(1)
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
VIAJE
AL ORIENTE 1907
LOS
BALCANES
El tren deja atrás
Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro, y la ciudad de Carlowitz,
célebre por su tratado de paz entre Austria y Turquía y por ser cuna del poeta serbio
Branco Randichevié.
En los corredores de los vagones suena un ruido de
sables, y un capitán del ejército serbio, seguido de varios gendarmes, va
pidiendo el pasaporte a los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En
adelante, imposible viajar, ni aún moverse, si exhibir a cada momento el
pasaporte, contestando a bulto las preguntas del policía, a quien no entendéis
y que no os entiende.
Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los
Balcanes, con sus pequeños y revoltosos estados. Pasamos el Save, amplio afluente
del Danubio, y la ciudad de Belgrado, capital de Serbia, aparece sobre un
promontorio, dominando con su antigua ciudadela turca la confluencia de los dos
ríos.
Al apearme en la estación, gran extrañeza de los
viajeros, todos los cuales van directamente a Constantinopla, y de los mismos
servicios que llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme o de paisano,
simples curiosos habituados a ver pasar con frecuencia los trenes de Oriente
sin que a ningún extranjero se le ocurra detenerse en su capital.
Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven a
examinar mi pasaporte varios oficiales d gendarmería y un comisario joven, de
largo gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un
cráneo puntiagudo y pelado. Es el sabio de la Compañía. Después de examinar
largamente el papel, atina con la nacionalidad.
-Spaniske!...-
exclama con cierto asombro.
¡Un español en Belgrado!... Y la pregunta, que parece
reflejarse en los ojos de los oficiales serbios, la formula el policía en una
jerga mezcla de italiano y serbio. Los asombra mi propósito de entrar en
Belgrado, y aún se extrañan más al enterarse de que es sólo un capricho, una
curiosidad de viajero. Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no
tiene otro objeto que de ver de cerca el Konak, el trágico palacio, donde
hace cuatro años fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga
por los oficiales sublevados.
Los nuevos gobernantes de Serbia viven en perpetuo
recelo. Bien se nota en la precauciones de la Policía y en su deseo manifiesto
de aislar al país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el
ejército, que le dio inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía
en un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces; pero
a pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un hijo natural
de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado Alejandro, y al cual educan
para pretendiente, y que, cualquier noche un grupo de oficiales que se juzguen
ofendidos pueden reunirse en el Casino Militar, inmediato al Konak, y entrar en
ésta a sable en mano, como entraron hace cuatro años.
Al fin, el bicho raro, el spaniske, puede entrar en la ciudad dentro de un coche de alquiler,
que salta sobre el suelo mal empedrado y pendiente de las calles empinadas. Las
casas son bajitas; las calles oscuras. A grandes trechos, farolas de
electricidad, como para fingir una civilización occidental; pero su luz turbia
se pierde en las tinieblas de Belgrado, haciendo aún más palpable su lobreguez.
La capital de Serbia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española; algo
así como un Gobierno Civil de quinta clase, o una de esas poblaciones
episcopales sin otra vida que la que le proporcionan el palacio del prelado y
el Seminario. Aquí, el obispo que da importancia a la ciudad es un rey.
Ni un transeúnte en las calles. Son las diez de la noche,
y Belgrado está muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cobertizo o en el
quicio de una puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor
guardada. El gendarme serbio da una alta idea del país, con su aire arrogante
de funcionario bien mantenido y su uniforme azul oscuro con vueltas encarnadas,
altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión insolente de
bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una fisonomía y un alma lo
mismo que las personas, y el revólver que llevan al cinto los gendarmes serbios
parece suelto y vivo dentro de su funda. Los que piensen conspirar contra el
anciano Pedro Karageorgevich tienen que pasarlas muy duras.
Encuentro abrigo en el hotel de los Balcanes, especie de
posada a pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una
espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza a media docena de popes
griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz, con la
aceitosa cabellera bellota. Más allá llenan varias mesas como dos docenas de
oficiales de diversos y vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises o azul
celeste, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación. En
las otras mesas, simples paisanos, acompañados de sus mujeres e hijas, beben
con cierto recogimiento respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna
palabra con los sacerdotes y los soldados.
Son tenderos judíos o griegos, que saben venerar a estos
firmes pilares de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hacen
que prosperen a costa de los pobres campesinos serbios. Muchos de ellos se
animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un castellano fantástico, mezcla de
palabras anticuadas y de voces orientales.
-Yo español… Los mayores, de allá… Espanya, terra bunita.
Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen
señalando al vacío, como si viesen a los mayores en su éxodo doloroso al ser
expulsados de la terra bunita, y
acaban por mirarme con la misma expresión que a los popes y a los fierabrás
uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con amenazas
de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza acobardada por luengos
siglos de palos y despojos, no impide a estos dulces españoles que al día
siguiente le suelten al compatriota moneda falsa en sus tiendas, o les hagan
pagar doble el paquete de cigarrillos o la tarjeta postal.
En la plaza del Mercado, poco después de la salida del
sol, puede apreciarse el carácter pintoresco que aún guarda el pueblo serbio.
Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro largos
palos, de los que penden en balanza verduras, frutas o volatería. Los hombres,
de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro nacional, una tiara de
felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen unas faldillas blancas que
ocultan los bombachos y dejan al descubierto unas polainas de piel de cordero,
ceñidas por las correas de puntiagudas abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con
pañuelos puestos a la oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de
amplias mangas, y sobre la ropa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada
a guisa de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores semejante
a un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca, el
pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones guerreras. En vano
ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización occidental, con sus tranvías,
sus alumbrados, sus tiendas, sus periódicos y su único teatro. El pueblo serbio
nos es más que una tribu belicosa que cultiva la tierra.
La tragedia del Konak debió de parecerle el suceso más
natural del mundo. Matar a unos reyes para poner a otros en su sitio, es un
hecho vulgarísimo en Serbia. Alejandro no fue el primer soberano asesinado, ni
será, ciertamente, el último.
Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir
por las calles al lado de un oficial o de un pope. Los sacerdotes son
innumerables, y en cuanto a militares, se ven, relativamente, más en Serbia que
en Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules; popes con faja y sin ella,
con grandes pectorales o con una simple cruz, y los uniformes militares son tan
incontables que, dada la pequeñez de Serbia, hay que creer que cada regimiento
usa traje distinto. Pero todos los serbios, vistan como vistan, lo mismo los
que imitan las modas occidentales, con la exageración propia de una ciudad de
provincia, que los que siguen fieles a los antiguos usos; así los sacerdotes,
los militares, los estudiantes, saturados de teología ortodoxa y los altos
empleados del Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París,
todos tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento, adivinándose
que una ligera raspadura para dejar al descubierto al bárbaro, al serbio
belicoso de otros tiempos, que fue el más implacable de los guerreros.
Mi curiosidad me lleva hasta el Konak, un palacio no más
grande que cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva
cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los
servicios de la vida moderna, manteniendo además, por halagar el sentimiento
nacional, un gran ejército, no permite a sus soberanos grandes lujos.
Recuerdo que fueron asesinados Alejandro y Draga, al
hacerse el inventario de la aventurera, de la Mesalina odiada por el pueblo, su
ajuar resultó más insignificante que el de una mediana cocotte. Creo que, entre nuevos y usado, sus vestidos no pasaban de
media docena. Su dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en
los cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se
encontró abierta una novela de Anatole France, que estaba leyendo en el
instante que entraron los oficiales, sable en mano, para hacer pedazos a ella y
a su esposo. Seguramente que este volumen era el único libro francés que
existía en Belgrado.
Paso un día entero aburridísimo en la capital de Serbia,
aguardando la noche para tomar otra vez el tren de Oriente, Belgrado me parece
una odiosa población de provincia. Militares por todas partes, con su aire de
perdonavidas; popes que van de café en café, empinando el codo; señoritas de
ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean por la calle principal
seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de música que toca en el jardín de
la Ciudadela.
Salgo de la ciudad con el propósito de visitar, en una
llanura lejana, la famosa Torre de los
Cráneos. Los turcos, para intimidar a los belicosos hijos del país, que los
molestaban con una incesante lucha de guerrillas, elevaron la torre, cubriendo
sus paredes con cráneos de serbios desde los cimientos a las almenas. Hoy los
cráneos han sido enterrados por la veneración patriótica; pero la torre sigue
en pie, mostrando en su argamasa los innumerables alvéolos que contenían las
calaveras.
Al ir a la estación y ver por última vez las calles de
Belgrado, paso ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los
anuncios de la función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos
a 24 de agosto de 1907, cuando yo creía vivir el 6 de septiembre. El calendario
de la religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por el
país de los Balcanes.
LOS
TURCOS
Un río, el Maritza, el
Ebro de los antiguos, padre o abuelo, por el nombre de nuestro río aragonés y
en cuyas orillas destrozaron las Furias al dulce Orfeo, corre con grandes
tortuosidades por el territorio de Serbia y Bulgaria, cruza la Rumelia, y
penetra en la Turquía europea. Allí donde alcanza la benéfica influenza de sus
aguas, el suelo balcánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las
orillas de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña un agua roja que
arrastra la envoltura de la tierra de las montañas. En los extensos prados
pacen salvajes potradas o rebaños de bueyes con las astas achadas atrás, en
compañía de corderos enormes, de cuernos retorcidos.
En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia
crece el arroz; en los campos secos se esparcen las viñas que producen el vino
de los Balcanes, único que beben los cristianos y judíos del Imperio turco. Las
aldeas apenas si sobresalen, con débil relieve, sobre el fondo rojo de los
montes, faltas de campanarios o de minerales, con la llana monotonía de la
religión griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio.
Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque
sus habitantes parecen de carácter más dulce. Su Gobierno, dirigido por un
príncipe de origen francés que ha vivido largas temporadas en París, muestra
gran empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores
edificios de Sofía son la Escuela de
Medicina y la Imprenta Nacional,
de donde salen publicaciones. Esto, en un país como el de los Balcanes,
significa algo notable.
En Filopépolis,
capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los uniformes búlgaros; sables
pendientes del hombro, altas botas, bonetes de astracán, copiados de los rusos;
pero las mezquitas cortan el horizonte, incendiado por la puesta del sol, con
la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como agujas.
La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.
Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de
amplia gorra a la alemana son sustituidos por otros con fez rojo. Este gorro otomano, de color purpúreo, empieza verse por
todas partes, dando a la muchedumbre vestida de oscuro el aspecto de una
aglomeración de botellas lacradas. Suben a los vagones los aduaneros,
arrastrando el curvo sable y llevándose para saludar una mano a la frente y la otra
al corazón. Gran registro de maletas, para no tocar más que los libros y los
papeles. Luego se presenta la policía, graves señores de barba negra, pálidos y
tristes como ascetas, con algo de clerical en sus levitas negras y sus gorros
rojos e inmóviles. Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin
hablar apenas, y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres
en caracteres rusos.
Estamos en el Imperio Otomano en la estación de Adrianópolis, segunda capital de la
Turquía europea, que sigue en importancia a Constantinopla. Los andenes están
llenos de militares con sus sombríos y elegantes uniformes europeos, semejante
a los de Alemania, pero rematados por el fez rojo. Adrianópolis es la gran
población militar de Turquía. Un ejército de ochenta mil hombres está
acuartelado en la ciudad y sus alrededores. Los rusos en la última guerra con
Turquía, llegaron a Adrianópolis y acamparon en su recinto. ¡Quién sabe i
tardarán mucho, los mismos extranjeros u otros, en vivaquear en esta ciudad de
hermosas mezquitas y enormes fortificaciones!...
Yo soy de los que aman a Turquía y no se indignan, por un
prejuicio de raza o religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía
en Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar por
tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que acompañan a
toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los descendientes directos d sus
remotos pobladores, expulsando a las razas invasoras que llegaron después
procedentes de Asia o África, nuestro continente quedaría desierto. Yo amo al
turco, como lo han amado con especial predilección todos los escritores y
artistas que le vieron de cerca. Diecinueve razas pueblan el vasto Imperio
otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en innumerables sectas,
forman esta aglomeración de seres, distintos por orígenes y tradiciones que
lleva el nombre de Turquía, y, sin embargo, como dice Lamartine, “el turco es el primero y el más digno entre
todos los pueblos de su vasto Imperio”.
Existe una concepción imaginaria del turco, que es la que
acepta el vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual,
capaz de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas, y
esclavas que danzan. Con igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de
Holanda o los Países Bajos, los cuales no pueden oír hablar de España, sin
imaginarse un país de implacables inquisiciones, capaces de quemar por una
simple errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros e
inexorables, como el antiguo duque de Alba.
Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y
la guerra jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres.
Otros pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han
tratado por medio de sus cañones y fusiles a los indígenas de África y Asia
peor que los turcos a las poblaciones de los Balcanes. Todos los escritores que
han viajado por Turquía se irritan contra la injusticia con que es apreciado
este pueblo. El turco es bueno y franco. Su dulzura se manifiesta por un gran
respeto a los animales, jamás se les ve maltratarlos.
La justicia y la traición son los dos resortes que
disparan su cólera. Esto hace que aunque el turco oculte bajo las formas de una
exquisita cortesía su pena por las injurias o las humillaciones sufridas,
aproveche la primera ocasión para sacar su resentimiento. La hospitalidad es la
más visible de sus virtudes. No hay aldea en Turquía especialmente en Asia,
donde la falta de aglomeración de europeos aún no les ha enseñado lo que somos,
que no tenga en todas sus casas la habitación para viajeros, el mussafir odassi, donde todo viandante
encuentra abrigo por la noche sin tener que pagar nada y sin que el dueño muestre el más leve empeño
en saber quién es y cuáles son sus opiniones.
El turco es el más religioso de los hombres. Su fe es
inquebrantable; ni la menor sombra de duda viene a turbar sus creencias. Está
convencido de que posee la verdad; pero no siente el afán de los occidentales
por imponer esta verdad a los otros despreciando o escarneciendo lo que el
vecino piensa. Podrá creerse superior a los demás por ser musulmán y tener su
religión como la única verdadera; pero no hace el menor esfuerzo por imponerla
a nadie. El fanatismo mahometano del moro de África no lo conoce el turco. En
sus ciudades funcionan diversos cultos, y sacerdotes y templos son respetados
con el escrúpulo que inspira a los otomanos todo lo que representa la fe en
Dios.
Su prudencia silenciosa y un tanto altiva da en
Constantinopla grandes muestras de tolerancia. Jamás entran los turcos en los
templos católicos, en las capillas protestantes, en las sinagogas o en las
iglesias griegas, a turbar el culto de los fieles. En cambio, fervientes
mahometanos, tienen que irse a las mezquitas de los arrabales a hacer sus
plegarias, pues en las céntricas y famosas se ven molestados por las bandas de
europeos y europeas que entran con el Baedecker
en la mano y el guía al frente de la expedición, tonándolo todo, queriendo verlo
todo, riéndose de las ceremonias y de la cara de éxtasis de los fieles y
apostrofándolos algunas veces porque siguen las creencias de sus padres y no
quieren conocer la verdad descubierta por los padres de los otros.
Las matanzas de cristianos que ocurren de cuando en
cuando en Turquía no tienen nada de religión. A ningún turco se le ocurre matar
porque la plegaria ordenada por el Profeta sea mejor que la misa de los
armenios. En tal caso, dirigiría sus ataques contra los templos. Esas matanzas
de cristianos, que explotan en Europa el fanatismo religioso y el interés
político, desfigurando su carácter, son simples conflictos por el pan; choques
sociales semejantes a las sangrientas peleas que ocurren a veces en Marsella
entre trabajadores franceses e italianos, o a los asesinatos de chinos que
perpetran los trabajadores de los Estados Unidos cuando ven que, por la
concurrencia terrible de los asiáticos, pierde su precio la mano de obra.
El
armenio, que es en Turquía el cristiano por excelencia, se atrae las mismas
cóleras populares que el judío en la Edad Media. El turco, señor del país, no
puede moverse sin tropezar con el armenio, raza vencida que aprieta el dogal a
sus dominadores con un odio de siglos. Los armenios son los comerciantes, los
tenderos, los prestamistas, los ricos que poco a poco s apoderan de todo,
consumiendo, con las artimañas de la usura, la vida entera del pobre osmanlí,
que trabaja y trabaja, sin verse libre nunca de la esclavitud del dinero. De
propietario pasa a ser mísero arrendatario de la tierra que cultiva; si toma
una industria, el armenio le empobrece fingiendo protegerle: si, acosado por el
hambre, quiere hacerse hamal y
cargar fardos en los puertos turcos, su enemigo, más musculoso y listo que él,
le quita el sitio, trabajando por menos dinero.
Caballeresco, hasta en sus defectos, el turco gusta mucho
de proteger a los demás, y es magnánimo en sus dádivas: pero por eso mismo
resulta ávido de dominación y la resistencia le vuelve cruel. Sus odios se
condensan, su orgullo de raza se subleva ante estos antiguos siervos que se
convierten astutamente en sus amos, y entonces apela a la espada, suprema razón
del Profeta.
¡Pobre Turquía! Viéndola de cerca se la ama más,, porque
se aprecian mejor sus cualidades y se ven con mayor claridad los peligros que
la amenazan. Al llegar a ella, se sorprende el ánimo viendo los enormes
territorios que ha perdido casi recientemente. En nuestros días ha sido
expulsada de Montenegro, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Bulgaria y Rumania, y
recientemente de la Rumelia. Esos despojos de su antigua dominación forman
reinos.
La Europa occidental sueña con arrojar a los turcos al
otro lado del Bósforo, arrebatándoles los territorios que poseen en el
continente, enormes todavía, pero insignificantes comparados con sus dominios
del pasado. Algunos ven en esto una gran victoria histórica, un desquite de la
vieja Europa, que devuelve el territorio asiático a los invasores que tanto
miedo le hicieron sufrir. Error; el turco ya no es asiático, como nosotros no
somos latinos, a pesar de que nos agrupamos bajo este nombre. Ningún pueblo del
mundo merece con justicia el origen que ostenta.
Los turcos del Asia central que aún existen en el
territorio de los mogoles son hermanos de estos otros, que los abandonaron para
marchar hacia Occidente como una ola devoradora. Los turcos asiáticos son de
raza amarilla. Los turcos del Imperio otomano, los que todos conocemos, son ya
caucásicos, como nosotros. Sus incesantes cruzamientos con la raza blanca y los
azares de la guerra con sus mezcolanzas han fundido y hecho desaparecer el
primitivo elemento étnico.
Ir por una calle de Constantinopla es casi lo mismo que
ir por una calle de Madrid. Cada cara recuerda un nombre. A veces se duda al
cruzar la mirada con los ojos de un transeúnte, y se lleva la mano al sombrero
para saludar. Se cree uno en Carnaval, y dan ganas de decir:
¡Amigo López…, o amigo Fernández, ¡basta de broma!
¡Quítese el gorrito rojo, que le he conocido!
CONSTANTINOPLA
Cuando Constantino hizo
de Bizancio la capital del Imperio y la llamó Nueva Roma, estaba lejos de
imaginarse que su propio nombre prevalecería como título de la enorme ciudad.
No hay población que pueda compararse, por su belleza
topográfica, con la famosa Constantinopla, compuesta de tres ciudades: Pera y Gálata, formando una sola agrupación urbana; Estambul, que ocupa el solar de la antigua Bizancio, y Escútari, en la ribera asiática.
Para dar una idea aproximada de la situación de esta
triple ciudad, hay que imaginarse una inmensa Y de forma irregular. El tronco de la Y es el final del mar de Mármara y de la entrada del Bósforo;
la rama de la izquierda, el famoso Cuerno
de Oro, profundo brazo de mar que atraviesa la ciudad y se pierde tierra
adentro; la rama de la derecha, la continuación del Bósforo, hasta dar con el
mar Negro.
En el espacio comprendido entre el tronco de la Y y el
final de la rama izquierda está Estambul. En el espacio que existe entre las
dos ramas, o sea en la península limitada por el Cuerno de Oro y el Bósforo, se
hallan asentadas Gálata y Pera. A lo largo del Bósforo, o sea en todo el lado
derecho de la Y, desde la base de la letra a su remate superior, están Escútari
y demás poblados que pertenecen a Constantinopla. El lado izquierdo de la Y y
el espacio comprendido entre las dos ramas es Europa; todo el lado derecho de
la letra es Asia. Dos piastras (que son unos sesenta céntimos) bastan para que
un vigoroso remero turco, gran maestro en el arte de sortear las corrientes que
van y vienen por el enorme callejón acuático, entre el mar de Mármara y el mar
Negro, os lleve en unos cuantos minutos de un continente a otro.
Las tres ciudades más importantes en la historia de la
humanidad son Atenas, Roma y Constantinopla.
Grecia enseñó a los hombres el arte de pensar, el culto
de la belleza, y aún hoy vivimos de sus lecciones. Las leyes y usos de Roma
regulan todavía la vida moderna. Constantinopla fue la intermediaria
indispensable entre el mundo antiguo y el actual, hasta el punto de que, si
ella no hubiese existido, el mundo se vería privado de su más noble herencia,
ignorando lo que filósofos, poetas y artistas pnsaron y produjeron para
nosotros hace tres mil años.
Es de uso corriente despreciar a Bizancio y desconocer la
presencia histórica del Imperio de Oriente. Es cierto que la existencia del
llamado Bajo Imperio fue poco noble, por su historia de miserias, crímenes y
disensiones religiosas, que acababan siempre en derramamientos de sangre.
El populacho, capitaneado por monjes bárbaros y falsos
profetas, mataba o moría defendiendo sutilezas teológicas que no le era dado
entender. Por si los templos cristianos debían tener imágenes o privarse de
ellas, por si el Hijo era más o menos que el Padre y el Espíritu Santo superior
a los dos, el pueblo de las discusiones
bizantinas, saturado de nimias sutilezas de la decadencia griega, andaba a
palos y cuchilladas en las callejuelas de Bizancio. Además, el Hipódromo, con los mil incidentes de
sus carreras de carros, monopolizaba toda la vida nacional. El color de los dos
bandos de cocheros, el verde y el azul, dividía al pueblo bizantino en dos
grandes partidos, y verdes y azules ocupaban el poder a fuerza de revoluciones
y convirtiendo el circo en campo de batalla. A todas estas desgracias se
unieron las hambres, los incendios, la peste y los continuos ataques de los
búlgaros durante los mil años que sobrevivió el decaído Bajo Imperio.
Pero, a pesar de su larga agonía, Constantinopla, centro
del Imperio de Oriente, tuvo su grandeza y sirvió noblemente a la civilización.
Ella guardó las tradiciones del arte griego, la legislación romana, los
monumentos literarios, toda la antigüedad; y cuando en el siglo XI, surgió el
primer intento de renacimiento y en el siglo XV llegó a ser un hecho el hermoso
despertar de la Humanidad, de su seno salieron los hombres y las ideas que
realizaron el Italia el retroceso bendito hacia la antigüedad clásica. Además,
durante la Edad Media fue Constantinopla la gran muralla que contuvo el empuje
de las invasiones asiáticas. Europa, defendida por este puesto avanzado, pudo
constituirse lentamente a su abrigo. La Cristiandad se dio cuenta de la
importancia de Constantinopla cuando después de caer ésta en poder de los
turcos, los vio avanzar en unos cuantos años hasta el corazón de Europa, siendo
precisa una acción común para atajarlos junto a los muros de Viena y en las
aguas de Lepanto.
Grecia, aunque mutilada por los siglos y los hombres,
guarda grandezas de su pasado en el Partenón y otros monumentos. Roma conserva
el esqueleto de su gloria en ruinas, casi enteras de termas, templos y circos;
pero de la antigua Bizancio apenas quedan vestigios. El turco lo arrasó todo,
más que por barbarie por afán de dominación, por celos del pasado, por su deseo
de que ninguna obra antigua pudiera rivalizar con las del periodo de gran
esplendor que vino tras la conquista. Si respetó Santa Sofía, fue para
convertirla en una mezquita, borrando de ella todo signo de cristianismo
griego.
Otros conquistadores no menos temibles que los turcos
cayeron sobre la ciudad. En 1204, los cruzados creyeron más cómodo y lucrativo
conquistar la gran metrópoli cristiana que pelear con los musulmanes de Asia, y
su asalto fue terrible. En la ciudad de Constantino y Justiniano no quedó
piedra sobre piedra. Los guerreros de la Cruz robaron templos y palacios, y los
marinos genoveses y venecianos que conducían en sus galeras la expedición, se
cobraron el pasaje de la cruzada llevándose a sus Repúblicas lo mejor de Constantinopla.
Los famosos caballeros de Lisipo,
los cuatro corceles de bronce dorado que se encabritan en la fachada de San
Marcos, de Venecia, son un recuerdo de este gran saqueo. Cuando expulsados al
fin los cruzados, volvió a reestablecerse el Imperio griego, la ciudad
conservaba sus famosos monumentos, pero empobrecidos por el despojo, y antes
llegó la conquista de los turcos que el nuevo florecimiento de Bizancio.
Nada queda en Constantinopla del pasado; pero ¡cuán
hermosa es con su aspecto musulmán! No existe ciudad que pueda comparársela en
grandeza. Londres o París son más
enormes; pero el viajero se convence de esto porque así lo dicen los libros, no
porque lo vean sus ojos. Es imposible encontrar en ellas una calle o una plaza
que proporcione la sensación exacta de la grandeza de la ciudad.
Constantinopla, en cambio, puede abarcarse de un solo golpe de vista. Basta
colocarse en mitad del Cuerno de Oro sobre un caique, ligero y movedizo como una piragua, o en el Gran Puente
para admirar toda la importancia de la metrópoli musulmana. Ninguna ciudad del
mundo, al decir de viajeros famosos, tiene tal aspecto de inmensidad. Su
vecindario de es de millón y medio de seres, pero cualquiera puede atribuirle
cuatro o cinco millones.
La torre de Gálata, pesada y enorme, mira desde lo alto
de su península al viejo Estambul, erizado de minaretes, sutiles y blancos como
la plegaria del buen creyente, y en cuya cima tiembla la flecha como una llama
de oro. Las grandes mezquitas son amontonamientos de plomizas cúpulas que
ascienden en torno de la cúpula central, rematada por una media luna que arde
bajo los rayos del sol.
¡El atardecer de mi primer día en Constantinopla!… Venía
yo de contemplar, a cierta distancia, la santa mezquita de Eyoub, donde jamás ha puesto su pie ningún cristiano. Eyoub es un
arrabal, en el fondo del Cuerno de Oro que se conserva como lo más turco y
creyente de Constantinopla. Su mezquita, viene, en rango de santidad, detrás de
La Meca. Las viejas del barrio,
envueltas en su manto negro, escupen a los pies de todo cristiano que
encuentran al atardecer en sus calles, y le desean a gritos las mayores
desgracias.
En los balconcillos de los minaretes, hombres
liliputienses con turbante blanco, agitaban los brazos, acompañando estos
movimientos con las modulaciones de un chillido sobrehumano. Sobre los puentes
de los buques de guerra, un hombre entonaba un canto majestuoso y triste,
semejante a las saetas de la Semana
Santa de Andalucía.
La Ilah il Allah ve Mohamed resoul Allah!,
cantaban con melancolía religiosa, en el misterio del crepúsculo. Los
centenares de gorros alineados a lo largo de las bordas, entre las bocas de los
enormes cañones y las torres blindadas, rugían al contestar como un estampido: Allah!
Allah! Y al ver esta fe de los desiertos asiáticos, este ardor
fervoroso de los jinetes errantes de otros tiempos, repetirse a bordo de los
buques acorazados, tuve una visión exacta de lo que es la Turquía moderna;
europea exteriormente pero cuando escucha la voz del Profeta siente despertarse
en ella la misma alma de los que llegaron tras el caballo de Mohamed II a la
conquista de Constantinopla.
EL
GRAN PUENTE
Para el que dese
conocer en conjunto la variadísima población de Constantinopla, el mejor punto
de observación es el Gran Puente, que va de Gálata a Estambul. Tiene medio
kilómetro de extensión y su piso de maderos desiguales, en los que tropieza el
transeúnte, está sentado sobre pontones insumergibles, pues la profundidad del
Cuerno de Oro, en algunos lugares tiene cerca de cien metros, no permite
sostener más sólidos.
A un lado descuella sobre el caserío en pendiente, la
maciza torre de Gálata, empavesada con los pabellones de las grandes potencias,
que parecen proteger los barrios europeos. En el extremo opuesto, como si
cerrase el paso por la parte de Estambul, se alza la mezquita de la Sultana Validé sus esbeltas torrecillas
y sus cúpulas con medias lunas de oro.
Desde el centro del puente se abarca en todo su esplendor
el espectáculo del Cuerno de Oro, grandioso puerto que lleva el nombre por su
forma curva rematada en punta, y por las riquezas incalculables desembarcadas
en él. Navíos de todos los países forman una segunda ciudad flotante a ambos
lados del puente. En las primeras horas de la madrugada se abre una parte de
éste para dar paso hacia el Bósforo a los grandes navíos de guerra y los
vapores comerciales que anclan en el fondo del Cuerno de Oro. Los vaporcillos
de viajeros para los pueblos del Bósforo, las islas de los príncipes o Brussa,
parten con gran frecuencia. Cada cuarto de hora sale uno agitando sus ruedas
con la doble cubierta repleta de gorros rojos. Braman, las sirenas, humean las
chimeneas, tiemblan los pontones con el encontronazo de los veloces cascos, y
sobre las aguas verdosas, agitadas por las corrientes y que el continuo paleto
de ruedas y hélices conmueve, pasan los caiques, ligeros como flechas. Los
bergantines turcos, de arcaica forma, que recuerda a las galeras de la
piratería, extienden sus velas amarillentas y salen cabeceando como venerables
mendigos entre las elegantes parejas de yates y la revoltosa e inquieta
granujería de vaporcitos “moscas” y botes automóviles, que parecen burlarse de
estos ancianos del mar, pasando. Las barcas griegas despliegan sus velas
triangulares hacia los puertos de Mármara; los buques del Occidente europeo van
hacia el mar Negro en busca de trigo y de petróleo. Grandes bandas de gaviotas,
ebrias de sol y de azul. Una niebla de humo de carbón flota sobre el Cuerno de
Oro en los días de calma, y por encima de esta nube parda a la que da el sol
doradas transparencias, aparecen las cúpulas y minaretes del viejo Estambul,
blanco y rojo, como una ciudad de ensueño flotando en el espacio.
Para ser capitán de buque o simple remero de caique en el
Cuerno de Oro y en el Bósforo se necesita tanta habilidad como para ser cochero
en Constantinopla, donde las callejuelas se abrieron con el propósito de que
pasase por ellas cuando más un carruaje, y sin embargo, circulan dos en
distinta dirección. La primera vez que se navega por los citados callejones
marítimos, el alma parece subirse a la garganta. El caique, mísero cascaron que
apenas puede sostenerse, se pega con la mayor tranquilidad a las ruedas o las
hélices de los vapores. Los vaporcillos se van sobre los barcos de vela, y
cuando parece inevitable el abordaje, pasan por su lado rozándolo, pero sin
choque alguno.
Los buques tanto de vela como de vapor, tienen que marchar
en zigzag, sorteando un obstáculo a cada instante, navegando con la misma
atención que le es precisa al viajero al transitar por primera vez por las
calles de Constantinopla. El capitán ve cerrado su derrotero por otros buques
que vienen hacia él o que oblicuan su marcha contándole el enjambre de caiques
que trasladan pasajeros de una orilla a otra; de vaporcillos moscas que llevan
en su popa banderas de todas las naciones; de largas góndolas blancas y
doradas, con remeros negros, en cuya popa se muestran damas misteriosas,
cubiertas con antifaces y capuchones que sólo dejan visibles los pintados ojos.
Gritan los barqueros en todas las lenguas; saltan de un barco a otro las malas
palabras de todos los idiomas; chillan los silbatos, rugen las sirenas.
A lo largo del Gran Puente ha ido extendiéndose, como
hongos adheridos a él, un sinnúmero de casuchas flotantes, muelles y pequeños
cafés, todo miserable de maderas carcomidas por la lluvia y l aire salino, pero
con esa alegría dorada que el sol oriental comunica a las mayores suciedades.
Estos hijos del puente cabecean con el continuo movimiento del agua removida
por los buques, y parecen temblar con las palpitaciones de la extensa
plataforma de medio kilómetro, por la que pasa toda Constantinopla, tronando la
madera bajo las ruedas de los carruajes. Los cafetines flotantes tienen
terrazas embreadas, a las que una línea de macetas de flores dan el aspecto de
pensiles. Viejos turcos, sentados a la oriental y con la barba descendiendo
hasta el abdomen, fuman el narguile y pasan las cuentas de su rosario de ámbar,
gozando al permanecer impasibles e indiferentes en medio de este movimiento
loco. El tropel de gorros rojos y de mujeres encapuchadas como máscaras se
precipita en los muelles salientes, que dan acceso a los vapores de viajeros.
El suelo, inseguro, es de tablones desiguales, por entre los que puede pasar un
pie, y, además, están cubiertos de residuos de frutas.
A ambos lados de estos muelles amarrados al Gran Puente
hay casuchas que ocupan los vendedores de comidas y bebidas. Judíos que hablan
un español extravagante van de un lado a otro pregonando rosarios musulmanes,
sorbetes, rollos de pan espolvoreados de ajonjolí, y bizcochos a los que llaman
en Constantinopla Pan de España. En
las puertas de los tenduchos se elevan pirámides de melones amarillos y enormes
sandías con su verdor cortado por blancas inscripciones en árabe. En los
cafetines se exhiben en primera fila las ventrudas botellas de limonada o
naranja con un limón por tapadera, y más adentro humean las pequeñas tazas de
café turco, líquido pastoso digno de los dioses. Los perros vagabundos, que son
en Constantinopla algo así como una institución pública y popular, pasan por
entre las piernas del gentío, mansos, corteses y silenciosos, buscando su
comida.
Los extranjeros se mueven desorientados en este
torbellino de gente, y si desean tomar un barco, siempre llegan tarde. Hay dos
problemas en Constantinopla que el viajero no resuelve nunca y mira con
misterio: la hora y la moneda.
En Constantinopla hay dos horas: la hora a la
franca, que es la de los relojes de la Europa occidental, y la hora a la
turca, que es por la que se rigen los vapores, tranvías, etc.; todo lo
que depende del Municipio y del Gobierno.
La jornada empieza para el turco al ponerse el sol, y de
aquí que todos los días los buenos otomanos tengan que arreglar su reloj, sin
que aún ellos mismos sepan ciertamente en ningún momento cuál es la hora
exacta. La medida del tiempo cambia por día y por estación. Cuando nuestro reloj
a
la franca marca el mediodía, el turco dice que son las cinco o las
seis, así como unos meses después dirá que son las tres o las cuatro. No hay en
esto otro daño que llegar tarde a todas partes, perdiendo trenes y vapores, o
verse obligado a largas esperas; pero lo de la moneda trae mayores perjuicios.
En Turquía hay buena moneda y mala moneda, y según
se recibe un pago en una o en otra, la cantidad vale más o menos. Hay también moneda
borrosa, que nadie toma, pero que todos procuran dar al viajero; hay
papel emitido por el Gobierno otomano, llamado kaimé, que carece de
valor. Pero lo más original es el cambio. Exceptuando algunos cafés y
restaurantes europeos, nadie cambia gratuitamente una moneda. En las calles
importantes de Constantinopla, junto al Gran Puente, cerca de los tranvías y
muelles de embarco, en el Gran Bazar y en todos los lugares de algún tránsito,
existen numerosos puestos de cambiadores de moneda, antiguos compatriotas
nuestros, que siguen fieles a Abrahán y Moisés.
En Constantinopla el que no lleva a mano moneda
menuda, aunque guarde en su bolsillo oro y billetes a puñados, como si
no llevase nada. El cochero o el conductor del tranvía le hace bajar para que
vaya al cambiador más inmediato, y el que despacha billetes en una taquilla o
cobra peaje en el Puente, le enviará al judío más próximo, sin dejarle pasar.
Cambiáis una moneda de oro, y el cambiador os da el
dinero en medjidiés de plata, especie de duros turcos, quedándose por el
cambio con una piastra, que es como un real en España. Después se os ofrece
cambiar uno de los medjidiés, y el cambiador os entrega cuartos de medjidiés, que
son como las pesetas turcas, y se queda con otra piastra. Luego cambiáis en
otro sitio una de esas pesetas, y se quedan con otra piastra, y así, de cambio
en cambio, de cada veinte francos, el cambiador se queda con uno o más. El que
conoce esta costumbre cambia de golpe una pieza de oro en pequeña moneda, y tiene
que ir con los bolsillos repletos de piastras y paras, monedas más
pequeñas que botones de camisa. La moneda de oro tomada de un judío es pérfida
y peligrosa. No pasa por sus manos que no la lime hábilmente para arrancarle un
poco de polvo de oro, y así, de rasguñón en rasguñón, juntando limaduras, se
gana doce y quince francos extraordinarios, según las piezas que toca durante
el día. Después, en los bancos y demás establecimientos públicos donde conocen
la artimaña, someten las monedas al peso, y el incauto que las ha tomado pierde
dos o tres francos. La discusión con el compatriota que intenta estafaros es
interesante, por la fogosidad como se expresa y los ademanes dramáticos que
acompañan a su castellano espcial:
-Que por mis hixos que no engaño, señoreto… Que toma la
pieza, que yo soy un buen trocador de dinero… Que la tomes como si fuese una
alahaxa… Que por mis viexos te lo juro, que antaño vinieron da allá, como tu
vienes agora; porque yo, señoreto, también soy español.
LOS QUE PASAN POR EL GRAN PUENTE
Unos mocetones, con la
gordura musculosa de los turcos, vistiendo largas blusas blancas, cortan el
paso al transeúnte, extendiendo una mano. Son los cobradores del puente, que
exigen el pasaje: diez paras.
Toda Constantinopla pasa por el Gran Puente. Los turcos
del viejo Estambul necesitan ir a Gálata y Pera, donde están los bancos, las
embajadas, los grandes almacenes, y los habitantes de estos dos barrios
europeos se ven obligados a pasar a la ciudad turca, porque en ella se
encuentran los centros administrativos del Gobierno otomano, la Sublime
Puerta, con sus ministerios e innumerables dependencias.
La plataforma de madera tiembla bajo el rodar de los
carruajes y el paso de millares de transeúntes. Aturde y ensordece el vocear de
este pueblo poliglota, donde el que menos habla cinco idiomas y son mayoría los
que poseen doce idiomas. Asombra y deslumbra la carnavalesca variedad de los
trajes.
Al entrar el puente parece éste un campo interminable de
rojos geranios. Miles de gorros oscilan al marchar, sirviendo de remate lo
mismo a tocados puramente turcos que a trajes europeos. Los marineros otomanos
completan su uniforme, igual al de todas las marinas del mundo, con el fez, que
da una gracia exótica a su aspecto de navegantes europeos. Los oficiales, con
sus insignias a la inglesa, enguantados de blanco, calzados de charol y el
sable bajo el brazo, cubren también su cabeza con el gorro turco, que es
obligatorio para todo súbdito otomano y para todo extranjero dependiente del
Gobierno. El ejército de tierra, uniformado a la alemana, guarda también el
cubrecabezas nacional, y el mismo fez escarlata sirve al último soldado que al
bajá, que se muestra en caballo brioso, con dorada silla, saltando sobre sus
hombros de las pesadas charreteras al compás del galope.
Sobre la nota oscura y dorada de los uniformes militares,
se destaca la muchedumbre variadísima de Constantinopla, formada de diecinueve
pueblos distintos, que aún guardan sus usos y sus trajes tradicionales. Pasan
los árabes del lejano Yemen o los moros africanos de la Tripolitania con sus
chilabas pardas y la cuerda de pelo de camello anudada a las sienes; los
croatas, que sirven de porteros en las grandes casas de Constantinopla,
vestidos de rojo y azul, con gran profusión de galones y bordados, un bonetillo
redondo sobre la bigotuda cabeza y un enorme revólver de Eibar atravesado en la
faja; los albaneses y macedonios con faldillas blancas, planchadas y
encañonadas, sobre el traje oriental; los judíos, con la túnica a rayas de los
días de fiesta, y encima un gabán de pieles, aunque sea verano; los armenios,
con un pañuelo de hierbas anudado en torno del gorro; los griegos vestidos a la
europea, pero con una palidez aceitunada y unos ojos como tizones, que revelan
su origen; el clero innumerable de imanes, soffas y derviches, unos con el
turbante blanco, otros con el turbante verde, recuerdo de su peregrinación a la
Meca; algunos con gorros de grotesca forma, y todos ellos con el rosario de
ámbar en la mano, repitiendo a cada cuenta la monótona alabanza a Alá.
La muchedumbre tiene que apartarse, abriendo sus filas a
cada momento, para dejar paso a los carruajes, que avanzan veloces, o a las
sillas de mano, que todavía son aquí de uso corriente; aparatosas literas,
dentro de las cuales van las damas turcas a sus visitas, en los estrechos
callejones.
Un pelotón de jinetes, carabina en mano, escolta a un
coche que todos saludan. Es el gran visir, que va a la Sublime Puerta. Tras él
pasan varios cargadores armenios, no menos temibles que un vehículo, pues
marchan abrumados por pesos inauditos que nos les permiten mirar ni apartarse.
En Constantinopla es donde se ve con asombro hasta donde
pueden llegar las fuerzas del hombre: por algo dice el proverbio: “Fuerte como
un turco”. La estrechez de las calles y el respeto amoroso que siente el
otomano por los animales son causa de que en Constantinopla se haga todo a
brazo: el comercio, las mudanzas, etc. Se ven venir por el puente pilas de
cajas que parecen marchar solas, pues apenas si se distinguen entre ellas y el
suelo unos pies entrapajados y un fez. Yo he visto a un cargador armenio
echarse un piano a la espalda, en una mudanza, y emprender la marcha vacilante
bajo el peso, pero sin detenerse un momento. Los hombres, abrumados por este
esfuerzo sobrehumano, caminan a ciegas, y el público tiene que huir.
Por el centro del puente se abren paso de pronto, con las
manos cruzadas sobre el estómago, en una actitud frailuna de mansedumbre,
varios señores vestidos de negro. Llevan la elegante levita de corte, llamada estambulina,
sin solapas y cerrada como una sotana que es aquí el traje de ceremonia. Tras
ellos marcha lentamente una carroza, que todos saludan, y en su interior se ven
varias damas envueltas en velos blancos, o un caballero de gorro rojo con
bigotes a lo káiser. Son señoras del harén imperial que vienen a comprar a la
ciudad, con un sequito de empleados palatinos, o alguno de los innumerables
hijos, hermanos o sobrinos del sultán. Con aire de superioridad se abren paso a
codazos unos negros elegantes vestidos del mismo color de su piel, con la
estambulina de ceremonia y el fez muy recto sobre la cabeza. Tienen las piernas
muy largas; el cuello es enorme. Cuando hablan es a gritos, son personajes que
viven aparte, y a los que mira la gente con cierto respeto; son eunucos del
palacio imperial o de los harenes delos grandes bajaes, habituados a su
existencia entre beldades misteriosas. Algunas veces van sentados en el
pescante de un coche de lujo, en cuyo interior ríen y comen dulces cuatro
beldades turcas, vestidas con trajes parisienses de la rue de la Paix, y con el
rostro cubierto con una finísima gasa. Estas mujeres de bajá, que van a las
grandes tiendas de Pera, son turcas modernas que hablan francés e inglés, tocan
el piano, leen novelas y conocen todas las seducciones de la vida europea…
todas, menos el adulterio, que es aquí imposible, no por falta de ganas, sino
por la vigilancia brutal.
Las turcas más modestas, esposas de musulmanes pegados a
la tradición que viven en Estambul, o las simples mujeres del pueblo, van a
pie, vistiendo amplios trajes semejantes a dominós de gruesa seda adamascada,
negra, roja, verde o azul. Por las amplias mangas de esta envoltura asoman los
brazos de la blusa interior, encintada y vaporosa. Las manos, enguantadas,
sostienen la sobrilla y el bolso. La abertura del capuchón que corresponde al
rostro tiene un teloncillo de seda negra a modo de máscara, que en unas es
tupida e inaccesible a toda mirada, y en otras, diáfana y atrayente, como una
invención de la coquetería. La calidad de estas mascarillas permite apreciar el
valor de lo que se oculta detrás, aún antes de verlo. Regla general: todo velo
espeso esconde una vieja dama o una fea desfigurada por las horribles
enfermedades del Oriente. Al través de los velos claros se encuentra siempre
alguna cara de criadota española o de monja fresca, con triple barbilla,
carrillos de luna arrebolados por el colorete y unos ojos hermosos.
La moral y la decencia son frágiles invenciones humanas,
que cambian con la mayor facilidad, según los tiempos y los pueblos. Estas
damas turcas, para las cuales es una indecencia levantarse el velo ante otro
hombre que su legítimo señor, y a las que vigila en todas partes la terrible
Policia otomana para que no cambien una palabra con el extranjero, se remangan
la faldamenta hasta más arriba de la rodilla, aunque no llueva, y muestran con
la mayor naturalidad sus pantorrillas enormes y chillonas, que, según dicen los
comerciantes, de aquí, proceden de Cataluña. Estas máscaras, encapuchadas y
misteriosas, bajo la luz del sol que caldea los maderos del puente, dan un
atractivo novelesco a la multitud. Las mujeres circulan entre el gentío con la
mayor tranquilidad, sabiendo que nadie osará mirarlas, que todo musulmán bajará
la vista para no verlas, y por eso, cuando se encuentran sus ojos con los ojos
audaces del europeo, unas, las más hermosas, sonríen con cierta turbación, y
otras crispan su cara, indignadas.
De toda la multitud cosmopolita que diariamente circula
por el puente, el más simpático y cortés es el turco. Yo no entiendo su lengua;
pero los ademanes constituyen un idioma inteligente y claro para el extranjero
que, privado del habla, observa con la mayor atención. Además, los que conocen
el turco elogian con entusiasmo la cortesía y mesura de este pueblo, grave, un
tanto triste, pero bueno y generoso. No hay idioma según ellos que contenga
iguales expresiones de afecto. La madre turca habla siempre a los pequeños
dándoles el nombre de flores o graciosos animales; el hombre tributa al
extranjero o al amigo los más extremados elogios, al par que les da
hospitalidad y protección.
La caridad cristiana de los pueblos occidentales que
tiene las calles llenas de mendigos y deja morir de hambre a muchos infelices,
es bien poca cosa considerada desde Constantinopla. Aquí los pobres son
muchísimos miles, y, sin embargo, sólo se encuentran pordioseros en el puente o
en los alrededores de alguna mezquita, y estos nunca son turcos, sino griegos y
judíos. El pobre es sagrado para el turco, y no se contenta con darle unos
céntimos, sino que le abre su casa y le da cuanto necesita. En este pueblo
generoso, que tiene la noble manía de la protección todos los pobres están colocados; todos cuentan con una casa.
De los actos exteriores del otomano, el que más admiro,
como suprema expresión de nobleza, es el saludo. Los europeos no sabemos
saludar. Cogemos el sombrero, lo levantamos con más o menos rudeza, sonreímos,
y ya está hecho todo. En cambio el turco es un verdadero artista de la
cortesía. Su gorro rojo es inconmovible. Solo se pone al levantarse y no se
despoja de él ni un instante hasta la noche. Descubrirse la cabeza es la mayor
descortesía y algo así como una blasfemia religiosa. Quitarse el cubrecabezas
para saludar significaría lo mismo que si un europeo se despojase de un zapato
para dar la bienvenida una señora. Esta necesidad de mantener el fez recto e
inmóvil sobre la cabeza, ha confiado a la mano y a los ojos todo el saludo.
¡La noble dignidad oriental de los turcos al
encontrarse!... La mano, que parece hablar, desciende a la rodilla, y de allí
se remonta al corazón, pasando luego a la frente, al mismo tiempo que el cuerpo
se inclina con majestad y los ojos expresan el respeto y la alegría del
encuentro con un arte y una gracia que ningún europeo puede imitar.
Constantinopla es el gran vertedero del continente. Aquí
se ocultan y se pierden los más temibles aventureros. Turquía es un pan blando,
en el que vienen a hincar el diente los lobos del mundo. Esos turcos d aspecto
inquietante, que sólo son turcos por el fez que llevan en la cabeza, inspiran
miedo. Son europeos, y el europeo es lo peor de Turquía.
EL
GRAN VISIR
Mi amigo Mizzi es un
abogado inglés notabilísimo que desde hace treinta y cinco años vive en
Constantinopla. Habla y escribe con la mayor facilidad doce idiomas, y en un
mismo día perora ante el Tribunal consular de Inglaterra, hace una defensa en
turco, escribe una demanda en griego o en ruso y acaba su jornada en el
Consulado español expresándose en castellano. Desde Constantinopla ha ido a
defender pleitos a Siberia. Otra vez fue a Bagdad y a Bassora, países de leyenda
para intervenir como abogado en una herencia de príncipes árabes. Sólo en
Oriente pueden encontrarse estos litigios.
Mizzi es inglés porque nació en Malta; pero su madre era
española, y él siente un gran afecto por España. Es consejero legista de casi
todas las embajadas y consulados; condecoraciones y títulos llueven sobre él, y
sin embargo, lo que más aprecia es su nombramiento de vicecónsul de España. The
Levant Herald, el diario más grande de Constantinopla es propiedad
suya, y en él trabaja diariamente dando al público una información del mundo
entero. Ir con Mizzi por las calles de Pera y Gálata es asistir a un desfile de
popularidad. Saludo a un turco en su lengua, conversación con un griego,
diálogo con un francés o italiano, sombrerazos, apretones de manos, frases
cariñosas. Una mañana me lleva Mizzi a saludar al gran visir, antiguo amigo
suyo de la juventud.
¡El Gran Visir!, este hombre evoca visiones de inmenso poder;
hace recordar las lecturas de la niñez, los mágicos cuentos de las “Mil y una
noches”; presenta ante la imaginación un imponente personaje de luenga barba y
turbante blanco enorme, con una majestuosa cohorte de esclavos, ejecutores,
escribas y fanáticos santones.
El gran visir de Turquía, que es más que nuestros jefes
de Gobierno (algo así como el vicesultán), resulta uno de los personajes más
importantes del mundo. Gobernar naciones como, por ejemplo, España, puede
hacerlo cualquiera. Con tener una mayoría en las cámaras, todo está asegurado.
Ningún peligro exterior amenaza al país, y la vida interior se desarrolla
plácida y entretenida, a través de chismes y comadreos, a los que se da el
nombre de política, entendiéndose todos al final.
Para llegar a gran visir hay que ser un hombre
extraordinario. Sustentas unidas y en paz las diecinueve razas del imperio,
separadas por odios históricos y radicales diferencias religiosas; gobernar
desde Constantinopla el lejano Yemen, poblado de fanáticos que se irritan al
ver que Turquía hace una vida europea, o Bagdad, alejada de la capital por un
viaje de cincuenta y cuatro días, y al mismo tiempo hacer frente, con engaños y
energías, al tropel de lobos de las grandes potencias europeas, que ya han
arrancado miembros enteros del cuerpo otomano, y cada vez aúllan más fuerte,
pidiendo nueva carnaza: todo esto es empresa que requiere inteligencia y la
firme voluntad de un hombre superior.
Vamos a visitar al gran visir a su casa, antes que se
traslade a su despacho de la Sublime Puerta, en las primeras horas de la
mañana, pues este personaje, sobre cuya inteligencia pesa todo un imperio, es
un gran madrugador. Llegamos al palacio, situado en las afueras de Pera, cerca
de un gran campo de maniobras, donde galopan, en traje de campaña, varios
escuadrones de caballería. Un cuerpo de guardia con numerosos centinelas, se
eleva frente a la vivienda del gran visir, precaución que no es superflua en
este país, donde han sido frecuentes atentados contra el sultán y sus ministros.
El palacio no tiene nada de oriental. Es una gran casa, con amplias escaleras
de mármol. El fez de los empleados y sirvientes, que van de un lado a otro, y
la falta de alumbrado eléctrico son los únicos detalles que recuerdan a
Turquía.
Entramos en una pequeña antesala, saludamos a otros
visitantes que aguardan, y ellos nos contestan con la grave cortesía oriental,
inclinándose, llevando su diestra de las rodillas al corazón y a la frente. Son
turcos de correcto exterior con el fez muy planchado y erguido y la negra
levita militarmente abrochada; imanes jóvenes, de luenga barba, elegantes y
limpios, que para entretener la espera pasan entre sus dedos, las cuentas del
rosario. Nos distraemos fumando cigarros orientales, hasta que un oficial del
gran visir viene a advertirnos qu su alteza nos espera, recibiéndonos antes que
a los demás.
Mizzi me advierte que debo llamar alteza al gran visir.
En Turquía, fuera de la familia del sultán, no hay más que dos altezas: el gran
visir… y el gran eunuco del harén imperial.
Pasamos ante un salón de enormes proporciones, que parece
un almacén de muebles por la gran cantidad que contiene de sillerías, lámparas,
espejos, cuadros y cojines, todo europeo. Son regalos de los Gobiernos
extranjeros y que éste amontona en el salón de fiestas diplomáticas. Los
objetos de Europa, con su abigarrada y rica variedad, quedan en la pieza
destinada a recibirlos. Más allá está la vida íntima, la vida turca. Me veo de
pronto en un pequeño gabinete. Tres hombres están en pie, con levita negra,
calado fez, la mirada en el suelo y manos cruzadas sobre el abdomen en actitud
respetuosa. Otro hombre también de levita, avanza hacia nosotros, sonriendo con
una mano tendida. Creo estar en una antesala, desde la cual van a anunciarnos…
Pero no; estoy en el gabinete del primer ministro de Turquía y el hombre que
nos sonríe y nos tiende la mano es el propio gran visir.
Me siento desconcertado por esta sencillez. El gabinete
es una pieza de paredes blancas y desnudas, sin otro adorno que una fotografía
del sultán. En un extremo, dos pequeñas librerías con cristales de colores.
Unos divanes bajos, de sedas oscuras, son los únicos muebles, y junto a una
ventana, que encuadra un pedazo de cielo y de jardín, acaba de tomar asiento el
poderoso personaje. Nada hay en él que recuerde las “Mil y una noches”. Ni su
aspecto ni su habitación revelan el poder inmenso de que está investido.
Ferid bajá, gran visir de Turquía desde hace nueve años,
periodo de gobierno que no alcanza ningún político en Europa, es un hombre
extraordinario. Es un hombre de gran estatura, fuerte y musculoso, y con una
hermosa barba negra que empieza a blanquear. Tendrá poco más de cincuenta años.
Es un albanés, un turco que ha nacido cerca de Italia y de Grecia. Su juventud
en la universidad de Janina fue muy brillante. El futuro gobernante asombró a
los profesores griegos con sus profundos estudios sobre los poetas de la antigüedad.
Luego vino a Constantinopla, entrando en la administración pública. Fue
gobernador de lejanos pueblos de Asia, hasta que su talento político llamó la
atención del sultán.
EL
PALACIO DE LA ESTRELLA
El marqués de Campo Sagrado,
nuestro ministro en Constantinopla, es el más conocido de los representantes
diplomáticos. Hasta los turcos modestos de Estambul conocen su nombre. Nueve
años de permanencia en Turquía y un carácter franco y bondadoso de gran señor,
que para inspirar respeto no necesita imitar a ciertos embajadores. Cuando se
citan los nombres de los representantes de Europa, el de Constans, embajador de
Francia, y el de Campo Sagrado, son los primeros que acuden a la memoria de los
turcos. Al pasar yo la frontera otomana, apenas dije a los encargados de los
pasaportes que iba recomendado al embajador de España, todos, funcionarios y
viajeros del país, le designaron por su nombre.
Hasta las damas turcas, que parecen vivir aisladas del
mundo cristiano y fingen ignorar la existencia de “infieles” en Constantinopla,
conocen todas al representante de España, y cuando lo ven, sonríen amablemente
bajo sus velos. Es un excelente embajador para un país como el nuestro, que
tiene pocas relaciones con Turquía. Ya que le faltan ocasiones para ejercitar
su acción diplomática, mantiene el prestigio de España a honrosa altura con su
generosidad y cortesía, condiciones que alcanzan profundo respeto en este
pueblo oriental.
Cuando llegué al palacio que tiene España en Buyuk-Daré,
en la ribera del Bósforo, cerca del Mar Negro, vi avanzar a Campo Sagrado,
sonriente y corpulento, con un aire animoso y tendiéndome su fuerte diestra de
cazador asturiano. Ha pasado muchos años en las estepas rusas cazando con el
zar y los grandes duques y ahora acosa a los venados turcos en compañía de los
bajaes más poderosos. Cuando el sultán conversa con él, se entera con interés
de sus hazañas vanatorias.
Nos da un almuerzo, en el que figura como plato principal
un buen arroz a la valenciana. El almuerzo es bueno; al final se brinda por la
lejana patria…; pero más notables es aún el comedor. Por un lado, las ventanas
dejan ver el parque de la Legación, que extiende su arboleda cuesta arriba por
la ribera europea. En el lado opuesto, las arcadas de una logia sirven de marco
al mágico espectáculo del Bósforo y a las verdes montañas de la vecina costa de
Asia. Por la extensión azul pasan caiques con remeros vestidos de blanco, y
sentandas en el fondo de estas ligeras embarcaciones, damas turcas, que sólo
dejan ver encima de la borda su cabeza encapuchada, teniendo frente a ellas,
esclavas negras, libres de velos.
-Verá usted en Constantinopla muchas cosas interesantes –dice
el ministro de España-. Pero créame usted a mí, que llevo en esta tierra
algunos años: los dos espectáculos, lo que no puede verse en ninguna otra
parte, son el Bósforo y el Selamlik.
El Bósforo ya lo había visto, en toda su extensión, al
dirigirme a la Legación. Me quedada por ver el Selamlik, cosa difícil para la
gran mayoría de extranjeros, pues se necesita para ellos la recomendación de un
embajador. Pero Campo Sagrado es incansable cuando trata de favorecer a un
compatriota, y me acompañó en persona a la ceremonia palaciega.
Todos los viernes, al mediodía, el sultán va con gran
pompa a hacer su plegaria a la mezquita de Hamidié, vecina a su palacio. Es el único
monumento en que se deja ver públicamente. Abdul-Hamid podía prescindir de esta
ceremonia especialmente desde hace tres años, en que estuvo próximo a perecer,
por la explosión de una bomba a la salida de la mezquita. Pero el Comendador de
los Creyentes quiere cumplir sus deberes de supremo jefe religioso, y en
treinta y cinco años, sólo dos viernes por causa de enfermedad, ha dejado de
presentarse. Esta asistencia voluntaria a una fiesta en la que ha sido objeto
de atentados demuestra que Abdul-Hamid no vive sometido a locos temores ni lo
trastorna una manía persecutoria, como han hecho creer los armenios que
escriben desde París.
El sultán vive más allá de los arrabales de
Constantinopla, en Yildiz-Kiosk o Palacio de la Estrella, extensión
amurallada como diez o doce veces Madrid, en la que hay un lago donde pesca y
navega a vapor, caminos por los que corre en automóvil, bosques plagados de
caza y unos cincuenta palacios, que habita y abandona a su capricho, mudando su
residencia varias veces en una misma semana. Con una instalación tan completa
se comprende que el majestuoso señor no sienta ningún deseo de visitar
Constantinopla. Sólo una vez por año entra en la gran ciudad; pero es por mar,
atravesando el Bósforo en dorado caique para hacer una visita religiosa al
Viejo Serrallo, donde se guardan como milagrosas reliquias el manto y el estandarte
del Profeta. Todos sus caprichos y deseos puede cumplirlos sin salir del
inmenso jardín que le sirve de palacio. Entre esposas legítimas, odaliscas y
parientas, su har´n guarda unas trescientas mujeres.
No por esto hay que suponer al sultán entregado a
pecaminosas diversiones. Hombre de gran actividad para los negocios públicos,
quiere saber todo lo que ocurre en sus vastos dominios, su harén es puro
aparato; necesidad de seguir las tradiciones musulmanas. Abdul-Hamid repite,
con la certidumbre de la experiencia, que
el hombre solo debe acordarse de tarde en tarde de las mujeres, para no ser un
esclavo.
Cinco mil personas forman su servidumbre alta o baja. Las
cocinas imperiales dan de almorzar y de comer diariamente a cinco mil bocas,
con la generosidad propia de una vivienda imperial. Imagínese el lector los
carros de pan, los rebaños de ovejas y carneros, los cargamentos de hortalizas,
las tinajas de miel y otras vituallas que diariamente entran en las despensas
del palacio. A los cinco mil servidores hay que añadir los regimientos que
acampan en el recinto de Yildiz-Kiosk, lo que forman un total de diez mil
personas. El intendente del palacio es un importante personaje; pero el gran
eunuco es superior a él, y exhibe con orgullo su título de alteza. En realidad
es el más poderoso de los funcionarios en una monarquía absoluta, pues conoce
de cerca las debilidades del señor, y esto crea siempre cierta confianza.
Tenía grande deseos de ver de cerca a este personaje, y
amigos influyentes preparaban nuestra entrevista. Después he desistido ¿Para qué?
Para ver la colección de blondas artísticas que está formando y que exhibe a
los extranjeros no vale la pena de molestarse y llamar alteza a este grotesco y
triste personaje.
No es fácil el acceso al Palacio de la Estrella. El día
de Selamlik los embajadores, que son en Turquía los personajes más respetados
después del sultán, se quedan fuera del palacio en un elegante y grandioso
pabellón de dos pisos. Allí, en un palacio anexo, recibe el sultán a los
embajadores, después de la ceremonia religiosa.
Los banquetes en el palacio son algo semejante a las
fiestas de Las mil y una noches. El convidado se ve en un salón con gruesos
candelabros de oro de la altura de dos hombres. Los platos son de oro trabajado
a martillo; los cubiertos de oro; de oro las botellas y hasta las argollas de
las servilletas. Casi siempre estos banquetes son de treinta o cuarenta
cubiertos; pero hace poco se dio en palacio una comida a la oficialidad d la
flota inglesa -unas doscientas personas- y el servicio fue de oro, tan completo
como siempre. Este palacio es inagotable, comerían mil a la mesa del sultán, y
es posible que a nadie le faltase su pila de platos de oro y áureo cubierto.
En Turquía la riqueza ostentosa resulta aplastante. El
viajero se marcha hastiado para siempre de las piedras preciosas, enormes hasta
la ridiculez, y tan exageradamente ricas, que se acaba por perderles todo
respeto.
Algo semejante ocurre con las condecoraciones. El sultán,
al darlas, regala las insignias de brillantes. Los que dirigen el servicio en un
banquete del sultán llevan el pecho cruzado y bandas y constelado de estrellas
de diamantes. El gran señor condecora también a las damas turcas, hijas o parientas
de los bajaes; y muchas de las encapuchadas que pasan en carruajes por las
calles yendo a visitas y fiestas, llevan bajo el misterioso dominó, bandas y
estrellas y medias lunas d brillantes.
Continuará……
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Blasco Ibañez, Vicente,
Obras Completas, Madrid, Aguilar,
S.A., Ediciones, 1967, tres tomos, t. II.
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