EL FANDANGO Y BAILE DE ARTESA:
AYER Y HOY DE UNA TRADICIÓN
MÚSICO-DANCÍSTICA
AFRODESCENDIENTE
Carlos Ruiz Rodríguez*
En el marco de una obra titulada Culturas
Musicales de México, parece pertinente reflexionar brevemente sobre la noción
‘cultura musical’, término integrado desde hace muchos años a la jerga
académica, así como al uso cotidiano del español hablado en México, aunque
entendido de manera distinta.
Si en la calle preguntáramos
aleatoriamente a alguien sobre qué entiende por cultura musical, sin duda
remitiría a cierto tipo de conocimiento musical, por ejemplo, tener nociones
sobre qué es una sonata o en qué país nació Johann Sebastian Bach; esto es, en
un sentido coloquial, ‘cultura musical’ supone a alguien con conocimiento de la
historia de la música de arte académica euro-occidental. En el habla común,
incluso, ‘cultura musical’ también podría usarse de forma similar a como se
utiliza ‘cultura gastronómica’, por ejemplo, que supone al gran concepto de
Cultura dividido en campos (cultura laboral, cultura política…) donde se conoce
y valora algún rubro cultural específico. Pero en un sentido estrictamente académico,
el término ‘cultura musical’ en realidad incrementó su uso en la literatura
disciplinar en español desde inicios del presente siglo. A saber, dicho término
comenzó a generalizarse prácticamente luego de la publicación del libro Las
culturas musicales: lecturas de etnomusicología de Francisco Cruces (2001);
parece que esta compilación impactó rápidamente a la comunidad académica
hispanoparlante ayudando a generalizar el término hasta el punto de referirse
al mismo como si se tratara de un término consensuado. México no fue la
excepción y el término se usa actualmente en una diversidad de espacios y
discursos académicos, desde los planes curriculares de la licenciatura y
posgrado en etnomusicología de la UNAM, hasta importantes proyectos colectivos
de investigación como el denominado “Etnografía de las Culturas Musicales de
Oaxaca” (ECMO). Así que, algo tiene de ‘moda’ el término, aunque su uso
histórico en México sea ya añejo (Campos, 1928; Castañeda, 1930; Romero, 1941;
Ponce, 1941; Meierovich, 1995; Stevenson, 1952; Martínez, 1963; Stanford, 1984;
Chamorro, 1984; Camacho, 1996), si bien, no necesariamente conceptualizado.
Pese a su creciente uso, solo unos
cuantos investigadores mexicanos se han aventurado a definirle como concepto
teórico; evidentemente, ‘cultura musical’ es un término amplio, como el propio
vocablo cultura, que se usa más de manera operativa que definitoria, de allí
que pocos hayan sentido la necesidad de delimitarle o asumirle como una
categoría académica. En la literatura disciplinar global, el término ‘cultura
musical’ se ha usado al menos desde hace más de cincuenta años (recuérdese el
clásico Music Cultures of the Pacific, the Near East, and Asia de William Malm)
y la significación que se le ha atribuido va desde lo general (Nettl, 1978;
Béhague, 1991; Pendo y D’Amico, 2000; Loza, 2003) hasta lo específico (Kartomi,
1981), enfatizado en rubros como usos y funciones de la música (Nettl, 1967),
delimitaciones étnicas (Coolen, 1991; Michel, 2007), políticas (Martí, 2004), o
caracterizaciones rituales (Ruiz, 2004), entre otros.
Evidentemente, el uso del término en
cuestión supone hablar de la música como una actividad social en un marco
cultural. En general, una concepción que podría desprenderse de esos
acercamientos —echando mano de dos etnomusicológos clásicos como Alan Merriam
(1964) y Timothy Rice (1987)— es que una ‘cultura musical’ constituye un
conjunto de conceptos, prácticas y expresiones musicales de una colectividad
humana, históricamente construidas, socialmente conservadas e individualmente
aplicadas1 . Se sigue entonces en este escrito la costumbre de esos y otros
reconocidos etnomusicólogos, como Gerhard Kubik (1993) y Timothy Rice (2010), o
Julio Mendívil (2010) y Egberto Bermúdez (2010) en el caso latinoamericano, de asumir
la noción de ‘cultura musical’ de manera general y heurística, en favor de un
discurso flexible y operativo.
En ese marco, el presente escrito
pretende acercarse a una de las formas músico-coreográficas que compone el
diverso complejo de tradiciones fandangueras mexicanas: el llamado Baile de
artesa. Dicha expresión refiere a la costumbre afrodescendiente de bailar en
celebraciones festivas comunitarias sobre una plataforma zoomórfica a la que se
le da el nombre de artesa en la región litoral de Guerrero y Oaxaca llamada
Costa Chica. El acercamiento pretende ofrecer un panorama histórico del
desarrollo de esta tradición hasta su situación actual, siguiendo la exposición
de cuatro ejes temáticos: el fandango de artesa en tiempos antiguos; sus
posibles orígenes; la conformación histórica del repertorio de artesa; y, su
declive, resurgimiento y sobrevivencia. El escrito concluye con algunas
reflexiones en torno al estado actual en que se encuentra esta tradición.
El baile de artesa en el seno de una cultura musical
En el litoral sur del Pacífico mexicano,
la franja costeña que corre desde Acapulco, Guerrero, hasta Puerto Ángel,
Oaxaca, por tradición ha sido denominada, localmente, Costa Chica. Aunque en
esta región predomina la población afrodescendiente, las partes que suben hacia
las montañas, en la vertiente externa de la Sierra Madre son habitadas
principalmente por comunidades indígenas, tanto en Guerrero (mixtecos, amuzgos,
tlapanecos), como en la fracción oaxaqueña (mixtecos, chatinos); mientras que una
mayoría mestiza caracteriza a las entidades más pobladas como Ometepec o
Pinotepa Nacional. La Costa Chica conforma un mosaico pluricultural con
características y relaciones interétnicas que generan procesos identitarios
específicos, dichas relaciones tienen larga historia y remonta sus raíces hasta
los más tempranos tiempos coloniales, época en que la trata esclavista y la
relación marítima con Sudamérica y el Sureste asiático favorecerían condiciones
peculiares en las que gradualmente se configuraría la cultura de la región
(Ruiz, 2009)
Si se quiere visualizar a la tradición
del fandango de artesa en el marco discursivo de una ‘cultura musical’, ésta
última bien podría denominarse académicamente como ‘cultura musical
afrodescendiente de la Costa Chica’; o bien, ‘cultura musical afromexicana de
la Costa Chica’, si se enmarca en el actual contexto de reivindicación política
constitucional de los llamados ‘pueblos negros’.2 En contraste, si se pretende
retomar las propias categorías de uso común en la región se podría hablar de
‘juegos de tiempo viejo’ o ‘música costeña de tiempo viejo’, en un plano
general multicultural; o bien, de ‘música negra’, en un sentido específico
centrado en las poblaciones afrodescendientes. Estas últimas categorías con
certeza podrían variar dependiendo del rango generacional de la persona costeña
que las calificara, pues una joven afrodescendiente de unos 20 años de edad
podría referirse al fandango de artesa como ‘música antigua’ o ‘baile de
viejos, de la gente de antes’, por ejemplo.
Como sea, en el entorno costeño, la
cultura músico-dancística afrodescendiente se compone de una diversidad de
tradiciones, que pueden comprender expresiones de antigua prosapia
principalmente transmitidas por tradición oral (artesa, diablos, tortuga, toro,
mariposa, doce pares, moros, apaches, sones, etc.); por medios escritos
(diálogos y relaciones de danzas, parabienes, etc.); o bien, más recientes,
transmitidas prioritariamente por vía mediática (cumbia, charanga/merequetengue/guaracha,
reggaetón, etc.); o una combinación de las anteriores (chilena, corrido,
repertorios de banda de viento, etc.). En la Costa Chica estas expresiones
forman parte del ciclo vital colectivo e individual que recuerdan la propia
historia, configuran identidades y tejen lazos sociales, entre otros
importantes roles. La música generalmente va acompañada de formas poéticas
verbales y manifestaciones dancísticas, en muchos casos como una sola unidad.3
El antiguo fandango de artesa
Antiguamente, en la región de la Costa
Chica, a la ocasión en que se bailaba sobre una artesa se le denominaba fandango o fandango de artesa4 . Esta denominación y su carácter general la
vincula estrechamente con la manifestación que durante el periodo colonial fue
conocida como fandango: espacio
festivo de construcción colectiva en el que confluía canto, música, comida y
bebida alrededor del baile sobre una plataforma. Desde tiempos coloniales, el
fandango formó parte de las ocasiones festivas de las poblaciones de origen
africano de la Costa Chica, sin embargo, por distintas circunstancias, el
fandango cayó en desuso a mediados del siglo XX en casi toda la región. Esta
‘intermitencia’ duraría hasta la década de los ochenta, fechas en que el
fandango resurge (como resultado de la llegada de algunos investigadores a la
región) aunque con sustanciales cambios, entre los que destaca la propia
denominación de la expresión, que desde este resurgimiento es comprendida como
baile de artesa. En su resurgimiento, la tradición cobró vida en dos
comunidades: primero, durante los ochenta, en San Nicolás de Tolentino,
Guerrero; más tarde, a mediados de los noventa, en El Ciruelo, Oaxaca.5 Por su
parte, en Cruz Grande, Guerrero, se conservó la tradición de manera
ininterrumpida, pero emparentada a las expresiones fandangueras de la Costa
Grande y la Tierra Caliente, utilizando como figura central de su ensamble
instrumental el arpa grande y algunas particularidades en el repertorio.6
Según los testimonios orales, hasta
mediados del siglo XX el fandango de artesa tenía un papel fundamental en todas
las festividades de la Costa Chica. Los principales eventos en los que se usaba
eran las bodas, la fiesta en honor a Santiago Apóstol y los velorios de
angelito. De los antiguos fandangos se dice que al ejecutar el repertorio, la
gente se acomodaba alrededor de músicos y artesa, aplaudiendo o gritando a
quien participaba en el baile. La mayoría de las personas que —según cuentan—
eran buenas para el baile de antaño eran mujeres; los hombres se destacaban por
el redoble y el baile donde la mímica jugaba un papel fundamental. Acorde a los
relatos, era común que hubiera enfrentamientos orales, denominados careos o
retadas, donde se hacía uso de la amplia riqueza oral afrodescendiente. También
eran frecuentes los desafíos o controversias cantadas, en los que se
improvisaba el contenido de los versos respetándose la línea melódica de la
pieza en turno. No había, en consecuencia, un cantante designado como tal, sino
que cualquier persona de la concurrencia podía participar en el canto; no
obstante, se menciona que la mayor participación al cantar era de parte de los
tamboreadores.
Los informes también dan cuenta enfática
del extenso número de piezas que constituían el repertorio, pudiendo durar un
fandango hasta tres noches seguidas (con sus días) sin que se repitiera una
sola chilena. Al carecer de energía eléctrica se alumbraban con una gran rama
de ocote encendida o con lámparas de aceite. Por su parte, el conjunto
instrumental para acompañar el baile sobre artesas incluía dos o más de los
siguientes instrumentos: cajón o tambor (membranófono de marco), violín, bajo,
guacharrasca y jarana. En la zona de Cruz Grande la instrumentación típica se
conformaba de arpa tamboreada y jaranas.
El fandango de artesa y sus orígenes
Al tratarse de una tradición que resurge
mediante la intervención de investigadores (a inicios de los ochenta), la
influencia de estos y la de los escritos publicados ha ejercido efectos
notorios en la tradición oral. Este aspecto es claramente observable cuando se
toca el tema de los significados en torno a esta tradición. En la literatura
alusiva, es frecuente encontrar que los orígenes del baile sobre artesas se
vinculan al antiguo baile sobre canoas volteadas sobre el suelo. Si bien la
artesa se construye —en un comienzo— de manera similar a como se construían las
canoas en la región, no hay evidencia clara de que se haya bailado sobre canoas
como práctica tradicional. La mayoría de los testimonios afirman que, por lo
menos desde fines del siglo XIX en la Costa Chica, las artesas se construyeron
labrando en sus extremos la cabeza y cola en la forma de algún animal, y con la
función deliberada de bailar sobre ellas.
A decir de algunos, la forma animal de la
artesa tendría una función meramente ornamental, sin embargo es posible
argumentar que las raíces de esta tradición procedan de otra dirección. De
acuerdo a los testimonios de Melquíades Domínguez, antiguo cantador de la
agrupación de artesa de San Nicolás, las viejas autoridades de su comunidad
decían que la artesa recordaba dos cosas: por un lado, el que ellos (negros y
mulatos) habían sido llevados a esas tierras para la labor vaquera; por otra
parte, la figura animal labrada en la artesa representaba a los ‘blancos’, por
lo que el baile sobre artesas figuraba el no haber podido ser dominados por el
‘amo español’. Los antecedentes históricos de estas comunidades encajan
coherentemente con las aseveraciones de Melquíades; es muy posible que se haya
tratado de perdurar, mediante baile y música, el recuerdo de la destreza de los
afrodescendientes para la labor vaquera. No es casual que sean figuras de toro,
vaca o caballo, las formas labradas en las artesas afrodescendientes, pues bien
pudieron haber sido grandes bateas escarbadas sin forma animal alguna, como las
tablas de la Costa Grande.
Por otra parte, la artesa no solo perdura
el recuerdo de la habilidad en la monta y doma ganadera, sino la memoria de una
noción más profunda vinculada a la propia identidad afrodescendiente colonial;
es decir, el recuerdo de burlarse de los ‘blancos’ cuando los ‘negros’ bailaban
sobre el tronco ahuecado. Al asociar la figura del caballo con la imagen del
español, el baile de artesa bien pudo expresar de manera metafórica, bailar
sobre un blanco, es decir, reiterar el carácter que situaba al negro por encima
y fuera del dominio blanco (Ruiz, 2003). Sin embargo, estas nociones hoy
prácticamente son desconocidas; posiblemente, sus significados fueron quedando
en el olvido de manera paralela a como fue quedando atrás la circunstancia
histórica que les daba sentido: la esclavitud, los conflictos interétnicos y el
papel fundamental de la ganadería.
Las chilenas y el fandango de artesa
De antecedentes coloniales, el fandango de artesa es la costumbre de
bailar sobre una plataforma de madera con terminación labrada con cabeza y cola
de caballo, toro o vaca en fiestas de comunidades afrodescendientes de la Costa
Chica de Guerrero. Baile en San Nicolás Tolentino. Foto INAH
https://josemerlos.wordpress.com/2013/05/14/morelos-pinotepa-oaxaca/
Durante el periodo colonial y aún más
tarde, diversos factores como la esclavitud, el cimarronaje, las expediciones
sudamericanas y orientales que arribaban al puerto de Acapulco, y las
relaciones interétnicas a través del comercio, el parentesco y la arriería,
coincidieron para darle forma a la cultura musical de la Costa Chica. Más recientemente,
los cambios generados por el creciente índice de migración a los EEUU y sus
consecuencias culturales, han reconfigurado la dinámica general de las
tradiciones músico-dancísticas dejando su impronta en la región: desde los
antiquísimos sones de danza y las viejas chilenas, hasta los más recientes usos
del merequetengue y el reggaetón. En el caso del fandango de artesa, puede
decirse que su repertorio ha mantenido cierta estabilidad histórica, sin
embargo, desde la última década del siglo XX se componen nuevos sones para el
repertorio de artesa de El Ciruelo, Oaxaca, y más recientemente, para el de San
Nicolás, Guerrero.
Una de las expresiones más arraigadas de
la región son las llamadas chilenas. La chilena puede encontrarse ejecutada en
distintas ocasiones sociales con diversos ensambles de instrumentos y entre
distintas etnias a lo largo de la costa. La chilena puede o no bailarse, según
la ocasión en que se encuentre pero, en el caso de hacerlo, se baila sin
contacto físico mediante evoluciones que implican el cortejo entre parejas y el
uso de un paño en la mano, que se agita mientras se baila. En torno al
repertorio del antiguo fandango de artesa, las generaciones de mayor edad
tienden a referirse al mismo como chilenas. Al ser una expresión tan
representativa de la Costa Chica y tan entrañable para sus habitantes, mucho se
ha escrito en torno a la chilena, dentro y fuera de la región, no obstante, la
mayoría de los acercamientos disponibles frecuentemente reproducen lo que un
puñado de escritos ha aportado.
Quizá el tema que ha causado más interés
ha sido el relativo a sus orígenes. Si bien hay cierto consenso en cuanto a la
procedencia extranjera de las chilenas y su época de llegada a las costas mexicanas,
ambos aspectos pueden todavía observarse con mayor profundidad histórica (Ruiz,
2008). Ya desde mediados del siglo XX, Vicente T. Mendoza (1948) señalaba que
la chilena llegó a costas mexicanas desde Valparaíso gracias a la enorme
afluencia de embarcaciones que provocó la “fiebre del oro” de California a
mediados del siglo XIX. Investigadores subsecuentes reiteran durante las
décadas de los sesentas y setentas esa versión del arribo de la chilena a
México (López, 1967; Guerrero, s/f; Stanford, 1977). Hacia fines de los
ochenta, el investigador Moisés Ochoa Campos publica su libro La Chilena
Guerrerense, en el que ofrece un acalorado pugilato de autores y citas en torno
a la controversial ‘fecha’ de llegada de la chilena a México, sin embargo,
culmina con la “demostración” de que el arribo de la chilena a México fue
previo a 1850, es decir, en 1822. Ochoa Campos fundamenta su afirmación
arguyendo que en ese año se hace presente en Acapulco una escuadra militar
chilena que pretende reforzar — tardíamente— la lucha de independencia
mexicana, según su perspectiva, gracias a esta incursión militar la chilena
llega a México. Posteriormente, otros autores ratifican esa interpretación
histórica que, hasta nuestros días, se reproduce con frecuencia en no pocos estudios
sobre la región.
Sin embargo, estas aseveraciones
específicas y en general el tema de la relación colonial entre México y el
Pacífico sudamericano requieren de varias acotaciones. La chilena en México ha
tenido presencia no sólo en la región de la Costa Chica, sino en la Costa
Grande, la Tierra Caliente de Guerrero y Michoacán, la región de Occidente, y
hasta en Sinaloa y Sonora; inclusive se ha encontrado tierra adentro, hacia el
altiplano, hasta los rumbos de Tlaxcala. Es difícil creer que una sola escuadra
de barcos militares durante su breve estadía en el país haya podido tener tal
repercusión cultural y tal alcance geográfico. Ni aun concediendo que todos los
tripulantes de dicha flota hubiesen sido músicos y que las circunstancias
hubiesen sido las más favorables sería verosímil tal conjetura.
Así como la costa del Golfo ha mostrado
tener una fuerte relación histórico-cultural con el Caribe, las islas Canarias
y el sur de España; la región del Pacífico mexicano presenta también vínculos
importantes y tempranos durante la Colonia con las zonas portuarias de América
del Sur (Chile, Colombia, Ecuador y Perú). Una larga relación comercial —tanto
legal como ilegal— que existió entre México y Sudamérica durante ese periodo
favoreció un vasto intercambio cultural de estos espacios geográficos. Existen
numerosos documentos coloniales que cotejan la relación comercial entre los
virreinatos de Perú y Nueva España desde mediados del siglo XVI, sin embargo,
fue principalmente la importación de enormes cantidades de cacao a Nueva España
a lo largo del siglo XVIII lo que mantuvo rutinariamente conectada a esta
amplia franja litoral del Pacífico americano. El Callao primero, y Guayaquil
después, fueron los puertos de donde se traía el cacao para abastecer la gran
demanda de chocolate de la Nueva España. Este largo contacto afianzó un piso
cultural común: la Mar del Sur mantuvo en sus puertos una enorme población de
pardos y mulatos —con capacidades musicales— que fungieron como marinos, peones
y estibadores y que colaboraron a modelar un cancionero emparentado. Desde esta
perspectiva, la chilena no llega en un barco y en un año específico, sino
mediante una constante relación interportuaria México-sudamericana que
entreteje géneros en ocasiones festivas afines como el fandango.
Declive, resurgimiento y cambio en el fandango de artesa
Según informes orales, a partir de los
años cincuenta los fandangos comenzaron a decaer hasta casi desaparecer por
completo en esa región. Gabriel Moedano todavía documentó un fandango de artesa
realizado en Cuajinicuilapa a inicios de los años setenta, pero ya señalaba lo
raro que era verlo por esos tiempos (Moedano, 1996). En otro lugar se han
abordado las posibles causas de declive y resurgimiento de esta tradición, las
cuales no son sencillas de seguir al tratarse de una red de circunstancias y
factores vinculados durante un largo periodo de tiempo a condiciones históricas
específicas (Ruiz, 2013). Varias causas se atribuyen al olvido del fandango; en
el plano local, se suele atribuir a la llegada de “blancos” a las comunidades;
al “desmonte” y la falta de árboles de parota adecuados para construir artesas;
al tipo de baile de pareja suelta en contraste con el de pareja entrelazada; la
llegada de los servicios públicos de salud y la baja en muertes de infantes que
derivaban en la organización de fandangos; la llegada de la bocina a la región
(fonógrafos, victrolas, tocadiscos, consolas, etc.); y el auge de algunos
medios masivos de comunicación (radio, TV). Por su parte, en un plano de mayor
profundidad histórica, el declive del fandango puede vincularse con el
desmembramiento de las estructuras económicas coloniales y el consecuente
cambio cultural del país; los trastornos de una intrincada historia económica y
social durante el siglo XIX, el auge e importación masiva de instrumentos de
viento metal a México en ese mismo siglo; o las transformaciones culturales
derivadas de las vicisitudes revolucionarias y posrevolucionarias.
Luego de un largo periodo de
‘intermitencia’, de por lo menos dos décadas a mediados del siglo XX, el
fandango fue retomado para reaparecer hacia mediados de los años ochenta, pero
esta vez con el nombre de baile de artesa; tradición bastante diluida aunque
todavía vivamente presente en el recuerdo de las generaciones mayores. El
resurgimiento del baile de artesa está muy ligado a las condiciones en las que
emerge; sus características relegan necesariamente los principios
socioculturales que la sustentaban y derivan en cambios profundos en todos los
niveles de la práctica musical. Varias transformaciones pueden advertirse entre
los tiempos antiguos del fandango y el actual baile de artesa. Una de ellas es
el cambio de contextos en los que se reproduce esta tradición: el resurgimiento
de la artesa no busca reinstalarse en los contextos tradicionales en que
afloraba, sino que integra su performance casi por completo al formato escénico
(de ‘sala de concierto’). Antes de la intermitencia de esta tradición, el
fandango se utilizaba para casi toda ocasión celebratoria. Luego de su
desaparición y resurgimiento, el baile de artesa no se reincorporó a estas
ocasiones festivas colectivas, sino que prácticamente reaparece, primero, en
eventos de instituciones culturales, y después, en encuentros políticos
reivindicatorios de la identidad afrodescendiente. Si bien en Cruz Grande
ocasionalmente se integra a sus contextos tradicionales, en San Nicolás y en El
Ciruelo esto ya no ocurre desde hace muchos años.
El cambio de contextos performativos del
fandango se vincula a otro de los cambios significativos en la tradición, es
decir, la disolución de sus funciones tradicionales en las comunidades
afrodescendientes. Tanto en las fiestas patronales, como en los rituales
funerales y las bodas, el fandango tenía como función proveer de un espacio
socialmente consensado para convivir, compartir, solidarizarse, entretenerse y
crear vínculos con el sexo opuesto, además de reforzar la cohesión social y
reafirmar la identidad colectiva. Actualmente, esas funciones se han reducido
prácticamente a conformarse como una expresión cultural que se instituye como
emblema identitario en el actual movimiento político y reivindicatorio de la
identidad afrodescendiente. El hecho mismo de comenzar a calificar esta
expresión, denominada fandango, como baile, marca un cambio sustancial en esta
tradición. De alguna manera, el baile de artesa se ‘reinventa’ partiendo del
fandango y los elementos formales de la memoria, pero ya no como una
construcción social en su sentido cabal.
Un rubro más de cambios tiene que ver con
las ocasiones performativas: la participación colectiva que caracterizaba a los
fandangos ahora se restringe a la participación principal de los bailadores de
las agrupaciones, ocasionalmente invitando a bailar a los espectadores sobre la
artesa, en el formato escénico ya mencionado. El público audiente, al estar
separado de los ejecutantes entre escenario/butacas de espectadores, hace un
tanto pasiva su participación durante la ejecución del baile. Algo similar
sucede con el rol de músico, pues en tiempos antiguos no existía un grupo de
músicos estandarizado, sino que cualquiera que pudiese tocar o cantar, lo hacía
en el momento del fandango. Las piezas en tiempos antiguos eran resultantes de
la ejecución colectiva, pudiendo tomar el rol de músico casi cualquier
asistente a la ocasión.
Otro de los cambios perceptibles tiene
que ver con la propia noción de ‘música’. La concepción de lo que es música (y
lo que no lo es) varía de acuerdo a la procedencia generacional y al grado de
vinculación de la persona con ‘lo musical’. Evidentemente ‘música’ es un
concepto polisémico difícil de encasillar en este acercamiento, sin embargo,
las generaciones más antiguas suelen comprender ‘lo musical’ profundamente
asociado a un acto performativo y no a la mera emisión sonora de la música.
Inclusive, así lo verbalizan: son recurrentes las menciones al hablar de la
música vinculadas a los músicos, los instrumentos, el repertorio, los
bailadores, la versada, la interacción personal y la audiencia, la comida y la
bebida, como parte de un todo comprendido alguna vez como fandango. Esa noción
establece una diferencia entre lo musical como un producto meramente ‘sonoro’ y
lo musical como un ‘acto performativo’.
De ello se infiere que el impacto que
produjo la llegada de aparatos fonográficos a la Costa Chica fue enorme y
seguramente dividió generacionalmente la manera de conceptuar la música. Para
las generaciones de mayor edad, la música es deseable y buena siempre que
englobe el hecho de ver al músico interpretar, calificarlo, platicar con él,
solicitarle o reprocharle, escuchar la música ‘viva’, participar de ella
cantando o bailando, influir en la selección del repertorio a ejecutar, etc.
Evidentemente, eso no quiere decir que actualmente no comprendan otras
expresiones como musicales; sería inaudito, por ejemplo, que localmente alguien
no comprendiera un corrido costeño como música solo por el hecho de haberlo
escuchado por la radio o en un fonograma. No obstante, existe una conciencia
clara entre los viejos sobre el impacto del fonógrafo en la acepción de lo
musical en la región. En este sentido, la música, la noción de lo que era
música, ha cambiado. Evidentemente no era una expresión abstracta susceptible
de ser aislada como un componente de la cultura, sino una expresión que da
cuenta de la propia cultura: música como cultura.
Además de que varios aspectos de los
conceptos, conductas performativas, contextos y funciones socioculturales
cambiaron, su resurgimiento implicó también transfiguraciones en la cuestión
estrictamente musical y dancística. Un primer rubro tiene que ver con la
composición de las piezas y la cantidad de repertorio utilizado; los
testimonios orales dan cuenta de la drástica reducción de repertorio en tiempos
actuales. Antiguamente existía una treintena de estructuras melódico-rítmicas
sobre las que se podía improvisar en el fandango. Luego del resurgimiento de la
tradición en San Nicolás, se reconfiguraron “de memoria” siete piezas del
antiguo repertorio que entre varios músicos recordaron. No obstante, hay que
aclarar que en el caso de Cruz Grande se mantuvo vigente un repertorio amplio
de piezas y en El Ciruelo se incrementaron piezas al repertorio con nuevas
composiciones desde los años noventa del siglo XX.
Otro de los cambios perceptibles entre el
antiguo fandango y el actual baile de artesa tiene que ver con el conocimiento
en torno a la clasificación y diferenciación del repertorio. Si bien en tiempos
antiguos el repertorio era distinguido genéricamente como chilenas, podía
identificarse cuál de ellas era un rumbero, un gusto, una petenera, etc. Tras
el peculiar resurgimiento de esta tradición, en lo general las piezas del
repertorio son ahora comprendidas como sones. Asimismo, hoy el texto de las
piezas ya no es improvisado colectivamente, como antaño, sino que tiende a ser
memorizado y cantado por una sola persona. También se señala que existía mayor
riqueza improvisatoria en la ejecución tanto instrumental como dancística. El
llamado redoble y ciertos movimientos específicos por pieza son dos de los
elementos que se mencionan, así como la reproducción imitativa de movimientos
de animales en piezas específicas. En el caso de San Nicolás y El Ciruelo, hoy
el baile se ha estandarizado y simplificado; los tiempos en que las mujeres se
destacaban por su habilidad en el baile y los hombres por su competencia en el
diseño de textos improvisados en el canto no volvieron. Recientemente, en San
Nicolás, puede advertirse la integración ocasional de diseños coreográficos
colectivos, tipo ‘ballet’, contrastante con el tradicional baile de parejas
sueltas independientes con pañuelo. En contraste, en el caso de Cruz Grande se
conserva una mayor diversidad coreográfica y se mantienen muchos elementos que
se mencionan en los testimonios orales sobre las formas de baile de tiempos
antiguos.
Sobre la ejecución instrumental cabe
mencionar que en Cruz Grande hace varias décadas que se dejó de usar el ‘arpa
grande’ (característica de la zona) y su respectivo tamboreo en la caja de
resonancia por un segundo músico acuclillado. En su lugar, se integró un cajón
de tapeo y se comenzó a utilizar un ‘arpa jarocha’. Las artesas zoomórficas
dejaron de usarse también por esos mismos años y, en su lugar, fueron
sustituidas por plataformas llanas, ya no de una sola pieza de madera de
parota, sino por tablados cuadrilongos confeccionados por tiras de madera
ensamblada, de dimensiones apropiadas para caber en la parte trasera de una
camioneta pick up con el objeto de facilitar su transportación.
Respecto al estilo y las estructuras musicales
poco puede decirse, pero aparentemente durante el resurgimiento en San Nicolás
y Cruz Grande, los repertorios conservaron mucho de su carácter general de
antaño. Sin embargo en San Nicolás, en los últimos años, la nueva
instrumentación que omite al violín y lo sustituye por una o dos guitarras
sextas en el ensamble instrumental, ha integrado nuevas tímbricas y
modificaciones en las estructuras musicales. En el caso de El Ciruelo, el
repertorio desde un comienzo fue estilísticamente retomado de manera muy
particular, con influencia de la cumbia, tan gustada en la región.
En el renglón organológico, actualmente,
el conjunto instrumental se ha estandarizado, siendo utilizado cajón, violín y
guacharrasca (idiófono tubular de sacudimiento) en San Nicolás; mientras que en
El Ciruelo se usa tambor, guitarra sexta y violín; y, en Cruz Grande se usa
arpa, cajón tapeado y vihuela. Antiguamente el ensamble tenía variantes
incluyendo —sobre la base de instrumentos antes mencionada— otros, o bien,
usando instrumentos que hoy han caído en desuso, como el bajo quinto, la flauta
de carrizo y las bandejas de bule. Asimismo, lo relativo a la construcción de
instrumentos también ha cambiado. Antiguamente se confeccionaban instrumentos
como violines, guacharrascas y bajos quintos aprovechando las maderas
tropicales del entorno ecológico. Desde su resurgimiento, con excepción de las
guacharrascas, se adquieren instrumentos manufacturados industrialmente. En
Cruz Grande desde hace muchos años se dejó de usar el ‘arpa grande’
característica de la zona en favor de un arpa jarocha.
Notable es también que la construcción de
las artesas solía ser en “tiempo viejo” una labor en la que participaban muchas
personas, utilizando herramientas como el hacha y el hachazuela, lo cual implicaba
cierta ritualidad en torno al corte del árbol de parota en noches específicas
del ciclo lunar. Hoy, las artesas se construyen por un carpintero mediante
“encargo”; se utiliza motosierra; y, al parecer, no se conservan elementos
peculiares en el corte del ‘palo’. Cabe mencionar que las artesas antiguamente
eran de propiedad comunal y hoy tienden a ser, tácitamente, patrimonio de las
agrupaciones musicales que le dan todavía vida a esta expresión
afrodescendiente.
Consideraciones finales
Actualmente la valoración y vigencia del
baile de artesa en las comunidades que conservan esta tradición es variable. Un
rasgo principal a tener en consideración es que se trata de una tradición que
prácticamente desapareció y que volvió a resurgir hasta muchos años después en
condiciones particulares, las cuales han determinado en gran medida los cambios
que ocurrieron en esta tradición. Las ocasiones de uso, las funciones
socioculturales, las formas performativas y varias nociones conceptuales
cambiaron de manera significativa. En el orden estrictamente músico-dancístico
pueden advertirse cambios en el renglón de los ensambles instrumentales; la
construcción de instrumentos; el repertorio; las ejecuciones musical y
dancística; la composición, recepción y participación de la audiencia; y, la
calificación genérica musical, entre otros.
El baile de artesa es una herencia
cultural muy remota para los jóvenes actuales, aun cuando para los viejos siga
siendo el recuerdo de continuidad con el pasado así como un importante rasgo de
identidad. En general, las tradiciones musicales son vistas de diferentes
maneras por las distintas generaciones costeñas; de acuerdo a ese significado,
son usadas y asumidas de maneras específicas. Acorde a ello, pueden ubicarse
tres franjas generacionales: las generaciones de mayor edad —los viejos—, los
adultos maduros y los jóvenes. Los primeros tienden a ver a las tradiciones
como expresiones valiosas con las que crecieron, y que incluso conservan
todavía vínculo con la matriz sociocultural que les dio vida, pero que tienden
a perderse irremediablemente, de algún modo como resultado de procesos
“naturales”. Los segundos, es decir los maduros, fueron testigos de cambios
sustanciales en el entorno socioeconómico y cultural y tratan de conservar sus tradiciones
con un margen variable de flexibilidad, adecuándose a las condiciones actuales.
Los jóvenes en definitiva usan y asumen su herencia cultural en beneficio
personal percibiendo a las tradiciones como un medio o alternativa más de
sobrevivencia, incluso algunos apuntando hacia la “espectacularización” de sus
tradiciones.
No obstante al enorme esfuerzo empeñado
en el resurgimiento de esta tradición en San Nicolás y en El Ciruelo, puede
observarse cómo su desarrollo ha sido accidentado y difícilmente se podría
afirmar que se ha consolidado una revitalización en ambas comunidades. El alto
índice de emigración y la influencia de los medios electrónicos masivos
influyen fuertemente en la precaria perduración de esta tradición: desde hace
unas tres generaciones la música de “conjunto” y los “sonidos” han ganado
terreno en las preferencias locales. Aquí es perceptible como, en términos
generales, las sociedades demandan innovación a sus creadores; se valora la
innovación en lugar de la imitación de modelos ya creados. Finalmente, el
condicionamiento social de la reproducción de la tradición y las sanciones
negativas y positivas del grupo al que pertenece son centrales para su
perduración o declive.
NOTAS
*
Maestro en Etnomusicología y Doctor en Antropología por la UNAM. Investigador
titular del INAH y docente en la Licenciatura en Etnomusicología de la UNAM.
Ha investigado música tradicional afrodescendiente de la Costa Chica;
organología mexicana; desarrollo histórico de la etnomusicología; y,
salvaguarda del patrimonio musical en México. Entre sus publicaciones:
Versos, música y baile de artesa de la Costa Chica. 1No
en vano, uno de los pocos investigadores mexicanos que se aventuró a definir
“cultura musical”, Gonzalo Camacho (2009), abrevó —aunque sin mencionarlo— de
estos y otros autores, como Jesús Jáuregui (1987). Poco después, Cecilia
Reynoso realizó un breve pero interesante ejercicio al retomar un par de
nociones de Camacho y aplicarlas en un caso específico, el de la cultura
musical purépecha (Reynoso, 2012). 2Evidentemente,
estas denominaciones suponen una reflexión en torno a los conceptos de
‘afrodescendencia’ (Velázquez e Iturralde, 2011), ‘región/Costa Chica’ (Pepin
Lehalleur, 2003), y en su caso, ‘afromexicanidad’ (Velázquez e Iturralde,
2016). 3Regionalmente,
el término ‘danza’ tiende a calificar expresiones dancísticas en contexto
ceremonial, con significado y carácter mágico-religioso, que formal y
coreográficamente buscan seguir patrones rígidos donde su realización implica
una compleja organización. A diferencia, el término ‘baile’ tiende a
denominar expresiones dancísticas en contextos festivos de carácter
recreativo y de entretenimiento, que propician principalmente la relación
social entre sexos y donde si bien hay patrones de movimiento definidos, se
admiten variaciones en el diseño coreográfico por parejas, no requiriendo
formas complejas de organización (Sevilla, Rodríguez y Cámara, 1983). Entre
las generaciones de mayor edad, suele usarse un antiguo término, el de
‘juego’, que implica una triada compuesta por danza, ‘versada’ y música, y la
consecuente interacción con la audiencia en contextos específicos. 4
Como se señalaba antes, la artesa es un cajón de madera de una sola pieza y
grandes dimensiones que tiene labrado en sus extremos la forma de la cabeza y
cola de algún animal vinculado a la ganadería. 5
Un acercamiento sobre esta tradición en las dos comunidades mencionadas puede
verse en Ruiz 2005. 6Hasta
mediados del siglo XX, la comunidad de Cruz Grande fue un prolífico centro de
músicos arperos y grupos fandangueros de amplia influencia en toda la zona.
De ese antiguo esplendor musical fandanguero solo queda actualmente la
destacada agrupación de Los Gallardo. El uso de artesas zoomórficas para el
baile fandanguero en Cruz Grande cayó en declive desde hace más de media
centuria y ahora se utiliza un tablado ensamblado para tales fines.
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