viernes, 13 de marzo de 2020


EUROPA Y EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL ESPAÑOLA, 1580-1720

CAP. 3

LOS AÑOS DE LA DERROTA (1656-1678)


En la generación siguiente al Tratado de los Pirineos la monarquía española perdió, finalmente, su aspiración activa a la hegemonía europea y atlántica. La voluntad de mantener la lucha se fue apagando lentamente por una serie continua de frustraciones y humillaciones. Para el conjunto de la monarquía este periodo fue de una miseria casi indescriptible, con pocos rayos de esperanza en ninguna de sus empresas. Comienza con la desaparición, en Nápoles, de la peste devastadora que había comenzado diez años antes. Había atravesado todo el litoral del Mediterráneo occidental, dejando quizá un millón de víctimas a su paso. Termina con la iniciación de otra década de desesperada crisis socioeconómica dentro de la península, la “última crisis” de Castilla. (1) No es de extrañar que el interés histórico por este periodo haya aumentado muy poco desde que Rodríguez Villa, atribuyera a la falta de investigación a “la melancolía y disgusto que la narración de estas desgracias produce en el propio espíritu” (2).

                Sin embargo, sería ir demasiado lejos pensar que España prácticamente desapareció del mapa de Europa como consecuencia del Tratado de los Pirineos –desaparición realizada simbólicamente en las páginas de los manuales, y literalmente en un estudio sobre la época de Luis XIV (3). En realidad, todo su reinado constituye un testimonio de que la monarquía española era, en el sentido más amplio de la palabra, una fuerza con la que había que contar todavía. Aunque no se abandonó en absoluto la obligación de proteger su integridad, las circunstancias de la época introdujeron cambios importantes en las actitudes políticas. Sus defensores no era derrotistas, más bien habría que decir que sus objetivos últimos eran todo lo contrario. Pero después de la muerte de Felipe IV, durante la minoría de sus sucesor (1665-75), España dio ciertos pasos hacía una base política más racional, buscando un papel más reducido en el nuevo contexto europeo de “ascendencia francesa”. Por encima de todo, la monarquía de Carlos II necesitaba “una completa y profunda revisión de los métodos y objetivos nacionales… abandonando la insistencia simple y primaria en la defensa y conservación de todas sus posesiones” (E20). Es la voz, una vez más, de un hombre de la generación del 98, para quien la obstinada decisión de los Habsburgo de atender a su destino imperial contribuyó en gran manera a explicar la interrupción del progreso económico e intelectual de España. Naturalmente, como estaban cayendo las antiguas certidumbres y rígidas máximas políticas, y como no se tenían ideas claras ni se había formulado una posible política de recambio, los ministros se perdían muchas veces en el laberinto desconocido del pragmatismo. Las acciones de retaguardia de muchos imperialistas influyentes e intransigentes, y la precaria situación del gobierno de regencia, sólo contribuyeron a aumentar la confusión reinante.
            Sin embargo, en los años 60, en el crepúsculo de su supremacía europea, el gobierno español no carecía de hombres de inteligencia, sensibles a la necesidad de realizar una adaptación constructiva. La reconsideración de que habla Maura se intentó, realmente, en la segunda mitad de la década, después de la muerte de Felipe IV –periodo semejante en algunos aspectos al que siguió a la muerte de Felipe II. Un intento de renunciar a los compromisos, basado en un espíritu que se puede llamar de “apaciguamiento”, produjo algunos resultados concretos. A pesar del hecho de que España siguió durante gran parte de estos veinte años haciendo la guerra en defensa de sus intereses dinásticos, entre 1688 y 1772 se produjo un hiato especial durante el cual parecía que se iba a seguir una orientación radicalmente distinta. La tendencia, lógicamente, no era ni original ni sencilla; en cierto sentido era casi tan tradicional como la política que trataba de reemplazar. Como hemos visto, la lucha entre las opiniones de “moderados” o “realistas” y de las que tenían otras convicciones es una constante en la política de Castilla casi desde el comienzo de su participación en una estrategia pan-europea.

EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS

Cuando, en el otoño de 1656, se interrumpieron las negociaciones de Lionne en Madrid, España se vio condenada a otra década de guerra en gran escala. De hecho, en esta penúltima fase de su reinado, Felipe IV pareció acumular compromisos, tan indiscriminada como su abuelo en una etapa semejante. Igual que Felipe IIm se veía ahora inmerso en guerras con Francia, Inglaterra y un importado estado rebelde, Portugal. El último frente llevaba muchos años en estado latente; en aquel momento fue reactivado deliberadamente por Madrid en un último esfuerzo desesperado por conseguir la sumisión de Portugal. Se intentaron invasiones de cierta consideración en los años 1657, 1658 y 1659, más adelante en 1663 y finalmente en 1665. Fortalecidas por la ayuda de Francia e Inglaterra, las defensas de Portugal resistieron la intentona con relativa facilidad. Los ejércitos españoles, heterogéneos y mal equipados sufrieron terribles derrotas, entre las que hay que destacar la de Ameixial en 1663 (con la humillación del bastardo del rey, don Juan José), y la de Villaviciosa en 1665, especialmente sangrientas y claras. Se decía que las noticias sobre Villaviciosa habían precipitado la muerte del anciano rey, hasta tal punto se sentía identificado con la cuestión portuguesa. Esta campaña larga, desesperante y debilitadora tuvo gran influencia de cara a reducir el sistema español a la situación, casi de impotencia, en que se encontraba al terminar la década.
            El príncipe Juan José se había visto también implicado en otro fracaso decisivo, la batalla de las Dunas (o mejor de Dunquerque) en 1658, que constituyó el único triunfo necesario de la alianza anglo-francesa establecida el año anterior entre Mazarino. La pérdida de las instalaciones de Dunquerque redujo considerablemente la viabilidad logística de continuar la guerra en Flandes. Domínguez Ortiz coincide con el famoso crítico coetáneo de Cromwell, Slingsby Bethel, al considerar que las acciones del Protector ponían fin al punto muerto que había mantenido a la potencia francesa y a la española en un equilibrio de desgaste desde Rocroi, o incluso desde 1653. Parece que no hay razones de peso para rechazar este veredicto. En 1659, interesado por encima de todo por quedar con las manos libres para intervenir en Portugal, Felipe decidió hacer un alto en el norte. Tuvo que resultar difícil para el gobierno y la población de Flandes no emprender en 1660 lo que parecía ser la eterna rutina de preparación de una campaña, que venían haciendo todas las primaveras desde hacía cuarenta años, como si fuera la cosa más natural del mundo. El Tratado de los Pirineos fue un acuerdo relativamente imparcial, en el que ambos lados hicieron importantes concesiones. Luis XIV accedió a rehabilitar a Condé y a renunciar a su ayuda a Portugal; Felipe entregó la mano de su hija, junto con algunos territorios, de importancia simbólica más que material en la frontera catalana. No hay justificación, para considerar el tratado como la puntilla que remató el cadáver de la potencia española, o como el diktat francés de que tanto han hablado los historiadores. Su gran fallo, desde el punto de vista de la situación general de España, fue que Inglaterra no tuvo ninguna participación.
            El objetivo militar de Cromwell, al comienzo de la guerra con España en 1655, era destruir el poder naval español. La destrucción definitiva de las comunicaciones tenía como objeto debilitar el control de Castilla sobre su imperio atlántico, que cavaría cayendo limpiamente en manos de Inglaterra. Sin embargo, mientras que Blake y sus subordinados conseguían éxitos en la destrucción de la flota enemiga en mar abierto, la campaña de los corsarios españoles llevó la guerra a las costas y puertos del este de Inglaterra. Los resultados fueron tan negativos, que cambiaron de forma radical el carácter de la guerra. Se dejaron de lado inmediatamente las triunfalistas ideas imperiales ante preocupaciones menos brillantes, pero inmediatas. Después de 1657, la idea central de Cromwell era capturar Dunquerque, y para esto hacía falta la colaboración con Mazarino, pues sólo así sería posible organizar un asalto combinado al cuartel general de los corsarios. Con la batalla y toma de Dunquerque se restablecieron la seguridad y prestigio del Protector. Después de su muerte, el interés por lo que se había convertido en un conflicto sin sentido, descendió de forma radical; pero la situación política de Inglaterra durante los dieciocho meses siguientes impidió que se llegara a un acuerdo anglo-español. Este fracaso diplomático (aunque esta vez no fue culpa de Felipe) fue tan importante como el de 1656, pues la política de Inglaterra iba a determinar el resultado de la guerra con Portugal, igual que había ocurrido con la de Francia.
            En 1660, Carlos II fue entronizado en Inglaterra. Pero en vez de precipitarse en los brazos del rey católico, su protector y aliado, comprobó que sus intereses quedaban mejor atendidos mediante un acuerdo con Portugal, que era una promesa de numerosos El Dorados inmensos gracias a las recompensas y beneficios de su imperio colonial. El profundo cinismo de esta acción redujo a Felipe, a pesar de su experiencia de la realidad, a un estado de estupefacción: “pues uno de los socios es un rebelde contra su Dios y el otro contra su rey”. Por lo que se refería a Inglaterra, Felipe tuvo sumo cuidado en no convertirse en instrumento activo de esta condena, y trató de evitar las represalias. En la práctica esto no sirvió de nada. Durante la primera mitad de la década, se mantuvo una clara presión militar inglesa en muchos puntos débiles de la monarquía en Flandes, Portugal y el Caribe (E17). De hecho, y en contra de lo que dicen tantos manuales de historia de Inglaterra, se mantuvo el estado de guerra hasta una serie de tratados en 1667-70, incluyendo la mediación oficial inglesa del acuerdo por el cual Portugal consiguió la independencia. Pero incluso en 1670, Henry Morgan seguía haciendo estragos en el continente hispanoamericano, y España e Inglaterra volvieron a estar en guerra en 1672.
            Todo esto resultaba muy convincente para el rey de Francia. Para Luis, el tratado de 1659 era únicamente el primer paso de su objetivo, la subordinación del sistema español. En 1667, tras seis años de preparación intensa, sus ejércitos cayeron sobre los Países Bajos españoles; parte de los cuales deberían devolverse a Francia por el hecho de que la infanta no había pagado su dote. Ni el gobierno español, confuso y dividido desde la muerte de Felipe IV, ni ninguna parte de su aparato físico, debilitado por la guerra portuguesa, estaban en condiciones de organizar la resistencia. El sistema defensivo de Flandes, que había combatido anteriormente con increíble decisión para no perder ni una pulgada de su territorio, tuvo que ceder ahora varias millas. Era la campaña individual, más desastrosa del ejército español de Flandes. Tan notables fueron las conquistas hechas por Luis que las potencias marítimas se asustaron, ante la posibilidad de que al cabo de un año todo Flandes quedara devorado por Francia. Es demasiado simplista la opinión tradicional, según la cual la denominada Triple Alianza de 1688 obligó A Luis mediante amenazas a renunciar a su programa. Las amenazas estaban dirigidas contra España, no contra Versalles, y los historiadores españoles están tan agradecidos al tratado de Aquisgrán. Además, Luis no había tenido nunca intención de ingerir todos los Países Bajos españoles, precaución confirmada por su acuerdo secreto con el emperador Leopoldo, primero de los tratados del reparto de la monarquía española. Luis había conseguido lo que quería, y más, pues a partir de entonces a los españoles le resultaba prácticamente imposible defender Flandes. España salió de la “guerra de la devolución” con algunas ciudades menos, pero en posesión de una garantía firmada por Inglaterra y las Provincias Unidas, de proteger Flandes de posteriores agresiones francesas.
            La muerte de Felipe IV (1664) significó la sucesión oficial de su hijo de cuatro años, Carlos II; la instauración constitucional de una regencia en la persona de su viuda, Mariana; y la entrega efectiva del poder a una junta de ministros que formaron el centro oligárquico de poder durante casi una década. Ni la reina ni su confesor ni valido, Everardo Nithard, consiguieron tener influencia positiva. El factor político más significativo durante la década posterior fue la existencia de don Juan José, medio-hermano adulto del nuevo rey. Ya en vida de su padre, este príncipe no había guardado secretas sus aspiraciones a compartir el poder, y ahora proclamaba públicamente una causa que equivalía a una petición de la regencia. La política de este periodo estuvo dominada por su campaña y la lucha de facciones que, como consecuencia de ella, se suscitó en Madrid. Al acabar los años 60, don Juan representaba una alternativa que convenía a muchos intereses individuales y de sector, por ejemplo, a la corte del príncipe de Gales en la Inglaterra hannoveriana. Sin embargo, su primer intento por hacerse con el poder, en 1699, fue un fracaso. Aunque su marcha sobre la capital obligó a Mariana a destituir a su favorito, muy pocos de los grandes nobles estaban dispuestos en estos momentos a que la autoridad pasara a manos de un aspirante bastardo. La conducta del regente de la reina les hizo cambiar de opinión, pues la retirada de Nithard dejó el camino expedito para un personaje que representaba un contraste. Quizá el propio Fernando de Valenzuela fuera consciente de esa referencia, pues fue el principal protector del teatro en todo el siglo XVII madrileño. Durante los primeros años 70 este hidalgo advenedizo ejerció una fascinación creciente sobre Mariana y su hijo. Baste decir que tanto Nithard como Valenzuela,  a pesar de todas sus diferencias, tenían ante los ojos de la nobleza la misma tara: su ilegitimidad; Maura (también miembro de la aristocracia) se refiere despectivamente al último como a un simple “pícaro”E20. En los años de influencia de Valenzuela, don Juan (que se había exiliado a Aragón en 1669) acumuló poco a poco los recursos políticos y materiales necesarios para otro golpe. En 1676, la mayoría de los grandes abandonaron sus puestos en Madrid en una huelga que recordaba a la de los primeros años 40, o se pasaron de hecho al bando del pretendiente. A finales de 1676, don Juan volvió a marchar sobre Madrid, y esta vez consiguió su objetivo, no sólo de expulsar a Nithard, sino de instalarse personalmente en el poder. A comienzos de 1677 se había hecho con la autoridad de un rey, o de un dictador.
            Mientras tanto, la monarquía había llegado a implicarse hasta el fondo en otra guerra importante. Las circunstancias en que se originó son sorprendentes y en gran parte imprevisibles. España había salido de los años 60 con ciertos beneficios residuales. La importante serie de concesiones comerciales y coloniales hechas a Inglaterra había resuelto algunas diferencias importantes  e iba a servir de base para la iniciación de buenas relaciones hasta mediados del siguiente siglo. En conjunto, los dirigentes de la política inglesa habían aceptado que los argumentos en pro de la cooperación y de la paz podían ser los más productivos para sus ambiciones económicas. El reconocimiento de la soberanía de Portugal implicaba la desaparición de una pesadilla de la política española, y una pérdida muy escasa en términos materiales. Por encima de todo, la compleja serie de negociaciones interconectadas entre 1667 y 1670 había representado otro paso hacía la cooperación con las Provincias Unidas, la cual era un objetivo deseado en aquellos momentos por Madrid. También a los holandeses les parecía que una actitud más comprensiva hacia España era la mejor forma de explotar sus ilimitados recursos físicos, resolución apoyada por la precaria situación de Flandes. Una vez más,  sin embargo, el capricho y codicia de un rey inglés minaron la estabilidad europea. La garantía anglo-holandesa de los Países Bajos españoles (con el apoyo de subsidios españoles y tropas suecas) fue destruida por la defección de Carlos II al lado de Francia en las famosas intrigas de 1670. Mientras maduraban los planes de Luis para una guerra de conquista contra los holandeses,  los cómplices ofrecieron a Madrid participar en los despojos. Éste rechazó la oferta; por el contario, los españoles, aunque de forma confusa, se inclinaron hacia un acuerdo militar con La Haya, cuyo objetivo era la defensa de los Países Bajos. En 1672, pocas semanas después del ataque francés inicial, el principal autor de esta política, el conde de Monterrey (gobernador de los Países Bajos españoles), intervino efectivamente en la campaña del lado de las Provincias Unidas. Al llegar la primavera del año siguiente, Francia y España estaban otra vez oficialmente en guerra.
            Estos acontecimientos representaban la segunda etapa de un proceso por el que el organismo embrionario de 1688 se transformó en las maduras coaliciones antifrancesas de los años 90. Sin embargo, a pesar de su entusiasmo inicial y de sus continuos esfuerzos, la guerra evolucionó negativamente para España. En Los Países Bajos, los aliados casi se tuvieron que limitar a contener las ofensivas francesas. Al final de cada campaña Luis se encontraba con nuevos avances territoriales. En 1674, aunque los tercios de Monterrey evitaron que el principal ejército aliado fuera destrozado por Condé (batalla de Seneffe), Turenne aprovechó la oportunidad para devastar la indefensa provincia del Franco-Condado, adquiriendo, efectivamente, la provincia para su señor en menos de un mes. De la misma manera, en el teatro meridional de la guerra, al tiempo que se evitaba la invasión de Cataluña gracias a la victoria de Belgarda en 1675, una sublevación de Sicilia obligó a alejar algunos recursos españoles de la península. Durante el resto de la guerra, España realizó una acción de retaguardia en Cataluña y la región mediterránea en general, lo que significaba una vuelta a la precaria situación de mediados de los años 40. La monarquía consiguió una vez más salir de esta situación desesperada. De hecho, al menos en el Mediterráneo, el sistema español se mantuvo fuerte y con recursos. Contando con ayuda holandesa, se organizó una enorme expedición marítima para ayudar al sur de Italia; las fuerzas francesas quedaron aisladas en Mesina, centro de la insurrección, y luego se vieron obligadas a abandonar el lugar. Estos triunfos eran de importancia limitada si se tiene en cuenta que la Francia de Luis XIV conseguía mantener la iniciativa y presionar en todos los puntos. Su recompensa fue el Tratado de Nimega en 1678, en el que la dinastía de los Habsburgo entregaba su propia tierra familiar, el Franco-Condado, antiguo condado de Borgoña. En realidad, la guerra, que había comenzado como defensa de la república holandesa, terminó con pérdidas territoriales que afectaron únicamente a España.
            Don Juan José, que encabezaba el movimiento pacifista, no había tomado parte alguna en la guerra. En dos incidentes muy sonados, se había negado a servir al gobierno de la regencia, rechazando la llamada a defender Flandes en 1667, y declinando, ocho años más tarde, ponerse al frente de la expedición a Mesina. Aunque esta motivación estaba relacionada en gran parte con la política interna, se había llegado a convencer también de que la integridad de la monarquía sólo se podía garantizar mediante una política de comprensión con Versalles. Con este objetivo, y concibiendo la esperanza de establecer cierto control sobre el rey adolescente, trató de conseguir la paz mediante un matrimonio real con una princesa Borbón. A través de esta unión pensaba solucionar el futuro de España. Don Juan no había cumplido todavía los cincuenta, pero resultó que, cada uno de una manera distinta, él y su instrumento estaban condenados al fracaso.


RECURSOS
En tiempo de guerra, los persas solían destruir todos sus instrumentos musicales que producían placer y deleite, escuchando únicamente los que tenían sonido marcial. Esto es lo que debería hacer nuestra corte, abandonando la contemplación de tres o cuatro espectáculos todos los días, y dedicando todos sus esfuerzos a la defensa de España. (4)

Así escribía el chismoso profesional, Jerónimo de Barrionuevo, a comienzos de 1657. Sin embargo, su crítica a la corte y a sus placeres era injusta en varios sentidos. Felipe IV fue un rey aficionado al teatro, y se desembolsaron grandes sumas de dinero para la producción de comedias en los patios de los palacios y casas religiosas de Madrid, a pesar de los rigores de la guerra ininterrumpida. Lo que Barrionuevo no tenía en cuenta era que las diversiones de los sectores privilegiados de la capital servían, a través de la participación de fundaciones caritativas, para atender a las necesidades del resto de la población. Estas necesidades no fueron nunca tan apremiantes como en 1650-60; y también en esas fechas los espectáculos populares constituyeron una válvula de seguridad, dada la creciente inestabilidad social de Madrid y otras grandes ciudades, tenía cierta importancia política. Los sentimientos de Barrionuevo estaban más justificados en relación con la continua sucesión de diversiones organizadas por Valenzuela, pues en este caso los gastos ascendieron a alturas astronómicas y resulta difícil evitar la impresión de una grave inconsciencia en medio del desastre. Pero a Felipe IV no se le puede acusar fácilmente de tocar la cítara mientras veía arder Roma. De hecho, a pesar de los considerables gastos representados por la celebración de dos nacimientos reales en 1657 y 1661 y de las gigantescas fiestas por el matrimonio de la infanta con Luis XIV en 1660, el rey limitó sus propios gastos en grado sorprendente. La corte era parca en la atención de muchas de sus propias necesidades, pues de esta forma una parte mayor de los ingresos líquidos del rey se podrían destinar a la defensa. En octubre de 1656 Barrionuevo había hecho algún comentario sobre el estricto racionamiento del pan dentro de palacio, y había mencionado que la familia real hacia sus banquetes con carne "que olía a perro muerto y estaba llena de moscas”. Así vivía el rey que era titular –al menos en papel- de unos ingresos de veinte millones de ducados anuales.
            Estos ingresos estaban empeñados por adelantado, y en los últimos años 50 la Corona había adelantado muchos de sus recursos con cinco años de antelación. Felipe sufrió quizá con sus súbditos, pero no les perdonó. No es de extrañar que la última década de su reinado fuera especialmente desesperada en cuanto a la búsqueda de mayores ingresos, lo que dio lugar a la imposición de varios impuestos nuevos en Castilla. En 1655 se creó un impuesto de tráfico sobre animales y vehículos de transporte; tres años más tarde, un aumento en el índice de los impuestos sobre las ventas forzó a Barrionuevo a lamentarse de que “lo único que podemos hacer es rechinar los dientes y esperar la muerte”. En 1657 se impuso a las Indias una enorme “donación” para reparar los daños producidos por Blake. Se produjo un inmenso debate sobre la moralidad de un impuesto sobre la harina. En último término –amenazada, entre otras cosas, con el descontento de San Vicente, quien según la creencia popular retiraría en tal caso su protección a España- la corona desistió de tomar tan terrible paso. Sin embargo, en 1661 se reintrodujo el asiento de negros que estaba calculado en unos 350.000 ducados anuales de la producción atlántica. Estas medidas fueron complementadas con las contribuciones fiscales de las provincias. En los años 50 Nápoles contribuía todavía con un subsidio anual de 600.000 ducados para la defensa de Milán solamente; y todavía veinte años más tarde, con grandes esfuerzos, se podían conseguir importantes préstamos de los banqueros napolitanos. Un nuevo elemento de las finanzas reales fue la ayuda recibida de los catalanes, ahora totalmente convertidos a la idea de ser miembros de la monarquía. Sólo Barcelona aportaba unos 150.000 escudos anuales, y las restantes ciudades catalanas colaboraban en forma proporcional.
            El frenético desenfreno de la imposición tributaria que fue característico de la última fase del reinado de Felipe fue, además, el último de estas características. Entre 1646 y 1661, los envíos de plata habían descendido gradualmente desde el nivel en que se habían mantenido en la primera mitad del reinado. A finales de los años 50 se había reducido casi a la nada; al hacer cada vez más marcado el descenso de la curva del gráfico, se producía una imagen muy clara para los analistas de la decadencia española de mentalidad más estadística. La monarquía española se deslizaba por la pendiente de la insuficiencia económica hacía el inevitable colapso de su hegemonía. Ahora parece casi seguro que los mismos datos sobre las importaciones de plata suelen reflejar el peligro de confiar excesivamente en ellos en la interpretación de temas más amplios. Durante mucho tiempo se ha mantenido la idea de que las rentas americanas de la corona siguieron durante el resto del siglo en el mismo nivel tan bajo a que se llegó durante los años 50. Sin embargo, un estudio más reciente sobre los ingresos en metales preciosos indica que ya en el último quinquenio del reinado de Felipe (1661-65) se había iniciado una mejoría espectacular. (5) A finales de los años 60, se registraron cifras que se parecían a las habituales en los 20, y poco más de una década después superaban los niveles récords establecidos en los años 90. Aunque la parte de  no aumentó en la misma proporción, puede ser que el intento de aligerar la carga tributaria de Castilla después de los tratados de 1668 fuera consecuencia de este inesperado alivio de Hacienda. En 1669 la junta de gobierno creó “un comité de amejoramiento” que consiguió introducir algunas reformas, especialmente en relación con Madrid. Es posible que este esfuerzo se viera influido por las exigencias de una reforma tributaria planteadas por don Juan durante su marcha sobre Madrid, y tratara de reducir de esta manera la popularidad del príncipe en la capital. Fueran cualesquiera las razones, comenzó un proceso de reconsideración del sistema fiscal que nos permite pensar que la situación de las rentas de la corona le permitía disponer de cierta capacidad de maniobra.
            Desde luego, el gobierno siguió siendo capaz de concluir contratos militares con sus banqueros durante la guerra portuguesa. La mayoría de las grandes firmas se habían visto arruinadas por las terribles bancarrotas de 1647 y 1652. Sin embargo, se encontraron sustitutos, y a pesar de nuevas suspensiones en 1660 y 1662, las asociaciones genovesas aportaron su respaldo financiero para las sucesivas invasiones de Portugal (G5). En 1661, don Juan, que estaba al frente de las fuerzas castellanas, declaró que el rey había ignorado se recomendación de llegar a un entendimiento con Lisboa: “Por consiguiente comienzo esta campaña con la esperanza de que Dios, en su misericordia, proveerá todo lo que falta en la preparación de mi ejército”. (6)  De hecho, el príncipe tenía suministros y equipamientos razonablemente buenos, y las quejas en sentido contrario se pueden interpretar como una garantía frente a la pérdida de honor que significaría una posible derrota. Una vez más, en 1664, el Consejo de Estado informó de que los financieros se habían negado en redondo a negociar nuevos contratos para los gastos de defensa. Sin embargo, dos años más tarde, se gastó en la guerra portuguesa la enorme cantidad de 4,5 millones de escudos, mayor que ninguno de los subsidios recibidos de Flandes a lo largo de todo el reinado anterior. Conviene señalar que ni siquiera con este derroche se consiguió un ejército lo suficientemente grande o eficiente como para organizar una invasión de Portugal, e invertir el veredicto de Villaviciosa.
            La concentración en Portugal implicaba naturalmente un descenso concomitante de los subsidios disponibles para Flandes, al menos hasta los años 70. En este escenario la Corona dependía mucho de los financieros y de sus contactos internacionales que en el caso de otros lugares más próximos. Pero en cualquier caso en la decisión de 1656 se manifestaba un abandono relativo de Bruselas, situación que vino a confirmar la ruptura de las comunicaciones causada por la guerra con Inglaterra. Flandes se vio precisada a contar con sus escasos recursos, y las cosas no cambiaron durante el tranquilo periodo de 1660 a 1667. La relativa sorpresa del violento ataque de Luis XIV en 1667 dejó a Madrid poco tiempo para organizar la base material de la resistencia, y esto influyó ciertamente en la rapidez e importancia de la derrota registrada en Aquisgrán. Y Bruselas no estaba mucho mejor preparada para los acontecimientos de 1672. El acuerdo sobre Portugal, cuatro años de paz, y la reanudación de las importaciones de metales preciosos, permitieron a Madrid fijar un subsidio de tres millones de ducados anuales –cifra tradicional de las ayudas bélicas a los Países Bajos españoles. Pero para ese momento, los problemas de transferencia real y aceptación de las letras de cambio resultaban cada vez más insuperables, en un mundo dominado por la influencia política y militar de Francia. Lo mismo que en los años 90, la abundancia de la plata no garantizaba el buen funcionamiento del sistema de crédito ni el éxito automático del esfuerzo militar. En la primavera de 1675, el conde de Monterrey, destituido hacia poco de su puesto en Bruselas, escribía a su sucesor diciendo que:

El papel que puse en manos de su Mgd., y remití a V.E…. que se diesen las órdenes a la conformidad que yo proponía, pero esto no viene a ser nada si el Presidente de Hacienda no da satisfacción a los hombres de negocios para que paguen sus correspondientes allá, pues si piensan que el millón y 200 mil escudos que se han remitido a V. E. es todo efectivo se engañan por que a mi me consta que la mayor parte es incierto…(7)

            Aunque había razones suficientes que justificaban este escepticismo, de hecho se hicieron llegar grandes sumas con carácter menos esporádico que en ningún otro momento anterior. Sin embargo, a partir de 1660 la corona se veía cada vez más comprometida a mantener no sólo a sus propios ejércitos sino también los de sus aliados y confederados. La garantía ofrecida a Flandes basada en la ayuda de dos potencias implicaba que Madrid debía ayudar económicamente al mantenimiento de un ejército sueco que haría como una especie de fuerza policial de la Triple Alianza. Ya antes de la reanudación de la guerra en 1672 España estaba proporcionando 50.000 reales mensuales al ejército del emperador en el Rhin. Al acabar este episodio concreto de la resistencia a Versalles, los subsidios a las fuerzas holandesas y alemanas ascendían a un millón de escudos anuales, al menos tanto como lo que se daba de hecho a Bruselas.
            Como se aprecia en estos últimos hechos, el reinado del último rey de los Habsburgo el sistema español desempeñó en las guerras europeas un papel algo diferente. Madrid había ayudado siempre económicamente a sus aliados (Viena, los pequeños príncipes alemanes e italianos); de la misma manera, se había incrementado el número de mercenarios extranjeros que se utilizaban para engrosar las filas del ejército español. Debido a ello, España había adquirido un papel decisivo en la determinación de las líneas políticas y en la planificación estratégica, al mismo tiempo que había mantenido bajo su control hasta regimientos de otras naciones. Al llegar los años 70 ya no era cierta ninguna de las dos cosas, y la defensa de los intereses septentrionales de España era responsabilidad exclusiva de sus aliados. Una y otra vez, la monarquía se vio inmensa en guerras contra Francia, durante las cuales tenía poca influencia en las decisiones políticas y militares, y ocupaba, por tanto, un papel subsidiario dentro de la confederación. En este sentido, tuvo importancia el hecho de que cada vez fuera menor el número de hombres que podía reclutar la monarquía. No conviene exagerar la rapidez de la disminución, y la escasez nunca fue total, pues Castilla y Nápoles aportaron regularmente cuotas de hombres hasta los años 90. Pero a partir de la reanudación de la guerra portuguesa, el problema cuantitativo adquirió una importancia vital.
            Originalmente se había pensado en un ejército de campaña compuesto de 40.000 hombres; pero incluso en 1661 fue imposible conseguir esa meta. El ejército de don Juan, con sus 24.000 hombres, no era una fuerza despreciable, ni mucho menos. Desde luego era mayor que cualquiera de los que había dirigido en los Países Bajos, y contaba con muchos veteranos flamencos, así como una razonable proporción de caballería. La imposibilidad de conseguir resultados positivos produjo una situación de deterioro y deserciones, y después del desastre de Ameixial, el ejército se desintegró. En 1664-1665 se constituyó otra fuerza, y se reclutaron cinco nuevos tercios, unos 9.000 hombres en la meseta central de Castilla. Se hizo un esfuerzo patético y desesperado para apoyar la invasión de 1665 preparando una armada que bloquearía Lisboa. El ejército que cruzó la frontera con dirección a Villaviciosa contaba también con unos 20.000 hombres, pero era un instrumento tremendamente débil y desmoralizado, formado por ancianos, lisiados, enfermos y presidiarios. Además, los ejércitos, acuartelados durante diez días en la frontera de Extremadura, “producen tal opresión que parece que más que vienen a destruir a los súbditos del rey que a iniciar la conquista de Portugal”. (8) Las deficiencias crónicas en el suministro producían como resultado natural la falta de moral y la indisciplina. Ante la continua serie de quejas recibidas, la corona lo único que podía hacer era repetir las mismas aburridas exhortaciones de siempre. En 1666, un real decreto afirmaba que:

El principal medio para conseguir el conservar y aumentar la gente de guerra en el número y disciplina que conviene es la puntual observancia de las ordenes militares… mando que precisamente se guarden las que hizo Don Gonzalo de Córdova… no se alteren por ningún caso… (9)

            La mención del Gran Capitán ya no era suficiente. La paz con Portugal en 1668 fue verdaderamente fruto del agotamiento material y económico. De todas formas, no es probable que se hubiera realizado sin el pánico de la primavera y verano de 1667, en que parecía que se iba a perder todo Flandes.
            Como hemos visto, Flandes se quedó sin sus mejores hombres en 1660, y cuando llegó el ataque de Luis sólo estaban alistados 2.000 españoles. Incluyendo las tropas de guarnición, la fuerza defensiva contaba todavía con más de 30.000 hombres, pero esto representaba un descenso del 50 por 100 en relación con la cifra de 1647, mientras que el ejército francés había crecido en proporción inversa, por no decir nada de su enorme progreso en calidad. Todavía era más notable la ausencia de italianos en el ejército de Flandes, siendo menos de 1.000 los que figuraban en 1667. Aunque a estas alturas era prácticamente imposible transportar hombres desde Nápoles a Holanda, todavía era posible recurrir a la antigua práctica de trasladarlos en etapas hasta las zonas más reducidas y menos vulnerables del sur. A finales de los años 50, y nuevamente en las campañas de 1674-1678, los soldados napolitanos llegaban periódicamente a Barcelona para ayudar a los catalanes en su tenaz resistencia a Francia. En realidad, lo mismo que la reconquista de Portugal había pasado por encima de las necesidades de Flandes, la seguridad de Cataluña precedía a la de Italia, incluso a la de Milán. En 1672, cuando Francia amenazaba a ambas áreas, el Consejo de Estado respondió a las súplicas del conde Osuna, gobernador de Milán, diciendo que “el principado de Cataluña está tan falto de protección que los refuerzos de Nápoles no se pueden desviar para ninguna otra zona”. (10) Era claro que Milán no tenía la fuerza militar que le correspondía, pues Osuna tenía un ejército de operaciones de sólo 11.000 hombres, pero de hecho no llegó a producirse el temido golpe en el norte de Italia. Como hemos visto, la monarquía era capaz de defenderse con fuerza en el Mediterráneo, y la intervención en Sicilia demuestra que todavía contaba con capacidad para una actividad militar en gran escala. Sin embargo, en los pueblos de Nápoles, como en los de Castilla, estaban agotándose las reservas de carne de cañón. Durante todo el año de 1672, por ejemplo, el virrey no pudo reclutar la mitad de las cifras exigidas por Madrid. Además, zonas como Suiza y Alemania, con las que anteriormente se podía contar para cubrir los huecos, enviaban ahora a sus hombres a los ejércitos holandeses o imperiales, donde tenían mejor paga y trato.
            Dado el empobrecimiento demográfico de la monarquía, no sorprende demasiado la incapacidad de atender las necesidades de sus sistemas defensivos. Aunque no podemos hablar con toda certeza, es probable que la población de las provincias mediterráneas, incluyendo Castilla, alcanzara su punto más bajo. Al llegar al último cuarto de siglo había comenzado una tendencia a la recuperación, pero era demasiado tardía y demasiado lenta para repercutir de alguna manera en los asuntos de Europa. Dentro de este contexto conviene también mencionar que los habitantes de Castilla, que experimentaron los terribles sacrificios de la guerra portuguesa para luego verse inmersos en el periodo casi apocalíptico de calamidades naturales que afligieron a la península en la década siguiente, no eran tan complacientes como sus antepasados. Los disturbios populares, la resistencia a los encargados de realizar el reclutamiento, al recaudador de impuestos y al corregidor comenzaron en los años 40 y llegaron a ser endémicos, afectando seriamente a Madrid por primera vez a finales del reinado de Felipe. Esto limitaba la eficacia militar en varios sentidos, aunque también es verdad que la participación de la monarquía en la guerra ya no se basaba en el apoyo popular con que se había contado en generaciones anteriores. Al llegar los años 60, se había generalizado la convicción de que la guerra era el principal causante de los trastornos administrativos, sociales y económicos.
            Aunque las cosas hubieran ido de distinta manera en este terreno, ya no era posible una política ofensiva en Europa. La monarquía, con su economía y sistema monetario en ruinas, con su red de comunicaciones deshecha, no contaba con muchas posibilidades de acceso a las fuentes de matériel de guerre. En 1675, por ejemplo, el general de artillería no podía contar con armas ni pólvora para suministrar al ejército de Cataluña. Tres años más tarde, el gobernador de Milán afirmaba que, en el caso improbable de que su ejército volviera a ser como antes, seguiría sin poder defender el ducado, pues necesitaba 10 mil cajas de municiones, 12 mil de balas de mosquete, 15 mil arcabuces y 12 mil picas (11).  Con esto se demuestra el hecho de que los soportes materiales del sistema español cedieron antes que la capacidad de pagarlos. Pero también se estaba hundiendo la base espiritual; como dice Maura, “el daño más importante producido por la frustración de nuestro destino histórico fue el continuo deterioro de las actitudes individuales… la falta de espíritu colectivo, cuya desaparición coincidió con el colapso de la nación, pues ninguno de ellos puede subsistir sin el otro” (E20/I). Existen innumerables testimonios en todos los asuntos que confirman esta observación aparentemente metafísica y retórica. En una carta de Barrionuevo se puede leer que “don Fernando de Tejado ha rechazado el nombramiento de gobernador de las Islas Canarias, donde se dice que los ingleses van a atacar este año”; y que “Caracena no quiere ir a Nápoles, a no ser que le ofrezca el título de grande” (12). En los años 70 hubo que convencer a la nobleza, con lisonjas y amenazas, para que ejerciera ciertas responsabilidades por las que, en días pasados, habían luchado y presionado sin contemplaciones. Maura señala como rara excepción, el caso del condestable de Castilla, Íñigo de Velasco, hombre que representaba las antiguas virtudes militares. Pero incluso Velasco, después de un breve periodo de gobernador de Flandes, se negó a aceptar sin una recompensa el puesto mucho menos oneroso de Nápoles, mientras que anteriormente el ofrecimiento era al mismo tiempo una distinción honorífica y una garantía de fortuna. El caso más llamativo, y que sirvió de ejemplo para todos, fue el de don Juan. A finales de 1667, cuando Madrid había decidido seguir luchando contra Francia en los Países Bajos, se pidió a don Juan que se pusiera al frente del ejército. Nadie podía pensar que tal misión iba a añadir lustre a su apellido. Pero se iniciaron preparativos muy intensos;; se formó un pequeño pero bien formado ejército de 5.000 hombres en el norte de España para ser transportados a Ostende, se consiguieron los “asientos” necesarios y se reservaron 100 mil ducados de plata para uso del príncipe. Pero éste se negó a marchar, estableciendo así un mal precedente, y con él lo que iba a ser la tónica de su generación. La nobleza “ahora cambiar la frivolidad de la vida cortesana por el campo de batalla, y ya no estaba dispuesta a vaciar sus bolsas para colaborar en las necesidades crecientes de la defensa nacional” (13). No era lo mismo que la marcha de la aristocracia de la corte en tiempos de Olivares; por el contrario, acudió a Madrid, temerosa de dejar el centro de reparto de beneficios en manos de los rivales, tendencia que se vio fomentada por la crónica estabilidad política del reino. Los palacios de la capital –los del rey, el príncipe, la reina regente y los grandes, estaban llenos de estos decorativos parásitos. Los cargos cortesanos, que aumentaron en número, se buscaban con gran interés, y eran frecuentes los casos de quienes poseían varios, mientras que seguían vacantes los puestos más importantes del servicio diplomático y la administración provincial.
            Una vez en el poder, el mismo don Juan José de Austria comenzó a experimentar los inconvenientes de la actitud que tanto había contribuido a fomentar. Hasta los más grandes nobles dependían económicamente del inmenso patrimonio de la casa real. Sin embargo, cuando en 1678 Carlos II trató de obtener un “donativo” de su propio Consejo de Estado –se sugirió la cifra de 50 mil reales por persona-, sólo respondieron dos de sus componentes, aunque los miembros del Consejo “no negaban que sus personas, riquezas y tierras estaban a los pies de Su Majestad” (14).

POLÍTICA


Tras la muerte de Felipe IV, el gobierno de la monarquía española, se ser el más estable y ordenado de Europa pasó a convertirse en el más caótico y vacilante. En poco más de una década España pasó del control de un rey al de una oligarquía y hasta de un “protector” militar, proceso salpicado con la subida y la caída de dos pseudo-validos, y más característico de un país inmerso en una revolución intensa y violenta. Estos cambios fueron principalmente de carácter superficial. La desaparición de una figura unitaria de arbitraje y coordinación sometió a dura prueba un sistema de gobierno concebido para atender las necesidades de un monarca maduro. En circunstancias normales, como hemos visto, su complejidad no se manifestaba necesariamente en inflexibilidad o confusión; en cambio, después de 1665 estas características adquirieron carácter predominante. Es cierto que los intentos póstumos del rey por resolver aquella situación no fueron totalmente inútiles. En su último testamento se decretaba el establecimiento de una Junta de Gobierno con cuyo consejo y consentimiento debería actuar su viuda durante la regencia, que procedía de los consejos principales (E22). Fundamentalmente, consistía en un Consejo de Estado, pero dotado de una nueva clase de autoridad constitucional, y que duraría hasta que Carlos II llegara a la mayoría de edad. Aunque su gobierno fue suspendido en dos ocasiones, este grupo siguió dirigiendo en la práctica los asuntos de estado hasta el golpe de don Juan en 1676. Lógicamente, la ausencia de un soberano concreto favoreció la aparición de políticos puros en Madrid. Este fenómeno, al que también contribuyó la actividad de don Juan, era, en su conjunto, algo nuevo. Sin embargo, se puede detectar cierta continuidad en la supervivencia de la junta, y en especial en la de su personalidad más destacada, el conde de Peñaranda (muerto en 1676).
            Felipe IV siguió gobernando hasta sus últimas semanas de vida, manifestando quizá más obstinación y arbitrariedad en sus decisiones políticas. Los perjuicios de Felipe desempeñaron un papel fundamental en el rechazo por Madrid de la propuesta de Francia en 1656, y en la decisión posterior de iniciar la ofensiva contra Portugal –lo que implicaba el abandono de Flandes (15). Se puede considerar muy característica de su personalidad la interpretación de que la misión de Lionne era un signo de debilidad, lo cual indicaba que no se podía dejar pasar la última oportunidad de reconquistar Portugal. En ambas actitudes parece probable que tuviera que imponerse a las objeciones de don Luis de Haro y no digamos del Consejo de Estado, mientras que en la última fue prácticamente sor María su único apoyo firme. Convencido de que estaba en juego la seguridad de Castilla, así como la de alma inmortal, Felipe estaba obsesionado con la derrota de los Braganzas casi a cualquier precio. En 1657 comenzó a buscar una nueva orientación para los recursos existentes, a pesar de la oposición de don Juan José, gobernador de los Países Bajos españoles. En un enfrentamiento de caracteres que era pálido reflejo de la anterior oposición entre otro Felipe y otro don Juan en relación con la política de los Países Bajos, el Consejo de Estado se inclinó del lado del príncipe. En la práctica, la cuestión quedó zanjada por la guerra con Inglaterra, que impidió a Flandes recibir más ayuda. La invasión de Portugal se puso en marcha en 1657; el fracaso experimentado fue al menos tan importante como las derrotas frente a Francia e Inglaterra para hacer que Felipe accediera muy a su pesar a aceptar el parecer de sus ministros. La respuesta favorable de Madrid a la posterior iniciativa francesa, que dio lugar a las negociaciones sobre la paz de los Pirineos, fue consecuencia en gran parte de la sensación de que la única forma de acabar con la resistencia de Portugal era concentrar los recursos con los que contaba todavía España. Como en todos los demás casos en que se llegó durante este reinado a acuerdos diplomáticos importantes, España hizo la paz para poder hacer la guerra. De hecho, el cálculo que llevó al Tratado de los Pirineos sobrevivió al rey y estuvo presente en la paz con Portugal en 1668.
            La cuestión portuguesa tuvo también importancia fundamental en la evolución de otra importante línea de acción. A pesar de su promesa, Luís XIV continuó colaborando subrepticiamente a la defensa de Portugal y contribuyó a promover la alianza anglo-portuguesa. Esto, unido a una falta de potencia marítima que era ahora prácticamente completa, inclinó progresivamente a Madrid a estrechar las relaciones con las Provincias Unidas. Impulsado en parte por la lógica de su interdependencia económica, el proceso de conversión de los enemigos naturales en aliados naturales había comenzado en los años que siguieron al Tratado de Munster. En 1656, don Juan recibió orden de llegar a un acuerdo concreto con La Haya, en unión con el embajador español, Gamarra, quien dedicó veinte años a la consecución de este objetivo. En 1657, uno de los agentes de Cromwell en los Países Bajos informaba sobre:

… las noticias procedentes de Holanda sobre los grandes preparativos marítimos que están haciendo… Se cree que tienen intención de unirse con España. El embajador español fue recibido con todos los honores en Amsterdam, como nunca había sido recibido el Príncipe de Orange… le dieron el mando de la ciudad y a su vuelta a La Haya organizó un ballet en honor de las damas y nobles que le debió costar una fortuna PRO SF.

            La revolución diplomática que se insinúa en estas líneas ya no es una quimera. En los últimos años 50 aumentó el temor de los holandeses en relación con la expansión del poder militar francés o de la potencia naval de Inglaterra. Aunque los agentes trataban cautamente de evitar los compromisos explícitos, estos factores iniciaron un cambio de actitud en España. En 1659-1660 los holandeses se encargaron de realizar el transporte de los soldados españoles desde Flandes e Italia hasta el frente portugués, y al año siguiente la flota de Ruyter protegió la llegada de la flota de la plata al tenerse sospecha de que los ingleses iban a intentar un ataque sorpresa. En Rotterdam se estaban construyendo nuevos barcos de guerra por encargo de España, en un intento de resucitar la Armada. A su vez, Madrid aumentó las concesiones comerciales del tratado de Munster, concediendo a los barcos y comerciantes holandeses trato de favor en todas sus empresas atlánticas, ibéricas y mediterráneas. Durante la segunda guerra anglo-holandesa de 1664-1667, la inclinación de España en favor de la república, claramente observada por el embajador inglés en Madrid, tuvo gran importancia. No es de extrañar que en algún momento “toda Europa estuviera pensando que se produciría la guerra entre Inglaterra y la alianza no declarada de holandeses y españoles contra Portugal” (16).
            ES cierto que Madrid no estaba pensando en una confrontación directa. Más bien al contrario, durante los años 60 el trauma de la guerra en Portugal contribuyó a producir una reacción contraria a los presupuestos tradicionales de la política de defensa. En 1667 don Juan dijo a la reina regente que “de no ocurrir algún milagro, dos cosas han hecho inevitable la pérdida de todos nuestros dominios. Una es el agotamiento completo de los recursos como consecuencia de la guerra con Portugal; y la otra es el monstruoso gobierno de Nithard” (E20/I). El duque de Medina de las Torres, que hacía las veces de primer ministro en los últimos años de Felipe IV, estaba totalmente de acuerdo con estos sentimientos. Desde hacía tiempo, Medina era el más decidido defensor de un abandono gradual de los compromisos, y después de la derrota de América (1663) presionó con fuerza para que se llegara a un acuerdo con la alianza anglo-portuguesa. Para este estadista, la supervivencia de la monarquía dependía de la paz, y la paz sólo se podía conseguir mediante el apaciguamiento. Medina no era pacifista, y veía en la recuperación la clave para una resistencia a largo plazo a las aspiraciones de Versalles; pero aceptaba la necesidad de que España se tragara su orgullo, idea que repugnaba a su dinastía y a la clase dirigente. Debido en parte a esta razón, Felipe le excluyó a su muerte de la “junta de gobierno”. Sin embargo, sus opiniones fueron ganando terreno poco a poco. En la política de este periodo, algunos historiadores españoles han dicho del gobierno de la regencia que actuaba en interés de Austria, es decir, en contra de Francia. Aunque es cierto que Mariana y Nithard eran de origen “austriaco”, en la práctica su determinación de continuar la guerra portuguesa á l´outrance beneficiaba directamente a los intereses de Luis XIV. SE emprendió una lucha entre facciones, en la que Viena estaba del lado de Medina mientras Versalles apoyaba al gobierno de la regencia y a su principal paladín, Peñaranda, en uno de los episodios más interesantes y significativos del eterno conflicto de actitudes sobre la política defensiva (E16). La invasión francesa de Flandes en 1667 llevó las cosas a un punto decisivo, y Medina llevó a buen término las negociaciones de 1667-1668, que constituyeron la base para que la monarquía tuviera el respiro y reorientación que tanto necesitaba.
            Tras la muerte de Medina en 1668, su rival Peñaranda, en una acción característica de la política de facciones, se convirtió a sus ideas. En 1670, un tratado colonial con Inglaterra representó la primera vez en que España abandonaba oficialmente los principios del monopolio en el Atlántico. Al mismo tiempo, Peñaranda dejó caer la insinuación todavía más radical de entregar Flandes a Luis XIV a cambio del territorio español entregado a Francia en 1659. La relegación de los Países Bajos aparecía implícitamente en muchas decisiones d emergencia sobre prioridades tomadas desde 1640. Quizá estuviera implícita en el ofrecimiento de la total soberanía hecho en Bruselas por don Juan en 1667, que repetía curiosamente las ambiciones de su homónimo y predecesor. Es indudable que había indicios de que por primera vez desde los años 90, que muchos españoles tenían la convicción de que Flandes era poco más que una carga para la monarquía. Por fin, parecía que España estaba dispuesta a enfrentarse con la realidad y a podar las ramas muertas del imperio. Estos factores sólo pudieron adquirir carácter prominente en un contexto creado por la ausencia de un rey Habsburgo, hecho que ilustra nuevamente la importancia fundamental de la dinastía. Pero en cualquier caso esta fase política (1667-1672) tuvo quizá la peculiaridad de que la mentalidad de la Kleinspanien, siempre presente por debajo de la superficie de la política española, logró aflorar durante algún tiempo y dominar en sus deliberaciones. Su presencia no constituyó un fenómeno claro y fue amargamente combatida por muchos tradicionalistas. Aunque podía establecerse cierta analogía con el periodo de reconsideración que siguió a la muerte de Felipe II, estos acontecimientos eran más bien una profecía de futuros cambios.
            A pesar de todo, comenta el historiador belga Lonchay, refiriéndose a la entrada de España en la guerra de 1672, “España volvió testarudamente al campo de batalla” (17). Efectivamente, después de tener al alcance de la mano la oportunidad de replegarse, España se dejó caer en el marasmo de la guerra. A la primera ocasión, parece ser, el realismo se vino abajo, y fueron las antiguas respuestas automáticas las que tomaron el control de la política. Quizá esta forma de hablar resulte demasiado tajante, pero es muy difícil dar una interpretación clara y coherente de los acontecimientos de 1672-1673. Madrid estaba informada, a finales de 1671, de las tendencia principales de la política anglofrancesa, y de que su objetivo eran las Provincias Unidas y nos los Países Bajos españoles. A comienzos de 1672, una “demarche” inglesa habría dejado pocas dudas a los ministros. Sin embargo, dada su larga y amarga experiencia de esta misma empresa, al gobierno español le resultaba difícil registrar el hecho sorprendente de que Luis XIV tenía intención de atacar y someter a la república holandesa. Naturalmente, sospechaban que era un truco para acabar con Flandes. Esta sospecha llevó a la Junta a realizar su propia “diplomacia secreta”, que en la práctica quedó en manos de la iniciativa de Monterrey y de Manuel de Lira, embajador en La Haya. No se tenía conciencia de las consecuencias de aquella decisión. El enviado inglés envió a Londres diciendo que “aquí todos desean grandemente ayudar a los holandeses, y lo harían sin ninguna duda aun cuando los franceses fueran más fuertes que en la actualidad” H1. Peñaranda defensor tradicional de las buenas relaciones con las Provincias Unidas, parecía corroborar esto, a pesar de sus opiniones sobre Flandes.
            Sin embargo, algunos aspectos del acuerdo Monterrey-Lira con los holandeses causaron inquietud desde el primer momento. Madrid mantuvo más adelante que en 1672 la monarquía había ido gallardamente a la guerra con Francia, salvando así a la república de una segura destrucción. Pero había quizá algo de fanfarronería en el tratamiento despectivo de las propuestas inglesas y en las referencias a la senda del honor. Hablando sin extremismos, podríamos decir que la perspectiva de otra guerra con Francia en los Países Bajos no se veía con ecuanimidad. Quizá sea más exacto afirmar que en 1672 (como en 1621) España se vio arrastrada a la guerra, en parte en falta de otra alternativa, en parte por la energía de sus representantes diplomáticos, y en parte, también, por carecer de una base firme en que apoyar su política. Cuando Monterrey consumó la decisión enviando tropas en ayuda de los atribulados holandeses, Madrid prometió enviar refuerzos. Los antiguos adversarios que habrían enfrentado sus destinos durante ochenta años acababan uniéndose en una alianza para la defensa común de los Países Bajos.
            Naturalmente, la guerra fue muy impopular en Flandes, especialmente cuando Luis XIV colérico y frustrado envió su ejército para devastar y sembrar el terror en la provincia en la primavera de 1673. La decisión española se tambaleó y se planteó la duda de si dar el paso final de declarar la guerra o negociar un acuerdo militar con los holandeses para hacer frente a la nueva situación. La incertidumbre de Madrid no se reflejó en Flandes, donde Monterrey continuó sus campañas con energía y determinación –hasta el punto de que fue depuesto en 1674. Desde luego, la persona diplomática no coincidía con las dudas que la corroían internamente. Cuando Francia declaró oficialmente la guerra, Luis XIV fue condenado como criminal internacional, y España declaro que sus objetivos de guerra eran la restitución de todas las pérdidas territoriales experimentadas desde 1659. “Es curioso”, comenta un observador, “hasta que puntos e hacen ilusiones de imponerse a Francia y obligar a esta corona a devolver todas sus conquistas” H1. La ambición verdadera de España era conseguir una paz rápida, pero le resultó políticamente imposible escapar de aquella maraña. Al prolongarse la guerra, poco podía hacer el gobierno como no fuera hacer frente a sus exigencias militares, y presionar para llegar a un acuerdo razonable.
            En todos estos temas las medidas se debatían y decidían en la junta, que actuaba siguiendo las orientaciones del tradicional Consejo de Estado. La influencia de Fernando de Valenzuela, privado de la reina, era prácticamente nula, por lo que podemos saber. Maura afirmaba que nunca había visto la firma de este advenedizo en ningún momento de importancia, y un embajador inglés tardó cinco años en considerar que su posición era un dato a tener en cuenta en sus informes en 1674.
            Cuando en 1677 el sucedáneo de rey reemplazó al sucedáneo de valido, el cambio suscitó muchas esperanzas. Sólo tuvieron que pasar unas semanas para que produjera la decepción: “El príncipe entró en Madrid, sacó su espada, y luego… no hizo nada”, como decía un epigrama popular. Esto es cierto por lo que respecta a las expectaciones de las masas, pero la influencia de don Juan en lo que se llamaba “altos negocios” fue más pronunciada. Prácticamente en su primera sesión de Consejo de Estado, apoyó a la facción que reaccionó favorablemente ante las propuestas de paz de Luis XIV. NO estaba muy interesado en continuar la defensa de Flandes, y tenía la sospecha de que los aliados de España pudieran obligarle, como ocurrió en 1668, a aceptar una paz humillante (18). Durante la guerra, según una línea de opinión dentro del consejo, los holandeses habían vuelto a las andadas; desde luego, en 1677 existía poca confianza entre los aliados, y Guillermo de Orange no era más popular en Madrid de lo que había sido un siglo antes el fundador de la dinastía. La Haya se había limitado a aprovecharse de los recursos españoles para concentrarse en su propia defensa, y se le consideraba culpable de la conquista del Franco-Condado. Con ello se olvidaba, por ejemplo, la aportación esencial de los holandeses a la conservación de Sicilia, acción en la que Ruyter perdió la vida.
            Otra consideración, aparentemente trivial, que preocupó mucho al consejo ilustra perfectamente la pertinaz supervivencia de las preconcepciones anteriores. Uno de los objetivos declarados por Luis XIV al iniciar la guerra había sido obligar a los holandeses a admitir la libre práctica del catolicismo dentro de la república. Éste había sido uno de los principios básicos de España durante sus propias guerras en Flandes. La paradoja de las tropas españolas que se oponían a este triunfo de la fe tuvo que resultar muy dolorosa para los confesores reales y los prelados políticos, personajes que habían conseguido aumentar su influencia desde 1665. De la misma manera, como el Vaticano no se cansaba nunca de declarar, la continua presencia de tantos soldados holandeses y alemanes en los Países Bajos españoles representaba un peligro para las de los súbditos del rey. En estos dos puntos, el propio Carlos, que había llegado en esos momentos a su mayoría de edad y de juicio?, resultaba enormemente vulnerable. Por eso desempeñaron un papel considerable, quizá mayor que cualquier cálculo relacionado con la insuficiencia material, en la aceptación española de la desastrosa Paz de Nimega en 1678.
            La tragedia de España iba a quedar ahora atrapada en el dilema característico de las potencias apaciaguadoras. Si se hubiera podido asegurar la seguridad absoluta mediante la entrega de Portugal, Jamaica, Borgoña, y hasta el propio Flandes, en ese caso se habría considerado que el proceso de retirada era bueno y conveniente. Pero como los enemigos de España, e incluso sus amigos, manifestaban un insaciable apetito territorial y económico, la guerra seguía siendo el único mecanismo de control. De esta manera, a pesar de la práctica desaparición de sus ideales auténticos y compromisos positivos, España seguía siendo esclava de la “teoría del dominó” del imperio que había impuesto en todo momento la existencia de luchas y sacrificios.

ACTITUDES
            Hablando en términos muy amplios, la actitud característica de la monarquía entre los estados europeos del tercer cuarto del siglo era una actitud descaradamente codiciosa. Naturalmente, en los consejos de los principales rivales de España había estado siempre presente el deseo de tantear sus debilidades y aprovecharse de ellas. Pero esta ambición solía estar moderada por una precaución necesaria basada en el hecho empírico del poder español; hecho éste que incluso las Provincias Unidas habían llegado a reconocer y respetar. La coyuntura de los años 40 produjo un cambio considerable en este planteamiento,, pues en aquellos años se produjo la pérdida definitiva de la “reputación” de España y un consiguiente aumento de confianza en las otras potencias. Ninguna de ellas, cualquiera que fuera su relación tradicional con Madrid, podría permitirse en adelante desaprovechar las oportunidades de engrandecimiento ofrecidas por la decadencia militar del sistema español. Este axioma estaba presente en los cálculos de una ciudad-estado comercial, como Hamburgo, o territorial-dinástica, como Brandenburgo, tanto como en los de Versalles. El nuevo principio se puede seguir expresando con la antigua fórmula histórica de “problema de la sucesión española”.
            Por consiguiente, aunque la interpretación deba ser casi totalmente negativa, los recursos materiales y la política de la monarquía española seguían siendo fundamentales dentro de los asuntos de Europa. El atavismo de los sucesores de España dio lugar a las épicas luchas continentales-coloniales del periodo y, posteriormente, al sistema de estados del anciano régimen europeo. Si los cambios eran obra de la guerra o de la diplomacia, era una cuestión que no importaba demasiado. Las enormes posibilidades, todavía sin explorar, del imperio español, cuando se consideraban al mismo tiempo que su hundimiento militar, constituían una prueba palpable de la validez de la teoría mercantilista. Para los discípulos intelectuales de Thomas Mun, igual que para los imitadores de Colbert, los principios del beneficio y del poder estaba perfectamente resumidos en el mundo hispánico, lo mismo que para el científico, Dios estaba representado en la maquinaria de un reloj.
            Para los hombres de negocios de Europa la monarquía continuo siendo un cliente importante, en la medida en que se trataba de defender sus posesiones haciendo la guerra; quizá más que en ningún momento anterior. Para los diplomáticos, cada vez más interesados por las cuestiones económicas, la corte española seguía siendo la suprema dispensadora de favores comerciales y promoción personal. Sin embargo, ahora tenían conciencia de llevar la iniciativa; su tono pasó de la súplica a la exigencia, y hasta la amenaza. En 1664, por ejemplo, el secretario de estado inglés pudo dar instrucciones a su embajador para que se dirigiera a los españoles en términos que habrían resultado claramente insensatos sólo una década antes.
            Amenazada como estaba con la potencia de su vecino francés. España necesitaba contar con la buena voluntad de todos los pequeños príncipes. En 1677, cuando los ministros de tres pequeños estados alemanes enviaron representaciones conjuntas al Consejo de Estado para protestar por la demora en el pago de varios subsidios y pensiones, la respuesta de este organismo, omnipotente en tiempos anteriores, fue pedir disculpas en tono conciliatorio y complaciente AGS ES. Los políticos de Europa se reunían en Madrid para escuchar los deseos de España pero en un sentido totalmente distinto del anterior.
            Inglaterra, que no tenía la influencia ni de los holandeses ni de los franceses en el pensamiento de Madrid, fue en muchos casos la piedra de toque de estas actitudes (18). Como hemos visto, la guerra de Cromwell perdió popularidad rápidamente, y al llegar el año 1660 el restaurado Carlos II se vio bombardeado con peticiones de la comunidad mercantil para que la terminara. El rey optó por hacer caso omiso de ellas e inclinarse para llegar a un acuerdo con Portugal, sin saber que estaba cometiendo un tremendo error. Mientras que la situación económica de España comenzaba a mejorar y era capaz de producir graves aprietos al comercio inglés en el Mediterráneo, los acuerdos comerciales y económicos con los portugueses tropezaron con enormes dificultades. En 1664, un comité comercial calculaba que los comerciantes ingleses habían perdido 1.500.000 libras como consecuencia de las multas, imposiciones especiales y embargos ocurridos desde 1660, mientras que la pérdida de oportunidades de realizar contratos en el mundo español resultaba de valor prácticamente incalculable. Algunos sectores de la vida comercial inglesa deseaban no sólo recuperar la ventajosa situación conseguida antes de 1655 en el comercio peninsular, sino también explotar más a fondo el mercado de materias primas españolas –especialmente la lana- y de productos agrícolas de Andalucía. Además, el comercio con el mundo extra-europeo dependía en gran medida del acceso al suministro de plata, y esto era de importancia fundamental para las actividades de la “East India Company” debido a la balanza, endémicamente desfavorable, del comercio al este del cabo. Finalmente, la nueva “Royal African Company” –en el que tenían intereses los Estuardo y todos los cortesanos prominentes- sólo podría conseguir buenos resultados si adquiría una posición dominante en el comercio de los esclavos. El famoso asiento de negros, cuya concesión dependía de Madrid, se valoraba no sólo por lo que era en sí mismo, sino por las lucrativas –aunque todavía ilícitas- oportunidades que ofrecía de realizar otras actividades en el Caribe y en otros territorios españoles.
            El capitalismo inglés veía no sólo cómo se le negaba el acceso a estas oportunidades, sino también que quienes más las aprovechaban eran sus más acérrimos competidores, los holandeses. Las Provincias Unidas obtuvieron enormes beneficios de la hostilidad anglo-española de los años que siguieron a 1655, mejorando su posición prácticamente en todas las áreas de la economía del mundo hispánico, proceso que en Madrid, como hemos visto observaba con complacencia. Un acto simbólico fue la lucha de Ruyter en defensa de la flota de plata en 1661; al llegar la década de 1660-70, los ingleses tenían que enfrentarse a los holandeses, potencia dominante en los mercados españoles, para conseguir progresar económicamente. Este lecho constituía la base de la provocación por parte de Inglaterra de una segunda guerra marítimo-colonial con la república en 1664. Las principales cuestiones que entraban en juego en este conflicto estaban conectadas claramente con los recursos materiales del imperio español. Y no fue ningún accidente que el fracaso de los ingleses en esta guerra se viera seguido de la conclusión de una serie de tratados con España mediante los cuales se abandonaba la política de intimidación física. Aunque, en un primer momento, Inglaterra no consiguió toda la serie de concesiones necesarias para que sus mercaderes estuvieran en condiciones de igualdad con los holandeses, en la década de 1670-80 comenzó una notable expansión de su comercio que constituyó el preludio para la aparición de “la primera nación industrial”. Hubo, lógicamente, otros factores que intervinieron en este último fenómeno. Pero la recuperación de toda la economía europea que parece haberse producido en esta generación estuvo relacionada con el hundimiento de la hegemonía española y los diferentes planteamientos de la explotación de sus recursos que supuso aquel proceso.
            “Nosotros amamos espontáneamente a los españoles y odiamos a los franceses”, escribía Samuel Pepys, cronista de Londres, en el verano de 1661. En aquellos momentos, la observación era más un acto de premonición que de descripción exacta de la realidad. De hecho, su propio señor, el conde Sandwich, que dirigía la flota en que se centraba gran parte de la obra de Pepys, estaba en aquel preciso momento en alta mar con intenciones que distaban mucho de tales sentimientos. En cualquier caso, era cierto que los cambios producidos en la actitud hacía la monarquía española, en Londres y en otras ciudades europeas, estaban estrechamente relacionados con el rápido desarrollo de la potencia francesa. En los años 50, el odio reflejado en la estruendosa propaganda de John Milton encontraba en España una réplica perfecta. Para Barrionuevo, Cromwell era “la gran bestia abortada de la boca del infierno”, que asesinaba a los sacerdotes irlandeses y torturaba a los niños. Las fantásticas historias sobre la persecución a los católicos todavía encontraba un público que las cogía con interés en “la guarida de lobos –como decía un panfleto inglés de 1600 refiriéndose a España. Todavía en 1667 el vicecanciller de Aragón (clérigo) condenaba el tratado comercial con Inglaterra como “un escándalo que redunda en vergüenza de toda la monarquía”; y diez años más tarde, el momento álgido de la Conspiración Papal, una multitud de londinenses invadía la casa del enviado español tratando de encontrar jesuitas. Los piratas ingleses, capturados en el Caribe, seguían encerrados en las cárceles de Sevilla en los años 60, y de vez en cuando las ceremonias religiosas de las ciudades del sur de España se veían interrumpidas por las blasfemias de algún marino inglés fanático o borracho. Sin embargo, en general las pasiones religiosas eran una fuerza en decadencia, en lo que se refiere a su influencia sobre las orientaciones fundamentales del estado. Aunque sería absurdo negar la influencia residual de la “Leyenda Negra” en los prejuicios ingleses, el elemento activo del miedo confesional se transfirió a Francia.
            Es cierto que el “siglo de oro” estaba llegando a su fin, pero aún con todo seguía habiendo un aspecto cultural en las actitudes inglesas. Muchos de los cortesanos que en 1660 volvieron con Carlos II del continente estaban influidos por la magnificencia de los Habsburgo que había tenido ocasión de sorprender a todos con los deslumbrantes festejos organizados por Velázquez con ocasión de la boda franco-española celebrada aquel mismo año. Hombres como Claredon y Arlington, figuras fundamentales de la política inglesa hasta los años 70, habían estado en España, y estaban familiarizados hasta cierto punto con el idioma y el pensamiento español. El embajador inglés en Madrid en los años 60, sir Richard Fanshawe, fue uno de los fundadores de la escuela de estudios hispánicos en Inglaterra; y sus sucesor (el mismo conde de Sandwich, que anteriormente había sido un peligro para la flota de la plata) se dejó seducir por la sociedad de Madrid, aprendiendo a tocar dúos de guitarra con don Juan José, bajo la dirección de Gaspar Sanz, primer maestro del instrumento. La decadencia del fervor religioso permitió a los ingleses viajar a España con mayor libertad de espíritu, y los dramaturgos Congreve y Wycherley reprodujeron en Inglaterra docenas de argumentos procedentes del abundante patrimonio teatral español y que los llamados “dramaturgos de la Restauración” explotarían al máximo en los años siguientes.
            Las consideraciones religiosas habían dejado también de ejercer ninguna influencia real en las actitudes de los holandeses hacia el inveterado adversario de generaciones anteriores. Además, se puede decir que la república era la menos codiciosa de las potencias sucesoras de España. La fase dinámica de la expansión comercial y colonial se había terminado, y en muchos aspectos las aspiraciones de sus grandes capitalistas estaban ya satisfechas. Los hombres de negocios de Amsterdam habían conseguido establecer su predominio en los mercados mediterráneos y atlánticos, además de ofrecer toda una gama de servicios a los sectores público y privado de la monarquía española. La relativa decadencia de los activos intereses comerciales de la ciudad después de 1650, debe contemplarse teniendo también en cuenta sus enormes y cada vez mayores ingresos invisibles en estos campos. En 1662, la república llegó incluso a resolver sus diferencias coloniales con Portugal, poniendo fin a una lucha que se arrastraba desde hacía unos veinte años. Por encima de todo, el temor a los proyectos franceses, que se iba convirtiendo a pasos agigantados en la preocupación dominante de la política europea, nació mucho antes en las Provincias Unidas que en cualquier otro lugar. En cualquier caso, había remitido el antiguo malestar ante la separación del sur católico español del suelo patrio –aunque pueden apreciarse sus huellas en las obras de historiadores holandeses como Pieter Geyl (G8). Además ahora quedaba totalmente eliminado como principio inspirador de la política debido a la decisión de no tener bajo ningún concepto a Luis XIV como vecino de la república. Después de 1648 comenzaron a florecer los contactos comerciales entre las dos partes de los Países Bajos. En los años 60, Versalles y Londres pudieron tomar conciencia de los beneficios conseguidos por los holandeses como consecuencia de su situación de “nación más favorecida” en la política económica española, y el resentimiento que se produjo como consecuencia de ello, y al que Colbert dio un contenido ideológico, representó un factor importante en el pensamiento de Luis XIV. Durante algún tiempo los franceses insistieron en sus proyectos de acantonamiento conjunto con los Países Bajos españoles, pero no hubo forma de conseguir que los regentes de La Haya abandonaran su idea de Scheidingszone (o estado tapón), que era el papel que desempeñaba Flandes en la política europea del momento. La última ocasión en que Madrid sospechó que los holandeses pudieran constituir una amenaza para la integridad de Flandes fue durante las complicadas gestiones diplomáticas de 1668. De hecho, a pesar de su ambigüedad original, La Triple Alianza proclamó que el interés de Holanda era en aquel momento, en sentido peyorativo y literal, la protección del imperio español. En términos generales, la supervivencia de ese imperio debió mucho a este acontecimiento.
            Difícilmente podría producirse un contraste mayor entre esto y los principios fundamentales de la política francesa. En mi opinión, es imposible evitar la impresión der que, desde los primeros momentos de su gobierno personal, Luis XIV trató de adquirir para sí mismo, sin merma ni deterioro, el papel europeo de la monarquía española y su base física y moral. Después de todo, Luis era en parte Habsburgo, estaba casado con una reina Habsburgo, y su actitud ante la sucesión española era plenamente consciente de estos hechos. En los años 60 se fue conociendo cual era la verdadera naturaleza e importancia de los problemas físicos del último de los Austrias, y Luis llegó a considerarse así mismo como heredero divinamente elegido de la monarquía gobernada por una criatura tan débil y afligida. Aunque hay que reconocer la aportación original del Rey Sol al arte y oficio de ser rey, en muchas de sus acciones y líneas políticas parecían adoptar deliberadamente los principios de la supremacía española: el deseo de prestigio convertido en una sanción espiritual monolítica; odio declarado a la herejía y el republicanismo; búsqueda fanática de triunfos culturales inmediatos recurriendo a un generosos mecenazgo artístico; deseo de dominar el Vaticano, mucho más crudamente formulado que en ninguno de los reyes de Castilla. Naturalmente, Luis tuvo que actuar con relativa moderación y dentro de ciertas limitaciones omnipresentes para llevar a cabo todo su programa. En cualquier caso, se puede apreciar también una profunda aprensión ante el verdadero alcance de la debilidad española, y su posibilidad de recuperación. En 1660, Luis se había sentido mortificado por el gran espectáculo organizado por la corte de Habsburgo en las festividades matrimoniales celebradas en Bidasoa, en la frontera franco-española –una especie de “Capo de tisú de oro” del siglo XVII en que la actuación de los Borbones se había visto completamente eclipsada por el gusto y esplendor de quienes tenían a sus espaldas dos siglos de tradición borgoñona. Para Luis, esto equivalía a una derrota militar, y muy importante; de ahí surgió la simbólica directiva general enviada a sus embajadores para que se aseguraran la precedencia sobre sus colegas españoles en todas las ocasiones posibles.
            No hay que exagerar la creación por Luis de un nuevo absolutismo en Francia, ni tampoco suponer que surgió de la noche a la mañana. La construcción de Versalles, la imposición de los intendants, la creación de un ejército nuevo y permanente (aspectos todos ellos con claros precedentes españoles) ocuparon la mayor parte de una década. Las circunstancias religiosas favorecieron claramente los objetivos de Luis. Por aquellas fechas había desaparecido el antiguo celo “dévot” por los intereses de la España de la Contrarreforma, y las energías del grupo ultracatólico francés se habían orientado hacia la lucha contra el jansenismo. El hecho de que las pasiones de este elemento rebelde de la política francesa quedaran ahora incluidas dentro de la ortodoxia dominante de la corte y de sus grandes propagandistas eclesiásticos constituía un motivo de tranquilidad. Sin embargo, Luis estuvo paralizado muchos años por otros problemas, especialmente de orden fiscal y económico. Durante este tiempo, siguió una línea que correspondía básicamente a la antigua táctica de Richelieu de “guerra por poderes” contra España mediante subsidios a Inglaterra y Portugal –cambio interesante, orientado a economizar los recursos de Francia, facilitar sus preparativos y debilitar indirectamente al enemigo. En cierto contraste con su utilización en ocasiones anteriores, esta política produjo grandes triunfos en los 60. Cuando Luis comenzó su campaña en 1667, a pesar de todas las indicaciones y tendencias anteriores, cambió radical y repentinamente el contexto político de Europa. La fórmula “guerra de devolución”, como el movimiento más amplio de la sucesión española del que forma parte, se puede interpretar en un contexto mucho más amplio que su marco de referencia inmediato.

CONCLUSIONES

Parte de las discusiones entre Inglaterra y Francia en 1670, de los que surgiría el famoso “tratado secreto” de Dover, se centraron en la cuestión de las colonias españolas de América. Según los ministros de Carlos II, Inglaterra era su legítima heredera natural, y estaba dispuesta a hacerse con su herencia, sin renunciar a un ápice, en caso de que los proyectos anglo-franceses dieran lugar a una guerra declarada contra España. En el momento en que estaban a punto de ponerse en marcha estos planes, en 1672 lo que más preocupaba a la persona encargada de este ingente imperio, la regente Mariana, era el tema de la Inmaculada Concepción. Logró hacer lo que para ella era un comentario efusivo de más de cien palabras, manifestando su satisfacción ante el hecho de que el clero de Milán había declarado su apoyo a la idea de que Roma reconociese esta verdad como artículo de fe AGS ES. La corona inglesa estaba interesada desde hacía mucho tiempo en adquirir dimensiones imperiales, y los reyes españoles, especialmente Felipe IV, llevaban años haciendo campaña de la causa de la BVM; y la yuxtaposición de estas dos aspiraciones en la manera precedente es, sin duda alguna, algo artificial. Sin embargo, puede decirse que ilustra, y hasta compendia, cierta divergencia cualitativa en el planteamiento de los problemas por parte de España y de sus principales vecinos europeos que se manifiesta con toda nitidez después de la coyuntura de los últimos años 60.
            La crisis de los años inmediatamente anteriores y posteriores a 1668 parece profundamente significativa y simbólica dentro de la historia de la monarquía española. Después de la humillante e imprevista derrota militar en Portugal, el intento español de defender Flandes frente al ejército de Luis XIV resultó también un fracaso. Ya en 1669 se aceptaba en Madrid el principio de que sólo se podía proteger Flandes contando con la ayuda de potencias extranjeras. El año siguiente, España renunció de hecho a sus inmemoriales derechos a tener la exclusiva en el Nuevo Mundo; esta renuncia figuraba en un tratado con Inglaterra en el que se reconocía formalmente la conquista de Jamaica por Cromwell. Mientras tanto, Luis XIV negociaba el primer tratado de partición del imperio español con los Habsburgo de Viena. Sobre todo, y coincidiendo exactamente en el tiempo de este hecho, la monarquía aceptó la secesión y soberanía del reino de Portugal en 1668, junto con sus posesiones coloniales en África y Asia. Se trataba, por tanto, del final no sólo de la época de la hegemonía de España en Europa, sino también del clásico imperio filipino, aquel conglomerado planetario que había comenzado a existir en 1580. Así pues, la naturaleza y presupuestos de la España de los años 1670-80 eran radicalmente distintos de los existentes entre 1650 y 1660. Se había producido nada menos que un cambio de identidad.
            Al mismo tiempo que se empequeñecía la visión del papel europeo de la monarquía, se producían importantes cambios políticos dentro de Castilla. Ya antes de la muerte de Felipe IV, los trastornos locales y esporádicos iniciados en los últimos años 40 se habían extendido a la capital. En Madrid se produjeron incidentes violentos al tenerse noticias del desastre de Villaviciosa, protesta popular contra el sufrimiento producido por una guerra interminable. DE ahora en adelante, la creciente inestabilidad social de las principales ciudades de Castilla constituyó una constante preocupación política. Aunque no se produjeron levantamientos campesinos de importancia hasta finales de siglo, el peligro de la insurrección urbana demuestra que el problema de la agitación popular estaba creciendo en España en la medida que disminuía en Francia. Algo parecido podría decirse sobre las condiciones políticas generales de ambos estados. Tras el continuo empobrecimiento de sus bases físicas y legales, producido por las numerosas exigencias de las guerras, el ejercicio efectivo del absolutismo real resultó una aspiración impracticable en el momento de la sucesión al trono de un menor, que además estaba en gran parte incapacitado (1665). El desarrollo, no intencionado, de la autonomía regional y de la oligarquía aristocrática durante el reinado de Carlos II está en claro contraste con la evolución experimentada en esos mismos años al otro lado de los Pirineos. Así pues, el intercambio de papeles entre el rey católico y el rey cristiano fue un fenómeno bastante verosímil.
            Mientras tanto, el gobierno de España, dirigido por hombres que vivían en un contexto político que se había vuelto repentinamente precario e imprevisible, entró en una fase que sólo puede describirse como de introversión. Los últimos años de carrera de don Juan José constituyen una ilustración perfecta de esta tendencia. Fue él quien más íntimamente experimentó en Flandes y Portugal los desastres militares durante la última década de vida de su padre; él quien se convirtió para la nobleza en ejemplo de un nuevo código de conducta o escala de valores; y él quien contribuyó a crear las extrañas realidades políticas de la España de finales del siglo XVII. Y aunque el agotamiento de los recursos materiales, y la omnipresencia de los desastres militares, desempeñaron ciertamente un pale fundamental en el proceso de retirada, el análisis del mismo no debería acabarse, y quizá ni siquiera comenzar con dichos aspectos. En cualquier caso, es interesante observar la aparición entre 1660 y 1670 de una caricatura que fue ampliamente comentada y en la que se representaba a España como una gran vaca, que amamantaba a las naciones de Europa con sus enormes ubres. Los comerciantes holandeses y franceses se habían infiltrado y controlaban todos los aspectos importantes de la economía española. Madrid tuvo que contentarse con protestar cuando Henry Morgan (el pirata) saqueó la ciudad de Panamá en el año de 1670. Mientras tanto, la desafortunada invasión de Portugal en 1665 fue la última operación ofensiva que la España de los Habsburgo fue capaz de organizar con sus propios recursos. Cuando, en 1674, Monterrey informaba sobre la ocupación francesa del Franco-Condado, apéndice del imperio borgoñón, Mariana comentaba patéticamente que “la pérdida de tan buenos vasallos me ha causado gran aflicción, y el consejo debería considerar la forma de que esta provincia puede volver a manos del rey, mi hijo” AGS ES. Quizá tuviera valor significativo el hecho de que la aceptación oficial de la pérdida por parte de España corriera a cargo de un bastardo de aquella dinastía en otros tiempos tan gloriosa; efectivamente, en 1678 don Juan aceptó las condiciones de paz de Luis XIV.



R. A. Stradling, Europa y el declive de la estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A. 1983.
(1)H. Kamen, Economic History Revew (1964).
(2) A. Rodríguez Villa, ed., Misión Secreta del Embajador D. Pedro Ronquillo en Polonia (1674), Madrid, ¿1874, p. 5.
(3) R. Hatton, ed., Louis XIV and Europe, Londres, 1976, p. xii.
E20 Gabriel, duque de Maura, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols.
E17 R. Stradling, ”Spanish  conspiracy in England, 1661-63”, en English Historical Review, vol. 87, 1972.
E20 Grabriel, duque de Maura, op., cit.
(4) A. Paz y Melia (ed.), Los avisos de Jerónimo de Barrionuevo, 2 vol. Madrid, 1968-9.
(5) M. Morineau, Annales, ESC (1968).
(G5) A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda de Felipe IV, Madrid, Editorial de Derecho Financiero, 1960.
(6) BN CO (Biblioteca Nacional de Madrid, Colección Osuna) 10838/391v.
(7) BN PV/2408/150v.
(8) PRO  (Public Record Office (Londres) SS (State Papers, España) /44/127.
(9) AHN (Archivo Histórico Nacional, Madrid) ESW (Estado Series) 692/13 de junio de 1666.
(10) AGS (Archivo General de Simancas, España) ES (Estado Series) 3383/155v.
(11) Díaz-Plaja, Fernando (ed.), La Historia de España en sus Documentos: el siglo XVII, Madrid, Ediciones Cátedra, 1957, pp. 424-9.
E20/I, Maura, op. cit.
(12) Melia, I, op. cit., p. 251.
(13) J. Reglá, Historia de España y América, Barcelona, 1971, III, p. 292.
(14) AGS ES/3861/28 de abril de 1678.
E22 L. Pfandl, Carlos II, trad. M. Galiano, Madrid, 1947.
(15) A. Domínguez Ortiz, Hispania, 1959.
PRO (Public Record Office, Londres) SF (State Papers, Flandes)/31/444.
(16) K. Feiling, British Foreing Policy, Lonfres, 1930, p. 41.
E20/I Maura, op. cit.,
E16, R. Stradling, “A Spanish statesman of appeasement: Medina de las Torres and Spanish policy, 1630-70” en Historical Jornal, 1976, vol. 19.
(17) H. Lonchay, Le Rivalité de la France et de l´Espagne aux Pays-Bax, 1635-1700, Bruselas, 1896, p. 294.
H1 M. Grice-Hutchinson, Early Economic Thought in Spain, 1177-1740, 1978. [El pensamiento económico en España, 1177-1740, Barcelona, Crítica, 1982] 140-2.
H1, 190.
 AGS ES/2553/14 de enero de 1677.
AGS ES/3861/10 de enero de 1677.
(18)  Para el material de los siguientes párrafos, véase mi tesis doctoral inédita, R. A. Stradling, “Anglo-Spanish Relations, 1660-8”, Universidad de Gales, 1968, capítulo 3 y fuentes allí citadas.
G8, Pieter Geyl, The Netherlands in the Seventeenh Century, 1961-64, 2 vols.
AGS ES/3383/65.
AGS ES/3861/17 de Julio de 1674.

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