LA
IGLESIA CONTRA EL LIBERALISMO
Carlos Federico Smith señala que el liberalismo tuvo
conflictos con la Iglesia Católica solamente porque históricamente había estado
fuertemente asociada con las autoridades imperiales españolas.
Para analizar esta afirmación que se suele
encontrar acerca del liberalismo clásico, es necesario hacerlo desde dos
matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener
presente principalmente la historia de América Latina acerca de conflictos
políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia
Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa
área geográfica, sino que también se dio en regiones de Europa. El segundo
enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento
liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su
momento histórico-político.
En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció
formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la
elaboración de la Constitución española de 1812. A los diputados asistentes a
dichas reuniones y que se oponían al absolutismo monárquico de la época se les
llamó liberales. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. De
acuerdo con Hayek, “como nombre de un movimiento político, el liberalismo
aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los
Liberales” (Friedrich A. Hayek, “Liberalism”,
en Enciclopedia
del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New
Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas.
London: Routledge & Kegan Paul, 1978, p.p.
120-121).
Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el
continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la
Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba
fuertemente ligada al poder político español. Conforme se independizaron los
países latinoamericanas —independencia que fue impulsada en grado sumo por los
movimientos liberales— la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos
privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por
ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de
la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos
juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la
educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa
educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas
“terrenales”.
Es discutible si esas acciones gubernamentales ante el poder terreno de
la Iglesia Católica —que en cierto grado algunas no parecen ser muy liberales—
fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro
análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las
autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de
la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con
las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a
todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero
es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue
entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la
Iglesia Católica.
Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar
la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era
una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia
Católica profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido
la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. La lucha de los
liberales por la libertad de los individuos los enfrentó directamente con el poder
religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.
Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como
orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares,
adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos
dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como
intentaré explicar.
Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo
que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se
opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero
reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa
corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se
presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales
son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron
fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así
como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún
grado de detalle.
John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del
liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y
voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del
gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía a otros se la negaba
a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por
razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia
Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado
obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto
de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la
obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad
Divina” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English
and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s
View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).
El liberalismo busca garantizar la libertad de los individuos para que
puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un
Estado cuyo poder sea limitado. Señala Cubeddu que si este objetivo se traslada
al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno
privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea
refleja la posición de Locke acerca de la iglesia, de la cual escribió que,
“Veamos lo que es una iglesia. Considero que ésta es una sociedad voluntaria de
hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la
forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de
sus almas” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios
Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987,
p. 8) y, en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la
Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me
parece resume bien la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias
se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia
libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del
hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que
nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.”
(Ibídem, p. 34).
Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de
alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la
libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de
cada persona desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo
importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás
individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad
que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles
con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno…
(ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece
que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues
mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si
se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el
ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le
permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la
tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los
miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de
ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces”
(David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal,
New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18).
Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la
falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en
esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la
importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al
creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier
creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le
garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no
dañe a los restantes individuos.
El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he citado, es crucial en el
desarrollo del pensamiento liberal. En su "Carta sobre la tolerancia"
("Letters Concerning Toleration"), trata del derecho de cada
individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la
ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias
religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos
religiosos de las personas.
Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es
anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta
posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el
límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción
del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder,
derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de
promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la
salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los
intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este
mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta
sobre la tolerancia”, en Estudios Públicos,
Op. Cit., p. 6 y p. 8).
Liberalismo español e Iglesia Católica en el
XIX
El estudio de las relaciones entre el
liberalismo español y la Iglesia Católica en el siglo XIX puede ayudarnos a
entender mejor la situación de poder que la misma tiene en la actualidad en
nuestro país.
La Revolución Liberal española generó
un nuevo escenario de relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica en
relación con lo que existía en el Antiguo Régimen.
La Constitución de 1812
estableció que la religión oficial de España era la católica, por lo que
parecía que se quería contemporizar con el viejo orden en esta materia. Pero el
liberalismo progresista tenía un proyecto político y económico que afectaba a la
Iglesia en su base y poder económicos. La desamortización de Mendizábal supuso
la expropiación de los bienes del clero regular para ser vendidos en pública
subasta, con el fin de sanear la maltrecha hacienda y generar una clase adicta
al nuevo sistema político, obviando, por otro lado, cualquier viso de reforma
agraria. Una parte muy numerosa del clero abrazó la causa carlista, provocando
casi un cisma en el seno de la Iglesia Católica española. La posterior Regencia
de Espartero (1840-1843) tensionó mucho más la situación.
La llegada de los liberales moderados al
poder de la mano de Narváez en 1844, inaugurando la Década Moderada, provocó un
cambio en la política seguida por el Estado español en materia religiosa, de
hondas repercusiones posteriores. El Partido Moderado era favorable a la
reanudación de las relaciones con la Iglesia, buscando el apoyo de Roma y de
los católicos hacia la reina Isabel II. Las negociaciones fueron arduas porque
incluían las cuestiones económicas generadas por la desamortización, y por
la necesidad de plantear un orden nuevo de relaciones que no podía seguir
siendo el diseñado en el Concordato de 1753, propio del Antiguo Régimen. Pero
el papa Gregorio XVI parecía más favorable a que se volviera a la situación
anterior.
A causa de la desamortización de
Mendizábal se habían vendido casi todos los bienes del clero regular y una
parte de los del secular. Ya no se podrían restituir; a lo sumo, se podían
paralizar las nuevas subastas y ventas. Además, como el diezmo había sido suprimido,
una de las fuentes principales de financiación de la Iglesia había desaparecido
y ni los moderados estaban dispuestos a restablecerlo porque conculcaría
principios muy básicos del liberalismo en materia fiscal. Pero, por otro lado,
el moderantismo aceptó el principio de que el Estado debía encontrar nuevas
fuentes de financiación para la Iglesia. Las Constituciones de 1837 y de 1845
establecían que el Estado tenía la obligación de mantener el culto y sus
ministros. Había que decidir de dónde se sacaría la financiación y establecer
el monto de la misma. Pero esos no eran los únicos problemas relacionados con
el dinero. Si el Estado tenía la obligación de mantener a la Iglesia, había que
dilucidar si lo debía hacer como compensación por los bienes expropiados y
dejar que el clero dispusiera libremente de la cantidad entregada, o si los
eclesiásticos recibirían un salario como funcionarios del Estado, algo así como
una adaptación española de la constitución civil del clero de la Revolución
francesa, salvando los aspectos más radicales de la misma. Comenzaron unas
negociaciones que duraron siete años.
En el año 1845 se llegó a un primer
acuerdo entre los diplomáticos españoles y los cardenales, en el que diseñaron
soluciones a las dos cuestiones que generaban más fricciones: la provisión de
las sedes vacantes y la dotación económica de la Iglesia. Pero no se firmó el
Concordato por la presión de los progresistas en el Congreso de los Diputados,
porque consideraban que era muy favorable para los intereses de la Iglesia. La
llegada de Pío IX, un papa más flexible que el anterior, imprimió un poco de
dinamismo al proceso negociador. Por otro lado, tenemos que tener en
cuenta que las tropas españolas colaboraron para que el pontífice recuperara su
poder después de la experiencia revolucionaria que había llevado al
establecimiento de la república romana. Por fin, el 16 de marzo de 1851 se
firmó el Concordato.
La Iglesia obtuvo el reconocimiento
como única religión de la nación española, así como el carácter católico de la
enseñanza en todos los niveles, permitiendo a las autoridades eclesiásticas
velar e inspeccionar esta cuestión en los centros de enseñanza.
El Concordato consagraba la
paralización de la venta de los bienes de la Iglesia, aunque, a cambio, debía renunciar
a reclamar la restitución de los bienes ya vendidos. El Estado debía sostener
el culto y a sus ministros. Para ello, se destinaría el producto de los bienes
no vendidos, de la bula de Cruzada y de los territorios de las Órdenes
Militares, más lo que resultase de un impuesto sobre la riqueza rústica y
urbana, ya que, el diezmo no se recuperó. La Iglesia tendría derecho a acumular
un patrimonio propio, aunque, desde entonces, pasó a depender, en gran medida,
de la asignación presupuestaria del Estado español.
Por su parte el Estado consiguió
conservar el derecho del patronato, privilegio de los tiempos del Antiguo
Régimen, es decir, intervenir en el nombramiento de los cargos eclesiásticos,
especialmente de los obispos.
La Constitución de 1869, resultante de
la Revolución Gloriosa, respetó algunos privilegios de la Iglesia, pero
introdujo algunos cambios importantes, partiendo del hecho de que España dejaba
de tener religión oficial. El artículo nº 21 obligaba a la nación a mantener el
culto y los ministros de la religión católica, respetando uno de los
principales puntos del Concordato de 1851. Pero, ahora se permitía el libre
ejercicio privado y público de cualquier otro culto a los extranjeros
residentes en España y a aquellos españoles que profesasen otra religión, con
la única limitación de respetar “las reglas universales de la moral y el
derecho”. Por otro lado, la obtención y desempeño de empleos y cargos públicos,
así como la adquisición y ejercicio de los derechos civiles y políticos, sería
independiente de la religión que profesasen los españoles.
Es en materia educativa donde la
Revolución de 1868 marcó otra clara diferencia con el reinado de Isabel II, al
proclamar en el Manifiesto del Gobierno Provisional, la libertad de enseñanza.
En el texto no se alude expresamente a la Iglesia Católica, pero sí se puede
leer entre líneas una crítica profunda a su influencia y censura:
“…“La libertad de enseñanza es
otra de las reformas cardinales que la revolución ha reclamado y que el
Gobierno provisional se ha apresurado a satisfacer sin pérdida de tiempo. Los
excesos cometidos en estos últimos años por reacción desenfrenada y ciega,
contra las espontáneas del entendimiento humano, arrojado de la cátedra sin
respeto a los derechos legal y legítimamente adquiridos y perseguido hasta en
el santuario del hogar y de la conciencia; esa inquisición tenebrosa ejercida
incesantemente contra el pensamiento profesional, condenado a perpetua
servidumbre o a vergonzoso castigo por Gobiernos convertidos en auxiliares sumisos
de oscuros e irresponsables poderes….”
La libertad de enseñanza se reguló en
un decreto de octubre de 1868. En la disposición se establecía que el Estado
carecía de autoridad para condenar las teorías científicas y debía dejarse a
los profesores en libertad para exponer y discutir lo que pensasen. Pero en
materia educativa no se avanzó mucho más, porque no cuajó ningún proyecto para
crear una ley general que sustituyera a la Ley Moyano.
En el reinado de Amadeo de Saboya el
principal problema entre el Estado y la Iglesia se centró en la polémica que
generó entre muchos católicos la elección del titular de la nueva monarquía
democrática, a pesar de que el nuevo rey era católico, aunque progresista y
defensor de las desamortizaciones. Pero Amadeo I era hijo de Víctor Manuel II,
monarca que había terminado con la existencia de los Estados Pontificios, al
completar el proceso de unificación italiana. El Papa no reconoció la nueva
situación política, considerándose como si fuera rehén en el Vaticano.
En la I República el Proyecto
constitucional federal de 1873 estableció en su artículo nº 34, por vez primera
en la Historia española, la separación entre la Iglesia y el Estado. Ninguno de
los distintos entes de la República -Nación o Estado federal, poderes regionales,
y municipales- podría subvencionar directa ni indirectamente ningún culto. Las
actas de nacimiento, de matrimonio y defunción serían registradas por
autoridades civiles. Por fin, se proclamaba la libertad de cultos. El texto
nunca entró en vigor pero marcó la tendencia que el republicanismo defendería
posteriormente, la defensa de los principios del laicismo y de la separación
entre la Iglesia y el Estado.
La Constitución de 1876 consagró la
vuelta al Estado confesional. La religión católica, apostólica y romana sería
la del Estado, y la nación se obligaba a mantener el culto y sus ministros,
como expresaba el artículo 11. En compensación, nadie sería molestado en España
por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su culto respectivo. Pero
esta aparente tolerancia era muy limitada, ya que los otros cultos no podrían
ir contra los principios de la moral cristiana y no podrían desarrollarse en
público. Este artículo desencadenó una intensa polémica. La Iglesia Católica
pretendía regresar a la situación de la época isabelina sin tolerancia alguna
hacia otras confesiones. En esto, como en varias cuestiones, Cánovas, aunque
profundamente conservador, intentó poner en práctica un cierto equilibrio entre
los principios del liberalismo moderado del reinado de Isabel II y las
conquistas del liberalismo más progresista y democrático del Sexenio. En este
sentido, al menos, se terminó con las dificultades que la minoría protestante
española había sufrido durante el pasado, y que habían generado tensiones en la
política exterior española, especialmente con Inglaterra.
Durante la época de la Restauración
canovista, en el último cuarto del siglo XIX, el clero regular experimentó una
clara recuperación, después de lo que había sufrido en el proceso de la revolución
liberal. Bien es cierto, que dicha recuperación comenzó cuando los moderados
monopolizaron el gobierno con Isabel II, pero se había paralizado en el
Sexenio. Ahora, las órdenes religiosas vivieron una época de expansión,
potenciada además por la llegada de religiosos disueltos por la III República
francesa. Se abrieron muchos centros educativos, de beneficencia, noviciados y
conventos por toda España, potenciando como reacción, un recrudecimiento del
secular anticlericalismo político, intelectual y popular.
En el ámbito educativo se produjo un
conflicto que tuvo unas repercusiones insospechadas a favor de la renovación
pedagógica en España. El ministro de Fomento, Manuel de Orovio, dio un famoso
decreto el 26 de febrero de 1875 que suspendía la libertad de cátedra ganada en
el Sexenio Democrático, ya que los profesores no podrían ejercer si no acataban
los principios religiosos católicos y de obediencia a la monarquía. Una serie
de catedráticos de Universidad fueron separados de sus plazas, entre los que
destacaron Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Nicolás
Salmerón, etc.., y que terminarían fundando la Institución Libre de Enseñanza
en el año 1876.
CONTRA EL LIBERALISMO DEL SIGLO XIX
El
historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm (1917-2012) sostenía que
"La península ibérica tiene problemas insolubles, circunstancia común, e
incluso normal, en el "tercer mundo", aunque extremadamente rara en
Europa". Lo de "problemas insolubles" lo dice él; España no
tiene más problemas que cualquier otro país europeo desde que la pseudo-reforma
protestante y el liberalismo existen y su grado de solución es tanto como el de
cualquiera (sería hora de dejar atrás ese paralizante fatalismo). Para fundamentar
su dictamen Hobsbawm recurría a los estudios de su compatriota Raymond Carr los
cuales concluían que, en el curso del siglo XIX, en España había fracasado el
liberalismo (desarrollo económico capitalista, sistema político parlamentario
burgués y desarrollo cultural e intelectual occidental); si en España -parece
decirnos Hobsbawm- hubiera triunfado el liberalismo, todo sería mejor e incluso
nos ahorraría tal vez llamarnos eso de "tercer mundo".
No
vamos a enredarnos en las consecuencias hipotéticas de lo que hubiera sido
España de triunfar sin oposición el liberalismo, eso vamos a dejárselo a los
visionarios de la historia ficción, lo que sí interesa es constatar que el
liberalismo no triunfó en España y ni que decir tiene que es algo que aplaudimos.
Es a la hora de entrar a identificar los obstáculos con los que se encontró el
liberalismo con lo que habría que lidiar. Los primeros que, sin dudarlo, se
oponen frontalmente al liberalismo son los carlistas: la resistencia carlista
al liberalismo tuvo mucho de instintiva defensa del orden tradicional, pero por
encima del instinto de los voluntarios del pueblo planeaba -y esto no hay que
olvidarlo- la dirección de lo que, permítaseme denominarle, era la
"intelligentsia" del carlismo: la facción de los "apostólicos".
Esta facción carlista estaba formada en su gran parte por el clero que había
identificado el "liberalismo" como lo que era: el correlato político,
económico y social de la herejía protestante. Teniendo en cuenta esto
entenderemos mejor que el carlismo no fue, como quieren sus detractores, una
fuerza ciega, la refractaria caverna reaccionaria -durante mucho tiempo hemos
estado contemplando nuestra historia nacional con los tópicos propagandísticos
del enemigo liberal del siglo XIX, heredados por la izquierda internacionalista
y apátrida.
Pero
no sólo fue el carlismo el gran obstáculo con el que chocó el liberalismo
decimonónico. El liberalismo entendió que había que ganarse a la Iglesia
católica (siempre hubo liberales, desde la Cortes de Cádiz, que así habían
pensado; lo mismo que liberales exasperados que, atiborrados de
anticlericalismo, habían pensado lo contrario). Los "moderados" (la
derecha liberal) fue la que actuó con más astucia: frenó los excesos y
desórdenes de los liberales más exaltados y anticlericales y, una vez que al
clero le despojaron (desamortizando sus bienes) de las fuentes que le permitían
tradicionalmente la independencia económica, lo vinieron a reducir al papel de
burócrata del culto, un "estamento" ahora asalariado, a sueldo del
estado liberal; y no fue poco triunfo liberal el de firmar un Concordato con la
Santa Sede en 1851, pero en modo alguno fue bueno ni para la Iglesia ni para
España. Una nada despreciable parte de nuestro clero quedó subordinada al
patronazgo estatal y fue convertido en "deudo" de los nuevos ricos
que, a cambio de una chocolatada, arrendaban un puesto en el cielo tras haber
saqueado a la Iglesia. Hubo mucha claudicación, mucha componenda en un amplio
sector del clero que no estuvo a la altura de las circunstancias, salvando
egregias excepciones rurales más o menos combativas (como el Cura Santa Cruz) o
más o menos intelectuales (Sardá y Salvany: "El liberalismo es
pecado") pero, a la postre, la conducta práctica del clero en general se
percibe como una connivencia con el liberalismo y suena a: "Como los
carlistas no han ganado, más vale que nos arreglemos con los moderados". Y
así nos fue a todos... El clero, con sus nuevas amistades, lo que logró fue
enajenarse las simpatías del pueblo empobrecido que, mal guiado por la
didáctica masonizante, se quedó con la impresión de que la Iglesia se había
convertido en aliada de la burguesía incipiente y egoísta, liberal.
Por
eso, en el correr del siglo XIX, una cada vez más importante masa popular,
depauperada por las consecuencias de la política económica liberal, se aleja
cada vez más de la Iglesia y adopta posiciones revolucionarias. Así, en el
verano de 1861, estalla la sublevación de Loja (la Revolución del Pan y el
Queso), pero con antelación -también en el verano, era el de 1857- unos pocos
más de cien jornaleros se alzan en el campo andaluz, tomando Utrera y El
Arahal, al grito de "Mueran los ricos". Estos alzamientos llevan
todavía el sello de la reacción popular contra una situación de hambre y
carestía, propiciada por la profunda injusticia social que instala el
liberalismo extranjerizante. Se produjeron intermitentes alzamientos campesinos
en Andalucía, en Castilla y en Aragón... Pero, ¿quiénes son ahora los que
lideran estos conatos tumultuarios de diversa consideración? Los demócratas y
los republicanos, sin que podamos descartar que en sus lóbregos y sórdidos
antros la masonería estuviera maniobrando. Más tarde, andando el tiempo, el
anarquismo bakuninista aterriza en España, en el contexto de la Revolución de
1868. Con anterioridad Pi y Margall había traducido a Proudhon y el federalismo
se había nutrido de estas dos canteras. El anarquismo adopta el ateísmo y
transmite un inconfundible mensaje anticlerical, pero es imposible desvincular
el anarquismo primitivo con un soterráneo fondo cristiano, hasta en sus formas
de propagación recuerda el cristianismo primitivo. El hecho es que el
anarquismo capta las simpatías y logra las adhesiones de una parte importante
del pueblo pobre y el agitador anarquista releva a los curas de antaño que
arengaban contra el liberalismo desde sus púlpitos. Cuenta el Barón de Laveleye
(1854-1938) que, cuando vino el belga a Barcelona, los anarquistas celebraban
sus reuniones en iglesias abandonadas de la Ciudad Condal: "desde el
púlpito los oradores atacaban a todo...", denunciaban las maldades del
mundo capitalista y de la clase burguesa egoísta y anunciaban un mundo nuevo,
una versión secularizada de la "parusía". Sin el sustrato católico
-de mentalidad católica- hubiera sido difícil que las masas se convirtieran a
la nueva religión sin Dios del anarquismo; si el anarquismo no hubiera tenido
ese asombroso parecido con el cristianismo, en su rechazo del liberalismo,
tampoco hubiera granjeado grandes éxitos en la "catequización" de las
masas campesinas y obreras españolas.
Si
consideramos estos fenómenos arriba someramente planteados con la debida
atención debiéramos extraer algunas conclusiones:
1.
España es constitutivamente antiliberal, refractaria al liberalismo económico,
político y social.
2.
Lo fue en su contra-revolución, con los carlistas.
3.
Lo siguió siendo en su "revolución anarquista".
4.
El fundamento de ese antiliberalismo es el sustrato católico, operante
expresamente en el carlismo y operante, aunque severamente amputado en el orden
trascendente, en su anarquismo posterior.
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