El
siglo XVIII, entre 1760 y 1821, es producto de una serie de transformaciones
que dan a esta época una personalidad propia. Durante esos años se ensaya la
reforma política y administrativa más radical que emprendió España en sus
colonias, y ocurre el auge económico más importante que registra la Nueva
España. Como consecuencia de ambos fenómenos la sociedad colonial padece
desajustes y desgarramientos internos, se abre a las ideas que recorren las
metrópolis, y busca nuevas formas de expresión a los intereses sociales,
económicos, políticos y culturales que han crecido en su seno.
Con los intentos de Carlos III de
introducir en sus dominios americanos un prácticamente absoluto control de la
Iglesia mediante la realización de una serie cuidadosamente programada de
Sínodos Provinciales, se atrajo a la esfera civil el poder sobre lo religioso,
sin por ello romper la unidad de la Iglesia romana ni interrumpir la soberanía
pontificia sobre el plano de lo espiritual.
La decisión de poner en marcha una
profunda reforma de las relaciones Iglesia-Estado, atribuyendo a éste
importantes competencias en el campo de lo religioso que mermarían de modo
notable el poder pontificio sobre la
Iglesia , había de apoyarse en una política de resurrección de
los métodos de gobierno eclesiástico propios de la Alta Edad Media, a cuyos
efectos recurren a su formación canonística para resucitar viejos postulados
del primitivo derecho canónico.
Así, el 21 de agosto de 1769 dictó Carlos
III, en el Real sitio de San Ildefonso, la Real Cédula que ha
pasado a la historia con la denominación de Tomo
Regio. Mediante la misma fue como se puso en marcha el movimiento sinodal
que constituía una pieza clave en el plan elaborado por la Corona para efectuar en la Iglesia indiana en primer
lugar –y luego en la española- los cambios de carácter regalista que
constituían la nueva política religiosa del Despotismo ilustrado.
Si los sínodos diocesanos y provinciales
habían sido efectivamente las principales fuentes del viejo Derecho canónico
nacional anterior al gran Corpus Iuris
Canonici, cabía encomendarles de nuevo tal función. El derecho canónico
además de ser la pieza fundamental de la organización eclesiástica, ha regulado
durante siglos muchas instituciones sociales que también han sido contempladas
por el llamado derecho civil y por el penal. Por lo mismo, ha determinado la
licitud o ilicitud de muchísimas acciones tanto de los fieles como de la
jerarquía, de los religiosos y de los miembros del clero secular. Su
importancia es tal que durante ese lapso sentó las bases –junto con el derecho
romano- de la formación intelectual (y moral) de ese grupo de profesionistas y
directores de la sociedad tan transcendente como fue y ha sido el de los
juristas o abogados. [1] No
a otra idea obedece, pues, la publicación del Tomo Regio de 1769. Su finalidad inmediata resultaba ser la de
dictar para atender a los principales problemas pastorales de la Iglesia en
Indias, se ocultaba, en nuestra opinión, el propósito de conseguir la sumisión
de las iglesias nacionales al poder real.[2]
Para el caso de México, la elección del
obispo Lorenzana, elevado a propósito a la sede archiepiscopal del Virreinato,
y encargado de inmediato de la convocatoria y celebración del que había de ser
el Concilio IV Provincial mexicano, constituyó uno de los elementos capitales
del plan político cuidadosamente trazado.
No todos los historiadores poseen una
misma opinión sobre el sentido de la iniciativa regia que se tradujo en la
publicación del Tomo Regio. Son
varios los que lo sitúan exclusivamente en el lugar de un paso más tendente a
consolidar la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles y a
facilitar su posterior desaparición mediante la extinción de la Orden.[3]
La Corona y sus ministros tendrían entonces como único
objetivo la expulsión y extinción de la Compañía de Jesús, como primer y capital paso
para el debilitamiento del Papado, al que eventualmente seguirían otros que en
el primer estadio no habrían de estar presentes.
De hecho, el Concilio de México no tiene
como objetivo la expulsión de la
Compañía , que se opera por decisión del Rey
independientemente y con anterioridad a la celebración de aquel. De lo que se
trata es de exterminar su doctrina, alejar de la enseñanza y del púlpito su
pensamiento y eliminar toda huella de su actitud intelectual cerradamente
defensora de la Santa Sede
y sus derechos. Expulsar a los jesuitas sería un gran paso hacia los objetivos
regalistas, al eliminar con ellos a los más importantes defensores del Papado,
que tenían en sus manos la enseñanza en los mejores centros educativos y la
dirección de las conciencias de los sectores más influyentes de la sociedad.
Pero era además necesario borrar su doctrina, para que, desaparecida toda
enseñanza favorable a los derechos del Papado frente a los del Rey, pudiese la Corona consolidar el
sistema del regalismo. A estos efectos se habrían convocado en América los
Concilios provinciales celebrados bajo el reinado de Carlos III.
Carlos III, habiendo procedido previamente
a la expulsión de los jesuitas de todos sus Reinos, con el despego del rey por
los jesuitas, la aversión que parte de la gente le manifestaba, el odio que les
tenía el jansenista Manuel de Ronda y la labor personal del Conde Aranda,
determinaron su expulsión.
En 1767, los jesuitas fueron acusados
de servir a la curia romana en detrimento de las prerrogativas regias, de
fomentar las doctrinas probabilistas, de simpatizar con la teoría del regicidio,
de haber incentivado los motines de Esquilache un año antes y de defender el
laxismo en sus Colegios y Universidades. El destierro que, de madrugada, les
sorprendió en sus residencias, respondía a una importante maniobra política que
venía gestándose desde que en abril de 1766, se emprendiera la Pesquisa Secreta, creada con la excusa
de descubrir a los culpables de los disturbios madrileños de marzo del mismo
año, pero que pretendía, como auténtico objetivo, comprometer a la Compañía de
Jesús en los alborotos populares que habían hecho huir de Madrid al monarca.
Así, con una efectividad y un sigilo sin precedentes, en la madrugada del 2 de
abril de 1767, Carlos III expulsó a todos los jesuitas que habitaban en sus
dominios. En la Nueva España donde los jesuitas gozaban de gran
popularidad por su eficaz labor intelectual produjo efectos desastrosos.
Con la actuación del Virrey, Marqués de
Cruillas y sus patentes malversaciones de fondos públicos enviaron como
Visitador del Virreinato a Don José de Gálvez Ministro del Consejo de Indias y
Alcalde de Casa y Corte para que abriera información de tales abusos. Al
comenzar los sucesos era Virrey de Nueva España a la sazón D. Carlos Francisco
de Croix, la conmoción sufrida por la expulsión de la Compañía de Jesús junto
con el temor inminente de una guerra con Inglaterra repercutieron en el
desasosiego general.[4]
Para la monarquía española la orden
jesuita era la más conflictiva de las asentadas en las colonias españolas por
su postura de que la Iglesia mantuviera su independencia frente al Estado. Esta
orden era especialmente importante por el papel educativo que jugaba en la
Nueva España; su influencia en los criollos fue notable, además crearon una
conciencia nacionalista en los jóvenes educados en sus escuelas. [5] Este
pensamiento sería importante en la formación de la mentalidad criolla que tanta
importancia tendría posteriormente, en el siglo XIX, en la etapa del nacimiento
mexicano. La expulsión de esta orden no afectó a los niveles de gobierno, pero
significó la eliminación de un poder muy unido al criollismo, su aliado y
maestro y el opositor, posiblemente el mayor, del absolutismo monárquico o
regalismo.
Llenó las Indias de prelados “hechuras de
hombres de su Consejo”, y éstos recibieron luego el Tomo Regio cuya finalidad de convocar concilios tendía con toda
evidencia a servir de instrumento, entre otros, para “arrancarle al Pontífice
la extinción de la Orden de San Ignacio”, a cuyos efectos “el paso previo no
era otro sino obtener de los Obispos, así de España como de América, la
condenación de las doctrinas que sustentaban los Doctores y Maestros de la
Compañía de Jesús”; y a tal efecto se les intimó a los prelados indianos “que procurasen que
en sus respectivas diócesis no se enseñase en las cátedras por autores de la
Compañía y se restableciese la enseñanza de la Escritura, Santos Padres y
Concilios, desterrando las doctrinas laxas y menos seguras e infundiendo el
amor y respeto al rey y a los superiores, como obligación tan encargada por las
divinas letras”.[6]
Lorenzana llevó a cabo un Concilio cuyo
exagerado regalismo le valió de un lado el premio de la Mitra Primada de Toledo,
y de otro el que nunca se obtuviese la aprobación de la Santa Sede para las actas
conciliares. “El Arzobispo Lorenzana, loco por alcanzar un capelo cardenalicio,
habíase lanzado sin rubor a adular al Monarca y a su camarilla, escribiendo la
más infame pastoral que han visto los fieles mexicanos en contra de los
jesuitas a quienes él personalmente y su Arquidiócesis debían tantos favores”.[7]
Particular interés tiene en esta línea la
opinión de Giménez Fernández, el autor que con mayor detenimiento ha estudiado
el IV Concilio mexicano, así como la de Miguélez, que ha prestado igualmente
atención tanto a este Concilio como en general al fenómeno regalista en
relación con la política de Carlos III en las Indias.[8]
Miguélez estuvo muy influido por su
condición de religioso agustino y por su parte, Giménez Fernández señalará la
amplitud de los propósitos que inspiraban la acción política de los autores del
Tomo Regio; por encima de la
extinción de la Compañía
–un factor necesario e instrumental para debilitar a la Santa Sede , pero no un
objetivo único o central- el Tomo Regio
formaba parte de la política regalista general, tendente a lograr el mayor
dominio posible de la Corona
en materias religiosas, obteniendo así para la Corona una situación tan
privilegiada o al menos muy próxima a la alcanzada en su día por los Príncipes protestantes.
El reinado de Carlos III en España
(1759-1788) coincide con el auge de la Ilustración , pero este movimiento volvía a
repetir en España y en sus posesiones, en buena medida, aquello que se había
producido con el Humanismo del siglo XVI; es decir, la Ilustración española iba
a tener tintes claros de catolicismo y por ello vinculó las nuevas corrientes
del pensamiento a posturas eclesiásticas que, de alguna manera, también exigían
cambios dentro de una ortodoxia que, sin poner en duda las verdades esenciales
de la fe, pugnaban por una renovación. No es de extrañar, por tanto, que fuese
entonces cuando se tratara de revitalizar a algunos de aquellos humanistas del
quinientos que habían caído en el olvido. Los ideales en la Nueva España eran: el
control de la iglesia por parte de la monarquía y obtener una mayor autonomía
para la iglesia nacional. Sus mayores exponentes fueron, Lorenzana y Fabián y
Fuero, que escribieron toda una serie de pastorales para ensalzar al poder real
y justificar la expulsión de los jesuitas.[9]
Durante esta época que nos ocupa los
siempre discutidos fenómenos del regalismo y el jansenismo en España habían
propiciado más que nunca el control de la Iglesia por el poder real, lo que en América
tenía unos precedentes mucho más claros y evidentes que en España por
cuestiones de patronato. No es de extrañar, por tanto, que Carlos III eligiese
prelados para las diócesis americanas que fuesen afines a las ideas en boga, ya
que dichos arzobispos y obispos debían actuar al mismo tiempo que como pastores
de su grey como funcionarios e instrumentos de dominio político. Muchos de
aquellos hombres elegidos para diócesis americanas iban a sentirse más
vinculados al poder del monarca que al del Papa de Roma, lo que tampoco quiere
decir que llegaran a subordinar todas sus creencias a las pretensiones reales.
En 1749, la Corona emitió un decreto que
exigía que todas las parroquias administradas por los mendicantes en las
diócesis de México y de Lima fuesen entregadas al clero secular. Como esta
medida provocó pocas protestas populares, en 1753 fue extendida a toda la
iglesia hispanoamericana. Pero la forma despótica en que las autoridades se
apoderaron de las parroquias y conventos rurales provocó fuertes protestas. Los
franciscanos, los dominicos y los agustinos se unieron para quejarse de que sus
frailes habían sido arrancados de sus celdas, permitiéndoles tan sólo llevarse
sus pertenencias, y a veces se les había obligado a irse a pie al priorato.[10]
La secularización de las parroquias fue acompañada por la confiscación de los
conventos, además dado que el cura que llegaba no sabía qué hacer con tan
extensos lugares, los edificios de conventos a veces fueron alquilados como establos, talleres de textiles y aún
viviendas populares, con el resultado de que casas como en Santiago Tlatelolco,
Acolman y Tzintzuntzan, que mostraban la gloria histórica de la conquista
espiritual, cayeron en ruinas.
Y tampoco los indios salieron ganando con
el cambio, pues el clero secular no había estudiado las lenguas indígenas y por
tanto era incapaz de atender eficazmente a su grey, que así, se veía amenazada
de recaer en la idolatría. En 1757, la Corona ordenó a sus provinciales reducir
el ingreso anual de novicios, con el resultado de que en las dos décadas
siguientes declinó el número total de frailes.
La Corona ordenó en 1769 que en adelante
los seminarios diocesanos asignaran a una tercera o cuarta parte de sus lugares
a indios y mestizos, hombres conocedores de las lenguas latinas, que después
administrarían “la sierra o actuarían como vicarios para los curas criollos”.[11]
En 1772, el párroco de San Pedro Paracho, quien confesó que no entendía el
purépecha (los españoles señalaban a este grupo prehispánico como “tarados”, de
ahí que el idioma que hablaban se le
denominara tarasco), sin embargo denunció la costumbre de Semana Santa en que
un indio era elegido para representar a Cristo, pintándole el cuerpo con las
señales de la pasión.
La política carolina, en lo que a la
iglesia se refiere, incluía varios apartados esenciales de reforma,
particularmente en la americana. Tales puntos suponían la creación de nuevas
diócesis, la atención de lugares hasta entonces abandonados, la intención de
educar al clero de acuerdo con las nuevas corrientes del pensamiento y el
intento de someter a las siempre díscolas órdenes religiosas al control de los
prelados. Pero para llevar a cabo las reformas era necesario contar con la
misma iglesia, especialmente tras eliminar uno de los principales problemas que
tenía el regalismo: los jesuitas, defensores de los derechos del papado frente
a la Corona.[12]
Por tanto, era necesario buscar colaboradores fieles a la monarquía y a su
programa de reformas dentro de las propias instituciones eclesiásticas para de
esta forma acallar lo más posible las voces que se levantaban de intromisión
del poder temporal en el espiritual. No es de extrañar, por tanto, que los
prelados elegidos para las diócesis americanas, salvo contadas excepciones,
fueran incondicionales contrapartes de la política regalista.
Como mencioné anteriormente, una de las
cosas que más caracterizó a la iglesia americana de la época de Carlos III fue
la convocatoria de concilios provinciales. El motivo esencial era la reforma de
la Iglesia americana para adecuarla a los intereses regalistas de la Corona y
según la real cédula de 21 de agosto de 1769, se daban las directrices de todo
aquello que debía tratarse en las mencionadas reuniones eclesiásticas y que se
pueden resumir en los siguientes puntos: Exterminar las doctrinas relajadas y
nuevas (probabilismo de los jesuitas), restablecer la disciplina eclesiástica y
el fervor en la predicación; exterminar los excesos; elaborar un catecismo y
revisar los ya escritos en lenguas indígenas y someter al clero regular.[13]
Como manifiesta el Dr. De la Hera, en resumen, liberar la enseñanza de las
doctrinas jesuíticas, prohibiendo la utilización en la misma de autores de la
Compañía de Jesús amén de otras medidas predesamortizadoras y siempre con la
presencia en dichos concilios del poder real,
a través de algunos de sus representantes.[14]
ACCIÓN
EDUCATIVA Y CULTURAL
La
educación a todos los niveles fue una de las grandes preocupaciones de los
ilustrados y de los hombres de gobierno de Carlos III en particular. Inculcar las
nuevas ideas suponía disponer de una población formada en sus diferentes
niveles y la Iglesia, en este sentido, iba a ocupar un papel primordial en
América. Tanto en la enseñanza elemental y media, como en la universitaria, el
papel de los eclesiásticos fue fundamental por el gran control que ejercían
sobre todos los resortes de la formación.
La educación de la Ilustración, aunque
apoyada desde todos los ámbitos, incluido el eclesiástico, era concebida como
una sumisión al poder establecido y, probablemente, ésta fue su principal
característica. No estaba concebida, pues, como un fenómeno de movilidad
social, sino como un elemento de alimentación de la conformidad con el poder
establecido, aunque con la finalidad de reciclar a los ciudadanos para prestar
un mejor servicio al rey. Esto hizo que los ilustrados prestaran un especial
interés por la hasta entonces muy olvidada enseñanza primaria, pues pensaban
que ya desde la infancia debían marcarse las pautas de lo que el poder
establecido esperaba de sus ciudadanos; de hecho, uno de los más significados
ilustrados españoles, como lo fue Campomanes, (abogado, asturiano de origen,
sirvió como procurador y luego como Presidente del Consejo de Estado) nos lo
dejó bien patente en algunas de sus obras, en su libro Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento
de 1775. Por tanto, si se esperaba un mejor servicio de los ciudadanos a los
intereses del estado, la educación primaria pasaba a ser algo necesario para el
desarrollo del mismo, de ahí el fomento de escuelas y sobre todo lo que hoy
podríamos denominar como “formación
profesional”. El producto, por tanto, sería el de una educación que marcase
las diferencias sociales y, como consecuencia, lejos de toda concepción
igualitaria de la sociedad.[15]
Es decir, la educación era concebida como un fenómeno de utilidad de los
ciudadanos dentro del estatus social en el que cada uno se encontrase y sin
plantearse como un verdadero asunto que facilitara la movilidad social. Por
ello, incluso, la educación femenina, que también adquirió nuevas dimensiones,
hay que contemplarla dentro de esos parámetros.
En los aspectos de formación media y
universitaria, la expulsión de los jesuitas fue decisiva, pues ellos habían
sido fundamentales en esos tipos de enseñanza y, por tanto, llenar el vacío que
dejaron fue una de las tareas primordiales de los obispos, pues ilustrados o
no, se vieron influenciados por las nuevas corrientes del pensamiento, que les
obligó a dar una gran importancia a los aspectos educativos y culturales en el
ámbito de sus diócesis, especialmente en lugares donde se adolecía de centros para
la formación de la infancia y la juventud e, incluso, de la mujer.
La consecuencia de que tuvieran de ver en
todo esto los obispos, fue que se produjo lo que se ha dado en denominar como eclecticismo cultural, ya que,
consciente o inconscientemente, se produjo una mixtura entre viejas
tradiciones, que eran muy difíciles de superar en los ámbitos eclesiásticos,
con las nuevas corrientes del pensamiento, patrocinadas por los intelectuales y
políticos de la época.[16]
La educación de la mujer fue otro punto
dentro de la enseñanza que, en muchos casos, tuvieron que abordar los prelados
americanos. El propio Lorenzana, si es que comulgaba con las ideas de
Campomanes, debía tener en mente que el renacer de España pasaba por la
promoción de una educación de toda la población, incluidas las mujeres, algunas
de las cuales reclamaron su derecho a la formación. En la América española
muchos monasterios femeninos, desde sus primeros tiempos, dedicaban parte de
sus esfuerzos a tal educación, contraviniendo las reglas y tradiciones, por lo
que el caso de México, se condenó la presencia de niñas en aquellos centros de
recogimiento. La respuesta no se hizo esperar y las monjas del monasterio de
Jesús María respondieron contra esto, alegando que recogían huérfanas y
desamparadas para enseñarles “oficios
mujeriles”.[17]
En la vida cultural muchos prelados
tuvieron un papel esencial y nos dejaron una herencia de gran relevancia.
Algunos obispos mostraron interés por el coleccionismo, como Caballero y
Góngora, que pasó a Indias con un importante fondo artístico y bibliográfico,
amén de que a él se debe en buena medida las expedición de Mutis, ya que
escribió a José de Gálvez, diciéndole que si el Consejo de Indias no la
financiaba lo haría él mismo, por lo que Carlos III promulgó la real cédula de
1 de noviembre de 1783.[18]
Precisamente aquel ambiente intelectual y
cultural que favorecieron los obispos americanos fue también un campo abonado
para la formación de líderes para la independencia, aunque no fuese esa la
intención. Valga como ejemplo, el del cura Hidalgo, protegido por su prelado en
Michoacán.
SANIDAD
Y BENEFICIENCIA
Uno
de los asuntos por el que los ilustrados se habían sentido preocupados había
sido el sanitario e higiénico, en muchos casos como una acción profiláctica,
que condujo a la creación de centros en los que aislar a los enfermos para
evitar los contagios de la población, especialmente con la temida viruela. En
el siglo XVIII el interés se acrecentó con avances en el campo de la medicina y
de la farmacia y en las últimas décadas de la centuria, para la prevención y
cura de enfermedades colaboraron en una idea común del despotismo ilustrado por
mejorar la salud y el bienestar de los hombres.
Las funciones de hospitales o la
remodelación de las ya existentes fue algo que se dio con cierta frecuencia
entre los obispos nombrados por Carlos III. Los hospitales americanos eran casi
todos regentados por las órdenes hospitalarias de San Juan de Dios y de los
Betlehemitas. El arzobispo de México, Núñez de Haro, tuvo que mediar en los
conflictos internos que aquejaban al hospital de San Hipólito.[19]
Dentro de la actividad benéfica, una de
las tareas sociales más importantes, además de la hospitalaria, fue la atención
a los niños huérfanos y a los mendigos, el problema se convirtió en un reto
para las autoridades ilustradas. No debemos olvidar, en este sentido, que en el
siglo XVIII, el concepto de pobreza tendió a perder sus tintes religiosos y a
secularizarse, aunque no tanto como en otras monarquías europeas, debido aquí
al peso que tenía la Iglesia, que hasta entonces había detentado, casi en
exclusiva, el monopolio de los asuntos sociales.
Los muchos hospicios que van a fundarse en
España y en América durante el periodo carolino, al margen de la intervención
que en ellos tuviesen los eclesiásticos, van a tener un profundo sentido laico.
Ahora no se trataba de recoger a los desamparados por una mera cuestión de
caridad cristiana, sino que en el fondo latían otros interese propios de la
época de las Luces. El Estado no podía consentir una importante masa de
población improductiva, ya que todos debían contribuir al mantenimiento del
mismo y a elevar el nivel de vida del reino. Para los ilustrados, en ese
sentido, la pobreza y la vagancia no eran sino una agresión al estado útil y
benefactor, que se pretendía instaurar.[20]
Por tanto, y de acuerdo con los precedentes históricos existentes, ese estado
utilizó el ascendente del clero sobre la población y sobre las cuestiones
sociales para desarrollar sus ideas de un “mundo
nuevo”.[21]
Algunos prelados de España y de América
acogieron con sumo interés aquellas intenciones y prestaron su colaboración al
despotismo ilustrado más o menos convencidos, pues a la postre, de esta manera,
servían a sus ideales de caridad y a una monarquía deseosa de mejorar la situación
de sus súbditos, con lo cual se podía contar también con el beneplácito y los
favores del monarca y de sus hombres de estado.[22]
En América el proyecto social era
imposible desligarlo del mundo eclesiástico, muy controlado además por el poder
civil, a causa de las consabidas cuestiones del patronato. En realidad, como ya
dije, había que hacer productivos a aquellos miembros de la sociedad para
contribuir a su mejora y para incrementar los ingresos por vía de fiscalidad.
En ese sentido, los hospicios fueron fundamentales para reciclar a la población
y, de manera muy especial, las casas para niños expósitos, ambos con lugares de
formación de mano de obra para el reino con una cierta cualificación y como
medio de paliar los graves problemas sociales que proliferaban en esta época.
La mujer, como ya hemos visto en el campo
de la educación, también tuvo apoyos por parte de los prelados en otros
aspectos sociales, siempre con los intentos de regeneración social o, como
madres y futuras madres, convertirlas en educadoras de cara al desarrollo de
sus hijos.
LAS
REFORMAS CONVENTUALES Y EL IV CONCILIO PROVINCIAL MEXICANO
Entre 1765 y 1780 los conventos de
calzadas de las principales ciudades del virreinato de la Nueva España
estuvieron sujetos a reformas encaminadas a reorientar su funcionamiento
interno en aras del seguimiento de un modo de vida más austero y con el objeto
de volver las prácticas de una Iglesia primitiva.[23] El
conflicto para la reforma de las monjas calzadas se dio a raíz de que las
monjas de la época gozaban de lo que se llama “vida privada”, es decir,
permanecían encerradas en sus celdas, con sus sirvientas, sin participar en la
vida comunitaria de los conventos. La vida privada significaba, además, la
independencia económica de cada monja sobre la vida común, aspecto que el
Arzobispo Lorenzana no estaba dispuesto a tolerar.[24]
Lorenzana publicó la reforma en diciembre
de 1769, a pesar de la férrea oposición de algunas monjas y órdenes, las
llamadas “apasionadas”, el arzobispo consiguió su propósito y expulsó a
infinidad de “niñas” y sirvientas de conventos no dispuestos a cumplir su
reforma. La guerra entre las monjas y el arzobispado se acrecentó por libelos
publicados anónimamente por ambas partes, en los cuales se deshonraba a las monjas
y se les acusaba de liviandad con sus confesores. No obstante, la Cédula Real
definitiva a favor de la reforma se promulgó el 22 de mayo de 1774. Pero no es
en realidad hasta 1778 y 1779 cuando claudicaron las monjas contestatarias:
trinitarias y poblanas, con lo cual la reforma, en este particular, triunfó
finalmente.[25]
Estos cambios surgieron como parte de
la política regalista de Carlos III. Conviene resaltar que las argumentaciones
a favor y en contra de las reformas estuvieron fundamentadas, entre otras
cosas, a partir de la revisión específica de los concilios tanto el de Trento
como de los provinciales mexicanos.
Entre 1640 y 1760, los votos de pobreza,
castidad y obediencia fueron interpretados flexiblemente debido a las
necesidades económicas de los conventos y a las múltiples permisiones de
obispos locales. Estas licencias se tradujeron con el tiempo y en algunos casos
en desacatos en las reglas y constituciones que se expresaban en el
incumplimiento de las actividades que en principio debían ser colectivas y
homogéneas para todas las comunidades monásticas tales como la asistencia a los
coros, a las salas de labor y al refectorio[26]
Es en este punto que debe observarse detalladamente la interpretación
diferenciada que tanto los obispos reformadores, como las monjas y las
autoridades reales hicieron de estos textos normativos y fundamentales para la
organización interna de los monasterios.
El Concilio IV Mexicano, se inicia con la
real cédula del 23 de agosto de 1769, emitida por Carlos III con el objeto de
comunicar a las autoridades tanto civiles como eclesiásticas de la América
Española la intención de celebrar concilios provinciales en todos los dominios
de ultramar. Las relaciones entre Iglesia y Estado nunca han sido fáciles y si
han motivado a lo largo de la historia infinidad de controversias, la época
moderna no era la excepción, y menos aún cuando se convocan concilios
provinciales en toda la región, con el fin de “exterminar las doctrinas
relajadas y restablecer la exactitud de la disciplina eclesiástica”
particularmente por lo que se refería a las regulares.
Cuatro
fueron las grandes medidas trascendentales que contemplaron:
- La
expulsión en 1767 de los defensores por antonomasia de los privilegios
pontificios y la ortodoxia católica: los jesuitas.
- La
reforma a los religiosos, a partir de julio de 1773.
- Las
restricciones a la jurisdicción eclesiástica.
- La
celebración de los concilios provincia en todas las Indias.
A
las actas del Concilio, se acompaño de los siguientes documentos:
I.
Catecismo mayor para uso de los
párrocos;
II.
Catecismo de la doctrina cristiana para
uso de los niños;
III.
Representación al rey sobre la inmunidad
local eclesiástica;
IV.
Representación sobre las órdenes
religiosas de la Nueva España;
V.
Representación sobre la vida común de
las religiosas;
VI.
Ad.
S. Pontificen adversus Jesuitarum Institutum;
VII.
Epístola al mismo sobre la beatificación
de don Juan de Palafox;
VIII.
Manual de párrocos;
IX.
Instrucción para el gobierno de los
hospitales que están a cargo de los religiosos de San Juan de Dios;
X.
Instrucción sobre la manera de exponer
el Santísimo Sacramento;
XI.
Instrucción para los maestros de
primeras letras;
XII.
Instrucción para los pintores de
imágenes sagradas;
XIII.
Métodos que deben observar los párrocos
y predicadores en la explicación de la doctrina cristiana sobre los evangelios
en festividades y
XIV.
Estado de las religiones en la Nueva
España.[27]
Las relaciones entre Iglesia y Estado
nunca han sido fáciles y si han motivado a lo largo de la historia infinidad de
controversias, la época moderna no era la excepción, y menos aún cuando se
convocan concilios provinciales en toda la región, con el fin de “exterminar
las doctrinas relajadas y restablecer la exactitud de la disciplina
eclesiástica” particularmente por lo que se refería a las regulares.
Si las resoluciones del IV Concilio
Provincial Mexicano nunca fueron aprobados por la Santa Sede ni por la Corona,
lo mismo que nunca se pudo llevar a cabo la anhelada reforma de las órdenes
religiosas en América, se puede concluir, que fue un fracaso la política
eclesiástica de Carlos III en América pues no alcanzó los fines deseados.
EL
ESPLENDOR ECONÓMICO
Entre 1765 y 1786 se definió y aplicó el
cuerpo principal de estas reformas, una década más tarde producían efectos
sorprendentes: la Nueva España se había convertido en la colonia más opulenta
del imperio español y era la que mayores ingresos aportaba a la metrópoli.
Al subir al trono Carlos III encontró las
rentas reales “revueltas”; una real orden agregaba que el “desorden que había
en las rentas de España ha hecho creer al rey que en las de Nueva España habrá
también mucho que remediar”. Para poner arreglo en estos asuntos se envió al
visitador José de Gálvez, entre 1761 y 1764 se descubrieron desfalcos en las
cajas reales de Veracruz, Guanajuato y Acapulco que sumaron cerca de 400 000
pesos. El rey afirmaba haberse “perdido en lo pasado muchos millones de pesos”
simplemente porque el Tribunal no elaboraba sus cuentas y éstas no se cobraban.[1]
El periodo de esplendor económico más
importante de la historia de Nueva España se inicia en la década de 1770,
después de un lapso de estancamiento que, a juzgar por las estadísticas, había
comenzado alrededor de 1750. El inicio de los años de prosperidad coincide con
el mandato del virrey Antonio María de Bucareli (1771-1779). La bonanza se
explica en parte por el aumento demográfico: entre 1742 y 1810 el número de
habitantes en Nueva España pasó de 3.3 a 6.1 millones de personas, un enorme
incremento que se dio sobre todo en la población indígena.[2]
A pesar de que la mayoría de la población
vivía en zonas rurales, el número de villas, “pequeños núcleos urbanos” y
ciudades creció durante el periodo. La intendencia de México, donde se asentaba
la capital virreinal, contaba con un elevado porcentaje de población urbana; en
situación similar estaban las intendencias de Guanajuato y Puebla. Por el
contrario, Oaxaca y Guadalajara (que en parte comprendía el actual estado de
Jalisco) presentan un predominio rural, pues las concentraciones urbanas se
reducían a uno o dos núcleos en cada intendencia. Algo parecido sucedía con las
provincias de Valladolid y Veracruz.
En cuanto a la estructura de la población,
la mayoría eran jóvenes de 16 años; la esperanza de vida era entre 55 y 58 años
para la población blanca, expectativa que se reducía en el grupo indígena y en
las castas. Al respecto es pertinente señalar que las autoridades virreinales
eran conscientes de que se debían mejorar las condiciones de vida de la
población toda vez que las epidemias habían sido demasiado dañinas para los más
pobres, con efectos nocivos sobre las capacidades de crecimiento económico virreinal.
El ánimo más importante en el sentido de poner al día las condiciones
higiénicas de las capitales de las intendencias provino del segundo virrey
Revillagigedo (1789-1794). Las principales medidas adoptadas fueron el
establecimiento de cementerios, la prohibición de los entierros en las
iglesias, la normativa sobre ropas usadas, el establecimiento de lazaretos,
etc. Pocos años después, en 1802 llegó al virreinato la vacuna contra la
viruela. Para el proceso de inoculación a la población se eligieron los curatos
como centros sanitarios y el clero fue el encargado de su administración.[3]
Para rescatar el control de los impuestos
y mejorar el sistema de recolectarlos se dictaron medidas, ante la falta de un
grupo de administradores profesionales, el Estado se vio obligado a delegar
funciones administrativas en corporaciones e individuos particulares, entre
ellas el cobro y recaudación de impuestos. En la mayoría de los casos el
procedimiento seguido había sido el de ofrecer en subasta o remate público el
arrendamiento, por uno o más años, de tal o cual ramo fiscal. Quien ofrecía la
postura más alta y satisfacía las finanzas requeridas, obtenía el
arrendamiento. De esta manera, buen número de actividades fiscales pasaron a
ser manejadas por particulares, especialmente por los comerciantes.
En 1776 la Real Hacienda entró en posesión
de los centros recolectores del virreinato. Se nombraron funcionarios
encargados de la recaudación de impuestos en veinticuatro de las localidades
más importantes. Cada uno de ellos, asistido por un contador, escribientes y
guardias, colectaba el impuesto del 6% sobre las ventas y el impuesto especial
del pulque. Las aduanas cobraban el impuesto de alcabala y de entrada y salida
de mercancías en los puertos. En las zonas mineras hubo también oficiales de
hacienda encargados de cobrar los diversos impuestos. En suma, hacia 1776, sólo
en lugares muy distantes o aislados continuaban los particulares cobrando
impuestos y tomando un 14% de lo recaudado como pago por su trabajo. [4] El
resultado de esta forma produjo un aumento extraordinario de los ingresos
reales.
Al mismo tiempo que se hacían estos
cambios, se crearon nuevos impuestos para aumentar el ingreso de la Corona.
Entre éstos deben citarse el impuesto a las pulperías (pequeños comercios de
tipo misceláneo); el impuesto de alcabala a varios artículos no gravados. Estos
impuestos fueron impopulares y causaron agitaciones y protestas en la capital y
ciudades del interior.
Se crearon los estancos o monopolios
manejados por el estado, se estableció en 1764 y empezó a operar en el 65 con
la participación activa de Gálvez. Pero una disposición que provocó el
descontento hacia el estanco fue la de monopolizar la fabricación y venta de
puros y cigarros, en 1769 se instaló la Real Fábrica de Puros y Cigarros de
México y se crearon las de Puebla, Querétaro, Oaxaca, Orizaba y Guadalajara. En
estos establecimientos, manejados también por la Renta del tabaco, se dispuso
elaborar todos los puros y cigarros del país, por lo cual desde 1766 no se
otorgaron más permisos a fábricas o talleres particulares.[5]
La reforma económica que mayor tinta hizo
correr fue la que transformó el régimen de comercio entre España y las Indias,
sus objetivos eran:
a) Recuperar
las concesiones comerciales otorgadas a las naciones europeas desde el siglo
XVII (terminar con el asiento o permiso dado a los ingleses para introducir
esclavos y mercancías en las colonias, eliminar los canales de contrabando en
Gibraltar, Cádiz y las colonias); transformar a los prestanombres sevillanos,
que servían como intermediarios de los consorcios extranjeros, en verdaderos
comerciantes españoles; y acabar con el monopolio andaluz (Sevilla y Cádiz) que
controlaba las transacciones con las colonias.
b) Mejorar
el sistema de extracción de materias primas de las colonias y ampliarlo a las
posesiones poco explotadas, y
c) Fomentar
el desarrollo agrícola, industrial y manufacturero de la Península con el
propósito de que los artículos y productos de ésta, y no de las potencias
europeas, fueran la base del intercambio comercial con las colonias.[6]
Estas reformas le dieron cuerpo a una
política de “modernización defensiva, que comenzó a manifestarse desde las
primeras décadas del siglo XVIII, pero que sólo se hizo efectiva a partir de
1762, cuando los ingleses se apoderaron de La habana y Manila.
Otra consecuencia de estas reformas, fue
la adopción por parte de los criollos de las ideas de libre comercio como arma
política contra el grupo peninsular. Así, entre 1770 y 1800 fueron
argumento de los pequeños y medianos
comerciantes de provincia contra el Consulado de México. Entre 1800 y 1821 ya
eran una de las armas predilectas de los criollos contra los “gachupines
monopolistas”, al grado de que ser criollo se volvió sinónimo de libre
comercio, y gachupín, de monopolio y proteccionismo.
LAS
REFORMAS A LA MINERÍA
Desde los inicios del siglo XVIII varios mineros y virreyes señalaron
las barreras que afectaban a este ramo: técnica deficiente, falta de capital y
altos costos de producción. Cuando llegó el visitador Gálvez a Nueva España,
una de sus primeras actividades fue establecer contacto con los mineros,
informarse de la situación de esta industria y promover las reformas necesarias
para su desarrollo. Apoyándose en un escrito preparado por el abogado y
matemático Joaquín Velázquez de León y Juan Lucas de Lassaga, y en el consejo
de destacados mineros –José de la Borda, Manuel de Aldaco y el conde de Regla-,
Gálvez puso en marcha un abanico de reformas encaminadas a impulsar la minería
y otorgar al grupo de mineros una situación política especial.
La rebaja de una tercera parte del precio
del mercurio fue una de las primeras victorias de Gálvez y del grupo de mineros
que lo asesoraba. Esta medida incrementó tanto las compras de mercurio como la
producción, por lo cual la Corona accedió más tarde a rebajar el precio del
mercurio a la mitad. Los mineros obtuvieron también exención de impuestos para
la introducción de maquinaria y materias primas. Pero sobre todo, recibieron un
estatus equiparable al que tenían los comerciantes, al ser dotados de un
Consulado, un Tribunal y un Colegio de Minería. El Consulado fue la asociación
que agrupó a los mineros en una organización con privilegios y derechos
especiales. Estaba presidido por un Real Tribunal de Minería con residencia en
la capital y diputaciones en las principales zonas mineras. El Tribunal se creó
en 1777 y tenía por objeto conocer todos los asuntos relacionados con la
minería y resolverlos con celeridad. Para su sostenimiento se le concedió un
real de cada marco de plata introducido en la Casa de Moneda de México, por lo
que se estimó que podía reunir una renta anual de 160 000 pesos. Con este
ingreso se cubrieron los gastos del Tribunal y se fundó el Banco de Avío para
los mineros, y el Colegio de Minería.[7]
Más importante que el Tribunal de Minería,
fue la creación del Colegio de Minería, por el hecho de qué dejó de ser una
actividad artesanal para convertirse en una disciplina científica. De esta manera,
la formación científica del ingeniero se convirtió en un requisito
indispensable en cualquier región que aspirara a alcanzar el progreso tan
difundido por las ideas de la ilustración, motivo por el que vino a ser la
primera escuela secular y especializada que se fundó en México. En ella se
impartieron por primera vez cursos de metalurgia, mineralogía y química, así
como de matemáticas, francés y otras novedades. Entre sus profesores había
hombres distinguidos, como Andrés del Río, quien había estudiado con Humboldt
en Friburgo. Y aunque el Colegio fue objeto de severas críticas por su carácter
elitista y el poco contacto que mantenía con los problemas concretos de los
mineros, es indudable que contribuyó al desarrollo de la educación y a la
difusión de la ciencia moderna.[8]
Si los propósitos que animaron a estas
instituciones no alcanzaron el éxito esperado, no es menos cierto que a través
de ellas el gremio de mineros obtuvo la representación y voz de que antes
carecía. Por un lado tuvieron un canal directo y aceptado para dar a conocer
los problemas de su industria, y por otro los Borbones dieron fuerza, prestigio
e independencia a un grupo importante de la sociedad novohispana que antes sólo
podía hacerse presente a través de los comerciantes.
LAS
REFORMAS A LA AGRICULTURA
Los Borbones manifestaron un desinterés
general por los problemas internos que dificultaban el desarrollo de esa
actividad en la colonia, y sólo se preocuparon por estimular algunos productos
que convenían a la economía de la metrópoli. Las vacilaciones que entorpecieron
la supresión de los alcaldes mayores tuvieron mucho que ver con el hecho de que
eran estos quienes habilitaban a los indígenas que beneficiaban la gran
cochinilla, uno de los principales productos de exportación. Asimismo, el
permiso para vender en Cuba las harinas de Puebla sólo se concedió cuando el
mercado del Caribe había sido invadido por las harinas procedentes de
Norteamérica. El cultivo de la caña de azúcar y el beneficio de sus azúcares y
jugos fue erráticamente favorecido o desalentado en función de los intereses
españoles en las islas del Caribe, donde la caña se cultivaba en gran escala.[9]
Un ejemplo notorio de esta política lo
constituye la campaña puesta en obra por los Borbones respecto a la
agricultura: el estímulo a las siembras de lino y cáñamo. Esta campaña obedeció
a la idea de que las colonias no debían fomentar la industria, pero si la
producción de materias primas que necesitara la metrópoli.
Para favorecer estos cultivos, la Real Ordenanza de Intendentes disponía
repartir nuevas tierras a los indígenas, especialmente desde las llamadas
realengas o de propiedad real, y hasta tierras de propiedad privada.[10]
Esta es la única vez que un decreto real amenazó a la propiedad privada de la
tierra.
En general, puede decirse que hubo
expansión agrícola y crecimiento rápido de la producción en las regiones de
economía más dinámica: el Bajío, Guadalajara, Michoacán, Yucatán, y el norte
extremo. Los agricultores del siglo XVIII, como los del XVI y XVII, se
enfrentaron a un problema padecido por todas las sociedades agrícolas: el
fenómeno periódico de la “desigualdad de las cosechas”, la sucesión de años de
lluvias abundantes y regulares que producían buenas cosecha, cortados por otros
en los que la sequía, las heladas, el granizo o las plagas esterilizaban los
campos.[11]
La historia del principal impuesto que
pesaba sobre la agricultura, el diezmo, es suficiente para calibrar su
importancia. Uno de los soportes sobre los que se edificó el poder de la
Iglesia fue el diezmo, porque éste afectaba la décima parte de todos los
productos de la tierra y la ganadería y debía pagarse sin descuento de
“simiente, ni renta, ni otro gasto alguno”. Es decir, era un impuesto sobre la
producción bruta.
En
la Nueva España estaban obligados a pagar el diezmo todos los agricultores y
ganaderos españoles, criollos y mestizos, así como los curas y los miembros de
las órdenes religiosas. Así, a fines del siglo XVIII, la participación de la
Iglesia en la agricultura y la economía de Nueva España había polarizado las
grandes contradicciones del sistema colonial. Por una parte, la desigualdad
periódica de las cosechas, la coexistencia del gran latifundio con la propiedad
comunal y el minifundio, los escasos y reducidos mercados, la imposibilidad de
exportar excedentes y la dependencia de la mayoría de la población hacia un
solo producto, habían creado dos tipos de agricultura sensibles a las
contingencias climáticas. La Iglesia vino a ser el regulador de la economía
agrícola y de la economía general, puesto que al captar a través de donaciones
y legados testamentarios los excedentes de los sectores más dinámicos (comercio
y minería), e invertirlos otra vez. Puede decirse que la Iglesia era el sostén
de la estructura latifundista y desigual que persistía en el campo.[12]
LA
REVOLUCIÓN EN EL GOBIERNO
El principio de que la sociedad,
independientemente de su organización, está gobernada por leyes naturales,
permitió la incorporación de los indios (en tanto que seres racionales) y de
sus formas de gobierno dentro del imperio español. La aceptación de que la ley
natural es justa, superior y externa a la acción humana, supuso la
participación subordinada de los individuos en la vida pública y política, así
como la restricción de sus responsabilidades ciudadanas y sociales. La idea de
que la sociedad está dividida naturalmente en partes orgánicas, a las cuales le
están asignadas diferentes jerarquías y señalados derechos y obligaciones
inherentes a su situación, legalizó la desigualdad social y la diferenciación
funcional que se creó en Nueva España.
Las
reformas borbónicas tuvieron un objetivo político final: cancelar una forma de
gobierno e imponer otra; pero en el conjunto se pueden distinguir las
encaminadas a transformar al régimen político implantado por los Habsburgos,
las que afectaron al cuadro administrativo encargado de aplicar esa política, y
las destinadas a modificar la economía y la Hacienda coloniales.
En Nueva España, la corporación más
poderosa por su fuerza moral, por su riqueza y por las funciones políticas que
desempeñaba, era la Iglesia, y especialmente el clero regular. Muy pronto la
iglesia colonial resintió el embate que antes había delimitado a sus hermanas
de Francia, Portugal y España, víctimas del mismo furor regalista de los
funcionarios ilustrados que alentaban la creación del Estado moderno.
La política borbónica produjo una serie de
ataques contra la jurisdicción y la inmunidad personal de que disfrutaba el
clero como corporación favorecida con “fueros” especiales. El golpe más serio
que afectó a la Iglesia fue la real cédula sobre enajenación de bienes raíces y
cobro de capitales de capellanías para la consolidación de vales reales,
expedida el 26 de diciembre de 1804.[13]
Esta cédula extendía a la Nueva España, y a los dominios americanos, la
política desamortizadora que los Borbones habían comenzado a aplicar en España
desde 1798.
Con excepción de los comerciantes más
ricos, la real cédula afectaba a los principales sectores económicos de Nueva
España (agricultura, minería, obrajes y pequeño comercio), y sobre todo a la
agricultura, pues la mayoría de las haciendas y ranchos estaban gravados con
hipotecas y censos que los propietarios, según la disposición de la real
cédula, tenían ahora que redimir en un plazo corto para que ese capital fuera
enviado a España.[14]
El ataque de los Borbones a los
privilegios de las corporaciones no se limitó a la Iglesia. Incluyó a la
corporación más importante después de aquélla: el Consulado de Comerciantes de
la Ciudad de México, que perdió su inmenso poder monopólico como consecuencia
de las llamadas leyes sobre la libertad de comercio y la creación de otros
consulados en Veracruz (1795), Guadalajara (1795) y Puebla (1821). Este ataque
fue acompañado de golpes a la participación del Consulado en tareas
administrativas y políticas.[15]
En 1764 desembarcaron en Nueva España dos
regimientos de tropas españolas, destinadas a residir permanentemente en el
país. Esta tropa es la que se encargó de ejecutar, con eficacia que alarmó a
los novohispanos, la expulsión de los jesuitas. En esta necesidad de contar con
una fuerza militar dependiente del monarca, y en la importancia que adquirió el
ejército durante el conflicto armado de 1810-1812, está el origen de la fuerza
de ese ejército que dominará gran parte de la historia del siglo XIX.
Teniendo esta fuerza disuasiva, los
Borbones iniciaron una tarea más ambiciosa: reorganizar el aparato
administrativo del virreinato dotándolo de un cuerpo de funcionarios
profesionales dependiente del monarca. Esta reorganización afectó a todos los centros
de poder, desde los más altos (virrey) hasta los más bajos (alcaldes mayores de
los pueblos), y produjo grandes tensiones entre los grupos del antiguo régimen,
cuyas funciones fueron sustituidas o modificadas por las nuevas disposiciones.
El instrumento elegido para corregir estos
problemas fue el llamado sistema de intendencias, que se había tomado de los
franceses y se encontraba ya adaptado en España. Su implantación requirió la
división del reino en jurisdicciones político-administrativas denominadas
intendencias, a la cabeza de las cuales estaba el intendente o gobernador
general, quien ejercía en ellas todos los atributos del poder: justicia,
guerra, hacienda, fomento de actividades económicas y obras públicas.
Sin embargo, entre 1767 y 1786, año en que
se promulgaron las ordenanzas que les dieron vida efectiva y se crearon doce de
ellas en Nueva España (Durango, Guadalajara, Guanajuato, México, Oaxaca,
Puebla, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Veracruz, Yucatán y Zacatecas),
pasaron diecinueve años. Durante ese lapso el proyecto fue objeto de numerosas
críticas y resistencias que impidieron su plena aplicación.
La resistencia inicial vino de los mismos
virreyes, quienes siempre se opusieron a ceder parte de su poder a los intendentes
porque el nombramientos de éstos se hacía en España sin participación del
virrey, y porque fragmentaban su poder y debilitaban su imagen, que según ellos
debería ser la representación omnímoda del rey en las colonias. [16]
De Bucareli (1771-1779) a Revillagigedo (1789-1794), los virreyes desarrollaron
estos y otros argumentos para impedir la creación de las intendencias. A sus
protestas se unieron las de los miembros de la Real Audiencia, las de los
tesoreros y oficiales reales encargados de la recaudación de impuestos, y la de
prominentes eclesiásticos y miembros de la élite.
La Real Audiencia, la institución civil
más poderosa después del virrey, fue objeto de cambios que afectaron su
composición. Este tribunal de justicia fungía también como asesor y consultor
del virrey en muchos asuntos. Estaba integrado, cuando Gálvez llegó de
visitador, por oidores y alcaldes del crimen, criollos en su mayoría, aunque
sus reglamentos prescribían que deberían ser españoles. En 1769, de siete
oidores seis eran criollos; y de cuatro alcaldes del crimen por lo menos dos lo
eran. Una década más tarde, gracias a los esfuerzos de Gálvez, la composición
de la Real Audiencia era la siguiente: cinco oidores españoles contra cuatro
criollos, y cinco alcaldes del crimen peninsulares contra cero criollos. [17]
Gálvez, obsesionado con la idea de impedir
la formación de intereses locales, cuando fue nombrado ministro de Indias urgió
a los criollos americanos a que compitieran por puestos judiciales,
eclesiásticos y administrativos en la Península, y decretó que sólo un tercio
de los puestos de las audiencias y salas capitulares de las catedrales
americanas fueran accesibles a los criollos. [18]
Esta disposiciones sirvieron para desterrar a criollos distinguidos, como
Francisco Javier de Gamboa- autor de los famosos Comentarios a las ordenanzas de minería, y llamado por Gálvez “el
Ulpiano de América”-, quien contra su voluntad fue enviado a Santo Domingo como
presidente de la Audiencia. [19]
Por otra parte, si antes de 1763 la Real Audiencia era casi la única
institución de la colonia donde se preparaban los funcionarios públicos,
después de la visita de Gálvez los altos funcionarios ya no saldrían de este
cuerpo, sino que vendrían del exterior, y serían, en lugar de jueces o letrados,
especialistas en administración fiscal o militares de carrera.
Otro grupo de altos funcionarios, los
tesoreros y oficiales, quienes manejaban las cajas reales del virreinato, donde
se cobraban los impuestos, fue sustituido casi por completo por los nuevos
hombres que introdujeron los Borbones.
Entre las reformas administrativas que más
ruido hicieron en la época, destaca la
de los alcaldes mayores. Eran estos funcionarios distritales, encargados de la
recolección de tributos en los pueblos de indios de su jurisdicción. Sus
facultades comprendían el conocimiento en primera instancia de la jurisdicción
civil y criminal en los pueblos de indios (los alcaldes ordinarios de los
cabildos ejercían las mismas funciones, pero en las poblaciones de españoles,
donde en ocasiones había también un corregidor que presidia el cabildo y
atendía los asuntos judiciales de su distrito). Los alcaldes mayores y los
corregidores tenían a su cargo la protección de los indios y solicitar o
ejecutar los remedios necesarios. El alcalde mayor residía en el pueblo
cabecera de su distrito y tenía prohibido, como el corregidor, adquirir
propiedades, comerciar y casarse con personas de su jurisdicción durante el
desempeño de su cargo. [20]
Pero, los bajos salarios indujeron a los alcaldes mayores a violar los
principios básicos de su cargo desde el siglo XVI, violación que se había
vuelto una costumbre en la época que examino.
Los Borbones desencadenaron una de sus
campañas más persistentes contra este representante del antiguo régimen.
Primero, porque su política administrativa favorecía la creación de
funcionarios pagados y dependientes del poder central, en tanto que el alcalde
mayor arrendaba o compraba el cargo y lo utilizaba para su beneficio personal.
En segundo lugar, porque esa política estaba en contra de los monopolios
particulares, y precisamente una de las funciones del alcalde mayor era ejercer
el monopolio comercial en una zona determinada.[21]
Por último, los Borbones argüían que el sistema de repartimiento era una de las
principales causas de la degradación del indio.*[22]
Apoyándose en estos argumentos, Gálvez pidió la abolición de los alcaldes
mayores y de sus tenientes letrados, y propuso que fueran sustituidos por
subdelegados, funcionarios subordinados a los intendentes, quienes percibían un
salario y tendrían prohibida cualquier práctica comercial o monopólica.
Sin embargo, entre 1786 y 1804 la
ejecución de estas disposiciones tropezó con obstáculos. Una seri de
calamidades naturales y demográficas (crisis agrícolas en 1779 y 1785-86, y
epidemias), y las guerras entre España e Inglaterra, que produjeron el bloqueo
naval y el cese de intercambios entre colonia y su metrópoli, afectaron a la
agricultura de exportación y principalmente a la gran cochinilla que se
producía en la región de Oaxaca. Esto provocó baja de la producción, de los
impuestos y del tributo de esa región, así como de los ingresos de la
exportación más importante después de la plata. Y claro los defensores del
antiguo régimen aprovecaharon esta circunstancia para afirma que esto era
provocado por la supresión de los alcaldes mayores y del sistema de
habilitaciones a los agricultores indios.[23]
A pesar de las inconsistencias y frenos
que perturbaron la ejecución de las reformas administrativas de los Borbones,
éstas modificaron el sistema antiguo y afectaron la composición de los grupos
de poder tradicionales. El efecto que estas medidas provocaron en el sistema se
puede apreciar en el reacomodo que sufrieron estos grupos, que condujo a la
división de la antes unida elite tradicional.
LAS
BELLAS ARTES EN LAS REFORMAS
Puede afirmarse que el “siglo barroco” no
termina en Nueva España con la llegada de la centuria decimoctava, sino que se
prolonga en ésta, y no sólo al comenzar, sino que la ocupa en la mayor parte de
su desarrollo. Culturalmente hablando, la Nueva España del siglo XVIII
representa sobre todo el mismo espíritu del siglo anterior, y si bien busca
pronto caminos nuevos, éstos parecen significar sólo necesidades formales y
retóricas y no afectar capas más profundas. No ha faltado quien hable de un
“rococó mexicano”, pero lo cierto es que ni la frivolidad ni la galantería ni
el aleteo sensual que apasionaron el gusto europeo dieciochesco, tanto como
para afectar incluso el gran arte religioso, pudieron asentarse en Nueva
España. Ese espíritu rozó apenas la vida novohispana, y aunque alguna huella
dejó, no es bastante para revelar cambios conistentes ni en las costumbres ni
en las actitudes.
El racionalismo, el otro gran presente del
siglo europeo de las luces, no se hace sentir en México sino más adelante
durante el tranascurso del siglo. Andando el tiempo, sin embargo, y al paso que
las innovaciones retóricas se lanzaban a una búsqueda desaforada de soluciones
imposibles, pueden advertirse ya cambios que revelan alteraciones más o menos
profundas en el organismo social novohispano; más todavía, que muestran la
aparición de una conciencia de la necesidad de modificaciones más allá de las
puramente retóricas y formales; y aún en muchos casos, la conciencia de un
valor propio que se define otra vez –como el inicio del criollismo- a la
defensiva.
La Arquitectura
La fisonomía de las ciudades y de los pueblos
novohispanos no se altera con el paso del seiscientos al setecientos. En los
edificios más notables, las iglesias, sigue campeando en fachadas y en
interiores el mismo “barroco salomónico”, a base de columnas helicoidales o las
diversas variantes de la columna decorada en su fuste, a que los mexicanos
estaban acostumbrados. Columnas barrocas, acompañadas de otros elementos
decorativos de follaje plano y redondeado, se ordenaban según la tradicional
retícula de cuerpos y calles heredadas del manierismo, y ocupaban sus
acostumbrados lugares en retablos y portadas de iglesias que, fieles también a
la tradición, mostraban su planta de cruz latina, su o sus torres integradas a
la fachada, y su cúpula en el crucero.[24]
Sin embargo, los mayores logros del “barroco salomónico” se colocan en las
primeras décadas del siglo XVIII más que en las últimas del XVII. Puede
advertirse entonces una más grande riqueza decorativa y las mayores torturas
infligidas a la columna para olvidarse definitivamente de su sequedad, su
sencillez y su racionalidad clásicas, cualidades que el hombre barroco veía
como defectos.
La Nueva España recibe un fuerte emuje en
el siglo XVIII con el barroco estípite,
no será ahora la columna, sino la pilastra, la que se alterará para conseguir
el efecto de novedad, riqueza y levitación tan caro al barroco. Estípite se llamó y se llama a una
pilastra que consta fundamentalmente de una pirámide cuadrangular invertida, a
la que en la forma mexicana se agregan cubos, cuerpos bulbosos, trozos
verticales, separados todos entre sí por angostamientos, hasta llegar al
capitel, generalmente corintio. Fue usado de modo esporádico por el manierismo
y después por el barroco italiano (Borromini en el palacio de Propaganda Fide
de Roma, 1667); también en España lo usa así José Benito Churriguera en Madrid
y Salamanca. En México lo estiliza Jerónimo de Balbás, primero en los grandes
altares de la catedral metropolitana (el del Perdón, el ciprés y el de los
Reyes) iniciados en 1717 y terminados hacia 1735, mientras Felipe Ureña los
emplea en la iglesia carmelita de Toluca. Lorenzo Rodríguez los lleva al
exterior en las fachadas del Sagrario Metropolitano (1749-1762).[25]
El auge del estípite coincide, por otra
parte, con otra situación bonancible de Nueva España hacia el segundo tercio
del siglo XVIII: crecimiento de la población, apertura de nuevas minas y
descubrimiento de las más célebres vetas del mineral, nutrida producción
agrícola de las haciendas proveedoras, proliferación de obrajes de textiles,
vidrio, loza, beneficio de cueros y demás; seguridad relativa de las
comunidades indígenas y multiplicación de ranchos (remedo modesto de la
hacienda).[26]Así
se explica que, floreciente entre 1740 y 1775, el barroco estípite pudo cubrir
la totalidad del territorio novohispano y dejó muchas de las obras más insignes
que aquellos siglos produjeron.
El estípite viene acompañado de otras
formas nuevas: el gusto por la línea mixta, la presencia de claraboyas, las
guardamalletas (el remedo en madera o piedra de colgaduras de tela), roleos
gruesos, un follaje a base de talla angulosa. En la fase final del barroco
estípite, entre 1765-1775 estaba llamado a un gran cambio: crece y se
desarrolla a tal punto que invade al propio estípite y lo suplanta. La pilastra
de la pirámide invertida desaparece. Así sucede, por ejemplo, con lo retablos
de la Enseñanza de México, de la capilla del Rosario de Azcapotzalco, la
monumental fachada de Lagos de Moreno, la de San Diego de Guanajuato o la del
Señor del Encino de Aguascalientes, a esta etapa postrera se le ha llamado, de barroco disolvente.[27]
Entre 1770 y 1790, empalmando por una
parte con los últimos estertores del barroco disolvente y con los inicios
verdaderos del neoclásico, el país se
cubre de edificios neóstilos (que es
la última carta del proyecto novohispanode vida). Obras como la capilla del
Pocito de la Villa de Guadalupe (de Guerrero y Torres), la fachada de la
Enseñanza de México o la fachada de Guadalupe de San Luís Potosí (de Cleere).
En todas ellas se abandona el estípite y se vuelve a la columna y la pilastra,
aunque no siempre con sentido clásico.
La pintura y la escultura
La pintura del siglo XVIII mexicano se
abre con la obra madura de la generación de Juan Correa, Cristóbal de
Villalpando y Luís Berruecos, que parte de la obra zurbaranista de mediados del
siglo anterior, pero se enriquece y barroquiza a base de aceptar la influencia
de Runbens; es la pintura que mejor se corresponde con el barroco salomónico.
Pronto, una generación siguiente, la de los Rodríguez Juárez (Juan y Nicolás),
nietos de José Juárez, se abriría a un colorido más dulce y amable y a un
dibujo más ágil; es decir, empezaría a recibir el influjo de la pintura galante
europea, aunque a veces tamizado, como puede advertirse en La Adoración de los Reyes y la Asunción
que Juan pintó para el retablo de los Reyes de la catedral de México, o la Anunciación a Santa Isabel que Nicolás
pintó para la iglesia de Azcapotzalco.[1]
Aparte de la pintura de gran aparato, es
el retrato un género en que suele sobresalir el siglo XVIII, como Joaquín de
Vega, Ignacio Barreda, Páez, Torres o Jerónimo de Zendejas, e incluso con
artistas anónimos, como el autor de la Monja
hermosa de Santa Rosa de Querétaro. Todo acorde con el espíritu de una
sociedad bonancible, sensiblemente aburguesada y ansiosa de afirmar su
prestigio local. También en el XVIII aparecen otros géneros, como el
costumbrista (anónimos de La plaza mayor
de México, biombo de La fiesta de
toros, Puesto de frutas) y el bodegón, género en que Pérez de Aguilar dejó
una gran obra.[2]
La escultura del siglo XVIII busca lo
sorprendente y lo novedoso. Tiende a abandonar, en cambio, el sentido realista;
la vertiente dramática se acentuará especialmente en los Cristos, cada vez más
trágicos, cada vez más sangrantes, más desencajados. Mucha imaginería exaltará
el movimiento, los ropajes al aire, los gestos teatrales, la actitud extática.
Esas posturas de “actor sobreactuado” parecen ser las únicas capaces de
conseguir que la escultura se vea entre el mare
magnum formal de los grandes retablos estípites o disolventes. Por esa vía,
cuando la pintura abandona los retablos es sustituida, en ocasiones, no por una
imagen, sino por grupos escultóricos completos, como sucede en los retablos de
San Agustín de Salamanca.[3]
La nueva filosofía
Necesitada de afirmarse y hacerse un lugar en el
muno, la cultura barroca había conseguido el ideal de crear en América otra
Europa, pero una Europa “americana”, propia y orgullosa. Desengañada de la
posibilidad de aprehender la realidad, se había dado al mundo y al estilo
barroco; el estilo de las aptriencias engañosas. Europea en tanto que seguía
considerando a Europa como la fuente teórica de todo modelo posible, la cultura
criolla es americana y diferente en la medida que se aferra a una tradición y
la exalta. Para el mexicano barroco del siglo XVIII su tierra representa una
superación de los valores europeos. Allá podrá haber siete maravillas, pero la
octava se da en América. Tan Tarde como 1777 pudo Juan de Viera escribir su Breve y compendiosa narración de la ciudad
de México y ponderar “…que se tenga a la América como la mayor parte del
mundo, y a ti sola, Ciudad Mexicana, por la mayor del orbe…”.[4] La
autocontemplación y la satisfacción de lo propio están a la orden del día. En
ese bello sueño novohispano, sin embargo, se presenta una pesadilla durante el
siglo XVIII. Los hombres de la Ilustración europea, curiosos por definición,
empiezan a demostrar un inusitado interés por América. El resultado es una
serie de obras, y sobre diversas materias que en que aparecen con una luz un
poco desfavorable. Es lo que se ha llamado “la disputa del Nuevo Mundo.
Baste decir que muchas de las importantes
creaciones del México del siglo XVIII se hacen al calor de la polémica, desde
la Historia antigua de México, de
Clavijero, a la Biblioteca mexicana de
Eguiara y Eguren, o la más tardía Biblioteca
americana de Beristáin.[5]
La Compañía de Jesús siempre había
mantenido en sus estudios una tradición clásica y humanista ejemplar, pero esa
tradición se renueva y pule con la poesía latina de Landívar (su Rusticatio mexicana) y especialmente con
la de Diego José Abad (De Deo Deoque
Homine Heroica). La historiografía se renueva con Francisco Javier Alegre y
Francisco Javier Clavijero por lo que toca a la crónica de la Compañía, y con
el segundo por lo que toca a la historia antigua de México. Alegre, Clavijero,
Abad, Rafael Campoy, Agustín Castro y Juan Luís de Maneiro participan en la
renovación de la filosofía consistente en una mejor lectura de los textos
tradicionales y en una nueva preocupación metodológica. Pedro José Márquez se
aventura a aplicar los métodos de la arqueología artística neoclásica a Dos monumentos de las antigüedades mexicanas
(El Tajín y Xochicalco) y hasta escribir un tratado de estética: De lo bello en genera. [6]
Fuera del ámbito jesuita otros responden a
la misma solicitación del espíritu de su época. José Mariano de Echeverría y
Veytia copia los papeles dejados por Sigüenza y Boturini: y a partir de llos
emprende su Historia antigua. El
filipense Benito Díaz de Gamarra, en sus Elementos
de filosofía moderna, se muestra como el más avanzado de los filósofos de
su época, critica la filosofía peripatética (de Aristóteles) y propone otra más
elástica y nueva. Ignacio Bartolache y José Abtonio Alzate, continúan esa senda,
el primero en la especulaciones teóricas y de matemáticas puras, el segundo con
una preocupación muy práctica de la utilidad de la ciencia. A ellos hay que
agregar a un grupo de hombres de ciencia mexicanos muy capaces y enterados,
como Velázquez de León, Andrés del Río, José Mociño, Manuel Guridi y Alcocer.[7]
Muchos de ellos han resentido el influjo
de la Ilustración, cuyos aires han soplado en alguna forma en la Nueva España.
Sin embargo, es difícil decir hasta que punto puede realmente llamárseles
ilustrados.
Monelisa Pérez Marchand encontró en los
papeles de la Inquisición que en la mayor parte del siglo XVIII las
dificultades con el Santo Oficio eran sólo por pelillos teológicos o por
pequeñas disputas engtre órdenes religiosas o diferentes corrientes
escolásticas.
Lo que puede llamarse “Ilustración
mexicana” no está representada por aquellos hombres que defendían las
cualidades y valores morales de su patria barroca, ni por lo que intentaban una
renovación filosófica, ni quizá aún por los que estaban al día en cuestiones
ciengtíficas, sino por otros que, haciendo eso o sin hacerlo, dejaron de ver
con beneplácito la realidad mexicana y empezaron a criticarla. No hubo en
México a finales del siglo XVIII, ateos, deístas, enemigos de la Iglesia o
racionalistas puros, pero sí hombres que coinciden en la actitud crítica de la
sociedad donde viven. Son los hombres que producen el despertar del sueño de la
Nueva España. Los ilustrados niegan todo valor a la cultura barroca, la ven con
pesimismo y sólo esperan que el americano pueda con mejor educación y bajo
otras circunstancias ponerse a la altura de los tiempos.
La negación de lo barroco en términos de
arte se da con el neoclasicismo. Por
más que el estilo neoclásico se introduzca con apoyo oficial, es indudable que
responde a las necesidades de los ilustrados. Frente a la academia de pintura
que en 1759 creara Cabrera, Vallejo y otros, entendida como cenáculo de
artistas importantes, la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos
de la Nueva España que promoviera el grabador Gerónimo Antonio Gil y que
abriría sus puertas en 1782, tiene una decidida dirección didáctica. Profesores
suyos o maestros incorporados son los que implantarán en México el neoclásico,
que presten ser un arte racional. Por ajeno que fuera a la tradición, el
neoclasicismo dejó obras de gran calidad. Al jalapeño José Damián Ortiz de
Castro se debe la terminación de las torres de la catedral de México, a Manuel
Tolsá el papalacio de Minería, el del marqués delApartado y el del conde de
Buenavista; a Constanzo la fábrica de tabacos (la Ciudadela), a Paz y Castera
la iglesia de Loreto; a Tresguerras la iglesia del Carmen de Celaya y las
Teresas de Querétaro. En escultura se hace notar el mismo Tolsá con la imagen
ecuestre de Carlos IV, la Purísima de la Profesa o las esculturas del reloj de
catedral; y en pintura destaca, Rafael Ximeno y Planes.[8]
Nueva España termina el siglo XVIII con un
evidente deseo de cambio y de modernidad, que significaban Ilustración y
neoclasicismo. Al tomar ese partido, que era quizá el único que podía tomar,
daba la espalda a los esplendores de la cultura barroca. Jugando la carta de la
modernidad, dejaba en prendas el mundo barroco, que hasta ese momento había
sido lo mejor de si mismo: quizá lo único identificable como propio.
EL
FIN DE LOS BORBONES EN LA NUEVA ESPAÑA
Con
la abdicación de los monarcas Borbones, la soberanía retornaba ahora al pueblo,
es decir, a los cabildos que representaban al pueblo. Los oidores españoles que
dominaban la Audiencia reiteraron la tesis tradicional de que la Nueva España
era una provincia ultramarina de la Corona de Castilla y por tanto exigieron
que México se sometiera a los dictados de la junta de Sevilla.
Cuando fue claro que el virrey se
inclinaba hacia el lado criollo de la discusión, estos oidores conspiraron con
el arzobispo y con el consulado, para organizar un “golpe de estado”. Los comerciantes de la capital, inmigrantes
de España, fueron movilizados para invadir el palacio y apoderarse de
Yturrigaray, reemplazándolo como virrey por un militar viejo y pobre. Los
juristas que habían preparado el breve del cabildo fueron a prisión. La Nueva
España en dos años vivió una paz inquieta, los españoles estaban contentos,
para los criollos, años de rumores, de conspiraciones. Por su parte, el
arzobispo de México, Francisco de Lizana y Beaumont, que brevemente figuró como
virrey, advirtió que “el gobierno actual de esta Colonia” dependía del
nombramiento de europeos a los altos cargos en la Iglesia y en el Estado, y “la
necesidad de excluir o postergar a los criollos”, pues era claro que
virtualmente todo los americanos anhelaban ahora la independencia.[9]
En septiembre de 1810, Miguel Hidalgo y
Costilla (1753-1811), cura párroco de Dolores, llamó a las masas a rebelarse
contra el dominio europeo. Por ser encabezada por clérigos con invocación de
símbolos religiosos, la insurgencia mexicana se asemejó a la resistencia
española contra la invasión francesa que a los movimientos de independencia de
la América del Sur.
El que Miguel Hidalgo hubiese encabezado
la insurgencia mexicana fue medida de la crisis de autoridad y de la fe que
caracterizó a este periodo, pues Hidalgo se encontraba entre los curas más
altos de su diócesis y, en realidad, se le había acusado de jansenismo por su
admiración a la historia de la Iglesia del abate Fleury. Su conocimiento de la
literatura francesa y su celo al promover la industria artesanal en Dolores le
habían valido el respeto del intendente Riaño, funcionario conocido por sus
ideas ilustradas, cuando Hidalgo pasó a la rebelión, suspendió sus creencias
liberales a favor de los ya consagrados temas del patriotismo criollo. Se abrió
así una fisura entre liberalismo y patriotismo, fisura que abría de abrumar la
política mexicana durante muchos años.[10]
CONCLUSIONES
DE LAS REFORMAS BORBÓNICAS
Aunque desde que se hizo cargo del Imperio
español la dinastía borbónica inició una serie de reformas a la administración
española, tanto para fomentar su crecimiento como para fortalecer el poder de
la Corona buscando simplificar la administración y utilizar hombres más aptos
como ministros, las reformas propiamente dichas serán puestas en marcha con
mayor fuerza por Carlos III, quien inicia las reformas que serán conocidas como
las reformas borbónicas.
Estas reformas se dan por la situación que
vive España que, comparándola con Francia e Inglaterra, vivía un atraso
sustancial. España desde el descubrimiento de América limitó su comercio de
larga distancia sólo con las Indias en condiciones de monopolio. Con esto se
perdió, en cierta medida, el cosmopolitismo, el flujo de las ideas; dicho de
otra manera, se cerró a las ideas progresistas que se dieron en toda Europa
posterior al Renacimiento. El espíritu de empresa se transformó en espíritu de
conquista. España perdió el contacto con otros países y limitó totalmente su
evolución renunciando a la modernidad que ya vivían otros países europeos.
Este atraso debía ser superado, y urgían
reformas. Los Borbones y una elite ilustrada que llega con ellos se echan a
cuestas la tarea de romper la inercia y hacer de España una monarquía que
sobreviva y alcance a los otros países. La elite de reformadores partió de este
reconocimiento, buscando fórmulas para reactivar la relación
industria-comercio, romper los monopolios así fueran estatales o particulares,
y quitar obstáculos al comercio marítimo como el cierre de los puertos o el
impedimento al comercio internacional.[11]
Con los borbones, la elite que pretendía
los cambios estaba influida por la Ilustración francesa que fue una corriente
con principios económico-liberales, mismos que impregnaron las reformas. Se
reconocen tres fases en lo que se ha llamado el reformismo borbónico:[12]
- Una
primera fase se caracterizó por la política metropolitana dirigida a
robustecer el control real y aumentar la centralización administrativa.
- La
segunda fase, entre los años 1776-1786, fue una fase radical durante la
cual se restaron facultades a los virreyes, se estableció la comandancia
de Provincias Internas, se introdujo el comercio libre, se establecieron
las intendencias y se comenzó la política a favor de las clases bajas de
la sociedad y la lucha contra privilegios eclesiásticos y gremiales.
Predominaron las tendencias de descentralización y de liberación política
y económica.
- La
tercera fase comenzó hacia 1787. Se caracterizó por la incertidumbre
política, se echaron abajo ciertas reformas y hubo un movimiento de los
diferentes virreyes en contra de las medidas de descentralización que les
habían restado poderes.
Si
pensamos en términos económicos estas grandes reformas lograron parte de su
objetivo: destrabar el comercio y hacer fluir hacia España más recursos
económicos de las colonias. Sin embargo, esto no represento un beneficio
directo a la ya destruida economía hispánica. Los grandes conflictos bélicos en
los que participó España, las importaciones sin las cuales la Península no
podía vivir y su carencia total de infraestructura industrial fueron sin duda
situaciones que impidieron el despegue de España como economía importante.
En la Nueva España se veía la situación de
manera diferente. Las reformas impulsadas por el Estado fueron favorecedoras de
la economía, pero su impacto era solamente en ciertos sectores: los
comerciantes, las elites regionales, los funcionarios públicos, los
peninsulares. Pero aún estos sectores tuvieron problemas, por ejemplo, los
funcionarios como el virrey vieron mermada su autoridad porque empezaron a
tener que compartir el poder que en otros tiempos era total. La llegada del
visitador Gálvez en 1765, fue de especial importancia para implementar el espíritu
de cambio de las reformas y echar a andar el proyecto de las intendencias, que
restaba poder al propio virrey.[13]
El comercio también marcó diferencias con
la época de los Habsburgo, se rompe el monopolio Cádiz, Veracruz, Acapulco.
Nuevos puertos se abren al comercio; en el pacífico Mazatlán y San Blas se
convierten en puertos alternos para la llegada de mercancías procedentes de
Asia y que llegaban vía la Nao de la China. Algunas ciudades se convierten así
en centros de crecimiento que van a necesitar más y más alimentos, lo que
implica que las haciendas y las tierras que estaban cerca de las poblaciones se
convirtieran en proveedores constantes de alimentos que necesitan las ciudades.
Esto repercute en un aumento del comercio pero también trae aparejado
conflictos sociales que se empiezan a vivir como resultado de gente desplazada
del campo a la ciudad, que algunas veces viene por problemas que se han dado en
el campo donde se les ha arrebatado tierras para hacer más prósperas las
haciendas o ha huido de una explotación infame que se comienza a dar como
consecuencia de mayor explotación. Surgen los cinturones de miseria alrededor
de las urbes e inseguridad social. Las ciudades se convierten en grandes ollas
de presión social que tendrán un reacomodo brutal durante los siglos XIX y XX.
Por otro lado, surgen las escuelas de
minería que buscan preparar individuos para la explotación de minerales de
manera más científica y racional, surge también la Academia de San Carlos,
resultado de una política ilustrada que buscaba el conocimiento científico y
artístico.[14]
Aunque todas estas medidas fueron muy
discutidas y su aplicación muy deficiente, es innegable que afectaron la
composición de los grupos de poder tradicionales y al reacomodarse se produjo una
división en la elite colonial.
Un factor importante desde mediados del
siglo XVIII, era el choque entre la religiosidad popular y las nuevas
corrientes desacralizadoras, que produjo fuertes enfrentamientos. Con el
impulso combinado de las autoridades civiles y eclesiásticas, desde 1750 se
apresuró el traspaso de las parroquias indígenas que habían estado bajo la
administración, de las órdenes religiosas a las manos del clero secular,
proceso muy resentido por las comunidades indígenas. A partir de esos años
tuvieron por dirigentes espirituales a curas que no compartían los ideales
misioneros de los frailes fundadores de la primera iglesia novohispana, ni las
“costumbres idolátricas y supersticiosas” que practicaban los indígenas.[15]
En decenas de pueblos adoctrinados por los nuevos curas los indígenas
protestaron y se rebelaron porque se les prohibieron cultos antes respetados.
En la segunda mitad del siglo XVIII se
quiso acelerar la integración de los indígenas al resto de la sociedad a través
de un programa que buscaba abolir los idiomas nativos e imponer la enseñanza
obligatoria en español. Aun cuando el propósito de occidentalizar a los indios
encontró fuertes resistencias en la mayoría de los pueblos, tuvo éxito en
algunas regiones, como en el Arzobispado de México.
En esos años el gobierno de los Borbones
atacó con violencia el fundamento que sostenía la economía y la solidaridad de
los pueblos indígenas: las cajas de comunidad y las cofradías religiosas. Las
cajas de comunidad, una especie de banco de ahorro donde los miembros del
pueblo acumulaban fondos para cubrir los gastos colectivos y el culto
religioso, fueron incautadas por las autoridades virreinales para satisfacer
necesidades del gobierno español.[16]
Un despojo semejante afectó los bienes que manejaban las cofradías. En Nueva
España la cofradía era un factor de unidad porque congregaba a la población
alrededor del culto al santo patrono del pueblo. También era un instrumento de
protección social porque hacia ella se había volcado el ahorro colectivo de la
comunidad. De esta manera las cofradías se convirtieron en organizaciones
poseedoras de tierras, milpas, huertas, ganados y otros bienes donados por los
cofrades, quienes además proporcionaban trabajo gratuito.[17]
La administración de esos bienes había
estado en manos de los mismos indígenas, quienes destinaban una parte de los
productos a los gastos del culto y a las fiestas del santo patrono. Dedicaban
una parte de los ingresos a fortalecer la base económica de la cofradía, que de
esta manera se convirtió en la mayor defensa de los pueblos para enfrentar los
años de sequías, hambrunas y epidemias.
Sin embargo, estas empresas productivas
fueron afectadas por las nuevas medidas del gobierno: entre 1770 y 1790 se
ordenó la supresión de miles de cofradías en todo el territorio, la incautación
y venta de sus bienes y la intervención directa de la Iglesia en la
administración de las subsistentes, con la justificación de que así se evitaría
que los indígenas dilapidaran sus bienes en borracheras, fiestas idolátricas y
otros dispendios.[18]
Este ataque afectó la base económica y social que sostenía a los pueblos y puso
en riesgo su sobrevivencia.
Para los nuevos curas y la nueva
mentalidad, las prácticas tradicionales de los indígenas se convirtieron en
“fiestas demoniacas”, “supercherías”, “supuestos prodigios”, “culto indebido y
pernicioso” y graves transgresiones contra la verdadera fe. Una tras otra las
expresiones tradicionales de religiosidad indígena, las representaciones
teatrales, las danzas y las participaciones populares en las procesiones fueron
condenadas por la mentalidad ilustrada. Esta mentalidad persiguió los milagros
y apariciones de vírgenes que los indígenas prodigaron a lo largo del siglo
XVIII.[19]
En la segunda mitad del siglo XVIII el
choque entre estas dos mentalidades escindió la relación entre los pueblos
indios y la minoría española y criolla. Así, justo cuando las minorías
dirigentes del país se abrieron al exterior y adoptaron ideas, instituciones y
costumbres extrañas, las comunidades indígenas se volcaron hacia sí mismas en
complejos movimientos religiosos que intentaron fortalecer su identidad. La
separación definitiva entre las mayorías indígenas y la minoría gobernante la
produjo la invasión de las ideas ilustradas y su corolario político: la
adopción de un modelo de sociedad extraño al país y la certidumbre de que para
alcanzar esa meta había que modernizar la sociedad a través de un proceso
dirigido por el poder secular, no por la Iglesia.
De esta profunda división entre tradición
y modernidad dan testimonio elocuente los movimientos religiosos antes citados:
los más radicales son un rechazo del presente opresivo que les imponía la
mayoría blanca y una vuelta completa hacia el pasado. Expresan un rechazo al
presente, temen el futuro y su anhelo es regresar a la edad ideal perdida. Su
percepción del tiempo y del desarrollo histórico es opuesta al proyecto histórico
de sus dominadores, que va en contra de la tradición y del pasado hacia el
futuro. Al contrario del proyecto histórico indígena, cuyo modelo es una edad
ideal pasada, el proyecto modernizador es una apuesta por una sociedad que no
tiene raíces en el pasado y que sólo puede ser real en el futuro.
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(1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León,
2004.
Viera,
Juan de, Breve y compendiosa narración de
la ciudad de México, Inst. Mora, Colecc. Facsímiles, México, 1992.
[2] Idem.
[4]
Viera, Juan de, Breve y compendiosa
narración de la ciudad de México, Inst. Mora, Colecc. Facsímiles, México,
1992, p. 47.
[5]
Manrique, Jorge Alberto, op, cit, p.
486.
[9] Brading, David, op, cit, p. 604.
[10]
Ibid, p. p. 606-607.
[11]
Beiza Patiño, José y Héctor Villicaña, et al. Historia…, p. 40.
[12]
Ibid, pp. 40-41.
[13]
Ibid, p. 41.
[14]
Ibid, p. 42.
[15]
Florescano, Enrique, Memoria mexicana,
FCE, México, 2004, pp. 462.463.
[17] Idem.
[19]
Gruzinski, Serge, La “segunda
aculturación”: El estado ilustrado y la religiosidad indígena en la Nueva
España (1775-1800), Estudios de Historia Novohispana, N° 008, enero 1985,
México, pp. 85-113.
[1]
Florescano, Enrique y Margarita Menegus, “La época de las reformas borbónicas y
el crecimiento económico (1750-1808)” en Historia
general de Mexico, COLMEX, México, 2000, pp. 375-376.
[2]
Jáuregui, Luis, “Las Reformas Borbónicas” en Nueva Historia Mínima de México, COLMEX, México, 2004, p. 123.
[3]
Ibid, pp. 123-124.
[4]
Florescano, Enrique y Margarita Menegus, op. cit., p. 377.
[8] Idem.
[15] Idem.
[17] Idem.
[18] Idem.
[19] Idem.
[21]
Ibid, p. 374.
[22]
*En este trabajo generalmente uso el término “indios”, porque el
sustantivo “indígenas” no existía durante la Colonia. Se empezó a usar el
término “indígena” después de 1821.
[23]
Ibid, pp. 374-375.
[24]
Manrique, Jorge Alberto, “Del Barroco a la Ilustración” en Historia general de Mexico, COLMEX, México, 2000, p. 483.
[26] Idem.
[1]
Arenal Fenochio, Jaime del, “Los autores: fuente para el conocimiento del
derecho y las instituciones canónicas de la Nueva
España ” en Las fuentes
eclesiásticas para la historia social de México, Colegio de México, Inst.
Mora, UAM, Colegio de Michoacán, México, 2009, p. 217.
[2]
Precisamente el nombre de Tomo Regio
es el que se daba en tiempos visigodos al documento regio mediante el cual los
monarcas convocaban los concilios de Toledo y les fijaban su agenda de materias
a tratar. Al inaugurar el Concilio III toledano, Recaredo entregó a los
prelados el Tomo Regio que firmaban
él mismo y la reina y que contenía su abjuración del arrianismo y conversión al
catolicismo.
[3]
Hera, Alberto de la. “El Regalismo español y su proyección en indias en tiempos
del arzobispo Lorenzana”, en España y
América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la
muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua
Pérez, Universidad de León, León, pp. 11-15.
[4]
Entrambasaguas, Joaquín de, Algunos datos
acerca de la expulsión de los jesuitas de Méjico en el siglo XVIII (con varias
poesías inéditas mejicanas, una de ellas cervantina), Cuadernos de
Literatura (Fasc. 19-20-21, Enero-Junio de 1950 – Págs. 5 a 96) ejemplar 1,
Madrid, 1950, pp. 9-10.
[5]
Beiza Patiño, José y Héctor Villicaña, et al. Historia Nacional 2ª. Edición, Cengage Learning Editores, México,
2004, p. 47.
[6]
Hera, Alberto de la. “El Regalismo español….” p. 16.
[7]
Ibid, p. 18
[8]
Ibid, p. 18.
[9]
N.M. Farris, La Corona y el clero en el México colonial 1579-1821.
La crisis del privilegio eclesiástico, FCE, México, 1995, p. 126.
[10]
Brading, David, Orbe indiano, de la
Monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, FCE, México, p. 530.
[11]
Ibid, p. 532.
[12]
Paniagua Pérez, Jesús, “La actitud ilustrada de los obispos americanos en la
época de Carlos III” en España y América
entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del
Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez,
Universidad de León, León, p. 125.
[13]
Ibid, p. 132.
[14]
Hera, Alberto de la, “El regalismo español”… pp. 16-17.
[15]
Paniagua Pérez, Jesús, “La actitud ilustrada…”, p. 138.
[21] Idem.
[22]
Idem.
[23]
Loreto López, Rosalva, “Las reformas conventuales a la luz de los Concilios
Provinciales Mexicanos” en España y
América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la
muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua
Pérez, Universidad de León, León, p. 155.
[24]
El Cardenal Lorenzana y el IV Concilio
Provincial Mexicano, Luisa Zahíno Peñafort, recopilación documental, UNAM,
serie C: Estudios Históricos, n° 31, México, 1999, p. 14-15.
[25]
Ibid, p. 14-15.
[26]
Loreto López, Rosalva, “Las reformas conventuales, p. 157.
[27]
El Cardenal Lorenzana…, p. 19.
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