jueves, 20 de diciembre de 2018


LA IGLESIA CONTRA EL LIBERALISMO

Carlos Federico Smith señala que el liberalismo tuvo conflictos con la Iglesia Católica solamente porque históricamente había estado fuertemente asociada con las autoridades imperiales españolas.

Para analizar esta afirmación que se suele encontrar acerca del liberalismo clásico, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se dio en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.

En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la elaboración de la Constitución española de 1812. A los diputados asistentes a dichas reuniones y que se oponían al absolutismo monárquico de la época se les llamó liberales. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. De acuerdo con Hayek, “como nombre de un movimiento político, el liberalismo aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los Liberales” (Friedrich A. Hayek,  Liberalism”, en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978,  p.p. 120-121).
Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba fuertemente ligada al poder político español. Conforme se independizaron los países latinoamericanas —independencia que fue impulsada en grado sumo por los movimientos liberales— la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas “terrenales”. 
Es discutible si esas acciones gubernamentales ante el poder terreno de la Iglesia Católica —que en cierto grado algunas no parecen ser muy liberales— fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la Iglesia Católica.
Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia Católica profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. La lucha de los liberales por la libertad de los individuos los enfrentó directamente con el poder religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.
Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares, adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como intentaré explicar.
Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún grado de detalle.
John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía  a otros se la negaba a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad Divina” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).
El liberalismo busca garantizar la libertad de los individuos para que puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un Estado cuyo poder sea limitado. Señala Cubeddu que si este objetivo se traslada al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea refleja la posición de Locke acerca de la iglesia, de la cual escribió que, “Veamos lo que es una iglesia. Considero que ésta es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987, p. 8) y, en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me parece resume bien la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.” (Ibídem, p. 34).
Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de cada persona desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno… (ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18). 
Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no dañe a los restantes individuos.
El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he citado, es crucial en el desarrollo del pensamiento liberal. En su "Carta sobre la tolerancia" ("Letters Concerning Toleration"), trata del derecho de cada individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos religiosos de las personas.
Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta sobre la tolerancia”, en Estudios Públicos, Op. Cit., p. 6 y p. 8).


Liberalismo español e Iglesia Católica en el XIX
El estudio de las relaciones entre el liberalismo español y la Iglesia Católica en el siglo XIX puede ayudarnos a entender mejor la situación de poder que la misma tiene en la actualidad en nuestro país.
La Revolución Liberal española generó un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica en relación con lo que existía en el Antiguo Régimen.
La Constitución de 1812 estableció que la religión oficial de España era la católica, por lo que parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. Pero el liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier viso de reforma agraria. Una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.



La llegada de los liberales moderados al poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la Década Moderada, provocó un cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por  la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen. Pero el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación anterior.
A causa de la desamortización de Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido, una de las fuentes principales de financiación de la Iglesia había desaparecido y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado, el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845 establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus ministros. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con el dinero. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas negociaciones que duraron siete años.
En el año 1845 se llegó a un primer acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados, porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de dinamismo al proceso negociador.  Por otro lado, tenemos que tener en cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al establecimiento de la república romana. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se firmó el Concordato.
La Iglesia obtuvo el reconocimiento como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza.
El Concordato consagraba la paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, debía renunciar a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. El Estado debía sostener el culto y a sus ministros. Para ello, se destinaría el producto de los bienes no vendidos, de la bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes Militares, más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida, de la asignación presupuestaria del Estado español.
Por su parte el Estado consiguió conservar el derecho del patronato, privilegio de los tiempos del Antiguo Régimen, es decir, intervenir en el nombramiento de los cargos eclesiásticos, especialmente de los obispos.
La Constitución de 1869, resultante de la Revolución Gloriosa, respetó algunos privilegios de la Iglesia, pero introdujo algunos cambios importantes, partiendo del hecho de que España dejaba de tener religión oficial. El artículo nº 21 obligaba a la nación a mantener el culto y los ministros de la religión católica, respetando uno de los principales puntos del Concordato de 1851. Pero, ahora se permitía el libre ejercicio privado y público de cualquier otro culto a los extranjeros residentes en España y a aquellos españoles que profesasen otra religión, con la única limitación de respetar “las reglas universales de la moral y el derecho”. Por otro lado, la obtención y desempeño de empleos y cargos públicos, así como la adquisición y ejercicio de los derechos civiles y políticos, sería independiente de la religión que profesasen los españoles.
Es en materia educativa donde la Revolución de 1868 marcó otra clara diferencia con el reinado de Isabel II, al proclamar en el Manifiesto del Gobierno Provisional, la libertad de enseñanza. En el texto no se alude expresamente a la Iglesia Católica, pero sí se puede leer entre líneas una crítica profunda a su influencia y censura:
“…“La libertad de enseñanza es otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega, contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos de oscuros e irresponsables poderes….”
La libertad de enseñanza se reguló en un decreto de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. Pero en materia educativa no se avanzó mucho más, porque no cuajó ningún proyecto para crear una ley general que sustituyera a la Ley Moyano.
En el reinado de Amadeo de Saboya el principal problema entre el Estado y la Iglesia se centró en la polémica que generó entre muchos católicos la elección del titular de la nueva monarquía democrática, a pesar de que el nuevo rey era católico, aunque progresista y defensor de las desamortizaciones. Pero Amadeo I era hijo de Víctor Manuel II, monarca que había terminado con la existencia de los Estados Pontificios, al completar el proceso de unificación italiana. El Papa no reconoció la nueva situación política, considerándose como si fuera rehén en el Vaticano.
En la I República el Proyecto constitucional federal de 1873 estableció en su artículo nº 34, por vez primera en la Historia española, la separación entre la Iglesia y el Estado. Ninguno de los distintos entes de la República -Nación o Estado federal, poderes regionales, y municipales- podría subvencionar directa ni indirectamente ningún culto. Las actas de nacimiento, de matrimonio y defunción serían registradas por autoridades civiles. Por fin, se proclamaba la libertad de cultos. El texto nunca entró en vigor pero marcó la tendencia que el republicanismo defendería posteriormente, la defensa de los principios del laicismo y de la separación entre la Iglesia y el Estado.
La Constitución de 1876 consagró la vuelta al Estado confesional. La religión católica, apostólica y romana sería la del Estado, y la nación se obligaba a mantener el culto y sus ministros, como expresaba el artículo 11. En compensación, nadie sería molestado en España por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su culto respectivo. Pero esta aparente tolerancia era muy limitada, ya que los otros cultos no podrían ir contra los principios de la moral cristiana y no podrían desarrollarse en público. Este artículo desencadenó una intensa polémica. La Iglesia Católica pretendía regresar a la situación de la época isabelina sin tolerancia alguna hacia otras confesiones. En esto, como en varias cuestiones, Cánovas, aunque profundamente conservador, intentó poner en práctica un cierto equilibrio entre los principios del liberalismo moderado del reinado de Isabel II y las conquistas del liberalismo más progresista y democrático del Sexenio. En este sentido, al menos, se terminó con las dificultades que la minoría protestante española había sufrido durante el pasado, y que habían generado tensiones en la política exterior española, especialmente con Inglaterra.
Durante la época de la Restauración canovista, en el último cuarto del siglo XIX, el clero regular experimentó una clara recuperación, después de lo que había sufrido en el proceso de la revolución liberal. Bien es cierto, que dicha recuperación comenzó cuando los moderados monopolizaron el gobierno con Isabel II, pero se había paralizado en el Sexenio. Ahora, las órdenes religiosas vivieron una época de expansión, potenciada además por la llegada de religiosos disueltos por la III República francesa. Se abrieron muchos centros educativos, de beneficencia, noviciados y conventos por toda España, potenciando como reacción, un recrudecimiento del secular anticlericalismo político, intelectual y popular.
En el ámbito educativo se produjo un conflicto que tuvo unas repercusiones insospechadas a favor de la renovación pedagógica en España. El ministro de Fomento, Manuel de Orovio, dio un famoso decreto el 26 de febrero de 1875 que suspendía la libertad de cátedra ganada en el Sexenio Democrático, ya que los profesores no podrían ejercer si no acataban los principios religiosos católicos y de obediencia a la monarquía. Una serie de catedráticos de Universidad fueron separados de sus plazas, entre los que destacaron Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, etc.., y que terminarían fundando la Institución Libre de Enseñanza en el año 1876.

CONTRA EL LIBERALISMO DEL SIGLO XIX



El historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm (1917-2012) sostenía que "La península ibérica tiene problemas insolubles, circunstancia común, e incluso normal, en el "tercer mundo", aunque extremadamente rara en Europa". Lo de "problemas insolubles" lo dice él; España no tiene más problemas que cualquier otro país europeo desde que la pseudo-reforma protestante y el liberalismo existen y su grado de solución es tanto como el de cualquiera (sería hora de dejar atrás ese paralizante fatalismo). Para fundamentar su dictamen Hobsbawm recurría a los estudios de su compatriota Raymond Carr los cuales concluían que, en el curso del siglo XIX, en España había fracasado el liberalismo (desarrollo económico capitalista, sistema político parlamentario burgués y desarrollo cultural e intelectual occidental); si en España -parece decirnos Hobsbawm- hubiera triunfado el liberalismo, todo sería mejor e incluso nos ahorraría tal vez llamarnos eso de "tercer mundo".
No vamos a enredarnos en las consecuencias hipotéticas de lo que hubiera sido España de triunfar sin oposición el liberalismo, eso vamos a dejárselo a los visionarios de la historia ficción, lo que sí interesa es constatar que el liberalismo no triunfó en España y ni que decir tiene que es algo que aplaudimos. Es a la hora de entrar a identificar los obstáculos con los que se encontró el liberalismo con lo que habría que lidiar. Los primeros que, sin dudarlo, se oponen frontalmente al liberalismo son los carlistas: la resistencia carlista al liberalismo tuvo mucho de instintiva defensa del orden tradicional, pero por encima del instinto de los voluntarios del pueblo planeaba -y esto no hay que olvidarlo- la dirección de lo que, permítaseme denominarle, era la "intelligentsia" del carlismo: la facción de los "apostólicos". Esta facción carlista estaba formada en su gran parte por el clero que había identificado el "liberalismo" como lo que era: el correlato político, económico y social de la herejía protestante. Teniendo en cuenta esto entenderemos mejor que el carlismo no fue, como quieren sus detractores, una fuerza ciega, la refractaria caverna reaccionaria -durante mucho tiempo hemos estado contemplando nuestra historia nacional con los tópicos propagandísticos del enemigo liberal del siglo XIX, heredados por la izquierda internacionalista y apátrida.
Pero no sólo fue el carlismo el gran obstáculo con el que chocó el liberalismo decimonónico. El liberalismo entendió que había que ganarse a la Iglesia católica (siempre hubo liberales, desde la Cortes de Cádiz, que así habían pensado; lo mismo que liberales exasperados que, atiborrados de anticlericalismo, habían pensado lo contrario). Los "moderados" (la derecha liberal) fue la que actuó con más astucia: frenó los excesos y desórdenes de los liberales más exaltados y anticlericales y, una vez que al clero le despojaron (desamortizando sus bienes) de las fuentes que le permitían tradicionalmente la independencia económica, lo vinieron a reducir al papel de burócrata del culto, un "estamento" ahora asalariado, a sueldo del estado liberal; y no fue poco triunfo liberal el de firmar un Concordato con la Santa Sede en 1851, pero en modo alguno fue bueno ni para la Iglesia ni para España. Una nada despreciable parte de nuestro clero quedó subordinada al patronazgo estatal y fue convertido en "deudo" de los nuevos ricos que, a cambio de una chocolatada, arrendaban un puesto en el cielo tras haber saqueado a la Iglesia. Hubo mucha claudicación, mucha componenda en un amplio sector del clero que no estuvo a la altura de las circunstancias, salvando egregias excepciones rurales más o menos combativas (como el Cura Santa Cruz) o más o menos intelectuales (Sardá y Salvany: "El liberalismo es pecado") pero, a la postre, la conducta práctica del clero en general se percibe como una connivencia con el liberalismo y suena a: "Como los carlistas no han ganado, más vale que nos arreglemos con los moderados". Y así nos fue a todos... El clero, con sus nuevas amistades, lo que logró fue enajenarse las simpatías del pueblo empobrecido que, mal guiado por la didáctica masonizante, se quedó con la impresión de que la Iglesia se había convertido en aliada de la burguesía incipiente y egoísta, liberal.
Por eso, en el correr del siglo XIX, una cada vez más importante masa popular, depauperada por las consecuencias de la política económica liberal, se aleja cada vez más de la Iglesia y adopta posiciones revolucionarias. Así, en el verano de 1861, estalla la sublevación de Loja (la Revolución del Pan y el Queso), pero con antelación -también en el verano, era el de 1857- unos pocos más de cien jornaleros se alzan en el campo andaluz, tomando Utrera y El Arahal, al grito de "Mueran los ricos". Estos alzamientos llevan todavía el sello de la reacción popular contra una situación de hambre y carestía, propiciada por la profunda injusticia social que instala el liberalismo extranjerizante. Se produjeron intermitentes alzamientos campesinos en Andalucía, en Castilla y en Aragón... Pero, ¿quiénes son ahora los que lideran estos conatos tumultuarios de diversa consideración? Los demócratas y los republicanos, sin que podamos descartar que en sus lóbregos y sórdidos antros la masonería estuviera maniobrando. Más tarde, andando el tiempo, el anarquismo bakuninista aterriza en España, en el contexto de la Revolución de 1868. Con anterioridad Pi y Margall había traducido a Proudhon y el federalismo se había nutrido de estas dos canteras. El anarquismo adopta el ateísmo y transmite un inconfundible mensaje anticlerical, pero es imposible desvincular el anarquismo primitivo con un soterráneo fondo cristiano, hasta en sus formas de propagación recuerda el cristianismo primitivo. El hecho es que el anarquismo capta las simpatías y logra las adhesiones de una parte importante del pueblo pobre y el agitador anarquista releva a los curas de antaño que arengaban contra el liberalismo desde sus púlpitos. Cuenta el Barón de Laveleye (1854-1938) que, cuando vino el belga a Barcelona, los anarquistas celebraban sus reuniones en iglesias abandonadas de la Ciudad Condal: "desde el púlpito los oradores atacaban a todo...", denunciaban las maldades del mundo capitalista y de la clase burguesa egoísta y anunciaban un mundo nuevo, una versión secularizada de la "parusía". Sin el sustrato católico -de mentalidad católica- hubiera sido difícil que las masas se convirtieran a la nueva religión sin Dios del anarquismo; si el anarquismo no hubiera tenido ese asombroso parecido con el cristianismo, en su rechazo del liberalismo, tampoco hubiera granjeado grandes éxitos en la "catequización" de las masas campesinas y obreras españolas.
Si consideramos estos fenómenos arriba someramente planteados con la debida atención debiéramos extraer algunas conclusiones:
1. España es constitutivamente antiliberal, refractaria al liberalismo económico, político y social.
2. Lo fue en su contra-revolución, con los carlistas.
3. Lo siguió siendo en su "revolución anarquista".
4. El fundamento de ese antiliberalismo es el sustrato católico, operante expresamente en el carlismo y operante, aunque severamente amputado en el orden trascendente, en su anarquismo posterior.


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