EL
RETORNO DE LOS JESUÍTAS A MÉXICO EN EL SIGLO XIX
INTRODUCCIÓN
La historia del retorno de los jesuitas a México
después de su expulsión en 1767 ya ha sido contada y documentada varias veces.
Las dos obras más influyentes -en deuda en este nuevo recorrido- son los
escritos del presbítero Mariano Dávila y Arrillaga (1798-1869) y los dos
volúmenes del historiador jesuita, nacido en Francia, Gerardo Decorme
(1874-1965).1 En
su exposición, el segundo se apoya en el primero, si bien Decorme2 intentará
deslindarse de la forma como Dávila da cuenta de dicho regreso a suelo
novohispano en 1816. Desde el comienzo Decorme lo asocia a la causa de los
insurgentes novohispanos en contra del régimen virreinal. Para ello se apoya en
algunas supuestas palabras pronunciadas por Morelos -en el marco de la
formación de la Constitución de Apatzingán de 1813- sobre las ventajas del
restablecimiento de los jesuitas,3 originalmente
suscritas por Carlos M. Bustamante -con fines apologéticos- dos décadas después
de la independencia, en un momento político, como veremos (1841-1842),
favorable a la “reposición” de los jesuitas.4
Desde luego, el trabajo de Decorme se ha
enriquecido con la organización y consulta de nuevos archivos, que seguramente
no estuvieron al alcance de Dávila. En defensa de los valores de una historia
científica y objetiva, Decorme se ha esforzado, sin conseguirlo del todo, en
evitar juicios políticamente comprometedores en un momento en que parecían
haberse normalizado las relaciones entre el gobierno y la institución
jesuítica. En función de dicha “objetividad” Decorme intentará responder
también a los detractores de los jesuitas.
Por el contrario, la narración de Dávila5 se
estructura como una crónica de sucesos al modo de historiadores como
Bustamante. En dicha relación se enfatizan las líneas de continuidad entre la
antigua y la nueva Compañía; por un lado, entre la “interrumpida” en 1767, por
decreto de Carlos III y la extinción de 1773 por bula del papa Clemente XIV, y
por el otro, la restaurada en 1814 por decreto del papa Pío VII y la nueva
confirmación por Fernando VII en 1815. La obra de Dávila puede inscribirse
igualmente dentro de la tradición historiográfica jesuítica del siglo XVIII al
conjuntar la descripción de los hechos dignos de recordar con la memoria de los
jesuitas ilustres. La exposición se concentra en los sucesos de la primera
mitad del siglo XIX hasta la tercera extinción de 1855. Por esa razón el
trabajo de Dávila puede enmarcarse en la intensificación del conflicto entre
simpatizantes y enemigos de los jesuitas originada por el nuevo
restablecimiento de 1853 favorecido por la llegada otra vez al poder de Antonio
López de Santa Anna, y rápidamente contestada por el líder liberal Juan
Álvarez, que condujo (una vez más) a la desaparición de la institución
jesuítica en 1856.6
Tal vez por esa razón, más su fallecimiento
en 1869, Dávila no pudo ver impreso su manuscrito, si bien algunos avances
fueron publicados en un escrito anónimo de 1850.7 Los
dos volúmenes de Dávila fueron rescatados en la década de 1880 y editados bajo
el sello del colegio de los jesuitas en Puebla. Vista en conjunto se aprecia
una obra que intenta vindicar la fama de los jesuitas tras su “injusta” e
inexplicable extinción de 1821, exhibiendo en la trama una gran cantidad de
“pruebas” y documentos. Este carácter la convierte en un libro archivo
ambulante sumamente valioso para esta investigación, ya que a través de sus
páginas se despliega una serie archivística dedicada a la “nueva compañía”,
pero sobre todo, estructurada a partir del modo como se van sucediendo los
acontecimientos. Como se señaló, este “archivo” será luego retomado y ampliado
por Decorme, de ahí la importancia de ambos trabajos.
Después, la obra del jesuita francés sufrirá
un cierto oscurecimiento debido a la nueva diáspora y dispersión de los
jesuitas a raíz del movimiento social y político iniciado a fines de 1910,
cuyas secuelas serán visibles hasta el conflicto religioso y político militar
de 1926-1929.8 La
intensificación de esta disputa entre la Iglesia y el Estado revolucionario se
intentará traspasar y distensionar con la aparición de una nueva generación de
historiadores jesuitas, representantes de una “nueva compañía” estabilizada y
resurgida después de 1930. Ahí se destacará en primer lugar la obra del padre
José Gutiérrez Casillas,9 recientemente
fallecido, en la cual se descubre la huella del padre Decorme, así como se ve
enriquecida con nuevos materiales y fuentes. Le sigue el trabajo del padre
Esteban Palomera, enfocado sobre todo a la obra educativa de los jesuitas en
Puebla,10 aunque
pondrá también atención a algunos aspectos relacionados con el retorno de los
jesuitas.
En las obras mencionadas existe sin duda un
hilo que entrelaza y da continuidad a la antigua y la nueva “compañía”, una
elaboración que nos remite al mismo siglo XIX. A contracorriente de esta
“versión”, en este ensayo se dará una especial relevancia al desgarramiento
político suscitado por los acontecimientos de 1808-1821, una transformación
radical en el régimen de dominación política. La consideración de esta mutación
tal vez permita entender con otras bases la forma tan accidentada y llena de
obstáculos que tuvo el “retorno” y “restablecimiento” de los jesuitas. La
atención prestada a dichas “dificultades” da lugar en buena medida a los
entresijos de un relato construido a partir de “paradojas”.11 Las
propias de lo que significaría pensar en la reinserción de una institución
religiosa surgida en otro siglo y determinada ahora por la transformación de
las reglas del juego político y cultural. Así, se podrá observar que los hijos
de san Ignacio retornados a Nueva España en 1816, al tiempo que se esforzaron
en reactualizar su tradición y su ideario -incluso mimetizar las formas establecidas
desde su casa matriz romana (la Iglesia del Jesú) tuvieron que enfrentar situaciones
no previstas ni por sus fundadores ni por sus padres espirituales.
En primer lugar, los jesuitas pudieron
regresar porque fueron convocados por la máxima autoridad del catolicismo
romano, el papa Pío VII, y por el monarca español, Fernando VII, para servir de
contrapeso a la avanzada del liberalismo. En dicho acontecimiento se combinan
dos tipos de hechos, uno de corte intelectual y otro de orden político militar.
El primero se relaciona con el movimiento de los llamados “filósofos
ilustrados”12 y
el segundo -cronológicamente posterior- se condensa en la figura de Napoleón y
la reconfiguración general de Europa y de la geopolítica mundial.
En segundo término, la restauración de los
jesuitas en la capital del virreinato novohispano en 1816 fue posible en buena
medida por la fortuna económica y el apoyo político de la familia Castañiza, en
particular del Marqués Juan Francisco Castañiza (1756-1825), el más joven de
los tres hermanos. José María, el mayor, había ingresado a la orden jesuítica
antes de la expulsión y regresado a México del exilio poco antes del
restablecimiento, llegando a ser el primer provincial de la Compañía
restaurada. Precisamente Juan Francisco heredó el título paterno hacia 1794,13 debido
a que José María, por ser jesuita, estaba impedido para ostentar cualquier
título nobiliario. Juan Francisco, a su vez, siendo marqués, había hecho
carrera eclesiástica y llegado a ser comisario de corte de la Inquisición,
rector de la Universidad de México, catedrático y rector del Colegio de San
Ildefonso, la antigua casa de formación jesuítica.
Durante la crisis del Ayuntamiento de la
capital virreinal, en septiembre de 1808,14 el
Marqués de Castañiza se alineó con el bando contrario al del virrey
Iturrigaray, compuesto por miembros de la Sociedad Vascongada, como Gabriel
Yermo, que defendía los intereses de la Audiencia y de sectores mercantiles de
Cádiz. Dicha confrontación no se puede reducir a una lucha entre “criollos” y
“peninsulares” ya que en los dos bandos hay unos y otros,15 aunque
conforme se desenvuelvan los acontecimientos se abrirá una brecha insalvable
entre “europeos” y “americanos”.
Más tarde Castañiza integraría el tribunal
que condenó a Morelos a la degradación sacerdotal antes de su ejecución en
diciembre de 1815. Por su lealtad Fernando VII lo recompensó con el obispado de
Durango en 1815, el mismo año en que el monarca decretó el restablecimiento de
los jesuitas en los “Reinos de Indias y Filipinas”.16En
ese sentido, la familia Castañiza, al hacer posible la restauración de los
jesuitas en la capital virreinal en mayo de 1816, estaba situada abiertamente
del lado contrario al de los “insurgentes”.17
Como sabemos, en el bando que defendía la
autoridad del virrey Iturrigaray se encontraban, entre otros personajes, fray
Servando Teresa de Mier, quien escribió su famosa Historia de la revolución de
Nueva España18tras
la muerte de Hidalgo en 1811 y el decaimiento del movimiento insurgente, en
defensa de los agravios cometidos al grupo que él representaba. En principio
Mier sostenía que esa “revolución” no se asemejaba en nada a la francesa.
Intentar compararla significaba agraviar a la Nueva España, reino “agobiado por
los impuestos […]” (Mier,
1813, p. 125). Al hacer uso de la etimología esclarecía
los términos “insurgencia” y “revolución”. El primero se derivaba del
latín insurgo o
“levantarse el que está caído”, y por tanto connotaba un título honorífico; el
segundo provenía “del verbo revolvo,
que en Cicerón significa volver otra vez o hacia atrás; con que si lo de atrás
fuere mejor, la revolución será […]” (Mier,
1813, p. xvi). Finalmente, acusaba a López Cancelada,
diputado por México en las Cortes, de estar “dominado por el espíritu de
intriga, de revolución, maledicencia, pasquinada y calumnia” (Mier,
1813, p. 161). Fueron los “anuncios de la abdicación [en
1808] […] los que prepararon la revolución” (Mier,
1813, p. 289). Así, por qué sorprenderse de que los
eclesiásticos hubieran encabezado la “revolución…” (Mier,
1813, p. 280).19
Estos aspectos iniciales significarían, por
tanto, que los jesuitas al retornar aparecen como defensores de la restauración
del “antiguo régimen” o monarquistas, “restauración” que implicaba la
persecución de los “liberales”, la abolición de la Constitución de Cádiz de
1812, el regreso de la Inquisición,20 la
anulación de la libertad de prensa y, desde luego, la persecución y
aniquilamiento de los insurgentes. En ese sentido la institución jesuítica era
contraria a la independencia de México representada en ese momento por la
Constitución de Apatzingán (1814).
En tercer lugar los jesuitas son invitados
por el papa Pío VII y el rey Fernando VII para librar una nueva batalla
intelectual, esta vez contra los filósofos ilustrados. Una lucha en contra de
lo que en el campo de las ideas y de las creencias se calificaba en ese momento
como “materialismo”, “deísmo”, “irreligión”, “filosofismo”, “enciclopedismo”.
De hecho, algunos jesuitas al regresar advirtieron que si no hubieran sido
expulsados anteriormente este movimiento intelectual no hubiera ganado tanto
terreno en territorio novohispano.
Así, los jesuitas regresaron a Nueva España
amparados por la bula papal y el decreto del monarca borbón. Y al tomar
posesión de nuevo del antiguo Colegio real de San Ildefonso contaron con la
venia y simpatía de la autoridad civil, el virrey Calleja, y de la autoridad
eclesiástica, el arzobispo electo de México, Pedro José de Fonte. Las
ceremonias de entrega y restauración oficial se realizaron el 19 de mayo de
1816, para dar pie luego a las actividades pastorales y educativas
tradicionales, y a la apertura del noviciado para formar a los nuevos jesuitas.21 Muchos
de los reclutados eran estudiantes del mismo Colegio y otros ya eran sacerdotes
formados. También se reincorporaron algunos jesuitas retornados de Italia, como
el padre José María Castañiza y otros célebres como el padre Pedro José
Márquez, e incluso se pensaba incorporar otros jesuitas de Alemania e Italia.
En ese sentido, sin considerar la inquietud
generada por el movimiento insurgente, cuando regresaron parecía, en efecto,
que sólo se estaba reanudando lo que se había interrumpido abruptamente en
1767. De hecho, muy pronto, durante esos años de 1816-1820, comenzaron a llegar
solicitudes para su restablecimiento en otros lugares, notoriamente de Puebla,
a donde llegarían a fines de 1819, lo mismo que a Durango, amparados e invitados
por el obispo Marqués de Castañiza. Al mismo tiempo, para su restablecimiento
se había formado una Junta especial a fin de proveer y hacer viables la
entrega de bienes y edificios (“temporalidades”) para el desarrollo de sus
obras.
Sin embargo, para 1820 no se contaba con el
retorno de los “vencidos”, los “liberales”, que regresarían al poder por medio
de un golpe de timón y restablecerían la Constitución de Cádiz de 1812, que
delimitaba el poder absoluto del monarca mediante el restablecimiento de las
Cortes. Debido a esto la suerte de los jesuitas se verá fuertemente afectada
por el hecho de haber retornado gracias al poder de la monarquía “absoluta”.
Caída en desgracia, el poder del monarca quedó subordinado a las Cortes, y con
él todos sus validos -instituciones como la Inquisición,22 la
Compañía de Jesús y otras órdenes hospitalarias-. Al no contar más con su
protección tradicional, los jesuitas quedarían expuestos, a la intemperie. Lo
extraño, como se verá, es que dejarán de contar incluso con el poder y la
influencia del monarca, o cuando sea el caso, del mismo Iturbide, por más que
hubieran mayores afinidades y simpatías ideológicas que con otros.
Se trataría entonces de saber cómo los
jesuitas se reinscribieron en la vida “nacional” a partir del establecimiento
de nuevas reglas políticas. Dicha reinserción hasta cierto punto implicó tener
que hacerlo a partir de cero. En ese intersticio cobrará gran importancia la
lucha librada en el ámbito de la opinión pública entre sus defensores y sus
detractores. Por mediación de esta esfera -regulada ahora por el principio de
la libertad de prensa y de opinión entendida en gran parte como el eco público
de las resoluciones y debates habidos en el Congreso- durante el siglo XIX los
jesuitas intentarán ganarse de nuevo la benevolencia del público y su
reconocimiento.
El problema, y de ahí su complejidad, es que
en ese debate, en esa lucha entre simpatizantes y opositores, se reciclarán
muchas imágenes (positivas o negativas) del pasado acumuladas durante su
historia. En tal caso, será interesante observar cómo al mismo tiempo que los
liberales se inventaron un pasado como “ilustrados” y portadores de la
“verdadera” ilustración para construir un futuro mejor, los jesuitas tendrán
que ser reinventados como precursores de la independencia y como “ilustrados”.
Esa “invención” comenzará a perfilarse a partir de la década de 1830,
precisamente cuando se libre una nueva lucha en las Cámaras por su
restablecimiento. En dicha tarea habrá sin duda muchos simpatizantes, pero
destacará entre todos la figura del historiador Carlos M. Bustamante, en
particular cuando tengan lugar los reconocimientos parciales o fugaces de 1843
y 1853. No obstante lo anterior, ya en plena dominación del régimen liberal, no
faltarán expresiones provenientes del campo enemigo elogiosas de la “escuela
jesuítica” de educación, valorada como un modelo ideal para hacer extensivo el
concepto de escuela universal propio del régimen republicano.23 Lo
cual no deja de ser paradójico.
De
nuevo en San Ildefonso
Basados en lo anterior, se puede
afirmar ex post
facto que los jesuitas retornaron en el peor momento. No
obstante, desde su óptica esta afirmación podría ser cuestionable ya que sus
sueños y expectativas eran regresar y obtener de nuevo el respeto y la
aceptación públicos. Pero es verdad también que la restauración de la “milicia
ignaciana” en 1814 se presentó cuando las monarquías y Europa ya no eran las
mismas de 1767. En el caso de la orden jesuítica, poderosa hasta antes de su
expulsión, retornaba ahora en un momento de pro funda inquietud e
incertidumbre y, sobre todo, de gran debilidad de la institución eclesiástica.
Lo único cierto es que su regreso se dio en los márgenes de la restauración de
la dinastía borbónica -personificada en el regreso del “deseado” Fernando VII
al trono en 1814-, la misma que unas décadas antes había decretado su
supresión. Este hecho ambivalente en cierto modo marcará su suerte en el
futuro.24
La restauración de los jesuitas se relaciona
con algunas fechas relevantes. El 19 de marzo de 1812 se promulgó la
Constitución política de la Monarquía española en Cádiz que, entre otras cosas,
circunscribió el poder político de los monarcas, desapareció el Tribunal de la
Inquisición y decretó la libertad de prensa. Sin embargo, tras la debacle del
emperador Napoleón en Rusia sólo dos años después, el 4 de mayo de 1814,
Fernando VII reasumió el trono de España. Lo primero que hizo fue disolver las
Cortes y anular la Constitución de 1812. Pocos meses después, el 31 de julio de
1814, fiesta de San Ignacio, resolvió restablecer la Compañía de Jesús en sus
dominios. El papa Pío VII ratificó la restauración de la orden el 7 de agosto.
Sólo un año después, el 30 de mayo de 1815 (conforme a un decreto de 29 de
mayo), los jesuitas fueron “repuestos” oficialmente en el orbe de la Monarquía
española, lo cual implicó la derogación del decreto de expulsión expedido en
1767 por Carlos III, abuelo de Fernando. Junto con los jesuitas Fernando VII
tuvo a bien restablecer el Tribunal de la Inquisición por decreto de 21 de
julio de 1815. Por eso, desde la perspectiva de sus adversarios, casi será
inevitable que se identifique su retorno con el estigma de la “reacción” o la
“restauración”, teniendo en cuenta la revolución liberal representada por las
Cortes de 1812 que le precedieron. Al restablecerlos en septiembre de 1815,
Fernando VII proyectaba convertirlos en un ariete defensivo en contra del
“liberalismo”. De hecho, ese mismo año emprendería una persecución de los
liberales españoles que atentaban contra la monarquía. Quien representaría esta
tarea en la capital de la Nueva España sería el arzobispo de México, Pedro José
Fonte,25 mismo
que avalaría su retorno oficializado en 1816. La paradoja inscrita en la forma
como se dio dicho restablecimiento estriba en que la misma casa dinástica que
los expulsó, por entender que podrían ser un obstáculo para emprender sus
reformas administrativas, ahora los necesitaba para luchar contra la anarquía.
Todavía peor, su regreso coincidió con la petición expresa del papa Pío VII a
los americanos (30 de enero de 1816) de no apoyar las luchas insurgentes
favorecedoras de las independencias.26
Hasta 1819 parecía que todo transcurría de
acuerdo a lo esperado. Si en mayo de 1816 había 15 jesuitas, entre sacerdotes,
escolares y coadjutores, para 1820 se había incrementado el número a más del
doble (39).27 Había
razones para el optimismo, incluso el movimiento insurgente había entrado en
una etapa de recesión. El 18 de diciembre de 1819 cuatro jesuitas se habían
desplazado a Puebla para retomar la Iglesia de la Compañía, entre ellos los
padres Ignacio Lerdo de Tejada28 -futuro
asistente del padre general Jan Phillip Roothaan- y Basilio M. Arrillaga,
ambos doctores en teología que habían concluido su noviciado el año anterior.29 En
ese contexto el padre provincial había solicitado al asistente general situado
en Madrid, el padre Zúñiga, que tramitara la revocación del decreto de
extinción de las cátedras jesuitas.30 Pese
a todo, en junio de 1820 comenzaron a aparecer nuevos signos de turbulencia que
exigían mantener una comunicación más expedita entre Madrid y México. Las
tropas españolas destinadas a Buenos Aires y capitaneadas por el coronel Rafael
de Riego se habían rebelado contra la orden del rey y proclamado el 1º de
enero de 1820 el restablecimiento de la Constitución de Cádiz de 1812, la cual
sería jurada por Fernando VII el 9 de marzo.
La información de Madrid comenzó a propagarse
en México apenas el 29 de abril, al tiempo que el virrey Apodaca trataba de
impedir que circulara, mientras los miembros de la Audiencia y el arzobispo
Fonte acordaban qué hacer. Entre tanto se iban formando juntas, unas para
aclamar la Constitución y otras -organizadas por el canónigo Matías de
Monteagudo y Agustín de Iturbide- para impedir su publicación, basados en
argumentos similares a los de la crisis de 1808: el rey estaba bajo presión y
por tanto había que remitirse para gobernar a las Leyes de Indias con
independencia de España.31
En la comunicación del padre provincial Pedro
Cantón con el padre Zúñiga, además de los informes sobre las actividades y
defunciones de los jesuitas, se advierten las preocupaciones por la información
que llegaba sobre las juras de la Constitución por el virrey el 31 de mayo de
1820 y las comunidades religiosas, incluida la jesuítica,32 que
obligaban a suspender muchas de las actividades programadas, como recibir una
nueva generación de novicios.33
El mes siguiente a la jura de la Constitución
por los jesuitas y religiosos, el arzobispo Fonte emitió un edicto el 16 de
julio, en el que mandaba respetar a todos sus ministros la orden de jura de la
Constitución que acotaba los poderes de la monarquía. Acatada por la cabeza de
la monarquía y al no tratarse de algo en contra de Dios, todos por igual debían
rendir obediencia a la “legítima potestad civil”. Por tanto, no cabía ninguna
posibilidad de resistencia o desobediencia por parte de los “ciudadanos”. Ante
todo, y poniendo de por medio la carta de san Pablo a los romanos, habría que
buscar la conservación de “la tranquilidad y el orden público”, en la medida en
que toda autoridad legítimamente constituida provenía de Dios. En ese sentido,
el rey y los representantes electos tenían que ser respetados por los
ciudadanos al ser funcionarios de Dios en la tierra.
El contenido del edicto es interesante porque
muestra el modelo deseable de la forma de gobierno. Para el arzobispo, la
“anarquía” (representada por el movimiento social disidente surgido de los
hechos del 15 de septiembre de 1808) será siempre más funesta que el
“despotismo”: “Es menos duro el capricho de uno que el de todos”. No obstante,
los eclesiásticos habrían de inclinarse siempre a favor de la reconciliación y
la concordia, y en ese sentido se debía prescindir “de los partidos opuestos y
relaciones personales”, ya que se era parte de “la sociedad civil”. Por eso
debía evitarse cualquier provocación. Asumido el respeto y salvaguarda de la
Constitución sólo quedaban dos aspectos a considerar: el primero, relacionado
con la desaparición del Tribunal de la Inquisición (incluidas sus
“temporalidades”), y el segundo, con la libertad de prensa. Respecto al
Tribunal, solicitaba de los curas parroquiales estar atentos para recoger de la
circulación todos los papeles subversivos que atentaran contra la fe, así como
para recibir de los fieles cualquier clase de denuncias, avisos o infracciones.
Debían funcionar, en ese sentido, como si fueran “Comisarios del Santo oficio”.
En relación con el segundo aspecto, recomendaba el uso del “ortodoxo y
admirable” Catecismo tridentino publicado por el papa Pío V (que preserva al
pueblo de la “falsa devoción” y cimienta “la verdadera”) para contrarrestar la
influencia de la circulación de los “libelos irreligiosos que ofenden la piedad
verdadera”. Advertía en seguida que no debía confundirse la verdadera libertad
“racional y honesta” con libertinaje o “licencia de hacer cuanto sugiriese el
capricho, o el ímpetu de las pasiones: y cada uno hallará los límites de su
libertad preciosa, al observar que gozando de lo mismo sus conciudadanos, no la
tienen para hacerle mal”. Los fieles debían precaverse de confundir el
significado amplio de los términos “libertad e igualdad” con el sentido
restringido dado en la Constitución, otorgado a “libertad civil e igualdad
política”. De tal modo que, en efecto, los ciudadanos eran “libres de toda
arbitrariedad y gravamen injusto, pero subordinado a la ley”. Asimismo, no
debía confundirse “igualdad política” con “igualdad absoluta”. En la relación
entre ricos y pobres se trataba del establecimiento de una igualdad respecto a
los actos que tuvieran que ver con la moral, con “sus propios vicios y
virtudes”.34
Seguramente el padre Cantón conoció este
documento que dictaba las reglas a seguir por los fieles ante las medidas
derivadas del restablecimiento de la Constitución de 1812. Para los jesuitas y
religiosos de otras congregaciones el problema se conectaba con una de las
implicaciones de dicho restablecimiento: la anulación de su propio
restablecimiento. Esta situación de desconcierto se transmite en la carta
enviada por el padre Cantón -sustituto en el cargo del padre Castañiza, fallecido
en 1817- el 23 de agosto de 1820: “No sabemos (debido al golpe de timón) cuál
será nuestra suerte. VR la sabrá antes que nosotros. ¡Ojalá y nos volviéramos a
juntar! Dichosos los Rusos que padecen por la justicia”.35 En
esa situación el futuro de la institución quedaba a merced de las decisiones de
los diputados en las Cortes. De ello eran conscientes las autoridades
jesuíticas en uno y otro lado del Atlántico.36 Cantón,
por lo pronto, suspendió cualquier decisión hasta no saber “la resolución de
las Cortes”.37
Las Cortes se reunieron en Madrid el 9 de
julio de 1820 con los diputados electos de cada una de las circunscripciones
del Imperio. El historiador jesuita Decorme nos dice al respecto que algunos
leales al “plan de la Profesa” (que retomaremos más adelante), vinculado
supuestamente con Iturbide, no llegaron a embarcarse, y otros arribaron cuando
ya se habían tomado las decisiones importantes, como la relacionada con la
supresión de los jesuitas. Entre los diputados a favor de la medida menciona a
Ramos Arizpe, Fagoaga, Michelena, Cortázar y Montoya, a los que se sumaron
después elementos más moderados identificados con la política jansenista.38 Fue
por medio de la Gaceta
del gobierno de Madrid de 15 de agosto de 1820 que los
jesuitas mexicanos se enteraron de que el Congreso de las Cortes había
“decretado otra segunda extinción de los jesuitas”, oficializada el 17 de
agosto de 1820.39
A partir de la publicación del decreto de
expulsión se conocen especialmente dos reacciones en forma de representaciones
en defensa de los jesuitas. La primera es del sonorense Juan Miguel
Riesgo, Justo
Reclamo de la América a las cortes de la nación,40 contraria
a la extinción en la que pone de relieve los grandes beneficios que produjeron
los jesuitas, sobre todo en la educación. La segunda es una larga disertación
acerca de por qué los jesuitas no debían ser suprimidos, publicada por un grupo
de ciudadanos poblanos a fines de 1820.41 Un
aspecto sustantivo que hace diferentes esta clase de reacciones en relación con
las de la expulsión de 1767 es que aparecen enmarcadas por la libertad de
prensa, por la que en teoría todo ciudadano tiene el mismo derecho para opinar
y debatir sobre las cuestiones públicas.42
En el escrito del sonorense Riesgo se destaca
a los jesuitas como educadores, humanistas, misioneros, exploradores y
fundadores de poblaciones: “Multitud de gentiles reducidos en las provincias de
Sonora, Sinaloa, y Californias” que dieron paso a la consolidación de la
Monarquía española en zonas fronterizas, sin dejar fuera su labor en el campo
de “las ciencias y de las artes: muchos españoles fueron sabios bajo su
dirección y enseñanza, y de la misma recibieron doctrinas para ser ciudadanos
útiles, buenos padres de familia y católicos verdaderos”. De ahí la
preocupación de que “el augusto Congreso de las Cortes haya decretado otra
segunda extinción de los Jesuitas”. Por esa razón solicita la revisión y
suspensión del decreto hasta no garantizar la presencia de los diputados
americanos que no pudieron llegar a tiempo. Se afirma además que de ninguna
manera los jesuitas representaban una amenaza para la Constitución. No se
entiende en consecuencia la campaña desatada en su contra por medio de “tantos
infamatorios libelos” hecha por “muchos aduladores detestables y otros
escritores […]”. Pone toda su confianza en sus “representantes”, jefes
políticos y autoridades eclesiásticas para que se suspenda la medida tomada.43 De
ahí emerge la inquietud acerca de si los diputados ante las Cortes
representaban o no los intereses de las mayorías, o si más bien éstos estaban
sujetos a otra clase de intereses particulares o corporativos. Además, en torno
a la cuestión de los jesuitas, se planteaba que los conflictos de la Península
no eran idénticos a los americanos.
La segunda representación toma en cuenta la
de Riesgo, pero proviene de Puebla, un lugar en el que los jesuitas tienen y
habían tenido mayor presencia.44 Tal
como se refleja en la correspondencia del padre Cantón, el tema de la
representatividad y legitimidad de los diputados americanos en las Cortes era
también la preocupación fundamental, que incluía la cuestión de la igualdad y
equidad en cuanto al número de representantes por cada continente.45 En
sus cálculos, por sólo 30 americanos participaban 150 miembros peninsulares.
Además se puntualizaba que los intereses de los “americanos” no coincidían del
todo con los de los “peninsulares”. Eso se veía, por ejemplo, cuando se
discutía sobre fomento y adelantamiento de fábricas de algodones y sedas en
crisis, frente a los apoyos que recibían los catalanes, valencianos, murcianos,
malagueños y otros. “Lo mismo debe afirmarse con respecto a las fábricas de
tejidos de lanas de las dos Castillas, del lino de Galicia y de los vinos de
Andalucía”. Aun cuando los representantes americanos escribieran y discutieran
como si fueran unos “Demóstenes” en el estrado, desde el principio estaban en
desventaja numérica. Además, estaban de por medio las tentaciones desplegadas
allá a sus representantes, sabiendo que no todos eran “héroes para prescindir
de los intereses personales y de los respetos humanos, los que casi nunca son
compatibles con el puesto de la representación nacional: de aquí es que
[tengan] un prudente recelo de que la firmeza pueda claudicar atendida la
fragilidad de los hijos de Adán”. Incluso los americanos residentes en España
habían dejado de representar a los americanos porque habían dejado de ser
“vecinos”, pues ya no valía el solo hecho de haber nacido acá. Así la falta de
representatividad era “un defecto insanable para la legislación de ultramar,
que intentará darse en las Cortes de este año […]”.46
Respecto a la defensa de los jesuitas salta a
la vista también que entre americanos y peninsulares existía otra clase de
reclamaciones que seguramente tendrán su parte en los sucesos de 1821. Los
jesuitas y sus defensores argumentaban no sentirse representados por quienes
expidieron un decreto de extinción que se hacía extensivo a otras
congregaciones hospitalarias como las de los betlemitas, juaninos e hipólitos.
Establecimientos, se dice, que eran tan necesarios y útiles a “estos países”.
Consideraban que llevar una medida antipopular “contra la opinión nacional”
podía ser muy peligroso y arriesgado, expuesto “a causar tumultos, porque como
el pueblo no es una comunidad religiosa habituada o acostumbrada a sufrir la
estrechez de la obediencia, se resiente mucho de la violencia que se hace a sus
deseos, porque conoce que se obra prácticamente contra la voluntad general, y
si no que lo digan cuantos leyeren estos nuestros sentimientos”. Así, la
voluntad de las Cortes no necesariamente representaba la “voluntad de la
Nación”, y era en ésta donde residía propiamente “la Soberanía”, “de cuyo
ejercicio todavía no [tenía] una idea cabal y clara”.47 Conforme
la decisión se alejaba de las expectativas americanas, iría creciendo la
animadversión y caricaturización entre los dos bandos, en la que ya no sólo
estaba la cuestión jesuítica, sino también la de los “americanos”. De un lado,
la secta de los enemigos de los jesuitas cuyo “patriarca principal” era
Voltaire, y del otro, los amantes de la “Religión Cristiana”.
La comunicación de los poblanos en principio
estaba dirigida al virrey Apodaca, “Gefe
superior político del reino”, a quien consideraban ser un
individuo piadoso, no inclinado al servilismo, de trato afable y generoso.
Asimismo los poblanos se consideraban no ser aduladores ni tampoco dados a infamar;
para ellos un aragonés era igual que un mexicano. Aunque “malos cristianos”, se
declaraban “buenos católicos”. El comunicado estaba firmado por 1 427
individuos seglares, no clericales, “en el ejercicio de los derechos de
ciudadanos”, y que agrupaba representantes de todas las clases sociales:
comerciantes, milicianos, jefes políticos, empleados, letrados, artesanos y
gobernadores de las repúblicas de indios.48
De la elaboración de esta representación
poblana disponemos del testimonio de uno de los jesuitas de Puebla que escribió
al padre provincial para ponerlo al tanto del apoyo recibido por los poblanos.
El 15 de diciembre de ese año de 1820 le comunica que la iniciativa había
surgido de un “europeo sin letras”, quien se ocupó del trabajo de edición hasta
entrada la noche. Realmente, añade, él mismo no esperaba una respuesta tan
amplia después de correrse la voz, destacando la generosidad de los notarios
(escribanos) que gratuitamente certificaron el documento. Además de la
publicación, había promovido dos novenarios de misas cantadas en la iglesia de
Santa Rosa “por nuestra Conservación”. Y para el día 18 se había programado en
la iglesia jesuita una misa para celebrar el aniversario de su llegada. Además
le comentó que se dirigiría personalmente a los dos jefes, eclesiástico y
civil, para convencerlos de la causa jesuítica. Todo se había hecho y se haría
tomando todas las precauciones posibles, tratando de no provocar o insultar a
las autoridades del gobierno. El promotor de la causa le prometió personalmente
que evitaría que el pueblo tomara las armas para protestar. Habría que tener
cuidado, por ejemplo, con el repique de las campanas para que no se hiciese
demasiado ruido en el “vecindario” al momento de su salida, sin que fuera
difícil que estuvieran “comprometidos los serenos, los guardas de garitas y
algún campanero de la Parroquia u otras Iglesias”. Como medida de precaución,
añade el jesuita, estaría pensando en tomar el camino de Acolman para dirigirse
a México, etcétera.49
Sin duda, la comunicación da idea del temor a
que se desataran “conmociones populares” al tiempo que se intentaba mantener la
“obediencia al legítimo gobierno” según lo establecido por el arzobispo Fonte.
Pero también se manifiesta el grado de simpatía que podían tener los jesuitas
en el medio en el que desempeñaban sus actividades.
No obstante, la orden de exclaustración tan
anunciada y temida finalmente llegaría a principios de enero de 1821. Por bando
del virrey Apodaca se hizo público el mandato expedido el 16 de septiembre de
1820, fechado en Madrid dos días después, en el que se daba a conocer el
decreto de las Cortes del 17 de agosto de 1820, por el que se suprimía la
Compañía de Jesús en toda la Monarquía española, lo cual implicaba el regreso
de todas las temporalidades o bienes de los jesuitas al crédito público.50 En
ese sentido, la publicación de esta medida por la autoridad máxima del
virreinato, el 23 de enero de 1821, hará efectiva la nueva supresión de los
jesuitas.
Según se nos cuenta, ese día los jesuitas
salieron e hicieron entrega del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo y del
seminario de San Ildefonso al rector nombrado por el virrey, doctor Simón de la
Garza. En relación con el modo como se efectuó el acto se tienen dos versiones,
la de Carlos María Bustamante y la de Mariano Dávila. La diferencia radica en
que mientras en la primera se alude a haberse realizado con violencia, en la
segunda, la operación se hizo en forma pacífica y civilizada. Bustamante
dramatiza, quizás recordando los relatos de la expulsión de 1767, mientras
Dávila se respalda en el hecho de haber sido testigo de lo ocurrido, ya que
como novicio se encontraba en el Colegio de San Pedro y San Pablo. Testifica que
no intervino la fuerza armada.51 Al
día siguiente el provincial fue recibido en el Hospicio de San Nicolás de los
agustinos descalzos. Por su parte los jesuitas del Colegio de Puebla salieron
para México el mismo día 23 de enero. El Colegio de San Gregorio fue entregado
desde la noche del 22 al presbítero Juan Francisco Calzada, su antiguo
capellán. Un mes después regresaron los jesuitas de Durango. En total el número
de los jesuitas exclaustrados de los tres colegios era de 38, tomando en cuenta
el fallecimiento del padre Márquez: 17 sacerdotes: 5 profesos de cuatro votos,
7 novicios que habían hecho los primeros votos o del bienio y 5 que estaban todavía
en el noviciado; 8 escolares de los cuales 3 eran aún novicios y los demás
hermanos coadjutores, de los cuales sólo tres habían completado la primera
probación.52
En la relación de Dávila y en la de
Bustamante se conectan los sucesos de los días 22 y 23 de enero con los del 2
de febrero de 1821, día en el que el coronel Agustín de Iturbide, amparado en
el Plan de Iguala, proclamó la independencia de la Nueva España. Entre las
razones del levantamiento estaba supuestamente “la indignación que a todos los
sensatos había causado la supresión de las religiones hospitalarias y de la
Compañía de Jesús, por cuya razón todos conjeturaban que apenas el Sr. Iturbide
pondría victorioso el pie en México, esas órdenes serían restablecidas”.53
El
año de la Independencia
Poco antes de morir, el historiador Lucas
Alamán difundió la versión de las reuniones que tuvieron lugar en la iglesia de
la Profesa (propiedad de los jesuitas hasta antes de la expulsión de 1767 y que
luego pasó a manos de los oratorianos) en las que presuntamente se fraguó (se
“conspiró”) el plan de independencia. En ese local se reunirían a partir del
mes de noviembre de 1820 un grupo de notables civiles y eclesiásticos
encabezados por el canónigo Matías de Monteagudo, el mismo que había
acaudillado la revuelta contra Iturrigaray en 1808. Muchos de ellos integrarían
después la Regencia o Junta Gubernativa del Imperio de Iturbide. No es difícil
imaginar que este grupo gozaría de las simpatías del Marqués de Castañiza,
obispo de Durango y amigo de los jesuitas. Uno de los temas que discutirían en
aquellas reuniones se relacionaría con las decisiones de las Cortes respecto a
la supresión de las órdenes religiosas y al fuero eclesiástico. Por tanto, el
restablecimiento de la Constitución liberal de Cádiz sería valorado como una
gran amenaza para la defensa de la “Religión”. Resultado de dichos encuentros
sería el entrar en contacto con el coronel Iturbide, miembro del ejército
realista, y se proyectaría lo que contendría en esencia el Plan de Iguala,
manifiesto general enfocado a romper los lazos políticos con España por haber
quedado ésta en poder de los liberales. Por eso, en principio se trataría de
restaurar una vez más la monarquía presidida por Fernando VII, pero con la
posibilidad de que el trono imperial esta vez se trasladara a México, donde
encontraría sus más leales vasallos, y así dar continuidad y legitimidad a la
casa de los Borbones. Tal sería el plan original que, como sabemos, tomaría
otro sesgo al recibir la negativa del monarca al ofrecimiento, y verse obligado
Iturbide circunstancialmente a proclamarse como monarca imperial mexicano.
Hasta aquí sería la versión de Alamán suscrita en su publicación de 1852,
avalada, dice él, por lo que habría escuchado de boca del jurista José Bermúdez
Zozaya y otro conocido (el Sr. Edoardo), ambos conocedores directa o
indirectamente de aquellos acontecimientos. Así, basado en estos testimonios se
hablaría de la “conspiración de la Profesa”, versión que a finales del siglo
XIX se encontraba ya canonizada por la historiografía oficial y que seguiría su
travesía exitosa a lo largo del siglo XX.54
Ahora bien, Alamán no era ingenuo al advertir
enseguida a sus lectores que en absoluto era fácil fijar con toda certeza la
verdad de lo que realmente sucedió, debido a que los mismos actores se habían
guardado de hacer públicos sus “secretos”, o bien porque habían hecho
desaparecer documentación comprometedora. Además estaba convencido -y en eso era
indiscutiblemente moderno- de que lo que en general ocurría no siempre sucedía
de acuerdo con los planes e intenciones proyectados por los actores. Con lo
cual él mismo abría la duda acerca del modo como pudo haberse presentado la
conexión entre la nueva “injusticia” cometida contra los jesuitas y la
consumación de la independencia mexicana.55
Desde otro ángulo, podría entenderse también
la versión difundida por cronistas contemporáneos, en el sentido de que la
supresión de la Compañía de Jesús en 1820, respaldada en la Constitución de
1812, fue uno de los motivos principales -como reacción al decreto en defensa
de los jesuitas- que impulsaron a muchos de sus protagonistas a proclamar la
independencia de México. En tal sentido los jesuitas exclaustrados podrían
haber visto favorablemente la iniciativa de Iturbide alrededor del Plan de
Iguala (24 de febrero de 1821) y los Tratados de Córdoba (24 de agosto de
1821). De hecho, entre los artículos del Plan había alguno que establecía la
conservación del “clero secular y regular” en “todas sus fuerzas y
preeminencias”.56 No
obstante, en la apuesta jesuítica por la independencia podría haber un aspecto
paradójico: el grupo que ahora apostaba por el restablecimiento era el mismo
que se había opuesto a la autoridad legítima del virrey en los sucesos de 1808.
Sólo que en vez de defender al monarca por haber sido secuestrado por los
franceses, ahora se le veía secuestrado por las fuerzas liberales españolas
“afrancesadas”.57
Sea lo que sea, para los jesuitas estos meses
estuvieron marcados por la incertidumbre y el desconcierto. Es bastante
probable que los jesuitas -ahora fuera del orden legal y sin posibilidad de
vivir en comunidad- apostaran por la independencia de España en la medida en
que Madrid había quedado bajo el control de los liberales. Con esta preferencia
esperarían poder obtener un reconocimiento por parte del nuevo gobierno,
situado a una relativa distancia de los liberales, defensores de la
Constitución de Cádiz, pero con la voluntad al mismo tiempo de establecer por
primera vez un régimen político propiamente “mexicano”. No deja de ser curioso
que fueran ellos los hacedores de la independencia, en alianza con las fuerzas
que quedaban de los insurgentes de 1810, y no propiamente los liberales. Dentro
de este entramado político los jesuitas ponían su esperanza en su pronto
restablecimiento apoyados en uno de los artículos del “reglamento provisional
político del Imperio Mexicano” del 18 de diciembre de 1821. Tras declarar la
abolición de la Constitución española y que los súbditos de la nueva nación
profesarán “la religión católica, apostólica, romana con exclusión de toda
otra”, se reiteraba lo suscrito en el Plan de Iguala: “El clero secular y
regular, será conservado en todos sus fueros y preeminencias conforme al
artículo 14 del plan de Iguala”. Por tanto, “para que las órdenes de jesuitas y
hospitalarios puedan llenar en procomunal los importantes fines de su
institución, el Gobierno las restablecerá en aquellos lugares del Imperio en
que estaban puestas, y en los demás en que sean convenientes, y los pueblos no
lo repugnen con fundamento”, etcétera.58
No deja de ser extraño lo que vino después,
cuando los jesuitas enfrentaron grandes dificultades para obtener su
restablecimiento. Bajo el Imperio de Iturbide la decisión no recaía más en las
Cortes españolas sino en la Junta Gubernativa del Imperio mexicano reunida a
partir de noviembre de 1821. La sección de la Junta encargada de los asuntos
eclesiásticos estaba formada, entre otros, por los bachilleres José Manuel
Sartorio, Francisco Severo Maldonado y José Manuel Monteagudo, y presidida por
el canónigo Miguel Guridi y Alcocer. Sin embargo, tras una discusión acalorada
en las sesiones del 13 al 15 de noviembre, los elegidos decidieron posponer la
resolución acerca de su restablecimiento al declararla un asunto no urgente a
revisar. Esta resolución no se modificaría aun cuando aparecieron signos de
inconformidad por parte de un sector de la ciudadanía.
A pesar de que los ahora exjesuitas podían
moverse entre amigos y potenciales simpatizantes y de la independencia de
España, al revisar las Actas de las sesiones del Congreso se observa la
intención de demorar la resolución; al parecer la razón de esto es que
continuaba vigente la decisión establecida durante el régimen político anterior
al de la independencia. De esta anomalía se da cuenta en una protesta de dos
ciudadanos poblanos que hicieron llegar a la sesión 5ª del 16 de marzo de 1822.
Antonio Bandini y Francisco Ponce enviaron una representación que aquel
vecindario hacía al Congreso Constituyente sobre la restitución de los
jesuitas, en la que los diputados acordaron simplemente contestar que se daban
por enterados.59 Casi
al mismo tiempo se publicó una réplica contraria a dicha representación llegada
desde Veracruz.60 Estas
dos expresiones son sólo algunas señales de la aparición en la prensa de 1821 y
1822 de una copiosa literatura jesuítica y antijesuítica, en la cual sobresale,
entre otros, Fernández de Lizardi y en la que no podemos extendernos ahora.61
A partir de dicha “irresolución” en el
Congreso se puede decir que se reinicia propiamente una confrontación
periodística entre los amigos y los detractores de los jesuitas. Una lucha
entre quienes defendían, por ejemplo, que con los jesuitas la Iglesia perdía su
“ojo lúcido” y desaparecía el muro de contención contra la irreligiosidad
creciente,62 por
lo cual se requería su restablecimiento,63 quienes
los veían como representantes del “retroceso”,64 haciendo
publicar materiales anteriores a la expulsión de 1767, cuyo número se
incrementará a partir de la década de 1830.
Al incluir el diario de las sesiones del
Congreso, en la versión de Dávila se nos dice que fueron los “ilustrados” los
que se opusieron al restablecimiento de los jesuitas, no obstante el deseo de
“la nación entera”. En su opinión eran tres los factores que explicarían el
fracaso de la resolución: primero, que los amigos de los jesuitas no estaban acostumbrados
a las “fórmulas parlamentarias, sistema enteramente nuevo entre los mexicanos”
y, así, sus enemigos “se valieron de esa impericia para enredarlos en sus
mismos hilos, desnaturalizar la cuestión y obtener el triunfo de sus ideas”; la
segunda, que en la sesión del día 13 de noviembre la votación quedó empatada, y
con todo se insistió en la negativa; fue una votación irregular, fraudulenta.
La tercera razón es que el partido antijesuita retornó a los viejos argumentos
borbones del relajamiento de los regulares. Y concluye: “No puede negarse que
el ardid fue ingenioso, y mucho más con otras travesurillas parlamentarias que
ocurrieron […]”.65
Ahora bien, conforme se enfriaba la solicitud
de reinstalación y el Imperio de Iturbide se desplomaba por la asonada de
Antonio López de Santa Anna dando lugar al federalismo republicano de 1824,66 el
tema de los jesuitas se fue desviando crecientemente hacia la cuestión de la
venta y subasta de las temporalidades o bienes y edificios del instituto
religioso, como los colegios y misiones en diferentes capitales de los estados
como Chihuahua, Querétaro, San Luis Potosí, Puebla, Guadalajara y las
Californias.67 La
llegada al gobierno del bando opositor al de Monteagudo e Iturbide -con
reminiscencias de los hechos de 1808 desencadenantes de la rebelión de Hidalgo
y fray Servando- fue valorada en 1824 como una “segunda revolución”, surgida en
1820 con el restablecimiento de la Constitución de 1812.68
Como se mencionó, Iturbide no deja de ser
también una figura paradójica. Llega al trono casi por accidente. Ofrecido el
trono a Fernando VII y rechazado por éste, se abrió la vía para buscar una
solución al conflicto, no a la “española” sino a la “mexicana”. En ese sentido
la independencia fue un regalo inesperado que dejó a los jesuitas en una
encrucijada. Ya con Iturbide esperaban conseguir su rehabilitación con la
anulación de la medida derivada de la Constitución de Cádiz. Sin embargo, al no
depender ya la decisión exclusivamente de Iturbide, los jesuitas también
quedaron al arbitrio de los parlamentarios. Pero Iturbide no sólo no dio
entrada al restablecimiento jesuítico sino que tampoco lo hizo en relación con
el Patronato Indiano. Este segundo aspecto, como se sabe, marcará en buena
medida el futuro de las relaciones conflictivas entre la Iglesia y el Estado.69
En efecto, el ahora exjesuita Basilio M.
Arrillaga, que había regresado de Puebla a México después del anuncio de la
extinción en 1821, se puso a las órdenes del arzobispo Fonte y, ya como miembro
de la Junta Eclesiástica, el 24 de noviembre de 1821 cuestionaría a la Regencia
del Imperio haber suprimido el Patronato Eclesiástico,70 que
influía directamente en las relaciones entre la nueva entidad política y Roma71 y
afectaba también a la posibilidad del restablecimiento jesuítico.
Uno de los artífices de este nuevo frente en
disputa -antagonista de Arrillaga en el futuro- fue el antiguo estudiante y
colaborador del Colegio de San Ildefonso, José María Luis Mora. Al referirse a
la situación del enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado de 1825 adoptó una
posición galicana en el sentido de favorecer la formación de una iglesia
mexicana que restara poder económico a Roma. Sostenía que la Iglesia había
mezclado en exceso los intereses espirituales con los temporales. Además, so
pretexto de la religión se había inmiscuido en los asuntos internos
pertenecientes a las naciones. En esas relaciones México tradicionalmente había
salido perdiendo. Con la independencia su primer error fue nombrar al obispo
Francisco Pablo Vázquez ministro plenipotenciario en Roma, un eclesiástico a
todas luces favorable a las pretensiones de la curia romana, y por tanto
dispuesto a sacrificar los intereses nacionales.72 Ya
en Roma, Vázquez, por su parte, habría encontrado en el exjesuita Ildefonso
José Peña (1798-1869) -veracruzano y novicio jesuita en 1816- a su confidente y
aliado.
Fue en ese contexto que el papa León XII
expidió una encíclica en 1825 en la que exhortaba a las naciones
independientes a regresar al yugo de Fernando VII, pieza diplomático religiosa
controvertida que naturalmente generaría reacciones encontradas.73 En
ese sentido el litigio en torno al restablecimiento de la orden ignaciana
crecientemente pasará también por el filtro de la creación de los nuevos
nacionalismos, enmarcados por la lucha entre las luces de la Ilustración y las
sombras del oscurantismo o del fanatismo religioso.
La nueva situación política significó para
los jesuitas, en primer lugar, no poder congregarse más en vida comunitaria. Es
decir, vivir en una suerte de diáspora y dispersión interior de sus miembros,
sólo conectados mediante la comunicación con el padre provincial, Pedro Cantón.
Por uno de sus informes enviados a Roma sabemos, por ejemplo, que en 1826 había
18 jesuitas activos, algunos ya mayores como los padres Plaza y Lyon, y otros
más jóvenes de la “nueva Compañía”, y sólo un hermano coadjutor.74 De
este número se puede inferir que tras la extinción pudo haber algunos que
decidieron no continuar. En segundo lugar, que después de 1821 y tras la
ocupación de sus “temporalidades”75 por
el gobierno, cada uno de sus miembros tuvo que arreglárselas para hacerse de
fondos por medio de algunas capellanías como clérigos seculares. Debido a esta
situación anómala, al parecer los ahora exjesuitas recibirían “licencias
amplias” para sus gastos y actividades, aunque guardando los votos religiosos y
las reglas básicas de la institución jesuítica. Sin embargo, se presentarían
algunos casos excepcionales, como el del padre Blas Perea, ecónomo de la
provincia, que se dedicaría de lleno a la labranza de la tierra para apoyar la
economía de su parentela.76
En los siguientes años habrá algunos
exjesuitas que tendrán bastante notoriedad pública, como los padres Arrillaga y
Olaguíbel en la ciudad de México, y Gutiérrez del Corral en Puebla, así como
Francisco Mendizábal -licenciado en cánones por la Universidad de México y
abogado de la Real Audiencia, que en 1818 tenía 32 años-, que sucederá a partir
de 1834 al padre Cantón como provincial. Otros se situarán en Roma, como el
mencionado padre Peña y el padre Ignacio Lerdo de Tejada, quien había hecho sus
primeros votos el 3 de enero de 1819, siendo ya doctor en teología por la
Universidad de Granada y experto en lengua griega. En algún momento un par de
exjesuitas estuvieron a punto de trasladarse a la provincia de Buenos Aires en
la década de 1840. Por tanto, después de la extinción procederán como
“exjesuitas” pero, como el padre Cantón lo señala, se comportarán como jesuitas
ante la mirada de los demás.77
En particular se destaca la figura de
Arrillaga -doctor en cánones por la Universidad de México (10 de julio de
1813)-, quien ya siendo clérigo y diácono de la arquidiócesis de México ingresó
a la orden el 28 de julio de 1816 e hizo sus primeros votos el 31 de julio de
1818. Ya con 30 años de edad, después de 1821, a la vez que fungía como asesor
jurídico en asuntos canónicos del cabildo catedralicio se convirtió en el
principal publicista defensor de los derechos e intereses de la Iglesia. Como
jesuita exclaustrado será su representante más conspicuo en los debates
públicos nacionales. Esta posición le permitiría más tarde, en la década de
1830, ocupar un escaño en la Cámara de Diputados. Con la llegada, a mediados de
diciembre de 1834, del nuevo gobierno opositor fueron electos como senador el
padre José Rafael Olaguíbel (hasta su fallecimiento prematuro el 29 de
septiembre de 1836) y como diputado el padre Arrillaga por el Distrito Federal,
creado a fines de 1824.78 En
ese contexto, instalado el Congreso a principios de 1835, el oficial mayor del
Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, Joaquín de Iturbide (“católico
liberal”), presentó una iniciativa que derogaba la ley de provisión de curatos
del 17 de diciembre de 1833 y suponía la vigencia del Patronato. En este caso
las nuevas cámaras eran hijas del Plan de Cuernavaca.79
1833 fue un año álgido. El 30 de marzo López
de Santa Anna fue presidente por primera vez y Valentín Gómez Farías
vicepresidente. El 1º de abril Texas solicitó su separación de
Coahuila. El 3 de abril se fundó la Sociedad Mexicana de Geografía y
Estadística. Mora fundó el Partido del Progreso. Ese año murió Fernando VII y
subió al trono Isabel II bajo la regencia de su madre, María Cristina. El 21 de
mayo ambas cámaras decretaron que el patronato residía en la nación, por lo
cual se exigiría juramento a todos los prelados y superiores de ambos cleros.
El cabildo catedralicio acudió a Arrillaga. Gómez Farías suprimió la
Universidad donde enseñaba Arrillaga, anuló la coacción civil para el pago de
diezmos y el cumplimiento de votos religiosos, y el 17 de diciembre expidió la
ley sobre la provisión de curatos por el Gobierno. El cabildo metropolitano
reaccionó y el 30 de diciembre convocó a una reunión en la mitra incluyendo a
Arrillaga. El 29 de abril de 1834 Santa Anna volvió a asumir la presidencia y
Gómez Farías fue desterrado a Nueva York. Fue entonces, el 25 de mayo de 1834,
cuando Santa Anna lanzó el Plan de Cuernavaca. Durante las elecciones de
diciembre de ese año Arrillaga fue elegido diputado por el D. F. El Congreso,
antes liberal jacobino, fue ocupado por el bando contrario. Más tarde se verá a
Arrillaga participando en la elaboración de las Siete Leyes Constitucionales
(1836) y las Bases Orgánicas (1843).
Este vuelco político generó el resurgimiento
de la cuestión del Patronato Indiano y la posibilidad del restablecimiento de
los jesuitas y las órdenes hospitalarias. Es decir, se crearon las condiciones
para que de nuevo germinara un clima favorable al jesuitismo, pero igualmente a
su contraparte. Como se lee en El
Fénix de la Libertad de principios de 1834: “La religión
jesuítica causa imponderables males al estado; auxilios para que esta peste se
corrija”. O bien en otros números en los que se condena que los eclesiásticos
tomen parte en los asuntos temporales. O cuando se publica el decreto expedido
por el congreso general ordenando que se cedan “en los estados los edificios
que fueron conventos, colegios y oratorios de los exjesuitas, y que se hallan
situados dentro de sus respectivos territorios, no estando legalmente
enajenados”.80
Precisamente en 1834, el ahora provincial
jesuita, Francisco Mendizábal, le escribía al superior general P. Roothaan sobre
el cambio de gobierno que hacía correr el rumor de la suspensión del decreto de
las cortes españolas del año 20.81 Unos
meses después le consultaba sobre cuál sería la mejor manera de llevar adelante
el asunto en caso de hacerse efectiva la idea de restablecer las misiones en la
Alta California u otros ofrecimientos para abrir algún colegio, como en el caso
de un ciudadano de Toluca.82
En forma paralela, el historiador Carlos M.
Bustamante, respaldado también por la llegada del nuevo gobierno, se dio a la
tarea de editar obras de algunos jesuitas del exilio en suelo italiano. Así,
por ejemplo, en septiembre de 1835 difundió el testimonio del exjesuita poblano
Antonio López de Pliego sobre “el modo con que entraron y salieron los padres
jesuitas de la Provincia de México, e idea del viaje de uno de éstos a Italia,
en que describe las costumbres de aquel país”.83 En
su presentación Bustamante acentuaba el espíritu patriótico puesto a toda
prueba del jesuita “desterrado inocente”, algo que no deja de impresionar “en
el corazón del que las oye, interesando a su favor a las almas sensibles”. En
ese sentido la lectura de su introducción es un canto al sentimiento nacional,
y más cuando en esos días, escribía, los extranjeros no dejaban de burlarse de
la patria. “Para reprimir, pues, en alguna manera este desmán, y que tengan mis
paisanos un texto exacto con qué acallar tan injustas murmuraciones, me ha
parecido presentarles este viaje en lo conducente a tal objeto.” Al mismo
tiempo llama la atención sobre el talante humanista y profundamente
civilizatorio (“cuando no solo se humanaron con los gentiles de Californias
para hacerlos hombres, y después cristianos, sino que hicieron cosa que conmueven
el corazón más frío […]”) de aquellos jesuitas expulsados injustamente por
Carlos III. Ahí aparecen algunos de los nombres clásicos del padre Salvatierra,
Clavijero, Abad, Landívar y Cavo.84
Poco después, en 1836, Bustamante preparó la
edición del manuscrito del exjesuita Andrés Cavo.85 Inflamado
igualmente de espíritu nacionalista comenta que Cavo ofrece a sus
“conciudadanos una historia completa” de lo ocurrido “en esta República durante
el gobierno Español de trescientos años y diez y siete días”. Por una feliz
casualidad había caído en sus manos esa “historia autógrafa” escrita en Roma,
de la cual tenía noticia por su hermano Lorenzo Cavo, con la que el sabio
jesuita “recordaba a su querida Patria sin cesar”. Bustamante la retomó hasta
el momento de la expulsión y él mismo la había continuado hasta la entrada del
Ejército Trigarante a la ciudad de México. Habiendo sido una empresa ardua
decidió respetar el estilo y sólo corrigió alguna palabra menos castiza.
Ofrecía la obra a los “buenos Mexicanos” que habían hecho posible la edición, a
quienes miraba como “verdaderos patriotas, amigos de la gloria de la Nación, y
protectores de su bella literatura”.86
Bustamante no fue el único publicista en
hacer elogio de los jesuitas en ese momento. Indirectamente su defensa está
también presente en uno de los escritos rivales: en la interpretación de la
historia reciente de México que publicó Mora en 1836.87 En
particular, en el tomo II se dibuja a los jesuitas como precursores de la
independencia. En este caso Mora se refiere al descontento popular originado en
las medidas de Carlos III que condujeron al “extrañamiento” de los jesuitas:
Las dificultades pues de extrañar a los
jesuitas eran muy grandes en España, pero incomparablemente mayores en un
pueblo teocrático como el de México, que por la profunda ignorancia en que se
le había tenido, lejos de hallarse en el caso de conocer las ventajas de esta
medida, no podía menos de advertir el inmenso hueco que iba a resultar en la
educación pública, en las misiones, en el culto, y en otras muchas cosas,
algunas de importancia real y otras de ficticia, por el extrañamiento de una
orden que para todo se había hecho y se reputaba necesario, y bien o mal lo
desempeñaba todo.88
No obstante, Mora también incluyó en su
argumentación la supuesta ambición de los jesuitas de pretender acaparar toda
la educación. De tal modo que a la par del elogio se mantenía la leyenda negra
antijesuítica, como la estrofa satírica aparecida en forma de salmo paródico
republicano: “Fue llevado Buenrostro entre
filas hasta Puebla. El alma nos ha de arder si cantan victoria los hijos
de Loyola”.89 O
aquella otra descalificación sarcástica: “A otro perro con ese hueso, porque yo
no creo mucho en las lágrimas de los jesuitas. A lo menos uno que conozco está
tan gordo, tan contento, y tan bien puesto en cuanto a la pecunia, que ni una
lágrima ha de derramar, a no ser que tome una libra de rapé”.90
Hacia
el nuevo “restablecimiento”
El provincial Mendizábal, un día antes de
fallecer, el 20 de mayo de 1841, envió una representación formal al Congreso
solicitando el restablecimiento.91 En
este comunicado se menciona lo injusta que fue la supresión de 1821, a la vez
que muestra su extrañeza de no haberse corregido dicha injusticia con la
independencia;92 más
aún, conociendo que la orden había sido reconocida por otros sitios como
Estados Unidos, España o Colombia y Buenos Aires. Asimismo planteaba a los
congresistas que, dejando atrás el pasado, los jesuitas podían ahora
perfectamente colaborar en la formación de ciudadanos conscientes de sus
deberes y obligaciones, y proporcionar una educación integral en todos los
niveles93 y,
además, cubrir áreas misionales en las Californias, trabajar con los apaches y
tarahumaras, y contener las correrías de los comanches y nayaritas y “todas las
tribus innumerables que pueblan aquellas regiones […]”. Ese era el plan que
proponía “para hacer la felicidad y la gloria de los pueblos del Anáhuac”.94 Concluía
solicitando un voto de confianza: “Créame, no somos tan malos como nos pintan
nuestros enemigos”.95
Al fallecer Mendizábal fue relevado en el
cargo como viceprovincial por el padre Arrillaga, quien en ese momento fungía
como senador de la República por México, Puebla y Oaxaca para el periodo
1838-1841.96 Un
día después, el 22 de mayo, Bustamante se pronunció abiertamente a favor de la
restauración jesuítica.97 Se
presentaba como alguien que de joven había recibido la influencia antijesuita
y, pasados los años, con la experiencia y la lectura imparcial, había pasado de
ser impugnador a panegirista. Había podido reconocer que una cosa eran los
hechos y otra lo que se decía de los jesuitas. Por ese motivo había recolectado
176 firmas de católicos respetables encabezados por los obispos José María de
Jesús Belaunzarán, Joaquín de Madrid y Antonio Campos para solicitar la
reposición de los jesuitas. Cuando ya la tenía redactada y en prensa se había
enterado de la propuesta de Mendizábal con idénticas proposiciones y, no
obstante, decidió hacerla llegar al Congreso por medio de tres diputados.
Por su parte, el padre Arrillaga había
restablecido la comunicación con su antiguo condiscípulo Ignacio Lerdo de
Tejada, asistente del general en Roma. Le comenta que en México “las cosas
políticas” siempre estaban “en peligro de turbarse”, y con ello las cosas
religiosas “sin ir a peor” no mejoraban.98 Seis
meses después le informaba del fallecimiento de Mendizábal y de su
nombramiento, así como de la solicitud presentada ante el Congreso, la cual ya
no le había dado tiempo de corregir en algunos pasajes inconvenientes o un
tanto ingenuos, pero no lo había hecho también porque como congresista su
situación era bastante delicada, aunque para su sorpresa luego Bustamante se le
había adelantado con la exposición “firmada por muchos ciudadanos”.99
La reacción a dichas representaciones no fue
completamente favorable. Arrillaga menciona el apoyo del ministro del interior
(“Ximénez”), excatedrático en el colegio de Puebla, quien no le había dado
curso a la solicitud amedrentado seguramente por las críticas hirientes de
algún periódico o por no estar completamente de acuerdo con lo expuesto por
Mendizábal. Finalmente la propuesta fue asumida por cuatro diputados. Pero casi
al momento de ser discutida a principios de junio se desató nuevamente la
reacción en su contra por los liberales denunciando
[…]el despotismo de N. P. General la
subordinación de los Jesuitas mexicanos a un extranjero, y riqueza futura de la
Compañía, cuya proximidad infieren del mismo hecho de haberse propuesto por el
Padre Mendizábal, que nos restablezcan, aunque sea sin darnos los antiguos
bienes.100
En efecto, a partir de junio aparecieron en
la prensa numerosas reacciones a favor y en contra de los jesuitas. El Cosmopolita reeditó
el “Breve de la extinción de la Compañía de Jesús del papa Clemente XIV” de
1773. Juan Suárez Navarro, alumno del extinguido Instituto de Ciencias y Artes
de Jalisco y quien se dice pensar como Jovellanos sólo en su patria “no en sus
intereses partidistas”, publicó Juicio
crítico sobre el restablecimiento de la Compañía de Jesus o investigaciones
filosófico políticas, sobre si conviene en las presentes circunstancias
reponerla en la República Mexicana; Vicente García Torres, en el
folletín “Idea de san Ignacio de Loyola o lo que son los jesuitas”, retoma una
publicación de Barcelona de 1839 en la que se dice que en la mente del fundador
llegó a rondar la idea del suicidio; Ignacio Cumplido, por su parte, en
“Contestación muy interesante al aviso muy importante de Puebla”, respondía a
un libelo poblano en contra del “venerable Palafox” y a la edición de
Bustamante de la historia del padre Alegre. En “Cuatro palabritas sobre los
Jesuitas”, El
Quebranta Huesosdifundía una sátira para desprestigiar a los jesuitas
y dibujarlos como una amenaza para la libertad y tranquilidad de los pueblos.
Arrillaga sugiere que en la discusión y
decisiones del Congreso influía la cuestión de las temporalidades de los
jesuitas. No obstante que la solicitud incluía la renuncia a las antiguas
temporalidades -con el problema, en su opinión, de que sin fundaciones no podía
haber obras- Arrillaga anotaba el interés que tenía uno de los líderes del
“partido liberal” y uno de sus órganos periodísticos más influyentes en “los
bienes de San Gregorio”. En sus cálculos, del total de los 40 diputados, 16
claramente se opondrían, y de los 24 restantes no había seguridad completa de
que estuvieran a favor (“quién sabe qué saldrá a la hora”). Así que por lo
pronto todo quedaba en manos de Dios y por iniciativa suya había solicitado a
“cada uno de los nuestros” que dijeran nueve misas “por el buen éxito”. Por su
parte se propuso promover la iniciativa en algunos diarios y hacer ver que los
jesuitas no representaban ninguna amenaza en varios países liberales como
“Estados Unidos del Norte de América”. En esto contaba con el apoyo del
arzobispo. Finalmente sugería que en caso de ser restablecidos debería
nombrarse a un provincial de nacionalidad mexicana, no a un extranjero.101
Por recomendación de Arrillaga, Bustamante
escribió en el mes de noviembre al prepósito general de la orden. Aludía al
debate desatado en la opinión pública, y le comentaba que en todo habían
guardado la prudencia y moderación, virtudes cardinales en la búsqueda de la
justicia y la verdad. En agosto había estallado una “revolución de armas” que
se prolongó hasta octubre, después de la cual al parecer había recibido con
beneplácito la posibilidad de que él se encargara de promover la reposición de
“la Compañía de Jesús en esta América”, sobre todo por la necesidad de
educación que tenía la juventud mexicana y la “propagación del evangelio en las
muchas regiones de bárbaros que hoy nos hacen una guerra a muerte”.102 Finalmente
López de Santa Ana expediría un decreto por el que podrían establecerse
misiones jesuíticas en “los Departamentos de California, Nuevo México, Sonora,
Sinaloa, Durango, Chihuahua, Coahuila y Texas” (Tacubaya, 21 de junio de 1843).103 Al
respecto Arrillaga mostrará su decepción al considerar que sólo se les estaba
usando como un muro de contención frente a los indios bárbaros.104 Ya
en 1845 Arrillaga añadió también su preocupación por la precariedad de la
situación política del país. Se refería en particular a una rebelión política
en el “Sur” que rápidamente había degenerado “en guerra de castas”, habiendo
síntomas de una conflagración general en todo el país.105 Por
esas razones consideraba que, aunque deseable, el momento no era propicio para
la reposición; en caso de darse, añadía, “todos tendríamos que dejar por medios
violentos nuestros destinos”.106
El 26 de febrero de ese año haría mención de
una inesperada “metamorfosis política” originada en la caída en desgracia del
gobierno de Santa Anna, con el consenso general de los partidos políticos,
encabezada por los principios de la democracia liberal que les iban a dar
“mucha guerra”. Según Arrillaga, si bien “aquel General nos causaba otros males
ya insufribles y que pedían pronto remedio”, era alguien que “tenía comprimida
la imprenta, cuyo Reglamento se está formando ahora, y en él se prohíben los
ataques directos a la Religión, dejando descubierto el flanco de los
indirectos”. Poco después, “entre susurros y risas malignas”, Bustamante
solicitaba de nuevo que se discutiera en la Cámara de Diputados el
restablecimiento.107
Entre 1845 y 1853 Arrillaga, primo del
general Mariano Paredes y Arrillaga, ocupó el cargo de provincial de los
jesuitas por carta del General de junio de 1845, recomendado seguramente por el
padre Lerdo desde Roma. No obstante no haría su profesión solemne de cuatro
votos, requisito para ocupar dicho cargo, sino hasta el 15 de agosto de 1851,
probablemente debido a las intermitencias del periodo. En dicho lapso Arrillaga
viviría de las dietas de la diputación, de sus honorarios como catedrático
universitario y bibliotecario, de sus capellanías y como escritor, a partir de
1853, de El
Ilustrador Católico.108
1845-1853 es un periodo particularmente
crítico, de sobresaltos constantes tanto en el orden político interno como por
la invasión estadounidense. En la crónica de esos años puede leerse que en
septiembre de 1846 había habido una “revolución” que concluyó “en dos días y
medio, sin tirar un tiro”, pero suficiente como para destruir al gobierno y
elevar al poder -escribe Arrillaga- “a la chusma del año de 28”, comenzando por
“entronizar a los hombres más exaltados e irreligiosos” y conformando juntas
“políticas” que no hacían más que “atacar al clero y a la religión” con todo
descaro. El mismo día en que escribía (2 de septiembre) había elecciones para
el Congreso, entre “lo más escogido de estos impíos demagogos”. El clero se
había visto obligado a hipotecar sus bienes por 1 000 000 de pesos para la
guerra con Tejas. El ejército estadounidense seguía avanzando y a la hora en
que estaba escribiendo seguramente ya se encontraban en Monterrey. Él, por su
parte, había empezado a publicar otro periódico en defensa de la
religión, El
Ilustrador Católico Mexicano. Hasta la aparición del segundo
número, tenían 200 suscriptores. Y le recomendaba al padre Lerdo en Roma a su
primo “el general Paredes” que estaba por salir a Europa.109
Lerdo de Tejada también supo de la invasión
yanqui por medio de José Agapito Muñoz, un habitante de Jalapa: “Las
circunstancias presentes de este país son las más críticas en que jamás se ha
visto. A la guerra exterior que sostiene con Estados Unidos se agrega la triste
situación interior, quizá más temible que aquélla”. Lo anterior en caso de
“darse un decreto por el Congreso por la hipoteca o enagenación de bienes
eclesiásticos hasta la cantidad de quince millones de pesos […]”.110 En
otra carta, del 27 de octubre de 1847, le informaba que los americanos ya
ocupaban “la capital de Mégico y en su palacio flamea el pabellón de las
estrellas. No tengo esperanza alguna de que pueda resistírsele sin auxilio
extranjero. En cuantos encuentros ha habido han sido vencidos los mejicanos. El
Gobierno se trasladó a Querétaro”. No obstante, en
[…]medio de tantos disgustos y del fundado
temor de un porvenir más triste se me presenta de cuando en cuando una
esperanza consoladora, y es que, dominado este país por los americanos en
virtud de los principios que sigue su gobierno, podremos tener otra vez en este
país a la Compañía de Jesús, y me parece ya verla extendida por las ciudades
principales y por aquellos mismos lugares que fueron en otro tiempo teatro de
sus conquistas evangélicas, conservando a unos la fe y ganando a otros para
Jesucristo. Sería solo un buen deseo; pero esta idea me consuela y mitiga mi
dolor.111
Así, con esa esperanza, al concluir la
guerra, en 1849 se presentaron nuevas solicitudes para restaurar a los
jesuitas. En Chihuahua se expidió un decreto en el que se manifestaba el deseo
“de tener Misioneros” que pudieran “aplacar el furor de los Indios bárbaros”
que desolaban “continuamente aquel Estado”. Lo mismo en Durango y Querétaro
había excelente disposición en sus congresos estatales para restablecer a los
jesuitas, sin conseguir nada definitivo debido al peso que tenían los liberales
o representantes de un “mayor grado de civilización como hoy se llama al odio a
la Religión”.112 Este
fue el caso del reconocimiento por el Congreso de Querétaro, finalmente
abortado por la presión llegada desde el centro de la federación.113
Por último, con la llegada otra vez al poder
de Santa Anna, el “seductor de la patria”114 expidió
el 19 de septiembre de 1853 un decreto para que se dieran todas las garantías
legales a fin de que se restableciera a la Compañía de Jesús. Por esa razón
fueron reconocidos nueve miembros de la institución, entre ellos el ya anciano
padre Plaza y el padre Guadalupe Rivas, recibiendo en posesión el Colegio de
San Gregorio.
Además de la celebración pública en la
capital,115 también
en Puebla fue “solemnizada” la restauración de los jesuitas con repiques de
campanas, Te Deum en la catedral, cohetes, serenatas públicas, pendones y
tambores de los barrios, y un carro alegórico con la efigie del fundador de los
jesuitas. En los discursos pronunciados existe la convicción de que era
necesario olvidar el pasado de los jesuitas que sus enemigos se empeñaban en
recordar para contradecirlos. El padre Corral fue enfático al respecto: “Pero
cuando nuestra senda y esperanza están adelante, es inútil fijar la vista hacia
atrás”.116 Sin
embargo al mismo tiempo sus defensores apelaban a sus logros misionales y a su
sistema educativo tradicional para formar a la juventud. En uno de los
discursos, seguramente del padre Corral, se advierte la voluntad de situarse en
los desafíos de la época, en particular frente al peso creciente de las
ciencias aplicadas o tecnológicas, que en el nuevo programa serían integradas
al de las humanidades o bellas artes tradicionales.117
El agradecimiento público a Santa Anna por el
restablecimiento, en el que aparece como “el ilustre restaurador”, fue
rubricado por una larga lista de firmas de notables en las que se pueden
distinguir nombres propios bastante conocidos, como: Antonio García Cubas, José
Joaquín Pesado, Mariano Riva Palacio, Luis Robalo, Ignacio Cortina Chávez,
Manuel Agreda, Bernardo Couto, Juan Rodríguez de San Miguel, Octaviano Muñoz
Ledo, Luis Gonzaga Cuevas, Antonio de Vértiz, Felipe Romero, Antonio de Icaza,
José Ramón Malo, Ramón de la Cueva, Feliciano Candas, Germán Landa, Refugio
Sanromán Cortina, Francisco María Beteta, Francisco Abadiano, José María
Andrade, Hilario Elguero, Basilio José Arrillaga, Manuel Tejeda, etc. De alguna
manera Santa Anna ocupaba ahora, como restaurador de los jesuitas mexicanos, el
lugar que después de la independencia no pudo o se negó a desempeñar Iturbide.118
Sin embargo, una nueva revolución (Ayutla)
evaporó rápidamente estos sueños y esfuerzos por reinscribirse en el nuevo
México republicano y nacionalista. En 1855, Santa Anna tuvo que salir al
destierro y el presidente sustituto, Ignacio Comonfort (antiguo alumno de
Arrillaga en Puebla), expidió un decreto el 7 de junio de ese año en que se
derogaba el decreto del 19 de septiembre de 1853, por el que Santa Anna había
restablecido a los jesuitas en toda la República.119 Frente
a la nueva supresión hubo varias reacciones importantes pidiendo la revisión y
disolución del decreto. Por ejemplo, el 31 de octubre apareció un opúsculo
firmado por un numeroso grupo de padres de familia que exigían el derecho de
enviar a sus hijos a las escuelas de su preferencia. En particular se
protestaba por el cierre arbitrario del Colegio de San Gregorio, único que
había sido puesto en operación por los jesuitas restaurados.120 Como
provincial, Arrillaga reforzó la reclamación con la publicación de dos
opúsculos, uno más formal y otro de divulgación: Exposición del Provincial de la
Compañía de Jesús, sobre el derecho de propiedad que su religión tiene al
edificio que actualmente ocupa y a los bienes del Antiguo Colegio de San
Gregorio de que está en posesión a consecuencia de su restablecimiento en esta
capital (México, Establecimiento Tipográfico de Andrés Boix,
1855), rubricado el 30 de noviembre de 1855, y el segundo, Sencillas observaciones que se
esponen a la justificación y buena fe, acerca del colegio de San Gregorio, que
ocupan los padres de la Compañía de Jesús (México, Imprenta de
J. M. Lara, 26 de sept. 1855).121 En
ambos se hacía el elogio y defensa de la tradición educativa jesuítica fincada
alrededor de la ratio
studiorum, y la descripción detallada de las formas de educar y
formar a la juventud. Ese mismo mes de noviembre se publicó en El Omnibus una
“Representacion que se elevó al Exmo sr. Presidente de la republica general d.
Juan Alvarez a favor de los padres jesuitas”.122
Desde luego a tales reacciones y
manifestaciones se sucedieron casi simultáneamente contrarreacciones suscritas
por los partidarios de la democracia liberal que había destronado a Santa Anna,
y que hacían ostentación de la libertad de comercio, seguridad de las garantías
individuales, constitución republicana, representativa y popular. “En esto
estaba su fuerza; en que era una regeneración, una emancipación para el pueblo.
Por eso aterró al partido de la inquisición y de los jesuitas, y por esto fue
la única, la sola esperanza de todos los mexicanos.”123.
De hecho, el argumento a favor de la expropiación del Colegio de San Gregorio
se fundamentaba en que había que entregarlo a los indígenas, a la vez que se
criticaba a sus “panegiristas” por hacer el elogio de un sistema que sólo
beneficiaba “a los hijos de los ricos”, y que lo hacían con el interés de
atraerlos para hacerse de sus fortunas. “Que se nos diga qué pobre ha
encontrado asilo en San Gregorio, en ese colegio creado para la instrucción de
los indígenas entregado hoy a una compañía reprobada por la iglesia”.124 A
su vez otras fuentes insistían en estudiar “la historia de los jesuitas” y
buscar “la causa de la impotencia de sus constantes esfuerzos en Francia, en
ese suelo predilecto de sus ambiciones”.125
“Hay épocas en que las paradojas se
encuentran a la orden del día”. Con esta frase el editorial de El Monitor Republicano del
26 de noviembre de 1855 englobaba su análisis sobre “La representación a favor
de los Jesuitas”. Y recomendaba a las mujeres, madres de familia, a dedicarse a
las cosas del hogar y a no inmiscuirse en política. Afirmaba que no era verdad
que se combatiera a los jesuitas por combatir a los luteranos. Carlos III no
era luterano, sino que los expulsó por querer monopolizar la educación y
fomentar el odio y la confrontación, como se demostraba en el caso del obispo
Palafox.126
PARA CONCLUIR
La provisionalidad marcó el retorno de los
jesuitas a México durante el siglo XIX. Tras la segunda supresión, de
1820-1821, cada nuevo intento de obtener el restablecimiento era respondido con
la negativa, el rechazo y la crítica. Esta dinámica se repitió durante todo el
siglo. Todavía en 1873, Sebastián Lerdo de Tejada, sobrino del jesuita Ignacio
María Lerdo de Tejada, expidió un decreto de expulsión de los jesuitas, en
particular de los extranjeros.
De este modo, hasta las reformas de fines del
siglo XX, los jesuitas no gozarían del reconocimiento oficial por parte de los
gobiernos mexicanos. En esa imposibilidad se pusieron en juego, como se ha
sugerido, el recuerdo y la memoria de luchas y conflictos pasados de los
jesuitas anteriores a la expulsión de 1767. A su vez los jesuitas y
simpatizantes como Bustamante pondrían también en juego el legado de sus antepasados,
principalmente el de los ámbitos educativos y misionales, de la ciencia y la
promoción del sentido patriótico mediante la historiografía y las humanidades.
El siglo antepasado, sin duda, está lleno de
equívocos y paradojas. Si los jesuitas habían surgido y crecido para librar
luchas religiosas, políticas y culturales frente a la avanzada de los
reformistas luteranos, calvinistas y anglicanos del siglo XVI, ahora esas
“guerras” se confundían y yuxtaponían con otras luchas alrededor de lo que se
conocerá como la edad de la razón, del progreso técnico y la libertad. Y no es
que los jesuitas no hubieran sido promotores en el pasado de lo que en la
premodernidad se entendía por libertad, educación y conversión de los paganos
al cristianismo y la civilización. Incluso que no hubieran demostrado durante
su retorno una voluntad patriótica en la construcción de una nación próspera.
Y, sobre todo, de dar señales constantes de querer olvidar el pasado para abrir
paso a un nuevo futuro a partir de las nuevas reglas de la democracia liberal.
Estos valores, de alguna manera, están presentes en el documento-testamento del
padre Mendizábal de 1841, o en el discurso del padre Corral al celebrarse en
Puebla el “retorno” de 1853.
Como Lorenzo de Zavala, pienso que buena parte
de estos equívocos se originaban en el cariz propio de la época, inscrito en
una mutación cultural profunda. Hacia 1820, Zavala escribía: “Nuestra
generación ha sido transportada instantáneamente en una especie de esfera moral
distinta de aquella en que vivieron nuestros padres”. Un momento, continúa,
sólo equiparable en su dimensión a aquel otro en el que “los conquistadores
obligaron con la fuerza a obedecer su imperio y a adoptar sus instituciones”.
De ahí que al suscribir este pensamiento afirmara que sólo se estaba en el
comienzo de un proceso en ciernes.127
La naturaleza de esa transformación y su
dinámica oscilatoria entre los fantasmas del pasado y su conjura en el presente
no consiguieron tener una salida satisfactoria. Pese a las buenas intenciones
de los participantes acabaron triunfando los prejuicios de un lado y del otro,
al servicio seguramente de otra clase de intereses.128 En
ese sentido, dentro de esa provisionalidad e inestabilidad constante, de ese
tener que vivir los jesuitas a salto de mata y hasta cierto punto en la “clandestinidad”,
la memoria histórica, como un arma de doble filo, acabará teniendo un gran
peso. La historia para los jesuitas podría jugar tanto a su favor como en su
contra. De esto se dieron cuenta los mismos jesuitas y sus defensores, como
cuando los padres de familia imploraban al gobierno de Juan Álvarez en 1855
que no se trataba ya de debatir de cosas sucedidas en el pasado, sino de pensar
en el bien de la nación y de la educación e integración de las poblaciones
bárbaras.
En esa encrucijada, bañada por la
intensificación del nacionalismo, surgirá un discurso en el que aparecen los
jesuitas como gestores o precursores de la independencia nacional y como
portaestandartes de la “Ilustración católica”, que daría lugar igualmente a la
invención de la leyenda del criollismo ilustrado, misma que tampoco será
rebatida desde el bando liberal, sino incluso profundizada. Lo que sí es
altamente plausible es que los jesuitas, preocupados en obtener su
restablecimiento, fueron impulsores de la independencia en los años críticos de
1820-1821, con el resultado paradójico de la confirmación de su nueva
supresión. Ahí sí con toda razón se les puede ver como precursores de la
independencia nacional, y dado el resultado no deseado, como el inicio de la
construcción de su aura como católicos ilustrados.
Por eso hemos preferido hablar de ese momento
como marcado por la paradoja: los jesuitas apostaron por la independencia y
recibieron a cambio la confirmación de su supresión, cuyos efectos se
observarán en el modo como se reinsertarán en la vida nacional. En un artículo
temprano muy bien documentado de 1976 -tal vez uno de los primeros surgidos
desde el ámbito académico inspirado en la historia social del periodo-, Brian
Hamnett califica dicho retorno de “abortado” por estar sumido en una
contradicción: los jesuitas, anteriormente impulsores del patriotismo criollo,
libertarios y críticos del sistema, ahora al regresar habían sido parte de la
reacción contrarrevolucionaria, por lo cual tuvieron que pagar el precio de su
no reconocimiento.129 Habían
traicionado sus valores mostrados en el pasado. Yo más bien pensaría que no se
trata tanto de una contradicción, sino de un retorno a un mundo que tendía a
desvanecerse, sin que ninguno de sus actores estuviera preparado para
enfrentarlo con plena conciencia, al estar sellado por la paradoja.
CITAS
1Dávila
y Arrillaga, Continuación; Decorme, Historia de la Compañía
de Jesús en la República Mexicana.
2Decorme
escribe como integrante de una provincia mexicana que había ido recuperando
terreno a partir de 1880. Había llegado a México por su relación con el jesuita
español José Artola (1818-1887), quien realizó sus estudios entre Bélgica y
Francia, y que llegó a México como visitador de la provincia mexicana a
principios de 1866. Precisamente Artola sustituiría al padre Basilio Arrillaga,
fallecido en 1867, como provincial. Decorme fue compañero de otros jesuitas
como Marcelo Renaud, Bernardo Bergoend y Martin Dauvergne. Hizo su noviciado y
juniorado en la antigua hacienda de San Simón en Michoacán entre 1893 y 1896.
En 1899 llegó como profesor al Colegio de Saltillo y en 1909 se integrará como
escritor en la residencia de Los Ángeles de la ciudad de México. Debido a la
crisis revolucionaria de 1913 y el nuevo exilio jesuítico residirá en Isleta
College a partir de 1916.
3Decorme
tomó prestadas las palabras del líder insurgente, “Yo amo de corazón a los
Jesuitas y, aunque no estudié con ellos, entiendo que es necesidad reponerlos”,
recogidas por el historiador Carlos Bustamante personalmente en 1813 y que
introdujo en el prólogo a la edición en 1841-1842 de la obra del jesuita
Francisco Javier Alegre. Historia de la Compañía de Jesús en Nueva
España, t. III que estaba escribiendo el P. Francisco Javier
Alegre al tiempo de su espulsión.
4Expresión
de Bustamante: “Publícala para probar la utilidad que prestará a la América
Mexicana la solicitada reposición de dicha compañía Carlos María Bustamante,
individuo del Supremo poder Conservador”. Historia de la Compañía de
Jesús en Nueva-España. Véase también de Bustamante, El Gabinete
mexicano durante el segundo periodo… 1842, pp. 122-128.
5Dávila
y Arrillaga, sobrino del padre Basilio Arrillaga, fue novicio jesuita en 1818,
y tras la extinción de 1821, exjesuita, casado y viudo. Finalmente fue
consagrado como presbítero por el obispo Clemente de Jesús Munguía (1810-1868).
6Para
una visión ampliada del conflicto véase Knowlton, “La Iglesia mexicana y la
reforma”, y Los bienes del clero.
7Suscrito
en forma anónima “por un testigo ocular de la mayor parte de ellos”. Los
jesuitas en México, o memorias para servir a la historia del restablecimiento,
destrucción y otros sucesos relativos a la Compañía de Jesús, en la República
Mexicana, desde 1816 hasta la fecha, 1850.
8Jesuitas
en México durante el periodo 1816-1900: 1816: 15; 1820: 37; 1830: 22; 1840: 14;
1850: 10; 1860: 14; 1870: 25; 1880: 48; 1885: 67; 1890: 140; 1900: 245.
Churruca, “Historia de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús”, p. 25.
9Gutiérrez
Casillas, Jesuitas en México durante el siglo XX. Del mismo autor
véase “La nueva CJ desde 1814”, pp. 2651-2656.
11Una
paradoja, en general, es lo contrario de la opinión o sentido común. Designa
ese “algo” que no es fácil de explicar y que pone el acento en ese espacio
(prelógico) que contradice toda lógica. Por eso la paradoja circula a contrapié
de las certezas lógicas de lo verosímil. Véase Vidal-Rosset, Qu’estce
qu’un paradoxe.
14Ocasionada
por la invasión de las tropas napoleónicas a la península Ibérica y la
abdicación de la corona por Fernando VII, a lo cual se sumó el decreto imperial
de 6 de junio de 1808 que proclamó a José Bonaparte rey de España y de las
Indias.
15Al
respecto véase la versión clásica de Villoro, “La revolución de independencia”,
en Historia General de México, pp. 498-504; Guedea, “La
independencia (1808-1821)”, pp. 147-150. Sobre la versión “criolla” véase
González, “El periodo formativo”, pp. 83-84. Esta aproximación se matiza en
Vázquez, “De la independencia a la consolidación republicana”, pp. 140-141.
16El
decreto real se refiriere también, como una de las razones para el
restablecimiento de los jesuitas, a las sesiones del 16 y 31 de diciembre de
1810 de las Cortes de Cádiz en las que 29 de los 30 diputados de ultramar
habrían solicitado la reinstalación de la Compañía en sus provincias. Revuelta
González, “Claves históricas”, pp. 286-287.
20Sobre
el retorno de la Inquisición véase Torres Puga, “Las dos supresiones de la
Inquisición en México”, pp. 133-159. Entre las desapariciones y el nuevo
restablecimiento se observa una suerte de desfiguración de dicho Tribunal. En
el futuro los jesuitas tendrán que pagar el costo de asociar su “restauración”
con la de la Inquisición. Un ejemplo es la “Humorada”, El Monitor
Republicano (5 oct. 1849), p. 4. “Ya vienen ahí los jesuitas/Con cruz
alta y con ciriales, / Para remediar los males/ Que afligen a la nación/ glin,
glon glon. // Y detrás de los jesuitas, /Castigando pecadores/Vienen los
inquisidores, / Con su cuarta y su tizón/ Según la constitución.// Y detrás de
todos estos/Viene el rey… de Dios enviado; /Y donde él esté sentado/No ha de
haber otro mandón”.
22Véase
Torres Puga, “El último aliento de la Inquisición”. El retorno y la supresión
de la Inquisición pueden verse como una historia paralela a la de los jesuitas.
En su ensayo Torres Puga muestra bien cómo dentro del sistema imperial no
existía más una coherencia completa, si es que alguna vez la pudo haber en el
pasado. En una época de “crisis” se despierta una lucha de atribuciones en el
sistema. Por ejemplo entre la autoridad del virrey y la de la Inquisición, o la
de la Audiencia.
23Véase
el elogio del liberal positivista Gabino Barreda en Hale, La
transformación del liberalismo en México, pp. 158-159; 230-231; 240-241.
24Para
algunos estudiosos esta “marca” está presente por lo menos hasta la apertura
del Concilio Vaticano II. Revuelta González, “Claves históricas”, pp. 284-286.
25Desde
la perspectiva de Fonte el término “liberal” era sinónimo de “filosofismo”, ideología
que impregnaba supuestamente al bando rebelde de los insurgentes. La sanción
arzobispal en su contra se plasmó en un opúsculo crítico de la Constitución de
Apatzingán de 1814. González Araujo, Impugnación.
28Doctor
en teología, rector del Seminario de Minería en México, presbítero del oratorio
de san Felipe Neri de México. Nació el 29 de julio de 1786 e ingresó en el
noviciado jesuita el 5 de enero de 1817. Tío de Miguel y Sebastián Lerdo de
Tejada.
29Dávila
y Arrillaga, Continuación, p. 223. Una relación del regreso de los
jesuitas a Puebla más profusa, en Decorme, Historia, pp. 170-177.
30Zermeño,
“La filosofía jesuita novohispana en perspectiva”, pp. 78-87; “Libros jesuitas
incautados y proscritos”, pp. 61-68.
31Decorme, Historia,
p. 181. Aquí sigue a Alamán, Historia de Méjico, p. 17. Versión que
luego recogerá González, “El periodo formativo”, pp. 90-91.
32A
la jura de la Constitución por los religiosos antecede la orden del virrey, al
cual antecede el ejemplo dado por el rey Fernando VII. Véase García Díaz, Independencia
nacional, t. II, pp. 280-281. Se reproduce un texto de la Gaceta
del gobierno de México (19 jun. 1820), t. XI, núm. 67, pp. 527-529.
38Decorme, Historia
de la Compañía de Jesús, p. 184. En la versión de Dávila y retomada por
Decorme, parecería que la decisión de la supresión estuvo inspirada en una
disputa jurídica entre los canónigos de San Isidro en Madrid y la decisión de
Fernando VII de restituir a los jesuitas dicho local como colegio imperial. En
esta interpretación se sugiere que con base en un problema estrictamente local
“madrileño” se tomó una decisión que afectaba mucho más a las regiones
americanas donde había jesuitas.
39“Decreto.
Supresión de la compañía de Jesús, y restitución al cabildo de la iglesia de S.
Isidro de esta corte, de los derechos y funciones que obtuvo al tiempo de su
creación. Agosto 17 de 1820”, en Legislación mexicana o colección
completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de
la República.
40Riesgo, Justo
Reclamo de la América a las cortes de la nación, 28 de octubre, 1820. Se
encuentra en el AHPM, GD-XXIII-3. Riesgo fue el primer gobernador
constitucional del estado de Sonora, y seguramente coautor de la Memoria
sobre las proporciones naturales de las provincias internas occidentales,
1822. Esta Memoria aparece firmada el 1º de
julio de 1822 por Riesgo, Salvador Porras, Francisco Velasco y Manuel José de
Zuloaga. Es probable que Riesgo fuese diputado americano en las Cortes de España
en 1811. Es firmante junto con otros notables como Dionisio Inca Yupanqui, José
María Couto, José Miguel Guridi y Alcocer, Miguel Lastiri, Antonio Joaquín
Pérez, Miguel Ramos Arizpe, etc., de la Representación de la Diputación
Americana a las Cortes de España, en 1º de Agosto de 1811.
42Algunas
de las reacciones en el contexto de la expulsión se encuentran en Torres
Puga, Opinión pública, pp. 43-122.
44Dávila, Historia,
pp. 234-235. Después de la expulsión en 1767 se sabe que la presencia jesuítica
pudo haberse mantenido de diversas maneras. Al respecto, el interesante ensayo
de Bernabeu, “El vacío habitado”, pp. 1261-1303.
45“Tres
de las provincias de Europa y tres de la de ultramar, y el séptimo saldrá por
suerte entre un diputado europeo y otro de ultramar. Por cada 70 mil almas se
nombra un diputado, siendo menos las de las Américas no le cabe tanto número de
representantes.” Carta del padre Cantón, en AHPM, GD, XXIII-4.
46“Defensa
de los padres jesuitas”. En nota a pie se destaca de nuevo el argumento sobre
los 30 diputados a las Cortes extraordinarias, de los cuales 29 hicieron
representaciones a favor del restablecimiento de los jesuitas en las sesiones
de 16 y 31 de diciembre de 1810. También en AHPM, GD, XXIII-3.
48“Defensa”,
rubricada por Ignacio Reyes Mendizábal y Pliego, Ignacio de Urrutia, José María
Torres. Véase también, Hamnett, Revolución y contrarrevolución, p.
305.
53Dávila
y Arrillaga, Los jesuitas en México, p. 240. Historia de la Com
pañía de Jesús, III, 1841-1842, p. 314.
54Por
ejemplo, García Cubas, Geografía e historia del Distrito Federal, al describir
el edificio de la Profesa incluye una mención de una reunión de “varios
individuos” “en el aposento del Dr. Monteagudo [1820] quienes trataban de
impedir la publicación de la Constitución española, etc.”, p. 58. Esto mismo
también es mencionado en la relación del historiador jesuita Olmedo, Manual de
historia, p. 264.
56En
García Diaz, Independencia nacional, IV, pp. 148, 150. Véase
también, Arenal, “El Plan de Iguala”, pp. 73-91.
59En
Noriega, La Diputación Provincial de México, pp. 166-167. Bandini y
Ponce, Contestación dada por algunas corporaciones.
60“Impugnación
de las calumnias e imposturas inventadas contra la Compañía de Jesús”,
Biblioteca Lerdo de Tejada (BMLT). Fueron publicadas en el Diario de
Veracruz, “Sobre el asunto desagradable de los jesuitas. En respuesta a
Francisco Javier Ponce de Puebla”, n. 127-130 y 140-141 y rubricado por C. T.
S. el 5 de enero de 1821. Ahí los jesuitas aparecen como una suerte de
masonería blanca análoga a la orden de los templarios.
61Algunos
títulos a manera de ejemplo. Riasa, “Incitativo sobre la restitución de las
religiones suprimidas”, 1821 (BN/CL); La corneta. “Cornetaso a los
cerviles”, Diario Constitucional, 1821, p. 234; Fernández de
Lizardi, “Reflexiones interesantes sobre la carta que se dice dirigida por N.
SS. P. el señor pío VII, al señor don Fernando VII”, 1821, 12 pp. (BN/CL). En
Querétaro hubo también una Representación suscrita por una
larga lista de firmantes en defensa de la restauración.
63Fernández
de Lara, “Retrato de los jesuitas, por el cura de Tepeyanco, pide el
establecimiento de los jesuitas”, 16 de julio de 1822.
64Por
ejemplo, en la Gaceta diaria de México (25 oct. 1825) se lee que en Inglaterra
no había jesuitas que impusieran “restricciones mentales”, que en cuestiones de
hacienda “el jesuitismo” era “un ausiliar [sic] pernicioso”. Inglaterra era un
país en el que no se hablaba todo el tiempo de religión, “pero donde sin jesuitas,
sin monges, sin un inmenso aparato religioso, tiene el culto de la buena fe
tantos sacerdotes como habitantes” y “excelente educación moral”; o en El Sol
(2 jul. 1827), se escribe que a causa de los ministros religiosos “la libertad
de imprenta” había recibido golpes funestos. Y añadía: “el feudalismo no
renace: los jesuitas se restablecen, y el veneno corrosivo de la monarquía va
concluyendo con los débiles restos del gobierno representativo”. En El Sol (16
oct. 1827) se reporta la sesión de la Cámara de Senadores del 2 de octubre en
la que se hizo mención de los jesuitas al explicar las razones de su expulsión.
En El Sol (13 mayo 1828), en una nota relacionada con Francia los jesuitas
aparecen como fanáticos y supersticiosos.
66La
instauración del nuevo régimen significa en buena medida el regreso de los
“vencidos” en los hechos de 1808, al menos si se considera la presencia del
primer presidente de la República, Guadalupe Victoria, antiguo alumno de San
Ildefonso y disidente insurgente a partir de 1811. Véase Guedea, En
busca de un gobierno alterno.
67Véase
por ejemplo, Águila Mexicana (13 mayo 1824), p. 4; El
Sol (27 oct. 1824), p. 1; Gaceta del Supremo Gobierno de la
Federación Mexicana (13 ene. 1825), p. 2.; El Sol (5
mar. 1827), p. 1; El Sol (19 mar. 1827); El Sol (17
feb. 1828), p. 1. El Sol notifica que el presidente, por
determinación del Congreso, dirige el decreto al secretario de Hacienda para
que ceda al estado de Chihuahua el colegio que fue de los jesuitas en esa
capital, “con tal de que lo destine a la enseñanza pública” y construya de su
cuenta un hospital militar. Dada en Palacio de gobierno el 7 de febrero de
1828. Incluso El Sol (22 mayo 1830), pp. 1-2, publica la
continuación de un discurso pronunciado por el señor Monjardín en el Senado.
Tiene que ver con el problema de la herencia de la señora Castañiza, la hermana
de Juan Francisco Marqués de Castañiza: “La Castañiza falleció bajo el
testamento por el que nombró herederos, no colectiva, etc.”. En esa discusión
intervino también Lucas Alamán.
69Véase
Costeloe, Church and State in Independent Mexico. También Casillas, “Del Patronato al nombramiento de
obispos”, pp. 83-108 y Aguilera Murguía, “La Arquidiócesis de México”, pp.
33-58.
70Es
conocido el texto de Arrillaga publicado más tarde, cuando el gobierno esté en
manos de la oposición. Arrillaga, Examen crítico.
71Sobre
las dificultades entre ambas potestades en la nueva situación se puede
consultar Connaughton, “La Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos”,
pp. 127-147.
73Mora, México
y sus revoluciones, I, pp. 324-325. Sobre Vázquez en Europa, véase la
correspondencia entre Peña y el arzobispo Fonte en Gómez Ciriza, México
ante la diplomacia vaticana, pp. 139-152. Sobre la buena relación de los
jesuitas con el obispo Vázquez, la carta del padre Pedro Cantón al general Luis
Fortis de 4 de mayo de 1825. AHPM, Correspondencia de la Provincia,
1816-1853/1-II, 4. También circuló el escrito de fray Servando crítico de la
infalibilidad papal, Discurso del Dr. Servando Teresa de Mier sobre la
encíclica del Papa León XII. El Breve Pontificio Etsi iam dico (“aun
cuando ya hace tiempo”) al Episcopado de América es del 10 de febrero de 1825 y
fue difundido en la Gaceta de Madrid.
74Padres
Pedro Cantón, Ignacio Amaya, Ignacio Plaza, Ignacio Lerdo, Francisco
Mendizábal, Ignacio Lyon, Lorenzo Lizárraga, Joaquín Martel, José Rivas, Miguel
Martel, Cipriano Montúfar, Basilio Arrillaga, José Rafael Olaguíbel, Luis
Traslosheros, Blas Perea, Luis Gutiérrez del Corral, Juan María Corona y
Francisco Ravaná. AHPM. Correspondencia 1816-1853, 1/II/1826.
75Se
trataría, por ejemplo, de algunas fincas urbanas o haciendas como la de San
José de Acolman o la de la Compañía junto a Chalco pertenecientes al Colegio de
San Gregorio.
76Carta
del padre Cantón al padre general Juan Roothaan, 25 de agosto de 1830.
AHPM, Correspondencia de la Provincia, 1816-1853-1-II, 16.
77Carta
del padre Cantón al padre general Juan Roothaan, 25 de agosto de 1830.
AHPM, Correspondencia de la Provincia, 1816-1853-1-II, 16.
79El
Plan de Cuernavaca es el manifiesto sobre el que se respaldó el pronunciamiento
político militar realizado el 25 de mayo de 1834 por Ignacio Echeverría y José
Mariano Campos en contra de las reformas liberales en materia eclesiástica.
Presuntamente el movimiento fue encabezado por Antonio López de Santa Anna,
quien era el ejecutivo federal, siendo vicepresidente Valentín Gómez Farías, y
que se enfocó a derogar muchas de las medidas establecidas por los liberales.
Se dio lugar al establecimiento del llamado “gobierno centralista”.
85Bustamante, Obra
escrita en Roma por el padre Andrés Cavo de la s. j., 1836. Andrés
Cavo, Los tres siglos de México durante el Gobierno español, que
podría considerarse la continuación de la historia de Clavijero y “primer
compendio de historia patria”, si bien se concentra en la historia de la ciudad
de México. Decorme, I, p. 366. De Cavo se conoce recientemente la Vida
de José Julián Parreño natural de la Habana con una excelente
presentación, “Jesuitas nómadas entre América y Europa”, y edición de María
Dolores González-Ripoll, pp. 13-84.
88Mora, México
y sus revoluciones, t. II, pp. 228-230. La reacción popular en contra
del “extrañamiento” es descrita en las pp. 236-237. “Al cabo de tantos
desórdenes consecuentes a una revolución que sobre ser la primera había
estallado fuera de tiempo, los conspiradores, entre los cuales no había
aparecido hasta entonces sino gente de poco valer, pensaron en decir algo, y
establecieron por tema o mote de su empresa el siguiente: Nuevo rey y
nueva ley, tuvieron proyectos de crear nobleza y otras mil
extravagancias…”. Mora, México y sus revoluciones, t. II, p.
237.
89Publicado
en Don Simplicio (1839) y reproducido en Bustamante, El
nuevo Bernal Díaz del Castillo, t. II, pp. 9-10.
92“Y
que el sol de la libertad, este sol brillante y hermoso que alumbra los
horizontes, las campiñas, hasta las más hondas cavernas del país de Moctezuma,
haya dejado un solo rincón envuelto en aquellas tinieblas que por todas partes
disipa. En efecto nuestros artistas han visto pasar veinte años de una santa y
gloriosa revolución, sin dejar por eso de gemir en su antigua desgracia”, Representación
que al Soberano Congreso dirige el Presbítero Francisco Mendizábal.
95Representación
que al Soberano Congreso dirige el Presbítero Francisco Mendizábal, p. 16. Rúbrica: México, 19 de mayo de 1841.
Decorme, I, pp. 363-364.
96Decorme,
t. I, pp. 363-64. Ahora puede parecer extraña la presencia de eclesiásticos en
las cámaras, pero se sabe que su participación fue relevante por lo menos hasta
la década de 1850. Al respecto, Sordo Cedeño, “Los congresistas eclesiásticos
en la nueva república”, pp. 553-599.
104Arrillaga
le comenta a Lerdo que en el decreto se daba más énfasis a la “civilización e
integridad del territorio” que a la “salvación de las almas”, AHPM-C, junio 24,
1843, 1-III/24.
108De
Arrillaga a Lerdo, 21 de noviembre, 1845. AHPM-C-1845-1853, Mex 1-IV/1;
Arrillaga a Lerdo, 24 de enero, 1846. AHPM-C-1845-1853, Mex 1-IV/3.
109Arrillaga
a Lerdo, 2 de septiembre, 1846. 1-IV. En efecto, El Ilustrador Católico
Mexicano se publicó entre el 16 de septiembre de 1846 y el 31 de marzo
de 1847. AHPM-C-1845-1853, Mex 1-IV/3. Aparecía los miércoles y constaba de 24
páginas; la suscripción mensual 6 reales en la capital y 7 fuera. Mariano
Dávila, quien se describía como un “novicio de los dispersos” y sobrino de
Arrillaga fue un colaborador estrecho. Véase Publicaciones periódicas
mexicanas del siglo XIX, pp. 219-222.
113De
Arrillaga a Lerdo, 9 de noviembre de 1849. AHPM-1-IV. Véase la defensa legal de
los jesuitas firmada por Tranquilino Vega, Los jesuitas… (BNE).
114Sin
ser entusiasta de este género narrativo, prefiero las buenas historias, debo
reconocer el acierto de Enrique Serna (El seductor de la patria) en
la denominación asignada a este personaje que llena la primera mitad del siglo
XIX mexicano hasta su destierro, que paradójicamente corre en paralelo al
último intento jesuítico por obtener su “restablecimiento”. Santa Anna fue
quien derrocó a Iturbide, el otro potencial valedor de los jesuitas.
115Solemnidades
con que se celebró en esta capital el decreto…1854,
18 p. AGN, Justicia y Negocios Eclesiásticos, vol. 169, exp. s/n,
fs. 108-119.
119AGN,
Colección de Documentos Oficiales para la Historia de México, vol. 2, exp. s/n,
fs. 412-413. Sobre este nuevo “retorno” abortado véase Dávila, Continuación
de la historia, t. I, pp. 290-328. Véase también Palencia, “Los jesuitas en
la ciudad de México”, p. 404.
121“Representación
que se elevó al Exmo sr. Presidente de la republica general d. Juan Álvarez a
favor de los padres jesuitas”, El Omnibus nov. 23, 1855, p. 2. “Parte Política.
Colegio de San Gregorio”. Representación en defensa de su restitución, con firmas
innumerables al calce. Hace la historia del colegio y su dotación, hacienda de
Acolman, y su trabajo con los pobres indígenas. Y citan: “Dicen los padres
jesuitas, que por su restablecimiento no atacan derechos de nadie, que se
reducen a habitar el viejísimo edificio que merece al Sr. Gamboa […]” El
Republicano (19 nov. 1855), pp. 1-2; Editorial, “Restablecimiento de El Colegio
de San Gregorio. Educación y civilización de la raza indígena”. Reproducen la
anterior Representación publicada en El Republicano. El Monitor Republicano (20
nov. 1855), pp. 1-2.
128Al
respecto, desde la perspectiva jesuítica, véase el artículo
“Antijesuitismo”, Diccionario histórico de la Compañía de Jesús,
pp. 178-189.
Siglas
AGN
|
Archivo
General de la Nación, Justicia y Negocios Eclesiásticos, México.
|
AHPM
|
Archivo
Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, México.
|
AHPM,
GD
|
Archivo
Histórico de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, fondo Gerardo
Decorme, México.
|
AHAM
|
Archivo
Histórico del Arzobispado de México, México.
|
BMLT
|
Biblioteca
Miguel Lerdo de Tejada, México.
|
BNE
|
Biblioteca
Nacional de España.
|
BN, CL
|
Biblioteca
Nacional de México, Colección Lafragua, México.
|
BCM
|
Biblioteca
de El Colegio de México.
|
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Representación
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