¿Quiénes son los fascistas?
Entrevista a Emilio Gentile
En un contexto político
internacional en el que emergen extremas derechas, regímenes iliberales y
gobiernos autoritarios, la palabra «fascismo» ha vuelto a estar a la orden del
día. Hay quienes definen como «fascistas» a Donald Trump, Víktor Orbán, Marine
Le Pen, Giorgia Meloni y Santiago Abascal, y quienes se refieren a un «retorno
del fascismo» para explicar las oposiciones conservadoras a las agendas
feministas y de los colectivos de diversidad sexual. La situación va incluso más
allá: la palabra es utilizada también para acusar a izquierdas autoritarias, a
movimientos y grupos religiosos y hasta para definir actitudes genéricamente «antiliberales».
El concepto se ha transformado, en definitiva, en un arma arrojadiza que
adversarios políticos e ideológicos se endilgan entre sí. Pero ¿qué fue
realmente el fascismo? ¿Cuáles fueron sus características? ¿Qué diferencia
a las extremas derechas actuales de esa experiencia?
Profesor titular de
Historia Contemporánea en la Universidad La Sapienza de Roma hasta 2012 –y hoy
profesor emérito en la misma casa de estudios–, Emilio Gentile ha historizado,
a partir de documentos y de un laborioso trabajo de archivo y de interpretación
de fuentes históricas, el fascismo italiano. En su extensa trayectoria
historiográfica, Gentile ha escrito numerosos libros, muchos de los cuales han
sido traducidos al español. Entre ellos se destacan Fascismo: historia e interpretación (Alianza,
2004); La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen
fascista (Siglo XXI, 2005); El culto del Littorio. La
sacralización de la política en la Italia fascista (Siglo XXI,
2007); El fascismo y la marcha sobre Roma (Edhasa, 2014); Mussolini contra Lenin (Alianza, 2019) y ¿Quién es fascista? (Alianza, 2019). En 2022 publicó,
por el sello Laterza, Storia del fascismo,
un volumen de 1.376 páginas en el que explica minuciosamente, sobre la base de
una vasta documentación de archivo, el nacimiento y el desarrollo del fascismo
en Italia. Su último trabajo es Totalitarismo 100. Ritorno alla
storia (Editrice Salerno, 2023).
En esta extensa
entrevista, Emilio Gentile dialoga con Nueva Sociedad sobre
el nacimiento y el desarrollo del régimen fascista y profundiza en las características
particulares de ese movimiento y de ese régimen político a poco más de un siglo
de la Marcha sobre Roma.
Profesor Gentile, todavía hoy, cuando
nos remontamos al tiempo en que nació el fenómeno fascista, nos encontramos con
un contexto particular y específico que, por su diversidad de aristas, no
siempre somos capaces de comprender por completo. Pensamos en los escuadristas,
en el bienio rosso, en las consecuencias humanas y políticas de la Gran
Guerra, en la fragilidad del régimen liberal-democrático. ¿Cómo era realmente
el clima en Italia en la época del ascenso del fascismo?
Desde el final de la guerra hasta el
advenimiento del fascismo, el clima en Italia fue muy agitado. Entre 1919 y
1920, ese clima se caracterizó por una serie de violentos enfrentamientos de
clase que fueron seguidos, en los dos años posteriores, por una reacción
escuadrista que desató una verdadera guerra civil contra las organizaciones del
proletariado. Esas acciones violentas del escuadrismo fascista se dirigieron
principalmente contra el Partido Socialista, pero también contra el Partido
Popular, el partido aconfesional de los católicos, y el Partido Republicano. Se
trató, en definitiva, de un periodo muy crítico para una Italia que, si bien
había resultado victoriosa en la Primera Guerra Mundial –con el sacrificio de más
de medio millón de hombres y la movilización de todo el país–, tendió a vivir
los años posteriores a la contienda como si hubiese sido derrotada y como si se
encontrara a las puertas de una revolución bolchevique.
En aquel marco posbélico, buena parte
de la clase obrera –que había sido militarizada durante la guerra, pero que, a
diferencia de los campesinos, había estado mayoritariamente en las oficinas y
no en el campo de batalla– se sintió atraída por aquellos que habían
condenado la participación italiana en la contienda: es decir, el Partido
Socialista. Esa organización experimentó, en consecuencia, un fuerte
crecimiento, a tal punto que resultó la fuerza más votada en las elecciones de
noviembre de 1919 y consiguió 150 bancas en el Parlamento italiano. Un mes
antes, el Partido Socialista había adoptado una línea revolucionaria que quedó
fijada en sus estatutos partidarios, según la cual su objetivo era lograr la
dictadura del proletariado mediante la conquista violenta del poder. El
problema, sin embargo, era que la dirigencia de la Confederación General del
Trabajo –la organización sindical más importante del país, que alcanzaba casi
dos millones de miembros y era una de las que sostenían al Partido
Socialista– era reformista y contraria a la revolución. Todo esto provocó una
política esquizofrénica entre la voluntad de una revolución bolchevique que no
podía hacerse –y ni siquiera se intentaba– y una posible revolución democrática,
que habría podido producirse si el Partido Socialista hubiera apoyado a los
partidos laicos y reformadores dentro del Parlamento, como los republicanos,
los radicales y los socialistas reformistas. El Partido Socialista, que había
condenado totalmente la guerra, y de hecho había atacado con violencia e
incluso con algunos asesinatos a quienes la reivindicaban, recibió pronto la
reacción de todos aquellos que creían que la guerra había sido una necesidad
para que Italia se convirtiera en una gran potencia, pero que, estando dominada
por las masas socialistas, el país había ganado en el campo de batalla
pero había perdido en el campo de la paz. Es en ese sentido en el que hablaban
de una «victoria mutilada», lo que constituía un mito sin fundamento alguno
porque, con el tratado de paz con Austria, Italia obtuvo las que eran sus
principales aspiraciones. No solo consiguió las tierras que se encontraban bajo
el dominio del Imperio austríaco –y que eran habitadas mayoritariamente por
italianos–, sino también tierras habitadas mayoritariamente por alemanes o
eslavos, quienes, sin embargo, debían garantizar fronteras seguras para Italia.
La idea de la victoria mutilada fue una reacción, un mito de la reacción a la
condena de la guerra por parte de las masas socialistas. Y fue, además, el
comienzo de un choque violento contra los socialistas por parte de los
nacionalistas, a los que se sumó luego el movimiento fascista, con la fundación
de los Fascios de Combate. En este sentido, suelo ser muy cauto a la hora de
hablar de un biennio rosso. Lo cierto es que se produjeron
agitaciones cotidianas y ataques a oficiales y generales, pero sin que nunca se
desarrollara un verdadero intento de golpe revolucionario como el que Lenin había
dado en Rusia, porque incluso mientras el Partido Socialista sostenía una línea
revolucionaria o bolchevique, mantenía una práctica política parlamentaria y
reformista. Que el país sintiera, por tanto, que la posibilidad de una revolución
bolchevique era cercana no quiere decir que efectivamente lo fuera. Cuando se
habla de biennio rosso, debe recordarse eso.
En definitiva, la situación italiana en
vísperas de la Marcha sobre Roma, y sobre todo en los tres años anteriores, era
más confusa que revolucionaria. Es una situación marcada por desórdenes
muy violentos pero sin la posibilidad de que en Italia pudiera producirse
realmente una revolución bolchevique, por la simple razón de que Italia había
ganado la guerra, su Ejército era todavía poderoso para poder reprimir una
revolución interna y no disponía de todos aquellos recursos naturales que
permitieron a la Rusia bolchevique, después de 1921, iniciar su propia
industrialización. Era posible, en cambio, una revolución democrática, porque
después de 1919 los dos partidos más importantes en el Parlamento eran el
Partido Socialista y el Partido Popular, este último fundado por el sacerdote
Luigi Sturzo, de inspiración católica pero con una política democrática. Si
esas dos fuerzas políticas se hubieran entendido en términos del posible
desarrollo de una revolución democrática, se habría podido producir una
profunda transformación capaz de impedir que fuera posible la victoria de los
nacionalistas. Sin embargo, la división entre estos dos grandes partidos que
podían controlar el Parlamento italiano, sumada a la división dentro del Partido
Socialista entre reformistas y revolucionarios –estos últimos luego fueron
expulsados y dieron nacimiento al Partido Comunista–, hicieron imposible ese
proceso. La izquierda, en ese contexto, peleó más entre sí que contra el
fascismo emergente: las disputas entre los socialistas maximalistas, el Partido
Comunista y el Partido Socialista Unitario, que manifestaba una línea
reformista, fueron constantes. Por otra parte, estaba el Partido Popular, que
también tenía problemas para avanzar en la dirección de una unidad por una
revolución democrática, ya que, como partido católico, no podía aliarse con un
partido revolucionario y ateo, pero tampoco con los liberales dirigidos por
Giovanni Giolitti, que rechazaban a un partido que era dirigido por un sacerdote.
Todas estas divisiones favorecieron, a partir de 1921, el ascenso del fascismo
hasta su conquista del poder.
A partir del análisis histórico, usted
ha planteado que el fascismo de 1919 –el de los Fascios de Combate– no era
necesariamente la semilla para la formación del fascismo de masas que nace en
1921. ¿Cuál es la diferencia entre ese primer fascismo y el de los
escuadristas?
Efectivamente, yo sostengo que lo que
llamamos fascismo nace en 1921 y no tiene su semilla ni su embrión en los
Fascios de Combate creados por Mussolini en 1919. Al mismo tiempo, sostengo que
el fascismo de 1919 no constituía un movimiento nuevo, sino que era, en rigor,
una reconstitución de los Fascios de Acción Revolucionaria que Mussolini había
creado en 1915 para apoyar la intervención italiana en la Gran Guerra. El
fascismo diecinuevista era, de modo muy evidente, un movimiento reformista –y
no revolucionario y anticapitalista como muchas veces se lo ha definido–, que
no buscaba una conquista insurreccional del poder, pregonaba la colaboración de
clases, hacía una fuerte defensa de la burguesía productiva, pretendía el
sufragio universal masculino y femenino, esgrimía demandas como la jornada
laboral de ocho horas y se manifestaba nacionalista, democrático y
anticlerical. Ese fascismo, el de los Fascios de Combate, solo se refería al término
«revolución» para hablar de modo genérico de una «revolución italiana»,
concepto que era utilizado para reivindicar a los ex-combatientes como los
verdaderos representantes de la nación. Además de ser un movimiento reformista,
el fascismo de 1919 estaba a favor de una mayor autonomía regional frente a la
centralización estatal, hecho que también lo diferenciaba muy claramente de lo
que luego sería el programa del fascismo como fuerza escuadrista y como partido
político. Si quisiéramos ver en una imagen la diferencia clara entre el
fascismo diecinuevista y el fascismo nacido en 1921, deberíamos acudir al símbolo
de Il Fascio, el órgano oficial de los Fascios de Combate de 1919.
La insignia, entonces, no era el fascio littorio –ni en su versión romana ni en
su forma republicana francesa–, sino un puño cerrado sujetando un manojo de
espigas.
Otro aspecto que debemos mencionar es
que, en el fascismo diecinuevista, como luego sucedería también en el Partido
Fascista, Mussolini no era el líder reconocido oficialmente como tal, sino solo
la figura nacional más importante. Desde 1912, primero como líder socialista,
después como líder intervencionista [en la guerra] y luego, sobre todo, como
editor de un periódico político nacional, Il Popolo d’Italia,
Mussolini estaba en escena y era conocido, mientras que el resto de los líderes
eran personalidades que habían desarrollado su actividad política en la
izquierda socialista o sindicalista, pero que no tenían fama nacional. A pesar
de ello, Mussolini no se erigió, como lo hicieron Lenin y Hitler, como líder
oficial y absoluto de su propio movimiento. Mussolini solo fue miembro del
Comité Central de la Junta Ejecutiva y, siendo un gran orador, no hizo casi nada
por recorrer Italia y multiplicar las inscripciones en el Fascio. Permaneció en
Milán y, a diferencia de Hitler, hizo muy poca propaganda política en la
península, hasta 1921.
Excepto por unos pocos hombres y por el
apoyo de las organizaciones paramilitares de los Arditi (los soldados de asalto
de elite del Ejército italiano en la Primera Guerra Mundial), el fascismo de
1919 no tiene nada que ver con lo que sería luego el fascismo escuadrista de
1921. Hay mucha documentación al respecto y, por ello, mi posición es muy clara
en este sentido. Y es que en el fascismo de 1919 no se encontraba el germen de
lo que llamamos «fascismo histórico», aunque ya en julio de 1920 una
organización armada de escuadras fascistas establecida en Trieste atacó e
incendió la Narodni Dom, la sede de las organizaciones de la minoría eslava.
Sin embargo, este «fascismo fronterizo» no constituyó un movimiento de
masas.
Ese fascismo de masas nace en 1921, se
organiza de modo militar en el escuadrismo, luego toma la estructura de partido
milicia [el Partido Nacional Fascista], se dedica a destruir las organizaciones
del proletariado y se propone y logra la conquista del poder con la Marcha
sobre Roma. En cambio, el fascismo diecinuevista no buscaba instaurar una
dictadura; usaba la violencia, pero no con el objetivo de destruir sistemáticamente
las organizaciones proletarias; no planeaba, como el fascismo escuadrista
nacido en 1921, una insurrección revolucionaria para conquistar el poder, y
tampoco quería convertirse en un partido político (a punto tal que se declaraba
apartidario).
Según su perspectiva, Mussolini no creó
el fascismo, sino que el fascismo creó a Mussolini. ¿Cómo consiguió hacerse con
el liderazgo de ese movimiento y qué tensiones vivió en ese proceso?
Primero debemos puntualizar que
Mussolini llegó a ser reconocido como el líder del fascismo, pero nunca
oficialmente, en tanto no fue jamás el secretario general de los Fascios de
Combate, ni el secretario general del Partido Nacional Fascista que nació en
noviembre de 1921. En agosto de 1921, tras el crecimiento del escuadrismo como
movimiento de masas, Mussolini pensó que reivindicando la paternidad del
fascismo podría imponer su voluntad, llegando incluso a promover un pacto de
pacificación con el Partido Socialista y con la Confederación General del
Trabajo. Es decir que, después de que el escuadrismo destruyera el control y la
hegemonía del Partido Socialista sobre las masas, Mussolini pensó en
transformar a esa masa de escuadristas en un partido laborista para las clases
medias. Hizo incluso un programa para hacer las paces con los socialistas y
para desarmar a los escuadristas armados y, finalmente, lanzó una propuesta a
los socialistas reformistas para que se desvincularan del Partido Socialista –que
aún seguía inspirado en Lenin– y formaran una coalición con los fascistas y con
el Partido Popular. Pero los escuadristas, que eran en su gran mayoría jóvenes
de alrededor de 25 años y que se habían unido al fascismo en 1920, querían algo
muy diferente.
Para ver la diferencia entre los
Fascios de Combate, creados por Mussolini en 1919, y el fascismo como
escuadrismo, conviene repasar los números. Los Fascios de Combate eran un
movimiento marginal que en su primer año contaba apenas con unos 800 miembros.
El número ascendió a unos 10.000 a finales de 1920, pero solo con el
surgimiento y la explosión del escuadrismo los inscriptos pasaron a ser casi
200.000. En definitiva, Mussolini vio crecer de forma repentina y vertiginosa
un movimiento que llevaba un nombre como el que él había creado, pero qué él no
había inventado ni propuesto. En ese marco lanza la idea del pacto de
pacificación, pero no toma en cuenta que los escuadristas no apoyan ese pacto,
porque aspiraban a seguir conquistando el poder local. Es así que, en agosto de
1921, los escuadristas se rebelan contra Mussolini y lo llaman «traidor».
Dicen: «El que ha traicionado al socialismo ahora traiciona al fascismo»1. Los escuadristas del Valle del Po
marchaban cantando «Quien ha traicionado traicionará», dirigiendo ese dardo
contra Mussolini. Al final de esa rebelión, los escuadristas le ofrecieron a
Gabriele D’Annunzio el liderazgo del movimiento fascista, que ya se había
convertido en un movimiento de masas. Pero D’Annunzio no aceptó hacerse cargo
de la situación. Ese es el momento en que Mussolini renunció a su programa de
transformar al escuadrismo en un partido parlamentario y aceptó seguir a los
escuadristas. Y fueron los propios escuadristas quienes decidieron crear el
Partido Nacional Fascista como partido armado. Por eso digo que no era
Mussolini quien dirigía el fascismo, sino que Mussolini era quien seguía al
fascismo. Y esto sucedió hasta la Marcha sobre Roma. Quien decidió atreverse
con una insurrección armada no fue Mussolini, sino el secretario del Partido
Fascista Michele Bianchi. Mussolini todavía estaba negociando en secreto con
ex-líderes liberales como Giovanni Giolitti, Antonio Salandra y Francesco
Saverio Nitti la posibilidad de formar un gobierno en el que el fascismo
tuviera cuatro o cinco ministerios, pero que estuviera presidido por uno de
esos viejos líderes liberales, cuando el 26 de octubre Bianchi lanzó la idea de
un gobierno liderado por Mussolini como forma de chantaje al rey y a la
dirigencia liberal. Hay una llamada telefónica del 27 de octubre a las
2:40 de la madrugada en la que Bianchi le advierte a Mussolini que la
insurrección ya había comenzado y en la que Mussolini le responde: «Espera un
poco».
Otra confirmación de esta situación se
produce el 10 de junio de 1924, el día del asesinato del líder socialista
reformista Giacomo Matteotti. En esa fecha, en la que el fascismo parecía
colapsar, Bianchi le escribe una carta a Mussolini en la que lo acusa de haber
obstaculizado siempre el programa revolucionario y le recuerda que fue él, y no
Mussolini, quien desató la destrucción de las últimas organizaciones
proletarias en agosto de 1922. Allí le dice: «Fui yo quien lanzó la Marcha
sobre Roma, mientras tú me acusabas de ser un loco salvaje». En ese mismo
documento Bianchi asegura que fue él, un sindicalista revolucionario calabrés,
el verdadero creador de la organización político-militar fascista y el que
luego se atrevió a chantajear al gobierno y al rey imponiendo el nombre de
Mussolini.
¿Esto significa que Mussolini fue
forzado o empujado a hacer la Marcha sobre Roma?
Forzado no, pero digamos que se
enfrentaba al riesgo de ser desautorizado por Michele Bianchi, Italo Balbo y
Roberto Farinacci, los verdaderos líderes revolucionarios del escuadrismo
fascista, que eran quienes controlaban efectivamente a la masa armada. Tenga
presente que, en octubre de 1922, los escuadristas armados controlaban las
principales ciudades, las capitales y todo el Valle del Po, desde Trentino
hasta Bolonia, y luego la mayor parte de Italia central. Todas estas provincias
estaban ya antes de la Marcha sobre Roma bajo un dominio dictatorial del
Partido Fascista. El verdadero éxito de la Marcha sobre Roma como insurrección
es que, entre el 27 y el 28 de octubre, les permitió a los escuadristas ocupar
grandes ciudades, organismos gubernamentales e incluso cuarteles. A partir de
allí, se produce el chantaje de Bianchi al rey y a los liberales para imponer a
Mussolini como nuevo jefe de gobierno. Y allí es donde sí se expresa el genio
político de Mussolini, que, sabiendo que se trataba de un movimiento
arriesgado, ve que no hay ninguna resistencia por parte del gobierno ni de las
Fuerzas Armadas, pero tampoco por parte de los trabajadores –millones de ellos
aún organizados por los partidos antifascistas–. No hubo, fíjese, ni siquiera
una huelga. Con esto quiero decir que los fascistas pudieron llegar a Roma
teniendo ya el control de gran parte del norte y del centro de Italia con la
fuerza armada del escuadrismo, sin encontrar ninguna resistencia por parte de
las organizaciones obreras. Por tanto, en el libro El fascismo y
la Marcha sobre Roma2, sostengo que no hubo compromiso
para que Mussolini y el fascismo llegaran al poder, sino que se produjo la
victoria completa del chantaje.
Uno de los aspectos centrales de la
mitología fascista es la de haber salvado al país del «peligro bolchevique». ¿Cómo
se construyó esa mitología, sobre la que usted trabaja en su libro Mussolini
contra Lenin, y por qué la considera históricamente falsa?
La idea de que Mussolini evitó una
revolución bolchevique en Italia fue, en rigor, una invención de la prensa
conservadora inglesa, y muy particularmente del periodista Percival Phillips,
quien poco después de la Marcha sobre Roma escribió un libro titulado The «Red» Dragon
and the Black Shirts: How Italy Found Her Soul: The True Story of the Fascisti
Movement [El dragón «rojo» y los camisas negras. Cómo Italia
encontró su alma: la verdadera historia del movimiento fascista]3. La tesis de Philips, un
periodista estadounidense con claras simpatías por el fascismo, falsificaba
completamente los hechos históricos, a punto tal que llegaba a afirmar que,
incluso durante el proceso de la Marcha sobre Roma, había en Italia un peligro
revolucionario de tipo leninista. Esta tesis fue, lógicamente, usufructuada y
utilizada por el propio régimen para crear el mito del fascismo como el
salvador de la nación. La realidad, por supuesto, era muy distinta, y existen
numerosas pruebas documentales que permiten demostrar la falsedad de esas
afirmaciones. En primer término, el movimiento fascista no había conseguido
monopolizar el consenso de las masas –recordemos que en las elecciones solo
obtiene 35 diputados, que luego se convierten en 30–, pero sí el de las clases
medias, es decir, de ese amplísimo sector de la población italiana que se había
convertido en mayoritario en los años comprendidos entre 1911 y 1921 y que no
tenía representación política propia y se identificaba con la nación, con el
Estado y con los valores de la burguesía. En segundo lugar, la llamada
izquierda revolucionaria estaba completamente dividida y desorganizada. El
conflicto y la división en su seno eran de tal magnitud que, hacia 1921,
el Partido Comunista estaba mucho más claramente decidido a destruir al Partido
Socialista que a luchar contra el fascismo.
Observando la completa división entre
socialistas y comunistas, pero también lo que estaba sucediendo en la Rusia
Soviética –donde había terminado la guerra civil, la dictadura bolchevique se
había asentado y se estaba adoptando una política neocapitalista como la Nueva
Política Económica (NEP)–, es el propio Mussolini quien, en el verano de 1920,
afirma que el intento de exportar el leninismo a Europa ya había fracasado. Y
en julio de 1921, vuelve a declarar que hablar del peligro bolchevique en
Italia es «una tontería». A tal punto la consideración de Mussolini es que el
peligro bolchevique está muerto que, en ocasión de la Conferencia Internacional
de Génova –que es convocada por las potencias vencedoras de la Primera Guerra
Mundial para discutir los problemas económicos de la posguerra–, no se opone a
la asistencia de Lenin. En aquel momento se llega a admitir la posibilidad de
que Lenin viaje personalmente a Italia, y Mussolini, como si fuera el amo del
país, escribe: «El señor Lenin puede venir, pero no debe hablar de política, de
lo contrario nuestros escuadristas se encargarán de él».
Pero permítame agregar algo más. Que el
peligro bolchevique no existía en Italia era también claro por el hecho de que,
cuando se desarrolla la Marcha sobre Roma, los dirigentes maximalistas del
Partido Socialista y los del Partido Comunista toman un tren y se van a Moscú
para la Conferencia de la Internacional Comunista. Dicen que en Italia no pasa
nada, que lo que está sucediendo es solo una disputa entre burgueses. Fíjese
que el 27 de octubre de 1922, luego del gran mitin de los escuadristas
fascistas en Nápoles, el periódico comunista L´Ordine Nuovo, dirigido
por Antonio Gramsci, afirma que todo se trata de una farsa y sostiene que
se está asistiendo a las «vísperas de la desintegración del fascismo». Frente a
estos documentos, frente a estos datos, hablar todavía hoy de un peligro rojo
revolucionario, de una amenaza comunista en Italia, es una de las mayores
tonterías que se pueden decir. La idea del «peligro bolchevique» fue instalada
y utilizada por el fascismo para construir su mito de salvación nacional, pero
está completamente alejada de lo que fueron los hechos históricos.
En muchos de sus libros, pero en particular
en El culto del Littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista4, usted definió el fascismo como una
religión política y lo ubicó dentro del fenómeno más amplio de la «sacralización
de la política». ¿Qué es lo que constituye una religión política y qué hizo que
el fascismo se constituyera como tal?
Efectivamente, la religión política es
un aspecto del totalitarismo fascista y los primeros en referirse al fascismo
como una «religión política» fueron los católicos antifascistas y los
liberales. Ellos alegaban que el fascismo pretendía imponer su ideología, es
decir, la exaltación de la nación, la exaltación del Duce y la exaltación del
propio fascismo como un dogma al que todo el mundo debía someterse, constituyéndose
como una «religión política de la nación». Ese tipo de práctica de imposición
se desplegó incluso antes de que el fascismo desarrollara su dictadura. Ya a
fines de 1923, y a través de feroces palizas, los fascistas obligaban a la
gente a quitarse el sombrero y a hacer reverencias a su paso. Los católicos
antifascistas, como Luigi Sturzo, entendieron que el fascismo no podía ser
de ninguna manera compatible con el catolicismo y que la Iglesia no podía
apoyar el fascismo porque era un movimiento pagano que sacralizaba la nación y
el Estado. El término de «religión política» se extendió luego entre otros
antifascistas que observaban la forma en que el régimen imponía sus ritos, sus
símbolos y sus mitos a toda la población italiana por medio de la violencia. Es
este el sentido en que, en 1924, el periodista Igino Giordani, que adhería al
Partido Popular de Luigi Sturzo, definía el fascismo como una «religión política
pagana».
Debo
aclarar, sin embargo, que la religión política no es exclusiva del fascismo,
sino que pertenece a todos los totalitarismos. Fue, por ejemplo, un fenómeno
visible en la Rusia bolchevique de 1918 y 1919, pero sobre todo tras la muerte
de Lenin en 1924. En este sentido, y atento a su pregunta, me gustaría hacer
algunas puntualizaciones. La primera es que la religión política forma parte de
un movimiento más extenso que, como usted bien dice, he denominado «sacralización
de la política» y que concierne a todos aquellos movimientos que sitúan la política
en el centro de la vida humana y la convierten en una entidad suprema a la que
incluso la religión debe someterse. En este marco, debemos diferenciar lo que
constituye una religión política, que es típica de los regímenes totalitarios,
de lo que constituye una religión civil, que caracteriza a los países democráticos.
Tenemos, de hecho, el ejemplo de Estados Unidos, donde existe pluralismo
religioso, pero cuando todos los creyentes, desde protestantes a católicos,
pasando por judíos, musulmanes o sijs, se reúnen y cantan «God Bless America», reconocen
a un dios que no es el dios de una religión concreta: es el dios de Estados
Unidos. Estados Unidos es el primer ejemplo de una sacralización de la política
en la que la política misma se convierte en el centro de una devoción. Esto se
difunde y se extiende de manera más decisiva con la Revolución Francesa, con la
dictadura jacobina, con Napoleón y luego, durante el siglo XIX, en los
diferentes países y continentes, entre los que se incluye América Latina, donde
distintos movimientos políticos pretenden definir el sentido último y la
finalidad de la vida en esta tierra.
El hecho de que el fascismo pretendiera
erigirse como una totalidad espiritual del Estado lo llevó a contradicciones
con el campo religioso, tal como usted lo documenta en Contro Cesare5. En su libro usted muestra una relación
pragmática entre el fascismo y la Iglesia católica, a la vez que puntualiza la
complejidad que el fenómeno fascista suponía para muchos cristianos, en tanto
se producía un conflicto entre el primado de Cristo y el del César (el Duce). ¿Cómo
fue esa relación y qué influencia tuvieron los católicos antifascistas como
Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari, a la hora de sentar las bases de una
oposición cristiana al fascismo?
Al aproximarnos a este tema siempre
debemos hacer una distinción entre el Estado Vaticano –es decir, la Iglesia
como Estado– de la Iglesia como expresión de una religión determinada. En las
relaciones con el gobierno fascista –que no es lo mismo que con el fascismo–, Pío
XI aceptó inmediatamente ir por el camino de un Concordato, en tanto había
aspectos que el papa compartía. Estos eran el antimarxismo, el antiliberalismo,
la crítica a la democracia y, sobre todo, la condena y el rechazo de la soberanía
popular y del libre pensamiento. Estos aspectos del fascismo eran compartidos
porque eran los mismos objetivos religiosos que tenía la Iglesia en ese momento
desde el Concilio Vaticano I. En ese sentido, tenían enemigos comunes. Y ese es
el motivo por el que Pío XI intenta y consigue un Concordato con el Estado
italiano. Pero el mismo papa, como líder de una religión que predicaba la
igualdad –aunque solo fuera en términos espirituales–, el amor entre los
pueblos y la condena de la violencia, tenía enfrente un poderoso movimiento político
que divinizaba a la nación, que exaltaba a Mussolini como una especie de ídolo
y que, sobre todo, contaba con una organización militar armada que se lanzaba
no solo contra las organizaciones socialistas, sino también contra las
organizaciones católicas y los párrocos que no aceptaban los símbolos fascistas
o se rehusaban a recibir a los escuadristas en la iglesia. En ese sentido, se
produjo una doble situación. Por un lado, estaba el papa que, como jefe de la
Iglesia, buscaba un Concordato para convivir con un Estado laico, pero, por el
otro, estaba el mismo hombre que, como líder de una religión, veía ante sí un
movimiento que pretendía, cada vez más explícitamente, ser él mismo una
religión terrenal que quería para sí no solo la obediencia, sino también la
entrega de los ciudadanos. En mi libro Contro Cesare he
mostrado con documentos la falsedad de esas teorías –o más bien de esas fábulas–
según las cuales el papa Pío XI era un hombre con una personalidad similar a la
de Mussolini, por lo cual, supuestamente, era piadoso con él. He publicado
documentos que demuestran que, desde 1925, mientras buscaba el camino para un
acuerdo entre Estados, el papa manifestaba una marcada angustia por el
paganismo fascista y por lo que él llamaba, en algunos de sus documentos, una «religión
civil». Pero esto no sucede solo en 1925, sino que continúa en el tiempo. El
papa estuvo incluso dispuesto a romper el Concordato antes de su firma, cuando
Mussolini, en 1929, pronunció una frase herética, claramente blasfema, al
afirmar que «sin la romanidad, sin ser trasplantado a Roma, el cristianismo
seguiría siendo una pequeña secta judía en Palestina». Pese a que acabó
prevaleciendo la diplomacia y el Concordato se firmó en 1929, en mayo de 1931
el Partido Fascista lanzó una guerra escuadrista contra las organizaciones católicas
con la intención de destruir el intento de la Acción Católica de convertirse en
una especie de refugio para el Partido Popular –que era católico y antifascista–.
En ese contexto, el Papa publicó una encíclica en italiano en la que condenaba
el paganismo y la estadolatría fascista. Es decir, utilizó en 1931 las mismas
palabras que habían empleado Luigi Sturzo y Francesco Luigi Ferrari entre 1923
y 1925, y por las que se habían visto obligados a abandonar Italia y exiliarse.
Eran estos católicos los que escribían desde 1923 contra el peligro que una
religión neopagana como la fascista suponía para la fe cristiana. Aun así, a
pesar de la posición del papa, el fascismo no dio marcha atrás, y fue el propio
papa quien tuvo que retroceder pidiéndole a la Acción Católica que solo se
ocupara de asuntos religiosos. Sin embargo, el mismo conflicto volvió a
estallar en 1938 y, como demuestro en mi libro, las acusaciones de Pío XI
contra el fascismo y su dimensión totalitaria volvieron a ser continuas. Cuando
el papa muere, el 10 de febrero de 1939, en vísperas del décimo aniversario del
Concordato, tenía ya preparada una encíclica, Humanis generis unitas,
para romperlo. En esa encíclica condenaba como herejías el totalitarismo de la
nación, de la raza y de la clase (es decir, el fascismo, el nazismo y el
comunismo). El papa murió sin que la encíclica fuera publicada, y el nuevo pontífice,
Pío XII, enfrentado a la amenaza de una guerra inminente, prefirió guardarla en
un cajón. Esa encíclica fue finalmente descubierta y dada a conocer en 1995 por
algunos estudiosos6. Por tanto, cuando nos enfrentamos a la
historia de las relaciones entre el fascismo y la Iglesia, debemos siempre
distinguir, por un lado, las relaciones entre un Estado y una institución que
asume el carácter de Estado, y, por otro, la relación entre las dos religiones.
Entre el Estado fascista y la Iglesia católica hay un Concordato, a la vez que
un conflicto continuo, cada vez más grave y cada vez más aterrador para el
papa. Los documentos demuestran que esos son, para el papa, diez años de
sufrimiento continuo. Es absolutamente ridículo confundir un acuerdo de
convivencia entre Estados –sobre todo, en un país en el que en los
estatutos el catolicismo era la religión estatal– con una simpatía entre el
movimiento fascista y la religión católica. No era posible una real
convivencia entre una religión que quería a todo el mundo para sí y un
movimiento, como el fascista, que también quería a todos los seres humanos para
él en este mundo y que, por lo tanto, no aceptaba la competencia de la Iglesia.
Quisiera ir introduciendo la
entrevista, si me permite, en el campo del análisis de la relación entre el fenómeno
fascista y otros procesos que tienen lugar en nuestros tiempos. Actualmente se
discute mucho sobre el crecimiento del apoyo de los trabajadores a las nuevas
extremas derechas. Si volvemos atrás en la historia, ¿cuál era la composición
de clase del movimiento fascista? ¿A qué sectores pertenecían aquellos primeros
escuadristas armados?
Una pequeña porción del grupo dirigente
fascista, tanto en los Fascios de Combate como luego en el escuadrismo, estaba
constituida por hijos de la burguesía. Pero la mayor parte –entre la que se
encontraban líderes como Italo Balbo, Dino Grandi y Roberto Farinacci– eran
hijos de pequeños profesionales locales, abogados o incluso profesores de
escuela secundaria. O, como en el caso de Renato Ricci, de un trabajador de las
canteras de mármol de Carrara. Por su parte, la base social del movimiento
fascista estuvo compuesta, desde el principio, por las nuevas clases medias.
Nuevas en el sentido de que muchos de aquellos que militaban eran jóvenes,
mayoritariamente del valle del Po, hijos de antiguos agricultores que habían
logrado comprar tierras durante el periodo de la gran crisis –que se había
extendido entre 1911 y 1921–. Esos hombres, que se habían convertido en
propietarios, no querían, lógicamente, someterse a ningún sistema socialista
que impusiera una socialización. Debemos tener en cuenta que, entre 1911 y
1921, a partir de la desintegración de la gran propiedad capitalista en el
campo, se formó un millón de nuevos propietarios, es decir, personas que habían
luchado como campesinos por tener la propiedad de la tierra y que no querían
cederla para ninguna idea proletaria o socialista. Si hacemos un ejercicio y le
atribuimos a cada una de esas personas un solo hijo varón, tenemos un millón de
jóvenes que están en contra del socialismo y que, habiendo sido la mayoría de
estos combatientes en la Gran Guerra y habiéndose identificado con la nación,
se veían a sí mismos como la nueva clase dirigente. Son ellos quienes dan vida
a las nuevas escuadras fascistas, a los líderes fascistas y a los que serán
luego los líderes del régimen fascista durante los 20 años de gobierno.
El fascismo tuvo un componente de
trabajadores, pero se trataba de trabajadores agrarios que, después de la
destrucción de las organizaciones socialistas, habían sido obligados a unirse a
los sindicatos fascistas con la promesa de acceder a la tierra –algo que
finalmente la mayoría de ellos no obtendría–. Esto nos muestra que la composición
de clase del fascismo fue muy diferente de la del nacionalsocialismo, en tanto
nunca logró capturar un fuerte apoyo de la clase trabajadora. Mientras que el
nazismo tenía un importante apoyo obrero, el fascismo no logró ganarse ese sostén
de los trabajadores, exceptuando a los de segunda generación, es decir, a
aquellos que no habían conocido la violencia escuadrista. Estos sí eran más favorables
al fascismo, tal como lo reconocieron los propios dirigentes comunistas. En
1935, el líder comunista Palmiro Togliatti expresó en una conferencia en
Moscú que, en ese punto histórico, ya no era necesario luchar con las armas
contra los fascistas, sino entrar en el fascismo, usar los mitos fascistas como
el de 1919, y finalmente así conquistar los sindicatos fascistas. Togliatti
llamaba a esos obreros «hermanos con camisa negra». Lógicamente, el intento de
Togliatti fracasó, porque los fascistas podían ser muy estúpidos en muchos
aspectos, pero justamente no para reconocer a sus enemigos. En eso sí que eran
muy inteligentes.
Por
no remontarnos a muchas otras experiencias que han sido calificadas genéricamente
como fascistas, le mencionaré solo algunos casos contemporáneos: un partido
como Vox, en España, ha sido calificado como fascista; el gobierno de Jair
Bolsonaro en Brasil ha sido calificado como fascista; Donald Trump ha sido
calificado como fascista; Mateo Salvini ha sido calificado como fascista. Todo
esto por no mencionar los casos en que la expresión se usa aún más
indiscriminadamente, llegando a conceptos como «fascismo de izquierda» o «islamofascismo».
Usted está manifiestamente en desacuerdo con el uso de ese apelativo. ¿Por qué
en ningún caso es válido?
Porque
todo lo que no hace crecer nuestro conocimiento de las nuevas realidades que
produce la historia es inútil y nocivo. El conocimiento progresa a través de la
distinción, no a través de la confusión ni de las analogías. El agua es un líquido,
y el aceite y la gasolina también lo son. Si yo digo que todos esos líquidos
son agua no avanzo en el conocimiento y puedo correr el riesgo de cocinar
fideos con gasolina. Si yo digo que todos los regímenes o movimientos
autoritarios son fascistas, corro el riesgo de equivocarme claramente y de no
analizar y comprender, de modo concreto, un determinado fenómeno. Ahora bien, ¿por
qué puede usarse de este modo extenso, confuso y equivocado el concepto de
fascismo? Fundamentalmente porque en su etimología el concepto «fascismo» no
significa nada precisamente político. Le daré un ejemplo. Si digo «comunismo»,
seguramente no apoyo la propiedad privada, sino la comunidad de bienes. Si digo
«liberalismo», no apoyo la socialización de los bienes, sino la propiedad
privada. Si digo «anarquismo», no apoyo el poder estatal, sino la anulación de
cualquier poder. Pero si digo «fascismo» digo solo «fasci», «fascio», que
significa literalmente «estar juntos». ¿Entonces todos los movimientos que
proponen estar juntos son fascistas? Claramente no. Ahora bien, según el uso
extenso de la palabra «fascismo», que es homologada casi a cualquier movimiento
o régimen autoritario, podríamos decir, por ejemplo, que Dios es fascista. Fíjese
que, si aplicamos ese criterio, el Dios de la Biblia, del Antiguo Testamento,
cuando ordena exterminar a las mujeres, niños, hasta la última descendencia,
debería ser considerado de ese modo. ¿Y qué diríamos de Caín? Este también podría
ser considerado el primer fascista que, para colmo, ha desatado una guerra
civil al matar a su hermano Abel.
Hago
estas bromas, pero, como usted sabe, todo esto conforma una ironía
verdaderamente trágica. Esta difusión del término fascismo ha creado una
profunda incapacidad para entender nuevos fenómenos en los que, si bien hay
elementos que estaban presentes en el fascismo, no está presente ninguno de los
que verdaderamente lo definían, lo hacían particular. Esos elementos son el
totalitarismo, el imperialismo, la religión política, la revolución antropológica
y la guerra como fin principal de la vida humana. A los regímenes y expresiones
políticas que usted planteó en tono jocoso, podríamos agregar los de [Silvio]
Berlusconi, [Charles] De Gaulle o [Juan] Perón. ¿Encontramos en ellos algunos
elementos similares a los que había en el fascismo? Sí, por supuesto, porque el
fascismo siempre fue imitado, sobre todo a través del uso de símbolos, de
rituales, de mitos. Pero ¿están los componentes fundamentales del fascismo,
aquellos que permitían definirlo como tal? No, no están. ¿Cómo se puede
calificar de fascista un movimiento como Vox, que quiere afirmar la primacía de
la catolicidad sobre el Estado, sobre la nación, sobre la educación, cuando la
primacía del fascismo era la de la política, la del Estado? Hemos llegado a tal
punto de confusión, que hay quien no es capaz de distinguir un movimiento
nacionalista de inspiración católica que sostiene posiciones de la extrema
derecha católica en temas asociados a cuestiones como la familia –donde se
opone decididamente al aborto y al feminismo– del propio fascismo. Lo mismo
sucede con Salvini y La Liga. ¿Cómo puede ser fascista un movimiento como La
Liga, que ha pregonado históricamente la secesión de una región de Italia,
cuando uno de los puntos fundamentales del fascismo es el de la unidad de la
nación, que fue siempre considerada de carácter sagrado?
Las
cosas, como usted comentaba en su pregunta, van incluso más allá. El uso del término
fascismo se ha vuelto tan simplista que se lo puede aplicar desde a Trump hasta
a Putin. Cualquier régimen autoritario con culto a un líder es llamado
fascismo. Corea del Norte entonces sería fascista, la misma China comunista sería
fascista. Evidentemente, esto no ayuda a entender los fenómenos contemporáneos
que enfrentamos. Este uso priva a la categoría «fascismo» de los componentes
que realmente le son propios y que solo se encuentran si los analizamos en la
historia.
En
resumen, lo que intento transmitir es que muchas veces se sostiene que tal o
cual movimiento es fascista porque entre sus ideas figuran posiciones racistas,
o apelaciones a la pureza de la nación, o porque desprecia la democracia
representativa. Pero todas esas ideas preceden al fascismo. Que haya racismo o
que haya autoritarismo no quiere decir que haya fascismo. Esas no son
cualidades específicas del fascismo, sino que aparecieron incluso en otras
latitudes y todavía perduran. El fascismo no existía durante el tiempo del
primer racismo en Francia, o en el siglo XIX cuando había racismo en Inglaterra
y en Estados Unidos, país en el cual todavía desgraciadamente sobrevive en
muchos estados. Mucho antes del fascismo hubo sociedades, y no solo de
Occidente, que afirmaron una identidad nacional que excluyó, por ejemplo, a
grupos étnicos de diverso tipo. Con esto quiero decirle, aunque usted lo sabe,
que no es posible atribuir a cualquier movimiento, construyendo analogías
generales, el carácter de fascista.
Le
aseguro que yo me esfuerzo mucho por entender estas analogías, pero las analogías
no sirven para comprender la historia, sino para hacerla más confusa. Eso es lo
que yo denomino «ahistoriología», es decir, una historia hecha como la astrología,
que, en lugar de estudiar científicamente los hechos, se limita a
interpretarlos según los propios deseos, esperanzas y temores.
Es completamente cierto que todos esos
movimientos o regímenes son nítidamente distintos del fascismo o tienen
características que no pueden ser circunscriptas a él. Pero ¿qué sucede con la
primera ministra italiana Giorgia Meloni, de Fratelli d'Italia, que proviene de
una fuerza política que sí se ha reivindicado como neofascista, como el
Movimiento Social Italiano? De hecho, en su propio símbolo, Hermanos de Italia
lleva la vieja insignia del Movimiento Social Italiano, la llama encendida…
Efectivamente, entre 1946 y 1994, hubo
en Italia un partido neofascista con representación parlamentaria y que llegó a
ser el cuarto partido a escala nacional. Hablamos, como usted bien dice, del
Movimiento Social Italiano (MSI), una organización política que fue fundada por
funcionarios, jerarcas y adherentes al régimen fascista que, aunque nunca llegó
a 10% de los votos, rozó esa cifra en las elecciones de 1972. Ese partido
participó en la elección de al menos un par de presidentes de la República, y
compitió democrática y pacíficamente en las elecciones generales y
locales. Como usted sabe, el MSI se disolvió en 1994, transformándose, con
el liderazgo de Gianfranco Fini, en el partido Alianza Nacional. Ese partido
repudió el fascismo –aunque Fini en los años 2000 seguía diciendo que Mussolini
había sido el mayor estadista de toda la historia de Italia– y formó parte
de todos los gobiernos de Berlusconi. En tal sentido, desde 1994, Alianza
Nacional se despegó de su matriz original de neofascismo y se encaminó a un
proceso de transformación hacia una derecha nacional conservadora, posición que
ahora es recogida por el partido de Giorgia Meloni.
El partido de Meloni bebe de esa
experiencia y, en tal sentido, no tengo inconveniente alguno en considerarlos
como posfascistas que han aceptado las reglas del Estado democrático y de la
República y que han jurado sobre la Constitución, y que se inscriben en esa
derecha nacional conservadora. Por supuesto, la herencia del MSI es visible en
el modo de concebir la política y en la relación con los adversarios. Pondré un
ejemplo. Por estos días, se habla en Italia de la reforma constitucional.
Meloni quiere el presidencialismo y se dirige a la oposición diciéndole: «Si no
están de acuerdo con lo que yo digo, avanzaré igual». Evidentemente, no es una
actitud democrática dialogar con la oposición bajo esta premisa. Recuerda a
aquello que hiciera Mussolini en 1923, cuando siendo líder de un gobierno de
coalición, se dirigió a sus opositores parlamentarios –los socialistas y los
liberales antifascistas– diciéndoles: «¿Pero ustedes que quieren? Pongámonos de
acuerdo». Y ellos respondían: «No queremos escuadristas armados, no
queremos violencia». Y Mussolini terminaba diciendo: «Si ustedes no quieren lo
que yo impongo, yo seguiré mi propio camino». En esto, digamos, hay un tipo de
actitud similar. A esto se suma la perspectiva mitológica que expresan algunos
de los que forman parte del gobierno de Meloni, según la cual el fascista fue
el mejor gobierno que Italia jamás haya tenido, «excluyendo» las leyes
racistas. Esto no implica, sin embargo, que siete millones de italianos que han
votado a ese partido y a ese gobierno sean fascistas. De hecho, tampoco se
trata en sí de un gobierno fascista –ya hemos dicho que no hay escuadristas
armados, no se propicia una revolución antropológica de la sociedad, no instala
una religión política, no construye un régimen totalitario–. Es un gobierno que
tiene a un partido como Fratelli d'Italia, que convive con otros muy distintos.
Fíjese, sin ir más lejos, que en este gobierno convive el partido de Meloni,
que reivindica el «orgullo nacional», pero aliado a un partido como La Liga,
que ha negado históricamente la propia existencia de la nación italiana y
buscaba la secesión de una parte del país –aunque hoy la llamen «autonomía
diferenciada»–. Y participa también una fuerza como la de Berlusconi, que
exalta el liberalismo y el hedonismo.
Profesor, creo que ya la respuesta
surge de sus propias respuestas previas, pero de todos modos le haré la
pregunta. Como usted sabe muy bien, en 1995 el ensayista Umberto Eco utilizó la
categoría «fascismo eterno» en una conferencia pronunciada en la Universidad de
Columbia, que sería publicada algunos años más tarde. Eco no solo apuntaba 14
rasgos que él definía como «fascistas», sino que además asumía que el fascismo
era casi una identidad política móvil, que ya no usaba solo uniformes militares
sino también «trajes civiles» y que volvía en «nuevos ropajes más inocentes».
Su conclusión lógica era que el deber de los demócratas era «desenmascararlo». ¿Cuáles
son los inconvenientes que, según su parecer, tienen esta definición y esta
idea? ¿Qué problemas puede traer aparejados la idea de una «eternidad» en la
política?
Permítame responderle comenzando por el
final de su pregunta. Debo decirle que, en comparación con Eco, yo soy un poco
avaro, porque he definido al fascismo no en 14 sino en 10 puntos, pero podría
reducirlos incluso a tres. El problema con los 14 puntos de Eco es que pueden
ser aplicados también a la Iglesia católica o a la Falange española. Y si se
pueden aplicar de ese modo, entonces no definen algo particular del fascismo. A
eso agregaría otra cuestión de igual importancia. Si los fascistas aparecen,
como dice Eco, disfrazados de demócratas, ¿cómo distinguimos a los demócratas
antifascistas de los demócratas fascistas? Es decir, ¿quién tiene derecho a
definirse como un demócrata antifascista si, por ejemplo, como hizo Gramsci,
llamamos semifascistas a socialistas como Filippo Turati, a liberales como
Giovanni Amendola, a católicos democráticos como Luigi Sturzo? ¿Y cómo
hacemos para decir que el verdadero antifascista fue Gramsci, que fue
encarcelado en 1926, mientras que Matteotti fue asesinado en 1924, Amendola fue
atacado en 1923 y 1925, y Sturzo se vio obligado a exiliarse en 1924, y Turati
en 1926? Lo mismo ocurre con el concepto según el cual el fascismo puede
repetirse en otras formas y depende de los demócratas desenmascararlo. Una
posición de ese tipo les otorga una suerte de poder totalitario a los llamados
demócratas para decidir cómo, cuándo y quién es un fascista disfrazado. Con ese
criterio, todo el mundo podría decir «tú eres el fascista, yo soy el verdadero
antifascista».
Yo
siempre tuve una gran admiración por Umberto Eco, un semiólogo con un enorme
conocimiento de la retórica y también de la historia. Pero no podía ni puedo
estar de acuerdo con él cuando afirma su tesis del «fascismo eterno». ¿Cómo se
puede sostener la idea de algo eterno en la historia, cuando ni siquiera las
divinidades se revelan eternas? ¿Dónde están hoy Júpiter y Apolo? ¿Dónde están
los dioses de Persia? ¿Estamos seguros de que el cristianismo y el islam serán
eternos? Hasta ahora, de hecho, han vivido menos que la religión egipcia. En la
historia nada es eterno. Es un absurdo hablar de eternidad en la historia. Y,
por otro lado, ¿solo el fascismo sería eterno? No veo que nadie hable de un «liberalismo
eterno» o de un «bolchevismo eterno», de un «jacobinismo eterno» o, para
referirme a su país, de un «peronismo eterno». Pareciera que solo el fascismo
estuviera dotado de eternidad. Pero si el fascismo es eterno, entonces todo
antifascista está derrotado de antemano. Nunca ganará porque, al parecer, su
adversario es poseedor de un don único que no tiene ninguna otra ideología y
ningún otro régimen: la eternidad. Ese supuesto carácter de la «eternidad»
se basa, tal como le decía, en la práctica de las analogías. Se basa en
atribuirles a movimientos o regímenes no fascistas la categoría de fascistas.
Al mismo tiempo que se ha producido
toda esta banalización con la tesis del fascismo eterno, también se ha
producido el fenómeno que usted ha denominado como «desfascistización del
fascismo». ¿Podría explicar en qué consiste ese proceso?
Por supuesto. Mi concepto de «desfascistización
del fascismo» se refiere, sobre todo, a lo que sucedió en Italia inmediatamente
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando distintos grupos ideológicos se
enfrentaron al problema de pensar el fascismo tras el propio fin del régimen.
Lo que había sido, a todas luces, un régimen de 20 años que había tenido
características opresivas y excitantes para toda la sociedad italiana, se
transformó, en algunas conceptualizaciones de los propios hombres de la
izquierda que lo habían derrotado, en un fenómeno que básicamente consistía en
una banda de criminales que se habían quedado con el poder frente a unas masas
siempre hostiles al régimen y sometidas a la miseria. Entre los mismos
antifascistas que habían derrotado al fascismo se evidenció un fenómeno de
falta de rigor a la hora de definir ese régimen. Lo mismo sucedió, claro, desde
el lado neofascista, que definía el fascismo como un régimen que había hecho
mucho bien al país pero que, desgraciadamente, se había convertido en una
dictadura porque el comunismo amenazaba a Italia. Esa derecha neofascista
intentaba decir que el fascismo no era totalitario, que recién se había vuelto
racista en 1938, que se había convertido en un régimen de partido único solo
porque Matteotti había sido asesinado y porque la izquierda y los antifascistas
querían derrocarlo. En definitiva, desde la izquierda y desde la derecha se
produjo una banalización del régimen que impedía ver su especificidad. Se «desfascistizaba»
el fascismo. En la izquierda se llegaba incluso a afirmar que el fascismo no
tenía ideología, no tenía una visión de la economía, y hasta que ni siquiera
había existido un régimen fascista: solo había mussolinismo.
En torno de este tema conviene
mencionar la influencia que tuvo un libro que seguramente usted conoce y ha leído.
Me refiero a Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt,
en el que la autora, sin saber nada del fascismo, afirmaba que el fascismo no
era totalitario. En su libro, en el que el único régimen que aparece como
totalitario es el estalinismo –ni siquiera considera totalitarios a Lenin y a
Mao–, tampoco consideraba totalitario el nazismo: solo le atribuye esa cualidad
desde el inicio de la guerra. La tesis de Arendt fue utilizada durante la
Guerra Fría como un manifiesto propagandístico para ubicar en el mismo lugar la
Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, pero sobre todo, para justificar que
Estados Unidos y distintos países de la Alianza Atlántica estuvieran aliados a
regímenes como el de la España de[Francisco] Franco y el Portugal de [António]
Salazar, que tenían aspectos comunes con el fascismo. El concepto de Arendt según
el cual el fascismo no era totalitario sino autoritario les servía a los países
aliados a regímenes que tenían algunos aspectos del fascismo para afirmar que,
si era autoritario, era «menos malo» –e incluso en ocasiones podría ser bueno–
que el totalitarismo, es decir, que la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin.
Este tipo de posiciones contribuyeron a la desfascistización del fascismo. A
ese proceso de desfascistización del fascismo también contribuyó el hecho de
que muchos fascistas reales de los tiempos de Mussolini se hicieran luego
democristianos, comunistas o socialistas, por lo que los partidos debían decir
que el fascismo no había tenido ninguna influencia y solo se dedicaban a ridiculizarlo.
Mire, cuando yo era niño no vi ni una
sola película en la que no se ridiculizara el fascismo. Nunca tuve la sensación,
de niño y de joven, de que el fascismo había sido algo trágico, que había
allanado el camino para el nazismo y el totalitarismo en Europa. En lugar de
hacernos entender cuál había sido la tragedia del fascismo, lo tomaban todo en
broma, como algo gracioso. De las atrocidades del fascismo, solo se recordaba
el crimen de Matteotti y la muerte de Gramsci. Si usted mira los primeros
documentales sobre el fascismo, se dará cuenta rápidamente de que todo era una
caricaturización, una serie de burlas y de chistes. Esto influyó mucho. Y el
beneficio, por supuesto, se lo llevaron los neofascistas reales, que se
presentaban como defensores de las «buenas políticas» del fascismo, de las
grandes obras arquitectónicas, de las grandes fábricas, del bienestar de los
trabajadores. Utilizaban toda esa palabrería amparados en ese proceso de
desfascistización del fascismo. Decían, por ejemplo, que el fascismo había
hecho buenas obras, para justificarlo. Usted sabe bien aquello que decía
Cervantes: que no hay ningún libro malo que no contenga algo bueno.
Permítame que insista con las
cuestiones relativas al uso de la palabra «fascismo» como arma arrojadiza para
calificar a los adversarios políticos e ideológicos. Usted recordaba que en
1924 Gramsci llamó «semifascistas» a Amendola, Sturzo y Turati. Podríamos
mencionar también que Palmiro Togliatti aplicó conceptos similares a Carlo
Rosselli, el socialista liberal que murió luego a manos del fascismo. ¿Qué
incidencia tuvo en el uso extenso y equívoco del término fascismo que vemos
actualmente el hecho de que los comunistas siguieran la tesis del «socialfascismo»
y aplicaran el concepto indiscriminadamente contra sus adversarios políticos,
incluso contra aquellos que eran claramente antifascistas?
Tuvo un gran impacto, porque como usted
dice, en el antifascismo italiano hasta 1935 e incluso en algunos casos hasta
1937, para los comunistas todos los izquierdistas no comunistas eran fascistas
o semifascistas. Quien no se convertía a la interpretación comunista del
fascismo era un fascista. Esta interpretación se suspendió durante la guerra y
durante el periodo de la Resistencia, pero volvió a ganar lugar tras la
Liberación. Después de 1947, los comunistas comenzaron a llamar fascista a
Alcide de Gasperi, que era democristiano y antifascista, y ese proceso comenzó
otra vez. Fíjese que Lelio Basso, militante marxista antifascista, en
1951 publicó un libro titulado Dos totalitarismos: fascismo y
democracia cristiana. Una homologación realmente sin ningún sentido. Y
debemos tener en cuenta que esto lo decía Lelio Basso que era quien, en un
artículo publicado el 2 de enero de 1925 en La Rivoluzione Liberale,
dirigida por el joven antifascista Piero Gobetti –víctima de los escuadristas,
obligado al exilio y muerto en París en 1926, a los 25 años— había inventado el
término «totalitarismo» para definir el régimen fascista.
El uso indiscriminado del término «fascismo«
en Italia se relaciona directamente con esa acusación de fascistas contra todos
los antifascistas no comunistas. En términos globales, la incidencia en ese uso
indiscriminado la tuvo claramente la victoria de la Unión Soviética de Stalin
en la Segunda Guerra Mundial, en tanto los comunistas extendieron la idea de
que, como ellos habían vencido, eran los verdaderos opositores al fascismo. En
consecuencia, podían marcar como fascista a cualquiera que se les opusiera. Y
de ese uso extenso y confuso de la categoría derivó su pasaje a todos los ámbitos,
a punto tal que los anticomunistas empezaron a llamar fascistas a los
comunistas. Se transformó en una categoría para utilizar como arma contra
cualquier opositor ideológico. Por eso vuelvo a mi razonamiento inicial: si el
término «fascista» en sí mismo no contiene ninguna idea política clara,
fascista puede ser cualquiera. ¡Incluso usted puede ser fascista porque me está
haciendo preguntas para meterme en dificultades! Cuando reprobaba alumnos y debían
repetir el examen, ¿qué decían?: «¡Este es un fascista!».
El hecho de que usted no utilice, por todas las razones que ha expresado, el concepto de «fascismo» para referirse a fenómenos políticos muy diversos, no implica que no observe los graves problemas de las democracias contemporáneas y sus derivas «iliberales». En tal sentido, usted ha acuñado el concepto de «democracia recitativa». Al mismo tiempo, ha advertido que el mayor peligro en la actualidad es la presencia de líderes elegidos democráticamente pero que carecen de ideales democráticos . ¿Qué significa el concepto de democracia recitativa y cuáles son, según su perspectiva, los dilemas que atraviesa la democracia hoy?
Si
nosotros utilizamos el término «fascismo» para referirnos a lo que históricamente
ha sido –es decir, que se ha expresado como organización, como cultura y como régimen
en una cultura irracionalista y mítica fundada en la exaltación del Estado y de
la nación, en una militarización de la política, en el totalitarismo y el
imperialismo, en el racismo, en la revolución antropológica de la sociedad y en
la guerra como fin último de la vida humana–, entonces debemos concluir que
esto no está presente en los países democráticos. Sin embargo, en todos los países
democráticos, incluso en los más antiguos, se están verificando una serie de
procesos muy preocupantes. Uno es el creciente descontento de la ciudadanía,
expresado en términos de desconfianza y, sobre todo, en una fuerte abstención
electoral. Otro es la permanente y galopante intrusión de la corrupción. Y el
que considero más importante es la renuncia al ideal democrático. El ideal
democrático no es lo mismo que el método democrático, que consiste en el
proceso de elecciones libres y pacíficas por el cual los ciudadanos eligen a
sus gobernantes. Con el método democrático, lo sabemos muy bien, es posible
elegir gobiernos racistas, antisemitas, machistas o antifeministas. Por eso el
ideal democrático, por el cual durante 200 años muchos ciudadanos han
sacrificado su vida en manifestaciones, en agitaciones, en revoluciones y en
guerras, no consiste solamente en que los ciudadanos puedan elegir pacífica y
periódicamente a sus gobernantes, sino en trabajar constantemente para eliminar
todos los obstáculos y discriminaciones entre los gobernados.
Si
la desigualdad de riqueza, y la pobreza y la precariedad son cada vez mayores,
entonces tenemos un problema democrático –y en buena medida, parte del voto de
los trabajadores a la extrema derecha se vincula a estas cuestiones–. Las estadísticas
mundiales nos dicen que el 10% más rico del mundo posee hoy alrededor
de 76% de la riqueza global. En Italia, durante la pandemia, el 5% más rico
aumentó su riqueza, mientras que todas las demás clases perdieron poder
adquisitivo salarial. Esa profunda desigualdad en la riqueza hace a un problema
democrático muy serio: ¿quién, sino los ricos, puede acceder a propagandas
electorales televisivas?
Al
problema de la desigualdad, que impacta seriamente en la democracia, se agrega
otro, y es el que usted menciona: el de la recitación. Una de las razones por
las cuales se produce una fuerte abstención electoral se vincula a la
consideración ciudadana de que la democracia se ha transformado en un espectáculo
que tiene lugar solo en el periodo electoral. Los ciudadanos sienten que son
convocados a votar y que, luego, los dirigentes políticos toman decisiones
arbitrarias, de espaldas a la ciudadanía. En definitiva, toman las decisiones
que quieren. En el sistema político italiano, los candidatos ni siquiera son
elegidos por la ciudadanía, sino por sus compañeros de partido, y la ciudadanía
es obligada a aceptar lo que los partidos han decidido. Todo esto hace a la
calidad democrática. Es en este sentido en el que hablo de «democracia
recitativa».
Ahora
bien, es importante destacar que el método democrático prevalece, a diferencia
de lo que sucedía hasta 1945, cuando movimientos fascistas y
nacionalsocialistas negaban el principio mismo de soberanía popular. O a
diferencia de los regímenes comunistas, que predicaban el principio de la soberanía
del proletariado, pero que, finalmente, sostenían dictaduras de tipo
totalitaria. Hoy todos los partidos, y también los llamados «populistas»,
reconocen ese principio y, de hecho, se refieren directamente a él.
Evidentemente, este tipo de apelación al diálogo directo entre las masas y el
pueblo puede constituir un desafío a la democracia liberal, como lo vemos en
casos de Europa oriental, en la Rusia de Putin, en la Turquía de [Recep Tayyip]
Erdoğan. Pero eso no los vuelve fascistas. No se puede ser fascista y apelar a
la soberanía popular. Sería como ser bolchevique defendiendo la propiedad
privada. Por lo tanto, los principales riesgos de la democracia emergen de la
democracia misma. Repito: no debemos olvidar que la democracia como método basa
su acción en el propósito y el objetivo de alcanzar algo más, el ideal democrático.
Sin ese ideal, tenemos una democracia recitativa en la que, efectivamente,
pueden producirse mayorías racistas, nacionalistas, iliberales. Si se abandona
la realización del ideal democrático y la democracia es solo una recitación, el
desarrollo del individuo se obstaculiza sin que exista ningún tipo de régimen
fascista. Por lo tanto, para evitar la elección de gobiernos racistas,
machistas, iliberales, de lo que se trata es que la democracia no se limite al
método democrático, sino que persiga el ideal democrático.
Permítame hacerle una última pregunta
asociada a su propia trayectoria como historiador. Usted tuvo entre sus
maestros a Renzo de Felice, un historiador de enorme relevancia, que desarrolló
una de las más importantes biografías de Mussolini que se hayan escrito hasta
la fecha. ¿Cómo conoció a De Felice y qué aprendió de él en términos del
quehacer historiográfico?
Déjeme comentarle que, de niño, yo
tenía dos grandes pasiones. Una era la pintura y la otra era la historia.
Luego, por una serie de circunstancias, no me fue permitido seguir la vocación
que más apreciaba que era la pintura, así que me dediqué a mi otro campo de
interés. Mis primeros intentos fueron en historia medieval, y cuando tenía 18
años y estaba terminando el bachillerato, hice un ensayo sobre
la poesía de Dante. Sin embargo, el trabajo fue rechazado por el que entonces
era mi profesor. Sinceramente, yo había puesto mucho empeño en ese texto, había
dedicado mucho trabajo, y pensé que podía pedir otra opinión sobre
aquel ensayo. Entonces se me ocurrió escribirle a Giuseppe Prezzolini, un
escritor y periodista que escribía en Il Tempo, el periódico que
leía mi padre. Prezzolini era un hombre muy famoso que, entre otras cosas,
había sido el fundador de una revista La Voce en la que habían
colaborado Giovanni Amendola, Benedetto Croce, Mussolini. Cuando le escribí yo
desconocía por completo que él tenía 84 años y, en mi carta, lo traté de
«tú», como si se tratara de un amigo. Él me respondió muy amablemente que, por
la cultura que expresaba mi artículo, no creía que yo tuviese 18 años. Y así
comenzó una relación. Luego, ya realizando mis estudios universitarios en
Historia, conocí a un historiador antifascista que había sido amigo de Piero
Gobetti y que tuvo una gran influencia para mí. Me refiero al gran historiador
Nino Valeri, que fue el primero en estudiar el fascismo de manera científica.
Yo quedé fascinado porque Valeri hablaba del periodo giolittiano y de los
contestatarios de ese tiempo, entre los que se encontraba un joven intelectual
que era el mismísimo Prezzolini. Lo cierto es que Valeri se convirtió en el
director de mi tesis, pero se retiró de la academia antes de que yo la
terminara. Mi director pasó a ser, entonces, Ruggero Moscati, pero
necesitaba, sin embargo, un codirector. Y fue Prezzolini quien me dijo: «Fíjate
que en Roma hay un historiador que yo admiro mucho. Se llama Renzo de Felice.
Yo te daré una carta de presentación». Y así llegué a De Felice y se convirtió
en mi codirector de tesis. Aun así, y a diferencia de lo que muchos creen, e
incluso de lo que se afirma en la Enciclopedia Italiana, yo nunca estudié con
él ni fui su discípulo directo.
De Felice era, ya entonces, un hombre muy
importante en términos históricos. En 1965, cuando me estaba graduando del
bachillerato, yo había leído el primer volumen de su extensa biografía de
Mussolini, que había sido publicada ese mismo año. Ese libro me causó una
profunda impresión. Aunque me fastidió un poco que el libro de De Felice
estuviera escrito con un estilo muy difícil –yo siempre he preferido las frases
breves, a lo Tácito–, quedé muy impactado por el aparato de citas
bibliográficas que manejaba. De hecho, las notas casi duplicaban el tamaño del
libro. Todas esas citas de archivo me fascinaron. Fue así como descubrí que no
solo existía la historia que yo había leído en los libros de Benedetto Croce,
que eran sintéticos y casi sin notas, sino que también estaba esto: la
posibilidad de encontrar libros como el de De Felice, donde el archivo y las
notas bibliográficas eran fundamentales.
Lo cierto es que, luego de graduarme,
con De Felice como codirector de mi tesis, pasé un buen tiempo sin verlo, en
tanto yo no comencé rápidamente la carrera académica, sino que me dediqué,
algunos años, a enseñar italiano y latín, y luego historia del arte y por
último historia y filosofía, en escuelas secundarias. Sin embargo, en
1971, conseguí una beca que no solo me dio una excedencia en la escuela secundaria
en la que daba clase, sino que me permitió investigar en Roma. Esa beca hacía
necesario tener a un profesor como garante de la investigación, y decidí
pedirle ese rol a quien había sido mi codirector de tesis de grado. Acudí a De
Felice y me contestó que sí, que él sería el garante de mi investigación. Fue
entonces cuando comencé a colaborar en sus clases y seminarios. Esos fueron,
para mí, dos años de un enorme aprendizaje. En primer lugar, aprendí la
importancia de basar cada hecho histórico en la mejor documentación posible. Y,
observando e interactuando con De Felice, entendí el verdadero significado de
la independencia intelectual. Recuerdo que en una oportunidad le llevé unos
capítulos de mi tesis para que los leyera y él, como buen profesor, me hizo una
serie de observaciones. Yo le contesté, muy ingenuamente: «Muy bien, profesor,
ahora mismo lo voy a modificar, voy a cambiar esto y aquello». Pero De Felice,
a quien yo muchas veces veía en su casa, no me dejó ni siquiera terminar de
hablar, me interrumpió y me dijo: «Escuche, Gentile, si usted cambia una
palabra porque yo le he hecho una serie de observaciones, no venga más a
verme». Fue entonces cuando aprendí lo que es ser un profesor universitario de
gran valía pero que, como el propio De Felice decía, no quiere crear su copia
en papel carbón.
Yo, que nunca fui su alumno, tampoco soy, como algunos dicen, su mejor heredero. Se dice que lo he seguido, pero en realidad, si esto es así, también lo he traicionado. De Felice argumentaba que el fascismo no había sido totalitario, pero yo llegué a la conclusión contraria a partir de mi trabajo con documentación histórica. Luego, De Felice también se convenció de ello. Fíjese que yo escribí en la década de 1980 muchos artículos sobre este tema, discutiendo la propia tesis de De Felice según la cual el fascismo no había sido totalitario. ¿Y sabe dónde se publicaron algunos de esos artículos? En la revista que dirigía el propio De Felice. Fue él mismo quien los publicó. Eso es lo que él me enseñó. Lo que realmente aprendí de De Felice es que hay que ser muy riguroso en la investigación documental y que no hay que escribir una frase que no corresponda a los documentos, a los hechos tal como resultan de los documentos, evaluándolos, por supuesto, críticamente. Y el otro gran aprendizaje que tuve fue que jamás debes oponerte a alguien que defiende una tesis distinta de la tuya si antes no compruebas si esa persona tiene razón y tú estás equivocado. Yo también he intentado enseñar esto a mis alumnos, muchos de los cuales se convirtieron luego en mis colegas. Son lecciones que hay que aprender.
Aunque sea muy cansador e implique un
trabajo continuo. El año pasado, en octubre, publiqué una historia del fascismo
de 1.300 páginas, pero en el año 2002 publiqué una historia del fascismo de 29
páginas7. ¿Cuál es la verdadera? Ambas. Solo que
en la primera no documenté todo lo que afirmaba. En la segunda, en cambio, no
hay nada de lo que afirmo que no esté documentado. Y esto me parece importante.
·
1.
Se refiere a la militancia previa de Mussolini en el Partido Socialista.
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2.
Edhasa, Buenos Aires, 2014.
·
3.
Carmelite
House, Londres, 1922.
·
4.
Siglo XXI, Buenos Aires, 2007.
·
5.
Contro Cesare. Cristianesimo e totalitarismo
nell'epoca dei fascismi,
Feltrinelli, Milán, 2010.
·
6.
Georges Passelecq y Bernard Suchecky: L’Encyclique cachée de Pie XI:
Une occasion manqué de l’Église face a l’antisemitisme, La
Découverte, París, 1995.
·
7.
En Fascismo: Storia e interpretazione, Laterza, Roma-Bari,
2002.
https://www.nuso.org/articulo/entrevista-emilio-gentile-fascismo/