaba mandado por un capitán, con un teniente, un sargento y cuarenta y ocho soldados; su presupuesto era de diecinueve mil seiscientos cuarenta y ocho pesos. El de Nuestra Señora de los Adaes, estaba mandado por el gobernador de Texas, con un teniente, un alférez, un sargento y cincuenta y siete soldados; su presupuesto anual era de veintisiete mil setecientos sesenta y cinco pesos. El de San Sabá, estaba a cargo de un capitán, con dos tenientes, dos alféreces, cuatro sargentos, un capellán y noventa soldados; en total, cuarenta mil setecientos sesenta pesos anuales. Y el de San Antonio de Béjar, estaba guarnecido por un capitán, un sargento, un capellán y veinte soldados, con un total de ocho mil novecientos noventa y cinco pesos.

Nuevo México: El real presidio de Santa Fe estaba a cargo del gobernador de la provincia, con un teniente, un alférez, un sargento y setenta y siete soldados; el total era de treinta y cuatro mil sesenta y cinco pesos. El de El Paso del Río del Norte, contaba con un capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y seis soldados; en total, veinte mil doscientos sesenta y cinco pesos.

Nayarit: El presidio de San Francisco Javier Valero, contaba con un capitán, dos tenientes, dos sargentos y treinta y ocho soldados; en total, trece mil novecientos veinte pesos.

Nueva Vizcaya: El presidio de la Junta de los Ríos del Norte y Conchos, estaba mandado por un capitán, con un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y seis soldados; su total anual era de veinte mil doscientos sesenta y cinco pesos. El de Santiago de Janos, tenía un capitán, un teniente, un alférez, dos sargentos, un capellán y sesenta soldados; en total, veinte mil doscientos sesenta y cinco pesos. El de la Compañía Volante de Guajoquilla tenía un capitán, dos tenientes, un alférez, dos sargentos, un capellán y sesenta soldados; en total, veinticuatro mil ochocientos cinco pesos.

Coahuila: El real presidio de San Juan Bautista del Río Grande del Norte, contaba con un capitán, un teniente, un sargento y treinta soldados; en total, diez mil doscientos cuarenta y cinco pesos. El real presidio de San Francisco Coahuila, estaba mandado por el gobernador de la provincia, con un teniente, un sargento y treinta y tres soldados. El presidio de Santa Rosa del Sacramento, tenía un capitán, un teniente, un alférez, un sargento, un capellán y cuarenta y seis soldados; su total era de veintiún mil sesenta y cinco pesos.

Nuevo León: El presidio de San Agustín Ahumada de la Rinconada, estaba mandado por el capitán don Antonio Urresti, que no cobraba sueldo, y contaba con un sargento, un cabo caudillo (sic) y veinticuatro soldados; resultaba al año por sólo seis mil pesos.

Sonora: El real presidio del Coro de Guachi, estaba al mando de un capitán, con un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y ocho soldados; en total, veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos. El presidio de San Miguel de Horcasitas estaba al mando del gobernador de Sonora, con un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados; en total, veinticuatro mil sesenta y cinco pesos. El de Tubac, en la Pimería Alta (Arizona), tenía un capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados; en total, veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos. El de San Felipe de Jesús de Terrenate (Guevabi), contaba con un capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados; en total, veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos. El de la Compañía Volante de Caborca (Altar), en la Pimería Alta, tenía un capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados; en total, veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos. El presidio de Buenavista, «que por Junta de Guerra y Hacienda está determinado se establezca a orillas del río Mayo», tiene asignados un capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados; en total, veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos.

California: El presidio de Loreto (el que se había llamado de las «yslas californianas»), tenía un capitán y veintinueve soldados; en total, trece mil seiscientos setenta pesos. La escuadra de San José del Cabo tenía un cabo comandante y veintinueve soldados; en total, doce mil cuatrocientos pesos.

Las colonias del Nuevo Santander: Un presidio, el de Santa Ana Camargo, y trece escuadras que protegían las villas fundadas por don José de Escandón. Éstas eran las de San Fernando, Nuestra Señora de Loreto de Burgos, Santa María de Llera, Nuestra Señora de las Caldas de Altamira, San Francisco de Genes, San Juan Bautista de Horcasitas, Dulce Nombre de Jesús de Escandón, Soto la Marina, Cinco Señores del Nuevo Santander, Reinosa y San Antonio Padilla. Cada una de estas escuadras estaba al mando de un capitán y tenía además un sargento; el número de soldados variaba entre trece, en Santa Ana Camargo, y cinco, en San Antonio Padilla. El total era de trece capitanes, un teniente, un alférez, once sargentos y ciento quince soldados; el presupuesto, treinta y seis mil ciento cuarenta y dos pesos.

Según esta relación, en 1764, en las Provincias Internas de Nueva España, existían veintitrés presidios y quince escuadras volantes, con un total de mil doscientas setenta y una plazas, incluidos los setenta y dos oficiales y tres capellanes. Así consta en el informe que el teniente general Villalba remitió a la Corte, una vez cumplida su misión.

La misión del marqués de Rubí

Con fecha 7 de agosto de 1765, el Secretario de Indias dirigió una comunicación al marqués de Rubí en la que, en nombre del Rey, le ordenaba que pasara revista inmediatamente a todos los presidios de Nueva España; en la misma, debía reconocer su situación, revistar a las tropas que los guarnecían y examinar el reglamento de precios subsistente, para proponer finalmente cuanto estimara conveniente para su mejor gobierno y estado de defensa. A la vez, se ordenó al marqués de Cruillas que le entregase el reglamento antiguo y toda la documentación e información necesarias para el cumplimiento de la comisión de servicio encomendada, y que le proporcionase los auxilios convenientes, comunicándolo a Madrid, para rápido conocimiento del Rey. Para dar cumplimiento a esta misión, el marqués de Rubí organizó una expedición, en la que integró al capitán ingeniero militar don Nicolás de Lafora, el más antiguo de los siete ingenieros recién llegados a Nueva España, entre los que se encontraba el después famoso don Miguel Constanzó, entonces subteniente. Lafora fue un eficaz auxiliar de Rubí con su asesoramiento técnico y los mapas que fue levantando.

La expedición salió de México el 12 de marzo de 1766, dirigiéndose, por Zacatecas, a Durango, capital de Nueva Vizcaya, donde pasó revista a la escuadra de un cabo y diez soldados que daba el presidio del Pasaje para la seguridad de la ciudad. Desde allí, por el presidio de Huejoquilla, se dirigió a Chihuahua y, después, a La Junta de los Ríos, El Paso y Santa Fe. Desde allí regresó visitando sucesivamente los presidios de San Buenaventura y Janos, en Nueva Vizcaya, y los seis de Sonora. Desde Buenavista, cruzando por el valle de Basuchil, volvió a Nueva Vizcaya, y visitó los de Huejoquilla y Cerro Gordo. Desde allí pasó a revistar los presidios de Coahuila y Texas y las guarniciones de Nuevo León, desde donde regresó dando un rodeo por Nayarit. Llegó a México el 23 de enero de 1768. Su viaje de inspección había durado veintitrés meses y había visitado veintitrés establecimientos. No había podido pasar revista al de Julimes ni a los del Nuevo Santander, a donde fue, en su nombre, el teniente coronel Fernández Palacios. No era ésta la primera visita general de revista de los presidios, pues, ya en 1724-28, la había hecho don Pedro de Rivera, con el ingeniero don Francisco Álvarez Bareijo y dos amanuenses. De regreso en la capital del reino de Nueva España, el marqués de Rubí redactó un extenso informe, fechado en Tacubaya e ilustrado con el mapa levantado por Lafora, al que dio el siguiente título: Situación en que se hallan todas las Provincias del Reyno de Nueva España Fronterizas a la Gentilidad en las partes del Norte. Bentajas o Nulidades de los Presidios puestos en la Frontera de dhas Provincias para contener las inmensas Naciones que las hostilizan, con detall del número de soldados que guarnecen dhos Presidios y del costo que tiene anualmente a S.M. En el mismo dictamina lo que considera ventajoso y desventajoso y propone modificaciones e incluso supresiones en la línea de presidios, con vista a conseguir la mayor eficacia frente a los ataques de los indios bárbaros a las provincias internas de Nueva España. Dicho informe puede resumirse en lo siguiente:

La provincia de Sonora, rica y fértil, es el actual Theatro de la Guerra con las Naciones Seris y Pimas sublevadas, que viviendo en su centro la aniquilan insensiblemente como Ladrones Caseros y con los apaches gileños, que la hostilizan por la parte del Norte. Limita al oeste y norte con las Naciones Gentiles, Papagos y Pimas altos, que viven sobre el río Gila, quasi en el desemboque de éste en el Colorado, y con los Apaches Gileños, que están situados también sobre las orillas del consabido Río Gila, a la parte el este de la Papaguería (zona de los papagos). Al este, limita con la provincia de Nueva Vizcaya, de la que la separa la Sierra Madre: Por el sur, con la de Ostimuri y por el poniente, con la costa del Seno de California, de que están apoderados los indios alzados, desde el Puerto de Guaymas hasta las inmediaciones de Caborca. Tiene seis presidios.

El presidio de Buenavista está situado en una pequeña loma, sobre la orilla del río Yaqui. Su guarnición está formada por una compañía (sic) de caballería, con cincuenta y una plazas (capitán, un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados, con una dotación total de veinte mil seiscientos sesenta y cinco pesos anuales).

El de San Miguel de Horcasitas (capital de la provincia) está guarnecido por una compañía, cuyo capitán es el gobernador, y tiene además un teniente, un alférez, un sargento y cuarenta y siete soldados, con una dotación total de veinticuatro mil sesenta y cinco pesos.

Sobre los dos presidios anteriores, dictamina que opuestos en el día a las incursiones de los Seris de Zerro Prieto, [su existencia] está pendte del éxito de la presente expedición (...) y así en cuanto se consiga reducirlos, dichos presidios serán innecesarios y deben suprimirse.

El presidio de Santa Gertrudis del Altar está a unas treinta leguas de la costa de la Mar del Sur: Se estableció para contener las hostilidades de los Papagos y Piatos, que habitan los rumbos Norte y Noroeste. Estaría mejor más cerca de la costa, donde sin perjuicio del fin de su establecimiento, cortaría las comunicaciones de aquellos indios con los de Zerro Prieto...

El de San Ignacio de Tubac está a menos de cuarenta leguas del de Altar. Lo guarnece una compañía de cincuenta y cinco plazas, incluidos los oficiales (capitán, teniente, alférez, sargento y cuarenta y siete soldados).

El de Terrenate (o San Felipe de Jesús Guebavi) dista menos de cuarenta leguas del de Tubac. Lo guarnece una compañía de cincuenta y una plazas.

La provincia de Nueva Vizcaya ocupa una gran extensión. La capital, Durango, es la mayor ciudad de todas las situadas en las Provincias Internas, en una zona cuyo grado de poblamiento y desarrollo la diferencian notablemente de lo normal en dichas provincias. Su latitud está comprendida entre los 23° y 33° y su longitud entre 255° y 275° al oeste del meridiano del Teide. Tiene enfrente, en territorios de Nuevo México y Texas, a los apaches, que realizan frecuentes incursiones hacia el sur, con mucha profundidad, recorriendo el desierto llamado Bolsón de Mapimí, desde el que pueden salir a dar sus golpes hasta cerca de Durango o Saltillo. Estos apaches son los de las parcialidades de los chiricaguas o gileños, carlones, chilpacines, jicarillas, faraones, mezcaleros, natages y lipanes, de O. a E.

Los presidios en Nueva Vizcaya son los de Janos, San Buenaventura, Huejoquilla, El Pasaje, Cerro Gordo y la Junta de los Ríos.

El presidio de Janos está ubicado a sesenta leguas al E. de Fronteras y lo guarnece una compañía compuesta por su capitán y cincuenta plazas más, incluidos el teniente, el alférez y un sargento. Se estima que cubre una distancia demasiado grande, con accesos fáciles, muy difíciles de controlar. Su latitud es 35°18’N. y su longitud 258°24’O.

El presidio de San Buenaventura está situado a los 30°16’N. y 299°55’O. Su situación en hondo es mala y no sirve bien en su ubicación actual, por lo que debe adelantarse.

El presidio de Huejoquilla se ubica a orillas del río Florido, a 27°57’N. y 261°30’O. Lo guarnece una compañía de cuarenta plazas, incluidos los mandos. Para mejor atender a su finalidad debe adelantarse.

El presidio del Pasaje se encuentra a cuarenta y cuatro leguas al norte de Durango, a 25°29’N. y 265°35’O. Queda muy retrasado (como consecuencia de haberse establecido para hacer frente a las incursiones de los apaches a través del Bolsón de Mapimí). Lo guarnece una compañía de treinta y seis plazas.

El presidio de Cerro Gordo, guarnecido por una compañía de cuarenta y una plazas, se encuentra a 33°06’N. y 261°40’O. Debe adelantarse.

El presidio de La Junta de los Ríos (Grande del Norte y Conchos) ha sido trasladado a Julimes. Al quedar abandonado, ha sido destruido por los apaches. Lo guarnece una compañía de cincuenta plazas, que está en muy buenas relaciones con los indios natages, que habitan al otro lado del río Grande del Norte.

En la provincia de Nuevo México sólo existen dos presidios ubicados en las dos poblaciones más importante: Santa Fe y El Paso del Río Grande del Norte. Esta provincia, situada entre los 32° y 38°N. y entre los 258° y 264°O, tiene ochenta poblaciones.

El Paso del Norte, a 33°6’N. y 261°40°, es la mayor población de la provincia, pues pasa de cinco mil habitantes, con las misiones contiguas. Su guarnición es una compañía con cincuenta y seis plazas. Podría trasladarse a las inmediaciones de El Carrizal, en Nueva Vizcaya, muy débilmente defendido. El Paso, con población suficiente, podría defenderse con sus propias milicias, que no están organizadas sólo por el problema de las discordias entre sus habitantes. Ello hace necesario que tenga un buen jefe.

Santa Fe, capital de la provincia, con activo comercio de vinos, tejidos, lana, aguardientes y frutas, se encuentra a 36°10’N. y 262°40’O. La existencia de su presidio es indispensable, pues su situación es muy ventajosa para acudir rápidamente a cualquier población amenazada. Su guarnición es una compañía de ochenta y una plazas.

La provincia de Coahuila, se encuentra entre los 26° y 32° N. y los 262° y 265° O. Está constituida por un terreno montañoso, seco y escasamente poblado, con parte del desierto llamado Bolsón de Mapimí. Su único interés radica en los yacimientos mineros, que determinan los núcleos de población. Su límite norte es el río Grande del Norte, en cuya orilla izquierda y sierras inmediatas se encuentran las rancherías de los apaches lipanes y natages, ahora en aparente paz. Sólo tiene un presidio en La Monclova, su capital. Su guarnición está constituida por una compañía de treinta y seis plazas, cuyo capitán es el gobernador de la provincia. Se encuentra a 27°36’N y 270°10’O. Podría colocarse junto al Río Grande, para guardar su paso y evitar las consecuencias de su abandono.

El presidio de Santa Rosa del Sacramento está situado a menos de cuarenta leguas al noreste de La Monclova, a 28° 13’N. y 268°49’O. Es la mayor población de la provincia, frente a Villa Nueva de San Fernando, de poca población. Alejado y en paz ahora, pero sin seguridad, por las muchas avenidas de llegada y retirada de los apaches. La guarnición está constituida por una compañía de cincuenta y dos plazas, incluido un capellán.

El presidio de San Juan Bautista del Río Grande está situado a cuarenta leguas al este de San Fernando, a 28°N y 272°5’O. Está en buena situación y cubre las avenidas de los lipanes. Su guarnición es una compañía de treinta y tres plazas.

El presidio de San Sabá, dependiente directamente del Virrey, se encuentra a orillas del río San Sabá, a noventa leguas al noreste de San Fernando, a 31°38’N. y 273°28’O. Su situación y existencia no tienen ninguna utilidad y son causa de perjuicios, porque sólo han servido para defender a los lipanes, enemigos nuestros que, unidos a los natages, penetran y atacan ranchos en las inmediaciones de San Fernando y en Coahuila.

La extensa provincia de Texas se extiende entre los 26° y 34°N. y entre los 275° y 286° O. En su territorio existen los presidios de San Antonio, La Bahía, Los Adaes y Orcoquizac.

La mayor población es la villa de San Antonio de Béxar, a 29°52’N y 275°57’O. Su presidio tiene una guarnición de sólo veintitrés plazas, con un capellán, pero sin teniente ni alférez. Dicha guarnición debe aumentarse con la de los presidios suprimidos.

El presidio de la Bahía del Espíritu Santo tiene, como guarnición, una compañía de cincuenta plazas.

El presidio de Nuestra Señora de los Adaes está guarnecido por una compañía de cincuenta y ocho plazas, más dos misioneros capellanes. Su capitán es el gobernador de la provincia.

El presidio de Orcoquizac está a 30°25’N y 285°52’O., a ciento veinte leguas al sur de Adaes. No tiene ninguna utilidad, por lo que debe suprimirse.

Como final de su extenso informe, el marqués de Rubí pone unas notas con sus observaciones y propuestas. De manera general considera que, para poder contar con una línea defensiva eficaz, es imprescindible superar el punto de vista localista en la ubicación de cada presidio, imponiendo una visión de conjunto en el establecimiento de una línea continua de presidios, desde la costa del golfo de California, en las proximidades del presidio de Altar, a 30° de latitud N., hasta la desembocadura del río Guadalupe, en la costa de Texas, también a los 30°N. Esta línea defensiva estaría formada sólo por diecisiete presidios: Altar, Tucson, Terrenate y Fronteras, en Sonora; Janos, San Buenaventura, El Carrizal, Huejoquilla, Julimes y Cerro Gordo, en Nueva Vizcaya; San Sabá, Santa Rosa, La Monclova y San Juan Bautista, en Coahuila, y Bahía del Espíritu Santo, en Texas. Fuera de la línea fronteriza, propone mantener los presidios de San Miguel de Horcasitas y Buenavista, así como las dos compañías provinciales de Sonora; estos dos presidios se mantendrían sólo hasta que se lleve a cabo la reducción de los seris de Cerro Prieto, causantes de tantos problemas en Sonora. A vanguardia de dicha línea, en Nuevo México, el presidio de Santa Fe sería la punta de lanza del dispositivo. Propone una organización uniforme de la frontera, variando lo necesario la ubicación de los presidios para que no queden a una distancia tan excesiva como la existente entre Fronteras, el más al este de Sonora, y Janos, el más al oeste de Nueva Vizcaya. Con ello se lograría que los presidios de Sonora quedasen a una distancia entre sí de unas cuarenta leguas. Se unificarían las plantillas de las compañías presidiales, que quedarían todas con un capitán, un teniente, un alférez y un sargento y cuarenta y seis entre cabos y soldados, más diez indios exploradores, uno de los cuales sería su cabo. Cincuenta plazas que, sumadas las de los destacamentos, harían un total de novecientos cuarenta hombres, lo que supondría un total de dotaciones anuales de trescientos sesenta mil quinientos setenta y cinco pesos. En resumen, el marqués de Rubí propone la supresión de todos los presidios no incluidos en la línea de fronteras, con excepción de los de Nuevo México y de los dos presidios interiores de Sonora, ésto sólo mientras persistiera la amenaza de los seris de Cerro Prieto. Con la idea de la acción de conjunto de la línea de fronteras, propone la creación del cargo de Comandante de Campaña en Sonora, que tendría a sus órdenes los cuatro presidios de esta provincia; de otro similar en Nueva Vizcaya, y de un tercero en Coahuila y Texas. Los dos de Nuevo México continuarían a cargo de su gobernador, ya que estaban fuera de la citada línea de seguridad de la frontera. La propuesta del marqués de Rubí se extiende asimismo a todas las medidas a tomar en la reorganización de la defensa de la frontera, tales como armamento, uniformidad, construcciones, pago de haberes y detalle y contabilidad.

El informe del marqués de Rubí, desde el momento de su entrega, siguió su camino administrativo hasta surtir sus efectos muy eficazmente cuatro años después. Si actualmente los efectos prácticos de un estudio similar tardan años en llegar a la práctica, con más razón tenía que ocurrir lo mismo cuando las comunicaciones eran mucho más lentas.

La pacificación de Sonora y la ocupación de California

En 1768, ante la situación creada en Sonora por las depredaciones de los seris de Cerro Prieto, se estimó necesario acabar con el problema, sometiéndolos. Eran los seris la tribu más rebelde y feroz, temibles por lo súbito y violento de sus ataques y sus flechas envenenadas. Formaban como una isla en la áspera montaña de Cerro Prieto y sus escabrosos alrededores, frente a la isla del Tiburón, en el Golfo de California, cerca de Guaymas, el único puerto importante de Sonora. Con los seris se había estado en guerra casi siempre, se les había infligido duros golpes y se les había intentado atraer a una vida civilizada, viviendo en pueblos y mejorando notablemente, pero siempre se habían negado a dejar su vida salvaje. Su guerra no era tal sino meras incursiones de pillaje, en las que además de los robos, marcaban su itinerario con destrucciones y muertes, que ya habían sido motivo de que se despoblaran veinte aldeas, y aún seguían hostilizando a los pueblos de los indios yaquis. Además, en sus incursiones, se les unían los maleantes que buscaban aventura y botín, y habían llegado a apoyar incursiones de apaches. Por ello, en general, se veía necesario el desalojarlos de Cerro Prieto, empleando la máxima dureza si resistían, y obligarlos a establecerse en pueblos, donde se dedicaran a la agricultura y cría de ganado y fueran evangelizados.

Para la acción contra Cerro Prieto no eran suficientes las compañías presidiales de San Miguel de Horcasitas y Buenavista. Era necesaria una fuerza más importante, lo cual chocaba con la escasez de efectivos del ejército regular de Nueva España, que se concentraban en la zona México-Veracruz, orientados frente a la amenaza de intento de desembarco inglés. Por ello, para llevar a cabo dicha acción tuvo que llegar de México el coronel don Domingo de Elizondo, con tropas destacadas de su regimiento (el de Dragones de México) y del Regimiento de Infantería América, más una compañía del Batallón de Voluntarios Catalanes. En el puerto de Guaymas quedaron acuartelados trece oficiales y doscientos treinta y ocho soldados; diecinueve oficiales y doscientos ochenta y siete soldados marcharon a Pitic, donde quedaron acuartelados en el antiguo presidio. Todos los componentes de esta fuerza, que carecían de preparación para la lucha propia de la frontera, fueron sometidos a un duro adiestramiento para el tipo de acción que iban a emprender.

El 12 de octubre de 1768, bajo el mando del coronel Elizondo, Comandante de las Armas de Sonora, se iniciaron las operaciones previas, procediéndose a limpiar los alrededores de Cerro Prieto con destacamentos seleccionados. El 29 del mismo mes se dio por terminada la preparación. El prestigioso capitán don Juan de Anza dirigió la operación previa de reconocimiento; era hijo de aquel capitán don Juan de Anza que años antes había combatido también a los seris en la misma zona. El 18 de noviembre se inició la aproximación de las tropas, apoyadas por indios pimas auxiliares y, el 19 se llevó a cabo el ataque, en el que tuvo destacada actuación el capitán Anza con los indios pimas así como los voluntarios catalanes del capitán Fagés. Parte de los seris habían huido en balsas a la isla del Tiburón. Entonces el visitador Gálvez, que había llegado a Santa Bárbara, envió una carta urgente al coronel Elizondo y al gobernador don Juan de Pineda, con un bando de perdón en el que daba a todos los seris un plazo de cuarenta días para presentarse en el Real de los Álamos. A este punto, llegó don José de Gálvez, el 15 de mayo de 1769, después de recorrer las misiones establecidas en los valles de los ríos Sinaloa, Fuerte y Yaqui.

Simultáneamente con la operación de acabar con la amenaza de Cerro Prieto, se habían realizado los preparativos para la ocupación de la costa de la Alta California, en la que manifestó un especial interés el visitador Gálvez. A mediados de siglo se había producido un hecho de trascendental importancia para las Provincias Internas, para el planteamiento general de la defensa de Nueva España y para los intereses de España: la presencia de naves y exploradores rusos en las costas de Alaska, con manifiesta tendencia a continuar hacia el sur. La noticia debió producir gran alarma en Madrid, ya que ello suponía la aparición de una nueva potencia, acercándose a territorios teóricamente pertenecientes a España, y una amenaza potencial sobre California y la ruta de retorno del galeón de Manila, que costeaba California desde el Cabo Mendocino. Y aunque no hubiera un choque entre rusos y españoles, era indudable que, para las autoridades de México, podría surgir un grave problema con la posible apertura de una nueva ruta para el contrabando. El visitador Gálvez, estando cumpliendo su cometido en México, proyectó resolver definitivamente los problemas que afectaban a la provincia de Sonora y realizar además la ocupación de la Alta California, anticipándose a los rusos o a los ingleses que también empezaban a interesarse por aquellas costas. Con ese objeto, además de trasladarse personalmente a la península de California y a Sonora, don José de Gálvez, con su autoridad de visitador, pudo hacer disponer los recursos necesarios para el rápido envío de tropas veteranas a Sonora y para la creación de un astillero y base naval en San Blas, de donde partirían las expediciones navales hacia California.

Para la ocupación de la Alta California se organizó una doble expedición, por mar y por tierra, siguiendo las directrices de Gálvez, en las que expresó su preocupación por el pronto establecimiento de una presencia permanente en dicho territorio, que había alcanzado tan gran interés político, especialmente por la seguridad de la ruta de retorno del galeón de Manila. La expedición terrestre iba a las órdenes del capitán don Gaspar de Portolá, gobernador de California. Su grueso lo componían cuarenta hombres de una compañía de voluntarios catalanes y treinta indios voluntarios armados de arco y flechas. Como vanguardia de dicha expedición iba el capitán don Javier de Ribera y Moncada, comandante del presidio de Loreto, con veinticinco de sus presidiales y algunos indios, con misión de exploración y llevando el ganado vacuno. Su salida se efectuó el primero de diciembre de 1768, pero la falta de pastos y agua obligó a suspender la marcha hasta el 29 de marzo de 1769, a una distancia de veinte leguas, donde se fundó la misión de San Fernando de Velicatá. El grueso, a las órdenes de Portolá, salió de San Fernando de Velicatá el 15 de mayo; en él iba fray Junípero Serra, entonces superior de las misiones de California de las que ya se habían hecho cargo los franciscanos en sustitución de los jesuitas.

En cuanto a la expedición naval, cumpliendo las citadas instrucciones de Gálvez, el paquebote «San Carlos» llegó al puerto de La Paz, a mediados de diciembre de 1768. Como llegó haciendo agua, fue necesario carenarlo, lo cual pudo hacerse sin retraso, gracias a la idea que tuvo Gálvez de obtener la brea de las pitahayas, unas plantas cactáceas abundantes en aquella zona; con ello demostró unos conocimientos científicos que sorprendieron a todos. La fuerza que tenía que embarcar llegó quince días después de acabar dicho carenado y pudo zarpar inmediatamente; estaba compuesta por veinticinco voluntarios catalanes, con su capitán don Pedro Fagés, el ingeniero don Miguel Constanzó, el cirujano don Pedro Prat y fray Fernando de México, que iba como misionero de San Diego; el capitán Fagés y sus voluntarios catalanes habían sido segregados de la fuerza destinada a combatir a los seris, lo que indica el interés prioritario que el Visitador tenía por la expedición a California. El 15 de enero de 1769, el buque dobló el cabo San Lucas y pronto llegó a San Diego, donde los expedicionarios desembarcaron y establecieron un campamento, en el que esperaron a la expedición terrestre. El tiempo de estancia en ese campamento transcurrió muy dificultosamente por haber enfermado la mayoría de los noventa hombres desembarcados. Entre marineros y soldados sólo quedaron dieciséis hombres en condiciones de hacer las guardias, efectuar las tareas de vida y mantenimiento, y atender a los enfermos. En esta situación, dio un magnífico ejemplo el cirujano, que siendo uno de los enfermos, continuó atendiendo a los demás.

El 14 de mayo llegó la vanguardia de la expedición terrestre, al cabo de mes y medio de marcha, al completo, sin bajas ni enfermos, pero sin más víveres que tres sacos de harina, después de varios días a media ración. Este encuentro supuso la consecución del primer objetivo y la ayuda mutua entre las dos expediciones, que tan necesitadas se hallaban ya, por lo que se celebró con gran alegría. Entonces, los mandos de ambas expediciones acordaron el traslado del campamento a una legua más al norte, donde quedó establecido sobre una altura inmediata al río, con buena observación sobre todo el valle. Poco después, fue enviado el «San Antonio» a llevar los informes sobre el desarrollo de ambas expediciones.

A primeros de julio llegó el grueso de la expedición terrestre, y don Gaspar de Portolá dispuso todo para embarcar y zarpar hacia Monterrey, objetivo final. Ello no fue posible, por estar aún enfermos la mayoría de los tripulantes del «San Carlos», lo que obligó a esperar la llegada del «San José», que Gálvez enviaría con víveres, tan pronto como lo desembarcase a él en Sonora. Pero al gobernador le pareció excesiva esa espera y ordenó la marcha por tierra. En San Diego quedaron los enfermos con una fracción de la tropa para la seguridad y servicios, el cirujano, fray Junípero Serra y otros dos misioneros. Esta expedición hizo un descubrimiento inesperado, pues pasó frente a la bahía de Monterrey sin verla, por impedírselo las alturas de la sierra de Santa Lucía, que la ocultaban; continuó su exploración, dejando atrás su objetivo sin saberlo, y llegó hasta la bahía de San Francisco, de cuya importancia no se dieron cuenta de momento, pensando sólo en el objetivo marcado, que era la de Monterrey. Entonces aparecieron el escorbuto y la diarrea, por lo que Portolá ordenó el regreso a San Diego. Allí se encontraba ya de regreso el paquebote «San Antonio», lo que permitió emprender una doble expedición hacia Monterrey que salió de San Diego el 17 de abril. Por tierra fueron los capitanes Portolá y Fagés; por mar, fray Junípero Serra y el ingeniero Constanzó, embarcados en el «San Antonio», que ancló en la bahía de Monterrey el 31 de dicho mes, y allí esperó a la expedición terrestre que llegó ya en mayo y tomó posesión de aquel objetivo que tanto había costado encontrar. En cumplimiento de las instrucciones que llevaban, se fundó la misión de San Carlos Borromeo y el presidio de San Carlos de Monterrey, con otras edificaciones que, en su conjunto, fueron el origen de la capital de la Alta California. Poco después, el gobernador y Constanzó regresaron en el «San Antonio», quedando Fagés como primer comandante del presidio de Monterrey.

En México, cuando el Virrey, que lo era el marqués de Croix, recibió la información de haberse fundado la misión y presidio de San Carlos de Monterrey, ordenó la impresión de un folleto con toda la información relativa al nuevo descubrimiento y ocupación, lo que demuestra la gran importancia que se daba a aquella costa.

En noviembre del mismo año, llegaron de nuevo a Monterrey el «San Antonio» y el «San Carlos», transportando a treinta misioneros que empezaron las fundaciones de nuevas misiones y realizaron una eficaz labor de evangelización, favorecida por el carácter pacífico y acogedor de los indios de aquel territorio.

La reorganización

El 27 de julio de 1771, el virrey marqués de Croix presidió en México una junta de Guerra y Hacienda, a la que asistió el visitador Gálvez. En la misma se examinó el informe y propuestas del marqués de Rubí y toda la documentación e información sobre la defensa y el orden en la frontera. Allí se aprobaron las bases para la redacción de un reglamento de presidios que debía entrar en vigor a principios del año siguiente. También se acordó en esta junta la creación del cargo de Comandante Inspector de Fronteras, cuya labor de inspección impidiera la reaparición de las graves deficiencias observadas por el marqués de Rubí. Dicho cargo debía ser desempeñado por un oficial de alta graduación, con experiencia en la frontera y buen conocimiento de los problemas de los presidios. Para el mismo se proponía al teniente coronel de Infantería don Hugo O’Connor, en quien   ...a más de su acreditado zelo, actividad y desinterés, concurren los más de tres años... Con carácter interino, ocuparía dicho cargo el capitán del Regimiento de Infantería de la Corona don Bernardo de Gálvez, sobrino del Visitador, que, años después, se haría famoso en Luisiana y Florida y terminaría su carrera en México como virrey.

Los acuerdos de la citada junta se remitieron con urgencia al Secretario de Indias, para su estudio y aprobación por una Junta de Generales, de la que se proponía que formaran parte el marqués de Rubí, por su gran conocimiento de aquellos territorios y de sus problemas, fruto de su reciente comisión, y don Alejandro O’Reilly por su experiencia de la frontera de Texas durante su misión en Luisiana.

Al recibir en Madrid dicha documentación, el Secretario de Indias la remitió inmediatamente al marqués de Rubí, que se encontraba en Barcelona, para que la estudiara y le enviara un informe para la Junta de Generales. El marqués de Rubí remitió su informe con fecha 23 de mayo de 1772. En el mismo, se reafirmaba en su anterior dictamen, ampliado con posteriores meditaciones y el cotejo que he hecho del mismo proyecto, con lo que enseñan algunos escritores de la profesión, que me han fortificado más en mi primitiva idea.

Las propuestas contenidas en el informe pueden resumirse en lo siguiente: Estimaba que las fortificaciones debían ser sencillas, por el hecho de que los indios no atacaban los ranchos que veían defendidos con una simple tapia. No creía necesario el envío de artillería, dado lo sinuoso y quebrado de las rutas seguidas por los indios en que las armas de fuego eran inútiles. Debía cambiarse el sistema de pago a los soldados dándoles en mano lo que se les daba como ración de comestibles para que ellos los compraran en los pueblos cercanos o, en caso de estar lejanos, establecer un depósito en el presidio correspondiente; así se acabaría con el sistema de confiar a los capitanes la provisión de víveres a sus soldados, contra lo dispuesto en las Leyes de Indias y en las Ordenanzas Militares, que disponían que se pagara en dinero y en propia mano, y con ello se acabaría con una situación en la que había capitanes más preocupados de sus almacenes que de la misión encomendada al presidio.

La Junta de Generales elaboró el Reglamento de Presidios Internos, basándose en la redacción hecha en México el año anterior y añadiendo observaciones propias que pueden resumirse en lo siguiente:

1.º) Debía aprobarse la línea fronteriza propuesta por el marqués de Rubí y conceder al Virrey un crédito de mil pesos por cada presidio, para construirlos todos de modo uniforme, según el proyecto del ingeniero Lafora.

2.º) Debía efectuarse una depuración de la oficialidad presidial, separando a los que no reunieran las condiciones necesarias de moralidad, valor y espíritu militar, sustituyéndolos por oficiales de reconocido valor, celo y honradez.

3.º) A los gobernadores de Texas, Coahuila y Nuevo México se les debía equiparar con el de Sonora, en su sueldo de cuatro mil pesos, pero no al de Nueva Vizcaya, que no tenía el mando de un presidio.

4.º) A la tropa presidial se la debía equiparar con la veterana, teniendo en cuenta su situación de constante lucha con los indios, y fijarle un prest suficiente para no pasar estrecheces. La junta lo estimó en no menos de doscientos noventa pesos anuales para los soldados, más diez pesos de gratificación; a los cabos se les debía dar una distinción de diez pesos más de prest. A los oficiales y sargentos, se les debía mantener el sueldo regulado en el reglamento anterior. La administración debería hacerse por un oficial habilitado, bajo la dependencia directa del capitán, que no debería intervenir en nada relativo al aprovisionamiento de sus soldados.

5.º) Se debía crear el cargo de Comandante Inspector de Fronteras y nombrar para el mismo al teniente coronel don Hugo O’Connor, ascendiéndolo a coronel y elevando su sueldo a ocho mil pesos, que se estimaron necesarios por los elevados gastos que tendría que hacer en los frecuentes viajes de inspección.

6.º) Se le pondrían dos ayudantes con la graduación de capitán, sin mando y sólo con la misión de efectuar revistas en los presidios, a las órdenes directas del comandante inspector.

7.º) Antes de trasladar los presidios a sus nuevos emplazamientos, deberían revistarse todos, para depurar a la oficialidad y a la tropa. Esta revista debería pasarse con la mayor rapidez por el comandante inspector y sus dos ayudantes.

8.º) Se debía unificar el armamento, proveyendo a la tropa presidial de nuevos materiales y, para su mantenimiento, se destinaría a un maestro armero con plaza de soldado, con una gratificación por plaza sencilla.

La Junta de Generales añadía que, dado el aumento continuo en que iban los robos, muertes y depredaciones de los indios enemigos, consideraba urgentísimo reprimir sus desmanes mediante la guerra sin cuartel, puesto que ya se había podido llegar al convencimiento de que su naturaleza rebelde, guerrera y audaz no haría posible su reducción misional.

Finalmente, la Junta de Generales se refería a California en una forma que parece demostrar cuánto había influido el pensamiento de don José de Gálvez: Ha considerado esta Junta que los antiguos y nuebos establecimientos de Californias merecen dignamente la soberana y particular atención de V.M. por lo que en posesión de ellos se interesan la extensión de sus dominios, el alto decoro de su Corona Real, la seguridad de aquella península que siendo antemural y Barrera de la América septentrional por el mar del Sur, no está libre de ambición y tentatibas estrangeras; y sobre todo la propagación de la Fee y luz del evangelio que han penetrado y se estienden pacíficamente ante una numerosa y dócil Gentilidad. Por lo que el impulso de estas reflexiones y las demás que tendrá presente V.M. propone la Junta con referencia al artículo final del Reglamento que se sirba hacer mui especial encargo al Virrey actual de la Nueba España para que sostenga y fomente y auxilie dichos establecimientos a fin de que no decaigan, antes bien se estienda la Nueva conquista mediante la reducción voluntaria de los Indios.

Con fecha 10 de septiembre de 1772 Carlos III firmó el reglamento y una instrucción, para su cumplimiento en los presidios de la frontera de Nueva España. En su introducción señala la finalidad de defender en aquellas Fronteras las vidas y Haciendas de mis vasallos de los ynsultos de las Naciones Bárbaras, ya sea conteniéndolas o ya consiguiendo por este medio y el del buen trato, reducirlos a Sociedad y atraerlos al conocimiento de la verdadera Religión.

En el reglamento quedaba establecido que la línea de presidios debía estar formada por los de Altar, Tubac, Terrenate y Fronteras, y temporalmente San Miguel de Horcasitas y Buenavista, en Sonora; Janos, San Buenaventura, El Carrizal, Guajoquilla, Julimes y Cerro Gordo, en Nueva Vizcaya; San Sabá, Santa Rosa, La Monclova y San Juan Bautista, en Coahuila, y Bahía del Espíritu Santo, en Texas.

El avituallamiento de los soldados estaría a cargo de los oficiales habilitados, bajo la vigilancia de los capitanes, sin que éstos pudieran intervenir directamente.

La plantilla de cada presidio comprendería un capitán, un teniente, un alférez, un capellán, un sargento, dos cabos y cuarenta soldados, mas diez indios exploradores, uno de los cuales sería su cabo.

Los sueldos anuales serían: tres mil pesos el del capitán, setecientos el del teniente, quinientos el del alférez, cuatrocientos ochenta el del capellán, trescientos cincuenta el del sargento, trescientos el de los cabos y doscientos noventa el de los soldados, más la gratificación de diez pesos por plaza sencilla y el pago de tres reales diarios a los indios exploradores. El situado anual de cada presidio ascendía a dieciocho mil novecientos cuarenta y ocho pesos y seis reales.

El uniforme se compondría de: chupa corta de paño azul con una pequeña vuelta y collarín rojo, calzón de triple azul, capa azul, cartuchera, cuera, bandolera de gamuza en que se llevaría bordado el nombre del presidio, corbatín negro, sombrero, zapatos y bolines. A cada soldado se deberían entregar las prendas que necesitara de dicho vestuario, según se viera en las revistas que habrían de pasarse con regularidad.

El armamento estaría formado por espada ancha, lanza, adarga, escopeta y pistolas. Los indios exploradores llevarían una pistola, adarga y lanza, además de su arco y carcaj con flechas. En cada presidio se debería guardar su dotación completa de armamento que debería reponerse en los arsenales de México.

En cuanto a montura, cada soldado debería tener seis caballos, un potro y una mula. No debía permitir el capitán que se mantuviera ninguno en malas condiciones físicas. Y todo soldado tenía la obligación de tener siempre preparados dos caballos tanto de día como de noche. Se debía usar la silla vaquera, con mochila, coraza, armas, cojinillos y estribos de palo cerrado, quedando prohibidas las estriberas grandes, consideradas perjudiciales.

Del prest del cabo y del soldado se entregarían dos reales diarios a cada uno en propia mano, y el resto se depositaría en las cajas comunales de los presidios, para el pago de la ración diaria en especie o para sustituir los caballos muertos o perdidos. Por el mismo procedimiento, se suministrarían las prendas de vestir a los soldados y sus familias, cuyo precio tenía que ser el de coste. Toda esta administración estaría a cargo del habilitado, bajo la inspección del capitán, y lo mismo se haría con los oficiales, sargentos y capellanes.

En cuanto a munición, a cada hombre se le suministrarían tres libras anuales de pólvora para ejercicios de tiro. A los reclutas otros tres para aumento de sus ejercicios. Para las operaciones, se suministrarían balas y pólvora a granel, para todo lo cual debería existir siempre un depósito suficiente de pólvora.

Para la provisión de las plazas de la oficialidad debía tenerse en cuenta el valor reconocido y preparación militar. Los capitanes tendrían que pasar una revista mensual a sus respectivas compañías, formando un extracto de la misma, que debía estar en el presidio a disposición del Comandante Inspector de Fronteras.

Deviendo la Guerra tener por objeto la Paz... en el reglamento se recomienda que, pese al estado de guerra, no deben olvidar sus instrucciones para poder llegar a extender una paz que facilite la conversión de los indios gentiles. Ordena que se haga la más implacable guerra a los indios enemigos, pero prohíbe rigurosamente todo maltrato a los prisioneros; impone la pena de muerte a quienes los maten a sangre fría y ordena que se les asista con la misma ración que a los indios auxiliares.

Para fomentar la población ordena que no se impida que las familias y gentes de buenas costumbres se avecinen en el interior de los recintos presidiales, dando preferencia a los soldados que hubiesen servido los diez años de su compromiso. Asimismo se decía: Prohíbo expresamente que a los Mercaderes de Géneros, víveres y otros efectos (que no sean prohividos) o a los Artistas que quieran ir a trabajar a los Presidios se les moleste...

Se precisaban las atribuciones del Comandante Inspector de Fronteras, que debería vigilar el cumplimiento de todo lo ordenado en el reglamento, siendo responsable de ello y recibiendo autoridad disciplinaria. Debería revistar anualmente los presidios, vigilando el grado de instrucción de los soldados y examinando la conducta y circunstancias de los oficiales y de todos los que se encontrasen en el recinto presidial. Determinaría el número, composición y calidad de los destacamentos que habían de vigilar y luchar en el campo, hacia las rancherías enemigas, y establecer contacto entre los presidios. También tendría la facultad de conceder paces y treguas cuando los enemigos lo solicitasen, y tratar los preliminares de paz, siempre a las órdenes del virrey. Sus dos ayudantes debían auxiliarlo en todas las misiones.

Por último, al capitán de un presidio se le señalaba como principal obligación mantener a sus oficiales y tropa en estricta observación de este reglamento atendiendo a las órdenes del Virrey y del Comandante Inspector de Fronteras. Debería vigilar la dotación del soldado y que sus pagos se hicieran puntualmente. Revistaría su tropa y sus caballos, haciendo que estuvieran siempre en perfecto estado de revista, lo mismo que el armamento. Dedicaría especial atención a los nuevos reclutas, haciendo que adquirieran rápidamente un grado de instrucción suficiente y, a su ingreso, les daría una comunicación escrita de que quedaban filiados por diez años, no pudiendo obligarlos a que sirvieran más, salvo en el caso de encontrarse en campaña y ser necesarios para ello

Por último, el reglamento establece las obligaciones de los oficiales, sargentos, cabos, capellanes y habilitados.

Cuando el virrey, don Antonio María de Bucareli, recibió el reglamento, lo entregó al coronel don Hugo O’Connor, ya nombrado para el nuevo cargo de Comandante Inspector de Fronteras, junto con la instrucción reservada para su puesta en vigor a principios de 1773, lo cual cumplió eficazmente. Para ello, organizó una expedición, con la que salió de México para Chihuahua, donde estableció su puesto de mando y desde donde empezó a combatir a las partidas de apaches. Asimismo, organizó un recorrido de todos los presidios, haciendo que en ellos quedara firmemente establecida la observancia del nuevo reglamento. Entonces fue también cuando se crearon las compañías volantes que tan buen resultado dieron en la persecución de las partidas de apaches. Su actuación fue muy eficaz, con la coordinación permanente en la línea de presidios, que consiguió reducir notablemente la actividad de las partidas apaches, de modo que, cuando en 1777 entregó el mando, había mejorado mucho la situación en Nueva Vizcaya y Sonora.

Asimismo, el Virrey remitió la nueva normativa al nuevo gobernador de la Alta California, el anterior comandante del presidio de Loreto don Fernando de Ribera y Moncada, para que desarrollara una labor de colonización pobladora entre los indios, reduciéndolos a misión y construyendo pueblos, en los que el comandante debía señalar las tierras de comunidad, hacer el reparto de tierras a los pobladores y tomar todas las medidas de gobierno para que aquel territorio, tan alejado y aislado, más allá de la línea de presidios, fuera una verdadera provincia bien organizada que frenara toda intención extranjera. Las dificultades eran enormes, pero el capitán Anza, que aparece en distintos puntos de este relato, presentó por propia iniciativa, ante una Junta de Guerra y Hacienda en México, la propuesta de explorar hasta encontrar una ruta que uniera Sonora con la Alta California. La junta aprobó la propuesta, oído el dictamen del ingeniero Constanzó: Las tierras del Norte de California son pobres y escasas de frutos y por consi guiente no pueden dar el menor socorro a los establecimientos de San Diego y Monterrey; y si algunos han recibido por tierra han sido desde el presidio de Loreto, remitiendo el gobernador de aquella Península la parte de lo que a él se le envía en granos y efectos de San Blas. La distancia de Loreto a San Diego es de 300 leguas de áspero camino... la navegación desde San Blas a San Diego es larga y dificultosa; los buques en que se hacen son cortos y no permiten el transporte de familias para poblar el establecimiento... la distancia desde Tubac al puerto de San Diego no es inmoderada... y abierta la comunicación que propone el capitán Anza, se les facilitará a los San Diego y Monterrey unos socorros más prontos y podrán pasar familias a poblar aquellos establecimientos recientes...

En consecuencia, Anza preparó una expedición que salió del presidio de Tubac en enero de 1774, con la cual descubrió la ruta entre Tubac y San Diego. Después, entre finales de 1775 y principios de 1776 condujo una caravana de familias colonizadoras desde el citado presidio de su mando hasta el de San Diego. La apertura de este camino fue justamente valorada como un hecho de gran importancia pues con ello quedaba establecida la comunicación directa por tierra entre Sonora y la Alta California. Ello permitiría el necesario apoyo desde Sonora a los nuevos establecimientos de California, necesitados de elementos colonizadores, tanto familias pobladoras como víveres, ganados, semillas, herramientas y medios de transporte.

Cuando la primera expedición citada cruzó la confluencia de los ríos Gila y Colorado, fue muy bien recibido por los indios yumas, pese a que al tener noticia de su aproximación, la primera reacción de la mayoría de ellos había sido la de oponerse a su marcha por las armas. El buen recibimiento fue obra de la actitud favorable de su cacique Olley Iquatequiche que, en forma decidida, manifestó su propósito de recibir amistosamente a los españoles, alegando que mantenían buenas relaciones con los pápagos, que eran sus aliados más fuertes. Frente a los que se mantenían en actitud hostil el cacique se reafirmó en su resuelta actitud, lo que hizo que los yumas recibiesen cordialmente a Anza y su expedición. Anza y Olley Iquatequiche tuvieron relaciones muy amistosas que sirvieron para que el cacique se iniciara en los conocimientos básicos de la religión católica y tuviera conocimiento de la existencia del Rey de España y de su gran poderío. Convencido por Anza, el cacique cambió su nombre por el español de Salvador Palma, por el que se le conoció desde entonces. Anza le honró haciéndole entrega de un medallón y un bastón, como símbolos de su autoridad sobre los demás componentes de la tribu y, desde entonces, Palma fue un auténtico amigo y auxiliar de Anza, a quien ayudó fielmente en cuanto necesitó. Así, al marchar hacia San Diego, Anza les confió a siete enfermos con gran cantidad de ganado y víveres, todo lo cual encontró intacto cuando regresó después de descubrir la ruta buscada. En esta estancia entre los yumas, Salvador Palma le rogó que hiciese gestiones para conseguir el envío de misioneros que enseñaran la religión católica a su pueblo. Ello venía a afirmar una verdadera alianza, cuyas ventajas estaban a la vista. Pero Anza, en su ya larga experiencia de trato con indios, había observado muchos cambios de opinión en la mayoría de ellos, por lo que no dio a Palma una seguridad total y prefirió comprobar la constancia de los yumas, dejando pasar algún tiempo. Cuando Anza volvió a ver a Palma, al realizar su segunda expedición por la ruta abierta, quedó completamente convencido de las buenas intenciones del cacique y de la firmeza del deseo que había expresado de abrazar la religión católica. Se organizó entonces el viaje de Salvador Palma a México a donde fue en septiembre de 1776 con los principales caciques de la tribu acompañado por Anza y una escolta de soldados presidiales. En la capital de Nueva España, Salvador Palma saludó al Virrey, don Antonio María de Bucareli, y a don Teodoro de Croix, nombrado para el mando de la recién creada Comandancia General de las Provincias Internas. Palma efectuó entonces la petición formal de que se enviasen misioneros para evangelizar a su pueblo. Y el 24 de febrero de 1777 se celebró solemnemente, en la catedral de México, el bautizo de Salvador Palma y de sus acompañantes yumas.

La Comandancia General de las Provincias Internas

En 1776 don José de Gálvez fue nombrado Secretario de Indias en sustitución del baylío Arriaga, que pidió el relevo por encontrarse ya muy decaído, después de veintidós años en el cargo. En su nuevo alto cargo, Gálvez se encontró en situación de llevar a la práctica sus ideas plasmadas en el plan propuesto en 1768, consecuencia de su larga «visita» a los extensos territorios de la Nueva España. El proceso de reorganización culminó ese mismo año con la creación de la Comandancia General de las Provincias Internas, que venía a suponer el reconocimiento oficial del carácter especial de dichas provincias, con poblaciones escasas, alejadas y frecuentemente en peligro, que no podían organizarse ni gobernarse como el resto del reino de la Nueva España. El 22 de agosto de ese mismo año en el Real Sitio de San Ildefonso, Carlos III firmó la Real Cédula de creación de dicha comandancia general y el nombramiento de don Teodoro de Croix como primer Comandante General, así como las instrucciones para el gobierno de la nueva entidad territorial. El contenido de dicha Real Cédula supone la aprobación total del citado plan, propuesto por Gálvez y el marqués de Croix en 1768. En la misma se señala como gobernaciones principales las de Sonora, California y Nueva Vizcaya y, como gobernaciones de menor categoría, las de Coahuila, Texas y Nuevo México, con sus poblaciones, presidios y todos los demás que se hallen situados en el cordón a lina de establecida de ellos desde el Golfo de las Californias hasta la Bahía del Espíritu Santo. La nueva comandancia general quedaba establecida como demarcación territorial independiente del Virrey. El Comandante General dependería directamente del Rey, a través del Secretario de Indias, pero con la obligación de comunicar al Virrey las disposiciones que tomase y las novedades importantes, tanto para su conocimiento como para que le proporcionase los apoyos que pudieran ser necesarios en su caso. Asimismo, el Comandante General ejercería las competencias de la Superintendencia General de la Real Hacienda, con dependencia directa del Rey, a través del secretario de Hacienda, si bien por la «vía reservada de las Indias», es decir, de hecho, a través del Virrey. También se le conferían las facultades propias de los virreyes en relación con el Real Patronato, con capacidad para delegarlas en los gobernadores. Como órgano de gestión subordinado al Comandante General, se creaba el cargo de Secretario de Cámara y Comercio, para el que fue nombrado el teniente coronel don Antonio Bonilla que tendría a sus inmediatas órdenes a dos oficiales escribientes. Para el asesoramiento jurídico contaría con un auditor de guerra. Se le autorizaba a tener una guardia personal de veinte hombres segregados de los presidios de San Miguel de Horcasitas, Buenavista y Pitic, al mando de un oficial, pudiendo aumentar estos efectivos en los viajes por la frontera.

La capital se estableció en la villa de Arizpe situada en el centro de Sonora, entre tierras de gran fertilidad. Estas circunstancias la habían hecho crecer de tal manera que, de un pequeño pueblo de indios que fue, había pasado a ser la mayor población de la provincia. Aunque su situación quedaba muy excéntrica, con relación al conjunto de las Provincias Internas, su posición céntrica en Sonora influyó decisivamente en su elección, por ser Sonora la base natural de la expansión hacia la Alta California, a la que daba carácter prioritario don José de Gálvez. En las instrucciones, se le ordenaba procurar la conversión de las tribus gentiles del norte para lo cual se le recomendaba la creación de núcleos de población al amparo de los presidios de la línea, y visitar prolijamente la provincia de California y los presidios establecidos en los puertos de San Diego, Monterrey y San Francisco, pensando que se asegurase de modo definitivo la comunicación con Sonora y Nuevo México, valiéndose para ello de los informes de Anza: La capital se estableció en la villa de Arizpe situada en el centro de Sonora, entre tierras de gran fertilidad. Estas circunstancias la habían hecho crecer de tal manera que, de un pequeño pueblo de indios que fue, había pasado a ser la mayor población de la provincia. Aunque su situación quedaba muy excéntrica, con relación al conjunto de las Provincias Internas, su posición céntrica en Sonora influyó decisivamente en su elección, por ser Sonora la base natural de la expansión hacia la Alta California, a la que daba carácter prioritario don José de Gálvez. En las instrucciones, se le ordenaba procurar la conversión de las tribus gentiles del norte para lo cual se le recomendaba la creación de núcleos de población al amparo de los presidios de la línea, y visitar prolijamente la provincia de California y los presidios establecidos en los puertos de San Diego, Monterrey y San Francisco, pensando que se asegurase de modo definitivo la comunicación con Sonora y Nuevo México, valiéndose para ello de los informes de Anza: Cuidareis con la mayor vigilancia de que por los puertos de la Sonora y Sinaloa se provea a aquella Península de los ganados, frutos y efectos que necesita para su conservación y aumentos; disponiendo pasen algunas familias de españoles a los mencionados puertos y poblaciones que sirvan de fomento y resguardo sobre las costas del Mar del Sur. En Arizpe, se establecería también la Casa de la Moneda.

Se ha dicho que las Provincias Internas tenían un régimen colonial, pero no de colonias de España sino de Nueva España. Más bien tenían el régimen característico de una frontera, como los reinos de Sevilla, Córdoba, Jaén y Murcia en la Baja Edad Media, cuya situación frente a los infieles y sus algaras era similar. Por ello, el aspecto defensivo y de mantenimiento de la seguridad y el orden en lo posible tenía tanta importancia relativa, que el gobernador de cada una, salvo Nueva Vizcaya, había sido hasta entonces un capitán distinguido como presidial. A sus presidios, además de con los castillos de dicha frontera, se les ha comparado con los presidios del Norte de Africa.

El 22 de diciembre de 1776 el caballero don Teodoro de Croix hizo su presentación al virrey Bucareli y recibió la Real Cédula de constitución y nombramiento de Comandante General que le confería oficialmente el mando de la nueva demarcación territorial. Inmediatamente empezó su labor de información sobre los problemas y necesidades de los territorios que pasaban a su mando y las disposiciones a tomar con pleno acuerdo del virrey, que le dio todas las facilidades y apoyos pese a que no fue de su agrado que dichos territorios fuesen separados de su autoridad. En esta situación preparatoria estuvo Croix en México hasta el mes de agosto en que emprendió el viaje para tomar posesión efectiva de la comandancia general. Como antes se ha dicho, en México tuvo ocasión de recibir al cacique Salvador Palma, con quien trató de los asuntos relativos a la relación con los yumas, de tanto interés para la comunicación entre Sonora y California.

Los acontecimientos demostraron al nuevo comandante general la insuficiencia de la línea de presidios aprobada en 1772, basada en estudios bien hechos, pero también muy orientados a ahorrar gastos a la Real Hacienda. Hubo que reforzar dicha línea de presidios con otros más a retaguardia y así, en 1777 existían en las Provincias Internas veintidós presidios con un total de diecinueve capitanes, mil doscientos cuarenta y ocho soldados y ciento veinte exploradores. También existían cuatro compañías volantes y dos piquetes de Dragones del Ejército regular con seis capitanes, seiscientos veintitrés soldados y ciento veinte exploradores, así como cuatro compañías de milicias, con doscientos doce hombres. Las compañías volantes se habían creado con carácter temporal en Nueva Vizcaya cuando O´Connor llevó a cabo su expedición, pero dieron tan buen resultado que se decidió mantenerlas. Su misión era la de reserva móvil, en condiciones de acudir a cualquier punto de la línea presidial. Posteriormente, llegaron a ser seis y se les consideró como de Dragones, por estar preparadas para el combate a caballo y a pie. Además existían las compañías indígenas, dos de ópatas, la de Babispe y la de Bacoachi, y una de pimas, con arco y flechas. Las dos de ópatas, con armas de fuego o con arco y flechas, estaban encuadradas en el dispositivo defensivo regular; el reglamento las citaba y reconocía su valor y constante fidelidad. El sistema quedaba complementado por las milicias, a las que dedicó especial atención don Teodoro de Croix que, en julio de 1777, ya tenía completo el plan de organización siguiendo las instrucciones recibidas y el Reglamento de Milicias que el general O´Reilly había elaborado para las de Cuba y que terminó siendo generalmente adoptado tanto para las ya existentes como para las de nueva creación. Para la puesta en pie de dichas milicias el comandante general creó un equipo organizador e instructor formado por el ayudante mayor don Juan Gutiérrez y los tenientes Panes, García Rebolledo y Gregori. Este equipo recibió la misión de organizar e instruir, en ese mismo año, las de Nueva Vizcaya, por ser la provincia más necesitada de autodefensa, dada la profundidad que en ella alcanzaban las incursiones de los apaches, a través del Bolsón de Mapimí, como ya se ha dicho. Cuando Croix salió de México para el territorio de su mando, dicho equipo organizador lo acompañó hasta Durango, donde se iniciaron inmediatamente las gestiones necesarias. El jefe del equipo se estableció en Durango, con el teniente García Rebollo, designado para el reclutamiento, organización e instrucción en la capital y pueblos próximos; a los tenientes Panes y Gregori, se les asignó la misma misión en Parras y Mapimí, respectivamente, y los tenientes Blanco y Soler, agregados al equipo, fueron enviados a cumplir dicha misión en Parral y su comarca. La designación del oficial comisionado para organizar las milicias en la importante villa de Chihuahua, fue delegada por Croix en el intendente.

Entre mayo y septiembre de 1777 en Nuevo México fueron muertos sesenta y nueve de sus pobladores y dieciocho fueron llevados prisioneros por partidas de apaches y comanches, que robaron más de mil doscientas cabezas de ganado. Solían aparecer formando bandas de treinta o cuarenta, pero en alguna ocasión se presentaron partidas numerosas, como el 16 de julio cuando Taos fue atacado por ciento veinte comanches. Formaban parte de una masa total de unos quinientos que, divididos en varias partidas, llegaron hasta Alburquerque haciendo enormes daños. Esta situación hacía muy necesaria una ordenación de las poblaciones dispersas que estaban mal defendidas por lo que era necesario facilitarles las armas y caballos necesarios para formar milicias.

Entre tanto, en Sonora se habían alzado de nuevo los seris de Cerro Prieto. En ese mismo año don Juan Bautista de Anza, ya sargento mayor, fue ascendido a teniente coronel y nombrado gobernador de la provincia de Nuevo México. La nueva insurrección de los seris llegó cuando el gobierno de Sonora estaba empezando a ser ejercido por el prestigioso intendente Corbalán en virtud de la reorganización administrativa que estableció las intendencias. Ello tuvo como consecuencia que el teniente coronel Anza quedase retenido en Sonora como comandante de las armas de la provincia para llevar a cabo una nueva campaña contra los seris, hasta dominar la situación. Entre fines de 1777 y principios de 1778 el teniente coronel Anza efectuó tres ataques a Cerro Prieto apoyado por los indios pimas que fueron los combatientes más eficaces. Simultáneamente, mientras los chiricaguas atacaban a los pueblos ópatas, otros apaches llegaron hasta Altar, donde robaron toda la caballada. Ante esta situación se solicitó la intervención de los Dragones para una batida en Cerro Prieto. Además, el comandante general había conseguido que el Virrey, que era don Antonio María de Bucareli, enviara la compañía de voluntarios catalanes que mandaba el capitán Fagés, la cual llegó al Real de los Álamos, el 7 de febrero, y a Pitic, el 22 de abril. Esa demostración de fuerza, cuando los seris debían estar ya bastante desgastados, debió tener un efecto decisivo pues ese mismo día empezaron a entregarse por grupos, dispuestos a formar un pueblo en la zona que se les había asignado, cerca de Pitic. Allí se establecieron y empezaron a cultivar las tierras que se les asignaron, además de estar bajo la vigilancia de un destacamento. Había quedado resuelto el problema de los seris, pero continuaron las incursiones de los apaches, que en abril asesinaron a un misionero y a los cuatro pimas que lo acompañaban. Ante ello, el teniente coronel Anza dispuso que la compañía de fusileros catalanes continuara hasta el presidio de Santa Cruz. Entre este presidio y el de Altar, los apaches habían atacado cuatro veces, consiguiendo hacer treinta y tres muertos, entre soldados, milicianos y vecinos, y dos prisioneros, además de llevarse unos trescientos cincuenta caballos. Estos ataques continuaron todo el año, de modo que, entre Santa Cruz, San Bernardino y Tucson, al finalizar el año, habían robado más de quinientos caballos.

Durante el año 1778 continuaron siendo habituales las alarmas, los ataques de los comanches y los robos de los apaches. Los comanches actuaban normalmente formando partidas de treinta o cuarenta, pero a veces llegaron a reunirse cien, lo que los hacía atreverse a atacar pueblos como Galisteo y Pecos. Los apaches, actuando más solapadamente, causaban daños menores pero continuos. Por ello escribió el comandante general que los comanches, que pelean como hombres, matan y mueren en sus campañas; pero el apache, valiéndose de sus cautelas y traiciones, ejecuta impunemente los daños, va consiguiendo la ruina del país con repetidos robos y muertes...

En este año 1778, para mejor planear y coordinar las acciones que exigían estos problemas, Croix convocó una Junta de Guerra y Hacienda en Chihuahua, que se celebró en junio. Entonces ya se pudo ver el fruto de la labor de organización de milicias en la provincia en el año anterior. En Chihuahua, Croix pudo revistar tres compañías milicianas de treinta y seis soldados. Además de otras dieciséis en la provincia y once escuadras de tarahumaras. El número de alistados iría aumentando hasta llegar a fin de año a veintiuna compañías, con mil quinientas cincuenta y tres plazas. Los oficiales de las mismas pertenecían a las familias más acomodadas de la provincia, generalmente mineros, terratenientes o comerciantes.

También en 1778 tuvo lugar una innovación importante para la organización de las compañías presidiales. El comandante general creó la «tropa ligera», con la finalidad de compensar la falta de movilidad que causaba a los soldados de cuera su pesado equipo. Las nuevas tropas estaban dotadas de escopeta, pistola y espada ancha, sin cuera, adarga ni lanza, y contaban con tres caballos y una mula por hombre. Esta tropa ligera resultó ser la más adecuada para el combate a larga distancia, pie a tierra o en terreno abrupto, mientras que los soldados de cuera, por su potencia en el choque y su equipo defensivo, seguían siendo los más adecuados para el combate cuerpo a cuerpo. Inicialmente, la plantilla de esta tropa se estableció en diecinueve soldados por compañía pero posteriormente se aumentó hasta llegar a ser más de la mitad de la misma.

En 1779 pudo por fin Croix hacer cumplir la R.O. de 10 de febrero de 1777 que le mandaba establecer una misión con resguardo de tropa entre los indios yumas, que sirviera de apoyo a la ruta terrestre de Sonora a California. Esta orden era la contestación oficial a la petición de Salvador Palma que, como hemos visto, durante su estancia en México, había solicitado dicha misión para la evangelización e instrucción de su gente. Su cumplimiento se había visto imposibilitado antes por la situación creada por el alzamiento de los seris y las incursiones apaches, antes citadas. Palma, después de visitar a Croix, había regresado hacia el río Colorado, por Altar y Tucson, desde donde volvió a sus rancherías, con escolta de cuatro hombres de este presidio. Con fecha de 5 de febrero, el comandante general previo informe del comandante del presidio de Altar (capitán Tueros), ordenó enviar al padre Garcés y otro misionero con una escolta, para que fundasen dicha misión que quedó establecida a orillas del río Colorado.

Otro hecho a recordar de 1779 fue la llegada a Sonora de la expedición colonizadora catalana. Don Juan Pujol y Matmitja, sargento del Batallón de Voluntarios Catalanes, fue a Sonora formando parte de la compañía de fusileros del capitán Fagés. Pujol, que era un hombre culto y con inquietudes, descubrió unas minas con la ayuda de un indio, y pidió y consiguió el permiso necesario para poblar el paraje y explotarlas. Marchó y organizó en brevísimo tiempo, para lo que solía ser entonces, una expedición de familias catalanas (con una castellana), las cuales embarcaron en San Blas y desembarcaron en Guaymas en agosto, marchando desde allí al lugar donde se fundó el pueblo y se inició la explotación minera con muy buenos resultados. Para ello, contó con la ayuda oficial manifestada en órdenes a todas las autoridades para que apoyaran dicha expedición, que era una puesta en práctica de las ideas de Gálvez. Así, se proveyó a la expedición de armas, pertrechos y ropas antes de su embarque y, ya en Sonora, Pujol tuvo un apoyo muy efectivo de su capitán y del intendente. La expedición colonizadora de Pujol tuvo un gran efecto para la recuperación de la prosperidad de Sonora, pues a continuación se reanudaron las explotaciones que se habían abandonado, por las depredaciones de los seris y los apaches.

En este año el teniente coronel Anza pudo entregar el mando de las armas de Sonora a su sucesor don Jacobo de Ugarte, otro distinguido jefe de la frontera, a quien dejó una situación mucho mejor que la que él había recibido. Por fin Anza pudo marchar a tomar posesión de su cargo de gobernador de Nuevo México en el que tuvo nueva ocasión de dar a conocer su valía en la siguiente Junta de Guerra y Hacienda, en la que presentó al comandante general un completo informe de todos los problemas militares, sociales y económicos de su nueva provincia, con el título Desórdenes que se advierten en el Nuevo México y medios que se juzgan oportunos a repararlos para mejorar su constitución y hacer feliz a aquel reino. Antes de marchar para Santa Fe recibió del comandante general las órdenes para la formación de las milicias y para que hiciese el padrón (censo) y un mapa de cada jurisdicción. Para las nuevas milicias le fueron entregados mil quinientos caballos que condujo como parte de su comitiva. Su primera gestión fue la organización de las milicias de El Paso, la mayor población de la provincia, en la que habían fracasado en ese intento tres tenientes siendo gobernadores debido a las disensiones existentes entre sus vecinos. Anza, en su estancia en El Paso, consiguió dejar establecida la milicia, a la que entregó ciento cincuenta y siete caballos y la provisión de pólvora correspondiente. Asimismo dejó organizado el servicio de la misma, de modo que siempre hubiera un grupo de vecinos sobre las armas, mientras los demás atendían a sus ocupaciones habituales. Y además puso en marcha una mejora económica de la villa, al informar a los vecinos sobre el potencial mercado que sus vinos y frutos tenían en Sonora, aumentado por los reales de minas que resurgían. Todo ello debió influir para que algunos jefes apaches de las cercanías de El Paso pidieran la paz, llegándose así a un tratado con los mezcaleros.

A finales de junio de 1779 tuvo lugar la declaración de guerra a Inglaterra, en virtud de un nuevo «Pacto de Familia». Fue la guerra en que las Trece Colonias inglesas de la costa atlántica norteamericana lograron su independencia con el decisivo apoyo franco-español. El reino de Nueva España y su Virrey dedicaron toda su atención al «frente inglés» y a la defensa contra la amenaza de desembarco. En este año tuvieron lugar las hazañas que con sus escasos medios llevaron a cabo el mariscal de campo don Matías de Gálvez, Capitán General de Guatemala, que rechazó a los contingentes ingleses desembarcados en América Central; y las de su hijo, el brigadier don Bernardo de Gálvez, Gobernador de Luisiana, que tomó los fuertes ingleses del Mississippí. Las Provincias Internas, apartadas del escenario bélico internacional, quedaron limitadas a sus propios medios sin poder esperar ningún apoyo de la capital.

En ese mismo año 1779 tuvo lugar un hecho de consecuencias decisivas para la posterior pacificación de la frontera. El gobernador Anza, contando con sus dos compañías presidiales, las milicias que había formado y la gran caballada que había conducido al hacerse cargo de su gobernación, más el sur de la provincia en paz por sus tratados con los apaches citados, pensó que era el momento de dar un golpe a los comanches. Éstos eran temibles como guerreros y podían poner en armas hasta seis mil. Fue su empuje lo que obligó a los apaches mezcaleros y lipanes a pedir la paz. Al contrario que los apaches, solapados, mentirosos y que rompían los tratados cuando les convenía, los comanches eran más valientes en el combate y más nobles y sinceros y se podía confiar en ellos cuando se concertaba un tratado. Pero era necesario demostrarles una superioridad militar incontestable. Anza formó una fuerza escogida de entidad aproximada de un batallón, la preparó en la misma táctica de los indios bárbaros y se lanzó tras los comanches hasta su territorio, donde no esperaban ser atacados. Con marchas silenciosas, de noche, borrando las huellas, actuando en todo como ellos, una madrugada cayeron Anza y sus soldados sobre la ranchería comanche, destruyendo la mayor parte de ella y dando muerte a su temible jefe Cuerno Verde, a su segundo Águila Volteada, a su hijo, al pujacante o hechicero y a otros setenta y ocho guerreros, dejando heridos a muchos más. A continuación se retiraron tan rápidamente como habían aparecido.

Esta fulminante acción fue muy oportuna, cuando la frontera se veía reducida a sus propias fuerzas por la guerra. Sus consecuencias empezaron a notarse inmediatamente y sobre todo el año siguiente cuando el nuevo jefe comanche, Ecueracapa, pidió la paz dos veces. Tras la segunda, se concertó una reunión en que el gobernador Anza fumó la «pipa de la paz» con Ecueracapa. Por el tratado de paz ajustado entre Anza y Ecueracapa, los comanches se avenían a vivir en pueblos, recibir a los misioneros, cultivar la tierra y criar ganado y no atacar a los españoles, además de devolver los prisioneros que tuviesen; los españoles se obligaban a protegerlos, ayudándoles en épocas de hambre y defendiéndolos contra los enemigos comunes; también se autorizaba el comercio, en realidad intercambio, que ellos valoraban mucho, por permitirles asistir a las ferias y adquirir artículos de los que carecían. Ello fue un gran paso en el camino hacia la convivencia pacífica con los indios de la frontera que la Corona deseaba, como había manifestado reiteradamente. La paz con los comanches suponía ganar un importante aliado, dado el número y valor de sus guerreros, su carácter leal y su secular odio a los apaches que merodeaban por sus rancherías igual que por los establecimientos españoles. Ello tuvo como efecto una mayor seguridad y tranquilidad en la frontera.

El teniente coronel don Juan B. de Anza fue sin duda el más brillante y efectivo entre los gobernadores de Nuevo México y tal vez de todas las provincias de la frontera. Cierto que era gobernador exclusivamente y no capitán, como lo eran sus antecesores, y contó además con más apoyo.

No podemos terminar el estudio del año 1779, tan intenso y digno de recordarse, sin hacer alusión a un hecho de capital importancia para las poblaciones y guarniciones de la frontera: el establecimiento del servicio de Correos (la posta) en la misma. Se organizó el recorrido de los correos a caballo, con escolta, uniendo los presidios, en ambos sentidos, recogiendo la correspondencia en días determinados de la semana, y estableciendo los enlaces entre dichos presidios y los demás puntos de las Provincias Internas. Anteriormente sólo existía en Nueva Vizcaya y Sonora.

Fue a principios de 1780 cuando Croix se estableció en Arizpe que empezó a ser en forma efectiva la capital de la comandancia general pues antes había estado recorriendo las provincias de su jurisdicción o establecido en Chihuahua que era la más céntrica de las poblaciones importantes de la misma. En ese año, mientras en otras zonas tenía lugar la guerra con Inglaterra, las Provincias Internas gozaron de bastante tranquilidad, aunque nunca dejaran totalmente de existir partidas de merodeadores.

Por orden del comandante general y después de varios meses de preparación, el 9 de noviembre de 1780, Anza salió de Santa Fe, al frente de una expedición exploradora, con la misión de descubrir una ruta que comunicara Nuevo México con Sonora. Después de una dura marcha, reconociendo terrenos difíciles y desconocidos, el 6 de diciembre pudo dar por cumplida la misión al llegar al camino real de Nueva Vizcaya a Sonora. La apertura de un camino entre Santa Fe y Arizpe era una condición necesaria para conseguir el desarrollo del comercio de Nuevo México, cuya producción agrícola y minera había llegado a ser importante. El comandante general informó al Secretario de Indias en la forma siguiente: Lo emprendió Anza el día 9 de noviembre del año próximo pasado desde el Presidio de Santa Fee hasta el parage que llaman de fray Cristóbal por las jornadas regulares y la continuó por las margenes del río Grande del Norte, Sierra de los Mimbres y otras que se refiere en su diario con la variación de rumbos a que le obligaron las fragosidades de los terrenos, la falta de conocimiento de ellos y la escasez de agua, de manera que deviendo recalar al presidio de Santa Cruz de Sonora, vino a salir casi al frente del de Janos en Nueva Vizcaya, executando una marcha de doscientas veinte y una leguas que podrá ser más corta repitiendo el descubrimiento con arreglo a las noticias de los Diarios de Ansa y del Capitán Dn. Joseph Antonio de Vildosola». Como final de esa comunicación, Croix expone la de repetir la exploración, para encontrar «...el camino recto, corto y transitable para abrir la oportuna y segura comunicación entre las dos Provincias...»

En 1781 ocurrió un suceso muy grave que supuso un gran retroceso en la colonización de California que volvió a quedar aislada por tierra. Hacía poco que el capitán Rivera había conducido una caravana de pobladores que fue la segunda expedición, después de la última de Anza, de Tubac a San Diego. En julio, al pasar la tercera expedición pobladora que conducía también el capitán Rivera, junto con una caballada para California, deteniéndose en la misión de los yumas, éstos atacaron súbitamente a la expedición, sin dar tiempo a defenderse, aprovechando el momento en que el capitán Rivera y la escolta de la caballada se habían alejado, confiando totalmente en aquellos indios que tan bien se habían comportado durante los años que llevaban allí las misiones. Los yumas apresaron a los pobladores y después asesinaron a los cuatro misioneros y destruyeron las dos misiones. El capitán Rivera, con los refuerzos que recibió, atacó por tres veces a los yumas y consiguió, entre los tres encuentros, salvar a todos los prisioneros y recuperar la mayor parte de los caballos, pero la ruta de California quedó cerrada. Había ocurrido que, a la muerte de Salvador Palma, aquel cacique yuma tan religioso y leal a España, su hijo y sucesor había cedido a las presiones de los hechiceros muy descontentos por su pérdida de poder e influencia, lo cual explica el ensañamiento con los misioneros. Entre octubre y diciembre de dicho año, así como ya en 1782, se llevaron a cabo operaciones contra los yumas, bajo el mando del teniente coronel don Felipe de Neve, gobernador de las Californias. Pero dichas operaciones no bastaban para restablecer la ruta interrumpida, pues las dificultades del terreno habrían exigido unos contingentes que fueron absorbidos por las misiones prioritarias como reducir el nuevo alzamiento de los seris y llevar a cabo una campaña contra los apaches chiricaguas que hostilizaban la frontera de Sonora, por lo que, por orden del Secretario de Indias, se renunció de momento a la ocupación permanente de aquella zona, quedando California aislada por tierra durante unos años en los que estuvo comunicada únicamente por mar desde el puerto de Guaymas.

En 1782, bajo el gobierno de Neve, tuvo lugar la fundación del presidio de Santa Bárbara, entre los de San Diego y Monterrey, elevándose a cuatro el número de presidios en la Alta California. El 1.º de mayo de ese año tuvo lugar la heroica defensa del presidio de Tucson, donde el capitán don Pedro de Allande y veinte soldados resistieron el asedio de más de quinientos apaches, que fueron rechazados después de dos horas de combate. Había ocurrido que el fortalecimiento de la frontera en la parte central había provocado un desplazamiento de las partidas apaches hacia el oeste y, al fracasar su intento de infiltrarse entre los presidios de Janos y Fronteras, fueron a atacar a los más occidentales, Terrenate y Tucson.

En el mismo año el coronel Neve fue nombrado Comandante Inspector de Fronteras. En los primeros días de septiembre hizo entrega del gobierno de California al capitán Fajes. El 25 de octubre estaba en Altar, donde empezó a cumplir los deberes de su nuevo cargo, pasando revista a los presidios de Sonora, naturalmente después de haber tomado posesión del mismo ante el comandante general. En ello se encontraba en Sonora, sin haber podido ir aún a Chihuahua, cuando llegó la Real Cédula de 15 de febrero de 1783. Por esta disposición, don Teodoro de Croix era nombrado Virrey del Plata y don Felipe de Neve era ascendido a brigadier y nombrado para sustituirle en el mando de la comandancia general. El 12 de agosto, en Arizpe, Croix dio posesión del cargo a Neve con toda solemnidad. El día 18 Croix emprendió el viaje a México, de donde habría de salir después para Buenos Aires. Para sustituir a Neve como Comandante Inspector de Fronteras, fue nombrado el coronel don José Antonio Rengel.

En septiembre de 1783 se firmó la Paz de París, que ponía fin a la guerra con Inglaterra. Ello suponía que la atención al «frente inglés» un fuera tan apremiante y se pudiera prestar más atención a las Provincias Internas. En éstas la situación encontrada por Neve era mucho mejor que la que Croix había encontrado al crearse la comandancia general. Neve lo hizo constar así en su informe en el que elogia la gran labor de su antecesor y propone que se le compensen los gastos que hizo en la construcción de la sede de la comandancia general. En ese mismo mes quedó establecida la sede de la nueva diócesis de Sonora, cuyo primer obispo, fray Antonio de los Reyes, hizo su entrada en Arizpe el día 22. El 22 de agosto se había creado la compañía volante de Saltillo, medio eficaz para el control de las salidas del Bolsón de Mapimí. En los últimos meses del año hubo inquietud en la frontera de Sonora, donde hubo encuentros de destacamentos de la compañía de pimas de San Ignacio con partidas de apaches. Y a la vez, los Dragones y presidiales acuartelados en Pitic llevaron a cabo diversas acciones contra los seris alzados en Cerro Prieto.

En los últimos meses de este año se descubrió la existencia de un grave problema que había permanecido oculto con gran perjuicio del orden público y la seguridad de la provincia de Nueva Vizcaya: un bandolerismo que habían estado cometiendo partidas de malhechores y vagabundos, en su mayoría indios tarahumaras, que se hacían pasar por apaches. Sabido que en la sierra de Barajas existían partidas de salteadores, se puso en acción un plan en el mes de noviembre para perseguirlos y descubrir a sus cómplices. Al poco tiempo, se tenían más de ochenta presos, llegando a saberse que habían ejecutado más de doscientas muertes en los años transcurridos desde 1767. También se descubrieron las relaciones de algunos con los apaches a los que apoyaban en sus incursiones, les entregaban lo robado y los cautivos, e incluso tenían acordado el pasarse a ellos. Llegó a crearse un grave problema político, al saberse que había pueblos, incluso en la jurisdicción de Chihuahua, en que todos los habitantes estaban encartados, ya como autores, como cómplices o como encubridores. También se descubrió que había una cuadrilla, la de Antonio «el Mordullo», que se guarecía en el Bolsón de Mapimí y era culpable de muchos robos y muertes en sus alrededores. Llegó a haber unos novecientos presos, pero muchos no pasaban de vagabundos o sospechosos. Se impusieron más de veinte penas de muerte, así como bastantes penas de azotes y trabajos forzados. Neve, una vez castigados con todo el peso de la ley los cabecillas y ejecutores de los delitos, concedió un indulto general. Como informó el comandante general al Secretario de Indias, quería ...arbitrar un medio para cortar este cáncer con la menos efusión de sangre posible; posteriormente le comunicó que desde que habían empezado las ejecuciones públicas, ...llegan los apaches enemigos a las sierras en que solían convocarse, hacen sus señales por los humos y como no acuden sus malvados amigos se retiran sin atreverse a entrar.

Los últimos años del reinado

1784 fue un año que se inició con bastante actividad militar en Sonora. El 26 de enero se aprobó el plan para la acción contra la última insurrección de los indómitos y crueles seris, cuyos alzamientos tanto se habían repetido. Intervendrían unidades de fusileros, Dragones, ópatas de las compañías de Bavispe y Bacoachi y pimas del presidio de San Ignacio. Para ello fue necesaria la orden de que los fusileros y Dragones permanecieran en Sonora hasta el final de la acción, por estar ya preparado su regreso a México. El 16 de febrero fue apresado el cabecilla Valentín que, al frente de un grupo de diecisiete, intentó liberar a los que estaban prisioneros en Pitic. Después de aquello, la actividad fue a menos, se publicó un perdón general, como solía hacerse, y a partir de octubre, los seris fueron presentándose por grupos, sin que se llegara a efectuar la campaña preparada. El problema seri había quedado resuelto mucho más fácilmente de lo que cabía esperar, vistos los antecedentes belicosos de esa tribu.

En febrero, una partida de apaches atacó a una patrulla del presidio de Santa Cruz que tuvo varias bajas, y en marzo más de quinientos apaches atacaron nuevamente Tucson, donde mataron a cinco soldados y robaron ciento cincuenta caballos. Todo esto era la consecuencia del desplazamiento de partidas apaches hacia el oeste del que ya se ha hablado, con lo cual, los mimbreños y chiricaguas se veían reforzados. Fue entonces cuando se emprendió una batida general, como no se había hecho desde la época de O´Connor. En febrero y marzo el teniente coronel de Caballería don Roque de Medina efectuó una exploración en la que descubrió la zona de refugio de los chiricaguas en la cuenca del Gila. Y el 15 de abril se inició una operación por todas las fuerzas disponibles, divididas en cinco agrupaciones, de las que cuatro los irían empujando y otra los recibiría frente a su desembocadura. Como informó el comandante general, el éxito de esta acción se debió en gran parte a los ópatas, que se movieron y combatieron ágilmente en un terreno escabroso donde no podían actuar ni la caballería ni tropas con equipo pesado. La compañía ópata de Bacoachi había sido creada el día 1 de abril, de forma que esta acción fue su bautismo de fuego.

El 6 de julio, desde el presidio de Fronteras, Neve enviaba su comunicación dando cuenta del final de la campaña del Gila y se ponía en marcha hacia Chihuahua, pero enfermó en el viaje y murió en la hacienda de Nuestra Señora del Carmen de Peñablanca el 21 de agosto. Le sustituyó, con carácter interino, el Comandante Inspector de Fronteras, don José Antonio Rengel. En el breve tiempo que desempeñó el mando de la comandancia general, Neve había conseguido mejorar mucho la situación de la misma, actuando siempre con gran eficacia y humanidad.

El mando del coronel Rengel como comandante general interino duró casi dos años. Al día siguiente de morir Neve, lo comunicó al Secretario de Indias, al Virrey y a la Audiencia de Guadalaxara. La Audiencia le contestó que podía ejercer todas las competencias propias del comandante general, sólo hasta que resolviera el Virrey. La contestación de éste llegó diez días después, con su aprobación hasta la resolución real. Rengel acababa de llegar de España, recién ascendido a coronel y sin ninguna experiencia de la frontera. Una de sus primeras propuestas, para evitar la repetición del bandolerismo, fue la de establecer una nueva gobernación, segregando de Nueva Vizcaya la Tarahumara Alta y la Baja. Para dicho mando, propuso al teniente coronel don Manuel Muñoz, buen conocedor de la zona y del problema, a cuyas órdenes habría que poner una partida de tropa y un asesor jurídico, para constituir un tribunal similar a la Acordada. También llevó a cabo Rengel la creación de la compañía volante de Parras que había quedado pendiente el año anterior cuando se creó la de Saltillo; establecidas las dos, podían vigilarse eficazmente las salidas del Bolsón de Mapimí.

            En la frontera de Sonora volvieron las incursiones apaches con una fuerza que parecía tener carácter de represalia por la campaña del Gila. En junio doscientos apaches atacaron la misión de San Javier del Bac que fue bien defendida por sus neófitos. En agosto más de trescientos apaches cayeron por sorpresa sobre Tucson, mataron a dos soldados y robaron cien caballos. Tambien atacaron a los ópatas de Bacoachi, de los que mataron a ocho, entre ellos a su capitán, Francisco Tomohua, y asaltaron la caballada de Fronteras. Entonces, los ópatas de Bavispe y Bacoachi y los pimas de San Ignacio efectuaron operaciones de castigo, con éxito. Como represalia los chiricaguas tendieron una emboscada a los ópatas de Bavispe que tuvieron varias bajas. Las tropas presidiales actuaron también en operaciones de castigo, la más importante de las cuales fue la que, en noviembre, llevó a cabo con éxito el capitán Echegaray, comandante del presidio de Santa Cruz, con una fuerza de doscientos diez hombres, compuesta de soldados veteranos, presidiales y ópatas. Simultáneamente, tuvo lugar la última incursión importante de los apaches a Nueva Vizcaya, cuando cuatrocientos chiricaguas, divididos en partidas de cincuenta a setenta guerreros, se lanzaron al saqueo, siguiendo distintos itinerarios. Rengel puso en acción la organización defensiva de la provincia, que los rechazó y persiguió, siendo recuperados setecientos setenta y cinco caballos, que fueron devueltos a sus dueños. Para estas incursiones, los chiricaguas se habían reunido y acordado actuar en partidas grandes, pensando que así podrían saquear impunemente y llevarse suficiente ganado para pasar el invierno sin volver a hacer incursiones hasta la primavera. El resultado, que los dejaba en muy mala situación, fue la causa de que pidieran la paz, lo que venía a asegurar la tranquilidad aunque sólo temporalmente, pues los apaches no mantenían los compromisos mucho tiempo.

            1785 empezó con la emboscada tendida por los apaches a los pimas de San Ignacio y la operación de castigo efectuada por el capitán Azuela, comandante del presidio de Fronteras. La actividad de las partidas apaches disminuyó claramente y fue un año bastante tranquilo. En ese año se produjo un hecho de la mayor importancia en la organización de las Provincias Internas: la comandancia general pasaba a depender del Virrey. Y ya a finales del año era nombrado el mariscal de campo don Jacobo de Ugarte y Loyola para el cargo de comandante general, con lo que terminaba el mando interino tan bien desempeñado por el coronel Rengel. El nuevo virrey era el teniente general don Bernardo de Gálvez, conde de Gálvez, famoso por sus victorias en Luisiana y Florida y a quien ya hemos visto como Comandante Inspector de Fronteras interino. Hizo su entrada solemne en México el 17 de noviembre. Tenía sólo treinta y nueve años cuando fue nombrado en sustitución de su padre, don Matías de Gálvez, que, siendo Capitán General de Guatemala, había conseguido expulsar a los ingleses de América Central y rechazar todos sus intentos, con muy escasos medios. El marqués de la Sonora, Secretario de Indias, tenía una gran confianza en las cualidades, preparación y experiencia de su sobrino, lo que debió influir notablemente para que las Provincias Internas fueran reintegradas a la autoridad virreinal.

En 1786 el coronel Rengel entregó el mando de la comandancia general al mariscal de campo don Jacobo de Ugarte en condiciones de seguridad y orden mucho mejores, como hemos visto, pero aún con problemas en uno u otro sector. El Virrey le entregó la Instrucción de fecha 26 de agosto de ese año, en la que muy detalladamente expone la política a seguir en las Provincias Internas, especialmente con los indios, y sus ideas al respecto, producto de su experiencia en la frontera. En dicha instrucción se disponía la división de las Provincias Internas, considerándose que formaban un territorio demasiado extenso para una sola entidad administrativa. La comandancia general, en sentido estricto, quedaba reducida a las provincias de Sonora, Sinaloa y las Californias, y se crearon dos comandancias subordinadas, una formada por las provincias de Nueva Vizcaya y Nuevo México, y la otra constituida por las provincias de Texas, Coahuila, Nuevo León y Nuevo Santander y los distritos de Saltillo y Parras.

Las actividades depredatorias de los apaches se reanudaban casi periódicamente, si bien no con la extensión de los años anteriores, y seguía habiendo zonas en peligro de que aparecieran sus partidas. Hay que tener en cuenta, además de su inconstancia y su tendencia natural al robo, la necesidad de robar para su subsistencia, su carácter insumiso, «libertario» podríamos decir, con muy escasa autoridad de sus jefes, y el número de parcialidades independientes, a ninguna de las cuales obligaba lo que acordasen las otras, ni le afectaban los castigos que sufriesen las demás. En este año eran los presidios de la línea en Sonora y Texas los más afectados por esta situación. Sobre este problema, el conde de Gálvez expone, como idea básica, la de evitar las hostilidades siempre que sea posible, basándose en que nos será más fructuosa una mala paz con todas las naciones que la soliciten que los esfuerzos de una buena guerra. Pero reconocía la imposibilidad de aplicar esa idea en el caso de los apaches, al escribir que no creo que la apachería se sujete voluntariamente y estos indios son los verdaderos enemigos que tienen las Provincias Internas, los que causan su desolación y los más terribles por sus conocimientos, ardides, costumbres guerreras (adquiridas por la necesidad de robar para vivir)... Por las razones expuestas, agravadas por ser los más numerosos, dispone que se les haga la guerra con toda dureza, pero procurando poner todos los medios de atraer las distintas parcialidades de esta nación. Añade el detalle de que la enemistad entre mezcaleros y lipanes es punto interesante y, si se han reconciliado estas dos congregaciones de la apachería es menester que vuelvan a desunirse. Para atraer a los indios, recomienda establecer relaciones comerciales con ellos, por ejemplo, entregándoles ganado a cambio de pieles para proporcionarles abundantes crías en el sosiego de la paz y, si esto se logra, cesará la primera causa de sus robos o serán menos frecuentes. En la instrucción demuestra don Bernardo de Gálvez su experiencia de la frontera, su amplitud de miras y su espíritu humanitario.

En este mismo año el teniente coronel Anza, gobernador de Nuevo México, obtuvo otro resonante triunfo, esta vez diplomático, de gran efecto para la seguridad de su provincia y de Sonora: la alianza con los navajos, garantizada por los comanches. Los navajos eran un pueblo de gran valía guerrera y durante años habían hecho incursiones por la frontera de Sonora, aliados con los apaches chiricaguas. Ya Mendinueta, el antecesor de Anza en Nuevo México, había intentado atraerlos con buen trato, ofreciéndoles permitirles la asistencia a las ferias y comerciar libremente en ellas. Pero los navajos no aceptaron y volvieron a sus incursiones. Una expedición de castigo los había hecho pedir la paz en 1775. Después estuvieron cumpliendo el acuerdo y observando buena conducta durante unos cinco años. Después de ser sustituido Mendinueta por Anza, la incitación de los chiricaguas hizo que los navajos volvieran a aliarse con ellos, con lo cual quedaba compensada la gran ventaja que suponía la alianza con los comanches. Ello había hecho volver la inseguridad a Nuevo México entre los años 1781 y 1783 y Sonora, a la vez que había influido en los sucesos de la frontera de Sonora, que hemos visto. Naturalmente, el gobernador Anza empezó a actuar por medio de emisarios para separar a los navajos de los apaches, haciéndoles ver que éstos los manipulaban y se aprovechaban de ellos. En vista del paso del tiempo sin resultado, ya en 1786, Anza prohibió bajo severas penas el comercio con los navajos y les planteó el ultimátum: la paz con los españoles en las condiciones fijadas o la guerra, con la amenaza de lanzar contra ellos a los yutas, una de las naciones del norte, formada por duros y temidos guerreros, que estaban en muy buenas relaciones con los españoles. Los navajos se avinieron a firmar la paz y, de nuevo, Anza fumó la «pipa de la paz», esta vez con los caciques navajos y con los comanches, que intervenían como garantes.

Los chiricaguas empezaban a pedir la paz por grupos. En septiembre se presentaron varios de ellos dispuestos a establecerse en la zona de Arizpe o Bacoachi. Y en octubre se presentaron en Bacoachi unos representantes del cacique Chiquito, que encabezaba uno de los grupos más numerosos, ofreciendo radicarse allí y pidiendo treinta acémilas para el transporte de su ranchería. Se les concedió lo solicitado y se establecieron en Bacoachi cumpliendo las condiciones sin dar lugar a motivos de queja. La caravana la dirigió el alférez Vergara, otro de aquellos hombres forjados en la frontera, que siendo armero mayor de los presidios de Sonora había organizado una fuerza miliciana a caballo, con la que cooperó eficazmente con los presidiales con bastante gasto por su parte, en premio a lo cual se le había concedido el grado de alférez.

La mala noticia de 1786 fue la muerte de don Bernardo de Gálvez, el 30 de noviembre, cuando llevaba poco más de un año de virrey. Le sucedió interinamente el regente de la Audiencia, don Eugenio de Beleño y, posteriormente, el Arzobispo de México, don Alonso Núñez de Haro, hasta la llegada del nuevo virrey. En ese tiempo, el mariscal de campo Ugarte ejerció el mando de la comandancia general, de nuevo con carácter independiente, de acuerdo con un dictamen de la Audiencia.

El nuevo virrey de Nueva España, don Manuel Antonio Flores, hizo su entrada en México el 17 de agosto de 1787. En virtud de la R. O. de 20 de marzo del mismo año, Flores tuvo las Provincias Internas bajo su dependencia y, por disposición de 3 de diciembre del mismo año, las organizó en dos comandancias generales: la de Poniente y la de Oriente. La Comandancia General de las Provincias Internas de Poniente, bajo el mando de Ugarte, comprendía las de California, Sonora, Nueva Vizcaya y Nuevo México. La de Oriente, bajo el mando de Ugalde, comprendía Coahuila, Texas, Nuevo Santander, Nuevo León y los distritos de Saltillo y Parras. El mariscal de campo Ugarte mantenía su asesor, secretaría y dos de los tres ayudantes inspectores; aunque su capital era Arizpe no se le señaló residencia fija recomendándole que inicialmente la tuviera en Chihuahua. El brigadier Ugalde tendría un mando puramente militar, sin intervención en lo político y económico, ni en los asuntos de justicia, hacienda y patronato, funciones que quedarían a cargo de los gobernadores e intendentes; tampoco se le señaló residencia fija. Asimismo estableció Flores la coordinación entre ambos comandantes generales para las operaciones. En sus disposiciones, Flores demostró una gran flexibilidad adecuando la organización a la personalidad e historial de sus dos subordinados inmediatos.

En la frontera, 1787 y 1788 fueron dos años de actividad continua, pero menos intensa. Hubo depredaciones de los apaches y enfrentamientos, en casi todas las provincias, pero en forma más esporádica y dispersa. Entre abril de 1786 y el final de 1787 se sufrió un total de trescientas seis muertes y treinta cautivos, pero se hicieron a las partidas de apaches, de las distintas parcialidades, trescientos veintiséis muertos y trescientos sesenta prisioneros, y se rescataron veintitrés cautivos. El daño en el ganado fue notable, pues lo robado sumó cerca de cuatro mil caballos de los que se recuperaron aproximadamente la mitad. La lucha por la paz y la seguridad de la frontera estaba llegando al final deseado desde tanto tiempo atrás. Ugalde emprendió una implacable campaña contra los mezcaleros, que mantuvieron sus acciones de pillaje, e incluso las intensificaron. Ugarte fue consiguiendo imponer la paz en Sonora y Nueva Vizcaya. Julio Albi compara la distinta forma de actuar de ellos: ...Ugarte o...Gálvez podían hacer hincapié en los aspectos más humanitarios, mientras que...Flores, y...Ugalde, reforzaban su perspectiva puramente represiva... La caída en desgracia del infatigable aunque desmedido soldado que fue Ugalde, debida precisamente a su dureza, refleja hasta qué punto en las altas esferas oficiales se reprobaban las campañas de exterminio...

Cuando en diciembre de 1788 murió Carlos III se había conseguido que la paz y el orden reinaran casi totalmente en las Provincias Internas, aunque ni la paz ni el orden pueden considerarse totales hasta que hicieron la paz los apaches mimbreños y fueron dominados los nuevos brotes de bandolerismo de los mezcaleros. Entonces fue cuando ya todas las parcialidades apaches habían abandonado el nomadismo y se habían avenido a vivir en pueblos, dedicarse a la agricultura y cría de ganado y recibir a los misioneros. Pero ya reinaba Carlos IV y era virrey don Francisco de Güemes, conde de Revillagigedo.

 

FUENTES INSTITUTO DE HISTORIA Y CULTURA MILITAR,

 Archivo General Militar de Madrid,

Colección General de Documentos, legajos 5-3-9-4, 5-3-9-5, 5- 3-9-6 y 5-3-9-8;

Colección Conde de Clonard, legajo 38.

 

BIBLIOGRAFÍA

ALBI, Julio: La defensa de las Indias (1764-1799), Madrid, 1987.

CALDERÓN QUIJANO, José Antonio: Los Virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos III, Sevilla, 1967.

FERNÁNDEZ-SHAW, Carlos Manuel: Presencia española en los Estados Unidos, Madrid, 1987.

GÓMEZ CANEDO, Lino: De México a la Alta California, México, 1969.

HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, Mario: La última expansión española en América, Madrid, 1957; IDEM: Juan Bautista de Anza. Un hombre de fronteras, Madrid, 1962.

NAVARRO GARCÍA, Luis: Don José de Gálvez y la Comandancia General de las Provincias Internas del Norte de Nueva España, Sevilla, 1966.

OCARANZA, Fernando: Crónica de las Provincias Internas de Nueva España, México, 1939.

RODRÍGUEZ GALLARDO, José Rafael: Informe sobre Sinaloa y Sonora. Año de 1750, México, 1975.

VELÁZQUEZ, María del Carmen: Establecimiento y pérdida del Septentrión de Nueva España, México, 1974.

 

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