ROMANCES
HISTÓRICOS
DEL
DUQUE
DE RIVAS
Estimados
lectores para cambiar un poco, sea cual fuere la opinión que se adopte acerca
del origen del romance octosílabo castellano, no puede dudarse que se confunde
con el de la lengua misma, también llamada “romance”, y que fue el metro propio
de nuestra poesía popular más antigua, de la que cantaba el vulgo, y de la que
se conservaba en su memoria las hazañas, milagros, amoríos y todo género de
tradiciones. Me permito, poner una serie de estos romances obra del Duque de
Rivas, espero os agrade y sintáis paz.
PRÓLOGO
Tenemos muchos
compuestos en la más remota antigüedad, ignorándose el nombre de sus autores; y
aunque rudos e inarmoniosos, ofrecen sumo interés, y son tan vigorosos en la
expresión y en los sentimientos, que nos encanta su lectura; encontrando en
ellos nuestra verdadera poesía castiza, original y robusta, luchando con una
lengua naciente, estrecha, insonora y semi-bárbara. Su efecto es tan grande,
como se advierte cuando los oímos intercalados con toda rudeza, y con su
antiguo lenguaje, en el diálogo de comedias históricas muy posteriores.
Célebres ingenios del siglo XVII dieron con ellos,, aunque pertenecientes a
época tan inculta, y a una literatura tan atrasada, mucho realce a sus
composiciones. Luís Vélez de Guevara en su drama titulado Reinar después de morir, Cubillo de Aragón en El rayo de Andalucía, y los autores de La más hidalga hermosura lo hicieron así con mucho acierto,
ingiriendo en estas comedias los romances, que muchos años atrás andaban ya en
los labios del vulgo, solemnizando el infortunio de Doña Inés de Castro, la
muerte y venganza de los Infantes de Lara, y la noble determinación tomada por
los castellanos de libertar a su conde Fernán González, preso a traición por el
rey de Navarra. Innumerables ejemplos pudiéramos citar de esto mismo. Y el
apoderarse así a la letra de los antiguos romances, para realzar con ellos los
dramas históricos, ha merecido elogio hasta del severo y clásico Moratín en su
obra titulada: Orígenes del teatro español.
El romance octosílabo más acomodado
a los oídos y a la memoria del vulgo, que los informes y pesados versos del
poema del Cid, y que los alejandrinos más ataviados y cultos de Gonzalo de
Berceo, prevaleció sobre ellos campeando siempre como verdadero metro nacional.
No solo se cantaban el él hazañas pasadas, sino que se escribían nuevos
romances siempre que ocurrían acontecimientos notables, y sucesos o hechos de
armas, cuya memoria debía conservarse. Y había poetas de profesión en los
campamentos de nuestros caudillos, y en las cortes de nuestros reyes, que
cantaban en este metro sus proezas y sus conquistas. El glorioso rey San
Fernando llevaba en las huestes con que ganó a Sevilla a Nicolás de los romances, sobrenombre que le dan las crónicas, y que
demuestra cuál era su ejercicio, y ejercicio a que debió repartimiento después
de la conquista, entrando a la parte con los guerreros, como poeta de la
expedición, en el despojo de la victoria. ¿No recuerda esto la importancia que
tuvieron los bardos de los antiguos pueblos del norte, porque eran los que
conservaban la historia de sus hazañas?
La consideración que merecían los
romances históricos, de aquellos siglos, se conoce al recordar, que de las
tradiciones conservadas en ellos, se formaron muchas de las narraciones de las
crónicas. Narraciones que aun cuando sean de hechos falsos o exagerados, y que
por lo tanto hayan sido últimamente arrojados de la historia por la crítica
moderna, tienen siempre para nosotros una ventaja inapreciable, la de darnos a
conocer las ideas de los siglos en que se escribieron y creyeron.
Los romances más antiguos que
poseemos refieren hazañas o milagros y caballerías de la corte de Carlomagno,
por donde se ve que nuestra poesía tuvo el mismo origen que la de todos los países
del mundo: la admiración de los grandes hechos, y el entusiasmo religioso.
Estos romances tienen la misma estructura conque hoy los hacemos; pues son
versos de ocho sílabas, en que los impares van libres o sueltos, y los pares
rimados con una misma desinencia. Y en esta estructura particular, y colocación
alternada de la rima, apoya el ilustrado Conde su opinión, que es la más
admitida, de que el romance castellano proviene de los versos árabes de diez y
seis sílabas, pareados, esto es, rimados de dos en dos; que se escribieron por
ignorancia o de intento, divididos en emistiquios, y cada uno de estos en un
renglón aparte, resultando la rima alternada y como hoy la colocamos en el
romance.
Estos fueron constantemente escritos
en consonante riguroso y uniforme, los que le daba un monótono y continuado
martilleo muy desapacible. Y en los más antiguos, como escritos en la infancia
de la lengua, y cuando aún no estaba fijada, los poetas añadían letras y
sílabas a las palabras finales de los versos, ya que para completar el número,
y ya para formar el sonsonete. Siendo ciertamente muy desagradable y fastidiosa
la repetición del mismo sonido cada dos versos, veinte o treinta veces, o acaso
más, pues algunos de aquellos romances son de bastante extensión; los adelantos
de la lengua y del buen gusto produjeron la invención y adopción del asonante. Bien sea este, como muchos
creen, y no sin fundamento, tomado del árabe; bien que se descubriese por mera
casualidad; bien que el deseo de evitar la pesadez de la repetición de un mismo
consonante hiciese observar, que en nuestra lengua basta la conformidad de las
dos últimas vocales de una palabra con las de otra, para formar una rima muy
distinta y armoniosa; el romance se apoderó exclusivamente de este primor de nuestro
idioma, de esta semidesinencia, que luego se introdujo en otros metros, como
artificio exclusivo de la versificación castellana, y que más adelante admitió
el vulgo con particular y decidida preferencia en sus seguidillas, tiranas, etc.
Mucho ganó con ella el romance en
soltura, facilidad y armonía, como ganó, bien que a costa tal vez de energía y
severidad, en orden, gala y corrección, cultivado por los ingenios de aquella
época. Y saliendo del estrecho campo a que estaba reducido, empezó en manos del
fecundo Lope de Vega, del lozano Góngora, del portentoso Calderón, a prestarse
a todo género de asuntos, ya eróticos, ya filósofos, ya místicos, ya satíricos,
engalanándose con todos los atavíos de la buena poesía. Entonces nacieron los
romances moriscos, escaso de
erudición. Error que se nota sólo con considerar, que ni las costumbres, ni los
afectos ni las creencias, que en ellos se atribuyen a personajes moros, son los
de aquella nación; advirtiéndose desde luego que son cristianos enmascarados
con nombres y trajes moriscos; moda que produjo muy felices composiciones, y
que estuvo una temporada muy en boga entre nuestros poetas, que el mismo
Góngora, que la ridiculizó festivamente en un romance jocoso, tuvo que obedecer
a ella, y escribió muchos y muy bellos romances moriscos. Inventados fueron,
pues, estos por los ingenios castellanos; y los que Pérez de Hita introdujo en
su Historia de las guerras civiles de
Granada.
En pos de los romances moriscos
vinieron los pastoriles, en que fue
extremado el Príncipe de Esquilache, y en que perdió aquel metro mucho vigor y
lozanía, ganando algo en ternura y en sencillez. El ingenio colosal de Quevedo
se apoderó también del romance para la sátira, y le dio en este género un
ensanche sin límite, y una facilidad sin igual, haciéndolo asiento, no sólo de
todas las festivas sales de nuestra lengua, sino de los pensamientos más nuevos
y originales, y de todas las frases más agudas y festivas de que es capaz
idioma alguno.
El romance octosilábico castellano
fue adoptado por los poetas dramáticos, y en comedias anteriores a Lope de
Vega, los vemos ya introducidos, y continúan hasta nosotros, siendo el metro
favorito del teatro. Nuestros antiguos poetas cómicos lo mezclaron con quintillas, redondillas, cuartetas, décimas,
octavas, sonetos, liras, y aun versos sueltos, mirando como una belleza del
drama la variedad de la versificación; pero en Lope, Alarcón, Tirso, Calderón,
Moreto, Rojas y demás insignes dramáticos se observa que emplearon casi
exclusivamente el romance para las narraciones. Este fue luego enseñoreándose
completamente de la escena cómica, hasta que se hizo dueño absoluto de ella, a
fines del siglo pasado, arrojando de su término los demás metros. Castrillón
fue el primero de los modernos que restableció en antiguo gusto de variar la
versificación en la comedia; y hoy día se ha restablecido.
La misma popularidad de que gozó el
romance desde su origen, por los asuntos que le fueron peculiares; la facilidad
que adquirió su composición con la introducción del asonante; la vulgaridad que
le dio el diálogo cómico; y la soltura y ensanches que debió, como dejamos
dicho, al gigantesco ingenio de Quevedo, lo fueron entregando al brazo seglar
de los meros versificadores y de los copleros vergonzantes. Y convertido al fin
en su patrimonio exclusivo, murió a sus manos, ya hinchado y ridículamente
culto; ya lánguido, trivial y chabacano. Se desacreditó hasta tal punto, que
fue últimamente mirado como el verso escrito sólo para el vulgo, y como el que
podía permitírsele al vulgo en sus groseras composiciones; y los hombres
literatos comenzaron a asquearlo y a desdeñarlo.
En vano Luzan hizo su elogio, y
demostró su importancia en el renacimiento de la poesía española. En vano
Meléndez justificó con su ejemplo la doctrina de aquel erudito, y escribió no
sólo romances eróticos y descriptivos, sino también composiciones líricas de un
género más filosófico y atrevido en el mismo metro. Y en vano se reimprimieron
muchos romances antiguos, con razonados prólogos, tributando al género los
elogios más encarecidos: el romance no resucitó. Los ingenios que han honrado
nuestro Parnaso después de Meléndez, apenas han escrito alguno que otro, ya
erótico ya jocoso, dedicándose exclusivamente al cultivo de los metros
italianos. Y los poetas más recientes tampoco han hecho esfuerzo alguno a favor
del romance, ya que tantos hacen por resucitar las coplas de arte mayor, y por
aclimatar en nuestro suelo los cuartetos endecasílabos con consonantes agudos,
que dan a nuestra lengua un giro mezquino, y una canturía, más propios del
idioma francés que del castellano.
Es ciertamente extraño que en esta
época de ensanche, y acaso de regeneración (en que la poesía rompiendo los
estrechos límites de reglas arbitrarias, aunque respetadas por un siglo entero,
pugna por volver a su origen, dejando a un lado la servil imitación de griegos
y latinos más en armonía con las sociedades modernas), no haya renacido con
muchas ventajas, el romance octosílabo castellano. Pues buscando en los tiempos
feudales y en los siglos caballerescos los asuntos y el colorido de la poesía
actual, ningún otro metro podía encontrarse más a propósito, como castizo y
original; como nacido en la época misma de los héroes que ahora se celebran;
como depósito de esos matices mismos que hoy se buscan con tanto empeño; y como
el más adecuado, en fin, por su sencillez, facilidad y soltura, a todos los
tonos de la poesía; y por lo tanto a los atrevidos, variados y desiguales
vuelos del romanticismo.
Pero aún más
extraño es que en esta época misma, literatos que gozan de justa nombradía,
hayan emprendido proscribir por principios el romance, como indigno del Parnaso
español, y como metro despreciable y chabacano. El primero que ha escrito
contra el romance ha sido un extranjero; el alemán Schelegel, el que sin
negarle gracia y gallardía, decide que no es capaz de la poesía digna de
elogios y de imitación. Que un extranjero se haya equivocado, y sentenciado sin
conocimiento de causa, no es de extrañar, pero sí lo es, y mucho, que le hayan
seguido y reforzado escritores nacionales, y no ignorantes por cierto de
nuestra literatura.
En una obra elemental, que anda en
real orden en manos de la juventud, se deprime hasta con encono, y se
ridiculiza hasta con pueril acritud el romance octosilábico castellano, como
indigno de la poesía alta, noble y sublime. Se asegura en ella que aunque venga a escribirle el mismo Apolo, no
le puede quitar ni la medida, ni el corte, ni el ritmo, ni el aire, ni el
sonsonete de jácara. Y se sienta como pocos romances se han escrito; porque
también se han escrito gran número de malísimas octavas, de enrevesados
tercetos, de sonetos abominables. Y al que me arguya con los romances de
Montoro y Marujan, yo le pondré las ridículas y extravagantes silvas de
Gracián, y los desmayados y prosaicos endecasílabos de Iriarte, y no nos
quedaremos nada a deber.
Ciertamente
aún no le ha ocurrido a ningún italiano el proscribir los sonoros y fluidos
versos cortos cantables, tesoro inagotable de su idioma, y tan cultivado y
engrandecido por Metastasio, y otros grandes poetas; fundado en que son los
mismos que cantan y vulgarizan los copleros improvisadores de las hosterías y
de las plazas públicas. Y precisamente en ellos ha escrito el insigne Manzzoni
una de las odas más altas, sublimes y filosóficas de nuestros días, la que
intitula el 5 de mayo, y cuyo
argumento es la muerte de Napoleón. ¿Y el francés Beranger no ha colocado su
nombre entre los primeros líricos de este siglo, sin escribir más que en los
metros más vulgares de su país?
No somos nosotros de los que creen
que la poesía consiste únicamente en la forma con que se expresa en
pensamiento. Atribuyendo todo el encanto de esta arte divino, sólo a la
expresión. Por lo tanto no damos tanta importancia al metro que busca el poeta
para transmitirnos las imágenes de su fantasía, y los afectos de su alma.
Creemos sin embargo que ciertas formas pueden contribuir a aumentar el efecto
en algunos casos, y que ciertas armonías pueden excitar más o menos nuestras
emociones. Pero fijar reglas en el particular, y que el frío preceptista decida
magistralmente en la materia, y marque en que número y con qué armonía se han
expresar tales y tales pensamientos y pasiones, nos parece absurdo. ¿Y esas
reglas en que pueden fundarse? ¿No vemos la rotunda y pomposa octava, el verso
heroico por excelencia, aplicada con tanta facilidad y magisterio, por el
flexible ingenio de Ariosto, a todos los tonos, desde el más sublime y
apasionado, hasta el más trivial y burlesco; ya a la narración épica más alta,
ya a la descripción más florida y lozana, ya a la relajación más baja y vulgar?
¿Y, no parece, al leer el Orlando,
que la octava está inventada, exprofeso, para cada uno de estos géneros, para
cada uno de estos estilos tan diversos y tan encontrados?.... Lo mismo diremos
de los demás metros. En los severos tercetos en que el terrible Dante nos pinta
sus espantosas visiones, escribió el templado y melancólico Rioja sus
pensamientos morales y apacibles; y en tercetos están escritas las sátiras de
los Argensolas, y aún las más libres y sarcásticas de Quevedo y de Arriaza. ¿Y
el soneto?... No hay combinación métrica y rítmica más artificiosa, de más
pompa y majestad: parece hecha adrede para encerrar los pensamientos más
sublimes y encumbrados. Pues tan felizmente se presta a los místicos y a los
históricos, como a los profundos y filosóficos de los Argensolas, a los
risueños y floridos de Arguijo, a los melancólicos y pastoriles del bachiller
Francisco de la Torre, y a los chistosos, libres y hasta chabacanos del gran
Quevedo. ¿En qué ejemplos, pues, fundan los preceptistas esas reglas con que
quieren tiranizar al ingenio, y encadenar la imaginación?.... Por fortuna el
ingenio creador y la imaginación fecunda producen sus grandes bellezas, y
echado mano del instrumento que su propio instinto les sugiere, como el más a
propósito, en el momento de la inspiración.
Si todos los metros se prestan más o
menos a todos los géneros de poesía, y en todos ellos pueden expresar
felizmente sus ideas y sus afectos los verdaderos poetas, porque saben darles
el tono, el giro y la armonía más convenientes a la expresión de sus
pensamientos y de sus pasiones; el romance octosilábico castellano es acaso la
combinación métrica, que obteniendo la primacía para la poesía histórica, como
la más apta para la narración y la descripción, se presta más naturalmente a
todo género de asuntos, a toda especie de composiciones. Su facilidad aparente,
esa facilidad misma, que le echan en cara los que creen que la poesía consiste
en vencer dificultades de rima y de versificación, le da una elasticidad suma,
y es sin disputa uno de sus mayores méritos; y si se examina esa facilidad, se
hallará acaso en ella un peligrosísimo escollo para el poeta. La variación de
sus giros y de sus cortes, pues los que le nieguen este dote no han leído los
hermosos romances que Calderón introduce en sus comedias, y en que con efectos
sorprendentes los ha diversificado hasta el infinito, hacen al romance el metro
más a propósito para el cambio de tono, y para la variación de colorido. Y
hasta la armonía del asonante, que en una composición larga puede de cuando en
cuando variarse sin la menor dificultad, y que es tan exclusivamente española,
tan grata a los oídos españoles, tan varia, y de suyo tan dulce y tan poco
fatigosa, hace del romance castellano el instrumento más a propósito para todo
género de asuntos. Y su rapidez misma ¿no está indicando que el verso
octosílabo el más adecuado para expresar los grandes pensamientos filosóficos,
las sentencias profundas, y la sencillez y viveza de los afectos?
Engolfados en
esta materia, fuerza es que citemos algunos ejemplos en apoyo de cuanto dejamos
dicho, y para demostrar más palpablemente cuán sin razón se ha pronunciado la
sentencia contra el romance. Más no iremos a buscar lo más exquisito y
primoroso que en ellos se encuentra, sino que echaremos mano de lo primero que
ocurra a nuestra memoria. Copiaremos, pues, algo de aquél romance anónimo de
las exequias del maestro D. Álvaro de Luna. Dice así:
“iba
declinando el día
su
curso y ligeras horas,
y
el padre que al mundo alumbra
para
occidente se torna.
A
los reflejos divinos
de
aquella luz milagrosa,
pálidos,
descoloridos,
cubiertos
de negras sombras,
amenazaba
la noche,
mustia,
temerosa y sorda;
no
de luzeros vestida
de
que se pule y se adorna.
La
luna en el primer cielo
con
las nubes se arreboza,
y
en los escondidos valles
aljófar
y perlas llora.
De
las aldeas vecinas
dejan
desiertas y solas,
unos
las casas baldías,
otros
las pajizas chozas.
Sonaba
en Valladolid
el
eco de voces roncas,
y
responden los quejidos
de
las apartadas rocas.
Hace
señal San Benito,
y
su rico templo adornan
con
los funestos tapices
de
bayeta lastimosa.
Murmuraban
por las calles
de unas orejas en otras,
la
no pensada caída
de
aquella Luna hermosa.
Juntáronse
los ilustres,
y
las iglesias entonan
el
entierro de aquél cuerpo,
que
del cuello sangre brota.
En
los hombros le reciben
cuatro
con sus cruces rojas,
que
le sirvieron en vida
y
en la muerte le dan honra.
Pusieron
el cuerpo helado
debajo una dura losa,
y
con el peso insufrible
dio
temblor la tierra toda.
Alrededor
de la tumba
arden
lumbres, todos lloran
de
la miseria infeliz
la
tragedia lastimosa.
Sollozan
sus tiernos hijos,
lamenta
su triste esposa,
y
de su vertida sangre
pide
al cielo la deshonra…”
|
Acaso para los que opinan que la
poesía consiste en huecos sonidos, y en pomposas cláusulas, no tendrán mérito
estos versos. Pero a nosotros nos hacen mucho efecto, y nos parecen que están
llenos de sublime sencillez, que son altamente poéticos; y que este bellísimo
trozo de poesía histórica no tendría ni más vida, ni más nobleza, ni más
dignidad escrito en octavas o en tercetos.
Por no alargarnos demasiado no
copiaremos algunos trozos de los romances de Bernardo del Carpio, llenos de
robustez y de sensibilidad; o de los de Arias Gonzalo, en que también pintadas
están la lealtad y entereza de aquél insigne castellano, de aquél desventurado
padre, o de los que refieren las bodas de Doña Lambra con el Señor de
Villaren y de Barbadillo, tan llenos de
interés y de vida; pues todos ellos, a pesar de la rudeza de estilo y de la
estrechez del lenguaje, están rebosando poesía castiza y original.
El alcaide de Molina excita así a
sus soldados a la pelea en un romance anónimo:
“Dejad
la seda y brocado,
vestid la malla y el ante,
embrazad
la adarga al pecho,
tomad
lanza y corvo alfanje.
Haced
rostro a la fortuna,
tal
ocasión no se escape,
mostrad
el pecho robusto
al
furor del duro Marte.”
|
¿Son menos
varoniles estos belicosos acentos por sonar en versos asonantados de ocho
sílabas?
Léanse las maldiciones de las
Troyanas a Helena; la pintura del rey D. Rodrigo huyendo del desastre del
Guadalete, y la lucha de D. Pedro el Cruel y de D. Enrique, en la que
“Riñeron
los dos hermanos,
y
de tal suerte riñeron,
que
fuera Caín el vivo
a
no haberlo sido el muerto.”
|
Recuérdense los lamentos del alcaide
de Alhama cuando pierde esta fortaleza; y examínese, en fin, el razonamiento de
Rui Díaz de Vivar al Conde Lozano, desafiándolo para vengar a su ultrajado
padre, y se verá hasta donde se remonta el romance octosílabo castellano, en la
narración y en la expresión de los elevados y heroicos sentimientos.
¿Será necesario a un español, que
escribe para españoles, citar los trozos de las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro; del Heraclio de Calderón, y aún de la Verdad Sospechosa de Alarcón, escrito n verso octosílabo
asonantado, y tan hermosa y maestramente traducidos en versos franceses por l
gran Corneille, el padre del teatro francés? Pues compárense los versos
castellanos con la traducción, y se verá que no son en nada inferiores, aunque
de romance, a los pomposos alejandrinos en que se tradujeron, y que en estos no
ha ganado nada la expresión de los pensamientos de nuestros autores.
Sin tanta energía y sencillez ofrece
el romance para los asuntos históricos, ¡cuánto se presta a la descripción
poética, y a los afectos blandos! No copiamos, porque es muy conocido, el
bellísimo nombre, ya mencionado, de Góngora a Angélica y Medoro, tan rico de poesía, tan armonioso, tan bien escrito.
Léase esta preciosa composición, y las descripciones de las fiestas de toros y
cañas en otros romances moriscos, y el tierno y apasionado de Meléndez a Rosania en los fuegos; y se hallará en
ellos la verdadera elocución poética, y se verá que en nada cedn a las mejores
composiciones, que a los mismos asuntos han hecho grandes poetas en veros
endecasílabos.
La poesía descriptiva que cabe en el
metro que defendemos, puede verse en los veros siguientes:
“Entraron
los sarracenos
en caballos alazanes,
de
naranjado y de verde
marlotas
y capellares.
En
las adargas tenían
por
empresas sus alfanjes
hechos
arcos de Cupido,
y
por letra: Fuego y Sangre. Etc.”
|
O en aquellos:
“Cuando
las sagradas aguas
del ancho y sagrado Bétis,
con
la multitud de barcos
con
dificultad parecen;
cuando
entoldadas las popas,
de
juncia y de ramas verdes,
en
el agua escaramuzan
a
pesar de sus corrientes;
cuando
mil alegres cantos
que
los sentidos suspenden,
interrumpen
a los vientos
y
enamoran a los pezes;
cuando
en las torres más altas
mil
luminarias parecen,
y
cual veloces cometas
atraviesan
los cohetes;
entonces,
etc.”
|
O estos:
“Nunca
las puertas de Oriente
abrió tan hermosa el alba,
cuando
saca de alhelíes
las
bellas sienes orladas.”
|
O en estos otros de Góngora:
Mirábalo
en los ramblares
ora
a caballo, ora a pie,
rendir
al fiero animal
de
las otras fieras rey.
Y
con la real cabeza,
y
con la espantosa piel,
ornar
de su ingrata mora
la
respetada pared.”
|
¿Y es la expresión de los afectos ya
fuertes e impetuosos, ya tiernos y melancólicos, que el metro aventaja al
romance? No es posible expresar mejor la indignación, que lo está en el final
de aquel romance, del desafío del moro Tarfe:
“Esto
el moro Tarfe escribe
con tanta cólera y rabia,
que
donde pone la pluma
el
delgado papel rasga.”
|
¡Qué interesante y tierna melancolía
reina en todo el romance de Góngora del Forzado
de Dragut, que empieza:
“Amarrado
al duro banco
de una galera turquesca,
ambas
manos en el remo
ambos
ojos en la tierra, etc.”
|
La tierna emoción del cautivo, que
descubre desde el mar los montes y las torres de su patria, me recuerdan los
siguientes cuatro versos de Matos al mismo asunto en la comedia titulada: El Genízaro de Hungría:
“Alargando
iba los ojos
hacia
mi querida patria,
a
donde en prisión más dulce
dejaba
cautiva el alma.”
|
¿Podía escribirse mejor en
endecasílabos el terrible diálogo de Fócas y Astolfo en el Heraclio de Calderón, solicitando el tirano conocer la verdad para
acabar con la sangre d su enemigo, y obligándole el leal anciano a que la
respete, por temor de derramar la de su propio hijo? En romance está escrito
este diálogo, y seguramente al saborearlo en la escena nadie recuerda las
jácaras que acaso acaba de oír al ciego en la esquina del teatro, por unas que
tengan el mismo sonsonete.
Recordemos los versos de Guevara:
“Que con decir
que son hombres
No se disculpan
los reyes.”
Y los que pone en boca de Don Juan
Malec, en la comedia titulada: Amar
después de la muerte, o el Tuzaní de
las Alpujarras, en que refiriendo el noble anciano a sus compatriotas los
moriscos la ofensa que acaban de hacerle en el Ayuntamiento; cuando va a contar
que le han dado con su propio báculo un golpe afrentoso, se detiene, y dice:
………………………….Esto
basta,
que
hay cosas que cuesta más
el
decirlas, que el pasarlas.
|
Sería necesario un tomo entero para
copiar todos los ejemplos de esta clase que se nos ocurren. Y por otro para los
que podíamos recordar de expresiones nuevas y pintorescas con que este fecundo
metro ha enriquecido la poesía castellana. Y si lo consideramos aplicado a la
sátira, y a los asuntos jocosos, en manos de Góngora y de Quevedo, ¡cuánto
podríamos citar en su abono!
Pero basta ya, porque no hay
literato alguno, versado en la lectura de nuestros poetas líricos y dramáticos,
a quien no sean familiares los hermosos trozos de poesía, de todos los géneros
y tonos, escritos en verso octosílabo asonantado, y tan apacibles por lo menos
como cuantos se puedan citar en cualquiera otra especie de versificación.
El romance, que es metro castizo de
nuestra lengua, en el que se cantaron las hazañas de nuestros mayores, el que
cultivaron y engalanaron nuestros mejores poetas, el que también suena en el
diálogo escénico, el que tan dócil se amolda a todos los asuntos, a todos los
estilos, tan fácil, tan sonoro, asiento del asonante, primor exclusivo de
nuestra hermosa lengua, debido a su variedad infinita de terminaciones, y al
sonido puro, fijo, invariable, de sus cinco vocales, no debe ser despreciado,
ni olvidado por metros y combinaciones rítmicas, que hemos tomado, ciertamente
con muchas ventajas, de otro idioma. Y aunque con ellos y con ellas se ha
enriquecido el nuestro, y se han escrito muchas obras admirables en todo
género, no renunciemos al abundante y rico tesoro de elocución poética castellana
que en los romances octosilábicos poseemos, ni desechemos uno de nuestros
mejores títulos a la gloria poética.
El romance, pues, tan a propósito,
como dejamos repetido, para la narración y descripción para expresar los
pensamientos filosóficos, y para el diálogo, debe, sobre todo, campear en la
poesía histórica, en la relación de los sucesos memorables. Volverlo a su
primer objeto y a su primitivo vigor y enérgica sencillez, sin olvidar los
adelantos del lenguaje, del gusto y de la filosofía, y aprovechándose de todos
los atavíos, con que nuestros buenos ingenios lo han engalanado, sería
ocupación digna de los aventajados poetas. Con débiles fuerzas he intentado tan
difícil e importante empresa, escribiendo ésta colección de Romances Históricos. Mis lectores
ilustrados decidirán si he logrado mi intento. Si no he sido tan dichoso, al
menos habré conseguido llamar la atención sobre el “romance castellano”, y
sobre la “poesía histórica”, a la estudiosa juventud, que con tanto
aprovechamiento cultiva hoy la amena literatura.
EL ALCÁZAR DE SEVILLA
ROMANCE I
Magnífico es el Alcázar
con
que se ilustra Sevilla,
deliciosos
sus jardines,
su
excelsa portada rica.
De maderos entallados
en mil labores prolijas,
se
levanta el frontispicio
de
resaltadas cornisas;
Y hay en ellas un letrero
donde
, con letras antiguas,
D. Pedro hizo estos palacios
esculpido
se divisa.
Mal dicen en sus salones
las modernas fruslerías,
mal
en sus soberbios patios
gente
sin barba y ropilla.
¡Cuántas apacibles tardes,
en
la grata compañía
de
chistosos sevillanos
y
de sevillanas lindas,
Recorrí aquellos vergeles,
en
cuya entrada se miran
gigantes
de arrayan hechos
con
actitudes distintas!
Las adelfas y naranjos
forman calles estendidas,
y
un oscuro laberinto
que
a los hurtos de amor brinda.
Hay en tierra surtidores
escondidos,
se improvisan,
saltando
entre los mosaicos
de
pintadas piedrecillas.,
Y a los forasteros mojan
con
algazara y con risa
de
los que ya escarmentados
el
chasco pesado evitan.
---------------------
En las tardes del estío,
cuando
el ocaso declina
el
sol entre leves nubes,
que
de oro y grana matiza,
Aquel transparente cielo
con
ráfagas purpurinas,
cortado
por un celaje
que
el céfiro manso riza;
Aquella atmósfera ardiente
en
que fuego se respira,
¡qué
languidez dan al cuerpo!
¡qué
temple al alma divina!
De los baños, tan famosos
por
quien los gozó, la vista,
la
del soberbio edificio,
obra
gótica y morisca,
Tétrico en partes, en partes
alegre
, y en el que indican
los
dominios diferentes,
ya
reparos, ya ruinas;
Con recuerdos y memorias
de
las edades antiguas
y
de los modernos años,
embargan
la fantasía.
El azahar y los jazmines,
que
si los ojos hechizan,
embalsaman
el ambiente
con
las aromas que espiran:
De las fuentes el murmullo,
la lejana gritería
que
de la ciudad, del río,
de
la alameda contigua.
De Triana y de la puente
confusa
llega y perdida,
con
el son de las campanas
que
en la alta Giralda vibran;
Forman un todo encantado,
que
nunca jamás se olvida,
y
que al recodarlo, siempre
mi
alma y corazón palpitan.
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Muchas deliciosas noches,
cuando
aún ardiente latía
mi
ya helado pecho, alegres,
de
concurrencia escogida
Vi aquellos salones llenos;
y
a la juventud, cuadrillas
o
contradanzas bailando
al
son de orquestas festivas.
En las doradas techumbres
los
pasos, la charla y risas
de las parejas gallardas,
por
amor tal vez unidas,
Con el son de los violines
confundidos se extendían
acordes
ecos hallando
por
las esmaltadas cimbrias.
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Más, hay! Aquellos pensiles
no
he pisado un solo día,
sin
ver (sueños de mi mente)
la
sombra de la Padilla.
Lanzando un hondo gemido,
cruzar
leve ante mi vista
como
un vapor, como un humo
que
entre los árboles gira:
Ni entré en aquellos salones,
sin
figurárseme erguida,
del
fundador la fantasma
en
helada sangre tinta:
Ni en el vestíbulo oscuro,
el
que tiene en la cornisa
de
los reyes los retratos,
el
que en columnas estriba,
Al que adornan azulejos
abajo,
y esmalte arriba,
el
que muestra en cada muro
un
rico balcón, y encima
El hondo artesón dorado,
que
la corona y atrista;
sin
ver en tierra un cadáver.
Aún
en las losas mira
Una
tenaz mancha oscura…
ni
las edades la limpian!
Sangre!!!
Sangre!!! ¡oh cielos, cuántos,
sin
saber que lo es, la pisan.
ROMANCE II
Quinientos años más joven
era
el magnífico alcázar:
aún
lustrosas sus paredes,
su
alto almenaje sin faltas,
Y lucientes los esmaltes
de
las techumbres doradas,
mansión
del rey de Castilla
orgulloso
se ostentaba;
Cuando dl mayo florido
una
apacible mañana,
en
aquel salón que tiene
los
balcones a la plaza,
Dos ilustres personajes
en
grande silencio estaban:
un
caballero era el uno,
el
otro una hermosa dama.
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Rica berberisca alfombra,
del
rey moro de Granada
don
o tributo, cubría
las
losas de aquella cuadra.
Un cortinaje de seda
con
listas y flores varias,
matizado
en el oriente,
que
galeras venecianas
(Tal vez de su dux regalo)
trajeron
a nuestra España;
del
abierto balconaje
el
radiante sol templaba.
En el testero de enfrente,
de
maderas cinceladas
un
rico oratorio había
con
embutidos de nácar,
Y en él la imagen devota
de
la Virgen soberana,
escultura
harto mezquina,
más
no de atractivos falta,
De la cual era el adorno
una
corona de plata,
reverberando
en su cerco
amatistas
y esmeraldas.
Un manuscrito precioso
con
las oraciones santas,
ornatos
de miniatura,
y
de oro y marfil las tapas,
Colocado se veía
sobre
un atril, que formaban
de
un ángel mal esculpido
aunque
con primor, las alas;
Y de brocado de oro
en
el suelo una almohada,
mostrando,
por medio hundida,
de
dos rodillas la marca.
En los muros blanqueados
con
cal de Morón, de caza
pendían
varios trofeos,
banderas
y limpias armas;
Y en una mesa o bufete,
puesta
en medio de la estancia,
con
un tapete cubierta,
cuyos
picos arrastraban,
Un templado laúd había,
un
rico juego de tablas,
búcaros
llenos de flores,
y
un cofre de filigrana.
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De un balcón sentóse cerca,
muy
pensativa la dama,
en
un gran sillón dorado,
cuyo
respaldo formaba
Un dosel o guardapolvo
en
una curva gallarda,
de
castillos, de leones
y
de corona adornada,
Un vistoso brial de seda
verde,
y con labores varias
de
sirgo y perlas, y en torno
de
oro recamos y franjas,
Era su traje; una toca
muy
más que la nieve blanca,
y
un claro cendal cubrían
sus
trenzas negras y largas.
Celestial era su rostro
y
divina su garganta;
pero
del color de cera,
que
miedo y penas retrata:
Dos soles eran sus ojos
bajo
las luengas pestañas,
donde
dos perlas preciosas,
prontas
a correr, brillaban.
Era una fresca azucena,
a
quien cruda muerte amaga,
porque
un corroedor gusano
ya
su hondo cáliz desgarra.
Ora un blanco pañizuelo,
con
puntas bordado y randas,
revolvía
con las manos
convulsas
y deslustradas,
Ora absorta y distraída,
agitaba
en torno el aura
con
un precioso abanico
de
ricas plumas de Arabia.
---------------------
Delgado era el caballero,
de
estatura no muy alta,
vivaces
ojos, la boca
inquieta,
roja la barba,
Pálido
y enjuto el rostro,
nariz
corva y afilada,
noble
su porte, y siniestras
y
terribles sus miradas.
Envuelto en un rojo manto,
de
oro bordado y con chapas,
y
una gorra en la cabeza
puesta
de lado con gracia,
De largo a largo medía
con
pasos lentos la estancia,
y
pasiones diferentes
su
mudo rostro mostraba.
A veces se enrojecía,
arrojando
fieras llamas
por
los encendidos ojos,
hechos
del infierno brasas;
Luego extendían los labios
sonrisa
feroz y amarga;
o
en las doradas techumbres
fijaba
atroces miradas;
Bien apresurado el curso
de
pie a cabeza temblaba;
bien
repuesto proseguía
su
paso noble con calma.
Así he visto al tigre fiero,
ya
tranquilo, ya con rabia,
revolverse
a todos lados
dentro
de la estrecha jaula.
Doña María Padilla
era
la llorosa dama,
y
el callado caballero
el
rey D. Pedro de España.
---------------------
Cual de solitaria torre
en
torno están revolando
fieras
aves de rapiña,
cuando
el sol baja al ocaso,
Así en torno de D. Pedro
vuelan
pensamientos varios,
cuyas
sombras ofuscaban
de
su semblante los rasgos.
Ya ocupa su airada mente
el
poder de sus hermanos,
a
los que mató la madre,
y
a quienes llama bastardos:
Ya de los grandes inquietos
la
insolencia y desacato,
o
la mengua del tesoro
sin
medios de repararlo:
Ya la linda Doña Aldonza,
a
quien tiene a buen recaudo;
o
las sangrientas fantasmas
de
inocentes que ha matado:
Ya una proyectada empresa,
rompiendo
la fe de un pacto,
contra
el moro granadino;
o
una traición o un engaño.
Más, con las mismas aves
se
van escondiendo al cabo
entre
las almenas rotas
del
castillo solitario,
Y sólo constante queda,
en
torno de él volteando,
la
más voraz, la más fuerte,
la
que no admite descanso;
Así aquel tropel confuso
de
pensamientos extraños,
en
que se encontró D. Pedro
envuelto
pequeño rato,
En su pecho y su cabeza
fueron
nidos encontrando,
y
quedó despierta y viva,
dándole
gran sobresalto,
La imagen de D. Fadrique,
el
mejor de sus hermanos,
norma
de los caballeros
y
maestre de Santiago.
-------------------
Del rey de Aragón acaba
don
Fadrique el esforzado
de
conquistar a Jumilla
con
noble denuedo y brazo:
Deja en lugar de las barras
los
castillos tremolando,
y
viene a entregar las llaves
a
su rey, señor y hermano.
Sabe el rey que no es rebelde,
que
es su amigo y partidario,
y
más que a Tello y a Enrique
le
está embravecido odiando.
Don Fadrique fue el que tuvo
de
venir a Francia encargo
por
la reina Doña Blanca;
más
tardó en llevarla un año.
Con ella en Narbona estuvo…
y
un rumor corrió entretanto
de
aquellos que son ponzoña,
ora
ciertos, ora falsos.
Doña Blanca está en Medina,
y
en una torre pagando
las
tardanzas del viaje,
las
hablillas de palacio;
Y el cuello de D. Fadrique
está
en los hombros intacto,
porque
tiene gran valía,
poder
mucho y nombre claro.
Más hay de él!... es de las damas
el
ídolo por su trato,
por
su gallarda presencia
y
por su esfuerzo bizarro;
Y si no da sombra al trono,
porque
es fiel, da, mal pecado!
Al
corazón duros celos;
Y
esto es peor, si aquello es malo.
Doña María Padilla,
cuyo
entendimiento claro
del
regio amante penetra
los
más ocultos arcanos,
Y en quien la bondad del alma
sobrepuja
a los encantos
de
su peregrino rostro
y
de su cuerpo gallardo;
Vive víctima infeliz
de
continuo sobresalto,
porque
al rey ama, y le mira
a
mal fin tender el paso.
Conoce que sobre sangre,
persecuciones
y llantos
no
está nunca firme un trono,
nunca
seguro un palacio;
Y tiene dos tiernas niñas,
que
con otro padre acaso,
aunque
ilegítimo fruto,
pudieran
todo esperarlo.
Ve en el insigne Fadrique
un
apoyo, un partidario:
sabe
que llega a Sevilla,
y
a voces le está indicando.
De su fiero amante el rostro,
que
viene en momento aciago;
y
por aquietar sospechas,
o
darles punto más alto,
Al fin rompiendo el silencio,
aunque
con trémulos labios,
osó
hablar, y estas palabras
entre
los dos se mezclaron:
“¿Con qué hoy llegará triunfante
D.
Fadrique vuestro hermano?”-
“Y
por cierto que ya tarda
En
llegar aquí el bastardo.”-
“Bien os sirve!... Sí, en Jumilla
como
un héroe se ha portado:
de
su lealtad os da pruebas;
es
muy valiente.”- “Lo es harto.”-
“Ya estaréis, señor, seguro
de
su pecho noble y franco.”-
“Aún
más lo estaré mañana.”-
Enmudecieron
entrambos.
ROMANCE IV
Grande rumor se alza y cunde
de
armas, caballos y pueblo
de
Sevilla por las calles,
al
maestre recibiendo.
Suenan los vivas unidos
con
los retumbantes ecos,
que
en la altísima Giralda
esparce
el bronce hasta el cielo.
Vase acercando la turba,
pero
se la escucha menos:
ya
a la plaza de palacio
llega,
y se para en silencio;
Qué la vista del alcázar
gozaba
del privilegio
de
apagar todo entusiasmo,
de
convertir todo en miedo.
Quedó, pues, mudo el gentío,
falto
de acción y de aliento,
para
pisar la gran plaza
con
un mágico respeto;
Y el maestre de Santiago,
con
algunos caballeros
de
su orden, entra, seguido
de
corto acompañamiento.
Se dirige hacia la puerta,
como
aquel que va derecho
a
encontrar de un buen hermano
el
alma y brazos abiertos;
O como noble caudillo,
que
por sus gloriosos hechos
de
un rey a recibir llega
los
elogios y los premios.
Sobre un morcillo lozano
que
espuma respira y fuego,
y
a quien contiene la brida
si
ensoberbece el arreo,
Se muestra el noble Fadrique
con
el blanco manto suelto,
en
que el collar y cruz roja
van
su dignidad diciendo;
Y una toca de velludo
carmesí
lleva, do el viento
agita
un blanco penacho
con
borlas de oro sujeto.
--------------------
Pálido como la muerte
El
iracundo D. Pedro,
En
cuanto entrar en la plaza
Vio
al hermano desde lejos,
Como si de mármol fuera
Quedó
del salón en medio,
Y
en sus furibundos ojos
Ardió
un relámpago horrendo.
Así que volver la espalda
Le
vio la Padilla, lleno
El
corazón de amargura
Y
de llanto el rostro bello,
Álzase y sale turbada,
Del
balcón al antepecho,
Al
gallardo maestre indica
Con
actitudes y gesto.
---------------------
Apenas puso el Maestre,
de
dos solos escuderos
seguido,
el pie confiado
en
el vestíbulo regio,
Donde varios hombres de armas
vestidos
de doble hierro,
paseándose
guardaban
de
la escalera el ingreso;
Cuando a uno de los balcones,
como
aparición de infierno,
el
rey se asoma gritando:
Matad al Maestre, mazeros.
Siguió como en la tormenta
el
súbito rayo al trueno,
y
seis refornidas mazas
sobre
Fadrique cayeron.
Llevó la mano al estoque,
pero
en el tabardo envuelto
halló
el puño, y fue imposible
desenredarlo
tan presto.
Cayó en tierra, un mar de sangre
del
roto cráneo vertiendo,
y
lanzando un alarido
que
llegó sin duda al cielo.
Voló al instante la nueva
de
tan horrible suceso;
apelaron
a la fuga
los
freiles y caballeros;
Huyó a esconderse en sus casas,
temblando
de horror, el pueblo,
y
del alcázar quedaron
los
alrededores desiertos.
-------------------
Cual si no hubiese en palacio
nada
ocurrido de nuevo,
se
asentó el rey a la mesa,
como
acostumbra, comiendo,
Jugó enseguida a las tablas,
salió
después a paseo
fue
a ver armar las galeras
que
han de ir a Vizcaya luego;
Y en cuanto cubrió la noche
con
su manto el hemisferio
entró
en la torre del Oro,
donde
tiene en un encierro
A la linda Doña Aldonza,
a la cual del monasterio
de
Santa Clara ha sacado
y
a la que idolatra ciego.
Fue un rato a hablar enseguida
con
Leví, su tesorero,
en
quien tiene su privanza,
aunque
es un infame hebreo;
y muy tarde se retiró
sin
más acompañamiento
que
un moro su favorito,
hombre
bajo por supuesto.
Entró en el tranquilo Alcázar,
llegó
al vestíbulo excelso
y
en él se paró un instante
la
vista en torno moviendo.
Una lámpara pendiente
del
artesonado techo
en
derredor derramaba
ya
sombras, y ya reflejos:
Entre las tersas columnas
dos
hombres de armas, dos negros
bultos
se veían solos,
vigilantes
y en silencio;
Y en tierra aún tendido estaba,
de
un lago de sangre en medio,
el
maestre D. Fadrique
en
su roto manto envuelto.
Se acercó el rey, le contempló
con
atención un momento,
y
notando que no estaba
del
todo su hermano muerto,
Pues aún respiraba acaso
palpitante
el hondo pecho,
le
dio con el pie un empuje
que
hizo estremecer el cuerpo;
Desnudó la aguda daga,
al
moro la dio, diciendo:
Acábalo,
y sosegado
subió
y se entregó al sueño.
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Saavedra, D.
Ángel de (Duque de Rivas), Romances
Históricos, París, Librería de D. Vicente Salva, 1841.
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