LA PRESENCIA DE GALDÓS EN
TOLEDO
EN MEMORIAS DE UN DESMEMORIADO
Enorme, variada, intensa y
prolongada es la relación de don Benito Pérez Galdós con Toledo, pues hubo de
iniciarse casi en la infancia del maestro si hacemos coincidir la maqueta de
una ciudad medieval coronada por un caserío encrestado y realzada por un
robusto edificio y la esbelta torre de una catedral gótica que configuró siendo
casi niño con la ciudad de Toledo. Y es enorme la relación porque a Toledo se
refiere en múltiples ocasiones y por distintos motivos, y de ella se sirve como
escenario sin par, ideal, para sus elucubraciones literarias en numerosos
textos 1 ; variada también es esta relación porque lo hace de múltiples
maneras: como escenario real, como lugar ideal revolucionario, como
ciudad-símbolo de fe, como platea en que aún se puede soñar…; e intensa por
muchas anécdotas aquí surgidas y vivencias entrañables; y prolongada, en fin,
porque se estiró esta relación durante cincuenta años mal contados. En ese
prolongado tiempo de relaciones, cifrado en viajes más o menos esporádicos a
Toledo –solo en un principio y acompañado por escritores y estudiosos de lo
toledano después– y estancias contadas en varias semanas, se ha de añadir
también su afán por recopilar fotografías de Toledo para deleitarse con
imágenes de la ciudad allá donde viviere, en cuyo respaldo escribía comentarios
tan oportunos como pertinentes en San Quintín, su casa de Santander.
Por ello, correspondiendo
a esta afición a Toledo desde su primera juventud, la ciudad imperial está
presente en los inicios literarios de Galdós y en el final también si
exceptuamos Santa Juana de Castilla, obrita de teatro publicada un año después
de Memorias de desmemoriado y es la última que dio a la estampa de la imprenta.
Y esta subrayada relación entre Galdós y Toledo crea –ha de crear– amor, por lo
que el doctor Marañón, que hizo su primer viaje a Toledo de la mano de Galdós,
pudo afirmar a este respecto que el amor de Pérez Galdós «por Toledo formaba
parte de la vida íntima y literaria del escritor»; en fin, es tanto el afecto
de Galdós a esta ciudad que añade Marañón: «De Galdós y de Hurtado de Mendoza
recibí yo mis primeras lecciones de amor a Toledo, esto es, de amor a España» 2
. Y la causa de esta fascinación galdosiana por Toledo la explica el maestro en
Generaciones artísticas en la ciudad de
Toledo 3 , su primer libro toledano, publicado por entregas en la Revista
España en 1870, donde leemos: «Toledo es una historia de España completa, la
historia de la España visigoda, de los cuatro siglos de dominación sarracena en
el centro de la Península, del viejo reino de Castilla y León, de la monarquía
vasta fundada por los Reyes Católicos, y por último, de ese gran siglo XVI.
Todo lo que en España ha vivido en Toledo (sic), ha sido testigo de las más
grandes empresas de la Reconquista; y antes vio desarrollarse y corromperse el
Imperio de los visigodos» 4 .
Y ante esta realidad, la
conclusión no puede ser otra que si Galdós es el gran cantor narrativo de Madrid
y a Madrid dedicó lo esencial de su obra creativa, Toledo se alza como la
ciudad persistente en su proceso creador y más, si cabe, en sus afectos y
sentimientos. Y en relación con esta penetración de Toledo en el alma del
escritor, traigo esta cita del propio autor que escribía en 1888 en un artículo
sobre Fernández y González, porque se puede aplicar a él mismo, y así dice: «Y
es que la vida del hombre y el trabajo del artista van tan íntimamente ligados,
y se complementan de tal modo, que no hay manera de que por separado se
produzcan, sin afectarse mutuamente» 5, y es lo que ocurre con Toledo y Pérez
Galdós.
Ya en esa primeriza obra
de 1870, publicada por Alberto Ghiraldi en 1924 como Toledo, su historia y su
leyenda, Galdós da muestras suficientes de que se ha hecho con lo significativo
toledano, y ello le va a inspirar el argumento de Ángel Guerra y de otros
escritos sobre nuestra ciudad. Así, leemos que Toledo es «lugar de magias y
conjuros, de pesadillas místicas y enajenaciones teológicas, escena donde la
imaginación se complace en colocar a los misántropos de la religión, «el mágico
prodigioso» y «el condenado por desconfiado» 6 . Y en 1915 dicta sus Memorias
de un desmemoriado, obra en la que incluye dos capítulos dedicados a su
relación con Toledo, con sus monumentos, gentes y paisajes, y es lo que voy a
comentar.
Pero no hubo de dictar
Galdós estas Memorias por capricho de escritor; más bien por necesidad
económica, de la que se haría cargo la dirección de la revista madrileña La
Esfera 7 , donde fueron publicadas en trece entregas, entre marzo y octubre de
1916, aunque la intención primera del autor fuera dictar un texto más amplio 8
. A este respecto, traigo una cita de una entrevista que el venerable maestro
concede a «El Caballero Audaz», seudónimo que se corresponde con José María
Carreter, para La Esfera, recogida después por Pedro Gómez Aparicio en Historia del periodismo español: «A
pesar de toda mi labor pasada, si en el presente quiero vivir no tengo más
remedio que dictar todas las mañanas durante cuatro o cinco horas y estrujarme
el cerebro hasta que dé el último paso en esta vida» 9 . Y no serán éstas, unas
«memorias» al uso, pues el autor no cedió ante reiteradas sugerencias de amigos
y editores a revelar episodios de su vida íntima y personal, ya que ello no
guarda relación con su obra literaria y, además, «son tonterías… Tonterías»,
argumentaba como excusa. Y no cedió en este asunto, a pesar de la insistencia
amable y terca de los directores de La Esfera que, haciéndose cargo de la
situación económica del maestro, le proponen la publicación de sus Memorias.
Así pues, no encontrará en
este libro el lector comentarios personales sobre otros escritores, excepto
sobre Pereda, ni sus relaciones con personajes femeninos, y las tuvo, y frecuentes,
prolongadas y abundantes, si no que hablen Concepción Ruth Morell Nicolau,
actriz y mujer de inteligencia destacada, y Teodosia Gandarias, su último amor,
y Lorenza Cobián y la hija de ambos, María Pérez Galdós Cobián. Y si calló el
maestro, no seré yo quien rompa su decisión. Por estos y otros silencios
intencionados, afirma Leopoldo Alas «Clarín», gran amigo de Galdós, que el
maestro canario «tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya» 10 .
En fin, existen y asisten
razones para afirmar que estas Memorias no se corresponden con lo que conocemos
por libro de memorístico, autobiográfico, al uso. Más bien, resultan un libro
de viaje en que el autor monologa con su memoria, aquí llamada «ninfa», para
introducir el diálogo y ofrecer otras perspectivas y tonos afectivos y
coloquiales al relato.
Por tanto, Toledo es
escenario de numerosas novelas, y refugio para su sosiego y tranquilidad, pues
Toledo y en Toledo complacía gran parte de sus gustos estéticos y culturales,
por lo que venía en fechas muy concretas y cuando encontraba oportunidad. Pero
también hubo de acudir abatido cuando acudió a refugiarse en la finca «La
Alberquilla» en 1915, ya casi ciego, una vez que habían fracasado cuantos
intentos se proyectaron para tributarle un homenaje nacional y las fallidas
propuestas para el premio Nobel. Tengo entendido, a este respecto, que en estos
días tristes de 1915 de Galdós en «La Alberquilla» le llegó el socorro
económico obtenido en una corrida de toros destinada a ese fin…
Empieza a venir a Toledo
al poco tiempo de establecerse en Madrid, procedente de sus islas Canarias, con
la encomienda familiar –más y antes que con el firme propósito del propio
escritor- de estudiar la carrera de Derecho. Y Alberto Aguilera, y León y
Castillo, su paisano y distinguido político, y periodista y cofundador y
director de La Revista España, donde Galdós, que también será director de este
semanario madrileño, publicará artículos de carácter político, y algunos más
serán sus primeros acompañantes por nuestra ciudad; luego, va a ser su sobrino
José Hurtado de Mendoza el inseparable guía y compañero. Y en Toledo solían
esperarle el extraordinario pintor de paisajes toledanos Ricardo Arredondo,
Francisco Navarro Ledesma, el archivero y autor de El ingenioso hidalgo don
Miguel de Cervantes Saavedra, el malogrado ingeniero Sergio Novales, Casiano
Alguacil, el canónigo Wenceslao Sangüesa y el campanero de la catedral Mariano
Portales, y Hermenegildo, afanoso trabajador de «La Alberquilla» cuyo nombre se
estampó en «Melejo», que trasladaba al maestro por los pueblos cercanos y,
sobre todo, le subía y bajaba a Toledo en una carreta tirada por dos caballos
aderezados con cascabeles; también le acompañaba el abogado Juan García-Criado,
que tenía su casa enfrente de San Justo y allí recibía las visitas del
escritor, y se corresponde con el «don Suero» de Ángel Guerra.
Sus visitas habituales a
Toledo, según Marañón, se fijaban en fechas concretas: el 19 y 21 de marzo,
días de «San Pepino» y de «San Benito», respectivamente; también, cada primero
de mayo para regodearse y confundirse con el gentío que festejaba a la Virgen
del Valle, en cuya ermita gustaba de tocar la campana; y ese toque en tan
señalada fecha y lugar, según el decir popular femenino, garantiza encontrar novio
–o novia– en el próximo año a cuantos agiten el badajo campanileril en esa
ocasión. Claro está que Galdós, impertérrito solterón, lo agitaría sin dar
crédito a la dicha popular. Acudía también a Toledo en fecha precisa para
saludar la llegada de cada año nuevo, y para Semana Santa con el fin de entrar
en estancias cerradas de los conventos –única oportunidad– y ver las joyas que
las monjitas cobijan con esmero y recato y exponen esos días contados; y en la
fiesta del Corpus para participar del excelso espectáculo popular y extasiarse
con la custodia, «alhaja descomunal» la llamaba. Y nunca faltaba el día en que
el fervor popular celebra a la Patrona, la Virgen del Sagrario, acompañado, a
veces, por doña Carmen Pérez Galdós, su hermana. Las estancias más largas las
pasaba en la calle de Santa Isabel, alojado en la pensión que regentaban las
hermanas Figueras 11, doña Angustia y doña Benita, pensión que le había
recomendado Arredondo y en la que hubo de escribir muchas páginas de Ángel
Guerra; y para viajes más breves y una vez arruinadas las hermanas Figueras, se
alojaba en varios hoteles, de los que el Lino era el preferido. Después, estas
largas estancias las pasaba en «La Alberquilla», como el tiempo en que se
prolongó la guerra de 1898 y otra, cifrada en semanas también, en 1904, y
también a partir de 1915.
Era «La Alberquilla»
propiedad de su amigo Sergio Novales, ingeniero agrónomo dedicado a la
agricultura y ganadería, quien la había adquirido de su tío, el extremeño
insigne e inmoderado bibliófilo don Bartolomé José Gallardo (Campanario,
1776-Alcoy, 1852), «príncipe de la bibliografía española e ilustre polígrafo»,
como le define José Luis Alborg en su Historia de la literatura, y gran
defensor de la lengua castellana o española y universal. Este ilustre
extremeño, también gran defensor del decir liberal de las Cortes de Cádiz, pasó
sus últimos años en la paz de «La Alberquilla», y desde aquí hacía viajes por
las provincias españolas, sobre todo por Andalucía, en busca de más libros; mas
también viajó hasta Alcoy… Allí encontró la muerte repentina llevada por un
derrame cerebral...
Y el arquitecto Novales
gozaba teniéndole como huésped, pues siempre había en «La Alberquilla» una
habitación dispuesta y disponible para Galdós. Y en esa finca» hubo también de
escribir muchas páginas, pues aún se ve una habitación con estanterías y un
escritorio que yo quiero que fuera todo ello lo reservado para el venerable
maestro.
Gustaba también Galdós de
callejear, de perderse por calles y barrios y plazas desiertas y silenciosas, y
gozaba demostrando que sabía distinguir el sonido de las campanas de las
diferentes iglesias y de repasar el laberinto callejero sin equivocarse.
También disfrutaba con las vistas –paisajes, horizontes, estampas de Toledo
atardeciendo– que le ofrecían los cigarrales, donde localiza episodios de
varias de sus obras y las escenas más dramáticas de su Ángel Guerra… Y en la
catedral pasaba horas y más horas, y gustaba de asistir a los oficios
religiosos, como hace constar «Ángel Guerra» en su novela, y de indagar por los
rincones escondidos de las Claverías acompañado por Mariano. Iba con frecuencia
por la calle de «las Armas» a la casa del tío de Navarro Ledesma, cuyo patio
describe en Ángel Guerra. Con mucha frecuencia comía, acompañado por su sobrino
Hurtado de Mendoza y Arredondo, en el Granullaque, «famoso figón a espaldas de
Zocodover», como puntualiza Marañón, en el mismo recinto en que «Ángel Guerra»
y el cura Casado celebraban sus encuentros sobre las tentaciones de la carne.
También acudía con frecuencia a la tienda de Casiano Alguacil, localizada en la
calle de La Plata, «la calle de la alcurnia», número 5, en busca de fotografías
de la ciudad. Y para saborear vistas toledanas, se acercaba también a la
explanada del Alcázar para admirar la magnificencia del edificio
histórico-militar y los hondones del Tajo; y al mirador de la Virgen de Gracia,
donde se deleitaba con los ardientes y extraordinarios atardeceres y con la
estampa de San Juan de los Reyes extendida a sus pies; y con el claustro y sus
gárgolas, y con los heraldos. Y frecuentaba los conventos: San Juan de la
Penitencia, quizá su preferido, con cuyas monjas le pusieron en contacto las
hermanas Figueras; y Santo Domingo el Real, y el de San Pablo, y San
Clemente...
Subraya Marañón esta
predilección de Galdós por visitar las iglesias y los conventos toledanos y su
tratamiento con las monjas, a las que conocía y profesaba singular estimación.
Y a este entusiasmo por lo conventual y su ambiente de espiritual complacencia,
se unía su afición por el Greco, cuyos cuadros buscaba con fruición una vez
superado su rechazo hacia el pintor cretense con las explicaciones de Bartolomé
Cossío. Y pasaba muchas horas en la casona de Ricardo Arredondo, junto a la
Puerta del Cambrón. Y amante de la buena mesa, daba cuenta de los platos
típicos toledanos: perdices, cabrito asado y de albaricoques de hueso dulce y
mazapán en la confitería «Labrador», en la plaza de la Magdalena, y de la
mermelada que preparaban las Comendadoras de Santiago, residentes en Santa Fe…
«Te convido a comer en
casa de Granullaque –invita el narrador a su musa en Memorias– … Tendremos que
escoger entre muy reducidos condimentos, a saber empanadas de carne o de
pescado y bartolillos… Allí van todos los extranjeros que vistan Toledo, entre
ellos personajes de viso, pues la fama de Granullaque se ha extendido por todo
el mundo. Un día que yo estuve, tuve a mi lado a don Pedro de Braganza,
Emperador del Brasil», palabras con que termina el texto «Ángel Guerra y
Toledo». Y así comienza el titulado «Visita a una catedral»: «Cuando concluimos
de comer en el bodegón de Granullaque, el desasosiego de mi ninfa me revelaba
la comezón de escapar de mi lado».
En definitiva: al poco
tiempo de su permanencia en la Península, Galdós viene a Toledo y se entusiasma
con la ciudad, aunque hubo de superar desagradables impresiones primeras, pues
no todo lo que veía en Toledo resultaba de su agrado (pobreza, ruinas,
desolación del paisaje), y lo manifiesta ya en Generaciones... Y muchos años
después, publica por entregas sus Memorias cuando va a cumplir sus 73 años, y
ya sólo tendrá fuerzas y vista para dictar su breve tragicomedia Santa Juana de
Castilla, estrenada por Margarita Xirgu en el teatro de la Princesa de Madrid
el 8 de mayo de 1918. A estas alturas de su prolongada existencia, resultaría
lógico que Galdós se dispusiera a dar a conocer datos y detalles de su propia
vida y de su labor de escritor. Sin embargo, no resultará así, pues señala que
«la historia anecdótica» será el «principal asunto de estas páginas, tan
verídicas como deshilvanadas», por lo que sólo encontrará el lector «lo
anecdótico y personal».
https://eltemplodelahistoria.wordpress.com/2015/07/29/perez-galdos-1863/
Así pues, el contenido de
este libro más parece una guía de viajes que cualquier otra cosa, como señalé
antes, si se exceptúan algunos sucesos históricos mezclados con apuntes sobre
su persona y amistad con otros escritores. Y relacionado con este contenido
«viajero» están los capítulos titulados 12 que dedica a Toledo en el libro. Y
aunque en ellos recuerde anécdotas y vivencias y describa monumentos ya
relatados en otros escritos, existe un hecho significativo: mezcla sus entes de
ficción toledanos con los personajes reales de Toledo que tienen partidas de
nacimiento y, ¡ay!, de defunción también. Se componen estas Memorias de
artículos, de mayor o menor extensión, en los que Galdós refiere algunas etapas
de su existencia, omitiendo otras (su infancia, por ejemplo) porque «carece de
interés o se diferencia muy poco de otras de chiquillos o bachilleres
aplicadillos», dice, y empieza a rememorar desde 1863, es decir, cuando acude a
Madrid a estudiar Leyes.
Se inicia el primer texto,
«Ángel Guerra y Toledo» señalando que
el narrador se encuentra en Madrid dispuesto a continuar el plan trazado para
su novela Ángel Guerra, y continúa
con un diálogo con su «ninfa» que, al oír el nombre de Toledo, le pregunta si
se trata de la calle de Nápoles así leída en un rótulo callejero de aquella
ciudad italiana, pues «Como te oí hablar de una tal Dulce nombre y una tal
Leré, creí que éstas eran hembras napolitanas». Y con este diálogo
narrador-ninfa surge el contraste entre Nápoles y nuestra Toledo. La ninfa,
pues, no sólo confiere color y vivacidad al texto; le permite también inventar
diálogos, exponer ideas en forma de conversación...
«-No son napolitanas, sino
del Toledo de las orillas del Tajo. Debo advertirte, ninfa mía, que lo que aquí
llamamos Ciudad Imperial, no es inferior a las de Italia ni en monumentalidad
ni en riqueza de joyas artísticas. Aquí no tenemos Pompeyas ni Vesubios, pero
abundan los Berruguetes, los Guas, los Juanelos; oríferes como Arfe, escultores
como Alonso Cano; herreros como Villalpando, y cien mil artistas más, que te
iré nombrando cuando sea ocasión. Catedrales hay en Italia, pero la de acá se
puede parangonar con las mejores de allá, y de añadidura poseemos las dos
sinagogas que no tienen semejante en ninguna parte del mundo».
Traigo ahora una nota
relacionada con el escritor y su memoria, aquí «ninfa», que aparece en el
entorno del escritor cuando tiene que escribir textos ocasionales,
circunstanciales, discursos, prólogos, es decir, textos que no resultaban de su
agrado y para los que no sentía fluida inspiración. Así, como pasara el tiempo,
medido en años, y no preparara su discurso para ocupar su sillón como numerario
en la Real Academia Española de la Lengua, su musa se lo reprocha de esta
manera: «Tontaina, ¿no sabes que te has comprometido a no dilatar tu ingreso en
la Academia? La fecha en que fuiste elegido se pierde ya en los tiempos de
Maricastaña. Ya debieras haber escrito, o por lo menos pensado, el discursillo
que es de ritual en acto tan solemne. Con repetidas instancias de este jaez la
discreta ninfa ganó mi voluntad y puse mano en la pieza oratoria, que me salió
corta y ceñida. Hice el debido elogio de mi antecesor en la silla N, don León
Galindo de Vera, y tuve la suerte y el honor de que se encargara de contestarme
el insigne polígrafo don Marcelino Menéndez Pelayo. El acto resultó muy lúcido,
destacándose el admirable discurso de Marcelino sobre el mío, modesto y tímido
en su complexión. Dos semanas después ingresó en la corporación el gran escritor
y novelista don José María de Pereda. Mi amistad estrechísima con el insigne
montañés me movió a reclamar la honra de contestarle. Así se hizo, y si Pereda
fue justamente aclamado, yo no quedé mal en aquella segunda prueba».
A continuación, pide a la
ninfa que le deje continuar con «mi Ángel Guerra, cuyo tomo segundo tiene por
escena la gran Toledo. En estos libros… te daré a conocer al famoso don Pito,
viejo lobo de mar trasplantado tierra adentro, y al donoso beneficiado de la
Catedral don Francisco Mancebo, fanático por la Lotería, y a su sobrinita Leré,
que no tiene más ambición que ser hermana de la Caridad». De pronto, el
narrador se da cuenta de que está hablando solo… Con lo citado hasta ahora, se
colige que Galdós, desde su presente de 1915 en que dicta estas «memorias»,
presenta el pasado como futuro, pues su novela Ángel Guerra la publicó en 1891.
En la segunda secuencia de
este primer capítulo la musa le recuerda que ha de visitar Pisa, donde «podrás
admirar» entre otras muchas cosas, «las maravillosas pinturas del cementerio,
punto culminante en la historia del Arte». Además, le espeta: «Este Toledo
imperial, que tanto admiras, tendrá muchas y variadas grandezas, pero un Dante
no ha nacido aquí». Y el narrador, en su detallada contestación de carácter
general sobre las maravillas históricas, artísticas y arquitectónicas
toledanas, ante esa pregunta tan directa de su musa referente a que en Toledo
no hay poeta que se compare a Dante, echo en falta –como también lo acusaría
Cervantes- el olvido galdosiano de Garcilaso tan relacionado, además, con
Nápoles; incluso, no lo menciona aun estando en esa ciudad italiana, aunque sí
a Quevedo y al grande de Osuna.
Y en esta presentación
global de la ciudad en comparación con la mediterránea, añade: «En supersticiones
y milagrerías poéticas no es Toledo inferior a ese Nápoles que tú tanto
admiras. La leyenda del Cristo de la Luz, el milagro de la Virgen poniéndole la
casulla a San Ildefonso, el prodigio del conde de Orgaz, que inmortalizó El
Greco… Créeme, ninfa mía, que no acabaría si te contara punto por punto todas
las grandezas que encierra ésta por tantos títulos noble y sacra ciudad. Con
una mirada retrospectiva verás desfilar en tu mente los ilustres varones que
gobernaron la diócesis toledana…». Y después de numerarlos, distingue a tres:
«Silíceo, fundador del Colegio de Doncellas Nobles, admirable institución más
laica que religiosa; a Tavera, creador del grandioso Hospital de Afuera, y a
Carranza, que por una fruslería que escribió en no sé qué librito de Doctrina
fue perseguido infamemente por la Inquisición…». Luego rememora sus visitas a
los conventos, «que tienen en Toledo encantadora poesía», y señala los más
interesantes: Santo Domingo el Real, cuyo pórtico renacentista está enclavado
«en una plazoleta que, sin vacilar, designo como el lugar más solitario de
Toledo» y el más silencioso, pues «El único rumor que a mis oídos llegaba
descendía de la espadaña del convento; sonaba la campana triste marcando la
hora canónica y aleteaban algunos cuervos o cernícalos, posándose en la
veleta». Y «Terminada mi comprobación del paraje absolutamente solitario, salí
de él por otro cobertizo que me condujo a las Capuchinas», y desde ahí, «oh,
ninfa vaporosa!, vete a San Juan de la Penitencia, de la Orden Franciscana, y
quedarás pasmada cuando eleves tus ojos hacia la tracería del artesonado».
Después, «continúa tu paseo calle abajo hasta llegar a San Pablo, donde una
comunidad de religiosas pobres conserva como preciada reliquia el cuchillo con
que fue degollado el Apóstol titular de aquella casa. Cuando yo visité este
convento iba en compañía de Arredondo, famoso pintor avecindado en la Capital
Imperial, y en ella gozaba de merecida popularidad. Más por Arredondo que por
mí, las monjitas nos acogieron con franca gentileza y nos entregaron el
cuchillo para que lo examináramos a nuestro gusto. El arma era una brillante
hoja damasquinada con vaina de terciopelo rojo. Aproveché el instante en que
Arredondo y yo estuvimos solos para afilar con el cuchillo de San Pablo el
lápiz que usaba yo para mis apuntes. Devolvimos la reliquia a sus dueñas y nos
retiramos, dejando una limosna en el cepillo que la comunidad tenía para
remedio de su estrechez».
Lo que no había averiguado
el entrañable maestro es que las monjas habían descubierto, digamos, la
travesura, y en las siguientes visitas que hicieran los dos egregios personajes
al convento, las monjitas se fingían distraídas para que don Benito afilara su
lápiz con tan prodigioso sacapuntas.
«Ahora, ninfa, prosigue tu
inspección de conventos monjiles. Te recomiendo Santa Isabel, el aristocrático
San Clemente, las Gaitanas, Madre de Dios y, por último, las Santiaguesas,
donde hacen unos dulces secos y unos almíbares que son la gloria divina». Y
como ha llegado la hora de comer, el narrador invita a su musa a acudir a la
«casa de Granullaque (…) aunque el menú se agote en «empanadas de carne o
pescado y bartolillos», bartolillos a los que, según Marañón en Elogio y nostalgia… «Galdós, como buen
canario, era en extremo aficionado».
El segundo capítulo –
«Visita a una catedral»- también consta de varias secuencias y se presenta en
el hilo narrativo como continuación del anterior: «Cuando concluimos de comer
en el bodegón de Granullaque…». Y como intuyera que su musa pretendía abandonarle,
le propuso visitar juntos la catedral, «pues era absurdo que un ser inteligente
abandonara Toledo dejando atrás el goce inefable de tantas maravillas. Porque
la Basílica toledana viene a ser como una enciclopedia de catedrales. El coro,
la sacristía, las capillas del Sagrario y San Pedro, las de Reyes Nuevos,
Santiago y Albornoz, la Mozárabe, la Sala Capitular, bastarían por su grandeza
y hermosura para ser consideradas como ornamento principal de otros templos
cristianos». Y después de mencionarlas, hace breves comentarios sobre cada uno
de estos recintos, excepto «Del coro y presbiterio… porque ya las he descrito
en otras páginas».
Pero no se limita a referir lo que contienen las capillas; también tiene comentarios para los reyes y personajes ahí enterrados, y ello le ofrece oportunidad para dar su opinión sobre algún momento histórico concreto. Así, cuando se refiere a la capilla de Reyes Nuevos, al llegar el turno de sus comentarios a Enrique III, añade que «Este desdichado Rey tuvo que empeñar una noche un gabán para poder cenar. ¡Así andaba el reino!». También echo en falta en esta ocasión que el maestro no aluda, aunque sólo de paso, a que este «doliente» rey murió en Toledo el día de Navidad de 1406, a la edad de 27 años, en el palacio que los Caracena tenían entre las calles de San Torcuato y de «la Reina», donde después, siendo el edificio Colegio de los Jesuitas, murieron el P. Juan de Mariana y el P. Ripalda, el del recordado Catecismo.
https://www.turismodeobservacion.com/foto/calle-hombre-de-palo-toledo/89642/
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«De Reyes Nuevos pasamos a
la capilla inmediata, que es la de Santiago, donde tienen su sepulcro don
Álvaro de Luna y su esposa»; y después de señalar algunas notas relevantes del
recinto, recordando que la mayor parte de los reyes ahí enterrados pertenece a
la Casa de los Trastámara, señala «una misteriosa afinidad trágica» entre ambas
capillas, pues uno de esos reyes llevó al suplicio al encumbrado valido e
«insigne político». Además, hace referencia a la leyenda de que en la cripta de
la capilla de Santiago están los familiares de don Álvaro, pero no enterrados,
sino sentados alrededor de una mesa de piedra, leyenda ésta con que coincide la
del Hombre de palo, según la cual el
industrioso Juanelo Turriano había construido un artefacto de madera que iba a
la catedral a la hora de misa, y llegando a la capilla del Condestable se
arrodillaba devotamente; y concluida la ceremonia, regresaba de igual manera
por el camino que hasta allí había le había llevado.
En la secuencia siguiente,
se suspende la visita catedralicia y el narrador propone a su «querida ninfa»
salir al exterior para dar cuenta de una típica estampa ciudadana: los cadetes
desfilando hasta la iglesia de San Juan Bautista para oír misa seguidos de una
recua de golfillos callejeros. Sí, «vámonos a la calle, que hoy es domingo y me
gusta presenciar el paso de los cadetes en formación, con su música al frente,
para ir a misa» a la iglesia de los Jesuitas. Estos «alumnos de la Academia de
Infantería son la gala de Toledo; sin ellos, las hermosuras artísticas de esta
ciudad no tendrían otro encanto que el inherente a un soberbio panteón». Y
viéndolos, surge una nota de enardecido patriotismo: «Ahí van –exclamo yo
contemplando a los alumnos- la esperanza de la Patria. Hoy son traviesos y
enamoradizos, mañana serán valientes y darán su sangre por el honor de la
bandera». Por la tarde, estos jóvenes militares quedarán libres y poblarán las
calles de Toledo, y, agrupados, llenarán el teatro Rojas, donde las compañías
dramáticas representan sus funciones, de manera que estas compañías, gracias a
la asistencia de estos futuros militares y de sus familias «ganan en un día
para vivir toda la semana»
Y quizá esta aglomeración
humana y este rendimiento financiero le suscitaran la idea del turismo en
Toledo, tema de actualidad en aquellos días de la segunda década del siglo
pasado. A este respecto, el narrador propone a su musa «que Toledo debería ser
uno de los lugares de la Tierra más frecuentados de viajeros y artistas», y
piensa que el afamado Hotel Castilla es insuficiente para tanto turista. Y ante
esa insuficiencia hotelera, exclama con un sueño como solución: «¡Qué fabuloso
número de extranjeros atraería Toledo si el Alcázar fuera convertido en hotel!
Esto es un sueño, esto es un imposible, pero a mí me gusta lanzarme a la región
de las bellas hipótesis». Pero…; «pero dejémonos de ensoñaciones quiméricas,
que aquí está bien instalada la Academia de Infantería, y no nos corresponde a
nosotros alterar caprichosamente la realidad de los hechos. ¿Estás conforme?
Pues vámonos al Hotel Castilla, donde hallaremos excelente trato y una sociedad
escogidísima de franceses, ingleses y yanquis». Y en Toledo todos saben de la
estrecha relación de Félix Urabayen con el hotel Castilla.
Y «Después de comer
volvimos a la Catedral, donde nos siguió una caravana de los extranjeros que
habíamos visto en el Hotel de Castilla». Y en la catedral continúan –el
narrador y su musa- la visita interrumpida: ahora van a la capilla de Albornoz,
la Sala Capitular, donde «los extranjeros admiraron más la talla de las
cajoneras que los retratos de los arzobispos», y a la capilla mozárabe. Mas,
como los extranjeros querían conocer «esa antigualla de la misa mozárabe»,
decidieron regresar al día siguiente. Pero antes se habían extasiado ante el
extraordinario fresco de la toma de Orán, conquista en la que tan importante
papel desempeñó el arzobispo titular de la capilla. El cicerone, sin embargo,
se empeñaba en recabar la atención de los turistas para el cuadro que decora el
altar mayor de la capilla, que no es pintura, sino un mosaico ceramístico que
regaló el cardenal Lorenzana, con lo que quedó subrayado «el mal gusto del
cicerone».
Y no podían abandonar la
catedral «sin ver las curiosidades más extraordinarias que guarda la capilla de
la Torre, que son «los cinco premios mayores de la lotería del Arte»: «el manto
de la Virgen del Sagrario, bordado en cuero para soportar el peso de las
piedras, cuya cantidad el cicerone, que todo lo sabía, fijó en tres millones y
pico», de modo que para colocar «a la Señora su manto tenían que valerse de una
cabria»; «la colosal custodia», «la estatuilla de San Francisco de Asís», obra
de Alonso Cano, es el tercero; «la bandeja de plata repujada representando el
Robo de las Sabinas», de Benvenuto Cellini, y el quinto premio, «la cruz de
plata que el cardenal Mendoza llevaba en la rendición de Granada» que, a pesar
de su peso, «era como un junco para el atlético puño del cardenal, que subió
con ella hasta lo más alto de la Alhambra y la clavó en la Torre de la Vela».
Pero, antes, era necesario reunir a los tres canónigos que guardan las
respectivas llaves de aquel recinto, para lo que se vale el narrador de su
amigo «el beneficiado don Francisco Mancebo, que acertó a pasar por nuestro
lado».
En fin, aturdidos por tanto arte, por tanta maravilla el narrador propone a su musa salir del templo, pues «Cansa lo bueno, lo bello y hasta lo sublime cuando nos embelesamos indefinidamente en su contemplación». Y al salir por la Puerta Llana, encuentra el narrador al «licenciado Mancebo y a su sobrina Leré», personajes de ficción, claro, quienes le recuerdan que debe regresar a Madrid para continuar y concluir los tomos restantes de Ángel Guerra. La ninfa, sin embargo, insiste en que debe acompañarla a Génova, pues «el viaje a Italia no está terminado… nos falta el vistazo a Génova, la hermosa ciudad mediterránea». El narrador, no obstante, muestra su contrariedad y su no disposición a viajar hasta allá.
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En el proceder narrativo
del autor se observa en estos dos capítulos que el autor ofrece un doble plano:
el real, principalmente referido a la ciudad, -los monumentos citados,
visitados y descritos aunque someramente, y los rótulos callejeros, y los
establecimientos citados- se encuentran, tal cual, repartidos e identificados
en el laberinto toledano; y bastantes de los personajes nombrados tienen
–tuvieron- carnet de identidad y son realmente reales; y el plano novelesco,
que obedece exclusivamente a la exclusiva imaginación del autor: me refiero a
los personajes, Leré y el señor Mancebo que sólo transitan por las páginas de
Ángel Guerra. Así pues, realidad y ficción se mezclan de tal modo en el
escenario toledano que se hacen la misma cosa, indisoluble e inseparable. Y es
así porque Galdós se deleita entretejiendo una tupida relación entre su mundo
imaginario y el mundo real, hasta el punto de confundir la realidad literaria
con la realidad cotidiana, sobre todo mezclando personajes reales con los
literarios en espacios ciudadanos cotejables.
La actitud adoptada por el
narrador en este libro es próxima y amable, con la intención de crear un
ambiente conversacional, lo que permite pensar que Galdós está dialogando con
un receptor o grupo de personas en un ambiente familiar y tono apacible,
relajado de cosas externas y no comprometedoras. En fin, a través de lo que
Galdós cuenta de Toledo en estos dos textos de Memorias de un desmemoriado –la
sublime poesía que emana de sus iglesias y conventos; el prestigio de sus
ilustres varones, la inmensa riqueza de tesoros artísticos que guarda y de sus
grandes artistas; sus creencias populares rayanas, algunas, en supersticiones y
milagrerías; la grandeza de sus instituciones seculares y religiosas, y la
historia misma de la ciudad, condensación de la historia de España, etc.-, el
lector percibe el exhausto conocimiento que el venerable maestro poseía de la
ciudad; y por el modo conversacional y cálido se puede considerar claramente
autobiográfico, una vez que lo referido ofrece la sensación de lo
experimentado, de lo realmente vivido por el autor en Toledo, aunque algunos
personajes de ficción, -hijos de su fantasía-, se mezclen y convivan con los
auténticos nativos toledanos, con personajes de carne y hueso; es decir, con
personajes unamunianos.
NOTAS
1
La relación literaria de Pérez Galdós con la ciudad de Toledo se inicia con Generaciones artísticas
en la ciudad de Toledo, escrita a lo largo de 1870, pero
salió publicada por entregas en
el semanario madrileño Revista de España, una revista de pocos
lectores, coincidiendo con el nombramiento
del escritor como director de dicho semanario. Tenía el autor 27 años, y ha permanecido
inédito como libro, aunque ampliado y enriquecido por el autor, hasta que en
1930 fue
editada en el conjunto de Obra completa de Galdós preparada por
Alberto Ghiraldo con el título
de Toledo. Su historia y su leyenda, y se puede considerar como el
canto póstumo del maestro
a la ciudad que tan grata le resultaba. También de esta fecha es El audaz (1870),
y en varios
Episodios Nacionales: Los Apostólicos (1879), Un faccioso más y
algunos frailes menos
(1879) y Prim (1906). Pero es en Ángel Guerra (1991)
donde expresa su gran homenaje a
Toledo, y Memorias de un desmemoriado (1916). También escribió
artículos periodísticos dedicados
a Toledo, como «El Alcázar de Toledo», en La Prensa, 1887, recogido en
Arte y crítica: Obras inéditas II.
Ed. Alberto Ghiraldo. Madrid. Renacimiento, 1923. 2
MARAÑÓN, Gregorio: «Galdós en Toledo», en Elogio y nostalgia de Toledo.
Madrid. Espasa- Calpe.
Col. «Austral», núm.1643, pág. 172. Este libro es primordial para conocer la
estrecha e íntima
relación entre Galdós y Toledo; también para amortiguar el republicanismo
galdosiano y para
aproximar al venerable maestro a la confesión católica tradicional. 3
Esta primeriza obra de Galdós, Generaciones artísticas… la recopiló de
la revista Alberto Ghiraldi
en el volumen VIII, 1924, de la obra galdosiana como Toledo, su historia y
su leyenda, Madrid.
Renacimiento, obra en la que ya el venerable maestro denota que ha
aprehendido lo más notable
del espíritu toledano, y le va a inspirar el argumento de Ángel Guerra y
de otros escritos toledanos. 4
Toledo, su historia y su leyenda, ob- cit., pág.44. 5
PÉREZ GALDÓS, Benito: «Fernández y González», en Arte y crítica. Obras
inéditas X. Ed. Alberto Ghiraldo. Madrid.
Renacimiento, 1923. 6
PÉREZ GALDÓS, Benito: Toledo. Su historia y su leyenda. Ed. Alberto
Ghiraldo, ob. cit., pág.
41. 7
La Esfera salía los sábados, profusamente ilustrada con grabados y
fotografías, con artículos sobre
literatura contemporánea y monumentos y paisajes de España, También daba
cuenta de la actualidad
europea y del deporte español y extranjero. Su primer número salió el 3 de
enero de 1914.
Para ver detalles sobre esta revista madrileña, véase «Galdós y lo
autobiográfico: Notas sobre
Memorias de un desmemoriado», de Anthony PERCIVAL. 8
Véase a este respecto el artículo de Carmen MENÉNDEZ-ONRUBIA: «Las Memorias
de un
desmemoriado de Galdós: Texto y contexto», en Actas
IX Congreso Internacional Galdosiano. 9
GÓMEZ APARICIO, Pedro: Historia del periodismo español. Madrid.
Editora Nacional, 1974, pág. 547. 10
ALAS «CLARÍN», Leopoldo: «Benito Pérez Galdós», en Obras completas, I,
Galdós. Madrid. Renacimiento,
1912, pág. 7. Este artículo se encuentra recogido también en Benito Pérez
Galdós. Edición de Douglass M. Rogers.
Madrid. Taurus, Col. El escritor y la crítica, núm. 62, 1973. 11
Es sabido que desde abril a junio de 1891 lo pasó en Toledo documentándose
para escribir la segunda parte de Ángel Guerra. 12
Se ha de señalar que los títulos de los capítulos de las Memorias… entregadas
por Galdós a La Esfera
y publicadas entre marzo y octubre de 1916, los introdujo
Alberto Ghiraldi, recopilador del texto
de La Esfera y editor de la obra como Memorias en 1930, en el
vol. X de las Obras inéditas
de Pérez Galdós (Madrid. CIAP-Renacimiento), así como
otras modificaciones y alteraciones.
Véase para este particular el artículo citado de Carmen MENÉNDEZ-ONRUBIA, de donde tomo la cita.
|
http://www.ateneodetoledo.org/wp-content/uploads/2020/03/Alfonsi_n_6.pdf
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