martes, 24 de octubre de 2017

LA COMPAÑÍA DE JESUS Y LAS REFORMAS BORBÓNICAS
El siglo XVIII, entre 1760 y 1821, es producto de una serie de transformaciones que dan a esta época una personalidad propia. Durante esos años se ensaya la reforma política y administrativa más radical que emprendió España en sus colonias, y ocurre el auge económico más importante que registra la Nueva España. Como consecuencia de ambos fenómenos la sociedad colonial padece desajustes y desgarramientos internos, se abre a las ideas que recorren las metrópolis, y busca nuevas formas de expresión a los intereses sociales, económicos, políticos y culturales que han crecido en su seno.
     Con los intentos de Carlos III de introducir en sus dominios americanos un prácticamente absoluto control de la Iglesia mediante la realización de una serie cuidadosamente programada de Sínodos Provinciales, se atrajo a la esfera civil el poder sobre lo religioso, sin por ello romper la unidad de la Iglesia romana ni interrumpir la soberanía pontificia sobre el plano de lo espiritual.
     La decisión de poner en marcha una profunda reforma de las relaciones Iglesia-Estado, atribuyendo a éste importantes competencias en el campo de lo religioso que mermarían de modo notable el poder pontificio sobre la Iglesia, había de apoyarse en una política de resurrección de los métodos de gobierno eclesiástico propios de la Alta Edad Media, a cuyos efectos recurren a su formación canonística para resucitar viejos postulados del primitivo derecho canónico.
     Así, el 21 de agosto de 1769 dictó Carlos III, en el Real sitio de San Ildefonso, la Real Cédula que ha pasado a la historia con la denominación de Tomo Regio. Mediante la misma fue como se puso en marcha el movimiento sinodal que constituía una pieza clave en el plan elaborado por la Corona para efectuar en la Iglesia indiana en primer lugar –y luego en la española- los cambios de carácter regalista que constituían la nueva política religiosa del Despotismo ilustrado.
     Si los sínodos diocesanos y provinciales habían sido efectivamente las principales fuentes del viejo Derecho canónico nacional anterior al gran Corpus Iuris Canonici, cabía encomendarles de nuevo tal función. El derecho canónico además de ser la pieza fundamental de la organización eclesiástica, ha regulado durante siglos muchas instituciones sociales que también han sido contempladas por el llamado derecho civil y por el penal. Por lo mismo, ha determinado la licitud o ilicitud de muchísimas acciones tanto de los fieles como de la jerarquía, de los religiosos y de los miembros del clero secular. Su importancia es tal que durante ese lapso sentó las bases –junto con el derecho romano- de la formación intelectual (y moral) de ese grupo de profesionistas y directores de la sociedad tan transcendente como fue y ha sido el de los juristas o abogados. [1] No a otra idea obedece, pues, la publicación del Tomo Regio de 1769. Su finalidad inmediata resultaba ser la de dictar para atender a los principales problemas pastorales de la Iglesia en Indias, se ocultaba, en nuestra opinión, el propósito de conseguir la sumisión de las iglesias nacionales al poder real.[2]
     Para el caso de México, la elección del obispo Lorenzana, elevado a propósito a la sede archiepiscopal del Virreinato, y encargado de inmediato de la convocatoria y celebración del que había de ser el Concilio IV Provincial mexicano, constituyó uno de los elementos capitales del plan político cuidadosamente trazado.
     No todos los historiadores poseen una misma opinión sobre el sentido de la iniciativa regia que se tradujo en la publicación del Tomo Regio. Son varios los que lo sitúan exclusivamente en el lugar de un paso más tendente a consolidar la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles y a facilitar su posterior desaparición mediante la extinción de la Orden.[3] La Corona y sus ministros tendrían entonces como único objetivo la expulsión y extinción de la Compañía de Jesús, como primer y capital paso para el debilitamiento del Papado, al que eventualmente seguirían otros que en el primer estadio no habrían de estar presentes.
     De hecho, el Concilio de México no tiene como objetivo la expulsión de la Compañía, que se opera por decisión del Rey independientemente y con anterioridad a la celebración de aquel. De lo que se trata es de exterminar su doctrina, alejar de la enseñanza y del púlpito su pensamiento y eliminar toda huella de su actitud intelectual cerradamente defensora de la Santa Sede y sus derechos. Expulsar a los jesuitas sería un gran paso hacia los objetivos regalistas, al eliminar con ellos a los más importantes defensores del Papado, que tenían en sus manos la enseñanza en los mejores centros educativos y la dirección de las conciencias de los sectores más influyentes de la sociedad. Pero era además necesario borrar su doctrina, para que, desaparecida toda enseñanza favorable a los derechos del Papado frente a los del Rey, pudiese la Corona consolidar el sistema del regalismo. A estos efectos se habrían convocado en América los Concilios provinciales celebrados bajo el reinado de Carlos III.
     Carlos III, habiendo procedido previamente a la expulsión de los jesuitas de todos sus Reinos, con el despego del rey por los jesuitas, la aversión que parte de la gente le manifestaba, el odio que les tenía el jansenista Manuel de Ronda y la labor personal del Conde Aranda, determinaron su expulsión.
      En 1767, los jesuitas fueron acusados de servir a la curia romana en detrimento de las prerrogativas regias, de fomentar las doctrinas probabilistas, de simpatizar con la teoría del regicidio, de haber incentivado los motines de Esquilache un año antes y de defender el laxismo en sus Colegios y Universidades. El destierro que, de madrugada, les sorprendió en sus residencias, respondía a una importante maniobra política que venía gestándose desde que en abril de 1766, se emprendiera la Pesquisa Secreta, creada con la excusa de descubrir a los culpables de los disturbios madrileños de marzo del mismo año, pero que pretendía, como auténtico objetivo, comprometer a la Compañía de Jesús en los alborotos populares que habían hecho huir de Madrid al monarca. Así, con una efectividad y un sigilo sin precedentes, en la madrugada del 2 de abril de 1767, Carlos III expulsó a todos los jesuitas que habitaban en sus dominios. En la Nueva España donde los jesuitas gozaban de gran popularidad por su eficaz labor intelectual produjo efectos desastrosos.
     Con la actuación del Virrey, Marqués de Cruillas y sus patentes malversaciones de fondos públicos enviaron como Visitador del Virreinato a Don José de Gálvez Ministro del Consejo de Indias y Alcalde de Casa y Corte para que abriera información de tales abusos. Al comenzar los sucesos era Virrey de Nueva España a la sazón D. Carlos Francisco de Croix, la conmoción sufrida por la expulsión de la Compañía de Jesús junto con el temor inminente de una guerra con Inglaterra repercutieron en el desasosiego general.[4]
     Para la monarquía española la orden jesuita era la más conflictiva de las asentadas en las colonias españolas por su postura de que la Iglesia mantuviera su independencia frente al Estado. Esta orden era especialmente importante por el papel educativo que jugaba en la Nueva España; su influencia en los criollos fue notable, además crearon una conciencia nacionalista en los jóvenes educados en sus escuelas. [5] Este pensamiento sería importante en la formación de la mentalidad criolla que tanta importancia tendría posteriormente, en el siglo XIX, en la etapa del nacimiento mexicano. La expulsión de esta orden no afectó a los niveles de gobierno, pero significó la eliminación de un poder muy unido al criollismo, su aliado y maestro y el opositor, posiblemente el mayor, del absolutismo monárquico o regalismo.
      Llenó las Indias de prelados “hechuras de hombres de su Consejo”, y éstos recibieron luego el Tomo Regio cuya finalidad de convocar concilios tendía con toda evidencia a servir de instrumento, entre otros, para “arrancarle al Pontífice la extinción de la Orden de San Ignacio”, a cuyos efectos “el paso previo no era otro sino obtener de los Obispos, así de España como de América, la condenación de las doctrinas que sustentaban los Doctores y Maestros de la Compañía de Jesús”; y a tal efecto se les intimó  a los prelados indianos “que procurasen que en sus respectivas diócesis no se enseñase en las cátedras por autores de la Compañía y se restableciese la enseñanza de la Escritura, Santos Padres y Concilios, desterrando las doctrinas laxas y menos seguras e infundiendo el amor y respeto al rey y a los superiores, como obligación tan encargada por las divinas letras”.[6]
     Lorenzana llevó a cabo un Concilio cuyo exagerado regalismo le valió de un lado el premio de la Mitra Primada de Toledo, y de otro el que nunca se obtuviese la aprobación de la Santa Sede para las actas conciliares. “El Arzobispo Lorenzana, loco por alcanzar un capelo cardenalicio, habíase lanzado sin rubor a adular al Monarca y a su camarilla, escribiendo la más infame pastoral que han visto los fieles mexicanos en contra de los jesuitas a quienes él personalmente y su Arquidiócesis debían tantos favores”.[7]
     Particular interés tiene en esta línea la opinión de Giménez Fernández, el autor que con mayor detenimiento ha estudiado el IV Concilio mexicano, así como la de Miguélez, que ha prestado igualmente atención tanto a este Concilio como en general al fenómeno regalista en relación con la política de Carlos III en las Indias.[8]
     Miguélez estuvo muy influido por su condición de religioso agustino y por su parte, Giménez Fernández señalará la amplitud de los propósitos que inspiraban la acción política de los autores del Tomo Regio; por encima de la extinción de la Compañía –un factor necesario e instrumental para debilitar a la Santa Sede, pero no un objetivo único o central- el Tomo Regio formaba parte de la política regalista general, tendente a lograr el mayor dominio posible de la Corona en materias religiosas, obteniendo así para la Corona una situación tan privilegiada o al menos muy próxima a la alcanzada en su día por los Príncipes protestantes.
     El reinado de Carlos III en España (1759-1788) coincide con el auge de la Ilustración, pero este movimiento volvía a repetir en España y en sus posesiones, en buena medida, aquello que se había producido con el Humanismo del siglo XVI; es decir, la Ilustración española iba a tener tintes claros de catolicismo y por ello vinculó las nuevas corrientes del pensamiento a posturas eclesiásticas que, de alguna manera, también exigían cambios dentro de una ortodoxia que, sin poner en duda las verdades esenciales de la fe, pugnaban por una renovación. No es de extrañar, por tanto, que fuese entonces cuando se tratara de revitalizar a algunos de aquellos humanistas del quinientos que habían caído en el olvido. Los ideales en la Nueva España eran: el control de la iglesia por parte de la monarquía y obtener una mayor autonomía para la iglesia nacional. Sus mayores exponentes fueron, Lorenzana y Fabián y Fuero, que escribieron toda una serie de pastorales para ensalzar al poder real y justificar la expulsión de los jesuitas.[9]
     Durante esta época que nos ocupa los siempre discutidos fenómenos del regalismo y el jansenismo en España habían propiciado más que nunca el control de la Iglesia por el poder real, lo que en América tenía unos precedentes mucho más claros y evidentes que en España por cuestiones de patronato. No es de extrañar, por tanto, que Carlos III eligiese prelados para las diócesis americanas que fuesen afines a las ideas en boga, ya que dichos arzobispos y obispos debían actuar al mismo tiempo que como pastores de su grey como funcionarios e instrumentos de dominio político. Muchos de aquellos hombres elegidos para diócesis americanas iban a sentirse más vinculados al poder del monarca que al del Papa de Roma, lo que tampoco quiere decir que llegaran a subordinar todas sus creencias a las pretensiones reales.
     En 1749, la Corona emitió un decreto que exigía que todas las parroquias administradas por los mendicantes en las diócesis de México y de Lima fuesen entregadas al clero secular. Como esta medida provocó pocas protestas populares, en 1753 fue extendida a toda la iglesia hispanoamericana. Pero la forma despótica en que las autoridades se apoderaron de las parroquias y conventos rurales provocó fuertes protestas. Los franciscanos, los dominicos y los agustinos se unieron para quejarse de que sus frailes habían sido arrancados de sus celdas, permitiéndoles tan sólo llevarse sus pertenencias, y a veces se les había obligado a irse a pie al priorato.[10] La secularización de las parroquias fue acompañada por la confiscación de los conventos, además dado que el cura que llegaba no sabía qué hacer con tan extensos lugares, los edificios de conventos a veces fueron alquilados  como establos, talleres de textiles y aún viviendas populares, con el resultado de que casas como en Santiago Tlatelolco, Acolman y Tzintzuntzan, que mostraban la gloria histórica de la conquista espiritual, cayeron en ruinas.
     Y tampoco los indios salieron ganando con el cambio, pues el clero secular no había estudiado las lenguas indígenas y por tanto era incapaz de atender eficazmente a su grey, que así, se veía amenazada de recaer en la idolatría. En 1757, la Corona ordenó a sus provinciales reducir el ingreso anual de novicios, con el resultado de que en las dos décadas siguientes declinó el número total de frailes.
     La Corona ordenó en 1769 que en adelante los seminarios diocesanos asignaran a una tercera o cuarta parte de sus lugares a indios y mestizos, hombres conocedores de las lenguas latinas, que después administrarían “la sierra o actuarían como vicarios para los curas criollos”.[11] En 1772, el párroco de San Pedro Paracho, quien confesó que no entendía el purépecha (los españoles señalaban a este grupo prehispánico como “tarados”, de ahí que el idioma que hablaban  se le denominara tarasco), sin embargo denunció la costumbre de Semana Santa en que un indio era elegido para representar a Cristo, pintándole el cuerpo con las señales de la pasión.
     La política carolina, en lo que a la iglesia se refiere, incluía varios apartados esenciales de reforma, particularmente en la americana. Tales puntos suponían la creación de nuevas diócesis, la atención de lugares hasta entonces abandonados, la intención de educar al clero de acuerdo con las nuevas corrientes del pensamiento y el intento de someter a las siempre díscolas órdenes religiosas al control de los prelados. Pero para llevar a cabo las reformas era necesario contar con la misma iglesia, especialmente tras eliminar uno de los principales problemas que tenía el regalismo: los jesuitas, defensores de los derechos del papado frente a la Corona.[12] Por tanto, era necesario buscar colaboradores fieles a la monarquía y a su programa de reformas dentro de las propias instituciones eclesiásticas para de esta forma acallar lo más posible las voces que se levantaban de intromisión del poder temporal en el espiritual. No es de extrañar, por tanto, que los prelados elegidos para las diócesis americanas, salvo contadas excepciones, fueran incondicionales contrapartes de la política regalista.
     Como mencioné anteriormente, una de las cosas que más caracterizó a la iglesia americana de la época de Carlos III fue la convocatoria de concilios provinciales. El motivo esencial era la reforma de la Iglesia americana para adecuarla a los intereses regalistas de la Corona y según la real cédula de 21 de agosto de 1769, se daban las directrices de todo aquello que debía tratarse en las mencionadas reuniones eclesiásticas y que se pueden resumir en los siguientes puntos: Exterminar las doctrinas relajadas y nuevas (probabilismo de los jesuitas), restablecer la disciplina eclesiástica y el fervor en la predicación; exterminar los excesos; elaborar un catecismo y revisar los ya escritos en lenguas indígenas y someter al clero regular.[13] Como manifiesta el Dr. De la Hera, en resumen, liberar la enseñanza de las doctrinas jesuíticas, prohibiendo la utilización en la misma de autores de la Compañía de Jesús amén de otras medidas predesamortizadoras y siempre con la presencia en dichos concilios del poder real,  a través de algunos de sus representantes.[14]
ACCIÓN EDUCATIVA Y CULTURAL
La educación a todos los niveles fue una de las grandes preocupaciones de los ilustrados y de los hombres de gobierno de Carlos III en particular. Inculcar las nuevas ideas suponía disponer de una población formada en sus diferentes niveles y la Iglesia, en este sentido, iba a ocupar un papel primordial en América. Tanto en la enseñanza elemental y media, como en la universitaria, el papel de los eclesiásticos fue fundamental por el gran control que ejercían sobre todos los resortes de la formación.
     La educación de la Ilustración, aunque apoyada desde todos los ámbitos, incluido el eclesiástico, era concebida como una sumisión al poder establecido y, probablemente, ésta fue su principal característica. No estaba concebida, pues, como un fenómeno de movilidad social, sino como un elemento de alimentación de la conformidad con el poder establecido, aunque con la finalidad de reciclar a los ciudadanos para prestar un mejor servicio al rey. Esto hizo que los ilustrados prestaran un especial interés por la hasta entonces muy olvidada enseñanza primaria, pues pensaban que ya desde la infancia debían marcarse las pautas de lo que el poder establecido esperaba de sus ciudadanos; de hecho, uno de los más significados ilustrados españoles, como lo fue Campomanes, (abogado, asturiano de origen, sirvió como procurador y luego como Presidente del Consejo de Estado) nos lo dejó bien patente en algunas de sus obras, en su libro Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento de 1775. Por tanto, si se esperaba un mejor servicio de los ciudadanos a los intereses del estado, la educación primaria pasaba a ser algo necesario para el desarrollo del mismo, de ahí el fomento de escuelas y sobre todo lo que hoy podríamos denominar como “formación profesional”. El producto, por tanto, sería el de una educación que marcase las diferencias sociales y, como consecuencia, lejos de toda concepción igualitaria de la sociedad.[15] Es decir, la educación era concebida como un fenómeno de utilidad de los ciudadanos dentro del estatus social en el que cada uno se encontrase y sin plantearse como un verdadero asunto que facilitara la movilidad social. Por ello, incluso, la educación femenina, que también adquirió nuevas dimensiones, hay que contemplarla dentro de esos parámetros.
     En los aspectos de formación media y universitaria, la expulsión de los jesuitas fue decisiva, pues ellos habían sido fundamentales en esos tipos de enseñanza y, por tanto, llenar el vacío que dejaron fue una de las tareas primordiales de los obispos, pues ilustrados o no, se vieron influenciados por las nuevas corrientes del pensamiento, que les obligó a dar una gran importancia a los aspectos educativos y culturales en el ámbito de sus diócesis, especialmente en lugares donde se adolecía de centros para la formación de la infancia y la juventud e, incluso, de la mujer.
     La consecuencia de que tuvieran de ver en todo esto los obispos, fue que se produjo lo que se ha dado en denominar como eclecticismo cultural, ya que, consciente o inconscientemente, se produjo una mixtura entre viejas tradiciones, que eran muy difíciles de superar en los ámbitos eclesiásticos, con las nuevas corrientes del pensamiento, patrocinadas por los intelectuales y políticos de la época.[16]
     La educación de la mujer fue otro punto dentro de la enseñanza que, en muchos casos, tuvieron que abordar los prelados americanos. El propio Lorenzana, si es que comulgaba con las ideas de Campomanes, debía tener en mente que el renacer de España pasaba por la promoción de una educación de toda la población, incluidas las mujeres, algunas de las cuales reclamaron su derecho a la formación. En la América española muchos monasterios femeninos, desde sus primeros tiempos, dedicaban parte de sus esfuerzos a tal educación, contraviniendo las reglas y tradiciones, por lo que el caso de México, se condenó la presencia de niñas en aquellos centros de recogimiento. La respuesta no se hizo esperar y las monjas del monasterio de Jesús María respondieron contra esto, alegando que recogían huérfanas y desamparadas para enseñarles “oficios mujeriles”.[17]
     En la vida cultural muchos prelados tuvieron un papel esencial y nos dejaron una herencia de gran relevancia. Algunos obispos mostraron interés por el coleccionismo, como Caballero y Góngora, que pasó a Indias con un importante fondo artístico y bibliográfico, amén de que a él se debe en buena medida las expedición de Mutis, ya que escribió a José de Gálvez, diciéndole que si el Consejo de Indias no la financiaba lo haría él mismo, por lo que Carlos III promulgó la real cédula de 1 de noviembre de 1783.[18]
     Precisamente aquel ambiente intelectual y cultural que favorecieron los obispos americanos fue también un campo abonado para la formación de líderes para la independencia, aunque no fuese esa la intención. Valga como ejemplo, el del cura Hidalgo, protegido por su prelado en Michoacán.
SANIDAD Y BENEFICIENCIA
Uno de los asuntos por el que los ilustrados se habían sentido preocupados había sido el sanitario e higiénico, en muchos casos como una acción profiláctica, que condujo a la creación de centros en los que aislar a los enfermos para evitar los contagios de la población, especialmente con la temida viruela. En el siglo XVIII el interés se acrecentó con avances en el campo de la medicina y de la farmacia y en las últimas décadas de la centuria, para la prevención y cura de enfermedades colaboraron en una idea común del despotismo ilustrado por mejorar la salud y el bienestar de los hombres.
     Las funciones de hospitales o la remodelación de las ya existentes fue algo que se dio con cierta frecuencia entre los obispos nombrados por Carlos III. Los hospitales americanos eran casi todos regentados por las órdenes hospitalarias de San Juan de Dios y de los Betlehemitas. El arzobispo de México, Núñez de Haro, tuvo que mediar en los conflictos internos que aquejaban al hospital de San Hipólito.[19]
     Dentro de la actividad benéfica, una de las tareas sociales más importantes, además de la hospitalaria, fue la atención a los niños huérfanos y a los mendigos, el problema se convirtió en un reto para las autoridades ilustradas. No debemos olvidar, en este sentido, que en el siglo XVIII, el concepto de pobreza tendió a perder sus tintes religiosos y a secularizarse, aunque no tanto como en otras monarquías europeas, debido aquí al peso que tenía la Iglesia, que hasta entonces había detentado, casi en exclusiva, el monopolio de los asuntos sociales.
     Los muchos hospicios que van a fundarse en España y en América durante el periodo carolino, al margen de la intervención que en ellos tuviesen los eclesiásticos, van a tener un profundo sentido laico. Ahora no se trataba de recoger a los desamparados por una mera cuestión de caridad cristiana, sino que en el fondo latían otros interese propios de la época de las Luces. El Estado no podía consentir una importante masa de población improductiva, ya que todos debían contribuir al mantenimiento del mismo y a elevar el nivel de vida del reino. Para los ilustrados, en ese sentido, la pobreza y la vagancia no eran sino una agresión al estado útil y benefactor, que se pretendía instaurar.[20] Por tanto, y de acuerdo con los precedentes históricos existentes, ese estado utilizó el ascendente del clero sobre la población y sobre las cuestiones sociales para desarrollar sus ideas de un “mundo nuevo”.[21]
     Algunos prelados de España y de América acogieron con sumo interés aquellas intenciones y prestaron su colaboración al despotismo ilustrado más o menos convencidos, pues a la postre, de esta manera, servían a sus ideales de caridad y a una monarquía deseosa de mejorar la situación de sus súbditos, con lo cual se podía contar también con el beneplácito y los favores del monarca y de sus hombres de estado.[22]
     En América el proyecto social era imposible desligarlo del mundo eclesiástico, muy controlado además por el poder civil, a causa de las consabidas cuestiones del patronato. En realidad, como ya dije, había que hacer productivos a aquellos miembros de la sociedad para contribuir a su mejora y para incrementar los ingresos por vía de fiscalidad. En ese sentido, los hospicios fueron fundamentales para reciclar a la población y, de manera muy especial, las casas para niños expósitos, ambos con lugares de formación de mano de obra para el reino con una cierta cualificación y como medio de paliar los graves problemas sociales que proliferaban en esta época.
     La mujer, como ya hemos visto en el campo de la educación, también tuvo apoyos por parte de los prelados en otros aspectos sociales, siempre con los intentos de regeneración social o, como madres y futuras madres, convertirlas en educadoras de cara al desarrollo de sus hijos.
LAS REFORMAS CONVENTUALES Y EL IV CONCILIO PROVINCIAL MEXICANO
     Entre 1765 y 1780 los conventos de calzadas de las principales ciudades del virreinato de la Nueva España estuvieron sujetos a reformas encaminadas a reorientar su funcionamiento interno en aras del seguimiento de un modo de vida más austero y con el objeto de volver las prácticas de una Iglesia primitiva.[23] El conflicto para la reforma de las monjas calzadas se dio a raíz de que las monjas de la época gozaban de lo que se llama “vida privada”, es decir, permanecían encerradas en sus celdas, con sus sirvientas, sin participar en la vida comunitaria de los conventos. La vida privada significaba, además, la independencia económica de cada monja sobre la vida común, aspecto que el Arzobispo Lorenzana no estaba dispuesto a tolerar.[24]
     Lorenzana publicó la reforma en diciembre de 1769, a pesar de la férrea oposición de algunas monjas y órdenes, las llamadas “apasionadas”, el arzobispo consiguió su propósito y expulsó a infinidad de “niñas” y sirvientas de conventos no dispuestos a cumplir su reforma. La guerra entre las monjas y el arzobispado se acrecentó por libelos publicados anónimamente por ambas partes, en los cuales se deshonraba a las monjas y se les acusaba de liviandad con sus confesores. No obstante, la Cédula Real definitiva a favor de la reforma se promulgó el 22 de mayo de 1774. Pero no es en realidad hasta 1778 y 1779 cuando claudicaron las monjas contestatarias: trinitarias y poblanas, con lo cual la reforma, en este particular, triunfó finalmente.[25]
         Estos cambios surgieron como parte de la política regalista de Carlos III. Conviene resaltar que las argumentaciones a favor y en contra de las reformas estuvieron fundamentadas, entre otras cosas, a partir de la revisión específica de los concilios tanto el de Trento como de los provinciales mexicanos.
     Entre 1640 y 1760, los votos de pobreza, castidad y obediencia fueron interpretados flexiblemente debido a las necesidades económicas de los conventos y a las múltiples permisiones de obispos locales. Estas licencias se tradujeron con el tiempo y en algunos casos en desacatos en las reglas y constituciones que se expresaban en el incumplimiento de las actividades que en principio debían ser colectivas y homogéneas para todas las comunidades monásticas tales como la asistencia a los coros, a las salas de labor y al refectorio[26] Es en este punto que debe observarse detalladamente la interpretación diferenciada que tanto los obispos reformadores, como las monjas y las autoridades reales hicieron de estos textos normativos y fundamentales para la organización interna de los monasterios.
          El Concilio IV Mexicano, se inicia con la real cédula del 23 de agosto de 1769, emitida por Carlos III con el objeto de comunicar a las autoridades tanto civiles como eclesiásticas de la América Española la intención de celebrar concilios provinciales en todos los dominios de ultramar. Las relaciones entre Iglesia y Estado nunca han sido fáciles y si han motivado a lo largo de la historia infinidad de controversias, la época moderna no era la excepción, y menos aún cuando se convocan concilios provinciales en toda la región, con el fin de “exterminar las doctrinas relajadas y restablecer la exactitud de la disciplina eclesiástica” particularmente por lo que se refería a las regulares.
Cuatro fueron las grandes medidas trascendentales que contemplaron:
  • La expulsión en 1767 de los defensores por antonomasia de los privilegios pontificios y la ortodoxia católica: los jesuitas.
  • La reforma a los religiosos, a partir de julio de 1773.
  • Las restricciones a la jurisdicción eclesiástica.
  • La celebración de los concilios provincia en todas las Indias.
A las actas del Concilio, se acompaño de los siguientes documentos:
             I.            Catecismo mayor para uso de los párrocos;
          II.            Catecismo de la doctrina cristiana para uso de los niños;
       III.            Representación al rey sobre la inmunidad local eclesiástica;
       IV.            Representación sobre las órdenes religiosas de la Nueva España;
          V.            Representación sobre la vida común de las religiosas;
       VI.            Ad. S. Pontificen adversus Jesuitarum Institutum;
    VII.            Epístola al mismo sobre la beatificación de don Juan de Palafox;
 VIII.            Manual de párrocos;
       IX.            Instrucción para el gobierno de los hospitales que están a cargo de los religiosos de San Juan de Dios;
          X.            Instrucción sobre la manera de exponer el Santísimo Sacramento;
       XI.            Instrucción para los maestros de primeras letras;
    XII.            Instrucción para los pintores de imágenes sagradas;
 XIII.            Métodos que deben observar los párrocos y predicadores en la explicación de la doctrina cristiana sobre los evangelios en festividades y
 XIV.            Estado de las religiones en la Nueva España.[27]
     Las relaciones entre Iglesia y Estado nunca han sido fáciles y si han motivado a lo largo de la historia infinidad de controversias, la época moderna no era la excepción, y menos aún cuando se convocan concilios provinciales en toda la región, con el fin de “exterminar las doctrinas relajadas y restablecer la exactitud de la disciplina eclesiástica” particularmente por lo que se refería a las regulares.
     Si las resoluciones del IV Concilio Provincial Mexicano nunca fueron aprobados por la Santa Sede ni por la Corona, lo mismo que nunca se pudo llevar a cabo la anhelada reforma de las órdenes religiosas en América, se puede concluir, que fue un fracaso la política eclesiástica de Carlos III en América pues no alcanzó los fines deseados.

 EL ESPLENDOR ECONÓMICO
     Entre 1765 y 1786 se definió y aplicó el cuerpo principal de estas reformas, una década más tarde producían efectos sorprendentes: la Nueva España se había convertido en la colonia más opulenta del imperio español y era la que mayores ingresos aportaba a la metrópoli.
     Al subir al trono Carlos III encontró las rentas reales “revueltas”; una real orden agregaba que el “desorden que había en las rentas de España ha hecho creer al rey que en las de Nueva España habrá también mucho que remediar”. Para poner arreglo en estos asuntos se envió al visitador José de Gálvez, entre 1761 y 1764 se descubrieron desfalcos en las cajas reales de Veracruz, Guanajuato y Acapulco que sumaron cerca de 400 000 pesos. El rey afirmaba haberse “perdido en lo pasado muchos millones de pesos” simplemente porque el Tribunal no elaboraba sus cuentas y éstas no se cobraban.[1]
     El periodo de esplendor económico más importante de la historia de Nueva España se inicia en la década de 1770, después de un lapso de estancamiento que, a juzgar por las estadísticas, había comenzado alrededor de 1750. El inicio de los años de prosperidad coincide con el mandato del virrey Antonio María de Bucareli (1771-1779). La bonanza se explica en parte por el aumento demográfico: entre 1742 y 1810 el número de habitantes en Nueva España pasó de 3.3 a 6.1 millones de personas, un enorme incremento que se dio sobre todo en la población indígena.[2]
     A pesar de que la mayoría de la población vivía en zonas rurales, el número de villas, “pequeños núcleos urbanos” y ciudades creció durante el periodo. La intendencia de México, donde se asentaba la capital virreinal, contaba con un elevado porcentaje de población urbana; en situación similar estaban las intendencias de Guanajuato y Puebla. Por el contrario, Oaxaca y Guadalajara (que en parte comprendía el actual estado de Jalisco) presentan un predominio rural, pues las concentraciones urbanas se reducían a uno o dos núcleos en cada intendencia. Algo parecido sucedía con las provincias de Valladolid y Veracruz.
     En cuanto a la estructura de la población, la mayoría eran jóvenes de 16 años; la esperanza de vida era entre 55 y 58 años para la población blanca, expectativa que se reducía en el grupo indígena y en las castas. Al respecto es pertinente señalar que las autoridades virreinales eran conscientes de que se debían mejorar las condiciones de vida de la población toda vez que las epidemias habían sido demasiado dañinas para los más pobres, con efectos nocivos sobre las capacidades de crecimiento económico virreinal. El ánimo más importante en el sentido de poner al día las condiciones higiénicas de las capitales de las intendencias provino del segundo virrey Revillagigedo (1789-1794). Las principales medidas adoptadas fueron el establecimiento de cementerios, la prohibición de los entierros en las iglesias, la normativa sobre ropas usadas, el establecimiento de lazaretos, etc. Pocos años después, en 1802 llegó al virreinato la vacuna contra la viruela. Para el proceso de inoculación a la población se eligieron los curatos como centros sanitarios y el clero fue el encargado de su administración.[3]
     Para rescatar el control de los impuestos y mejorar el sistema de recolectarlos se dictaron medidas, ante la falta de un grupo de administradores profesionales, el Estado se vio obligado a delegar funciones administrativas en corporaciones e individuos particulares, entre ellas el cobro y recaudación de impuestos. En la mayoría de los casos el procedimiento seguido había sido el de ofrecer en subasta o remate público el arrendamiento, por uno o más años, de tal o cual ramo fiscal. Quien ofrecía la postura más alta y satisfacía las finanzas requeridas, obtenía el arrendamiento. De esta manera, buen número de actividades fiscales pasaron a ser manejadas por particulares, especialmente por los comerciantes.
     En 1776 la Real Hacienda entró en posesión de los centros recolectores del virreinato. Se nombraron funcionarios encargados de la recaudación de impuestos en veinticuatro de las localidades más importantes. Cada uno de ellos, asistido por un contador, escribientes y guardias, colectaba el impuesto del 6% sobre las ventas y el impuesto especial del pulque. Las aduanas cobraban el impuesto de alcabala y de entrada y salida de mercancías en los puertos. En las zonas mineras hubo también oficiales de hacienda encargados de cobrar los diversos impuestos. En suma, hacia 1776, sólo en lugares muy distantes o aislados continuaban los particulares cobrando impuestos y tomando un 14% de lo recaudado como pago por su trabajo. [4] El resultado de esta forma produjo un aumento extraordinario de los ingresos reales.
     Al mismo tiempo que se hacían estos cambios, se crearon nuevos impuestos para aumentar el ingreso de la Corona. Entre éstos deben citarse el impuesto a las pulperías (pequeños comercios de tipo misceláneo); el impuesto de alcabala a varios artículos no gravados. Estos impuestos fueron impopulares y causaron agitaciones y protestas en la capital y ciudades del interior.
     Se crearon los estancos o monopolios manejados por el estado, se estableció en 1764 y empezó a operar en el 65 con la participación activa de Gálvez. Pero una disposición que provocó el descontento hacia el estanco fue la de monopolizar la fabricación y venta de puros y cigarros, en 1769 se instaló la Real Fábrica de Puros y Cigarros de México y se crearon las de Puebla, Querétaro, Oaxaca, Orizaba y Guadalajara. En estos establecimientos, manejados también por la Renta del tabaco, se dispuso elaborar todos los puros y cigarros del país, por lo cual desde 1766 no se otorgaron más permisos a fábricas o talleres particulares.[5]
     La reforma económica que mayor tinta hizo correr fue la que transformó el régimen de comercio entre España y las Indias, sus objetivos eran:
a)      Recuperar las concesiones comerciales otorgadas a las naciones europeas desde el siglo XVII (terminar con el asiento o permiso dado a los ingleses para introducir esclavos y mercancías en las colonias, eliminar los canales de contrabando en Gibraltar, Cádiz y las colonias); transformar a los prestanombres sevillanos, que servían como intermediarios de los consorcios extranjeros, en verdaderos comerciantes españoles; y acabar con el monopolio andaluz (Sevilla y Cádiz) que controlaba las transacciones con las colonias.
b)      Mejorar el sistema de extracción de materias primas de las colonias y ampliarlo a las posesiones poco explotadas, y
c)      Fomentar el desarrollo agrícola, industrial y manufacturero de la Península con el propósito de que los artículos y productos de ésta, y no de las potencias europeas, fueran la base del intercambio comercial con las colonias.[6]
     Estas reformas le dieron cuerpo a una política de “modernización defensiva, que comenzó a manifestarse desde las primeras décadas del siglo XVIII, pero que sólo se hizo efectiva a partir de 1762, cuando los ingleses se apoderaron de La habana y Manila.
     Otra consecuencia de estas reformas, fue la adopción por parte de los criollos de las ideas de libre comercio como arma política contra el grupo peninsular. Así, entre 1770 y 1800 fueron argumento  de los pequeños y medianos comerciantes de provincia contra el Consulado de México. Entre 1800 y 1821 ya eran una de las armas predilectas de los criollos contra los “gachupines monopolistas”, al grado de que ser criollo se volvió sinónimo de libre comercio, y gachupín, de monopolio y proteccionismo.
LAS REFORMAS A LA MINERÍA
     Desde los inicios del siglo XVIII varios mineros y virreyes señalaron las barreras que afectaban a este ramo: técnica deficiente, falta de capital y altos costos de producción. Cuando llegó el visitador Gálvez a Nueva España, una de sus primeras actividades fue establecer contacto con los mineros, informarse de la situación de esta industria y promover las reformas necesarias para su desarrollo. Apoyándose en un escrito preparado por el abogado y matemático Joaquín Velázquez de León y Juan Lucas de Lassaga, y en el consejo de destacados mineros –José de la Borda, Manuel de Aldaco y el conde de Regla-, Gálvez puso en marcha un abanico de reformas encaminadas a impulsar la minería y otorgar al grupo de mineros una situación política especial.
     La rebaja de una tercera parte del precio del mercurio fue una de las primeras victorias de Gálvez y del grupo de mineros que lo asesoraba. Esta medida incrementó tanto las compras de mercurio como la producción, por lo cual la Corona accedió más tarde a rebajar el precio del mercurio a la mitad. Los mineros obtuvieron también exención de impuestos para la introducción de maquinaria y materias primas. Pero sobre todo, recibieron un estatus equiparable al que tenían los comerciantes, al ser dotados de un Consulado, un Tribunal y un Colegio de Minería. El Consulado fue la asociación que agrupó a los mineros en una organización con privilegios y derechos especiales. Estaba presidido por un Real Tribunal de Minería con residencia en la capital y diputaciones en las principales zonas mineras. El Tribunal se creó en 1777 y tenía por objeto conocer todos los asuntos relacionados con la minería y resolverlos con celeridad. Para su sostenimiento se le concedió un real de cada marco de plata introducido en la Casa de Moneda de México, por lo que se estimó que podía reunir una renta anual de 160 000 pesos. Con este ingreso se cubrieron los gastos del Tribunal y se fundó el Banco de Avío para los mineros, y el Colegio de Minería.[7]
     Más importante que el Tribunal de Minería, fue la creación del Colegio de Minería, por el hecho de qué dejó de ser una actividad artesanal para convertirse en una disciplina científica. De esta manera, la formación científica del ingeniero se convirtió en un requisito indispensable en cualquier región que aspirara a alcanzar el progreso tan difundido por las ideas de la ilustración, motivo por el que vino a ser la primera escuela secular y especializada que se fundó en México. En ella se impartieron por primera vez cursos de metalurgia, mineralogía y química, así como de matemáticas, francés y otras novedades. Entre sus profesores había hombres distinguidos, como Andrés del Río, quien había estudiado con Humboldt en Friburgo. Y aunque el Colegio fue objeto de severas críticas por su carácter elitista y el poco contacto que mantenía con los problemas concretos de los mineros, es indudable que contribuyó al desarrollo de la educación y a la difusión de la ciencia moderna.[8]
     Si los propósitos que animaron a estas instituciones no alcanzaron el éxito esperado, no es menos cierto que a través de ellas el gremio de mineros obtuvo la representación y voz de que antes carecía. Por un lado tuvieron un canal directo y aceptado para dar a conocer los problemas de su industria, y por otro los Borbones dieron fuerza, prestigio e independencia a un grupo importante de la sociedad novohispana que antes sólo podía hacerse presente a través de los comerciantes.
LAS REFORMAS A LA AGRICULTURA
     Los Borbones manifestaron un desinterés general por los problemas internos que dificultaban el desarrollo de esa actividad en la colonia, y sólo se preocuparon por estimular algunos productos que convenían a la economía de la metrópoli. Las vacilaciones que entorpecieron la supresión de los alcaldes mayores tuvieron mucho que ver con el hecho de que eran estos quienes habilitaban a los indígenas que beneficiaban la gran cochinilla, uno de los principales productos de exportación. Asimismo, el permiso para vender en Cuba las harinas de Puebla sólo se concedió cuando el mercado del Caribe había sido invadido por las harinas procedentes de Norteamérica. El cultivo de la caña de azúcar y el beneficio de sus azúcares y jugos fue erráticamente favorecido o desalentado en función de los intereses españoles en las islas del Caribe, donde la caña se cultivaba en gran escala.[9]
     Un ejemplo notorio de esta política lo constituye la campaña puesta en obra por los Borbones respecto a la agricultura: el estímulo a las siembras de lino y cáñamo. Esta campaña obedeció a la idea de que las colonias no debían fomentar la industria, pero si la producción de materias primas que necesitara la metrópoli.
     Para favorecer estos cultivos, la Real Ordenanza de Intendentes disponía repartir nuevas tierras a los indígenas, especialmente desde las llamadas realengas o de propiedad real, y hasta tierras de propiedad privada.[10] Esta es la única vez que un decreto real amenazó a la propiedad privada de la tierra.
    En general, puede decirse que hubo expansión agrícola y crecimiento rápido de la producción en las regiones de economía más dinámica: el Bajío, Guadalajara, Michoacán, Yucatán, y el norte extremo. Los agricultores del siglo XVIII, como los del XVI y XVII, se enfrentaron a un problema padecido por todas las sociedades agrícolas: el fenómeno periódico de la “desigualdad de las cosechas”, la sucesión de años de lluvias abundantes y regulares que producían buenas cosecha, cortados por otros en los que la sequía, las heladas, el granizo o las plagas esterilizaban los campos.[11]
     La historia del principal impuesto que pesaba sobre la agricultura, el diezmo, es suficiente para calibrar su importancia. Uno de los soportes sobre los que se edificó el poder de la Iglesia fue el diezmo, porque éste afectaba la décima parte de todos los productos de la tierra y la ganadería y debía pagarse sin descuento de “simiente, ni renta, ni otro gasto alguno”. Es decir, era un impuesto sobre la producción bruta.
     En la Nueva España estaban obligados a pagar el diezmo todos los agricultores y ganaderos españoles, criollos y mestizos, así como los curas y los miembros de las órdenes religiosas. Así, a fines del siglo XVIII, la participación de la Iglesia en la agricultura y la economía de Nueva España había polarizado las grandes contradicciones del sistema colonial. Por una parte, la desigualdad periódica de las cosechas, la coexistencia del gran latifundio con la propiedad comunal y el minifundio, los escasos y reducidos mercados, la imposibilidad de exportar excedentes y la dependencia de la mayoría de la población hacia un solo producto, habían creado dos tipos de agricultura sensibles a las contingencias climáticas. La Iglesia vino a ser el regulador de la economía agrícola y de la economía general, puesto que al captar a través de donaciones y legados testamentarios los excedentes de los sectores más dinámicos (comercio y minería), e invertirlos otra vez. Puede decirse que la Iglesia era el sostén de la estructura latifundista y desigual que persistía en el campo.[12]


LA REVOLUCIÓN EN EL GOBIERNO
     El principio de que la sociedad, independientemente de su organización, está gobernada por leyes naturales, permitió la incorporación de los indios (en tanto que seres racionales) y de sus formas de gobierno dentro del imperio español. La aceptación de que la ley natural es justa, superior y externa a la acción humana, supuso la participación subordinada de los individuos en la vida pública y política, así como la restricción de sus responsabilidades ciudadanas y sociales. La idea de que la sociedad está dividida naturalmente en partes orgánicas, a las cuales le están asignadas diferentes jerarquías y señalados derechos y obligaciones inherentes a su situación, legalizó la desigualdad social y la diferenciación funcional que se creó en Nueva España.
     Las reformas borbónicas tuvieron un objetivo político final: cancelar una forma de gobierno e imponer otra; pero en el conjunto se pueden distinguir las encaminadas a transformar al régimen político implantado por los Habsburgos, las que afectaron al cuadro administrativo encargado de aplicar esa política, y las destinadas a modificar la economía y la Hacienda coloniales.
     En Nueva España, la corporación más poderosa por su fuerza moral, por su riqueza y por las funciones políticas que desempeñaba, era la Iglesia, y especialmente el clero regular. Muy pronto la iglesia colonial resintió el embate que antes había delimitado a sus hermanas de Francia, Portugal y España, víctimas del mismo furor regalista de los funcionarios ilustrados que alentaban la creación del Estado moderno.
     La política borbónica produjo una serie de ataques contra la jurisdicción y la inmunidad personal de que disfrutaba el clero como corporación favorecida con “fueros” especiales. El golpe más serio que afectó a la Iglesia fue la real cédula sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías para la consolidación de vales reales, expedida el 26 de diciembre de 1804.[13] Esta cédula extendía a la Nueva España, y a los dominios americanos, la política desamortizadora que los Borbones habían comenzado a aplicar en España desde 1798.
     Con excepción de los comerciantes más ricos, la real cédula afectaba a los principales sectores económicos de Nueva España (agricultura, minería, obrajes y pequeño comercio), y sobre todo a la agricultura, pues la mayoría de las haciendas y ranchos estaban gravados con hipotecas y censos que los propietarios, según la disposición de la real cédula, tenían ahora que redimir en un plazo corto para que ese capital fuera enviado a España.[14]
     El ataque de los Borbones a los privilegios de las corporaciones no se limitó a la Iglesia. Incluyó a la corporación más importante después de aquélla: el Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México, que perdió su inmenso poder monopólico como consecuencia de las llamadas leyes sobre la libertad de comercio y la creación de otros consulados en Veracruz (1795), Guadalajara (1795) y Puebla (1821). Este ataque fue acompañado de golpes a la participación del Consulado en tareas administrativas y políticas.[15]
     En 1764 desembarcaron en Nueva España dos regimientos de tropas españolas, destinadas a residir permanentemente en el país. Esta tropa es la que se encargó de ejecutar, con eficacia que alarmó a los novohispanos, la expulsión de los jesuitas. En esta necesidad de contar con una fuerza militar dependiente del monarca, y en la importancia que adquirió el ejército durante el conflicto armado de 1810-1812, está el origen de la fuerza de ese ejército que dominará gran parte de la historia del siglo XIX.
     Teniendo esta fuerza disuasiva, los Borbones iniciaron una tarea más ambiciosa: reorganizar el aparato administrativo del virreinato dotándolo de un cuerpo de funcionarios profesionales dependiente del monarca. Esta reorganización afectó a todos los centros de poder, desde los más altos (virrey) hasta los más bajos (alcaldes mayores de los pueblos), y produjo grandes tensiones entre los grupos del antiguo régimen, cuyas funciones fueron sustituidas o modificadas por las nuevas disposiciones.
     El instrumento elegido para corregir estos problemas fue el llamado sistema de intendencias, que se había tomado de los franceses y se encontraba ya adaptado en España. Su implantación requirió la división del reino en jurisdicciones político-administrativas denominadas intendencias, a la cabeza de las cuales estaba el intendente o gobernador general, quien ejercía en ellas todos los atributos del poder: justicia, guerra, hacienda, fomento de actividades económicas y obras públicas.
     Sin embargo, entre 1767 y 1786, año en que se promulgaron las ordenanzas que les dieron vida efectiva y se crearon doce de ellas en Nueva España (Durango, Guadalajara, Guanajuato, México, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Veracruz, Yucatán y Zacatecas), pasaron diecinueve años. Durante ese lapso el proyecto fue objeto de numerosas críticas y resistencias que impidieron su plena aplicación.
     La resistencia inicial vino de los mismos virreyes, quienes siempre se opusieron a ceder parte de su poder a los intendentes porque el nombramientos de éstos se hacía en España sin participación del virrey, y porque fragmentaban su poder y debilitaban su imagen, que según ellos debería ser la representación omnímoda del rey en las colonias. [16] De Bucareli (1771-1779) a Revillagigedo (1789-1794), los virreyes desarrollaron estos y otros argumentos para impedir la creación de las intendencias. A sus protestas se unieron las de los miembros de la Real Audiencia, las de los tesoreros y oficiales reales encargados de la recaudación de impuestos, y la de prominentes eclesiásticos y miembros de la élite.
     La Real Audiencia, la institución civil más poderosa después del virrey, fue objeto de cambios que afectaron su composición. Este tribunal de justicia fungía también como asesor y consultor del virrey en muchos asuntos. Estaba integrado, cuando Gálvez llegó de visitador, por oidores y alcaldes del crimen, criollos en su mayoría, aunque sus reglamentos prescribían que deberían ser españoles. En 1769, de siete oidores seis eran criollos; y de cuatro alcaldes del crimen por lo menos dos lo eran. Una década más tarde, gracias a los esfuerzos de Gálvez, la composición de la Real Audiencia era la siguiente: cinco oidores españoles contra cuatro criollos, y cinco alcaldes del crimen peninsulares contra cero criollos. [17]
     Gálvez, obsesionado con la idea de impedir la formación de intereses locales, cuando fue nombrado ministro de Indias urgió a los criollos americanos a que compitieran por puestos judiciales, eclesiásticos y administrativos en la Península, y decretó que sólo un tercio de los puestos de las audiencias y salas capitulares de las catedrales americanas fueran accesibles a los criollos. [18] Esta disposiciones sirvieron para desterrar a criollos distinguidos, como Francisco Javier de Gamboa- autor de los famosos Comentarios a las ordenanzas de minería, y llamado por Gálvez “el Ulpiano de América”-, quien contra su voluntad fue enviado a Santo Domingo como presidente de la Audiencia. [19] Por otra parte, si antes de 1763 la Real Audiencia era casi la única institución de la colonia donde se preparaban los funcionarios públicos, después de la visita de Gálvez los altos funcionarios ya no saldrían de este cuerpo, sino que vendrían del exterior, y serían, en lugar de jueces o letrados, especialistas en administración fiscal o militares de carrera.
     Otro grupo de altos funcionarios, los tesoreros y oficiales, quienes manejaban las cajas reales del virreinato, donde se cobraban los impuestos, fue sustituido casi por completo por los nuevos hombres que introdujeron los Borbones.
     Entre las reformas administrativas que más ruido hicieron en la época,  destaca la de los alcaldes mayores. Eran estos funcionarios distritales, encargados de la recolección de tributos en los pueblos de indios de su jurisdicción. Sus facultades comprendían el conocimiento en primera instancia de la jurisdicción civil y criminal en los pueblos de indios (los alcaldes ordinarios de los cabildos ejercían las mismas funciones, pero en las poblaciones de españoles, donde en ocasiones había también un corregidor que presidia el cabildo y atendía los asuntos judiciales de su distrito). Los alcaldes mayores y los corregidores tenían a su cargo la protección de los indios y solicitar o ejecutar los remedios necesarios. El alcalde mayor residía en el pueblo cabecera de su distrito y tenía prohibido, como el corregidor, adquirir propiedades, comerciar y casarse con personas de su jurisdicción durante el desempeño de su cargo. [20] Pero, los bajos salarios indujeron a los alcaldes mayores a violar los principios básicos de su cargo desde el siglo XVI, violación que se había vuelto una costumbre en la época que examino.
     Los Borbones desencadenaron una de sus campañas más persistentes contra este representante del antiguo régimen. Primero, porque su política administrativa favorecía la creación de funcionarios pagados y dependientes del poder central, en tanto que el alcalde mayor arrendaba o compraba el cargo y lo utilizaba para su beneficio personal. En segundo lugar, porque esa política estaba en contra de los monopolios particulares, y precisamente una de las funciones del alcalde mayor era ejercer el monopolio comercial en una zona determinada.[21] Por último, los Borbones argüían que el sistema de repartimiento era una de las principales causas de la degradación del indio.*[22] Apoyándose en estos argumentos, Gálvez pidió la abolición de los alcaldes mayores y de sus tenientes letrados, y propuso que fueran sustituidos por subdelegados, funcionarios subordinados a los intendentes, quienes percibían un salario y tendrían prohibida cualquier práctica comercial o monopólica.
     Sin embargo, entre 1786 y 1804 la ejecución de estas disposiciones tropezó con obstáculos. Una seri de calamidades naturales y demográficas (crisis agrícolas en 1779 y 1785-86, y epidemias), y las guerras entre España e Inglaterra, que produjeron el bloqueo naval y el cese de intercambios entre colonia y su metrópoli, afectaron a la agricultura de exportación y principalmente a la gran cochinilla que se producía en la región de Oaxaca. Esto provocó baja de la producción, de los impuestos y del tributo de esa región, así como de los ingresos de la exportación más importante después de la plata. Y claro los defensores del antiguo régimen aprovecaharon esta circunstancia para afirma que esto era provocado por la supresión de los alcaldes mayores y del sistema de habilitaciones a los agricultores indios.[23]
     A pesar de las inconsistencias y frenos que perturbaron la ejecución de las reformas administrativas de los Borbones, éstas modificaron el sistema antiguo y afectaron la composición de los grupos de poder tradicionales. El efecto que estas medidas provocaron en el sistema se puede apreciar en el reacomodo que sufrieron estos grupos, que condujo a la división de la antes unida elite tradicional.
LAS BELLAS ARTES EN LAS REFORMAS
     Puede afirmarse que el “siglo barroco” no termina en Nueva España con la llegada de la centuria decimoctava, sino que se prolonga en ésta, y no sólo al comenzar, sino que la ocupa en la mayor parte de su desarrollo. Culturalmente hablando, la Nueva España del siglo XVIII representa sobre todo el mismo espíritu del siglo anterior, y si bien busca pronto caminos nuevos, éstos parecen significar sólo necesidades formales y retóricas y no afectar capas más profundas. No ha faltado quien hable de un “rococó mexicano”, pero lo cierto es que ni la frivolidad ni la galantería ni el aleteo sensual que apasionaron el gusto europeo dieciochesco, tanto como para afectar incluso el gran arte religioso, pudieron asentarse en Nueva España. Ese espíritu rozó apenas la vida novohispana, y aunque alguna huella dejó, no es bastante para revelar cambios conistentes ni en las costumbres ni en las actitudes.
     El racionalismo, el otro gran presente del siglo europeo de las luces, no se hace sentir en México sino más adelante durante el tranascurso del siglo. Andando el tiempo, sin embargo, y al paso que las innovaciones retóricas se lanzaban a una búsqueda desaforada de soluciones imposibles, pueden advertirse ya cambios que revelan alteraciones más o menos profundas en el organismo social novohispano; más todavía, que muestran la aparición de una conciencia de la necesidad de modificaciones más allá de las puramente retóricas y formales; y aún en muchos casos, la conciencia de un valor propio que se define otra vez –como el inicio del criollismo- a la defensiva.
La Arquitectura
     La fisonomía de las ciudades y de los pueblos novohispanos no se altera con el paso del seiscientos al setecientos. En los edificios más notables, las iglesias, sigue campeando en fachadas y en interiores el mismo “barroco salomónico”, a base de columnas helicoidales o las diversas variantes de la columna decorada en su fuste, a que los mexicanos estaban acostumbrados. Columnas barrocas, acompañadas de otros elementos decorativos de follaje plano y redondeado, se ordenaban según la tradicional retícula de cuerpos y calles heredadas del manierismo, y ocupaban sus acostumbrados lugares en retablos y portadas de iglesias que, fieles también a la tradición, mostraban su planta de cruz latina, su o sus torres integradas a la fachada, y su cúpula en el crucero.[24] Sin embargo, los mayores logros del “barroco salomónico” se colocan en las primeras décadas del siglo XVIII más que en las últimas del XVII. Puede advertirse entonces una más grande riqueza decorativa y las mayores torturas infligidas a la columna para olvidarse definitivamente de su sequedad, su sencillez y su racionalidad clásicas, cualidades que el hombre barroco veía como defectos.
     La Nueva España recibe un fuerte emuje en el siglo XVIII con el barroco estípite, no será ahora la columna, sino la pilastra, la que se alterará para conseguir el efecto de novedad, riqueza y levitación tan caro al barroco. Estípite se llamó y se llama a una pilastra que consta fundamentalmente de una pirámide cuadrangular invertida, a la que en la forma mexicana se agregan cubos, cuerpos bulbosos, trozos verticales, separados todos entre sí por angostamientos, hasta llegar al capitel, generalmente corintio. Fue usado de modo esporádico por el manierismo y después por el barroco italiano (Borromini en el palacio de Propaganda Fide de Roma, 1667); también en España lo usa así José Benito Churriguera en Madrid y Salamanca. En México lo estiliza Jerónimo de Balbás, primero en los grandes altares de la catedral metropolitana (el del Perdón, el ciprés y el de los Reyes) iniciados en 1717 y terminados hacia 1735, mientras Felipe Ureña los emplea en la iglesia carmelita de Toluca. Lorenzo Rodríguez los lleva al exterior en las fachadas del Sagrario Metropolitano (1749-1762).[25]
     El auge del estípite coincide, por otra parte, con otra situación bonancible de Nueva España hacia el segundo tercio del siglo XVIII: crecimiento de la población, apertura de nuevas minas y descubrimiento de las más célebres vetas del mineral, nutrida producción agrícola de las haciendas proveedoras, proliferación de obrajes de textiles, vidrio, loza, beneficio de cueros y demás; seguridad relativa de las comunidades indígenas y multiplicación de ranchos (remedo modesto de la hacienda).[26]Así se explica que, floreciente entre 1740 y 1775, el barroco estípite pudo cubrir la totalidad del territorio novohispano y dejó muchas de las obras más insignes que aquellos siglos produjeron.
     El estípite viene acompañado de otras formas nuevas: el gusto por la línea mixta, la presencia de claraboyas, las guardamalletas (el remedo en madera o piedra de colgaduras de tela), roleos gruesos, un follaje a base de talla angulosa. En la fase final del barroco estípite, entre 1765-1775 estaba llamado a un gran cambio: crece y se desarrolla a tal punto que invade al propio estípite y lo suplanta. La pilastra de la pirámide invertida desaparece. Así sucede, por ejemplo, con lo retablos de la Enseñanza de México, de la capilla del Rosario de Azcapotzalco, la monumental fachada de Lagos de Moreno, la de San Diego de Guanajuato o la del Señor del Encino de Aguascalientes, a esta etapa postrera se le ha llamado, de barroco disolvente.[27]
     Entre 1770 y 1790, empalmando por una parte con los últimos estertores del barroco disolvente y con los inicios verdaderos del neoclásico, el país se cubre de edificios neóstilos (que es la última carta del proyecto novohispanode vida). Obras como la capilla del Pocito de la Villa de Guadalupe (de Guerrero y Torres), la fachada de la Enseñanza de México o la fachada de Guadalupe de San Luís Potosí (de Cleere). En todas ellas se abandona el estípite y se vuelve a la columna y la pilastra, aunque no siempre con sentido clásico.
La pintura y la escultura
     La pintura del siglo XVIII mexicano se abre con la obra madura de la generación de Juan Correa, Cristóbal de Villalpando y Luís Berruecos, que parte de la obra zurbaranista de mediados del siglo anterior, pero se enriquece y barroquiza a base de aceptar la influencia de Runbens; es la pintura que mejor se corresponde con el barroco salomónico. Pronto, una generación siguiente, la de los Rodríguez Juárez (Juan y Nicolás), nietos de José Juárez, se abriría a un colorido más dulce y amable y a un dibujo más ágil; es decir, empezaría a recibir el influjo de la pintura galante europea, aunque a veces tamizado, como puede advertirse en La Adoración de los Reyes y la Asunción que Juan pintó para el retablo de los Reyes de la catedral de México, o la Anunciación a Santa Isabel que Nicolás pintó para la iglesia de Azcapotzalco.[1]
     Aparte de la pintura de gran aparato, es el retrato un género en que suele sobresalir el siglo XVIII, como Joaquín de Vega, Ignacio Barreda, Páez, Torres o Jerónimo de Zendejas, e incluso con artistas anónimos, como el autor de la Monja hermosa de Santa Rosa de Querétaro. Todo acorde con el espíritu de una sociedad bonancible, sensiblemente aburguesada y ansiosa de afirmar su prestigio local. También en el XVIII aparecen otros géneros, como el costumbrista (anónimos de La plaza mayor de México, biombo de La fiesta de toros, Puesto de frutas) y el bodegón, género en que Pérez de Aguilar dejó una gran obra.[2]
     La escultura del siglo XVIII busca lo sorprendente y lo novedoso. Tiende a abandonar, en cambio, el sentido realista; la vertiente dramática se acentuará especialmente en los Cristos, cada vez más trágicos, cada vez más sangrantes, más desencajados. Mucha imaginería exaltará el movimiento, los ropajes al aire, los gestos teatrales, la actitud extática. Esas posturas de “actor sobreactuado” parecen ser las únicas capaces de conseguir que la escultura se vea entre el mare magnum formal de los grandes retablos estípites o disolventes. Por esa vía, cuando la pintura abandona los retablos es sustituida, en ocasiones, no por una imagen, sino por grupos escultóricos completos, como sucede en los retablos de San Agustín de Salamanca.[3]
La nueva filosofía
     Necesitada de afirmarse y hacerse un lugar en el muno, la cultura barroca había conseguido el ideal de crear en América otra Europa, pero una Europa “americana”, propia y orgullosa. Desengañada de la posibilidad de aprehender la realidad, se había dado al mundo y al estilo barroco; el estilo de las aptriencias engañosas. Europea en tanto que seguía considerando a Europa como la fuente teórica de todo modelo posible, la cultura criolla es americana y diferente en la medida que se aferra a una tradición y la exalta. Para el mexicano barroco del siglo XVIII su tierra representa una superación de los valores europeos. Allá podrá haber siete maravillas, pero la octava se da en América. Tan Tarde como 1777 pudo Juan de Viera escribir su Breve y compendiosa narración de la ciudad de México y ponderar “…que se tenga a la América como la mayor parte del mundo, y a ti sola, Ciudad Mexicana, por la mayor del orbe…”.[4] La autocontemplación y la satisfacción de lo propio están a la orden del día. En ese bello sueño novohispano, sin embargo, se presenta una pesadilla durante el siglo XVIII. Los hombres de la Ilustración europea, curiosos por definición, empiezan a demostrar un inusitado interés por América. El resultado es una serie de obras, y sobre diversas materias que en que aparecen con una luz un poco desfavorable. Es lo que se ha llamado “la disputa del Nuevo Mundo.
     Baste decir que muchas de las importantes creaciones del México del siglo XVIII se hacen al calor de la polémica, desde la Historia antigua de México, de Clavijero, a la Biblioteca mexicana de Eguiara y Eguren, o la más tardía Biblioteca americana de Beristáin.[5]
     La Compañía de Jesús siempre había mantenido en sus estudios una tradición clásica y humanista ejemplar, pero esa tradición se renueva y pule con la poesía latina de Landívar (su Rusticatio mexicana) y especialmente con la de Diego José Abad (De Deo Deoque Homine Heroica). La historiografía se renueva con Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero por lo que toca a la crónica de la Compañía, y con el segundo por lo que toca a la historia antigua de México. Alegre, Clavijero, Abad, Rafael Campoy, Agustín Castro y Juan Luís de Maneiro participan en la renovación de la filosofía consistente en una mejor lectura de los textos tradicionales y en una nueva preocupación metodológica. Pedro José Márquez se aventura a aplicar los métodos de la arqueología artística neoclásica a Dos monumentos de las antigüedades mexicanas (El Tajín y Xochicalco) y hasta escribir un tratado de estética: De lo bello en genera. [6]
     Fuera del ámbito jesuita otros responden a la misma solicitación del espíritu de su época. José Mariano de Echeverría y Veytia copia los papeles dejados por Sigüenza y Boturini: y a partir de llos emprende su Historia antigua. El filipense Benito Díaz de Gamarra, en sus Elementos de filosofía moderna, se muestra como el más avanzado de los filósofos de su época, critica la filosofía peripatética (de Aristóteles) y propone otra más elástica y nueva. Ignacio Bartolache y José Abtonio Alzate, continúan esa senda, el primero en la especulaciones teóricas y de matemáticas puras, el segundo con una preocupación muy práctica de la utilidad de la ciencia. A ellos hay que agregar a un grupo de hombres de ciencia mexicanos muy capaces y enterados, como Velázquez de León, Andrés del Río, José Mociño, Manuel Guridi y Alcocer.[7]
     Muchos de ellos han resentido el influjo de la Ilustración, cuyos aires han soplado en alguna forma en la Nueva España. Sin embargo, es difícil decir hasta que punto puede realmente llamárseles ilustrados.
     Monelisa Pérez Marchand encontró en los papeles de la Inquisición que en la mayor parte del siglo XVIII las dificultades con el Santo Oficio eran sólo por pelillos teológicos o por pequeñas disputas engtre órdenes religiosas o diferentes corrientes escolásticas.
     Lo que puede llamarse “Ilustración mexicana” no está representada por aquellos hombres que defendían las cualidades y valores morales de su patria barroca, ni por lo que intentaban una renovación filosófica, ni quizá aún por los que estaban al día en cuestiones ciengtíficas, sino por otros que, haciendo eso o sin hacerlo, dejaron de ver con beneplácito la realidad mexicana y empezaron a criticarla. No hubo en México a finales del siglo XVIII, ateos, deístas, enemigos de la Iglesia o racionalistas puros, pero sí hombres que coinciden en la actitud crítica de la sociedad donde viven. Son los hombres que producen el despertar del sueño de la Nueva España. Los ilustrados niegan todo valor a la cultura barroca, la ven con pesimismo y sólo esperan que el americano pueda con mejor educación y bajo otras circunstancias ponerse a la altura de los tiempos.
     La negación de lo barroco en términos de arte se da con el neoclasicismo. Por más que el estilo neoclásico se introduzca con apoyo oficial, es indudable que responde a las necesidades de los ilustrados. Frente a la academia de pintura que en 1759 creara Cabrera, Vallejo y otros, entendida como cenáculo de artistas importantes, la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos de la Nueva España que promoviera el grabador Gerónimo Antonio Gil y que abriría sus puertas en 1782, tiene una decidida dirección didáctica. Profesores suyos o maestros incorporados son los que implantarán en México el neoclásico, que presten ser un arte racional. Por ajeno que fuera a la tradición, el neoclasicismo dejó obras de gran calidad. Al jalapeño José Damián Ortiz de Castro se debe la terminación de las torres de la catedral de México, a Manuel Tolsá el papalacio de Minería, el del marqués delApartado y el del conde de Buenavista; a Constanzo la fábrica de tabacos (la Ciudadela), a Paz y Castera la iglesia de Loreto; a Tresguerras la iglesia del Carmen de Celaya y las Teresas de Querétaro. En escultura se hace notar el mismo Tolsá con la imagen ecuestre de Carlos IV, la Purísima de la Profesa o las esculturas del reloj de catedral; y en pintura destaca, Rafael Ximeno y Planes.[8]
     Nueva España termina el siglo XVIII con un evidente deseo de cambio y de modernidad, que significaban Ilustración y neoclasicismo. Al tomar ese partido, que era quizá el único que podía tomar, daba la espalda a los esplendores de la cultura barroca. Jugando la carta de la modernidad, dejaba en prendas el mundo barroco, que hasta ese momento había sido lo mejor de si mismo: quizá lo único identificable como propio.
EL FIN DE LOS BORBONES EN LA NUEVA ESPAÑA
Con la abdicación de los monarcas Borbones, la soberanía retornaba ahora al pueblo, es decir, a los cabildos que representaban al pueblo. Los oidores españoles que dominaban la Audiencia reiteraron la tesis tradicional de que la Nueva España era una provincia ultramarina de la Corona de Castilla y por tanto exigieron que México se sometiera a los dictados de la junta de Sevilla.
     Cuando fue claro que el virrey se inclinaba hacia el lado criollo de la discusión, estos oidores conspiraron con el arzobispo y con el consulado, para organizar un “golpe de estado”.  Los comerciantes de la capital, inmigrantes de España, fueron movilizados para invadir el palacio y apoderarse de Yturrigaray, reemplazándolo como virrey por un militar viejo y pobre. Los juristas que habían preparado el breve del cabildo fueron a prisión. La Nueva España en dos años vivió una paz inquieta, los españoles estaban contentos, para los criollos, años de rumores, de conspiraciones. Por su parte, el arzobispo de México, Francisco de Lizana y Beaumont, que brevemente figuró como virrey, advirtió que “el gobierno actual de esta Colonia” dependía del nombramiento de europeos a los altos cargos en la Iglesia y en el Estado, y “la necesidad de excluir o postergar a los criollos”, pues era claro que virtualmente todo los americanos anhelaban ahora la independencia.[9]
     En septiembre de 1810, Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811), cura párroco de Dolores, llamó a las masas a rebelarse contra el dominio europeo. Por ser encabezada por clérigos con invocación de símbolos religiosos, la insurgencia mexicana se asemejó a la resistencia española contra la invasión francesa que a los movimientos de independencia de la América del Sur.
     El que Miguel Hidalgo hubiese encabezado la insurgencia mexicana fue medida de la crisis de autoridad y de la fe que caracterizó a este periodo, pues Hidalgo se encontraba entre los curas más altos de su diócesis y, en realidad, se le había acusado de jansenismo por su admiración a la historia de la Iglesia del abate Fleury. Su conocimiento de la literatura francesa y su celo al promover la industria artesanal en Dolores le habían valido el respeto del intendente Riaño, funcionario conocido por sus ideas ilustradas, cuando Hidalgo pasó a la rebelión, suspendió sus creencias liberales a favor de los ya consagrados temas del patriotismo criollo. Se abrió así una fisura entre liberalismo y patriotismo, fisura que abría de abrumar la política mexicana durante muchos años.[10]
CONCLUSIONES DE LAS REFORMAS BORBÓNICAS
     Aunque desde que se hizo cargo del Imperio español la dinastía borbónica inició una serie de reformas a la administración española, tanto para fomentar su crecimiento como para fortalecer el poder de la Corona buscando simplificar la administración y utilizar hombres más aptos como ministros, las reformas propiamente dichas serán puestas en marcha con mayor fuerza por Carlos III, quien inicia las reformas que serán conocidas como las reformas borbónicas.
     Estas reformas se dan por la situación que vive España que, comparándola con Francia e Inglaterra, vivía un atraso sustancial. España desde el descubrimiento de América limitó su comercio de larga distancia sólo con las Indias en condiciones de monopolio. Con esto se perdió, en cierta medida, el cosmopolitismo, el flujo de las ideas; dicho de otra manera, se cerró a las ideas progresistas que se dieron en toda Europa posterior al Renacimiento. El espíritu de empresa se transformó en espíritu de conquista. España perdió el contacto con otros países y limitó totalmente su evolución renunciando a la modernidad que ya vivían otros países europeos.
     Este atraso debía ser superado, y urgían reformas. Los Borbones y una elite ilustrada que llega con ellos se echan a cuestas la tarea de romper la inercia y hacer de España una monarquía que sobreviva y alcance a los otros países. La elite de reformadores partió de este reconocimiento, buscando fórmulas para reactivar la relación industria-comercio, romper los monopolios así fueran estatales o particulares, y quitar obstáculos al comercio marítimo como el cierre de los puertos o el impedimento al comercio internacional.[11]
     Con los borbones, la elite que pretendía los cambios estaba influida por la Ilustración francesa que fue una corriente con principios económico-liberales, mismos que impregnaron las reformas. Se reconocen tres fases en lo que se ha llamado el reformismo borbónico:[12]
  • Una primera fase se caracterizó por la política metropolitana dirigida a robustecer el control real y aumentar la centralización administrativa.
  • La segunda fase, entre los años 1776-1786, fue una fase radical durante la cual se restaron facultades a los virreyes, se estableció la comandancia de Provincias Internas, se introdujo el comercio libre, se establecieron las intendencias y se comenzó la política a favor de las clases bajas de la sociedad y la lucha contra privilegios eclesiásticos y gremiales. Predominaron las tendencias de descentralización y de liberación política y económica.
  • La tercera fase comenzó hacia 1787. Se caracterizó por la incertidumbre política, se echaron abajo ciertas reformas y hubo un movimiento de los diferentes virreyes en contra de las medidas de descentralización que les habían restado poderes.
Si pensamos en términos económicos estas grandes reformas lograron parte de su objetivo: destrabar el comercio y hacer fluir hacia España más recursos económicos de las colonias. Sin embargo, esto no represento un beneficio directo a la ya destruida economía hispánica. Los grandes conflictos bélicos en los que participó España, las importaciones sin las cuales la Península no podía vivir y su carencia total de infraestructura industrial fueron sin duda situaciones que impidieron el despegue de España como economía importante.
     En la Nueva España se veía la situación de manera diferente. Las reformas impulsadas por el Estado fueron favorecedoras de la economía, pero su impacto era solamente en ciertos sectores: los comerciantes, las elites regionales, los funcionarios públicos, los peninsulares. Pero aún estos sectores tuvieron problemas, por ejemplo, los funcionarios como el virrey vieron mermada su autoridad porque empezaron a tener que compartir el poder que en otros tiempos era total. La llegada del visitador Gálvez en 1765, fue de especial importancia para implementar el espíritu de cambio de las reformas y echar a andar el proyecto de las intendencias, que restaba poder al propio virrey.[13]
     El comercio también marcó diferencias con la época de los Habsburgo, se rompe el monopolio Cádiz, Veracruz, Acapulco. Nuevos puertos se abren al comercio; en el pacífico Mazatlán y San Blas se convierten en puertos alternos para la llegada de mercancías procedentes de Asia y que llegaban vía la Nao de la China. Algunas ciudades se convierten así en centros de crecimiento que van a necesitar más y más alimentos, lo que implica que las haciendas y las tierras que estaban cerca de las poblaciones se convirtieran en proveedores constantes de alimentos que necesitan las ciudades. Esto repercute en un aumento del comercio pero también trae aparejado conflictos sociales que se empiezan a vivir como resultado de gente desplazada del campo a la ciudad, que algunas veces viene por problemas que se han dado en el campo donde se les ha arrebatado tierras para hacer más prósperas las haciendas o ha huido de una explotación infame que se comienza a dar como consecuencia de mayor explotación. Surgen los cinturones de miseria alrededor de las urbes e inseguridad social. Las ciudades se convierten en grandes ollas de presión social que tendrán un reacomodo brutal durante los siglos XIX y XX.
     Por otro lado, surgen las escuelas de minería que buscan preparar individuos para la explotación de minerales de manera más científica y racional, surge también la Academia de San Carlos, resultado de una política ilustrada que buscaba el conocimiento científico y artístico.[14]
     Aunque todas estas medidas fueron muy discutidas y su aplicación muy deficiente, es innegable que afectaron la composición de los grupos de poder tradicionales y al reacomodarse se produjo una división en la elite colonial.
     Un factor importante desde mediados del siglo XVIII, era el choque entre la religiosidad popular y las nuevas corrientes desacralizadoras, que produjo fuertes enfrentamientos. Con el impulso combinado de las autoridades civiles y eclesiásticas, desde 1750 se apresuró el traspaso de las parroquias indígenas que habían estado bajo la administración, de las órdenes religiosas a las manos del clero secular, proceso muy resentido por las comunidades indígenas. A partir de esos años tuvieron por dirigentes espirituales a curas que no compartían los ideales misioneros de los frailes fundadores de la primera iglesia novohispana, ni las “costumbres idolátricas y supersticiosas” que practicaban los indígenas.[15] En decenas de pueblos adoctrinados por los nuevos curas los indígenas protestaron y se rebelaron porque se les prohibieron cultos antes respetados.
     En la segunda mitad del siglo XVIII se quiso acelerar la integración de los indígenas al resto de la sociedad a través de un programa que buscaba abolir los idiomas nativos e imponer la enseñanza obligatoria en español. Aun cuando el propósito de occidentalizar a los indios encontró fuertes resistencias en la mayoría de los pueblos, tuvo éxito en algunas regiones, como en el Arzobispado de México.
     En esos años el gobierno de los Borbones atacó con violencia el fundamento que sostenía la economía y la solidaridad de los pueblos indígenas: las cajas de comunidad y las cofradías religiosas. Las cajas de comunidad, una especie de banco de ahorro donde los miembros del pueblo acumulaban fondos para cubrir los gastos colectivos y el culto religioso, fueron incautadas por las autoridades virreinales para satisfacer necesidades del gobierno español.[16] Un despojo semejante afectó los bienes que manejaban las cofradías. En Nueva España la cofradía era un factor de unidad porque congregaba a la población alrededor del culto al santo patrono del pueblo. También era un instrumento de protección social porque hacia ella se había volcado el ahorro colectivo de la comunidad. De esta manera las cofradías se convirtieron en organizaciones poseedoras de tierras, milpas, huertas, ganados y otros bienes donados por los cofrades, quienes además proporcionaban trabajo gratuito.[17]
     La administración de esos bienes había estado en manos de los mismos indígenas, quienes destinaban una parte de los productos a los gastos del culto y a las fiestas del santo patrono. Dedicaban una parte de los ingresos a fortalecer la base económica de la cofradía, que de esta manera se convirtió en la mayor defensa de los pueblos para enfrentar los años de sequías, hambrunas y epidemias.
     Sin embargo, estas empresas productivas fueron afectadas por las nuevas medidas del gobierno: entre 1770 y 1790 se ordenó la supresión de miles de cofradías en todo el territorio, la incautación y venta de sus bienes y la intervención directa de la Iglesia en la administración de las subsistentes, con la justificación de que así se evitaría que los indígenas dilapidaran sus bienes en borracheras, fiestas idolátricas y otros dispendios.[18] Este ataque afectó la base económica y social que sostenía a los pueblos y puso en riesgo su sobrevivencia.
     Para los nuevos curas y la nueva mentalidad, las prácticas tradicionales de los indígenas se convirtieron en “fiestas demoniacas”, “supercherías”, “supuestos prodigios”, “culto indebido y pernicioso” y graves transgresiones contra la verdadera fe. Una tras otra las expresiones tradicionales de religiosidad indígena, las representaciones teatrales, las danzas y las participaciones populares en las procesiones fueron condenadas por la mentalidad ilustrada. Esta mentalidad persiguió los milagros y apariciones de vírgenes que los indígenas prodigaron a lo largo del siglo XVIII.[19]
     En la segunda mitad del siglo XVIII el choque entre estas dos mentalidades escindió la relación entre los pueblos indios y la minoría española y criolla. Así, justo cuando las minorías dirigentes del país se abrieron al exterior y adoptaron ideas, instituciones y costumbres extrañas, las comunidades indígenas se volcaron hacia sí mismas en complejos movimientos religiosos que intentaron fortalecer su identidad. La separación definitiva entre las mayorías indígenas y la minoría gobernante la produjo la invasión de las ideas ilustradas y su corolario político: la adopción de un modelo de sociedad extraño al país y la certidumbre de que para alcanzar esa meta había que modernizar la sociedad a través de un proceso dirigido por el poder secular, no por la Iglesia.
     De esta profunda división entre tradición y modernidad dan testimonio elocuente los movimientos religiosos antes citados: los más radicales son un rechazo del presente opresivo que les imponía la mayoría blanca y una vuelta completa hacia el pasado. Expresan un rechazo al presente, temen el futuro y su anhelo es regresar a la edad ideal perdida. Su percepción del tiempo y del desarrollo histórico es opuesta al proyecto histórico de sus dominadores, que va en contra de la tradición y del pasado hacia el futuro. Al contrario del proyecto histórico indígena, cuyo modelo es una edad ideal pasada, el proyecto modernizador es una apuesta por una sociedad que no tiene raíces en el pasado y que sólo puede ser real en el futuro.

 BIBLIOGRAFÍA
Arenal Fenochio, Jaime del, “Los autores: fuente para el conocimiento del derecho y las instituciones canónicas de la Nueva España” en Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, Colegio de México, Inst. Mora, UAM, Colegio de Michoacán, México, 2009.

Beiza Patiño, José y Héctor Villicaña, et al. Historia Nacional 2ª. Edición, Cengage Learning Editores, México, 2004.

Brading, David, Orbe indiano, de la Monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, FCE, México.

Entrambasaguas, Joaquín de, Algunos datos acerca de la expulsión de los jesuitas de Méjico en el siglo XVIII (con varias poesías inéditas mejicanas, una de ellas cervantina), Cuadernos de Literatura (Fasc. 19-20-21, Enero-Junio de 1950 – Págs. 5 a 96) ejemplar 1, Madrid, 1950.

El Cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial Mexicano, Luisa Zahíno Peñafort, recopilación documental, UNAM, serie C: Estudios Históricos, n° 31, México, 1999.

Florescano, Enrique, Memoria mexicana, FCE, México, 2004.

Florescano, Enrique y Margarita Menegus, “La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico (1750-1808)” en Historia general de Mexico, COLMEX, México, 2000.

Gruzinski, Serge, La “segunda aculturación”: El estado ilustrado y la religiosidad indígena en la Nueva España (1775-1800), Estudios de Historia Novohispana, N° 008, enero 1985, México.

Hera, Alberto de la. “El Regalismo español y su proyección en indias en tiempos del arzobispo Lorenzana”, en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León.

Jáuregui, Luis, “Las Reformas Borbónicas” en Nueva Historia Mínima de México, COLMEX, México, 2004.

Loreto López, Rosalva, “Las reformas conventuales a la luz de los Concilios Provinciales Mexicanos” en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León, 2004.

Manrique, Jorge Alberto, “Del Barroco a la Ilustración” en Historia general de Mexico, COLMEX, México, 2000.

N.M. Farris, La Corona y el clero en el México colonial 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, FCE, México, 1995.

Paniagua Pérez, Jesús, “La actitud ilustrada de los obispos americanos en la época de Carlos III” en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León, 2004.

Viera, Juan de, Breve y compendiosa narración de la ciudad de México, Inst. Mora, Colecc. Facsímiles, México, 1992.









[1] Ibid, p. 484.
[2] Idem.
[3] Ibid, p. 485.
[4] Viera, Juan de, Breve y compendiosa narración de la ciudad de México, Inst. Mora, Colecc. Facsímiles, México, 1992, p. 47.
[5] Manrique, Jorge Alberto, op, cit, p. 486.
[6] Ibid, p. 486.
[7] Idem.
[8] Ibid, pp. 487-488.
[9] Brading, David, op, cit, p. 604.
[10] Ibid, p. p. 606-607.
[11] Beiza Patiño, José y Héctor Villicaña, et al. Historia…, p. 40.
[12] Ibid, pp. 40-41.
[13] Ibid, p. 41.
[14] Ibid, p. 42.
[15] Florescano, Enrique, Memoria mexicana, FCE, México, 2004, pp. 462.463.
[16] Ibid, p. 463.
[17] Idem.
[18] Ibid, p. 464.
[19] Gruzinski, Serge, La “segunda aculturación”: El estado ilustrado y la religiosidad indígena en la Nueva España (1775-1800), Estudios de Historia Novohispana, N° 008, enero 1985, México, pp. 85-113.


[1] Florescano, Enrique y Margarita Menegus, “La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico (1750-1808)” en Historia general de Mexico, COLMEX, México, 2000, pp. 375-376.
[2] Jáuregui, Luis, “Las Reformas Borbónicas” en Nueva Historia Mínima de México, COLMEX, México, 2004, p. 123.
[3] Ibid, pp. 123-124.
[4] Florescano, Enrique y Margarita Menegus, op. cit., p. 377.
[5] Ibid, p. 378.
[6] Ibid, p. 379.
[7] Ibid, p.383.
[8] Idem.
[9] Ibid, p. 384.
[10] Ibid, pp. 384-385.
[11] Ibid, p. 418.
[12] Ibid, p. 423.
[13] Ibid, pp. 369-370.
[14] Ibid, p. 370.
[15] Idem.
[16] Ibid, p. 372.
[17] Idem.
[18] Idem.
[19] Idem.
[20] Ibid, p. 373.
[21] Ibid, p. 374.
[22] *En este trabajo generalmente uso el término “indios”, porque el sustantivo “indígenas” no existía durante la Colonia. Se empezó a usar el término “indígena” después de 1821.
[23] Ibid, pp. 374-375.
[24] Manrique, Jorge Alberto, “Del Barroco a la Ilustración” en Historia general de Mexico, COLMEX, México, 2000, p. 483.
[25] Ibid, p. 473.
[26] Idem.
[27] Ibid, p. 474.



[1] Arenal Fenochio, Jaime del, “Los autores: fuente para el conocimiento del derecho y las instituciones canónicas de la Nueva España” en Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, Colegio de México, Inst. Mora, UAM, Colegio de Michoacán, México, 2009, p. 217.
[2] Precisamente el nombre de Tomo Regio es el que se daba en tiempos visigodos al documento regio mediante el cual los monarcas convocaban los concilios de Toledo y les fijaban su agenda de materias a tratar. Al inaugurar el Concilio III toledano, Recaredo entregó a los prelados el Tomo Regio que firmaban él mismo y la reina y que contenía su abjuración del arrianismo y conversión al catolicismo.
[3] Hera, Alberto de la. “El Regalismo español y su proyección en indias en tiempos del arzobispo Lorenzana”, en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León, pp. 11-15.
[4] Entrambasaguas, Joaquín de, Algunos datos acerca de la expulsión de los jesuitas de Méjico en el siglo XVIII (con varias poesías inéditas mejicanas, una de ellas cervantina), Cuadernos de Literatura (Fasc. 19-20-21, Enero-Junio de 1950 – Págs. 5 a 96) ejemplar 1, Madrid, 1950, pp. 9-10.
[5] Beiza Patiño, José y Héctor Villicaña, et al. Historia Nacional 2ª. Edición, Cengage Learning Editores, México, 2004, p. 47.
[6] Hera, Alberto de la. “El Regalismo español….” p. 16.
[7] Ibid, p. 18
[8] Ibid, p. 18.
[9] N.M. Farris, La Corona y el clero en el México colonial 1579-1821. La crisis del privilegio eclesiástico, FCE, México, 1995, p. 126.
[10] Brading, David, Orbe indiano, de la Monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, FCE, México, p. 530.
[11] Ibid, p. 532.
[12] Paniagua Pérez, Jesús, “La actitud ilustrada de los obispos americanos en la época de Carlos III” en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León, p. 125.
[13] Ibid, p. 132.
[14] Hera, Alberto de la, “El regalismo español”… pp. 16-17.
[15] Paniagua Pérez, Jesús, “La actitud ilustrada…”, p. 138.
[16] Ibid, p. 138.
[17] Ibid, p. 142.
[18] Ibid, p. 143.
[19] Ibid, p. 148.
[20] Ibid, p. 148
[21] Idem.
[22] Idem.
[23] Loreto López, Rosalva, “Las reformas conventuales a la luz de los Concilios Provinciales Mexicanos” en España y América entre el barroco y la ilustración (1722-1804): II Centenario de la muerte del Cardenal Lorenzana (1804-2004), coordinador, Jesús Paniagua Pérez, Universidad de León, León, p. 155.
[24] El Cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial Mexicano, Luisa Zahíno Peñafort, recopilación documental, UNAM, serie C: Estudios Históricos, n° 31, México, 1999, p. 14-15.
[25] Ibid, p. 14-15.
[26] Loreto López, Rosalva, “Las reformas conventuales, p. 157.
[27] El Cardenal Lorenzana…, p. 19.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Las Cosmogonías Mesoamericanas y la Creación del Espacio, el Tiempo y la Memoria     Estoy convencido de qu hay un siste...