EL
POEMA DEL
MÍO
CID
Héroe
castellano de la Reconquista, Rodrigo Díaz de Vivar debió ser un militar
sobredotado que gracias a sus hábiles estrategias obtuvo notables triunfos
sobre las huestes árabes y ganó posiciones importantes para los cristianos. Su
enorme competencia guerrera se vio reflejada desde muy temprano en la poesía
popular, tanto entre los cristianos como entre los moros. El realismo del poema
puede deberse a la contemporaneidad con los hechos históricos narrados, pues se
cree que fue compuesto en una primera instancia por un juglar cuya patria se
situaba entre San Esteban de Gormaz y Calatayud entre los años 1103 y 1109,
cuando apenas había fallecido el Cid Rodrigo Díaz de Vivar, en el año 1099, a
los cincuenta y seis años de edad. Después, hacia el año 1140, cuando ya habían
muerto todos los personajes que aparecen en el poema, un juglar de Medinaceli o
sus alrededores se encargó de completar la segunda parte del texto y elaborar
casi toda la tercera. Es casi seguro que, entre estos dos autores principales,
haya habido interpolaciones de otros juglares, quienes lo divulgaron y
enriquecieron con datos históricos y detalles geográficos. El poema está
escrito en versos que oscilan entre las diez y veinte sílabas –es lo que se
llama métrica irregular-; todos los
versos tienen cesura intensa –quiere
decir que están divididos por la mitad- y rima
asonante –que no riman las consonantes sino sólo las dos últimas vocales de
los versos-. Vamos un pequeño ejemplo donde marcamos la cesura de los versos con el
siglo ||, y señalamos la rima subrayando las vocales, el pasaje se refiere al
momento en que el Cid sale de Vivar para el destierro.
De los sus
ojos tan//fuertemente llorando,
Tornaba la
cabeza//y estábalos catando.
Vio puertas
abiertas//y postigos sin candados,
Alcántaras
vacías,//sin pieles y sin mantos,
Y sin
halcones//y sin azores mudados.
Suspiró mío
Cid//pues tenía muy grandes cuidados.
Habló mío
Cid//bien y tan mesurado:
“¡Gracias a
ti, señor padre,//que estás en alto!
¡Esto me han
vuelto//mis enemigos malos!”
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Resulta conmovedor que, en medio dela desgracia, desterrado por las
intrigas del conde García Ordóñez y sus secuaces leoneses –los mestureros o calumniadores-, cuando mira su casa abandonada, el Cid tenga la
serenidad y la fuerza moral de dar gracias a Dios y señalar el daño que le han
causado sus enemigos malos.
El poema llegó hasta nosotros gracias a una copia del
siglo XIV –en concreto del año 1307- que hizo un sujeto cuyo nombre es Per
Abbat, probablemente un jurista que resaltó en el texto los pormenores
relativos al derecho y el respeto por las instituciones. Consta de 3730 versos
y sólo le falta una hoja del principio y dos páginas del interior. Estas
lagunas fueron subsanadas por el estudioso del siglo XX, Ramón Menéndez Pidal,
quien copió los hechos de una versión que se encuentra inserta en la Crónica de veinte reyes.
El poema del Mío Cid consta de tres partes: 1. El
destierro. Que iría desde el primer verso al verso 1084. 2. Las bodas de las
hijas del Cid. Desde el verso 1085 al 2277, 3. La afrenta de Corpes. Desde el 2278
al 3730.
El Destierro
Enviado por el rey Alfonso VI para cobrar las “parias” –tasas, impuestos
o tributos que los reyes musulmanes de España, pagaban a los reyes cristianos-,
el Cid no sólo cobró los tributos que le fueron encomendados, sino que deshizo
un complot armado del conde García Ordoñez, de Fortún Sánchez, cuñado del rey
de Navarra, de su hermano Lope Sánchez, del castellano Diego Pérez y otros
poderosos hombres de la corte cristiana para que el moro Almutamar, rey de
Granada, se lanzase contra Almutamiz, rey de Sevilla, tributario también del
rey Alfonso. Puso en evidencia a las huestes cristianas que sembraban la
confusión y en el castillo de Cabra le mesó la barba –le perdió el respeto-, al
intrigante conde y a sus partidarios para que dieran cuenta de sus malas
acciones en una pelea singular” (o duelo). Pero ninguno de estos respondió al
desafío y después de tres días de prisión, en cuanto fueron liberados acudieron
a medrar en contra de Rodrigo Díaz y ponerlo mal ante el rey. Algunos años después,
cuando el Cid demandó justicia y se hicieron las cortes para enjuiciar lámala
acción de sus yernos, los condes de Carrión, Rodrigo Díaz de Vivar le habría de
recordar públicamente al conde García Ordoñez su cobardía:
¿Qué tenéis conde//que decir de mi barba?
Que desde que nació//con honor fue criada;
que por hijo de mujer//nunca jamás fue mesada,
no me la mesó//hijo de moro ni de cristiana,
como yo os la mesé, conde//n el castillo de Cabra.
Cuando tome a Cabra//y a vos también por la barba;
no hubo entonces muchacho,//que no mesó su pulgada;
de la que yo os mesé//aún se os nota la falta.
¡Aquí la traigo yo//en esta bolsa alzada.
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Aclamado por los musulmanes de Sevilla, quienes lo colmaron de
obsequios, el Cid regresó a la corte y aparentemente fue bien recibido por el
rey. Casi de inmediato, Alfonso VI organizó una expedición en contra de otros
reyes moros de Andalucía, pero el Campeador enfermó de gravedad y no pudo
acompañarlo. Entonces el rey le encomendó el resguardo de la tierra y se marchó
a la campaña bélica. Mientras estaba lejos, los moros entraron a los
territorios cristianos, causaron grandes daños y le pusieron cerco al castillo
de Gormaz. No muy bien recuperado de su enfermedad, el Cid juntó a sus mesnadas
y salió para combatir a los invasores en San Esteban. Los derrotó en todas las
escaramuzas por los alrededores de Toledo, capturó a más de siete mil
prisioneros y obtuvo normes ganancias con sus victorias. Por enésima vez, la
envidia y la suspicacia de sus enemigos encontraron el pretexto idóneo para
envenenar la voluntad del rey. Rodrigo Díaz se percató que las calumnias en su
contra habían progresado a tal punto que Alfonso VI decretó su destierro sin
darle oportunidad de defenderse de las falsas acusaciones: lo culparon de haber
quebrantado la paz con los moros pacificados en su propio beneficio; lo
culparon de no entregar completos los tributos y de haberse quedado con muchos
regalos que no le correspondían. “El rey como estaba muy sañudo e mucho irado
contra él, creyólos luego”; su recelo ante la creciente popularidad del
caballero castellano, su resentimiento por la jura de Santa Gadea –donde el Cid
hizo jurar a Alfonso VI su inocencia en la muerte de su hermano, el rey Sancho
de Castilla- y la envidia de los leoneses Álvar Díaz, Pedro Ansúrez, los
beni-Gómez y, a la cabeza de todos, García Ordoñez, consiguieron que el
Campeador cayera en desgracia. El destierro “como una pena de los infanzones y
ricos hombres” era un castigo demasiado severo. Se trataba del rompimiento de
un pacto feudal de vasallaje legalmente sancionado y anterior a los tiempos del
absolutismo regio. En él se contemplaba que cualquiera de las dos partes podía,
en el momento que así lo deseara, romper sus vínculos y desnaturarse de su señor o éste retirarle la gracia y los
beneficios otorgados, sin llegar a la confiscación de los bienes. Al salir de
los dominios del que fuera su “señor natural”, el Cid renunció incluso a otro
de sus derechos: con Alfonso, mío señor, non querría lidiar, es decir, renunció
a “correrle su tierra y la de sus vasallos”, a hacerle la guerra, no obstante
que sus bienes le fueron enajenados y debió salir sin dineros. Llegó, de este
modo, el momento de la despedida triste:
Llorando de los ojos//como no visteis tal
así se parten unos de otros,//como la uña de la carne.
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Encargó con el abad don Sancho, en el monasterio de San Pedro de Cardeña
–donde Jimena se había refugiado- a su mujer y a sus hijos Diego, Cristina y
María –en el poema solo aparecen sus dos hijas- y se apresuró a salir de las
tierras cristianas antes de que se cumpliese el plazo de nueve días, fijado en
la sentencia. Lo seguían sus vasallos y parientes, sobre quienes también
recaía, voluntariamente, la pena de su señor inmediato.
En una estrofa
anterior, controvertida por su significación real, se describe “dramáticamente”
la escena de la salida (el adverbio no es
gratuito: hay que tener en cuenta, como nos recuerda Dámaso Alonso, el enorme
valor representativo o teatral de la poesía juglaresca):
Mío Cid Ruy Díaz por Burgos entró;
en su compaña cuarenta pendones; [séquito]
exiénlo ver mugieres y varones, [lo salen a ver]
burgueses e burguesas por las fenestras son; [ventanas]
llorando de los ojos
tanto avíen el dolor;
de las sus bocas todos dizían una razón:
-“¡Dios, que buen vasallo, si oviesse buen señor!”
[tuviese]
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En la actualidad se cree que los burgueses y
burguesas no se pueden sustituir por “burgaleses y burgalesas” como se venía
haciendo tradicionalmente en las ediciones del Poema del Mío Cid puesto
que el sustantivo no es un gentilicio sino que se refiere a ciertos estamentos
sociales de la población feudal, opuestos por ejemplo a los bellatores o
guerreros, a los oratores o monjes y a los laboratores dentro de los que cabía
una gran variedad de trabajadores citadinos.
Salvo Martín Antolinez
que alimentó al Cid y a sus hombres, ningún otro de los curiosos pudo socorrer
al Campeador o venderle alguna vianda. Se había decretado la pena de muerte
para el que intentase ayudarlo. Una niña de nueve años, llena de inocencia y
valentía, sería la encargada de comunicarle al Campeador la penosa nueva:
¡Ya, Campeador, que en buena hora ceñistes espada!
el Rey lo ha vedado, anoche de él llegó su carta
con gran recabado e fuertemente sellada.
No os osaremos abrir, ni coger para nada;
si no perdiéramos los bienes y las casas
e además los ojos de las caras.
Cid, en el nuestro mal vos no ganas nada
más el criador vos valga con todas sus virtudes santas.
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Finalmente, mediante una estratagema que
consuma en Santa María el burgalés Martín ,
Llenaron unas arcas de arena y tentando la avaricia de los prestamistas
que las creyeron repletas de joyas pues
llevaban “Los guardamecís bermejos//y los
clavos bien dorados”, las recibieron en prenda como garantía del capital
con el que los castellanos desterrados pudieron iniciar su campaña en tierras
de moros. Obtuvieron trescientos marcos de oro y trescientos de plata;
“trescientos” significaba lo que hoy la palabra “mil”. Por eso, cuando las
huestes cristianas tomaron el castillo de Alcocer, el juglar describe: “En una hora y un poco de lugar//trescientos
moros matan”; lo mismo cuando el Cid pasó revista a sus tropas, sin contar
a los peones, vio “trescientas lanzas” de caballeros calificados puesto que
todos llevaban las banderas de sus linajes:
Aún era de día,//no se había puesto el sol;
mandó ver a sus
gentes//mío Cid el Campeador.
Sin las peonadas,//hombres valientes que son,
contó trescientas lanzas,//que todas tienen pendones.
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A pesar de la argucia
para hacerse del dinero, Rodrigo Díaz se mantuvo al margen de la mentira y su
integridad moral quedó incólume. (“DE
noche lo lleven,//que no lo vean cristianos/véalo el Criador//con todos los sus
santos;/yo más no puedo//y a la fuerza lo hago”).
Después de los preparativos, al Cid le fue
dado en sueños un magnífico augurio. Aun cuando el suceso haya ocurrido
mientras el héroe dormía, los críticos de la literatura han considerado que se
debe clasificar entre los pocos elementos fantásticos del poema, cuya
característica dominante es el realismo. Rodrigo Díaz soñó que el arcángel
Gabriel le decía:
Cabalgad Cid,//el buen Campeador
Que nunca en tan buen punto//cabalgo varón;
Mientras que viviereis//bien saldrá todo a vos.
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En poco tiempo las
huestes del Campeador ganaron Castejón y recibieron enormes ganancias por esta
primera conquista. Al Cid le correspondieron tres mil marcos y a cada uno de
sus hombres cien, a los peones la mitad. Sin embargo por estar cerca de las tierras
del rey Alfonso, el Campeador prefirió seguir adentrándose en tierras de moros
hacia Zaragoza y evitar un enfrentamiento con las huestes del rey. Se fue de
Castejón, pasó Ariza, Cetina, Alhama, Bubierca y Teca. En el Jalón puso sitio
al castillo de Alcocer. En quince semanas no logró tomarla fortaleza y se vio
precisado a utilizar una estratagema:
Cuando vio mío Cid//que Alcocer no se le daba,
Él hizo un plan//y no lo retardaba:
Deja una tienda hincada//y las otras llevaba;
Cogió Jalón abajo,//la su enseña alzada,
Las lorigas vestidas//y ceñidas las espadas,
A guisa de hombre prudente//por sacarlos a celada.
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Fingiendo que
levantaban a toda prisa el sitio y huían dejando en el camino algunos
pertrechos, los castellanos despertaron la codicia de los moros sitiados. Éstos
salieron de sus bastiones y, por la ambición de un botín que parecía estar a su
alcance, dejaron desamparadas las puertas y atalayas.
Ha fallado a mío Cid//el pan y la cebada;
Las otras con trabajo lleva,//una tienda es dejada.
De guisa va mío Cid//como si en derrota escapara.
Demos salto a él//y haremos gran ganancia,
Antes que le prendan los de Torrer,//si no, no nos
darán de ello nada.
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El emir de Valencia
sintió mucho la pérdida y se decidió a recuperar Alcocer. Envió un numeroso
contingente al mando de los emires Fáriz y Galve, quienes pusieron sitio a la
fortaleza. Al cabo de tres semanas, cuando empezaban a escasear el agua y los
alimentos, el Campeador y sus mesnadas salieron para combatir a los sitiadores.
Los derrotaron estrepitosamente y obtuvieron un inmenso botín. Para demostrar
su fidelidad al rey Alfonso VI, Rodrigo Díaz mandó a Minaya Álvar Fáñez con un
rico presente de treinta caballos aderezados para el monarca y dinero para el
monasterio de Santa María donde se encontraba hospedada su familia. El rey
aceptó el regalo, perdonó a Minaya y lo autorizó para reclutar hombres en
Castilla.
El Cid y sus mesnadas
se reforzaron con los hombres que llevó Minaya; luego incursionaron por Teruel,
sometieron al emirato de Zaragoza, llegaron a Alcañiz, pasaron el castillo de
Monzón, atravesaron Huesca y, subieron por las montañas de Morella. Estaban en
las tierras protegidas por el conde de Barcelona, Ramón II “el Fraticida”,
quien enfrentó por segunda vez a Rodrigo Díaz de Vivar y nuevamente fue
derrotado y hecho prisionero. Estos sucesos debieron ocurrir en realidad,
cuando el Campeador hacia una campaña contra el emir de Lérida, en el año 1090.
El poema dice que en aquella ocasión el Cid obtuvo la famosa espada de nombre Colada, cuyo valor se estimó en mil
marcos. En su prisión, el conde Ramón Berenger se puso en huelga de hambre
hasta que el Cid lo convenció de que comiera, le dio la libertad y lo envió
para Barcelona. Así termina la primera parte del Poema del Mío Cid en el verso
1084.
Las bodas de las hijas del Cid
La segunda parte da inicio con una frase que resume el estado en que se
encontraban el Cid y sus huestes “tan
ricos son los sos, que no saben que se han”. En efecto, tan ricos eran sus
hombres, y Rodrigo mismo que ni siquiera sabían lo que tenían. Iniciaron de
este modo su cuarta campaña bélica del destierro. Dejaron las tierras de
Zaragoza y los territorios de Barcelona, avanzaron por Huesa y Monte Albán, se
dirigieron a la costa para ganar Xérica, Onda, Almenara y Burriana –así lo dice
el poema, aunque la realidad histórica indica que esta región se ganó mucho
después que valencia, en el 1098, un año antes de la muerte del Cid-. Tomaron
Murviedro y penetraron de lleno n el poderoso emirato de Valencia. El emir de
Valencia cercó al Campeador en Murviedro. Rodrigo Díaz buscó refuerzos en las
ciudades vecinas que había dejado, juntó a todos sus hombres y con una táctica
ideada por Minaya Álvar Fáñez deshizo el cerco y venció a los moros. Siguió
incursionando por el sur de Valencia, ganando territorios y poblaciones en una
victoriosa campaña que duró tres años. Al cabo de este tiempo, reforzado por
los cristianos establecidos en el norte, el Cid ganó Valencia, pese a la ayuda
del rey de Marruecos y de Sevilla –Sir ibn Abu Bekr había conquistado Sevilla
en el año 1091-, quien intentó recuperarla con treinta mil hombres. Otra vez,
las ganancias son inmensas, tan grande fue el botín y tanta la riqueza
acumulada por los castellanos que Rodrigo Díaz se vio en la necesidad de fijar
la pena de muerte y la confiscación de bienes para todo aquel que abandonare la
campaña sin permiso de su señor. Debía mantener el tamaño de su ejército para
afianzar la posesión del reino de Valencia.
El Cid se sostuvo como
modelo de abnegación y vasallaje con estricto apego al derecho y gran respeto
por las instituciones. Aunque ya era el caballero “de luenga barba”, decidió no
volver a recortarla hasta no recuperar la gracia del rey Alfonso VI. Le envió
un nuevo presente –cien caballos con sus sillas, palafrenes y demás arreos- y
le solicitó permiso para que doña Jimena y sus hijas se trasladasen a Valencia
con él. El reino se encontraba asegurado por los cristianos y la amenaza de una
reconquista por parte de los árabes estaba totalmente conjurada, al grado que
las autoridades eclesiásticas de Toledo consagraron a don Jerónimo como obispo
de Valencia.
Minaya Álvar Fañez no
encontró al rey en Castilla y lo fue a buscar a la villa de Carrión. LO halló
saliendo de misa y le hizo entrega de los obsequios. Fue enorme el gusto del
rey Alfonso, y tanta la admiración de los presentes por la gloria y las
riquezas obtenidas, que el conde García Ordoñez no pudo ocultar su envidia. El
rey dijo:
“De tan grandes ganancias, como ha hecho el Campeador,
¡Así me valga San Isidro!, pláceme de corazón,
Y pláceme de las nuevas, que hace el Campeador;
Recibo estos caballos//que me envía de don”
El narrador del poema dice: ”Aunque plugo al rey,
mucho pesó a García Ordoñez”, quien exclamó:
¡Parece que en tierra de moros//no hay vivo hombre,
Cuando así hace a su guisa//el Cid Campeador!
Entonces dijo el rey al conde:
Dejad esa razón,
Que en todas guisas//mejor me sirve que vos.
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El rey concedió las
licencias para que la familia del Cid se trasladara a Valencia, dio los
respectivos salvoconductos y decretó el amparo para que marcharan bajo su
custodia hasta Medina del Campo, el límite de sus tierras. También dio
autorización para que todo aquel vasallo que quisiese marchar con el Cid lo
hiciere sin mengua de su heredad. Al mirar tantísima riqueza y la oferta del
rey, los infantes de Carrión comenzaron a fraguar “un matrimonio de pro” con
doña Elvira y doña Sol, las hijas del Campeador.
El narrador del poema
despliega toda la parafernalia cortesana de los caballeros medievales para
hacer la relación del traslado de doña Jimena y su familia. Los recursos
literarios están encaminados a engrandecer la figura del Cid, quien recibió al
numeroso contingente que custodiaba a su esposa y a sus hijas montando en el
legendario Babieca. También aparecieron por ahí los judíos Raquel y Vidas
reclamando el adeudo que el Campeador tenía con ellos; se daban por satisfechos
con la devolución del capital y dispuestos a perder los intereses. No se
menciona en el poema que se les haya cubierto el pago y la crítica posterior ha
supuesto que los autores olvidaron cerrar esta historia porque no tenía
importancia para la sociedad de la época.
Transcurrieron los días
y, ya instalada la familia, se presentó la amenaza de una nueva intentona del
rey marroquí para recuperar Valencia. El ejército moro de cincuenta mil hombres
iba comandado por el general Yucef. Nuevamente a prueba, el Cid volvió a
mostrar su habilidad militar; venció a los musulmanes, cobró un inmenso botín y
le envió al rey Alfonso otro presente: doscientos caballos aderezados y la
lujosa tienda de Yucef. Otra vez García Ordoñez fue incapaz de reprimir su
envidia: “el Cd vence a los reyes del campo como si los hallase muertos”.
Alfonso VI premió a los mensajeros del Campeador, luego, a petición de los
infantes de Carrión, los envió con la solicitud de que Rodrigo permitiera las
bodas de sus hijas, y convocó a vistas en la orilla del Tajo para que se
encontraran él y el Cid.
El encuentro también da
ocasión a los juglares para lucir las galas y los atributos de los personajes.
El rey Alfonso se encontró con un Rodrigo Díaz de Vivar engrandecido por sus
victorias y la riqueza cobrada en todos los años de su destierro, sin embargo,
nada pagado de sus triunfos, el castellano besó las manos del rey y aún estuvo
por besarle los pies hasta que el rey lo contuvo: “el que en buena hora nació”
demostró una fidelidad a toda prueba –“Merced
os pido a vos mi natural señor/así estando dedesme vuestro amor/que lo oigan
cuantos aquí son”-. Alfonso perdonó al Cid del destierro –“Esto haré de alma e de corazón/aquí vos
perdono y dovos mi amor”- y propuso los matrimonios. Rodrigo aceptó las
bodas de sus hijas con los infantes d Carrión, quienes acudieron a besar su
mano pero, recelando de su sinceridad, se negó a entregarlas él mismo, no
obstante que el rey se esgrimió como fiador de las uniones. El Cid nombró
padrino a Minaya Álvar Fañez y le pidió que se hiciera cargo de entregar a doña
Elvira y a doña Sol. Hizo un rico presente al rey Alfonso y regresó a Valencia
para preparar el ánimo de doña Jimena y sus hijas. Muchos hombres volvieron con
el Campeador; se prepararon las fiestas para las bodas y los últimos versos de
esta segunda parte se encaminaron a atenuar las suspicacias por las uniones de
las hijas del Cid con los infantes de Carrión, Zamora, Saldaña y Liévana.
La afrenta de Corpes
Aunque se dice que esta parte fue compuesta muchos años después de
muerto el Cid y todos los personajes del poema, en especial los infantes de
Carrión a quienes podía ofender el relato, es muy probable que ni ellos ni
García Ordoñez pudieran luchar contra la corriente popular y que al menos en
forma subrepticia muchas de las burlas a sus personas anduvieran desde el
principio entre los juglares. Las alusiones a “los enemigos malos” y las
palabras de Jimena su esposa –“por malos mestureros//de tierra sois echado”-,
se refieren a sucesos que todos los oyentes conocían, pero que están implicados
en el poema. Alfonso VI rey de León, llegó al trono de Castilla por la muerte
de Sancho, su hermano, quien fue asesinado arteramente por el traidor Bellido
D´Olfos. Se suponía que uno de los principales rencores de Alfonso contra el
Cid provenía del juramento que éste le tomó. Los detalles de la “Jura de Santa
Gadea”, una pequeña iglesia de Burgos –do juran los hijosdalgo- a cuya patrona,
Santa Gadea, se confiaban estos menesteres, están en la leyenda. El rey leonés
Alfonso VI tenía obligación de dejar satisfechos a los principales caballeros
castellanos de su inocencia en el asesinato de Sancho II, su hermano muerto en
el cerco de Zamora. Era vox populi que el propio Alfonso había tramado el
magnicidio desde su destierro en Toledo, en flagrante acuerdo con su amante y
hermana doña Urraca. Estos rumores se decían incluso en monasterios como el de
Oña y el de Silos, regido este último en aquellos días por el anciano Santo
Domingo. Conforme a las leyes, el alférez del rey muerto –era el Cid- debía
encabezar esta demanda, mientras el nuevo rey, acompañado de doce compurgadores –conjuradores- elegidos
entre sus principales vasallos, juraba tocando los Evangelios o algún otro
objeto sagrado. Luego de lo que en términos jurídicos se llamaba confusión:
Pues si vos mentira yurades, plega a Dios que vos mate
un traidor que sea vuestro vasallo, así como lo era
Bellido D´Olfos del rey don Sancho.
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El rey contestaba
“amén”, y el ritual se repetía tres veces. Dicen los juglares que Alfonso VI
palideció y luego se negó a dar su mano para que la besara el nuevo súbdito.
¡Muy mal me conjuras, Cid!
¡Cid, muy mal me has conjurado!
Porque hoy le tomas la jura
a quien les has de besar la mano.
Vete de mis tierras, Cid,
mal caballero probado,
y no vengas más a ellas
dente este día en un año.
Romancero, xlvi, 49-56.
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Sabemos que el Cid no
salió desterrado en ese momento ni por esa causa pues sólo estaba cumpliendo
con un requisito legal que Alfonso VI entendía perfectamente –la posteridad
juglaresca no comprendió el aspecto convencional de la ceremonia germánica- de modo
que el nuevo rey no sólo juró de buen grado sino que más tarde distinguió al
Cid con un ventajoso casamiento; lo unió con la asturiana Jimena Díaz, su
sobrina de ascendencia regia y, con estas bodas empezó una política de fusión
entre castellanos y leoneses por la vía de los matrimonios. Esta fusión, sin
embargo se realizó al parecer con enormes desventajas para la nobleza
castellana, tal como lo refleja el Poema del Mío Cid. El clima antileonés del
texto nos muestra una tensión de las relaciones entre los grupos étnicos y
políticos que luchaban entre sí por el favor del rey. Si en un principio fueron
omitidos los actos y los nombres de los “mestureros”, en la segunda y tercera
partes fueron exhibidos sin ambages porque ya estaban incorporados a la tradición
y era útil seguir evitando sus menciones. En la realidad histórica, las hijas
del Cid, Cristina y María Rodríguez nunca se casaron con los infantes de
Carrión, quienes llevaban este sobrenombre de infantes como lo llevaban en el
siglo XI todos los nobles de esta alcurnia. Un par de siglos después, el
sobrenombre de “infante” sólo quedaría reservado para los hijos de los reyes.
Los infantes de Carrión eran sobrinos de Pedro Ansúrez, el Conde Carrión,
Zamora, Saldaña y Liévana; y ni siquiera eran los herederos del mayorazgo en su
familia pies tenían un hermano mayor, Asur González. La leyenda debió ensañarse
con ellos por alguna causa que hoy desconocemos. Las hijas del Cid se casaron
en realidad con Ramiro el infante de Navarra, y Ramón Berenguer III, sobrino
del conde que llevaba el mismo nombre y fue vencido y capturado por l Cid.
Es evidente que todo el
poema gira en torno a la pérdida de la gracia real que sufrió injustamente el
Cid y que el relato estuvo encaminado a recuperar el crédito de Rodrigo gracias
a las notables cualidades de un buen vasallo: su abnegación y su lealtad,
unidas a su valor. Empero, hay una segunda trama que también desarrolla el
texto: el ascenso social del Campeador, pues aunque era de origen noble y su
casamiento con Jimena le había reportado alguna mejora, deseaba ser pariente de
reyes. Por ignorancia o por malicia, los juglares supusieron que los infantes
de Carrión tenían ascendencia regia. La tercera parte del poema está dedicada a
desarrollar esta segunda trama.
El tercer canto del
Poema del Mío Cid inicia con una escena que fue extraída del folklore y los
críticos la clasifican entre los elementos fantásticos que contiene el poema.
Se supone que, estando en Valencia, reunidos todos, Rodrigo con sus hombres y
sus yernos, una tarde calurosa en que “echado
en un escaño, dormía el Campeador,/cuando algo inesperado de pronto sucedió”:
un león escapó de su jaula, se desató y provocó un pavor inmenso en todo el
palacio. De inmediato los hombres del Cid, con sus escudos embrazados,
cercaron a su señor para protegerlo de la fiera. Mientras que…
Fernando González, infante de Carrión,
no halló dónde ocultarse, escondite no vio;
al fin, bajo el escaño, temblando, se metió.
Diego González por la puerta salió,
diciendo a
grandes voces: “¡No veré Carrión!”
tras la viga de un lagar se metió con gran pavor;
la túnica y el manto todo sucios los sacó.
El Cid se despertó y, enterado del suceso, con el manto
en el cuello, se dirigió hasta donde se encontraba el león.
El león, al ver al Cid, tanto se atemorizó
que, bajando la cabeza, ante mío Cid se humilló.
Mío Cid don Rodrigo del cuello lo cogió,
lo lleva por la melena, en su jaula lo metió.
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Después el Campeador
preguntó por sus yernos. Todos los buscaron a gritos, pero nadie les respondió.
Cuando los encontraron, estaban sucios, pálidos y compungidos por su actitud.
Aunque el Cid prohibió las burlas, los infantes quedaron muy afrentados. En eso
estaban los castellanos cuando el general almorávide Búcar llegó desde
Marruecos dispuesto a recuperar Valencia. Instaló un enorme ejército que acampó
en cincuenta mil tiendas. (La realidad histórica de este intento de reconquista
no está documentada). Mucho les pesó a los infantes de Carrión porque estimaban
la ganancia, pero temían a la guerra. Cuando discutían entre ellos la manera en
que evadirían el compromiso, los oyó Muño Gustioz y le contó al Campeador. El
Cid les dio permiso de quedarse en el palacio o de marcharse para Carrión con
sus esposas, considerando una disposición jurídica vigente en aquella época que
concedía un año de licencia a los guerreros recién casados. Por no afrentarse
más, los infantes debieron declinar la oferta de su suegro, e incluso es
posible que, atendiendo a su carácter fanfarrón, solicitaron el honor de
marchar entre los primeros. El Cid comisionó a Pedro Bermúdez para que cuidara
de sus yernos. Bermúdez pudo comprobar la cobardía de los infantes, en
especial, de Fernando a quien salvó la vida. Al final, los cristianos ganaron
la batalla, el Cid persiguió a Búcar, lo alcanzó, le dio muerte y cobró la otra
famosa espada con el nombre de “Tizona”. Pese a que recibieron una buena parte
del botín y los elogios de Rodrigo Díaz y Minaya Álvar Fañez, los infantes de
Carrión, sabedores de sus escasos méritos, tomaron como insulto las reoteradas
alabanzas y tramaron una terrible venganza.
Los infantes pidieron
permiso a su suegro para retirarse a la villa de Carrión con sus esposas. El
Cid vio malos agüeros en la solicitud, pero les dio su licencia, los colmó de
regalos y les dio sus espadas, la Colada y la Tizona. Un tramo los escoltó
Félix Muñoz, otro el moro Avengalvón, quien se percató de las aviesas
intenciones que llevaban los infantes y les advirtió de los males que se
echarían encima si le causaran algún mal al Campeador. Cuando quedaron a solas
con sus esposas en el robledal de Corps, los pérfidos infantes las desnudaron y
las ataron de pies y manos para golpearlas con las cinchas de sus caballos
hasta ensangrentarlas y dejarlas por muertas.
Presintiendo algún
desaguisado, Félix Muñoz volvió sobre sus pasos y encontró a sus primas todavía
con vida. Las reanimó y las llevó para San Esteban con el fin de procurar su
recuperación. En cuanto supo la noticia el Cid, juró vengar la afrenta. Envió a
Muño Gustioz para solicitar justicia al rey Alfonso y pedirle que convocara
cortes. Mandó a Álvar Fañez para que trasladara a sus hijas a Valencia. Cuando
llegaron, él y Jimena salieron a recibirlas:
¿Venís hijas mías? ¡Dios os guarde de mal!
Yo accedí a vuestras bodas, no me pude negar.
Quiera el creador, que el cielo está, que os vea mejor
casadas de aquí en adelante.
De mis yernos de Carrión, ¡Dios me haga vengar!
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Los infantes de Carrión
habían rogado al rey que los eximiese de asistir a las cortes, pero Alfonso
exigió su presencia puesto que debían responder por sus actos. Llegado el día,
las cortes se celebraron en la imperial ciudad de Toledo. El Cid llegó con sus
principales lugartenientes, luciendo su enorme barba; el rey Alfonso se
encontraba rodeado de los hombres más poderosos del reino “de toda Castilla,
todos los mejores”.
El rey a mío Cid de las manos le tomó:
“Venid acá a sentaros conmigo, Campeador,
en este escaño que me regalasteis vos;
aunque a algunos les pese, mejor sois que nos”.
Aunque el honor agradece, el Cid no lo consintió:
“Seguid en vuestro escaño como rey y señor;
con todos estos míos aquí me sentaré yo”.
Ahí estaban los infantes, temblando de pavor, sin atreverse
a mirar al Cid. Entonces Mío Cid la mano besó al rey y en pie se levantó:
“Mucho os lo agradezco como a rey y a señor,
porque estas
cortes convocasteis por mi amor.
Esto les demandó a los infantes de Carrión:
por dejara mis hijas no me alcanza deshonor,
como vos las casasteis, rey, vos sabréis que hacer
hoy”.
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Rodrigo demandó que le
devolvieran sus espadas, que le regresaran los tres mil marcos que les dio y,
por haber ultrajado a sus hijas, los retó “porque no los podía dejar”.
Devolvieron las espadas, pero no pudieron devolver el dinero completo porque lo
habían gastado. El Cid pronunció la gran sentencia de “menos valer” de los infantes. Con la envidia y el rencor que le
mostró siempre al Cid, García Ordoñez se levantó para defender a los infantes:
¡Merced, oh rey, el mejor de toda España!
Preparóse el Cid para estas cortes tal altas; se la
dejó crecer y larga trae la barba; unos le tienen miedo, a otros los espanta.
Los de Carrión son de nobleza tan alta, que no debieran
tomar sus hijas por barraganas, cuánto menos por esposas y veladas.
Estaban en su derecho cuando dejaron a ambas.
De cuanto diga el Cid no se nos importa nada.
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Entonces el Cid le
recordó que su barba había sido criada con honor y que jamás había sido mesada
por ningún mortal, en cambio, García Ordoñez todavía traía las huellas de
cuando el Campeador se la arrancó en el castillo de Cabra sin que hubiese osado
responder al reto. Le mostró la barba mesada “que aquí la traigo yo, en una bolsa alzada”. Envalentonados, los
infantes rechazaron el “menor valer”
y argumentaron su derecho a repudiar a las hijas del Cid por que no se
encontraban a su altura. Pedro Bermúdez retó a Fernando González uno de los
infantes, y Martín Antolinez a Diego; les recordaron su cobardía en la batalla
y su vergonzoso miedo ante el león escapado. Entraba Asur González, el mayor de
los infantes, y trató de defender a sus hermanos con el mismo alegato de
Ordoñez, pero agregando insultos para el Cid:
¡Oh, varones, quién nunca cosa igual!,
que ganaríamos en nobleza con mío Cid el de Vivar!
¡Váyase al río Ubierna sus molinos a cuidar,
y a cobrar maquilas como en él es natural!
¡Cómo se atrevió con nos a emparentar!
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Muñoz Gustioz lo hizo
callar y lo retó a duelo. Terminaron las cortes y Alfonso no aceptó que el Campeador le regalara a Babieca. El Cid se
marchó para Valencia. El poema cuenta el desarrollo de los duelos que el rey
autorizó. A los infantes les pesaron mucho sus malas acciones y se dirigieron
al campo del honor arrepentidos y temerosos. Los hombres del Cid vencieron a
los infantes y les perdonaron sus miserables vidas. Al final se realizaron las
bodas de doña Elvira y doña Sol, con los infantes de Navarra y Aragón –en la
realidad histórica no fue el infante de Aragón, sino el conde de Barcelona-.
Por fin, el Cid se hizo pariente de reyes y la segunda trama del poema se
resolvió cumplidamente.
Recapitulación
Los grandes poemas épicos de la literatura española proceden de los
hechos históricos. Debemos reconocer que el influjo de la historia fue tan
importante en la poesía épica que limitó la introducción de sucesos
fantásticos, incluso en las etapas más tardías, cuando el ascendiente de la
épica francesa se volvió incontrastable. El verismo de la poesía épica española
es tan importante que muchos de los poemas –aun en su forma de relato- sirven
como documentos históricos. De este modo, podemos distinguir cuatro etapas en
el desarrollo de la poesía épica española:
a)
La etapa de los
orígenes y la formación, que iría desde un punto impreciso del siglo VIII
hasta el año 1140 en que fue compuesto el Poema
de Mío Cid.
b)
Florecimiento.
Una época que duro alrededor de cien años en que los juglares cantaron y
divulgaron los poemas que hoy se encuentran perdidos. Estos cien años irían
del 1140 hasta el 1236.
c)
La época de las
prosificaciones. Cuando los cantares de gesta se empezaron a guardar en las
memorias oficiales; seguramente porque se estaban perdiendo. Esta etapa
podría situarse entre los años 1236 y 1350.
d)
La etapa de la
decadencia. Ésta podría ubicarse entre el año 1350 y el 1450, aunque es
difícil precisar en qué momento los cantares de gesta comenzaron a derivar en
romance. Fue un proceso vinculado a la transformación de la sociedad; los
señores feudales, en su faceta de guerreros, fueron desplazados por los
hombres de negocios y por la alta burguesía. Los cambios formales se aprecian
se aprecian en la sustitución del poema largo por el poema breve; en la
métrica irregular de los versos largos que fue cambiada por los versos de
ocho sílabas; se mantuvo la rima asonante, pero sólo en los versos pares. La
moda del romance se extendió enormemente y con estos versos se recrearon
historias antiguas y modernas, se hizo la crónica de los sucesos diarios y se
difundieron las noticias más importantes.
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Si bien los hechos
históricos constituyeron la materia prima de la poesía épica española, es
importante reconocer las fuentes que moldearon su contenido:
1)
En primer lugar
la épica germana que se manifestó en las costumbres y las instituciones de
los visigodos. Muchas de las acciones que se dejan ver en los cantares de
gesta, e incluso en los romances del siglo XV, provienen del derecho
pragmático que permaneció en la sociedad desde la época de los godos.
2)
La épica y la
lírica árabes influyeron también en las gestas españolas. Muchos elementos
folklóricos, historias de origen oriental, refinamientos en las costumbres,
provienen sin duda de la cultura árabe. Para poner un ejemplo notable, la costumbre
de ceder la quinta parte del botín al rey, está prescrita en El Corán, libro sagrado de los
musulmanes.
3)
La influencia de
la épica francesa es muy notoria en la poesía española de la etapa tardía,
hacía el siglo XII. El propio Poema del
Mío Cid contienen interpolaciones y giros que salieron del Cantar de Roldán y de otras chansons. Los pocos elementos
fantásticos de la épica española provienen, casi seguro, de la poesía
francesa.
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De los tipos de juglares
Por último, cabe agregar que, entre los juglares había una distinción
fundamental para el trovador, que conocía los hechos por estar cerca de los
personajes o porque los investigaba en diversas fuentes y además componía los
poemas. Había otro tipo de juglar al que llamaban cazurro; por lo general
inculto, andaba por los pueblos cantando composiciones ajenas y llenaba los
espacios de su actuación con actos de habilidad manual. El remendador era un juglar
que también entretenía a su público con diversos actos teatrales. Había
juglares un poco más refinados que andaban en los palacios y en las casas de
los grandes señores, eran los juglares de gesta o narrativos. Finalmente,
estaban los goliardos, que practicaban el oficio juglaresco por afición;
eran estudiantes o clérigos, tenían buen conocimiento de la música, dominaban
varios instrumentos y se inclinaban más por la poesía culta o mester de clerecía.
Precisamente el mester de clerecía constituye una de las
corrientes más ricas en la literatura española. Opuesto por su técnica al mester de juglaría –oficio de juglares-,
era practicado por los poetas cultos y no sólo por los clérigos o los hombres
asociados a la iglesia. La versificación regular, con el predominio de los
versos de catorce sílabas, en cuartetas de una sola rima consonante –llamados
versos de cuaderna vía-, fueron los
rasgos más característicos de esta poesía. Se consideraban así mismos juglares
pese a que sus versos no tenían nada en común con los que se utilizaban en los
cantares de gesta. El esfuerzo desplegado en este arte llevó al reconocimiento
de los autores, a diferencia de la poesía juglaresca que tuvo siempre un
carácter anónimo. El ejemplo más conocido de esta poesía se encuentra en los
famosos Milagros de Nuestra Señora, un libro del siglo XIII que fue
compuesto por Gonzalo de Berceo, vivió entre el año 1195 y el 1264, el primer
poeta castellano de nombre conocido, un sacerdote asociado al monasterio de San
Millán de la Cogolla, apodado por la posteridad con el título de “el juglar de Nuestra Señora”.
Entre las obras más
importantes del mester de clerecía podemos citar El libro de Apolonio, El libro de
Alexandre –de donde salió el nombre de alejandrino para los versos de catorce sílabas-, El
Poema de Fernán González, la mayor parte de las obras de Gonzalo de
Berceo, como la Vida de San Millán de la Cogolla, la Vida de Santo Domingo de Silos,
la Vida
de Santa Oria, el Libro del Buen Amor de Juan Ruiz,
Arcipreste de Hita y el Rimado de Palacio.
“El Poema del Mío Cid”,
Las Grandes Obras de la Literatura española de la Edad Media, por
Arnulfo Herrera, México, Revista médica de Arte y Cultura, Agosto de 2008.
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APÉNDICE
El
Cid Campeador
Juglares
Fuente: https://www.ecured.cu/Juglar
Alfonso
VI, rey de Castilla y León
El
Cid, vence a Martín González
Fuente: https://www.pressreader.com/
Florecimiento
es el nombre que recibe el casi siglo de la divulgación de poemas que hoy se
encuentran perdidos, (1140-1236)
Monje
copista medieval en plena labor.