jueves, 22 de febrero de 2018



(8)ENTREVISTAS CON MUJERES 
INOLVIDABLES

Beata Mariana de Jesús, mercedaria y
Copatrona de Madrid

La Tesoro de la ciudad
La Estrella de Madrid

El conventillo de Santa Bárbara se levantaba muy próximo y un tanto al sudeste de la Puerta con el nombre de la misma santa virgen, de la que nos acordamos cuando truena,



A la derecha del camino a Hortaleza y del famoso Campo del Tío Mereje, y apenas separado por unas corralizas de la calle de Las Flores.



El conventillo pertenecía a la Orden de la Merced Descalza, y era pobre, de más adobe que cantería. Presentaba dos torres gemelas rechonchas. Y todo él –iglesia y convento, jardín y huerta- estaba rodeado de un alto muro de ladrillo de Alcobendas. Pero a mí, en aquella mañana de junio, no me importaban ni el conventillo, ni la huerta amplia, ni su cerca de corraliza manchega, ni el cielo alto y limpio, ni el aire leve de la mañanita recién estrenada. Yo, desde el esquinazo de la plaza con la calle de San Mateo, ilusionado y nervioso, vigilaba un cobertizo adosado por fuera a la cerca del conventillo, en su misma punta sudeste. En aquella covacha vivía ella, en compañía de una amiga y como sierva Catalina de Cristo.

¿Qué quién era ella? Pues nada menos que María Ana Navarro de Guevara y Romero, terciaria española de la Orden de la Merced, ya por entonces muy popular en la villa con el nombre de la Madre Mariana, quien, desdeñando las solicitaciones de una ciudad en trance de saturación de vicios y jolgorios, se había dedicado a la piedad de la contemplación y al derroche de la caridad para con el prójimo. Sabía yo que todas las mañanas, al filo de las siete, la Madre Mariana salía de su aposento y recorría la villa recolectando limosnas con las que mantener las esperanzas de unas docenas de vidas humildísimas.

            Y sí; a la hora ritual, cuando sonaban las campanillas de Santa Bárbara, las de Santa María del Arco, las de Belén, abrióse el postigo del cobertizo y apareció ella. Vestía una taladura de estameña gris y llevaba del ronzal un jumentillo viejo, sobre cuyo lomo, a sendos lados, se balanceaban unas alforjas de esparto vacías. Viva de paso y tirando con fuerza del ronzal, la Madre Mariana inició su caminata de todas las mañanas. Y yo, removido de gozo y angustia, la fui siguiendo a cierta distancia, como siguen los perros vagabundos al caminante. Durante cinco horas largas nuestro itinerario fue éste: a la ida, camino de Hortaleza, Red de San Luís, Puerta del Sol, calle de la Paz, plazuela de la Leña, plaza de la Provincia, calle de la Lechuga, Puerta Cerrada, plazuelas del Conde de Barajas y del Conde de Miranda, callejón del Codo, Platerías y Puerta de Guadalajara. A la vuelta: calle de Tintoreros, Caños del Peral, puente de Leganitos, calle de los Reyes, plazuela del Gato, Noviciado, calles de las Pozas, Tesoro y Espíritu santo, corredera Alta de San Pablo, Camino de Fuencarral y calle de San Mateo.

Como detalle curioso quiero advertir que la Madre Mariana dejaba libre, el jumentillo a la puerta de cada templo, de los muchos que jalonaban la carrera, y penetraba y permanecía en ellos un buen rato, saliendo de cada visita, tan de su gusto, con el rostro como rejuvenecido de un gozo primaveral, florecido como nunca más he visto en expresión humana.

            La Madre Mariana, entró en La Soledad, en la Victoria, en San Felipe, en Santa Cruz, en san Justo, en Sam Miguel de los Otoes, en El Salvador, en San Ignacio del Noviciado… Nuevo curioso detalle: cuando el jumentillo quedó a las puertas de La Soledad, sus alforjas aún estaban vacías; cuando quedó, con estática mansedumbre, ante el templo del Noviciado de la Compañía, las alforjas rebosaban de los más diversos objetos: prendas de vestir y alimentos. Porque siguiendo tan complicado itinerario, la Madre Mariana de Jesús había penetrado en muchos palacios y casones, de ninguno de los cuales salió con las manos vacías. Recuerdo muy bien la confianza con que penetraba en las moradas, para mí atemorizadas, de Oñate –calle Mayor-, de Barajas y Miranda –en las plazuelas de tales nombres-, de Lasso de Castilla –plazuela de la Paja, de Trastámara –calle de la Inquisición-, de Osuna –Alto de Leganitos-… Más tarde supe que los Osuna le teníanle asignados, para cada viernes, cinco ducados, limpios igual que soles, y los Trastámara, un día sí y otro no, doce reales cincuentines, y los Lasso, si día fijo, pedazos de las suntuosas, vestidos usados, objetos rotos de algún valor y ciertos palominos vivos, y los Barajas habían dado orden a su mayordomo de que dejara descansar a la madre en uno de los bancos del zaguán y que la regalara con brinquiños y alguna limonada, y que fuera ella la que pidiera lo más conveniente; y los Miranda le daban cera y miel…

 Genio y figura

            Durante la caminata de aquel 5 de junio de 1607, pude observar a placer a la Madre Mariana. Contaba entonces poco más de cuarenta años, pero las penitencias, achaques y trabajos habíanle echado encima como diez o quince años más. Era esbelta y enjuta, como talla en boj de imaginero castellano, y un tanto cargada de espaldas. Tenía la piel tirante y cetrina, pómulos y barbilla saliente, frente abombada y marcada de surcos, y demasiadas cuerdas tensas en el cuello y en las manos. Vestía, como ya he dicho, del rostro a los pies, con un sayal empardecido y con calandrajos, ceñidos a la cintura por una correílla. Una toca blanca, muy limpia, le cubría la cabeza, pequeña, y ceñiale el ovalado rostro. Calzaba almadreñas de esparto. Pero su fuerza espiritual debía de ser prodigiosa, pues que, moviéndose, parecía una de aquellas honradas villanas de Vallecas o del puente de Segovia, que tanto trajinaban en las comedias de Lope y de Tirso, sobre los tablados de los Corrales de la Cruz y del Príncipe.

 El día 5 de junio de 1607, luego de cinco horas de caminata –las dos últimas bajo los ardores de un sol casi canicular, y bien rebozadas en el polvo de las calles, levantado con rabia por las pesadas ruedas de las carrozas y por los cascos de los caballos velazqueños-, yo me sentía  cansadísimo con la boca reseca, fluyendo de mi cuerpo sudores y languideces. No menos cansino que yo, con las alforjas colmadas, avanzaba el jumentillo. Pero la Madre Mariana proseguía con su ligero paso, y aún derrochaba arrestos tirando con fuerza del ronzal de la remolona bestezuela franciscana. Siempre distanciados como por un centenar de metros, dejando atrás la puerta de los Pozos de la Nieve, llegamos a un altozano raleado de encinas. Contra todo lo previsible por mí, la Madre Mariana se detuvo, soltó el ronzal y se sentó en el brocal, muy bajo, de un pozo cegado. Y como yo me detuviera indeciso, sin atreverme a consumir ni un metro más de la distancia respetuosa, habló con un acento retiñido de resonancias tiernas y cálidas…

El diálogo revelador

            -Acércate. ¿No quieres contemplarme más cerca?
            ¡Oh, Madre Mariana! ¿Sabíais que os seguía?
            -Claro está que sí. Adiviné tu vigilancia antes de salir de mi covachuela. Sin necesidad de volver la vista atrás, he ido observando tu obstinada porfía durante cinco horas. Acércate. Mírame bien de cerca. Luego hablaremos.

Me aproximé trémulo, lentamente; me sentía el alma caída y pesándome kilos y kilos en cada pie. Quedé a pocos pasos de ella, erguido, en lugar más bajo, como si no pudiera desistir de que ella, para mi devoción, quedara a la altura precisa con que en los altares están las veneradas imágenes. Y la miré con una insistencia conmovida que no había perdido el debido respeto. Sí, parecía sumar muy cerca de los sesenta años, ¡tanta era su delgadez, sus arrugas, la terrosidad de su color, las cuerdas tirantes del cuello y de las manos, ahora posadas sobre sus rodillas! En aquel ser, en quien el gozo de la santidad ponía como una inminencia de celestiales transfiguraciones, sólo los ojos melados, conservaban la luz y la seducción de la juventud. Y yo pensé: “¡Tanta luminosidad sobrenatural irradia esta mujer, que seguro estoy de que apenas lleve contemplándola cinco minutos, me parecerá que no he visto en mi vida otra mujer más hermosa!” Y pasados como cinco minutos comprobé que mi suposición se había cumplido.
            ¿Qué quieres de mí? –y me sonreía con una boca desdentada, a la que devolvía sus dientes, para sonreír, una gracia blanca y brillante proyectada “desde fuera de ella”, milagrosamente.
            Envalentonado por su sonrisa y por mi devoción, aclaré:
            -Yo, Madre Mariana, escribí hace años un librillo cuyas páginas llené de episodios de vuestra mortal existencia, narrados casi con pringosa ternura y, sin casi, con ciega fe.
            -Lo sé, hijo; losé. Contaste de mí muchas cosas ciertas y algunas que no lo fueron; pero todas muy entrañables y piadosas.
            ¡No quise mentir! ¡No quise mentir! Si acaso, intenté poetizar…
            -¡Por supuesto! Y no te apenes. Me atribuistes bastantes mentirillas… ¡Pero tan bonitas, tan de buena fe, que hubiera deseado fueran verdades y haberlas vivido!
            ¿Es que no jugasteis, siendo niña, con vuestro vecinillo Lope de Vega?
            -No jugué con él; le conocí muchos años después, cuando ya era sacerdote y famoso por sus invenciones. Pero, en compensación a tu graciosa y falsa suposición, acertaste a describir cómo Lope, rezumando contrición, removido de piedad amical, me visitó cuando ya estaba próxima a descansar en mi Señor. Sí, fue una escena muy parecida, mucho a como tú la cuentas.
            -Y… ¿acerté en otras cosas importantes, intuyéndolas con mi amor, Madre Mariana?
            -En muchas, hijo; en muchas. En cuanto escribiste acerca de mi familia y de mi infancia tristona y llena de comezones espirituales. Sí, hijo, sí; me corté el pelo, dejándome trasquilada que daba risa; dormí en el desván de mi casa, sobre una esterilla, durante varios años; leí y releí con deleite renovado, hasta aprendérmelo de memoria, el Tercer Abecedario Espiritual, de Fray Francisco de Osuna; muy jovencita aún, peregriné, a pie y descalza, hasta Ávila, para visitar el convento de San José, primera fundación de la Santa Madre Teresa de Jesús, cuya gloria crecía en España; en ese cobertizo, del que me has visto salir, durante cuatro años bordé un manto para Nuestra Señora de la Almudena con escamillas de oro sobre terciopelo morado, en cada una de las cuales –yo pensaba entonces-, puesta a la luz, se cuajaba un sol pequeñito. Pero… ¿para qué voy a repetirte lo qué tú sabes, hijo?
-¡Oh, Madre Mariana! Dígame: ¿fueron ciertos los milagros que le atribuimos los madrileños a vuestra santidad?
            Fueron ciertos. Pero no fueron milagros míos, ¡pobre de mí!, sino de Nuestro Señor o de su Santísima Madre, quienes se sirvieron, para regalarlos, de la más indigna de sus siervas.
            -¿Y verdad también que vuestras caridades sostenían las esperanzas o la resignación de miles de madrileños desheredados?
            -Verdad también. Pero… tú has comprobado hoy que las caridades tampoco fueron mías, sino de mi Señor, que movía el corazón de los poderosos para que yo pudiera levantar el ánimo de los oprimidos. Y basta ya de interrogarme, hijo, que más me cansa tu curiosidad mucho más que las leguas recorridas. Ya que estás viéndome y escuchándome deseo… una bobería. Verás. Corre por mi villa amadísima, desde hace siglos, una frase que considero sumamente acertada y poética, ésta: De Madrid al Cielo y aquí un agujerito para verlo.
            -¡Ya lo creo que es famosa la frase, y hasta la hemos convertido los madrileños en un ilustre tópico!
            -Bien. ¿Y a quién atribuís frase tan enternecedora?
            -A nadie en concreto. Como todas las frases más sugestivas, ha pasado a ser invención y patrimonio de nuestro pueblo.
            -¡pues os equivocaís de medio a medio! Esta frase la tejimos, en colaboración inmediata y emocionante, Lope de Vega y yo. Atiende. Fue dos o tres días antes de que mi ánima se desprendiera de su envoltura mortal. Yacía yo, herida de muerte, entre el recelo de mis culpas y la esperanza en la divina misericordia, cuando una tarde,  ya muy caída, llegó a visitarme Lope. Tenía yo el pelo canudo y la mirada melancólica y la cabeza soberbia redimida en una voluntaria inclinación. Estuvimos charlando un muy largo rato. Y entre los muchos ánimos que me daba para esperar de la otra vida inmortal, recuerdo que chanceó:
            -Yo, madre mía, por mis muchos pecados y escándalos, es justo que me atribule. Pero vos, con vuestra clara y penitente vida, ¿por qué habéis de temer? Yo os aseguro, como sacerdote que soy, aun cuando indigno, que os iréis bien pronto de Madrid al Cielo. ¿Puede haber nada más hermoso que tal camino?

            -¡De Madrid al Cielo! –prorrumpí como un eco. Y siguiendo lo que yo creía como ánimo enternecido de chanza, declaré chancera-: ¡Es verdad, padre mío, que para un madrileño no puede existir camino mejor! Y acaso Nuestro Señor aún mejore tal fortuna “abriéndome en su morada un agujerito para que pueda seguir contemplando Madrid”. La sonrisa de Lope la recuerdo transfigurada de gozo. Luego, su voz se convirtió en un trueno:
            Sí, madre mía, sí: de Madrid al Cielo y aquí un agujerito para seguir contemplando nuestra amadísima patria. Vos lo lograréis. Pero… ¿lo lograré yo?
            Hube de animarle a mi vez, prometiéndole mis preces y aconsejándole su infatigable contrición y las renovadas buenas obras hasta el punto que Dios dispusiera de su existencia.

            Calló la Madre Mariana de Jesús. Se levantó con presteza y, tomando el ronzal del jumentillo, se encaminó hacia su cobertizo. Cuando ya estaba como a unos cien metros de mí, conseguí romper mi estupor para gritarle:
            -¡Madre Mariana! ¡Madre Mariana de Jesús! ¡Por el amor de Dios! ¡Que no se olvide de mí!
           
Se detuvo un momento. Se volvió a mí, sonriente, y me dijo:

Ya pido por ti, hijo; ya pido…;  ¡porque buena falta te hace! Pero convendría mucho que te ayudaras bastante a ti mismo. ¡Ayúdate para que te ayuden Nuestro Señor y su Santísima Madre: se me olvidaba decirte que me gusta mucho que me llames la Estrella de Madrid, y que cada noche, mirando nuestro incomparable Cielo, creas que desde la más limpia y brillante de las estrellas yo puedo estar mirando a Madrid. Porque, a veces, ¿sabes?..., ¡ya lo creo que lo miro!
La Beata Mariana en la Catedral de la Almudena de Madrid
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El 5 de abril de 1731 se volvió hacer un reconocimiento al cadáver, al abrir el ataúd se volvió a percibir nuevamente el agradable aroma y el cadáver todavía se mantenía fresco, la carne tierna, los miembros flexibles y el corazón intacto.

Durante todo este tiempo, muchos fueron los milagros atribuidos a Mariana, los supuestos milagros, la presión popular y su cuerpo incorrupto hicieron que el Papa Pío VI le concediese el título de beata el 18 de enero de 1783.

En 1924, con motivo de la conmemoración de los 300 años de su muerte se examinó una vez más su cuerpo que, curiosamente, seguía incorrupto, flexible y oloroso. La última vez que se volvió a examinar el cuerpo fue en 1964, encontrándose en el mismo estado que en las ocasiones anteriores.

El cuerpo incorrupto de Mariana se conserva milagrosamente en el Convento de Don Juan de Alarcón, muy cerca de la Gran Vía, en la calle Valverde, 15.

Sepulcro en el convento de Mercedarias de Madrid

Gozos a la Beata Mariana de Jesús

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Saínz de Robles, Federico Carlos, Enigmas de cincuenta mujeres inolvidables, Madrid-barcelona-México, DAIMON, Manuel tamayo, 1963.




















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