lunes, 14 de julio de 2025

 

Historia prehispánica

El juego de pelota

 

El tlachtli o ulama está rodeado de simbolismos que lo hacen convertirse de un simple pasatiempo en una actividad ritual de tintes políticos y religiosos.

Su ubicación física entre los edificios asociados al poder y sus elementos arquitectónicos son sólo pequeñas muestras de la relevancia del Juego de Pelota.

Su existencia se remonta al menos a los últimos siglos antes de nuestra era.

En la parte central de las canchas usadas para el juego de pelota, conocida en lengua maya con el nombre de pok a pok, era común que se colocara este tipo de esculturas. Las mismas cumplían la función de consagrar la cancha y, al mismo tiempo, servían como marcadores. Este disco procede de la zona arqueológica de Chinkultic, ubicada en el municipio de La Trinitaria, Chiapas. La figura central representa al gobernante de esta antigua ciudad, quien porta los elementos característicos de la práctica ritual de este juego. Con gran dinamismo, la escena capta el momento en que golpea la pelota con su cadera. Por las inscripciones glíficas presentes en el centro y alrededor del personaje, se ha señalado el día 17 de mayo del año 591 d.C. como fecha del evento ritual.

https://difusion.inah.gob.mx/divulgacion/taller-de-elaboracion-de-reproducciones/catalogo-de-reproducciones/585-5018-disco-de-chinkultic.html

Hablar de juego de pelota prehispánico en México es a la vez justificado y muy reductivo: reductivo porque, según las evidencias arqueológicas, iconográficas y etnológicas, no existía un solo tipo de juego, sino varios,  muy distintos y  probablemente antagónicos. Justificado porque la mayoría de estos juegos nunca conocieron una historia o trayectoria tan larga y rica como el tlachtli, o ulama, como se llama ahora. Este juego, que se practica todavía en ciertos pueblos de Nayarit o de Sinaloa, tiene una antigüedad que alcanza por lo menos los últimos siglos antes de nuestra era –o sea, el Formativo Tardío-, y se supone que su origen podría encontrarse entre los olmecas; el descubrimiento reciente de bolas de caucho en el cerro manatí indica que esta sustancia era ya conocida entonces. El tlachtli tiene así una existencia de más de dos milenios, a pesar de los cambios y acontecimientos que constituyen la historia de México. Además, a través de los siglos, el juego de pelota ha evolucionado y cambiado mucho, aunque siempre conservó un papel primordial entre los distintos pueblos que lo practicaron o rechazaron. Con más de mil doscientas canchas ahora registradas en Mesoamérica y en sudoeste de Estados Unidos, el juego de pelota, entre otros fenómenos, constituye un rasgo cultural que permite caracterizar el mundo mesoamericano.

 

Pánel de los jugadores de pelota de Toniná, México

https://www.mesoweb.com/es/informes/TNA_M72.html

         En la República Mexicana siguen vigentes todavía varios juegos tradicionales cuyo origen prehispánico resulta muy probable. Entre los varios ejemplos conocidos, la pelota mixteca y la pelota tarasca, que se practican todavía en Oaxaca y Michoacán, son los casos más interesantes, sin querer menospreciar otras tradiciones como la carrera tarahumara. La pelota mixteca se juega entre dos equipos, en una cancha larga y estrecha: se golpea con la mano una pelota pequeña y dura, del tamaño de una pelota de tenis; para protegerse de los golpes, y para dar más fuerza, los jugadores usan unos guantes muy pesados, de piel y madera, de unos tres y cuatro kilos. Aunque no se conocen claras pruebas de la existencia del juego en tiempo de la conquista, varias esculturas fechadas del Preclásico han sido halladas en excavaciones en el sitio de Dainzú, en el valle de Oaxaca, que representan personajes vestidos con protecciones corporales, guantes y máscaras, que han sido identificadas como jugadores de pelota mixteca. Pero hacen falta datos complementarios para comprobar que el juego nunca estuvo bajo influencias europeas, ya que los españoles conocían un juego que se parece mucho a la pelota mixteca.

Izquierda: Jugador de pelota. Relieve 42. Derecha: Conjunto A. Zona arqueológica de Dainzú, Oaxaca. FOTOS: GERARDO GONZÁLEZ RUL / RAÍCES.

 

 

         En Michoacán, entre los tarascos, el pasiri-a-kuri parece tener un origen prehispánico más seguro. Los jugadores de los dos equipos opuestos usan como cancha las calles del pueblo, y golpean con palos de madera una pelota de cuero o de madera, según la zona en que se practique el juego. Es probable que en los tiempos prehispánicos este juego hubiera sido practicado en espacios específicamente dedicados a ellos: efectivamente en los murales de Tlalocan, en Tepantitla, se pueden ver dos grupos de jugadores llevando palos, enfrentándose en una cancha en cuyas extremidades están dispuestas dos estelas compuestas parecidas a la que se encontró en La Ventilla. Otras estelas similares han sido halladas en sitios de Guerrero o de Guatemala (Kaminaljuyú, Tikal), donde se manifestó la influencia de la metrópoli de Teotihuacán. Influencias teotihuacanas han sido también identificadas en sitios de Michoacán, por lo que resulta, entonces, muy probable que el pasiri-a-kuri represente una herencia del juego de Teotihuacán. Pero, tanto en Oaxaca como en Michoacán, estos juegos sólo representan sobrevivencias de juegos que nunca tuvieron la importancia ni el papel del tlachtli.

         Según los trabajos recientes de los etnólogos, pero también los numerosos textos etnohistóricos de cronistas tanto del tiempo de la conquista (Sahagún y Durán, entre ellos) como d épocas más recientes (el padre Santarén, por ejemplo), y usando los documentos iconográficos prehispánicos, tales como los códices o las esculturas, ha sido posible obtener una idea bastante precisa de la manera en que se jugaba.  Cada equipo tenía entre uno y siete jugadores, dispuestos en la mitad de una cancha larga y ancha. Se lanzaban directamente o haciendo pases, una pelota de hule no vulcanizado que pesaba alrededor de tres kilos: normalmente, estaba prohibido tocar la pelota con la mano, el pie o la cabeza, pero esas prohibiciones podrían explicarse también por razones de prudencia, ya que el golpe de la pelota con estas partes del cuerpo hubiera ocasionado consecuencias graves o hasta fatales. Poniéndose de acuerdo antes del juego, podían golpear la pelota con el hombro, la espalda y las nalgas, y para protegerse se ponían cinturones o fajas, de piel o de tela. Los llamados yugos prehispánicos que se encontraron en gran cantidad en la Costa del Golfo, pero también en otros sitios, se interpretan como réplicas en piedras finas de estos cinturones, y algunos autores piensan que habrían sido usados como moldes para los cinturones de piel. A veces, otras representaciones de jugadores llevan también guantes o rodilleras, y se supone que los usaban para protegerse cuando se lanzaban al suelo para recoger una pelota que venía por abajo. Según los testigos que presenciaron el juego, la pelota rebotaba con mucha velocidad, y el juego era rápido y peligroso. Es muy difícil saber de qué manera contaban los puntos, y se sabe solamente, por los estudios etnológicos, que la cuenta es muy compleja, ya que el tanteo de los dos equipos cambia de manera simultánea; parece que eso pasaba también en los tiempos prehispánicos, ya que un cronista menciona una partida famosa entre el emperador Moctezuma y el rey de Texcoco, en la que habían apostado la suerte del Imperio Azteca: dice que Moctezuma había ganado “dos rayas” pero que después su adversario le ganó las tres rayas, sugiriendo así que, mientras el tanteo de uno subía, el del otro bajaba. Las rayas se contaban con faltas cometidas por los jugadores cuando, por ejemplo, uno de ellos tocaba la pelota con una parte del cuerpo no autorizada, o cuando no lograba recoger la pelota, o también cuando la pelota salía de la cancha.

 

Pasiri a kuri (Pelota Purépecha) de Michoacán es pariente del Hockey moderno. Tradicionalmente se juega con varios participantes y sus bastones dirigiendo la pelota por las calles del pueblo. Una variante es la de la pelota encendida, de cuerda y trapo y cargada de combustible, semeja un cometa cuando viaja llameante, golpeada por un bastón.

https://eljuegodepelota.com/2020/07/los-guardianes-de-la-tradicion/

Gran Juego de Pelota. A la derecha el Templo de los Jaguares, al fondo el Templo Norte. Zona arqueológica de Chichén Itzá, Yucatán. FOTO: OLIVER SANTANA / RAÍCES.

https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/la-antiguedad-del-juego-de-pelota

         Lo más importante, sobre todo para los arqueólogos, es que el tlachtli se practicaba en una cancha elaborada de una forma muy particular. Cada cancha incluye ciertos elementos permanentes, que son un pasillo estrecho y largo entre dos estructuras laterales. En casi todos los ejemplos conocidos, salvo algunos en Chichén Itzá y Amapa (Nayarit), las estructuras laterales están compuestas por un talud más o menos inclinado que culmina en su parte superior en una cornisa que puede alcanzar varios metros de alto, como en Uxmal. En su parte inferior, el talud a veces cae directamente con un reborde vertical en el piso del pasillo; a veces, los taludes dan en una banqueta baja con reborde vertical o subvertical. En muchos casos, las extremidades del pasillo están abiertas, pero existen canchas donde una o las dos extremidades del pasillo dan a una plazuela sonde se encuentran altares o muros bajos que delimitan la zona, como en Ezná o en Copán.

Juego de Pelota. Uxmal

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Juego_Pelota_Uxmal.jpg


Los juegos de pelota del Preclásico Tardío al Clásico Temprano en Jalisco no tienen adornos como inscripciones o esculturas, por lo que nos apoyamos principalmente en las características arquitectónicas y su distribución para entender su función en la cultura Teuchitlán. En su estudio, Shina DuVall (2007) encontró que los juegos de pelota no tuvieron ninguna orientación astronómica, lo que lleva a considerar otras posibilidades. Cuando sus orientaciones se dibujan sobre un mapa de los valles surgen otros patrones. Un grupo de canchas situadas entre los pueblos actuales de Tequila y Amatitán comparten orientaciones semejantes, que parecen converger en un solo lugar, posiblemente en Los Guachimontones. Entonces, es más probable que los juegos de pelota estén orientados hacia una variedad de elementos fijos en el paisaje (montañas, manantiales, sitios importantes), y no hacia fenómenos astronómicos como solsticios. Los arquitectos buscaban tal vez enfatizar conexiones con la montaña sagrada de la cosmología mesoamericana. Numerosos juegos de pelota están vinculados a los templos circulares, de manera que apuntan a la pirámide central circular que simboliza la montaña sagrada y el centro simbólico del cosmos (Beekman, 2003, 2016). Otros factores también pudieron estar involucrados. Varios de los sitios en los márgenes de los valles de Tequila tienen dos juegos de pelota y parecen hallarse orientados perpendicularmente uno de otro.

El juego de pelota también se ha interpretado en términos sociopolíticos en lugar de ideológicos. Actualmente, los equipos de deporte son importantes para desarrollar un sentimiento de identidad comunitaria que oscurece u opaca otras diferencias sociales como la etnicidad o la clase social. Por ejemplo, Fox (1996) propuso que el juego de pelota fue importante para negociar conflictos entre grupos de distinto origen en comunidades sedentarias tempranas. En lugar de entrar en guerra, distintos grupos sociales se enfrentaron en juegos de pelota y resolvieron sus conflictos de mejor manera. Por otro lado, Gillespie (1991) propuso que el juego de pelota formalizó las divisiones sociales y mantuvo el statu quo. Ambas interpretaciones son probablemente correctas en distintos casos.

Imagen: Izquierda: Las figurillas masculinas de El Opeño, Michoacán, que representan jugadores de pelota tienen elementos protectores y cascos; las femeninas sólo llevan cascos. Museo Nacional de Antropología. Foto: Oliver Santana / Raíces. Derecha: En las fases Tequila II y Tequila III, los jugadores se identifican por sostener una pelota; si la escala de las figuras es cierta, quizá las pelotas midieron entre 10 y 20 cm de diámetro. Figura efigie hueca estilo Ameca-Etzatlán, centro de Jalisco. Foto: Cortesía de la Colección Andrall y Joanne Pearson, 2005. Metropolitan Museum Of Art (2005.91.1.).

https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/el-juego-de-pelota-en-jalisco

Cancha para el juego de pelota y tzompantliCódice Tudela, f. 67r.

La sangre derramada y la cabeza cercenada en el contexto del juego de pelota eran ofrendas vinculadas con las nociones religiosas de la tradición mesoamericana, que sostenía que los huesos de víctimas sacrificiales estaban permeados por sustancias sobrenaturales. Poseían atributos mágico- religiosos y eran estimados por los dioses.

La cabeza del jugador se tenía como ofrenda. Su puesta en escena comenzaba con el auto sacrificio y ayuno, continuaba con rituales ligados al juego, proseguía con la muerte y el procesamiento de la víctima sacrificial. Culminaba este circuito con la separación de las partes, la exhibición de la cabeza, generalmente sepultada bajo el piso en cistas y en dispositivos ocultos, fuera de los confines de la cancha.

Es importante reconocer las distintas prácticas post-sacrificiales ligadas al juego, pues determinan si la decapitación estuvo vinculada a éste a lo largo del Clásico Medio y Terminal, a la vez que permite distinguir entre esa práctica y otras manifestaciones de exposición de restos humanos, algunas que conviven con el tzompantli, para determinar su especificidad como lugar de ofrenda y especial vínculo con el juego.

Imagen: Además de la decapitación había otras prácticas post-sacrificiales ligadas al juego, como la exposición de restos humanos. En algunas ciudades había cancha para el juego de pelota y tzompantli, una estructura donde se colocaban cráneos. Códice Tudela, f. 67r. Digitalización: Raíces.

https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/la-cabeza-decapitada-como-ofrenda

         En otras regiones, sobre todo en el Altiplano, el pasillo llega en sus extremidades a zonas terminales cerradas por muros altos, lo que a estas canchas la forma bien conocida de doble T o de I, que es característica de las representaciones de juegos de pelota que se encuentran en los códices. Normalmente, existen en las esquinas de esas canchas escaleras de acceso. Los ejemplos más famosos de canchas cerradas se encuentran en Tula, Xochicalco y Monte Albán, y probablemente así  estaba la cancha del juego de pelota del templo mayor de México-Tenochtitlan. La cancha más pequeña que se conoce se encuentra en Tikal, cerca del Templo I, y el pasillo mide 1.7 por 16 metros, mientras la cancha más grande es la de Chichén Itzá (estructura 2D1), que mide 30 metros por 96.5 m. Esas diferencias de dimensiones, tanto como la forma abierta o cerrada de la cancha, tienen implicaciones obvias sobre el número de jugadores así como  sobre los movimientos que podían hacer para alcanzar la pelota.

Esta entrada es acerca de una de las dos figuras de cerámica de jugadores de pelota que formaron parte de la exposición Maya en el Museo Canadiense de la Civilización.

Esta figura es muy completa, en muy buen estado de conservación que permite ver el tipo de yugo que se usaba en el juego, hecho de madera o piel. El jugador lleva también un brazalete para proteger el antebrazo izquierdo, así como un par de rodilleras, también llamadas "yuguito" las cuales estaban decoradas con la cabeza de un animal. El tocado que lleva el jugador tiene forma de ave y él lleva también un collar de jade. Los adornos que tiene en las mejillas podrían ser hechos de masilla. El tamaño de sus aretes es bastante grande, quizás eran extensiones del tocado. Se puede apreciar todavía algo del color con que esta figura estaba pintada. En general, esta figura fue hecha con mucho detalle, ya que es posible ver hasta los dientes del jugador (al hacer un acercamiento en la imagen).

La siguiente foto es una composición de dos perspectivas de la misma estatuilla para que se puedan observar mejor los detalles tanto del lado derecho como del izquierdo.

http://agoradeartemaya.blogspot.com/2013/08/estatuilla-de-jugador-de-pelota.html?view=magazine

 

Marcador del juego de pelota

https://es.wikipedia.org/wiki/Juego_de_pelota_mesoamericano#/media/Archivo:Chich%C3%A9n_Itz%C3%A1_Goal.jpg

         Si se toman en cuenta esos elementos –las diferencias de tamaño entre las canchas, la variedad de planos entre canchas abiertas o cerradas y los distintos perfiles, con o sin talud, con banquetas, con cornisas altas o bajas-, se pueden clasificar las canchas en unas diez categorías (o tipos) que tienen un significado cronológico y/o cultural.

                Por ejemplo, las canchas abiertas son las más antiguas, y se encuentran en su mayoría en el área maya o en la Costa del Golfo, mientras que las canchas cerradas son más frecuentes en Oaxaca o en el Altiplano, y en Michoacán. En víspera de la conquista casi no se construían canchas abiertas. Pero estas diferencias formales no son los únicos rasgos que permiten diferenciar los tipos de canchas; hay que añadir también otros elementos, como la presencia de esculturas, que tienen en el juego un papel muy importante. En algunas canchas, sobre todo en el área maya, en Toniná, Yaxchilán o Copán, por ejemplo, a lo largo del eje del pasillo están dispuestos marcadores esculpidos con representaciones de jugadores o de dignatarios. Piedras similares existen las canchas encontradas en Arizona. Otras canchas, la mayoría ubicada en los Altos de Guatemala, tienen cabezas con espigas localizadas encima de los taludes, como se ve en Copán. A veces, por ejemplo en Chichén Itzá o en el Tajín, los rebordes de la banqueta u otras partes de las canchas están adornados con panales esculpidos.

Un jugador de Ulama en Sinaloa. El equipo es similar al de los antiguos jugadores mexicas

https://es.wikipedia.org/wiki/Juego_de_pelota_mesoamericano

         Todos estos elementos tenían probablemente un papel en el juego, pero no se sabe cuál; solamente se conoce el uso de los anillos, o tachtemalacates, que en unas canchas están fijados encima de los taludes o de las paredes de las estructuras laterales; existen en Chichén Itzá, Tula y Xochicalco, y existían también en México. Entre los aztecas, el jugador que lograba hacer pasar la pelota por el anillo, lo que resulta muy difícil, ganaba de una vez todo el juego y los vestidos de los espectadores que apoyaban al equipo contrario.

         Todas las diferencias registradas tanto en la forma de las canchas como en la presencia y disposición de las esculturas asociadas al juego sugieren que había varias maneras de practicar el juego, y que, con el tiempo, el tachtli evolucionó mucho. A pesar de esta variedad, es necesario sibrayar la homogeneidad fundamental del juego: la existencia misma de una cancha construida, es esta estructura arquitectónica, permite ya diferenciar este juego de los demás; por otro lado, todas las canchas incluyen elementos permanentes, que son el pasillo y las estructuras laterales; el resto de los edificios o de los arreglos tiene un papel secundario, circunstancial. La permanencia del juego y su unidad se ven comprobadas por algunos casos conocidos, como Copán, en donde, de manera periódica, se reconstruía la cancha en el mismo lugar y con pequeñas modificaciones, pero siempre con las misma concepción.

         El juego de pelota, y las canchas que lo manifiestan, representa entonces un rasgo prehispánico panmesoamericano, una tradición que superaba las diferencias locales o las trayectorias cronológicas. Se desconoce un sitio prehispánico mayor, una ciudad de importancia, que esté desprovista de su cancha: a veces no han sido descubiertas todavía, pero el número de canchas conocidas crece sin cesar. En 1981 se habían registrado, por ejemplo, 26 canchas en los sitios de la Costa del Golfo, mientras que en 1994 el número alcanza por lo menos 80 o 90 canchas; en Michoacán, el número pasó de cuatro a 25 ejemplos. En el norte de Yucatán, donde se suponía que las canchas eran poco frecuentes, los trabajos recientes permitieron llegar de 26 canchas a más de 46, por el momento. En total, de las 671 canchas conocidas en 1981, hemos podido pasar a más de 1 200, un número todavía muy inferior al original.

         Al igual que la presencia de templos, de pirámides o de palacios, y de monumentos esculpidos como las estelas mayas, la presencia de unas canchas de juego de pelota representaba probablemente un criterio de la importancia o prestigio de un sitio; cada ciudad que deseaba afirmar su existencia o si independencia edificaba algunos monumentos, entre ellos una cancha. Además, en la mayoría de los casos, la cancha ocupaba en los sitios una posición central cerca de los edificios mayores: en México-Tenochtilán, el Teotlachco se encontraba ubicado frente a los templos gemelos de Tláloc y Huitzilopochtli, cerca del templo de Ehécatl-Quetzalcóatl y del tzompantli. Lo mismo ocurre en Tula, Xochicalco, Tajín, Chichén Itzá o Monte Albán. En los Altos de Guatemala, el en oriente, el juego de pelota representa incluso el único edificio de importancia de pequeños, el verdadero eje de la ciudad. Pero en sitios mayores, o en algunos casos específicos, el número de canchas alcanza proporciones asombrosas; si se conocen numerosos sitios, con dos canchas, como Iximché, Yaxchilán o Toniná, Tula cuenta con 6 ejemplos, y Chichén Itzá con 13; había también varias canchas en Tenochtitlán. Esta situación es particularmente notables en lo sitios de la Costa del golfo; Tajín por ejemplo, cuenta con más de 11 canchas, El Pital con 8 y Cantona hasta con 22. Esas cantidades superan la simple interpretación del juego como pasatiempo o símbolo político, para darle una dimensión religiosa de culto verdadero.

         Es muy  difícil, y casi  imposible, sintetizar en algunas páginas toda la riqueza del simbolismo del juego entre todos los pueblos que lo practicaron. Con seguridad, los vecinos de Chalcatzingo o de Teopantecuanitlán en el periodo Formativo no daban al juego el mismo significado que los aztecas en vísperas de la conquista. De la misma manera, las 22 canchas de Cantona indican que este sitio consagraba al juego un papel distinto del que tenía en Yagul o Dainzú, donde una sola cancha bastaba. El juego evolucionó, tal como su significado, y sólo se pueden proponer aquí algunas interpretaciones. Como se ha dicho,  las canchas, ocupan en los sitios mayores, una posición central entre los edificios asociados al poder. Además, en muchos casos, se nota una vecindad entre  tipos de edificios como las canchas y los tzompantli (en Tula, Chichén Itzá o México, por ejemplo), o como las canchas y los temaxcales, como en Tula y  Monte  Albán. La importancia política del juego queda fuera de duda, pero, para entender el simbolismo del juego, se puede apoyar en las esculturas asociadas, los marcadores, los anillos o los paneles, y en muchos otros motivos iconográficos; por ejemplo, en los códices aztecas o mixtecos se registraron más de cien representaciones de juegos de pelota, mientras en numerosas figurillas se representan jugadores; existen también maquetas de canchas, en piedra o en barro, y  escenas asociadas al juego están representadas en estelas, escalones o altares, como en Tepatlaxco o Yaxchilan. Toda esta  iconografía debe ser interpretada en su contexto propio, y sería muy peligroso interpretar el simbolismo de los escalones de Yaxchilan a la luz de los mitos aztecas. Pero todavía es posible notar  algunas semejanzas que demuestran  cierta homogeneidad. El papel político del juego, ya notado en la ubicación de las canchas, viene confirmado por numerosas evidencias; en Copán, el rey XVIII-Conejo está representado en los marcadores del pasillo, mientras en Toniná un dignatario ocupa una posición central en la cancha, rodeado de cautivos. Entre los aztecas, hemos ya  mencionado la partida de Moctezuma contra el rey de Texcoco, y  otros mitos asocian a reyes o dioses con el juego, yales como  Axayácatl o Huitzilopochtli. Lo mismo ocurre en los códices mixtecos con Ocho-Venado. El juego tiene sin duda, una función política.

         Al mismo tiempo, en muchos casos, como en Cobá o Toniná, el juego está asociado a representaciones de cautivos o de guerreros, y más numerosas todavía son las representaciones de sacrificios humanos asociados al juego: el ejemplo más famoso es, obviamente, la cancha de Chichén Itzá; en los paneles que adornan el reborde de las banquetas se ve la decapitación de un jugador por otro del equipo contrario. Escenas de decapitación aparecen también en los códices o en esculturas, tanto en la Costa del Golfo (Tepatlaxco) como en la Costa del pacífico, en Guatemala y en otras partes de Mesoamérica, y hay que recordad la proximidad espacial de varias canchas con tzompantli, en Tula o en México. El juego de pelota está, entonces, estrechamente vinculado al sacrificio por decapitación, asociado comúnmente a ritos de fertilidad. Y existen muchas evidencias que confirman este vínculo, como en Chichén Itzá: del cuello decapitado del jugador salen olas de sangre, que se vuelven flores y ramas; o entre los aztecas, cuando en Tula, Huitzilopochtli construye una cancha y del centro hace brotar una fuente de agua que da origen a flores y árboles. El juego de pelota tiene un fuerte y constante significado de rito de fertilidad: asegurar la vida, por medio de la fertilidad, constituye probablemente una de las mayores responsabilidades del rey, una responsabilidad religiosa y política. Como lo demostró C.F. Baudez en Copán, el rey debe enfrentarse, en el juego de pelota, a los dioses del inframundo, de la muerte, para asegurar la vida, la germinación. Esa es también la trama de muchos mitos mesoamericanos, entre ellos el del Popol Vuh. La responsabilidad religiosa del rey para el bienestar de su pueblo puede, entonces, extenderse a una responsabilidad política; el juego de pelota adquiere un papel de sustituto de guerras de conquista, tal como lo usó Axayácatl para conquistar Xochimilco. Las apuestas que acompañan al juego, y su función adivinatoria, representan una consecuencia lógica de esta última función: en el siglo XVIII, en el norte de México, el padre Santarén narra las partidas que presenció, donde los pueblos apostaban sus riquezas en vez de pelearse por ellas.

 

Simbolismo:

  • Astronómico: La pelota representaba al sol. Los anillos de piedra el amanecer y la puesta de sol o los equinoccios.
  • Guerra: La pelota representaba al enemigo vencido.
  • Fertilidad: Como lo indican representaciones de jugadores con íconos de maíz, o sacrificados para asegurar la renovación del pulque.
  • Dualidad cosmológica: El juego es una batalla entre la noche y el día, la vida y el inframundo. Los campos de juego eran considerados portales al inframundo.

https://pueblosoriginarios.com/meso/maya/maya/pelota.html

         El juego de pelota prehispánico atravesó por una larga y compleja historia, desde su origen hasta su pervivencia contemporánea, pero nunca perdió su homogeneidad ni su significado fundamental, a pesar de las diferencias entre los muchos pueblos que lo conocieron. Según las evidencias de que se dispone, el juego de pelota existió en el periodo Formativo Tardío, en los últimos siglos antes de nuestra era; han sido identificadas canchas en Chiapas, en la zona maya, Morelos (Chacaltzingo) y Guerrero, o en el Occidente de la República (Jalisco). La existencia de tantas canchas localizadas en áreas distintas, sugieren un origen anterior, pero hasta la fecha no ha sido posible confirmar “un lugar de nacimiento”; la civilización olmeca hubiera podido practicar el juego, pero ninguna cancha ha sido identificada de manera segura hasta ahora. Con el crecimiento de Teotihuacan a principios de nuestra era ocurre un fenómeno particular, ya que si la metrópolis del Altiplano conoce la existencia del juego, como se puede comprobar por la representación de una cancha en los murales de Tepantitla, no lo practica; al contrario, Teotihuacan tiene su propio juego, que difunde en los sitios donde su influencia se manifiesta.

Murales del juego de pelota al Sur de El Tajín que muestra el sacrificio de un jugador de pelota.

https://es.wikipedia.org/wiki/Juego_de_pelota_mesoamericano#/media/Archivo:Panel9SBCTajin.JPG

         En Tikal, en Kaminaljuyú, en Guerrero o en Michoacán, tal vez otro tipo de juego se asocia con la presencia de los teotihuacanos y, al mismo tiempo,  el tachtli desaparece parcialmente; el número de canchas disminuye, y sólo en algunas partes de la República se siguen edificando canchas: eso pasa sobre todo en los Altos de Guatemala, en la Costa del Golfo y en el Occidente, donde las canchas asociadas a los guachimontones se vuelven más numerosas. Es muy difícil todavía explicar este fenómeno, pero no es el único ejemplo de la originalidad de Teotihuacan: la casi ausencia de glifos y el estilo arquitectónico son otras evidencias que falta explicar. La caída de Teotihuacan está acompañada por un verdadero renacimiento del juego, probablemente bajo la influencia de la Costa del Golfo. Algunos autores propusieron la existencia de un verdadero culto del juego por estos pueblos y su difusión en todas partes de Mesiamérica. Durante el Clásico Reciente, entre 600 y 900 d.C., el juego  alcanzó su apogeo, y se edificaron canchas en todas las ciudades y pueblos, mientras representaciones de jugadores o de ritos asociados se hacían cada vez más numerosas en los murales, en las figurillas o en las esculturas. Es probablemente  en esos tiempos que el juego obtuvo su significado más elaborado y su papel de rito de fertilidad. Con un pequeño retraso, en comparación con lo que pasó en las Tierras Bajas, la zona maya o Oaxaca, el Altiplano adoptó rápidamente el tlachtli, y las canchas se volvieron parte integrante de las ciudades. Mientras, en el Occidente, el juego parece haber sido abandonado, y sólo con la mesoamericanización del Occidente se reintrodujeron las canchas en Michoacán o Guanajuato.

Tablero 2. Juego de Pelota Sur. Zona arqueológica de Tajín.

https://arqueologiamexicana.mx/mexico-antiguo/tajin-y-las-canchas-de-juego-de-pelota

 

         La decadencia de las ciudades mayas, y el florecimiento de nuevas áreas en el norte de Yucatán, ocasionó un cambio en la ubicación del juego, pero al parecer en Yucatán tuvo un significado distinto, y su importancia disminuyó hasta su desaparición total. No se conoce ni una cancha en los sitios del Posclásico yucateco, pero el juego siguió vigente en los Altos de Guatemala, como en Honduras, y en todo el resto  de Mesoamérica, hasta la llegada de los españoles.

         Los conquistadores presenciaron varias partidas, y mientras vivieron la fascinación tanto por el juego mismo como por la pelota, hecha de una materia desconocida, se dieron rápidamente cuenta del significado religioso del juego y lo prohibieron. Pero las canchas no tuvieron la suerte de muchos templos, y se quedaron intactas en la mayoría de los casos. Además, el juego siguió existiendo en partes aisladas y en el Norte de la República. Había perdido, poco a poco, muchas de sus características cuando los etnólogos se dieron cuenta de su existencia y origen: ya no se usaban canchas construidas y el simbolismo religioso se había perdido, pero conservaba lo suficiente para permitir relacionarlo con el pasado.

La “Palma” en el contexto del juego de pelota mesoamericano, a menudo representa a un jugador sacrificado, no necesariamente el ganador. Estas representaciones como la Lápida de Aparicio, muestran al jugador decapitado, y de su cuello emergen serpientes, simbolizando fertilidad.

 

Taladoire, Eric, “El Juego de Pelota Precolombino” en México Antiguo, Antología de Arqueología Mexicana, México, INAH, Editorial Raíces, biblioteca para la actualización del maestro, SEP, vol. 1, 1995, pp. 41-50.

https://www.meisterdrucke.es/impresion-art%C3%ADstica/Veracruz/321919/Jugador-de-pelota-sacrificado-de-Aparicio,-per%C3%ADodo-Cl%C3%A1sico-Tard%C3%ADo-%28escultura%29.html






























martes, 8 de julio de 2025

 

CONSTITUCIÓN, ¿QUÉ HAY EN UN NOMBRE?



https://www.constituteproject.org/constitutions?lang=en&status=in_force&status=is_draft


Decía Albert Camus, en el arranque de su maravilloso Mito de Sísifo, que el suicidio era el primero y principal de los problemas filosóficos: determinar si la vida merecía la pena ser vivida o no. Todo lo demás era secundario y relativo por ancilar. Si no éramos capaces de demostrar el sentido de la existencia, podíamos ahorrarnos todos los demás pensamientos que acababan por depender de aquel primero, todos los demás recorridos, de por sí relegados a un discreto segundo plano. Así, desde la óptica individual. Si miramos por encima del sujeto particular, podemos continuar en esa línea camusiana, ya enfilando una dimensión colectiva, comunitaria, plenamente política: el primero y principal de los problemas sociales, por ende, también jurídicos, es la fuerza, llámese como se quiera llamar (ya violencia, ya poder, ya dominación), más o menos adornada, más o menos explícita. Se puede así afirmar de un modo concluyente, sin miedo a la exageración, que el primer y principal problema que ha de abordar toda Filosofía del Derecho, concebida desde la óptica de lo social, como no podía ser de otra forma, es el modo y manera de controlar la fuerza y evitar su dictadura omnímoda, su imposición triunfante, sepultando todo lo que se halla a su alrededor. Se podría, pues, afirmar que el Derecho, todo el orden jurídico, con sus variadas tipologías normativas y sus intensidades obligatorias variables, ha sido creado para encauzar esa fuerza libre y anárquica, para limitarla, restringirla, darle pautas y, por fin, regularla. Hacerla previsible. Saber por dónde va a discurrir y evitar cualquier suerte de sorpresas. Esa previsibilidad, que conduce a la seguridad, es acaso la virtud que más y mejor tiene que cultivar el derecho. La que lo define como finalidad esencial. Saber qué es lo que va a pasar y con qué consecuencias. Anticiparse. Adelantarse. Para el conocimiento de todos y para su tranquilidad. En esa lucha contra la fuerza, transmutada en poder legítimo cuando aparece la forma y figura del gobierno, tan necesario y consustancial al ser humano como la propia vida social y la correspondiente vida jurídica (ahora, lo llamamos Estado), se han adoptado diversas soluciones y en todas ellas el derecho ha operado como la piedra de toque para ejercer esa disciplina sobre la fuerza, ese aseguramiento social que se exterioriza mediante un combate abierto con el poder, público o privado, para darle previsibilidad y también fundamento.

 

El modo moderno de articular esas relaciones ha sido la Constitución y, más específicamente, aquellas Constituciones surgidas en el siglo XVIII a partir de las revoluciones llamadas liberales. Antes de ese momento fundacional de los tiempos contemporáneos, existió la voz, la palabra y el concepto, pero anclado en las concepciones del Antiguo Régimen: había todo un elenco de prácticas, dispositivos e instrumentos que hacían que el poder no pudiera llegar, salvo en casos excepcionales y muy puntuales, a ser absoluto, en el sentido de totalmente desvinculado del Derecho y fundado en el puro capricho y la arbitrariedad (imprevisible, por tanto, anárquico, caótico, irregular). Ni siquiera ese Absolutismo político, que tiene una buena cantidad de mitología a su alrededor, fue algo tan extenso y tan intenso como se ha pensado.

 

Nicholas Henshall lo ha demostrado en los últimos tiempos, centrando su enfoque en los casos francés e inglés, los más paradigmáticos. El monarca del Antiguo Régimen operaba con múltiples restricciones y límites que procedían de campos muy diversos: la religión, la educación, el derecho tradicional, la composición estamental y corporativa de sus reinos y dominios, su conformación institucional con asambleas y consejos variados, los juramentos, las relaciones políticas con otros reinos, etc. Todo este abigarrado conjunto de elementos formaba esa Constitución histórica, dispersa, ya escrita, ya consuetudinaria, variada en el tiempo y en el espacio, atmosférica puesto que estaba presente en cualquier lugar y en cualquier dirección a la que se dirigiese la mirada como una suerte de disciplina etérea, pero constante y a la que se podía recurrir. Era un orden prescriptivo de raíz tradicional, indisponible para el ser humano, ni siquiera bajo la forma de autoridad, que lo abarcaba todo y que todo lo disciplinaba bajo varias formas de saber, no necesariamente jurídicas todas ellas (ahí estaban la Teología, la Moral o la Filosofía para auxiliar). Sin embargo, su principal defecto era, precisamente, la ausencia de mecanismos para asegurar su aplicación, la garantía de todos esos principios limitativos de la acción de los monarcas anteriormente referidos (las llamadas Leyes Fundamentales: leyes sucesorias, leyes protectoras del patrimonio del reino o de su religión, entre otras). El diseño podía dar la sensación de restricción y de poder ordenado; su ejecución no permitía compartir ese diagnóstico. El poder acababa por triunfar y el individuo, empequeñecido, se disolvía. No había frenos efectivos, por ende.

 

Frente a todo esto, el Constitucionalismo en sentido moderno, el revolucionario y liberal, supo articular toda una gama de elementos que convirtieron a la Constitución en una máquina efectiva para el gobierno pautado y predeterminado. Se pensaba aquélla como un grupo central de normas que dirigían la forma de ejercitar el poder, al mismo tiempo que lo fundaban, que lo generaban. La Constitución origina todo el poder y, por supuesto, todo el derecho que aprehende al anterior. No sucede como en los momentos inmediatamente anteriores en que el poder se presuponía a lo jurídico y caminaba de un modo libre en la mayor parte de los casos. Se escapaba de sus lazos y abrazos. Fueron los revolucionarios franceses los que se atrevieron, en el verano de 1789, a determinar qué era lo que singularizaría a esta nueva norma jurídica: el famoso artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano advertía que una sociedad que quisiera tener a gala la posesión de una Constitución, en sentido moderno, esto es, racional y normativo, propiamente jurídico, debía garantizar derechos y libertades, primeramente, para después proceder a la separación o división de los poderes.

 

 Mediante lo primero, se lograba aquilatar el estatuto singular de los ciudadanos, ya no súbditos, a través del reconocimiento de unos derechos de perfiles naturales, que el poder no creaba, sino que reconocía, puesto que ya existían, y que, sobre todo, aseguraba, protegía, tutelaba. La misión de cualquier forma estatal era esta última labor tuitiva, lo que predeterminada su creación y la subordinaba a los nuevos ciudadanos. El poder nace para proteger, no para operar de manera irrestricta y arbitraria. Tiene un fin claro y específico. A él se debe. Es evidente que en tiempos anteriores había pléyade de derechos bajo la forma de privilegios, pero ahora cambiaba la sustancia de estos (esa naturaleza que conformaba un ordenamiento jurídico, el cual debía, conforme a la mentalidad ilustrada, iluminar al derecho positivo por su carácter esencialmente racional). Se generalizaban y se pasaban por el tamiz de la igualdad, al mismo tiempo que se ponían a su disposición todas las piezas de ese poder estatal llamado a su preservación.

 

Precisamente, la primera forma de defender esos derechos y libertades era a través de una descomposición del monolítico poder que los reyes habían tenido hasta entonces: su soberanía amplia e irrestricta había pasado a un nuevo sujeto político, la nación, como suma de ciudadanos política y socialmente activos, dinámicos, combativos, y los predominantes perfiles jurisdiccionales hasta entonces en boga habían sido fraccionados en tres funciones claramente diferenciadas y asimismo atribuidas a tres órganos separados entre sí, sin posibilidades de injerencias, ni tampoco de interferencias en su actuar. Para acabar con el poder omnipotente y omnisciente, ese mismo poder tenía que ser sometido a un proceso de fragmentación, de suerte tal que esas nuevas manifestaciones de lo público operasen de modo independiente, dentro de su campo de acción correspondiente y sin entrar en las parcelas de los otros poderes configurados.

 

 Con ello, el poder se dominaba; pero, lo más importante, ese poder dominado, funcional y orgánicamente separado, era la primera garantía de que no cabría actuar sobre derechos y libertades de un modo arbitrario, de forma antinatural, de manera irracional, hasta el punto de la anulación de aquellos y de aquellas. Separar los poderes era el salvoconducto para que ninguno de esos poderes se erigiese en dominador absoluto de los estatutos particulares, de las diversas situaciones ciudadanas, las cuales debía aparecer siempre, aunque fuese en una mínima medida. Si acaso el legislativo, con su producto normativo singular (la ley), maximizada en tiempos revolucionarios, ostentaba cierta preeminencia, pero precisaba de la acción del ejecutivo para hacer realidad dicha producción legal, del mismo modo que requería de la actividad judicial para la correcta aplicación y determinación singular de ese cada vez más amplio corpus normativo generado conforme a nuevas ideas y principios (libertad, propiedad privada, fraternidad, legalidad, etc.). Pero sin llegar ninguno de esos poderes a limitar con la ausencia de controles o de fronteras en este diseño. Eso no era posible, cuando menos, en las concepciones más moderadas y realistas del momento revolucionario. Los jacobinos pensaban, claro está, de otra forma; por eso, su sistema, que contenía dosis excesivas de libertades, acabó por fracasar: porque debilitaba el poder hasta el punto de hacerlo inexistente, cuando era una pieza necesaria (peligrosa, pero siempre necesaria) en ese debate, en ese precario equilibrio entre el individualismo y el estatalismo.

 

Unos pocos años antes, desde las colonias americanas, se había conseguido cambiar el concepto de Constitución en oposición a esa versión histórica anteriormente dominante, uno de cuyos ejemplos había sido Inglaterra: los norteamericanos habían logrado forjar un texto escrito único, claro, breve y sencillo, obra de ese pueblo que se erigía como poder constituyente (y no como simple y llano recopilador de la tradición y de la historia), y que además otorgaba a ese mismo texto la condición de ley fundacional, de ley suprema y superior que creaba el poder, todo el poder, y que, en consecuencia, se situaba desde el punto de vista jerárquico por encima de todas y cada una de la actuaciones de los poderes llamados constituidos, derivados y secundarios (leyes, decretos, reglamentos, sentencias, autos, providencias, etc.), las cuales carecía de fuerza en tanto en cuanto saliesen de ese círculo de validez trazado por la Constitución, de esos límites establecidos en lo formal y en lo material.

La reforma constitucional era la expresión externa de que nos hallábamos en presencia de un texto diferente, el cual debía reproducir en sus modificaciones los mismos consensos que en su creación, el mismo apoyo, la misma amplitud cuantitativa. Norma jurídica, pues, obra de un poder originario (el constituyente), absolutamente libre y metajurídico, más político que otra cosa, lo que le otorgaba esos perfiles de supremacía que la hacían indestructible frente a cualquier ataque de los poderes vicarios, subordinados a sus estrictos mandatos. La Constitución no era inmutable, ni estática, no era un producto intocable, pero su cambio tenía que venir determinado por unas amplias mayorías y por unos procedimientos de mutación agravados y reforzados. La ley esencial no podía ser cambiada como una simple ley, como una norma más. La forma era, pues, garantía del fondo, de lo material.

 

La combinación de estas dos tradiciones dio como resultado el producto jurídico más perfecto y completo que se ha conseguido idear hasta el día de hoy como forma de organización de la sociedad política, como forma de captación de sus valores y principios, y como forma, sobre todo, de defender a esa sociedad, siempre amenazada y siempre precaria, frente a los posibles ataques del poder, de ese mismo poder que quiere a la mínima oportunidad volverse absoluto y salir del marcaje que la Constitución le fija.

 Quedaba por resolver, sin embargo, una cuestión que no era baladí: la defensa de la Constitución. ¿Quién y cómo se podría combatir a aquellos que combaten contra la Constitución, a aquellos que se situaban más allá de la misma, que la vulneraban o violaban? En el caso de los Estados Unidos, la respuesta fue sencilla, conforme a su secular tradición jurisprudencial de raíz británica: los jueces eran los encargados de realizar esa función, de un modo desconcentrado, y con restricciones prácticas en cuanto a sus decisiones, puesto que no cabía la anulación de las leyes. No podían alterar el orden de los poderes, por lo que sus sentencias decretaban simplemente la inaplicación de aquéllas, afectadas por la inconstitucionalidad, al caso particular suscitado. La Suprema Corte sería la encargada de cerrar el círculo de defensa de la Constitución y de unificarlo, pero sin que su poder difiriese del conferido al más modesto de los jueces de paz del más remoto pueblo del más remoto estado de la Unión. Un ejército de jueces velaba así por la acción constitucional de todos los poderes públicos.

 Europa, en la senda francesa, concentró sus esfuerzos no tanto en la Constitución, sino en la ley, a la que sí se encumbró como una suerte de medicina universal contra el despotismo. Esa ley general, abstracta, igual, expresión de la voluntad general, que articulaba los derechos y libertades, que conciliaba lo individual y lo colectivo, resultado de la activación de la soberanía del cuerpo político, era la fuente predominante, la manera de hacer y desarrollar lo que la Constitución determinaba, aunque sin diferir mucho de aquélla en lo sustancial. De hecho, la Constitución se reputó como una suerte de ley, sin mayores especificaciones, por lo tanto, como un texto que podía ser remozado, cambiado y alterado por acuerdo de los poderes constituidos sin apenas limitaciones, en todo momento y en todo lugar, sin procedimientos especiales de mutación. No se reputaba como norma jurídica suprema, sino como norma jurídica ordinaria, no sometida, por ende, a unos cauces especiales de reforma. Digamos que prevalecía su sentido político, como programa de una facción, grupo o partido, frente a su perfil eminentemente jurídico. Esto provocó en Francia, primero, y en toda Europa, después, un cierto retraso en la concepción de la Constitución como auténtica norma jurídica superior. Se entendía como simple disposición legal y como tal era tratada, sin mayores especificidades, ni preocupaciones.

 

No será hasta el Constitucionalismo europeo que sigue a la Primera Guerra Mundial, cuando cambie esta percepción, cuando se superen las limitaciones conceptuales del siglo XIX y se aborde la idea de una Constitución como norma jurídica a todos los efectos y como norma suprema indiscutible, origen de todo el derecho y de todo el poder. Y además dotada de un instrumento preciso para su defensa a ultranza: los tribunales constitucionales, como órganos centralizados, dedicados exclusivamente a verificar la concordancia o no de las acciones del poder político con lo que ordenasen las Constituciones, de modo abstracto.

 Un legislador en sentido negativo que expulsaba por nulidad aquellas disposiciones opuestas a los valores, principios, preceptos y procedimientos constitucionales. Quien está detrás de todo esto es Hans Kelsen, acaso uno de los mejores juristas de todo el siglo XX. Su némesis fue Carl Schmitt, quien otorgaba al Jefe del Estado esa labor de protección suprema del texto capital, de la norma de normas. La Constitución austríaca, del año 1920, por inspiración del primeramente citado, llevará a cabo ese nuevo experimento institucional, luego copiado por buena parte de los textos coetáneos y más adelante también por los que siguen a la Segunda Guerra Mundial. Hoy, esa Constitución en sentido normativo y esa defensa a partir de órganos específicos para su tutela, no incardinados dentro del poder judicial en sentido estricto, son el sello de distinción de los países que pueden hacer gala de conformar sólidos Estados de Derecho, democracias avanzadas, liberales, plenamente organizadas, donde imperan los poderes divididos, responsables, sometidos a todo el bloque de constitucionalidad, y donde se siguen dando por supuestas esas dos reglas que los revolucionarios franceses habían lanzado para que se pudiese certificar que una sociedad tenía una Constitución y que no era, por tanto, un mundo despótico, donde la tiranía campaba a sus anchas.

La Constitución sigue siendo eso. Y con ella, las leyes que la desarrollan dentro de sus respectivos cauces o parámetros. Sigue siendo el remedio preventivo contra el abuso del poder, la arbitrariedad, los comportamientos autoritarios, las derivas que nos colocan en el reino del capricho y de la veleidad. Y asimismo el remedio reactivo cuando los preliminares no son suficientes para frenar esas actuaciones. Fuera de la Constitución está la barbarie, la destrucción, la ruptura de cualquier consenso mínimo de tipo social, las tinieblas donde no existe el derecho y, por tanto, donde no hay nada positivo y aprovechable para la convivencia. Es el dominio de lo irracional con la subsiguiente quiebra de la seguridad, la previsibilidad y la certidumbre.

 

 Dentro de la Constitución y solamente dentro de ella, con el apoyo en las leyes obradas conforme a los valores, principios y procedimientos que la propia Constitución define, está la civilización, el espacio donde se puede morar y construir un hogar jurídico de verdad, sólido y asentado, cálido y humano. Cualquier ruptura de esta ecuación conduce, indefectiblemente, al caos.  Por eso, si se nos permite retomar las palabras iniciales de Albert Camus, adaptarlas y hacerlas nuestras, la ausencia de Constitución, con los perfiles vistos, sería la forma de permitir el suicidio de la sociedad y, con él, la muerte de los individuos que la componen. Se convierte así la norma constitucional en el primer problema filosófico, ya en lo individual, ya en lo comunitario. Casi nada. El poder sigue buscando su superioridad, su irresponsabilidad, su inmunidad completa. Quiere escapar de las redes que Constitución y leyes tejen para impedir sus maniobras torticeras y sucias, al margen de cualquier control. Tarea de nuestro tiempo es fijar los marcos en que ese poder se pueda mover conforme a dispositivos de protección y de equilibrio que han demostrado su efectividad a lo largo del tiempo. Sin aquélla, sin estos, estaremos simple y llanamente perdidos, expuestos al capricho del gobernante, y, por tanto, irremisiblemente condenados a la servidumbre para siempre. Por eso, los acontecimientos que estamos viviendo estos días no deben contemplarse con alegría, sino con honda preocupación y amargura. Está en juego la sociedad política misma, el derecho, la convivencia, el aire que respiramos. No pocas cosas nos van en este embate. La Constitución ha acabado por identificarse con el bien, con el fluido ético que debe inspirar toda suerte de normas. Enfrente está, pues, el mal y la amoralidad más absoluta, el oportunismo y el vacío intelectual. No creo que haya dudas en la elección y en la defensa que estos tiempos inciertos y aciagos ponen ante nosotros. La defensa es ya tarea de todos los ciudadanos responsables. Algo inmediato e imperativo. Recuérdese que para que triunfe el mal basta simplemente con que los buenos no actúen. Es el momento de demostrar que los buenos somos más y mejores que los malos. Sólo así podremos salvarnos todos, incluidos estos.

 

CITA BIBLIOGRÁFICA: F. Martínez Martínez, «Constitución, ¿Qué hay en un nombre?», Recensión, vol. 9 (enero-junio 2023) 

https://revistarecension.com/2023/02/07/constitucion-que-hay-en-un-nombre/



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