EUROPA Y EL DECLIVE DE LA ESTRUCTURA IMPERIAL
ESPAÑOLA, 1580-1720
CAP. 3
LOS AÑOS DE LA DERROTA (1656-1678)
En la generación
siguiente al Tratado de los Pirineos la monarquía española perdió, finalmente,
su aspiración activa a la hegemonía europea y atlántica. La voluntad de
mantener la lucha se fue apagando lentamente por una serie continua de
frustraciones y humillaciones. Para el conjunto de la monarquía este periodo
fue de una miseria casi indescriptible, con pocos rayos de esperanza en ninguna
de sus empresas. Comienza con la desaparición, en Nápoles, de la peste
devastadora que había comenzado diez años antes. Había atravesado todo el litoral
del Mediterráneo occidental, dejando quizá un millón de víctimas a su paso.
Termina con la iniciación de otra década de desesperada crisis socioeconómica
dentro de la península, la “última crisis” de Castilla. (1) No es de
extrañar que el interés histórico por este periodo haya aumentado muy poco
desde que Rodríguez Villa, atribuyera a la falta de investigación a “la
melancolía y disgusto que la narración de estas desgracias produce en el propio
espíritu” (2).
Sin embargo, sería ir demasiado
lejos pensar que España prácticamente desapareció del mapa de Europa como
consecuencia del Tratado de los Pirineos –desaparición realizada simbólicamente
en las páginas de los manuales, y literalmente en un estudio sobre la época de
Luis XIV (3).
En
realidad, todo su reinado constituye un testimonio de que la monarquía española
era, en el sentido más amplio de la palabra, una fuerza con la que había que
contar todavía. Aunque no se abandonó en absoluto la obligación de proteger su
integridad, las circunstancias de la época introdujeron cambios importantes en
las actitudes políticas. Sus defensores no era derrotistas, más bien habría que
decir que sus objetivos últimos eran todo lo contrario. Pero después de la
muerte de Felipe IV, durante la minoría de sus sucesor (1665-75), España dio
ciertos pasos hacía una base política más racional, buscando un papel más
reducido en el nuevo contexto europeo de “ascendencia francesa”. Por encima de
todo, la monarquía de Carlos II necesitaba “una completa y profunda revisión de
los métodos y objetivos nacionales… abandonando la insistencia simple y
primaria en la defensa y conservación de todas sus posesiones” (E20). Es la voz, una
vez más, de un hombre de la generación del 98, para quien la obstinada decisión
de los Habsburgo de atender a su destino imperial contribuyó en gran manera a
explicar la interrupción del progreso económico e intelectual de España.
Naturalmente, como estaban cayendo las antiguas certidumbres y rígidas máximas
políticas, y como no se tenían ideas claras ni se había formulado una posible
política de recambio, los ministros se perdían muchas veces en el laberinto
desconocido del pragmatismo. Las acciones de retaguardia de muchos
imperialistas influyentes e intransigentes, y la precaria situación del gobierno
de regencia, sólo contribuyeron a aumentar la confusión reinante.
Sin embargo, en los años 60, en el
crepúsculo de su supremacía europea, el gobierno español no carecía de hombres
de inteligencia, sensibles a la necesidad de realizar una adaptación constructiva.
La reconsideración de que habla Maura se intentó, realmente, en la segunda
mitad de la década, después de la muerte de Felipe IV –periodo semejante en
algunos aspectos al que siguió a la muerte de Felipe II. Un intento de
renunciar a los compromisos, basado en un espíritu que se puede llamar de
“apaciguamiento”, produjo algunos resultados concretos. A pesar del hecho de
que España siguió durante gran parte de estos veinte años haciendo la guerra en
defensa de sus intereses dinásticos, entre 1688 y 1772 se produjo un hiato
especial durante el cual parecía que se iba a seguir una orientación
radicalmente distinta. La tendencia, lógicamente, no era ni original ni
sencilla; en cierto sentido era casi tan tradicional como la política que
trataba de reemplazar. Como hemos visto, la lucha entre las opiniones de
“moderados” o “realistas” y de las que tenían otras convicciones es una
constante en la política de Castilla casi desde el comienzo de su participación
en una estrategia pan-europea.
EVOLUCIÓN DE LOS ACONTECIMIENTOS
Cuando, en el
otoño de 1656, se interrumpieron las negociaciones de Lionne en Madrid, España
se vio condenada a otra década de guerra en gran escala. De hecho, en esta
penúltima fase de su reinado, Felipe IV pareció acumular compromisos, tan
indiscriminada como su abuelo en una etapa semejante. Igual que Felipe IIm se
veía ahora inmerso en guerras con Francia, Inglaterra y un importado estado
rebelde, Portugal. El último frente llevaba muchos años en estado latente; en
aquel momento fue reactivado deliberadamente por Madrid en un último esfuerzo
desesperado por conseguir la sumisión de Portugal. Se intentaron invasiones de
cierta consideración en los años 1657, 1658 y 1659, más adelante en 1663 y
finalmente en 1665. Fortalecidas por la ayuda de Francia e Inglaterra, las
defensas de Portugal resistieron la intentona con relativa facilidad. Los
ejércitos españoles, heterogéneos y mal equipados sufrieron terribles derrotas,
entre las que hay que destacar la de Ameixial en 1663 (con la humillación del
bastardo del rey, don Juan José), y la de Villaviciosa en 1665, especialmente
sangrientas y claras. Se decía que las noticias sobre Villaviciosa habían
precipitado la muerte del anciano rey, hasta tal punto se sentía identificado
con la cuestión portuguesa. Esta campaña larga, desesperante y debilitadora
tuvo gran influencia de cara a reducir el sistema español a la situación, casi
de impotencia, en que se encontraba al terminar la década.
El príncipe Juan José se había visto
también implicado en otro fracaso decisivo, la batalla de las Dunas (o mejor de
Dunquerque) en 1658, que constituyó el único triunfo necesario de la alianza
anglo-francesa establecida el año anterior entre Mazarino. La pérdida de las
instalaciones de Dunquerque redujo considerablemente la viabilidad logística de
continuar la guerra en Flandes. Domínguez Ortiz coincide con el famoso crítico
coetáneo de Cromwell, Slingsby Bethel, al considerar que las acciones del
Protector ponían fin al punto muerto que había mantenido a la potencia francesa
y a la española en un equilibrio de desgaste desde Rocroi, o incluso desde
1653. Parece que no hay razones de peso para rechazar este veredicto. En 1659,
interesado por encima de todo por quedar con las manos libres para intervenir
en Portugal, Felipe decidió hacer un alto en el norte. Tuvo que resultar
difícil para el gobierno y la población de Flandes no emprender en 1660 lo que
parecía ser la eterna rutina de preparación de una campaña, que venían haciendo
todas las primaveras desde hacía cuarenta años, como si fuera la cosa más
natural del mundo. El Tratado de los Pirineos fue un acuerdo relativamente
imparcial, en el que ambos lados hicieron importantes concesiones. Luis XIV
accedió a rehabilitar a Condé y a renunciar a su ayuda a Portugal; Felipe
entregó la mano de su hija, junto con algunos territorios, de importancia
simbólica más que material en la frontera catalana. No hay justificación, para
considerar el tratado como la puntilla que remató el cadáver de la potencia
española, o como el diktat francés de que tanto han hablado los historiadores.
Su gran fallo, desde el punto de vista de la situación general de España, fue
que Inglaterra no tuvo ninguna participación.
El objetivo militar de Cromwell, al
comienzo de la guerra con España en 1655, era destruir el poder naval español.
La destrucción definitiva de las comunicaciones tenía como objeto debilitar el
control de Castilla sobre su imperio atlántico, que cavaría cayendo limpiamente
en manos de Inglaterra. Sin embargo, mientras que Blake y sus subordinados
conseguían éxitos en la destrucción de la flota enemiga en mar abierto, la
campaña de los corsarios españoles llevó la guerra a las costas y puertos del
este de Inglaterra. Los resultados fueron tan negativos, que cambiaron de forma
radical el carácter de la guerra. Se dejaron de lado inmediatamente las
triunfalistas ideas imperiales ante preocupaciones menos brillantes, pero
inmediatas. Después de 1657, la idea central de Cromwell era capturar
Dunquerque, y para esto hacía falta la colaboración con Mazarino, pues sólo así
sería posible organizar un asalto combinado al cuartel general de los
corsarios. Con la batalla y toma de Dunquerque se restablecieron la seguridad y
prestigio del Protector. Después de su muerte, el interés por lo que se había
convertido en un conflicto sin sentido, descendió de forma radical; pero la
situación política de Inglaterra durante los dieciocho meses siguientes impidió
que se llegara a un acuerdo anglo-español. Este fracaso diplomático (aunque
esta vez no fue culpa de Felipe) fue tan importante como el de 1656, pues la
política de Inglaterra iba a determinar el resultado de la guerra con Portugal,
igual que había ocurrido con la de Francia.
En 1660, Carlos II fue entronizado
en Inglaterra. Pero en vez de precipitarse en los brazos del rey católico, su
protector y aliado, comprobó que sus intereses quedaban mejor atendidos
mediante un acuerdo con Portugal, que era una promesa de numerosos El Dorados
inmensos gracias a las recompensas y beneficios de su imperio colonial. El
profundo cinismo de esta acción redujo a Felipe, a pesar de su experiencia de
la realidad, a un estado de estupefacción: “pues uno de los socios es un
rebelde contra su Dios y el otro contra su rey”. Por lo que se refería a
Inglaterra, Felipe tuvo sumo cuidado en no convertirse en instrumento activo de
esta condena, y trató de evitar las represalias. En la práctica esto no sirvió
de nada. Durante la primera mitad de la década, se mantuvo una clara presión
militar inglesa en muchos puntos débiles de la monarquía en Flandes, Portugal y
el Caribe (E17). De hecho, y en
contra de lo que dicen tantos manuales de historia de Inglaterra, se mantuvo el
estado de guerra hasta una serie de tratados en 1667-70, incluyendo la
mediación oficial inglesa del acuerdo por el cual Portugal consiguió la
independencia. Pero incluso en 1670, Henry Morgan seguía haciendo estragos en
el continente hispanoamericano, y España e Inglaterra volvieron a estar en
guerra en 1672.
Todo esto resultaba muy convincente
para el rey de Francia. Para Luis, el tratado de 1659 era únicamente el primer
paso de su objetivo, la subordinación del sistema español. En 1667, tras seis
años de preparación intensa, sus ejércitos cayeron sobre los Países Bajos
españoles; parte de los cuales deberían devolverse a Francia por el hecho de
que la infanta no había pagado su dote. Ni el gobierno español, confuso y
dividido desde la muerte de Felipe IV, ni ninguna parte de su aparato físico,
debilitado por la guerra portuguesa, estaban en condiciones de organizar la
resistencia. El sistema defensivo de Flandes, que había combatido anteriormente
con increíble decisión para no perder ni una pulgada de su territorio, tuvo que
ceder ahora varias millas. Era la campaña individual, más desastrosa del
ejército español de Flandes. Tan notables fueron las conquistas hechas por Luis
que las potencias marítimas se asustaron, ante la posibilidad de que al cabo de
un año todo Flandes quedara devorado por Francia. Es demasiado simplista la
opinión tradicional, según la cual la denominada Triple Alianza de 1688 obligó
A Luis mediante amenazas a renunciar a su programa. Las amenazas estaban
dirigidas contra España, no contra Versalles, y los historiadores españoles
están tan agradecidos al tratado de Aquisgrán. Además, Luis no había tenido
nunca intención de ingerir todos los Países Bajos españoles, precaución
confirmada por su acuerdo secreto con el emperador Leopoldo, primero de los
tratados del reparto de la monarquía española. Luis había conseguido lo que
quería, y más, pues a partir de entonces a los españoles le resultaba
prácticamente imposible defender Flandes. España salió de la “guerra de la
devolución” con algunas ciudades menos, pero en posesión de una garantía
firmada por Inglaterra y las Provincias Unidas, de proteger Flandes de
posteriores agresiones francesas.
La muerte de Felipe IV (1664)
significó la sucesión oficial de su hijo de cuatro años, Carlos II; la
instauración constitucional de una regencia en la persona de su viuda, Mariana;
y la entrega efectiva del poder a una junta de ministros que formaron el centro
oligárquico de poder durante casi una década. Ni la reina ni su confesor ni
valido, Everardo Nithard, consiguieron tener influencia positiva. El factor
político más significativo durante la década posterior fue la existencia de don
Juan José, medio-hermano adulto del nuevo rey. Ya en vida de su padre, este
príncipe no había guardado secretas sus aspiraciones a compartir el poder, y
ahora proclamaba públicamente una causa que equivalía a una petición de la
regencia. La política de este periodo estuvo dominada por su campaña y la lucha
de facciones que, como consecuencia de ella, se suscitó en Madrid. Al acabar
los años 60, don Juan representaba una alternativa que convenía a muchos
intereses individuales y de sector, por ejemplo, a la corte del príncipe de
Gales en la Inglaterra hannoveriana. Sin embargo, su primer intento por hacerse
con el poder, en 1699, fue un fracaso. Aunque su marcha sobre la capital obligó
a Mariana a destituir a su favorito, muy pocos de los grandes nobles estaban
dispuestos en estos momentos a que la autoridad pasara a manos de un aspirante
bastardo. La conducta del regente de la reina les hizo cambiar de opinión, pues
la retirada de Nithard dejó el camino expedito para un personaje que
representaba un contraste. Quizá el propio Fernando de Valenzuela fuera
consciente de esa referencia, pues fue el principal protector del teatro en
todo el siglo XVII madrileño. Durante los primeros años 70 este hidalgo
advenedizo ejerció una fascinación creciente sobre Mariana y su hijo. Baste
decir que tanto Nithard como Valenzuela,
a pesar de todas sus diferencias, tenían ante los ojos de la nobleza la
misma tara: su ilegitimidad; Maura
(también miembro de la aristocracia) se refiere despectivamente al último como
a un simple “pícaro”E20.
En
los años de influencia de Valenzuela, don Juan (que se había exiliado a Aragón
en 1669) acumuló poco a poco los recursos políticos y materiales necesarios
para otro golpe. En 1676, la mayoría de los grandes abandonaron sus puestos en
Madrid en una huelga que recordaba a la de los primeros años 40, o se pasaron
de hecho al bando del pretendiente. A finales de 1676, don Juan volvió a
marchar sobre Madrid, y esta vez consiguió su objetivo, no sólo de expulsar a
Nithard, sino de instalarse personalmente en el poder. A comienzos de 1677 se
había hecho con la autoridad de un rey, o de un dictador.
Mientras tanto, la monarquía había
llegado a implicarse hasta el fondo en otra guerra importante. Las circunstancias
en que se originó son sorprendentes y en gran parte imprevisibles. España había
salido de los años 60 con ciertos beneficios residuales. La importante serie de
concesiones comerciales y coloniales hechas a Inglaterra había resuelto algunas
diferencias importantes e iba a servir
de base para la iniciación de buenas relaciones hasta mediados del siguiente
siglo. En conjunto, los dirigentes de la política inglesa habían aceptado que
los argumentos en pro de la cooperación y de la paz podían ser los más
productivos para sus ambiciones económicas. El reconocimiento de la soberanía
de Portugal implicaba la desaparición de una pesadilla de la política española,
y una pérdida muy escasa en términos materiales. Por encima de todo, la
compleja serie de negociaciones interconectadas entre 1667 y 1670 había
representado otro paso hacía la cooperación con las Provincias Unidas, la cual
era un objetivo deseado en aquellos momentos por Madrid. También a los
holandeses les parecía que una actitud más comprensiva hacia España era la
mejor forma de explotar sus ilimitados recursos físicos, resolución apoyada por
la precaria situación de Flandes. Una vez más,
sin embargo, el capricho y codicia de un rey inglés minaron la estabilidad
europea. La garantía anglo-holandesa de los Países Bajos españoles (con el
apoyo de subsidios españoles y tropas suecas) fue destruida por la defección de
Carlos II al lado de Francia en las famosas intrigas de 1670. Mientras
maduraban los planes de Luis para una guerra de conquista contra los
holandeses, los cómplices ofrecieron a
Madrid participar en los despojos. Éste rechazó la oferta; por el contario, los
españoles, aunque de forma confusa, se inclinaron hacia un acuerdo militar con
La Haya, cuyo objetivo era la defensa de los Países Bajos. En 1672, pocas
semanas después del ataque francés inicial, el principal autor de esta
política, el conde de Monterrey (gobernador de los Países Bajos españoles),
intervino efectivamente en la campaña del lado de las Provincias Unidas. Al
llegar la primavera del año siguiente, Francia y España estaban otra vez
oficialmente en guerra.
Estos acontecimientos representaban
la segunda etapa de un proceso por el que el organismo embrionario de 1688 se
transformó en las maduras coaliciones antifrancesas de los años 90. Sin
embargo, a pesar de su entusiasmo inicial y de sus continuos esfuerzos, la
guerra evolucionó negativamente para España. En Los Países Bajos, los aliados
casi se tuvieron que limitar a contener las ofensivas francesas. Al final de
cada campaña Luis se encontraba con nuevos avances territoriales. En 1674,
aunque los tercios de Monterrey evitaron que el principal ejército aliado fuera
destrozado por Condé (batalla de Seneffe), Turenne aprovechó la oportunidad
para devastar la indefensa provincia del Franco-Condado, adquiriendo,
efectivamente, la provincia para su señor en menos de un mes. De la misma
manera, en el teatro meridional de la guerra, al tiempo que se evitaba la
invasión de Cataluña gracias a la victoria de Belgarda en 1675, una sublevación
de Sicilia obligó a alejar algunos recursos españoles de la península. Durante
el resto de la guerra, España realizó una acción de retaguardia en Cataluña y
la región mediterránea en general, lo que significaba una vuelta a la precaria
situación de mediados de los años 40. La monarquía consiguió una vez más salir
de esta situación desesperada. De hecho, al menos en el Mediterráneo, el
sistema español se mantuvo fuerte y con recursos. Contando con ayuda holandesa,
se organizó una enorme expedición marítima para ayudar al sur de Italia; las
fuerzas francesas quedaron aisladas en Mesina, centro de la insurrección, y
luego se vieron obligadas a abandonar el lugar. Estos triunfos eran de
importancia limitada si se tiene en cuenta que la Francia de Luis XIV conseguía
mantener la iniciativa y presionar en todos los puntos. Su recompensa fue el
Tratado de Nimega en 1678, en el que la dinastía de los Habsburgo entregaba su
propia tierra familiar, el Franco-Condado, antiguo condado de Borgoña. En
realidad, la guerra, que había comenzado como defensa de la república
holandesa, terminó con pérdidas territoriales que afectaron únicamente a
España.
Don Juan José, que encabezaba el
movimiento pacifista, no había tomado parte alguna en la guerra. En dos
incidentes muy sonados, se había negado a servir al gobierno de la regencia,
rechazando la llamada a defender Flandes en 1667, y declinando, ocho años más
tarde, ponerse al frente de la expedición a Mesina. Aunque esta motivación
estaba relacionada en gran parte con la política interna, se había llegado a
convencer también de que la integridad de la monarquía sólo se podía garantizar
mediante una política de comprensión con Versalles. Con este objetivo, y
concibiendo la esperanza de establecer cierto control sobre el rey adolescente,
trató de conseguir la paz mediante un matrimonio real con una princesa Borbón.
A través de esta unión pensaba solucionar el futuro de España. Don Juan no
había cumplido todavía los cincuenta, pero resultó que, cada uno de una manera
distinta, él y su instrumento estaban condenados al fracaso.
RECURSOS
En
tiempo de guerra, los persas solían destruir todos sus instrumentos musicales
que producían placer y deleite, escuchando únicamente los que tenían sonido
marcial. Esto es lo que debería hacer nuestra corte, abandonando la
contemplación de tres o cuatro espectáculos todos los días, y dedicando todos
sus esfuerzos a la defensa de España. (4)
|
Así escribía el
chismoso profesional, Jerónimo de Barrionuevo, a comienzos de 1657. Sin
embargo, su crítica a la corte y a sus placeres era injusta en varios sentidos.
Felipe IV fue un rey aficionado al teatro, y se desembolsaron grandes sumas de
dinero para la producción de comedias en los patios de los palacios y casas
religiosas de Madrid, a pesar de los rigores de la guerra ininterrumpida. Lo
que Barrionuevo no tenía en cuenta era que las diversiones de los sectores
privilegiados de la capital servían, a través de la participación de
fundaciones caritativas, para atender a las necesidades del resto de la población.
Estas necesidades no fueron nunca tan apremiantes como en 1650-60; y también en
esas fechas los espectáculos populares constituyeron una válvula de seguridad,
dada la creciente inestabilidad social de Madrid y otras grandes ciudades,
tenía cierta importancia política. Los sentimientos de Barrionuevo estaban más
justificados en relación con la continua sucesión de diversiones organizadas
por Valenzuela, pues en este caso los gastos ascendieron a alturas astronómicas
y resulta difícil evitar la impresión de una grave inconsciencia en medio del
desastre. Pero a Felipe IV no se le puede acusar fácilmente de tocar la cítara
mientras veía arder Roma. De hecho, a pesar de los considerables gastos
representados por la celebración de dos nacimientos reales en 1657 y 1661 y de
las gigantescas fiestas por el matrimonio de la infanta con Luis XIV en 1660,
el rey limitó sus propios gastos en grado sorprendente. La corte era parca en
la atención de muchas de sus propias necesidades, pues de esta forma una parte mayor
de los ingresos líquidos del rey se podrían destinar a la defensa. En octubre
de 1656 Barrionuevo había hecho algún comentario sobre el estricto
racionamiento del pan dentro de palacio, y había mencionado que la familia real
hacia sus banquetes con carne "que olía a perro muerto y estaba llena de
moscas”. Así vivía el rey que era titular –al menos en papel- de unos ingresos
de veinte millones de ducados anuales.
Estos ingresos estaban empeñados por
adelantado, y en los últimos años 50 la Corona había adelantado muchos de sus
recursos con cinco años de antelación. Felipe sufrió quizá con sus súbditos,
pero no les perdonó. No es de extrañar que la última década de su reinado fuera
especialmente desesperada en cuanto a la búsqueda de mayores ingresos, lo que
dio lugar a la imposición de varios impuestos nuevos en Castilla. En 1655 se
creó un impuesto de tráfico sobre animales y vehículos de transporte; tres años
más tarde, un aumento en el índice de los impuestos sobre las ventas forzó a
Barrionuevo a lamentarse de que “lo único que podemos hacer es rechinar los
dientes y esperar la muerte”. En 1657 se impuso a las Indias una enorme
“donación” para reparar los daños producidos por Blake. Se produjo un inmenso
debate sobre la moralidad de un impuesto sobre la harina. En último término
–amenazada, entre otras cosas, con el descontento de San Vicente, quien según
la creencia popular retiraría en tal caso su protección a España- la corona
desistió de tomar tan terrible paso. Sin embargo, en 1661 se reintrodujo el asiento
de negros que estaba calculado en unos 350.000 ducados anuales de la
producción atlántica. Estas medidas fueron complementadas con las
contribuciones fiscales de las provincias. En los años 50 Nápoles contribuía
todavía con un subsidio anual de 600.000 ducados para la defensa de Milán
solamente; y todavía veinte años más tarde, con grandes esfuerzos, se podían
conseguir importantes préstamos de los banqueros napolitanos. Un nuevo elemento
de las finanzas reales fue la ayuda recibida de los catalanes, ahora totalmente
convertidos a la idea de ser miembros de la monarquía. Sólo Barcelona aportaba
unos 150.000 escudos anuales, y las restantes ciudades catalanas colaboraban en
forma proporcional.
El frenético desenfreno de la
imposición tributaria que fue característico de la última fase del reinado de
Felipe fue, además, el último de estas características. Entre 1646 y 1661, los
envíos de plata habían descendido gradualmente desde el nivel en que se habían
mantenido en la primera mitad del reinado. A finales de los años 50 se había
reducido casi a la nada; al hacer cada vez más marcado el descenso de la curva
del gráfico, se producía una imagen muy clara para los analistas de la
decadencia española de mentalidad más estadística. La monarquía española se
deslizaba por la pendiente de la insuficiencia económica hacía el inevitable
colapso de su hegemonía. Ahora parece casi seguro que los mismos datos sobre
las importaciones de plata suelen reflejar el peligro de confiar excesivamente
en ellos en la interpretación de temas más amplios. Durante mucho tiempo se ha
mantenido la idea de que las rentas americanas de la corona siguieron durante
el resto del siglo en el mismo nivel tan bajo a que se llegó durante los años
50. Sin embargo, un estudio más reciente sobre los ingresos en metales
preciosos indica que ya en el último quinquenio del reinado de Felipe (1661-65)
se había iniciado una mejoría espectacular. (5) A finales de los años 60, se registraron
cifras que se parecían a las habituales en los 20, y poco más de una década
después superaban los niveles récords establecidos en los años 90. Aunque la
parte de no aumentó en la misma
proporción, puede ser que el intento de aligerar la carga tributaria de
Castilla después de los tratados de 1668 fuera consecuencia de este inesperado
alivio de Hacienda. En 1669 la junta de gobierno creó “un comité de
amejoramiento” que consiguió introducir algunas reformas, especialmente en
relación con Madrid. Es posible que este esfuerzo se viera influido por las
exigencias de una reforma tributaria planteadas por don Juan durante su marcha
sobre Madrid, y tratara de reducir de esta manera la popularidad del príncipe
en la capital. Fueran cualesquiera las razones, comenzó un proceso de
reconsideración del sistema fiscal que nos permite pensar que la situación de
las rentas de la corona le permitía disponer de cierta capacidad de maniobra.
Desde luego, el gobierno siguió
siendo capaz de concluir contratos militares con sus banqueros durante la
guerra portuguesa. La mayoría de las grandes firmas se habían visto arruinadas
por las terribles bancarrotas de 1647 y 1652. Sin embargo, se encontraron
sustitutos, y a pesar de nuevas suspensiones en 1660 y 1662, las asociaciones
genovesas aportaron su respaldo financiero para las sucesivas invasiones de
Portugal (G5). En 1661, don
Juan, que estaba al frente de las fuerzas castellanas, declaró que el rey había
ignorado se recomendación de llegar a un entendimiento con Lisboa: “Por
consiguiente comienzo esta campaña con la esperanza de que Dios, en su
misericordia, proveerá todo lo que falta en la preparación de mi ejército”. (6) De hecho, el príncipe tenía suministros y
equipamientos razonablemente buenos, y las quejas en sentido contrario se
pueden interpretar como una garantía frente a la pérdida de honor que
significaría una posible derrota. Una vez más, en 1664, el Consejo de Estado
informó de que los financieros se habían negado en redondo a negociar nuevos
contratos para los gastos de defensa. Sin embargo, dos años más tarde, se gastó
en la guerra portuguesa la enorme cantidad de 4,5 millones de escudos, mayor
que ninguno de los subsidios recibidos de Flandes a lo largo de todo el reinado
anterior. Conviene señalar que ni siquiera con este derroche se consiguió un
ejército lo suficientemente grande o eficiente como para organizar una invasión
de Portugal, e invertir el veredicto de Villaviciosa.
La
concentración en Portugal implicaba naturalmente un descenso concomitante de
los subsidios disponibles para Flandes, al menos hasta los años 70. En este
escenario la Corona dependía mucho de los financieros y de sus contactos
internacionales que en el caso de otros lugares más próximos. Pero en cualquier
caso en la decisión de 1656 se manifestaba un abandono relativo de Bruselas,
situación que vino a confirmar la ruptura de las comunicaciones causada por la
guerra con Inglaterra. Flandes se vio precisada a contar con sus escasos
recursos, y las cosas no cambiaron durante el tranquilo periodo de 1660 a 1667.
La relativa sorpresa del violento ataque de Luis XIV en 1667 dejó a Madrid poco
tiempo para organizar la base material de la resistencia, y esto influyó
ciertamente en la rapidez e importancia de la derrota registrada en Aquisgrán.
Y Bruselas no estaba mucho mejor preparada para los acontecimientos de 1672. El
acuerdo sobre Portugal, cuatro años de paz, y la reanudación de las
importaciones de metales preciosos, permitieron a Madrid fijar un subsidio de
tres millones de ducados anuales –cifra tradicional de las ayudas bélicas a los
Países Bajos españoles. Pero para ese momento, los problemas de transferencia
real y aceptación de las letras de cambio resultaban cada vez más insuperables,
en un mundo dominado por la influencia política y militar de Francia. Lo mismo
que en los años 90, la abundancia de la plata no garantizaba el buen
funcionamiento del sistema de crédito ni el éxito automático del esfuerzo
militar. En la primavera de 1675, el conde de Monterrey, destituido hacia poco
de su puesto en Bruselas, escribía a su sucesor diciendo que:
El
papel que puse en manos de su Mgd., y remití a V.E…. que se diesen las
órdenes a la conformidad que yo proponía, pero esto no viene a ser nada si el
Presidente de Hacienda no da satisfacción a los hombres de negocios para que
paguen sus correspondientes allá, pues si piensan que el millón y 200 mil
escudos que se han remitido a V. E. es todo efectivo se engañan por que a mi
me consta que la mayor parte es incierto…(7)
|
Aunque había razones suficientes que
justificaban este escepticismo, de hecho se hicieron llegar grandes sumas con
carácter menos esporádico que en ningún otro momento anterior. Sin embargo, a
partir de 1660 la corona se veía cada vez más comprometida a mantener no sólo a
sus propios ejércitos sino también los de sus aliados y confederados. La
garantía ofrecida a Flandes basada en la ayuda de dos potencias implicaba que
Madrid debía ayudar económicamente al mantenimiento de un ejército sueco que
haría como una especie de fuerza policial de la Triple Alianza. Ya antes de la
reanudación de la guerra en 1672 España estaba proporcionando 50.000 reales
mensuales al ejército del emperador en el Rhin. Al acabar este episodio
concreto de la resistencia a Versalles, los subsidios a las fuerzas holandesas
y alemanas ascendían a un millón de escudos anuales, al menos tanto como lo que
se daba de hecho a Bruselas.
Como se aprecia en estos últimos
hechos, el reinado del último rey de los Habsburgo el sistema español desempeñó
en las guerras europeas un papel algo diferente. Madrid había ayudado siempre
económicamente a sus aliados (Viena, los pequeños príncipes alemanes e
italianos); de la misma manera, se había incrementado el número de mercenarios
extranjeros que se utilizaban para engrosar las filas del ejército español.
Debido a ello, España había adquirido un papel decisivo en la determinación de
las líneas políticas y en la planificación estratégica, al mismo tiempo que
había mantenido bajo su control hasta regimientos de otras naciones. Al llegar
los años 70 ya no era cierta ninguna de las dos cosas, y la defensa de los
intereses septentrionales de España era responsabilidad exclusiva de sus
aliados. Una y otra vez, la monarquía se vio inmensa en guerras contra Francia,
durante las cuales tenía poca influencia en las decisiones políticas y
militares, y ocupaba, por tanto, un papel subsidiario dentro de la
confederación. En este sentido, tuvo importancia el hecho de que cada vez fuera
menor el número de hombres que podía reclutar la monarquía. No conviene
exagerar la rapidez de la disminución, y la escasez nunca fue total, pues
Castilla y Nápoles aportaron regularmente cuotas de hombres hasta los años 90.
Pero a partir de la reanudación de la guerra portuguesa, el problema
cuantitativo adquirió una importancia vital.
Originalmente se había pensado en un
ejército de campaña compuesto de 40.000 hombres; pero incluso en 1661 fue
imposible conseguir esa meta. El ejército de don Juan, con sus 24.000 hombres,
no era una fuerza despreciable, ni mucho menos. Desde luego era mayor que
cualquiera de los que había dirigido en los Países Bajos, y contaba con muchos
veteranos flamencos, así como una razonable proporción de caballería. La
imposibilidad de conseguir resultados positivos produjo una situación de
deterioro y deserciones, y después del desastre de Ameixial, el ejército se
desintegró. En 1664-1665 se constituyó otra fuerza, y se reclutaron cinco
nuevos tercios, unos 9.000 hombres en la meseta central de Castilla. Se hizo un
esfuerzo patético y desesperado para apoyar la invasión de 1665 preparando una
armada que bloquearía Lisboa. El ejército que cruzó la frontera con dirección a
Villaviciosa contaba también con unos 20.000 hombres, pero era un instrumento
tremendamente débil y desmoralizado, formado por ancianos, lisiados, enfermos y
presidiarios. Además, los ejércitos, acuartelados durante diez días en la
frontera de Extremadura, “producen tal opresión que parece que más que vienen a
destruir a los súbditos del rey que a iniciar la conquista de Portugal”. (8) Las deficiencias
crónicas en el suministro producían como resultado natural la falta de moral y
la indisciplina. Ante la continua serie de quejas recibidas, la corona lo único
que podía hacer era repetir las mismas aburridas exhortaciones de siempre. En
1666, un real decreto afirmaba que:
El
principal medio para conseguir el conservar y aumentar la gente de guerra en
el número y disciplina que conviene es la puntual observancia de las ordenes
militares… mando que precisamente se guarden las que hizo Don Gonzalo de
Córdova… no se alteren por ningún caso… (9)
|
La mención del Gran Capitán ya no era suficiente. La paz con Portugal en 1668 fue
verdaderamente fruto del agotamiento material y económico. De todas formas, no
es probable que se hubiera realizado sin el pánico de la primavera y verano de
1667, en que parecía que se iba a perder todo Flandes.
Como hemos visto, Flandes se quedó
sin sus mejores hombres en 1660, y cuando llegó el ataque de Luis sólo estaban
alistados 2.000 españoles. Incluyendo las tropas de guarnición, la fuerza
defensiva contaba todavía con más de 30.000 hombres, pero esto representaba un
descenso del 50 por 100 en relación con la cifra de 1647, mientras que el
ejército francés había crecido en proporción inversa, por no decir nada de su
enorme progreso en calidad. Todavía era más notable la ausencia de italianos en
el ejército de Flandes, siendo menos de 1.000 los que figuraban en 1667. Aunque
a estas alturas era prácticamente imposible transportar hombres desde Nápoles a
Holanda, todavía era posible recurrir a la antigua práctica de trasladarlos en
etapas hasta las zonas más reducidas y menos vulnerables del sur. A finales de
los años 50, y nuevamente en las campañas de 1674-1678, los soldados napolitanos
llegaban periódicamente a Barcelona para ayudar a los catalanes en su tenaz
resistencia a Francia. En realidad, lo mismo que la reconquista de Portugal
había pasado por encima de las necesidades de Flandes, la seguridad de Cataluña
precedía a la de Italia, incluso a la de Milán. En 1672, cuando Francia
amenazaba a ambas áreas, el Consejo de Estado respondió a las súplicas del
conde Osuna, gobernador de Milán, diciendo que “el principado de Cataluña está
tan falto de protección que los refuerzos de Nápoles no se pueden desviar para
ninguna otra zona”. (10)
Era
claro que Milán no tenía la fuerza militar que le correspondía, pues Osuna
tenía un ejército de operaciones de sólo 11.000 hombres, pero de hecho no llegó
a producirse el temido golpe en el norte de Italia. Como hemos visto, la
monarquía era capaz de defenderse con fuerza en el Mediterráneo, y la
intervención en Sicilia demuestra que todavía contaba con capacidad para una
actividad militar en gran escala. Sin embargo, en los pueblos de Nápoles, como
en los de Castilla, estaban agotándose las reservas de carne de cañón. Durante
todo el año de 1672, por ejemplo, el virrey no pudo reclutar la mitad de las
cifras exigidas por Madrid. Además, zonas como Suiza y Alemania, con las que
anteriormente se podía contar para cubrir los huecos, enviaban ahora a sus
hombres a los ejércitos holandeses o imperiales, donde tenían mejor paga y
trato.
Dado el empobrecimiento demográfico
de la monarquía, no sorprende demasiado la incapacidad de atender las
necesidades de sus sistemas defensivos. Aunque no podemos hablar con toda
certeza, es probable que la población de las provincias mediterráneas,
incluyendo Castilla, alcanzara su punto más bajo. Al llegar al último cuarto de
siglo había comenzado una tendencia a la recuperación, pero era demasiado
tardía y demasiado lenta para repercutir de alguna manera en los asuntos de
Europa. Dentro de este contexto conviene también mencionar que los habitantes
de Castilla, que experimentaron los terribles sacrificios de la guerra portuguesa
para luego verse inmersos en el periodo casi apocalíptico de calamidades
naturales que afligieron a la península en la década siguiente, no eran tan
complacientes como sus antepasados. Los disturbios populares, la resistencia a
los encargados de realizar el reclutamiento, al recaudador de impuestos y al
corregidor comenzaron en los años 40 y llegaron a ser endémicos, afectando
seriamente a Madrid por primera vez a finales del reinado de Felipe. Esto
limitaba la eficacia militar en varios sentidos, aunque también es verdad que
la participación de la monarquía en la guerra ya no se basaba en el apoyo
popular con que se había contado en generaciones anteriores. Al llegar los años
60, se había generalizado la convicción de que la guerra era el principal
causante de los trastornos administrativos, sociales y económicos.
Aunque las cosas hubieran ido de
distinta manera en este terreno, ya no era posible una política ofensiva en
Europa. La monarquía, con su economía y sistema monetario en ruinas, con su red
de comunicaciones deshecha, no contaba con muchas posibilidades de acceso a las
fuentes de matériel de guerre. En
1675, por ejemplo, el general de artillería no podía contar con armas ni
pólvora para suministrar al ejército de Cataluña. Tres años más tarde, el
gobernador de Milán afirmaba que, en el caso improbable de que su ejército
volviera a ser como antes, seguiría sin poder defender el ducado, pues
necesitaba 10 mil cajas de municiones, 12 mil de balas de mosquete, 15 mil
arcabuces y 12 mil picas (11).
Con esto se demuestra el hecho de que los
soportes materiales del sistema español cedieron antes que la capacidad de
pagarlos. Pero también se estaba hundiendo la base espiritual; como dice Maura,
“el daño más importante producido por la frustración de nuestro destino
histórico fue el continuo deterioro de las actitudes individuales… la falta de
espíritu colectivo, cuya desaparición coincidió con el colapso de la nación,
pues ninguno de ellos puede subsistir sin el otro” (E20/I). Existen
innumerables testimonios en todos los asuntos que confirman esta observación
aparentemente metafísica y retórica. En una carta de Barrionuevo se puede leer
que “don Fernando de Tejado ha rechazado el nombramiento de gobernador de las
Islas Canarias, donde se dice que los ingleses van a atacar este año”; y que
“Caracena no quiere ir a Nápoles, a no ser que le ofrezca el título de grande” (12). En los años 70
hubo que convencer a la nobleza, con lisonjas y amenazas, para que ejerciera
ciertas responsabilidades por las que, en días pasados, habían luchado y
presionado sin contemplaciones. Maura señala como rara excepción, el caso del condestable
de Castilla, Íñigo de Velasco, hombre que representaba las antiguas virtudes
militares. Pero incluso Velasco, después de un breve periodo de gobernador de
Flandes, se negó a aceptar sin una recompensa el puesto mucho menos oneroso de
Nápoles, mientras que anteriormente el ofrecimiento era al mismo tiempo una
distinción honorífica y una garantía de fortuna. El caso más llamativo, y que
sirvió de ejemplo para todos, fue el de don Juan. A finales de 1667, cuando
Madrid había decidido seguir luchando contra Francia en los Países Bajos, se
pidió a don Juan que se pusiera al frente del ejército. Nadie podía pensar que
tal misión iba a añadir lustre a su apellido. Pero se iniciaron preparativos
muy intensos;; se formó un pequeño pero bien formado ejército de 5.000 hombres
en el norte de España para ser transportados a Ostende, se consiguieron los
“asientos” necesarios y se reservaron 100 mil ducados de plata para uso del
príncipe. Pero éste se negó a marchar, estableciendo así un mal precedente, y
con él lo que iba a ser la tónica de su generación. La nobleza “ahora cambiar
la frivolidad de la vida cortesana por el campo de batalla, y ya no estaba
dispuesta a vaciar sus bolsas para colaborar en las necesidades crecientes de
la defensa nacional” (13).
No
era lo mismo que la marcha de la aristocracia de la corte en tiempos de
Olivares; por el contrario, acudió a Madrid, temerosa de dejar el centro de
reparto de beneficios en manos de los rivales, tendencia que se vio fomentada
por la crónica estabilidad política del reino. Los palacios de la capital –los
del rey, el príncipe, la reina regente y los grandes, estaban llenos de estos
decorativos parásitos. Los cargos cortesanos, que aumentaron en número, se
buscaban con gran interés, y eran frecuentes los casos de quienes poseían
varios, mientras que seguían vacantes los puestos más importantes del servicio
diplomático y la administración provincial.
Una vez en el poder, el mismo don
Juan José de Austria comenzó a experimentar los inconvenientes de la actitud que
tanto había contribuido a fomentar. Hasta los más grandes nobles dependían
económicamente del inmenso patrimonio de la casa real. Sin embargo, cuando en
1678 Carlos II trató de obtener un “donativo” de su propio Consejo de Estado
–se sugirió la cifra de 50 mil reales por persona-, sólo respondieron dos de
sus componentes, aunque los miembros del Consejo “no negaban que sus personas,
riquezas y tierras estaban a los pies de Su Majestad” (14).
POLÍTICA
Tras la muerte
de Felipe IV, el gobierno de la monarquía española, se ser el más estable y
ordenado de Europa pasó a convertirse en el más caótico y vacilante. En poco
más de una década España pasó del control de un rey al de una oligarquía y
hasta de un “protector” militar, proceso salpicado con la subida y la caída de
dos pseudo-validos, y más característico de un país inmerso en una revolución
intensa y violenta. Estos cambios fueron principalmente de carácter
superficial. La desaparición de una figura unitaria de arbitraje y coordinación
sometió a dura prueba un sistema de gobierno concebido para atender las
necesidades de un monarca maduro. En circunstancias normales, como hemos visto,
su complejidad no se manifestaba necesariamente en inflexibilidad o confusión;
en cambio, después de 1665 estas características adquirieron carácter
predominante. Es cierto que los intentos póstumos del rey por resolver aquella
situación no fueron totalmente inútiles. En su último testamento se decretaba
el establecimiento de una Junta de
Gobierno con cuyo consejo y consentimiento debería actuar su viuda durante
la regencia, que procedía de los consejos principales (E22). Fundamentalmente, consistía en un Consejo de Estado, pero
dotado de una nueva clase de autoridad constitucional, y que duraría hasta que
Carlos II llegara a la mayoría de edad. Aunque su gobierno fue suspendido en
dos ocasiones, este grupo siguió dirigiendo en la práctica los asuntos de
estado hasta el golpe de don Juan en 1676. Lógicamente, la ausencia de un
soberano concreto favoreció la aparición de políticos puros en Madrid. Este
fenómeno, al que también contribuyó la actividad de don Juan, era, en su
conjunto, algo nuevo. Sin embargo, se puede detectar cierta continuidad en la
supervivencia de la junta, y en especial en la de su personalidad más destacada,
el conde de Peñaranda (muerto en 1676).
Felipe IV siguió gobernando hasta
sus últimas semanas de vida, manifestando quizá más obstinación y arbitrariedad
en sus decisiones políticas. Los perjuicios de Felipe desempeñaron un papel
fundamental en el rechazo por Madrid de la propuesta de Francia en 1656, y en
la decisión posterior de iniciar la ofensiva contra Portugal –lo que implicaba
el abandono de Flandes (15).
Se
puede considerar muy característica de su personalidad la interpretación de que
la misión de Lionne era un signo de debilidad, lo cual indicaba que no se podía
dejar pasar la última oportunidad de reconquistar Portugal. En ambas actitudes
parece probable que tuviera que imponerse a las objeciones de don Luis de Haro
y no digamos del Consejo de Estado, mientras que en la última fue prácticamente
sor María su único apoyo firme. Convencido de que estaba en juego la seguridad
de Castilla, así como la de alma inmortal, Felipe estaba obsesionado con la
derrota de los Braganzas casi a cualquier precio. En 1657 comenzó a buscar una
nueva orientación para los recursos existentes, a pesar de la oposición de don
Juan José, gobernador de los Países Bajos españoles. En un enfrentamiento de
caracteres que era pálido reflejo de la anterior oposición entre otro Felipe y
otro don Juan en relación con la política de los Países Bajos, el Consejo de
Estado se inclinó del lado del príncipe. En la práctica, la cuestión quedó
zanjada por la guerra con Inglaterra, que impidió a Flandes recibir más ayuda.
La invasión de Portugal se puso en marcha en 1657; el fracaso experimentado fue
al menos tan importante como las derrotas frente a Francia e Inglaterra para
hacer que Felipe accediera muy a su pesar a aceptar el parecer de sus
ministros. La respuesta favorable de Madrid a la posterior iniciativa francesa,
que dio lugar a las negociaciones sobre la paz de los Pirineos, fue
consecuencia en gran parte de la sensación de que la única forma de acabar con
la resistencia de Portugal era concentrar los recursos con los que contaba
todavía España. Como en todos los demás casos en que se llegó durante este
reinado a acuerdos diplomáticos importantes, España hizo la paz para poder
hacer la guerra. De hecho, el cálculo que llevó al Tratado de los Pirineos
sobrevivió al rey y estuvo presente en la paz con Portugal en 1668.
La cuestión portuguesa tuvo también
importancia fundamental en la evolución de otra importante línea de acción. A
pesar de su promesa, Luís XIV continuó colaborando subrepticiamente a la
defensa de Portugal y contribuyó a promover la alianza anglo-portuguesa. Esto,
unido a una falta de potencia marítima que era ahora prácticamente completa,
inclinó progresivamente a Madrid a estrechar las relaciones con las Provincias
Unidas. Impulsado en parte por la lógica de su interdependencia económica, el
proceso de conversión de los enemigos naturales en aliados naturales había
comenzado en los años que siguieron al Tratado de Munster. En 1656, don Juan
recibió orden de llegar a un acuerdo concreto con La Haya, en unión con el
embajador español, Gamarra, quien dedicó veinte años a la consecución de este
objetivo. En 1657, uno de los agentes de Cromwell en los Países Bajos informaba
sobre:
…
las noticias procedentes de Holanda sobre los grandes preparativos marítimos
que están haciendo… Se cree que tienen intención de unirse con España. El
embajador español fue recibido con todos los honores en Amsterdam, como nunca
había sido recibido el Príncipe de Orange… le dieron el mando de la ciudad y
a su vuelta a La Haya organizó un ballet en honor de las damas y nobles que
le debió costar una fortuna PRO SF.
|
La revolución diplomática que se
insinúa en estas líneas ya no es una quimera. En los últimos años 50 aumentó el
temor de los holandeses en relación con la expansión del poder militar francés
o de la potencia naval de Inglaterra. Aunque los agentes trataban cautamente de
evitar los compromisos explícitos, estos factores iniciaron un cambio de
actitud en España. En 1659-1660 los holandeses se encargaron de realizar el
transporte de los soldados españoles desde Flandes e Italia hasta el frente
portugués, y al año siguiente la flota de Ruyter protegió la llegada de la
flota de la plata al tenerse sospecha de que los ingleses iban a intentar un
ataque sorpresa. En Rotterdam se estaban construyendo nuevos barcos de guerra
por encargo de España, en un intento de resucitar la Armada. A su vez, Madrid
aumentó las concesiones comerciales del tratado de Munster, concediendo a los
barcos y comerciantes holandeses trato de favor en todas sus empresas
atlánticas, ibéricas y mediterráneas. Durante la segunda guerra anglo-holandesa
de 1664-1667, la inclinación de España en favor de la república, claramente
observada por el embajador inglés en Madrid, tuvo gran importancia. No es de
extrañar que en algún momento “toda Europa estuviera pensando que se produciría
la guerra entre Inglaterra y la alianza no declarada de holandeses y españoles
contra Portugal” (16).
ES cierto que Madrid no estaba
pensando en una confrontación directa. Más bien al contrario, durante los años
60 el trauma de la guerra en Portugal contribuyó a producir una reacción
contraria a los presupuestos tradicionales de la política de defensa. En 1667
don Juan dijo a la reina regente que “de no ocurrir algún milagro, dos cosas
han hecho inevitable la pérdida de todos nuestros dominios. Una es el
agotamiento completo de los recursos como consecuencia de la guerra con
Portugal; y la otra es el monstruoso gobierno de Nithard” (E20/I). El duque de
Medina de las Torres, que hacía las veces de primer ministro en los últimos
años de Felipe IV, estaba totalmente de acuerdo con estos sentimientos. Desde
hacía tiempo, Medina era el más decidido defensor de un abandono gradual de los
compromisos, y después de la derrota de América (1663) presionó con fuerza para
que se llegara a un acuerdo con la alianza anglo-portuguesa. Para este
estadista, la supervivencia de la monarquía dependía de la paz, y la paz sólo
se podía conseguir mediante el apaciguamiento. Medina no era pacifista, y veía
en la recuperación la clave para una resistencia a largo plazo a las
aspiraciones de Versalles; pero aceptaba la necesidad de que España se tragara
su orgullo, idea que repugnaba a su dinastía y a la clase dirigente. Debido en
parte a esta razón, Felipe le excluyó a su muerte de la “junta de gobierno”.
Sin embargo, sus opiniones fueron ganando terreno poco a poco. En la política
de este periodo, algunos historiadores españoles han dicho del gobierno de la
regencia que actuaba en interés de Austria, es decir, en contra de Francia.
Aunque es cierto que Mariana y Nithard eran de origen “austriaco”, en la
práctica su determinación de continuar la guerra portuguesa á l´outrance beneficiaba directamente a
los intereses de Luis XIV. SE emprendió una lucha entre facciones, en la que
Viena estaba del lado de Medina mientras Versalles apoyaba al gobierno de la
regencia y a su principal paladín, Peñaranda, en uno de los episodios más
interesantes y significativos del eterno conflicto de actitudes sobre la
política defensiva (E16). La invasión francesa de Flandes en 1667 llevó las
cosas a un punto decisivo, y Medina llevó a buen término las negociaciones de
1667-1668, que constituyeron la base para que la monarquía tuviera el respiro y
reorientación que tanto necesitaba.
Tras la muerte de Medina en 1668, su
rival Peñaranda, en una acción característica de la política de facciones, se
convirtió a sus ideas. En 1670, un tratado colonial con Inglaterra representó
la primera vez en que España abandonaba oficialmente los principios del
monopolio en el Atlántico. Al mismo tiempo, Peñaranda dejó caer la insinuación
todavía más radical de entregar Flandes a Luis XIV a cambio del territorio
español entregado a Francia en 1659. La relegación de los Países Bajos aparecía
implícitamente en muchas decisiones d emergencia sobre prioridades tomadas
desde 1640. Quizá estuviera implícita en el ofrecimiento de la total soberanía
hecho en Bruselas por don Juan en 1667, que repetía curiosamente las ambiciones
de su homónimo y predecesor. Es indudable que había indicios de que por primera
vez desde los años 90, que muchos españoles tenían la convicción de que Flandes
era poco más que una carga para la monarquía. Por fin, parecía que España
estaba dispuesta a enfrentarse con la realidad y a podar las ramas muertas del
imperio. Estos factores sólo pudieron adquirir carácter prominente en un
contexto creado por la ausencia de un rey Habsburgo, hecho que ilustra
nuevamente la importancia fundamental de la dinastía. Pero en cualquier caso
esta fase política (1667-1672) tuvo quizá la peculiaridad de que la mentalidad
de la Kleinspanien, siempre presente
por debajo de la superficie de la política española, logró aflorar durante
algún tiempo y dominar en sus deliberaciones. Su presencia no constituyó un
fenómeno claro y fue amargamente combatida por muchos tradicionalistas. Aunque
podía establecerse cierta analogía con el periodo de reconsideración que siguió
a la muerte de Felipe II, estos acontecimientos eran más bien una profecía de
futuros cambios.
A pesar de todo, comenta el
historiador belga Lonchay, refiriéndose a la entrada de España en la guerra de
1672, “España volvió testarudamente al campo de batalla” (17). Efectivamente,
después de tener al alcance de la mano la oportunidad de replegarse, España se
dejó caer en el marasmo de la guerra. A la primera ocasión, parece ser, el realismo
se vino abajo, y fueron las antiguas respuestas automáticas las que tomaron el
control de la política. Quizá esta forma de hablar resulte demasiado tajante,
pero es muy difícil dar una interpretación clara y coherente de los
acontecimientos de 1672-1673. Madrid estaba informada, a finales de 1671, de
las tendencia principales de la política anglofrancesa, y de que su objetivo
eran las Provincias Unidas y nos los Países Bajos españoles. A comienzos de
1672, una “demarche” inglesa habría dejado pocas dudas a los ministros. Sin
embargo, dada su larga y amarga experiencia de esta misma empresa, al gobierno
español le resultaba difícil registrar el hecho sorprendente de que Luis XIV
tenía intención de atacar y someter a la república holandesa. Naturalmente, sospechaban
que era un truco para acabar con Flandes. Esta sospecha llevó a la Junta a
realizar su propia “diplomacia secreta”, que en la práctica quedó en manos de
la iniciativa de Monterrey y de Manuel de Lira, embajador en La Haya. No se
tenía conciencia de las consecuencias de aquella decisión. El enviado inglés
envió a Londres diciendo que “aquí todos desean grandemente ayudar a los
holandeses, y lo harían sin ninguna duda aun cuando los franceses fueran más
fuertes que en la actualidad” H1. Peñaranda defensor tradicional de las buenas
relaciones con las Provincias Unidas, parecía corroborar esto, a pesar de sus
opiniones sobre Flandes.
Sin embargo, algunos aspectos del
acuerdo Monterrey-Lira con los holandeses causaron inquietud desde el primer
momento. Madrid mantuvo más adelante que en 1672 la monarquía había ido
gallardamente a la guerra con Francia, salvando así a la república de una
segura destrucción. Pero había quizá algo de fanfarronería en el tratamiento
despectivo de las propuestas inglesas y en las referencias a la senda del
honor. Hablando sin extremismos, podríamos decir que la perspectiva de otra
guerra con Francia en los Países Bajos no se veía con ecuanimidad. Quizá sea
más exacto afirmar que en 1672 (como en 1621) España se vio arrastrada a la
guerra, en parte en falta de otra alternativa, en parte por la energía de sus
representantes diplomáticos, y en parte, también, por carecer de una base firme
en que apoyar su política. Cuando Monterrey consumó la decisión enviando tropas
en ayuda de los atribulados holandeses, Madrid prometió enviar refuerzos. Los
antiguos adversarios que habrían enfrentado sus destinos durante ochenta años
acababan uniéndose en una alianza para la defensa común de los Países Bajos.
Naturalmente, la guerra fue muy impopular
en Flandes, especialmente cuando Luis XIV colérico y frustrado envió su
ejército para devastar y sembrar el terror en la provincia en la primavera de
1673. La decisión española se tambaleó y se planteó la duda de si dar el paso
final de declarar la guerra o negociar un acuerdo militar con los holandeses
para hacer frente a la nueva situación. La incertidumbre de Madrid no se
reflejó en Flandes, donde Monterrey continuó sus campañas con energía y
determinación –hasta el punto de que fue depuesto en 1674. Desde luego, la
persona diplomática no coincidía con las dudas que la corroían internamente.
Cuando Francia declaró oficialmente la guerra, Luis XIV fue condenado como
criminal internacional, y España declaro que sus objetivos de guerra eran la restitución
de todas las pérdidas territoriales experimentadas desde 1659. “Es curioso”,
comenta un observador, “hasta que puntos e hacen ilusiones de imponerse a
Francia y obligar a esta corona a devolver todas sus conquistas” H1. La
ambición verdadera de España era conseguir una paz rápida, pero le resultó
políticamente imposible escapar de aquella maraña. Al prolongarse la guerra,
poco podía hacer el gobierno como no fuera hacer frente a sus exigencias
militares, y presionar para llegar a un acuerdo razonable.
En todos estos temas las medidas se
debatían y decidían en la junta, que actuaba siguiendo las orientaciones del
tradicional Consejo de Estado. La influencia de Fernando de Valenzuela, privado
de la reina, era prácticamente nula, por lo que podemos saber. Maura afirmaba
que nunca había visto la firma de este advenedizo en ningún momento de
importancia, y un embajador inglés tardó cinco años en considerar que su
posición era un dato a tener en cuenta en sus informes en 1674.
Cuando en 1677 el sucedáneo de rey
reemplazó al sucedáneo de valido, el cambio suscitó muchas esperanzas. Sólo
tuvieron que pasar unas semanas para que produjera la decepción: “El príncipe
entró en Madrid, sacó su espada, y luego… no hizo nada”, como decía un epigrama
popular. Esto es cierto por lo que respecta a las expectaciones de las masas,
pero la influencia de don Juan en lo que se llamaba “altos negocios” fue más
pronunciada. Prácticamente en su primera sesión de Consejo de Estado, apoyó a
la facción que reaccionó favorablemente ante las propuestas de paz de Luis XIV.
NO estaba muy interesado en continuar la defensa de Flandes, y tenía la
sospecha de que los aliados de España pudieran obligarle, como ocurrió en 1668,
a aceptar una paz humillante (18). Durante la guerra, según una línea de
opinión dentro del consejo, los holandeses habían vuelto a las andadas; desde
luego, en 1677 existía poca confianza entre los aliados, y Guillermo de Orange
no era más popular en Madrid de lo que había sido un siglo antes el fundador de
la dinastía. La Haya se había limitado a aprovecharse de los recursos españoles
para concentrarse en su propia defensa, y se le consideraba culpable de la
conquista del Franco-Condado. Con ello se olvidaba, por ejemplo, la aportación
esencial de los holandeses a la conservación de Sicilia, acción en la que
Ruyter perdió la vida.
Otra consideración, aparentemente
trivial, que preocupó mucho al consejo ilustra perfectamente la pertinaz
supervivencia de las preconcepciones anteriores. Uno de los objetivos
declarados por Luis XIV al iniciar la guerra había sido obligar a los
holandeses a admitir la libre práctica del catolicismo dentro de la república.
Éste había sido uno de los principios básicos de España durante sus propias
guerras en Flandes. La paradoja de las tropas españolas que se oponían a este
triunfo de la fe tuvo que resultar muy dolorosa para los confesores reales y
los prelados políticos, personajes que habían conseguido aumentar su influencia
desde 1665. De la misma manera, como el Vaticano no se cansaba nunca de
declarar, la continua presencia de tantos soldados holandeses y alemanes en los
Países Bajos españoles representaba un peligro para las de los súbditos del
rey. En estos dos puntos, el propio Carlos, que había llegado en esos momentos
a su mayoría de edad y de juicio?, resultaba enormemente vulnerable. Por eso
desempeñaron un papel considerable, quizá mayor que cualquier cálculo
relacionado con la insuficiencia material, en la aceptación española de la
desastrosa Paz de Nimega en 1678.
La tragedia de España iba a quedar
ahora atrapada en el dilema característico de las potencias apaciaguadoras. Si
se hubiera podido asegurar la seguridad absoluta mediante la entrega de
Portugal, Jamaica, Borgoña, y hasta el propio Flandes, en ese caso se habría considerado
que el proceso de retirada era bueno y conveniente. Pero como los enemigos de
España, e incluso sus amigos, manifestaban un insaciable apetito territorial y
económico, la guerra seguía siendo el único mecanismo de control. De esta
manera, a pesar de la práctica desaparición de sus ideales auténticos y
compromisos positivos, España seguía siendo esclava de la “teoría del dominó”
del imperio que había impuesto en todo momento la existencia de luchas y
sacrificios.
ACTITUDES
Hablando en
términos muy amplios, la actitud característica de la monarquía entre los
estados europeos del tercer cuarto del siglo era una actitud descaradamente
codiciosa. Naturalmente, en los consejos de los principales rivales de España
había estado siempre presente el deseo de tantear sus debilidades y
aprovecharse de ellas. Pero esta ambición solía estar moderada por una precaución
necesaria basada en el hecho empírico del poder español; hecho éste que incluso
las Provincias Unidas habían llegado a reconocer y respetar. La coyuntura de
los años 40 produjo un cambio considerable en este planteamiento,, pues en
aquellos años se produjo la pérdida definitiva de la “reputación” de España y
un consiguiente aumento de confianza en las otras potencias. Ninguna de ellas,
cualquiera que fuera su relación tradicional con Madrid, podría permitirse en
adelante desaprovechar las oportunidades de engrandecimiento ofrecidas por la
decadencia militar del sistema español. Este axioma estaba presente en los
cálculos de una ciudad-estado comercial, como Hamburgo, o
territorial-dinástica, como Brandenburgo, tanto como en los de Versalles. El
nuevo principio se puede seguir expresando con la antigua fórmula histórica de
“problema de la sucesión española”.
Por consiguiente, aunque la
interpretación deba ser casi totalmente negativa, los recursos materiales y la
política de la monarquía española seguían siendo fundamentales dentro de los
asuntos de Europa. El atavismo de los sucesores de España dio lugar a las
épicas luchas continentales-coloniales del periodo y, posteriormente, al
sistema de estados del anciano régimen europeo. Si los cambios eran obra de la
guerra o de la diplomacia, era una cuestión que no importaba demasiado. Las
enormes posibilidades, todavía sin explorar, del imperio español, cuando se
consideraban al mismo tiempo que su hundimiento militar, constituían una prueba
palpable de la validez de la teoría mercantilista. Para los discípulos
intelectuales de Thomas Mun, igual que para los imitadores de Colbert, los
principios del beneficio y del poder estaba perfectamente resumidos en el mundo
hispánico, lo mismo que para el científico, Dios estaba representado en la
maquinaria de un reloj.
Para los hombres de negocios de
Europa la monarquía continuo siendo un cliente importante, en la medida en que
se trataba de defender sus posesiones haciendo la guerra; quizá más que en
ningún momento anterior. Para los diplomáticos, cada vez más interesados por
las cuestiones económicas, la corte española seguía siendo la suprema
dispensadora de favores comerciales y promoción personal. Sin embargo, ahora
tenían conciencia de llevar la iniciativa; su tono pasó de la súplica a la
exigencia, y hasta la amenaza. En 1664, por ejemplo, el secretario de estado
inglés pudo dar instrucciones a su embajador para que se dirigiera a los
españoles en términos que habrían resultado claramente insensatos sólo una
década antes.
Amenazada como estaba con la
potencia de su vecino francés. España necesitaba contar con la buena voluntad
de todos los pequeños príncipes. En 1677, cuando los ministros de tres pequeños
estados alemanes enviaron representaciones conjuntas al Consejo de Estado para
protestar por la demora en el pago de varios subsidios y pensiones, la
respuesta de este organismo, omnipotente en tiempos anteriores, fue pedir
disculpas en tono conciliatorio y complaciente AGS ES. Los políticos de Europa
se reunían en Madrid para escuchar los deseos de España pero en un sentido
totalmente distinto del anterior.
Inglaterra, que no tenía la
influencia ni de los holandeses ni de los franceses en el pensamiento de
Madrid, fue en muchos casos la piedra de toque de estas actitudes (18). Como hemos
visto, la guerra de Cromwell perdió popularidad rápidamente, y al llegar el año
1660 el restaurado Carlos II se vio bombardeado con peticiones de la comunidad
mercantil para que la terminara. El rey optó por hacer caso omiso de ellas e
inclinarse para llegar a un acuerdo con Portugal, sin saber que estaba
cometiendo un tremendo error. Mientras que la situación económica de España comenzaba
a mejorar y era capaz de producir graves aprietos al comercio inglés en el
Mediterráneo, los acuerdos comerciales y económicos con los portugueses
tropezaron con enormes dificultades. En 1664, un comité comercial calculaba que
los comerciantes ingleses habían perdido 1.500.000 libras como consecuencia de
las multas, imposiciones especiales y embargos ocurridos desde 1660, mientras
que la pérdida de oportunidades de realizar contratos en el mundo español
resultaba de valor prácticamente incalculable. Algunos sectores de la vida
comercial inglesa deseaban no sólo recuperar la ventajosa situación conseguida
antes de 1655 en el comercio peninsular, sino también explotar más a fondo el
mercado de materias primas españolas –especialmente la lana- y de productos
agrícolas de Andalucía. Además, el comercio con el mundo extra-europeo dependía
en gran medida del acceso al suministro de plata, y esto era de importancia
fundamental para las actividades de la “East India Company” debido a la
balanza, endémicamente desfavorable, del comercio al este del cabo. Finalmente,
la nueva “Royal African Company” –en el que tenían intereses los Estuardo y
todos los cortesanos prominentes- sólo podría conseguir buenos resultados si
adquiría una posición dominante en el comercio de los esclavos. El famoso asiento de negros, cuya concesión
dependía de Madrid, se valoraba no sólo por lo que era en sí mismo, sino por
las lucrativas –aunque todavía ilícitas- oportunidades que ofrecía de realizar
otras actividades en el Caribe y en otros territorios españoles.
El capitalismo inglés veía no sólo
cómo se le negaba el acceso a estas oportunidades, sino también que quienes más
las aprovechaban eran sus más acérrimos competidores, los holandeses. Las
Provincias Unidas obtuvieron enormes beneficios de la hostilidad anglo-española
de los años que siguieron a 1655, mejorando su posición prácticamente en todas
las áreas de la economía del mundo hispánico, proceso que en Madrid, como hemos
visto observaba con complacencia. Un acto simbólico fue la lucha de Ruyter en
defensa de la flota de plata en 1661; al llegar la década de 1660-70, los
ingleses tenían que enfrentarse a los holandeses, potencia dominante en los
mercados españoles, para conseguir progresar económicamente. Este lecho constituía
la base de la provocación por parte de Inglaterra de una segunda guerra
marítimo-colonial con la república en 1664. Las principales cuestiones que
entraban en juego en este conflicto estaban conectadas claramente con los
recursos materiales del imperio español. Y no fue ningún accidente que el
fracaso de los ingleses en esta guerra se viera seguido de la conclusión de una
serie de tratados con España mediante los cuales se abandonaba la política de
intimidación física. Aunque, en un primer momento, Inglaterra no consiguió toda
la serie de concesiones necesarias para que sus mercaderes estuvieran en
condiciones de igualdad con los holandeses, en la década de 1670-80 comenzó una
notable expansión de su comercio que constituyó el preludio para la aparición de
“la primera nación industrial”. Hubo, lógicamente, otros factores que
intervinieron en este último fenómeno. Pero la recuperación de toda la economía
europea que parece haberse producido en esta generación estuvo relacionada con
el hundimiento de la hegemonía española y los diferentes planteamientos de la
explotación de sus recursos que supuso aquel proceso.
“Nosotros amamos espontáneamente a
los españoles y odiamos a los franceses”, escribía Samuel Pepys, cronista de
Londres, en el verano de 1661. En aquellos momentos, la observación era más un
acto de premonición que de descripción exacta de la realidad. De hecho, su
propio señor, el conde Sandwich, que dirigía la flota en que se centraba gran
parte de la obra de Pepys, estaba en aquel preciso momento en alta mar con
intenciones que distaban mucho de tales sentimientos. En cualquier caso, era
cierto que los cambios producidos en la actitud hacía la monarquía española, en
Londres y en otras ciudades europeas, estaban estrechamente relacionados con el
rápido desarrollo de la potencia francesa. En los años 50, el odio reflejado en
la estruendosa propaganda de John Milton encontraba en España una réplica
perfecta. Para Barrionuevo, Cromwell era “la gran bestia abortada de la boca
del infierno”, que asesinaba a los sacerdotes irlandeses y torturaba a los
niños. Las fantásticas historias sobre la persecución a los católicos todavía
encontraba un público que las cogía con interés en “la guarida de lobos –como
decía un panfleto inglés de 1600 refiriéndose a España. Todavía en 1667 el
vicecanciller de Aragón (clérigo) condenaba el tratado comercial con Inglaterra
como “un escándalo que redunda en vergüenza de toda la monarquía”; y diez años
más tarde, el momento álgido de la Conspiración Papal, una multitud de londinenses
invadía la casa del enviado español tratando de encontrar jesuitas. Los piratas
ingleses, capturados en el Caribe, seguían encerrados en las cárceles de
Sevilla en los años 60, y de vez en cuando las ceremonias religiosas de las
ciudades del sur de España se veían interrumpidas por las blasfemias de algún
marino inglés fanático o borracho. Sin embargo, en general las pasiones
religiosas eran una fuerza en decadencia, en lo que se refiere a su influencia
sobre las orientaciones fundamentales del estado. Aunque sería absurdo negar la
influencia residual de la “Leyenda Negra” en los prejuicios ingleses, el
elemento activo del miedo confesional se transfirió a Francia.
Es cierto que el “siglo de oro”
estaba llegando a su fin, pero aún con todo seguía habiendo un aspecto cultural
en las actitudes inglesas. Muchos de los cortesanos que en 1660 volvieron con
Carlos II del continente estaban influidos por la magnificencia de los
Habsburgo que había tenido ocasión de sorprender a todos con los deslumbrantes
festejos organizados por Velázquez con ocasión de la boda franco-española
celebrada aquel mismo año. Hombres como Claredon y Arlington, figuras
fundamentales de la política inglesa hasta los años 70, habían estado en
España, y estaban familiarizados hasta cierto punto con el idioma y el
pensamiento español. El embajador inglés en Madrid en los años 60, sir Richard
Fanshawe, fue uno de los fundadores de la escuela de estudios hispánicos en
Inglaterra; y sus sucesor (el mismo conde de Sandwich, que anteriormente había
sido un peligro para la flota de la plata) se dejó seducir por la sociedad de
Madrid, aprendiendo a tocar dúos de guitarra con don Juan José, bajo la
dirección de Gaspar Sanz, primer maestro del instrumento. La decadencia del
fervor religioso permitió a los ingleses viajar a España con mayor libertad de
espíritu, y los dramaturgos Congreve y Wycherley reprodujeron en Inglaterra
docenas de argumentos procedentes del abundante patrimonio teatral español y
que los llamados “dramaturgos de la Restauración” explotarían al máximo en los
años siguientes.
Las consideraciones religiosas
habían dejado también de ejercer ninguna influencia real en las actitudes de
los holandeses hacia el inveterado adversario de generaciones anteriores.
Además, se puede decir que la república era la menos codiciosa de las potencias
sucesoras de España. La fase dinámica de la expansión comercial y colonial se
había terminado, y en muchos aspectos las aspiraciones de sus grandes
capitalistas estaban ya satisfechas. Los hombres de negocios de Amsterdam
habían conseguido establecer su predominio en los mercados mediterráneos y atlánticos,
además de ofrecer toda una gama de servicios a los sectores público y privado
de la monarquía española. La relativa decadencia de los activos intereses
comerciales de la ciudad después de 1650, debe contemplarse teniendo también en
cuenta sus enormes y cada vez mayores ingresos invisibles en estos campos. En
1662, la república llegó incluso a resolver sus diferencias coloniales con
Portugal, poniendo fin a una lucha que se arrastraba desde hacía unos veinte
años. Por encima de todo, el temor a los proyectos franceses, que se iba
convirtiendo a pasos agigantados en la preocupación dominante de la política
europea, nació mucho antes en las Provincias Unidas que en cualquier otro
lugar. En cualquier caso, había remitido el antiguo malestar ante la separación
del sur católico español del suelo patrio –aunque pueden apreciarse sus huellas
en las obras de historiadores holandeses como Pieter Geyl (G8). Además ahora
quedaba totalmente eliminado como principio inspirador de la política debido a
la decisión de no tener bajo ningún concepto a Luis XIV como vecino de la
república. Después de 1648 comenzaron a florecer los contactos comerciales
entre las dos partes de los Países Bajos. En los años 60, Versalles y Londres
pudieron tomar conciencia de los beneficios conseguidos por los holandeses como
consecuencia de su situación de “nación más favorecida” en la política
económica española, y el resentimiento que se produjo como consecuencia de
ello, y al que Colbert dio un contenido ideológico, representó un factor importante
en el pensamiento de Luis XIV. Durante algún tiempo los franceses insistieron
en sus proyectos de acantonamiento conjunto con los Países Bajos españoles,
pero no hubo forma de conseguir que los regentes de La Haya abandonaran su idea
de Scheidingszone (o estado tapón),
que era el papel que desempeñaba Flandes en la política europea del momento. La
última ocasión en que Madrid sospechó que los holandeses pudieran constituir
una amenaza para la integridad de Flandes fue durante las complicadas gestiones
diplomáticas de 1668. De hecho, a pesar de su ambigüedad original, La Triple
Alianza proclamó que el interés de Holanda era en aquel momento, en sentido
peyorativo y literal, la protección del imperio español. En términos generales,
la supervivencia de ese imperio debió mucho a este acontecimiento.
Difícilmente podría producirse un
contraste mayor entre esto y los principios fundamentales de la política
francesa. En mi opinión, es imposible evitar la impresión der que, desde los
primeros momentos de su gobierno personal, Luis XIV trató de adquirir para sí
mismo, sin merma ni deterioro, el papel europeo de la monarquía española y su
base física y moral. Después de todo, Luis era en parte Habsburgo, estaba
casado con una reina Habsburgo, y su actitud ante la sucesión española era
plenamente consciente de estos hechos. En los años 60 se fue conociendo cual
era la verdadera naturaleza e importancia de los problemas físicos del último
de los Austrias, y Luis llegó a considerarse así mismo como heredero divinamente
elegido de la monarquía gobernada por una criatura tan débil y afligida. Aunque
hay que reconocer la aportación original del Rey Sol al arte y oficio de ser
rey, en muchas de sus acciones y líneas políticas parecían adoptar
deliberadamente los principios de la supremacía española: el deseo de prestigio
convertido en una sanción espiritual monolítica; odio declarado a la herejía y
el republicanismo; búsqueda fanática de triunfos culturales inmediatos
recurriendo a un generosos mecenazgo artístico; deseo de dominar el Vaticano,
mucho más crudamente formulado que en ninguno de los reyes de Castilla.
Naturalmente, Luis tuvo que actuar con relativa moderación y dentro de ciertas
limitaciones omnipresentes para llevar a cabo todo su programa. En cualquier caso,
se puede apreciar también una profunda aprensión ante el verdadero alcance de
la debilidad española, y su posibilidad de recuperación. En 1660, Luis se había
sentido mortificado por el gran espectáculo organizado por la corte de
Habsburgo en las festividades matrimoniales celebradas en Bidasoa, en la
frontera franco-española –una especie de “Capo de tisú de oro” del siglo XVII
en que la actuación de los Borbones se había visto completamente eclipsada por
el gusto y esplendor de quienes tenían a sus espaldas dos siglos de tradición
borgoñona. Para Luis, esto equivalía a una derrota militar, y muy importante;
de ahí surgió la simbólica directiva general enviada a sus embajadores para que
se aseguraran la precedencia sobre sus colegas españoles en todas las ocasiones
posibles.
No hay que exagerar la creación por
Luis de un nuevo absolutismo en Francia, ni tampoco suponer que surgió de la
noche a la mañana. La construcción de Versalles, la imposición de los intendants, la creación de un ejército
nuevo y permanente (aspectos todos ellos con claros precedentes españoles)
ocuparon la mayor parte de una década. Las circunstancias religiosas
favorecieron claramente los objetivos de Luis. Por aquellas fechas había
desaparecido el antiguo celo “dévot” por los intereses de la España de la
Contrarreforma, y las energías del grupo ultracatólico francés se habían
orientado hacia la lucha contra el jansenismo. El hecho de que las pasiones de
este elemento rebelde de la política francesa quedaran ahora incluidas dentro
de la ortodoxia dominante de la corte y de sus grandes propagandistas
eclesiásticos constituía un motivo de tranquilidad. Sin embargo, Luis estuvo
paralizado muchos años por otros problemas, especialmente de orden fiscal y
económico. Durante este tiempo, siguió una línea que correspondía básicamente a
la antigua táctica de Richelieu de “guerra por poderes” contra España mediante
subsidios a Inglaterra y Portugal –cambio interesante, orientado a economizar
los recursos de Francia, facilitar sus preparativos y debilitar indirectamente
al enemigo. En cierto contraste con su utilización en ocasiones anteriores,
esta política produjo grandes triunfos en los 60. Cuando Luis comenzó su
campaña en 1667, a pesar de todas las indicaciones y tendencias anteriores,
cambió radical y repentinamente el contexto político de Europa. La fórmula
“guerra de devolución”, como el movimiento más amplio de la sucesión española
del que forma parte, se puede interpretar en un contexto mucho más amplio que
su marco de referencia inmediato.
CONCLUSIONES
Parte de las
discusiones entre Inglaterra y Francia en 1670, de los que surgiría el famoso “tratado
secreto” de Dover, se centraron en la cuestión de las colonias españolas de
América. Según los ministros de Carlos II, Inglaterra era su legítima heredera
natural, y estaba dispuesta a hacerse con su herencia, sin renunciar a un
ápice, en caso de que los proyectos anglo-franceses dieran lugar a una guerra
declarada contra España. En el momento en que estaban a punto de ponerse en
marcha estos planes, en 1672 lo que más preocupaba a la persona encargada de
este ingente imperio, la regente Mariana, era el tema de la Inmaculada
Concepción. Logró hacer lo que para ella era un comentario efusivo de más de
cien palabras, manifestando su satisfacción ante el hecho de que el clero de
Milán había declarado su apoyo a la idea de que Roma reconociese esta verdad
como artículo de fe AGS ES. La corona inglesa estaba interesada desde hacía
mucho tiempo en adquirir dimensiones imperiales, y los reyes españoles,
especialmente Felipe IV, llevaban años haciendo campaña de la causa de la BVM;
y la yuxtaposición de estas dos aspiraciones en la manera precedente es, sin
duda alguna, algo artificial. Sin embargo, puede decirse que ilustra, y hasta
compendia, cierta divergencia cualitativa en el planteamiento de los problemas
por parte de España y de sus principales vecinos europeos que se manifiesta con
toda nitidez después de la coyuntura de los últimos años 60.
La crisis de los años inmediatamente
anteriores y posteriores a 1668 parece profundamente significativa y simbólica
dentro de la historia de la monarquía española. Después de la humillante e
imprevista derrota militar en Portugal, el intento español de defender Flandes
frente al ejército de Luis XIV resultó también un fracaso. Ya en 1669 se
aceptaba en Madrid el principio de que sólo se podía proteger Flandes contando
con la ayuda de potencias extranjeras. El año siguiente, España renunció de
hecho a sus inmemoriales derechos a tener la exclusiva en el Nuevo Mundo; esta
renuncia figuraba en un tratado con Inglaterra en el que se reconocía
formalmente la conquista de Jamaica por Cromwell. Mientras tanto, Luis XIV
negociaba el primer tratado de partición del imperio español con los Habsburgo
de Viena. Sobre todo, y coincidiendo exactamente en el tiempo de este hecho, la
monarquía aceptó la secesión y soberanía del reino de Portugal en 1668, junto
con sus posesiones coloniales en África y Asia. Se trataba, por tanto, del
final no sólo de la época de la hegemonía de España en Europa, sino también del
clásico imperio filipino, aquel conglomerado planetario que había comenzado a
existir en 1580. Así pues, la naturaleza y presupuestos de la España de los
años 1670-80 eran radicalmente distintos de los existentes entre 1650 y 1660.
Se había producido nada menos que un cambio de identidad.
Al mismo tiempo que se empequeñecía
la visión del papel europeo de la monarquía, se producían importantes cambios
políticos dentro de Castilla. Ya antes de la muerte de Felipe IV, los trastornos
locales y esporádicos iniciados en los últimos años 40 se habían extendido a la
capital. En Madrid se produjeron incidentes violentos al tenerse noticias del
desastre de Villaviciosa, protesta popular contra el sufrimiento producido por
una guerra interminable. DE ahora en adelante, la creciente inestabilidad
social de las principales ciudades de Castilla constituyó una constante
preocupación política. Aunque no se produjeron levantamientos campesinos de
importancia hasta finales de siglo, el peligro de la insurrección urbana demuestra
que el problema de la agitación popular estaba creciendo en España en la medida
que disminuía en Francia. Algo parecido podría decirse sobre las condiciones
políticas generales de ambos estados. Tras el continuo empobrecimiento de sus
bases físicas y legales, producido por las numerosas exigencias de las guerras,
el ejercicio efectivo del absolutismo real resultó una aspiración impracticable
en el momento de la sucesión al trono de un menor, que además estaba en gran
parte incapacitado (1665). El desarrollo, no intencionado, de la autonomía
regional y de la oligarquía aristocrática durante el reinado de Carlos II está
en claro contraste con la evolución experimentada en esos mismos años al otro
lado de los Pirineos. Así pues, el intercambio de papeles entre el rey católico
y el rey cristiano fue un fenómeno bastante verosímil.
Mientras tanto, el gobierno de
España, dirigido por hombres que vivían en un contexto político que se había
vuelto repentinamente precario e imprevisible, entró en una fase que sólo puede
describirse como de introversión. Los últimos años de carrera de don Juan José
constituyen una ilustración perfecta de esta tendencia. Fue él quien más íntimamente
experimentó en Flandes y Portugal los desastres militares durante la última
década de vida de su padre; él quien se convirtió para la nobleza en ejemplo de
un nuevo código de conducta o escala de valores; y él quien contribuyó a crear
las extrañas realidades políticas de la España de finales del siglo XVII. Y
aunque el agotamiento de los recursos materiales, y la omnipresencia de los
desastres militares, desempeñaron ciertamente un pale fundamental en el proceso
de retirada, el análisis del mismo no debería acabarse, y quizá ni siquiera
comenzar con dichos aspectos. En cualquier caso, es interesante observar la
aparición entre 1660 y 1670 de una caricatura que fue ampliamente comentada y
en la que se representaba a España como una gran vaca, que amamantaba a las
naciones de Europa con sus enormes ubres. Los comerciantes holandeses y
franceses se habían infiltrado y controlaban todos los aspectos importantes de
la economía española. Madrid tuvo que contentarse con protestar cuando Henry
Morgan (el pirata) saqueó la ciudad de Panamá en el año de 1670. Mientras
tanto, la desafortunada invasión de Portugal en 1665 fue la última operación
ofensiva que la España de los Habsburgo fue capaz de organizar con sus propios
recursos. Cuando, en 1674, Monterrey informaba sobre la ocupación francesa del
Franco-Condado, apéndice del imperio borgoñón, Mariana comentaba patéticamente
que “la pérdida de tan buenos vasallos me ha causado gran aflicción, y el
consejo debería considerar la forma de que esta provincia puede volver a manos
del rey, mi hijo” AGS ES. Quizá tuviera valor significativo el hecho de que la
aceptación oficial de la pérdida por parte de España corriera a cargo de un
bastardo de aquella dinastía en otros tiempos tan gloriosa; efectivamente, en
1678 don Juan aceptó las condiciones de paz de Luis XIV.
R.
A. Stradling, Europa y el declive de la
estructura imperial española, 1580-1720, Madrid, Ediciones Cátedra, S. A.
1983.
(1)H. Kamen, Economic History Revew (1964).
(2)
A. Rodríguez Villa, ed., Misión Secreta
del Embajador D. Pedro Ronquillo en Polonia (1674), Madrid, ¿1874, p. 5.
(3) R. Hatton,
ed., Louis XIV and Europe, Londres,
1976, p. xii.
E20
Gabriel, duque de Maura, Vida y reinado
de Carlos II, Madrid, 1954, 2 vols.
E17 R.
Stradling, ”Spanish conspiracy in
England, 1661-63”, en English
Historical Review, vol. 87, 1972.
E20
Grabriel, duque de Maura, op., cit.
(4)
A. Paz y Melia (ed.), Los avisos de
Jerónimo de Barrionuevo, 2 vol. Madrid, 1968-9.
(5)
M. Morineau, Annales, ESC (1968).
(G5)
A. Domínguez Ortiz, Política y Hacienda
de Felipe IV, Madrid, Editorial de Derecho Financiero, 1960.
(6)
BN CO (Biblioteca Nacional de Madrid, Colección Osuna) 10838/391v.
(7) BN
PV/2408/150v.
(8) PRO (Public Record Office (Londres) SS (State
Papers, España) /44/127.
(9)
AHN (Archivo Histórico Nacional, Madrid) ESW (Estado Series) 692/13 de junio
de 1666.
(10)
AGS (Archivo General de Simancas, España) ES (Estado Series) 3383/155v.
(11)
Díaz-Plaja, Fernando (ed.), La Historia
de España en sus Documentos: el siglo XVII, Madrid, Ediciones Cátedra,
1957, pp. 424-9.
E20/I,
Maura, op. cit.
(12) Melia,
I, op. cit., p. 251.
(13)
J. Reglá, Historia de España y América,
Barcelona, 1971, III, p. 292.
(14)
AGS ES/3861/28 de abril de 1678.
E22
L. Pfandl, Carlos II, trad. M.
Galiano, Madrid, 1947.
(15)
A. Domínguez Ortiz, Hispania, 1959.
PRO (Public
Record Office, Londres) SF (State Papers, Flandes)/31/444.
(16) K.
Feiling, British Foreing Policy,
Lonfres, 1930, p. 41.
E20/I
Maura, op. cit.,
E16, R. Stradling,
“A Spanish statesman of appeasement: Medina de las Torres and Spanish policy,
1630-70” en Historical Jornal,
1976, vol. 19.
(17)
H. Lonchay, Le Rivalité de la France et
de l´Espagne aux Pays-Bax, 1635-1700, Bruselas, 1896, p. 294.
H1 M.
Grice-Hutchinson, Early Economic
Thought in Spain, 1177-1740, 1978. [El
pensamiento económico en España, 1177-1740, Barcelona, Crítica, 1982]
140-2.
H1,
190.
AGS ES/2553/14 de enero de 1677.
AGS
ES/3861/10 de enero de 1677.
(18) Para el material de los siguientes
párrafos, véase mi tesis doctoral inédita, R. A. Stradling, “Anglo-Spanish
Relations, 1660-8”, Universidad de Gales, 1968, capítulo 3 y fuentes allí
citadas.
G8, Pieter
Geyl, The Netherlands in the Seventeenh
Century, 1961-64, 2 vols.
AGS
ES/3383/65.
AGS
ES/3861/17 de Julio de 1674.
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