jueves, 11 de febrero de 2021

 

EL FANDANGO Y BAILE DE ARTESA:

AYER Y HOY DE UNA TRADICIÓN

MÚSICO-DANCÍSTICA

AFRODESCENDIENTE

Carlos Ruiz Rodríguez*

 

En el marco de una obra titulada Culturas Musicales de México, parece pertinente reflexionar brevemente sobre la noción ‘cultura musical’, término integrado desde hace muchos años a la jerga académica, así como al uso cotidiano del español hablado en México, aunque entendido de manera distinta.

Si en la calle preguntáramos aleatoriamente a alguien sobre qué entiende por cultura musical, sin duda remitiría a cierto tipo de conocimiento musical, por ejemplo, tener nociones sobre qué es una sonata o en qué país nació Johann Sebastian Bach; esto es, en un sentido coloquial, ‘cultura musical’ supone a alguien con conocimiento de la historia de la música de arte académica euro-occidental. En el habla común, incluso, ‘cultura musical’ también podría usarse de forma similar a como se utiliza ‘cultura gastronómica’, por ejemplo, que supone al gran concepto de Cultura dividido en campos (cultura laboral, cultura política…) donde se conoce y valora algún rubro cultural específico. Pero en un sentido estrictamente académico, el término ‘cultura musical’ en realidad incrementó su uso en la literatura disciplinar en español desde inicios del presente siglo. A saber, dicho término comenzó a generalizarse prácticamente luego de la publicación del libro Las culturas musicales: lecturas de etnomusicología de Francisco Cruces (2001); parece que esta compilación impactó rápidamente a la comunidad académica hispanoparlante ayudando a generalizar el término hasta el punto de referirse al mismo como si se tratara de un término consensuado. México no fue la excepción y el término se usa actualmente en una diversidad de espacios y discursos académicos, desde los planes curriculares de la licenciatura y posgrado en etnomusicología de la UNAM, hasta importantes proyectos colectivos de investigación como el denominado “Etnografía de las Culturas Musicales de Oaxaca” (ECMO). Así que, algo tiene de ‘moda’ el término, aunque su uso histórico en México sea ya añejo (Campos, 1928; Castañeda, 1930; Romero, 1941; Ponce, 1941; Meierovich, 1995; Stevenson, 1952; Martínez, 1963; Stanford, 1984; Chamorro, 1984; Camacho, 1996), si bien, no necesariamente conceptualizado.

Pese a su creciente uso, solo unos cuantos investigadores mexicanos se han aventurado a definirle como concepto teórico; evidentemente, ‘cultura musical’ es un término amplio, como el propio vocablo cultura, que se usa más de manera operativa que definitoria, de allí que pocos hayan sentido la necesidad de delimitarle o asumirle como una categoría académica. En la literatura disciplinar global, el término ‘cultura musical’ se ha usado al menos desde hace más de cincuenta años (recuérdese el clásico Music Cultures of the Pacific, the Near East, and Asia de William Malm) y la significación que se le ha atribuido va desde lo general (Nettl, 1978; Béhague, 1991; Pendo y D’Amico, 2000; Loza, 2003) hasta lo específico (Kartomi, 1981), enfatizado en rubros como usos y funciones de la música (Nettl, 1967), delimitaciones étnicas (Coolen, 1991; Michel, 2007), políticas (Martí, 2004), o caracterizaciones rituales (Ruiz, 2004), entre otros.

Evidentemente, el uso del término en cuestión supone hablar de la música como una actividad social en un marco cultural. En general, una concepción que podría desprenderse de esos acercamientos —echando mano de dos etnomusicológos clásicos como Alan Merriam (1964) y Timothy Rice (1987)— es que una ‘cultura musical’ constituye un conjunto de conceptos, prácticas y expresiones musicales de una colectividad humana, históricamente construidas, socialmente conservadas e individualmente aplicadas1 . Se sigue entonces en este escrito la costumbre de esos y otros reconocidos etnomusicólogos, como Gerhard Kubik (1993) y Timothy Rice (2010), o Julio Mendívil (2010) y Egberto Bermúdez (2010) en el caso latinoamericano, de asumir la noción de ‘cultura musical’ de manera general y heurística, en favor de un discurso flexible y operativo.

En ese marco, el presente escrito pretende acercarse a una de las formas músico-coreográficas que compone el diverso complejo de tradiciones fandangueras mexicanas: el llamado Baile de artesa. Dicha expresión refiere a la costumbre afrodescendiente de bailar en celebraciones festivas comunitarias sobre una plataforma zoomórfica a la que se le da el nombre de artesa en la región litoral de Guerrero y Oaxaca llamada Costa Chica. El acercamiento pretende ofrecer un panorama histórico del desarrollo de esta tradición hasta su situación actual, siguiendo la exposición de cuatro ejes temáticos: el fandango de artesa en tiempos antiguos; sus posibles orígenes; la conformación histórica del repertorio de artesa; y, su declive, resurgimiento y sobrevivencia. El escrito concluye con algunas reflexiones en torno al estado actual en que se encuentra esta tradición.

El baile de artesa en el seno de una cultura musical

En el litoral sur del Pacífico mexicano, la franja costeña que corre desde Acapulco, Guerrero, hasta Puerto Ángel, Oaxaca, por tradición ha sido denominada, localmente, Costa Chica. Aunque en esta región predomina la población afrodescendiente, las partes que suben hacia las montañas, en la vertiente externa de la Sierra Madre son habitadas principalmente por comunidades indígenas, tanto en Guerrero (mixtecos, amuzgos, tlapanecos), como en la fracción oaxaqueña (mixtecos, chatinos); mientras que una mayoría mestiza caracteriza a las entidades más pobladas como Ometepec o Pinotepa Nacional. La Costa Chica conforma un mosaico pluricultural con características y relaciones interétnicas que generan procesos identitarios específicos, dichas relaciones tienen larga historia y remonta sus raíces hasta los más tempranos tiempos coloniales, época en que la trata esclavista y la relación marítima con Sudamérica y el Sureste asiático favorecerían condiciones peculiares en las que gradualmente se configuraría la cultura de la región (Ruiz, 2009)

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Si se quiere visualizar a la tradición del fandango de artesa en el marco discursivo de una ‘cultura musical’, ésta última bien podría denominarse académicamente como ‘cultura musical afrodescendiente de la Costa Chica’; o bien, ‘cultura musical afromexicana de la Costa Chica’, si se enmarca en el actual contexto de reivindicación política constitucional de los llamados ‘pueblos negros’.2 En contraste, si se pretende retomar las propias categorías de uso común en la región se podría hablar de ‘juegos de tiempo viejo’ o ‘música costeña de tiempo viejo’, en un plano general multicultural; o bien, de ‘música negra’, en un sentido específico centrado en las poblaciones afrodescendientes. Estas últimas categorías con certeza podrían variar dependiendo del rango generacional de la persona costeña que las calificara, pues una joven afrodescendiente de unos 20 años de edad podría referirse al fandango de artesa como ‘música antigua’ o ‘baile de viejos, de la gente de antes’, por ejemplo.

Como sea, en el entorno costeño, la cultura músico-dancística afrodescendiente se compone de una diversidad de tradiciones, que pueden comprender expresiones de antigua prosapia principalmente transmitidas por tradición oral (artesa, diablos, tortuga, toro, mariposa, doce pares, moros, apaches, sones, etc.); por medios escritos (diálogos y relaciones de danzas, parabienes, etc.); o bien, más recientes, transmitidas prioritariamente por vía mediática (cumbia, charanga/merequetengue/guaracha, reggaetón, etc.); o una combinación de las anteriores (chilena, corrido, repertorios de banda de viento, etc.). En la Costa Chica estas expresiones forman parte del ciclo vital colectivo e individual que recuerdan la propia historia, configuran identidades y tejen lazos sociales, entre otros importantes roles. La música generalmente va acompañada de formas poéticas verbales y manifestaciones dancísticas, en muchos casos como una sola unidad.3

El antiguo fandango de artesa

Antiguamente, en la región de la Costa Chica, a la ocasión en que se bailaba sobre una artesa se le denominaba fandango o fandango de artesa4 . Esta denominación y su carácter general la vincula estrechamente con la manifestación que durante el periodo colonial fue conocida como fandango: espacio festivo de construcción colectiva en el que confluía canto, música, comida y bebida alrededor del baile sobre una plataforma. Desde tiempos coloniales, el fandango formó parte de las ocasiones festivas de las poblaciones de origen africano de la Costa Chica, sin embargo, por distintas circunstancias, el fandango cayó en desuso a mediados del siglo XX en casi toda la región. Esta ‘intermitencia’ duraría hasta la década de los ochenta, fechas en que el fandango resurge (como resultado de la llegada de algunos investigadores a la región) aunque con sustanciales cambios, entre los que destaca la propia denominación de la expresión, que desde este resurgimiento es comprendida como baile de artesa. En su resurgimiento, la tradición cobró vida en dos comunidades: primero, durante los ochenta, en San Nicolás de Tolentino, Guerrero; más tarde, a mediados de los noventa, en El Ciruelo, Oaxaca.5 Por su parte, en Cruz Grande, Guerrero, se conservó la tradición de manera ininterrumpida, pero emparentada a las expresiones fandangueras de la Costa Grande y la Tierra Caliente, utilizando como figura central de su ensamble instrumental el arpa grande y algunas particularidades en el repertorio.6

Según los testimonios orales, hasta mediados del siglo XX el fandango de artesa tenía un papel fundamental en todas las festividades de la Costa Chica. Los principales eventos en los que se usaba eran las bodas, la fiesta en honor a Santiago Apóstol y los velorios de angelito. De los antiguos fandangos se dice que al ejecutar el repertorio, la gente se acomodaba alrededor de músicos y artesa, aplaudiendo o gritando a quien participaba en el baile. La mayoría de las personas que —según cuentan— eran buenas para el baile de antaño eran mujeres; los hombres se destacaban por el redoble y el baile donde la mímica jugaba un papel fundamental. Acorde a los relatos, era común que hubiera enfrentamientos orales, denominados careos o retadas, donde se hacía uso de la amplia riqueza oral afrodescendiente. También eran frecuentes los desafíos o controversias cantadas, en los que se improvisaba el contenido de los versos respetándose la línea melódica de la pieza en turno. No había, en consecuencia, un cantante designado como tal, sino que cualquier persona de la concurrencia podía participar en el canto; no obstante, se menciona que la mayor participación al cantar era de parte de los tamboreadores.

Los informes también dan cuenta enfática del extenso número de piezas que constituían el repertorio, pudiendo durar un fandango hasta tres noches seguidas (con sus días) sin que se repitiera una sola chilena. Al carecer de energía eléctrica se alumbraban con una gran rama de ocote encendida o con lámparas de aceite. Por su parte, el conjunto instrumental para acompañar el baile sobre artesas incluía dos o más de los siguientes instrumentos: cajón o tambor (membranófono de marco), violín, bajo, guacharrasca y jarana. En la zona de Cruz Grande la instrumentación típica se conformaba de arpa tamboreada y jaranas.

El fandango de artesa y sus orígenes

Al tratarse de una tradición que resurge mediante la intervención de investigadores (a inicios de los ochenta), la influencia de estos y la de los escritos publicados ha ejercido efectos notorios en la tradición oral. Este aspecto es claramente observable cuando se toca el tema de los significados en torno a esta tradición. En la literatura alusiva, es frecuente encontrar que los orígenes del baile sobre artesas se vinculan al antiguo baile sobre canoas volteadas sobre el suelo. Si bien la artesa se construye —en un comienzo— de manera similar a como se construían las canoas en la región, no hay evidencia clara de que se haya bailado sobre canoas como práctica tradicional. La mayoría de los testimonios afirman que, por lo menos desde fines del siglo XIX en la Costa Chica, las artesas se construyeron labrando en sus extremos la cabeza y cola en la forma de algún animal, y con la función deliberada de bailar sobre ellas.

A decir de algunos, la forma animal de la artesa tendría una función meramente ornamental, sin embargo es posible argumentar que las raíces de esta tradición procedan de otra dirección. De acuerdo a los testimonios de Melquíades Domínguez, antiguo cantador de la agrupación de artesa de San Nicolás, las viejas autoridades de su comunidad decían que la artesa recordaba dos cosas: por un lado, el que ellos (negros y mulatos) habían sido llevados a esas tierras para la labor vaquera; por otra parte, la figura animal labrada en la artesa representaba a los ‘blancos’, por lo que el baile sobre artesas figuraba el no haber podido ser dominados por el ‘amo español’. Los antecedentes históricos de estas comunidades encajan coherentemente con las aseveraciones de Melquíades; es muy posible que se haya tratado de perdurar, mediante baile y música, el recuerdo de la destreza de los afrodescendientes para la labor vaquera. No es casual que sean figuras de toro, vaca o caballo, las formas labradas en las artesas afrodescendientes, pues bien pudieron haber sido grandes bateas escarbadas sin forma animal alguna, como las tablas de la Costa Grande.

Por otra parte, la artesa no solo perdura el recuerdo de la habilidad en la monta y doma ganadera, sino la memoria de una noción más profunda vinculada a la propia identidad afrodescendiente colonial; es decir, el recuerdo de burlarse de los ‘blancos’ cuando los ‘negros’ bailaban sobre el tronco ahuecado. Al asociar la figura del caballo con la imagen del español, el baile de artesa bien pudo expresar de manera metafórica, bailar sobre un blanco, es decir, reiterar el carácter que situaba al negro por encima y fuera del dominio blanco (Ruiz, 2003). Sin embargo, estas nociones hoy prácticamente son desconocidas; posiblemente, sus significados fueron quedando en el olvido de manera paralela a como fue quedando atrás la circunstancia histórica que les daba sentido: la esclavitud, los conflictos interétnicos y el papel fundamental de la ganadería.

Las chilenas y el fandango de artesa

De antecedentes coloniales, el fandango de artesa es la costumbre de bailar sobre una plataforma de madera con terminación labrada con cabeza y cola de caballo, toro o vaca en fiestas de comunidades afrodescendientes de la Costa Chica de Guerrero. Baile en San Nicolás Tolentino. Foto INAH

https://josemerlos.wordpress.com/2013/05/14/morelos-pinotepa-oaxaca/

 

Durante el periodo colonial y aún más tarde, diversos factores como la esclavitud, el cimarronaje, las expediciones sudamericanas y orientales que arribaban al puerto de Acapulco, y las relaciones interétnicas a través del comercio, el parentesco y la arriería, coincidieron para darle forma a la cultura musical de la Costa Chica. Más recientemente, los cambios generados por el creciente índice de migración a los EEUU y sus consecuencias culturales, han reconfigurado la dinámica general de las tradiciones músico-dancísticas dejando su impronta en la región: desde los antiquísimos sones de danza y las viejas chilenas, hasta los más recientes usos del merequetengue y el reggaetón. En el caso del fandango de artesa, puede decirse que su repertorio ha mantenido cierta estabilidad histórica, sin embargo, desde la última década del siglo XX se componen nuevos sones para el repertorio de artesa de El Ciruelo, Oaxaca, y más recientemente, para el de San Nicolás, Guerrero.

Una de las expresiones más arraigadas de la región son las llamadas chilenas. La chilena puede encontrarse ejecutada en distintas ocasiones sociales con diversos ensambles de instrumentos y entre distintas etnias a lo largo de la costa. La chilena puede o no bailarse, según la ocasión en que se encuentre pero, en el caso de hacerlo, se baila sin contacto físico mediante evoluciones que implican el cortejo entre parejas y el uso de un paño en la mano, que se agita mientras se baila. En torno al repertorio del antiguo fandango de artesa, las generaciones de mayor edad tienden a referirse al mismo como chilenas. Al ser una expresión tan representativa de la Costa Chica y tan entrañable para sus habitantes, mucho se ha escrito en torno a la chilena, dentro y fuera de la región, no obstante, la mayoría de los acercamientos disponibles frecuentemente reproducen lo que un puñado de escritos ha aportado.

Quizá el tema que ha causado más interés ha sido el relativo a sus orígenes. Si bien hay cierto consenso en cuanto a la procedencia extranjera de las chilenas y su época de llegada a las costas mexicanas, ambos aspectos pueden todavía observarse con mayor profundidad histórica (Ruiz, 2008). Ya desde mediados del siglo XX, Vicente T. Mendoza (1948) señalaba que la chilena llegó a costas mexicanas desde Valparaíso gracias a la enorme afluencia de embarcaciones que provocó la “fiebre del oro” de California a mediados del siglo XIX. Investigadores subsecuentes reiteran durante las décadas de los sesentas y setentas esa versión del arribo de la chilena a México (López, 1967; Guerrero, s/f; Stanford, 1977). Hacia fines de los ochenta, el investigador Moisés Ochoa Campos publica su libro La Chilena Guerrerense, en el que ofrece un acalorado pugilato de autores y citas en torno a la controversial ‘fecha’ de llegada de la chilena a México, sin embargo, culmina con la “demostración” de que el arribo de la chilena a México fue previo a 1850, es decir, en 1822. Ochoa Campos fundamenta su afirmación arguyendo que en ese año se hace presente en Acapulco una escuadra militar chilena que pretende reforzar — tardíamente— la lucha de independencia mexicana, según su perspectiva, gracias a esta incursión militar la chilena llega a México. Posteriormente, otros autores ratifican esa interpretación histórica que, hasta nuestros días, se reproduce con frecuencia en no pocos estudios sobre la región.

Sin embargo, estas aseveraciones específicas y en general el tema de la relación colonial entre México y el Pacífico sudamericano requieren de varias acotaciones. La chilena en México ha tenido presencia no sólo en la región de la Costa Chica, sino en la Costa Grande, la Tierra Caliente de Guerrero y Michoacán, la región de Occidente, y hasta en Sinaloa y Sonora; inclusive se ha encontrado tierra adentro, hacia el altiplano, hasta los rumbos de Tlaxcala. Es difícil creer que una sola escuadra de barcos militares durante su breve estadía en el país haya podido tener tal repercusión cultural y tal alcance geográfico. Ni aun concediendo que todos los tripulantes de dicha flota hubiesen sido músicos y que las circunstancias hubiesen sido las más favorables sería verosímil tal conjetura.

Así como la costa del Golfo ha mostrado tener una fuerte relación histórico-cultural con el Caribe, las islas Canarias y el sur de España; la región del Pacífico mexicano presenta también vínculos importantes y tempranos durante la Colonia con las zonas portuarias de América del Sur (Chile, Colombia, Ecuador y Perú). Una larga relación comercial —tanto legal como ilegal— que existió entre México y Sudamérica durante ese periodo favoreció un vasto intercambio cultural de estos espacios geográficos. Existen numerosos documentos coloniales que cotejan la relación comercial entre los virreinatos de Perú y Nueva España desde mediados del siglo XVI, sin embargo, fue principalmente la importación de enormes cantidades de cacao a Nueva España a lo largo del siglo XVIII lo que mantuvo rutinariamente conectada a esta amplia franja litoral del Pacífico americano. El Callao primero, y Guayaquil después, fueron los puertos de donde se traía el cacao para abastecer la gran demanda de chocolate de la Nueva España. Este largo contacto afianzó un piso cultural común: la Mar del Sur mantuvo en sus puertos una enorme población de pardos y mulatos —con capacidades musicales— que fungieron como marinos, peones y estibadores y que colaboraron a modelar un cancionero emparentado. Desde esta perspectiva, la chilena no llega en un barco y en un año específico, sino mediante una constante relación interportuaria México-sudamericana que entreteje géneros en ocasiones festivas afines como el fandango.

Declive, resurgimiento y cambio en el fandango de artesa

Según informes orales, a partir de los años cincuenta los fandangos comenzaron a decaer hasta casi desaparecer por completo en esa región. Gabriel Moedano todavía documentó un fandango de artesa realizado en Cuajinicuilapa a inicios de los años setenta, pero ya señalaba lo raro que era verlo por esos tiempos (Moedano, 1996). En otro lugar se han abordado las posibles causas de declive y resurgimiento de esta tradición, las cuales no son sencillas de seguir al tratarse de una red de circunstancias y factores vinculados durante un largo periodo de tiempo a condiciones históricas específicas (Ruiz, 2013). Varias causas se atribuyen al olvido del fandango; en el plano local, se suele atribuir a la llegada de “blancos” a las comunidades; al “desmonte” y la falta de árboles de parota adecuados para construir artesas; al tipo de baile de pareja suelta en contraste con el de pareja entrelazada; la llegada de los servicios públicos de salud y la baja en muertes de infantes que derivaban en la organización de fandangos; la llegada de la bocina a la región (fonógrafos, victrolas, tocadiscos, consolas, etc.); y el auge de algunos medios masivos de comunicación (radio, TV). Por su parte, en un plano de mayor profundidad histórica, el declive del fandango puede vincularse con el desmembramiento de las estructuras económicas coloniales y el consecuente cambio cultural del país; los trastornos de una intrincada historia económica y social durante el siglo XIX, el auge e importación masiva de instrumentos de viento metal a México en ese mismo siglo; o las transformaciones culturales derivadas de las vicisitudes revolucionarias y posrevolucionarias.

Luego de un largo periodo de ‘intermitencia’, de por lo menos dos décadas a mediados del siglo XX, el fandango fue retomado para reaparecer hacia mediados de los años ochenta, pero esta vez con el nombre de baile de artesa; tradición bastante diluida aunque todavía vivamente presente en el recuerdo de las generaciones mayores. El resurgimiento del baile de artesa está muy ligado a las condiciones en las que emerge; sus características relegan necesariamente los principios socioculturales que la sustentaban y derivan en cambios profundos en todos los niveles de la práctica musical. Varias transformaciones pueden advertirse entre los tiempos antiguos del fandango y el actual baile de artesa. Una de ellas es el cambio de contextos en los que se reproduce esta tradición: el resurgimiento de la artesa no busca reinstalarse en los contextos tradicionales en que afloraba, sino que integra su performance casi por completo al formato escénico (de ‘sala de concierto’). Antes de la intermitencia de esta tradición, el fandango se utilizaba para casi toda ocasión celebratoria. Luego de su desaparición y resurgimiento, el baile de artesa no se reincorporó a estas ocasiones festivas colectivas, sino que prácticamente reaparece, primero, en eventos de instituciones culturales, y después, en encuentros políticos reivindicatorios de la identidad afrodescendiente. Si bien en Cruz Grande ocasionalmente se integra a sus contextos tradicionales, en San Nicolás y en El Ciruelo esto ya no ocurre desde hace muchos años.

El cambio de contextos performativos del fandango se vincula a otro de los cambios significativos en la tradición, es decir, la disolución de sus funciones tradicionales en las comunidades afrodescendientes. Tanto en las fiestas patronales, como en los rituales funerales y las bodas, el fandango tenía como función proveer de un espacio socialmente consensado para convivir, compartir, solidarizarse, entretenerse y crear vínculos con el sexo opuesto, además de reforzar la cohesión social y reafirmar la identidad colectiva. Actualmente, esas funciones se han reducido prácticamente a conformarse como una expresión cultural que se instituye como emblema identitario en el actual movimiento político y reivindicatorio de la identidad afrodescendiente. El hecho mismo de comenzar a calificar esta expresión, denominada fandango, como baile, marca un cambio sustancial en esta tradición. De alguna manera, el baile de artesa se ‘reinventa’ partiendo del fandango y los elementos formales de la memoria, pero ya no como una construcción social en su sentido cabal.

Un rubro más de cambios tiene que ver con las ocasiones performativas: la participación colectiva que caracterizaba a los fandangos ahora se restringe a la participación principal de los bailadores de las agrupaciones, ocasionalmente invitando a bailar a los espectadores sobre la artesa, en el formato escénico ya mencionado. El público audiente, al estar separado de los ejecutantes entre escenario/butacas de espectadores, hace un tanto pasiva su participación durante la ejecución del baile. Algo similar sucede con el rol de músico, pues en tiempos antiguos no existía un grupo de músicos estandarizado, sino que cualquiera que pudiese tocar o cantar, lo hacía en el momento del fandango. Las piezas en tiempos antiguos eran resultantes de la ejecución colectiva, pudiendo tomar el rol de músico casi cualquier asistente a la ocasión.

Otro de los cambios perceptibles tiene que ver con la propia noción de ‘música’. La concepción de lo que es música (y lo que no lo es) varía de acuerdo a la procedencia generacional y al grado de vinculación de la persona con ‘lo musical’. Evidentemente ‘música’ es un concepto polisémico difícil de encasillar en este acercamiento, sin embargo, las generaciones más antiguas suelen comprender ‘lo musical’ profundamente asociado a un acto performativo y no a la mera emisión sonora de la música. Inclusive, así lo verbalizan: son recurrentes las menciones al hablar de la música vinculadas a los músicos, los instrumentos, el repertorio, los bailadores, la versada, la interacción personal y la audiencia, la comida y la bebida, como parte de un todo comprendido alguna vez como fandango. Esa noción establece una diferencia entre lo musical como un producto meramente ‘sonoro’ y lo musical como un ‘acto performativo’.

De ello se infiere que el impacto que produjo la llegada de aparatos fonográficos a la Costa Chica fue enorme y seguramente dividió generacionalmente la manera de conceptuar la música. Para las generaciones de mayor edad, la música es deseable y buena siempre que englobe el hecho de ver al músico interpretar, calificarlo, platicar con él, solicitarle o reprocharle, escuchar la música ‘viva’, participar de ella cantando o bailando, influir en la selección del repertorio a ejecutar, etc. Evidentemente, eso no quiere decir que actualmente no comprendan otras expresiones como musicales; sería inaudito, por ejemplo, que localmente alguien no comprendiera un corrido costeño como música solo por el hecho de haberlo escuchado por la radio o en un fonograma. No obstante, existe una conciencia clara entre los viejos sobre el impacto del fonógrafo en la acepción de lo musical en la región. En este sentido, la música, la noción de lo que era música, ha cambiado. Evidentemente no era una expresión abstracta susceptible de ser aislada como un componente de la cultura, sino una expresión que da cuenta de la propia cultura: música como cultura.

Además de que varios aspectos de los conceptos, conductas performativas, contextos y funciones socioculturales cambiaron, su resurgimiento implicó también transfiguraciones en la cuestión estrictamente musical y dancística. Un primer rubro tiene que ver con la composición de las piezas y la cantidad de repertorio utilizado; los testimonios orales dan cuenta de la drástica reducción de repertorio en tiempos actuales. Antiguamente existía una treintena de estructuras melódico-rítmicas sobre las que se podía improvisar en el fandango. Luego del resurgimiento de la tradición en San Nicolás, se reconfiguraron “de memoria” siete piezas del antiguo repertorio que entre varios músicos recordaron. No obstante, hay que aclarar que en el caso de Cruz Grande se mantuvo vigente un repertorio amplio de piezas y en El Ciruelo se incrementaron piezas al repertorio con nuevas composiciones desde los años noventa del siglo XX.

Otro de los cambios perceptibles entre el antiguo fandango y el actual baile de artesa tiene que ver con el conocimiento en torno a la clasificación y diferenciación del repertorio. Si bien en tiempos antiguos el repertorio era distinguido genéricamente como chilenas, podía identificarse cuál de ellas era un rumbero, un gusto, una petenera, etc. Tras el peculiar resurgimiento de esta tradición, en lo general las piezas del repertorio son ahora comprendidas como sones. Asimismo, hoy el texto de las piezas ya no es improvisado colectivamente, como antaño, sino que tiende a ser memorizado y cantado por una sola persona. También se señala que existía mayor riqueza improvisatoria en la ejecución tanto instrumental como dancística. El llamado redoble y ciertos movimientos específicos por pieza son dos de los elementos que se mencionan, así como la reproducción imitativa de movimientos de animales en piezas específicas. En el caso de San Nicolás y El Ciruelo, hoy el baile se ha estandarizado y simplificado; los tiempos en que las mujeres se destacaban por su habilidad en el baile y los hombres por su competencia en el diseño de textos improvisados en el canto no volvieron. Recientemente, en San Nicolás, puede advertirse la integración ocasional de diseños coreográficos colectivos, tipo ‘ballet’, contrastante con el tradicional baile de parejas sueltas independientes con pañuelo. En contraste, en el caso de Cruz Grande se conserva una mayor diversidad coreográfica y se mantienen muchos elementos que se mencionan en los testimonios orales sobre las formas de baile de tiempos antiguos.

Sobre la ejecución instrumental cabe mencionar que en Cruz Grande hace varias décadas que se dejó de usar el ‘arpa grande’ (característica de la zona) y su respectivo tamboreo en la caja de resonancia por un segundo músico acuclillado. En su lugar, se integró un cajón de tapeo y se comenzó a utilizar un ‘arpa jarocha’. Las artesas zoomórficas dejaron de usarse también por esos mismos años y, en su lugar, fueron sustituidas por plataformas llanas, ya no de una sola pieza de madera de parota, sino por tablados cuadrilongos confeccionados por tiras de madera ensamblada, de dimensiones apropiadas para caber en la parte trasera de una camioneta pick up con el objeto de facilitar su transportación.

Respecto al estilo y las estructuras musicales poco puede decirse, pero aparentemente durante el resurgimiento en San Nicolás y Cruz Grande, los repertorios conservaron mucho de su carácter general de antaño. Sin embargo en San Nicolás, en los últimos años, la nueva instrumentación que omite al violín y lo sustituye por una o dos guitarras sextas en el ensamble instrumental, ha integrado nuevas tímbricas y modificaciones en las estructuras musicales. En el caso de El Ciruelo, el repertorio desde un comienzo fue estilísticamente retomado de manera muy particular, con influencia de la cumbia, tan gustada en la región.

En el renglón organológico, actualmente, el conjunto instrumental se ha estandarizado, siendo utilizado cajón, violín y guacharrasca (idiófono tubular de sacudimiento) en San Nicolás; mientras que en El Ciruelo se usa tambor, guitarra sexta y violín; y, en Cruz Grande se usa arpa, cajón tapeado y vihuela. Antiguamente el ensamble tenía variantes incluyendo —sobre la base de instrumentos antes mencionada— otros, o bien, usando instrumentos que hoy han caído en desuso, como el bajo quinto, la flauta de carrizo y las bandejas de bule. Asimismo, lo relativo a la construcción de instrumentos también ha cambiado. Antiguamente se confeccionaban instrumentos como violines, guacharrascas y bajos quintos aprovechando las maderas tropicales del entorno ecológico. Desde su resurgimiento, con excepción de las guacharrascas, se adquieren instrumentos manufacturados industrialmente. En Cruz Grande desde hace muchos años se dejó de usar el ‘arpa grande’ característica de la zona en favor de un arpa jarocha.

Notable es también que la construcción de las artesas solía ser en “tiempo viejo” una labor en la que participaban muchas personas, utilizando herramientas como el hacha y el hachazuela, lo cual implicaba cierta ritualidad en torno al corte del árbol de parota en noches específicas del ciclo lunar. Hoy, las artesas se construyen por un carpintero mediante “encargo”; se utiliza motosierra; y, al parecer, no se conservan elementos peculiares en el corte del ‘palo’. Cabe mencionar que las artesas antiguamente eran de propiedad comunal y hoy tienden a ser, tácitamente, patrimonio de las agrupaciones musicales que le dan todavía vida a esta expresión afrodescendiente.

Consideraciones finales

Actualmente la valoración y vigencia del baile de artesa en las comunidades que conservan esta tradición es variable. Un rasgo principal a tener en consideración es que se trata de una tradición que prácticamente desapareció y que volvió a resurgir hasta muchos años después en condiciones particulares, las cuales han determinado en gran medida los cambios que ocurrieron en esta tradición. Las ocasiones de uso, las funciones socioculturales, las formas performativas y varias nociones conceptuales cambiaron de manera significativa. En el orden estrictamente músico-dancístico pueden advertirse cambios en el renglón de los ensambles instrumentales; la construcción de instrumentos; el repertorio; las ejecuciones musical y dancística; la composición, recepción y participación de la audiencia; y, la calificación genérica musical, entre otros.

El baile de artesa es una herencia cultural muy remota para los jóvenes actuales, aun cuando para los viejos siga siendo el recuerdo de continuidad con el pasado así como un importante rasgo de identidad. En general, las tradiciones musicales son vistas de diferentes maneras por las distintas generaciones costeñas; de acuerdo a ese significado, son usadas y asumidas de maneras específicas. Acorde a ello, pueden ubicarse tres franjas generacionales: las generaciones de mayor edad —los viejos—, los adultos maduros y los jóvenes. Los primeros tienden a ver a las tradiciones como expresiones valiosas con las que crecieron, y que incluso conservan todavía vínculo con la matriz sociocultural que les dio vida, pero que tienden a perderse irremediablemente, de algún modo como resultado de procesos “naturales”. Los segundos, es decir los maduros, fueron testigos de cambios sustanciales en el entorno socioeconómico y cultural y tratan de conservar sus tradiciones con un margen variable de flexibilidad, adecuándose a las condiciones actuales. Los jóvenes en definitiva usan y asumen su herencia cultural en beneficio personal percibiendo a las tradiciones como un medio o alternativa más de sobrevivencia, incluso algunos apuntando hacia la “espectacularización” de sus tradiciones.

No obstante al enorme esfuerzo empeñado en el resurgimiento de esta tradición en San Nicolás y en El Ciruelo, puede observarse cómo su desarrollo ha sido accidentado y difícilmente se podría afirmar que se ha consolidado una revitalización en ambas comunidades. El alto índice de emigración y la influencia de los medios electrónicos masivos influyen fuertemente en la precaria perduración de esta tradición: desde hace unas tres generaciones la música de “conjunto” y los “sonidos” han ganado terreno en las preferencias locales. Aquí es perceptible como, en términos generales, las sociedades demandan innovación a sus creadores; se valora la innovación en lugar de la imitación de modelos ya creados. Finalmente, el condicionamiento social de la reproducción de la tradición y las sanciones negativas y positivas del grupo al que pertenece son centrales para su perduración o declive.

 

NOTAS

* Maestro en Etnomusicología y Doctor en Antropología por la UNAM. Investigador titular del INAH y docente en la Licenciatura en Etnomusicología de la UNAM. Ha investigado música tradicional afrodescendiente de la Costa Chica; organología mexicana; desarrollo histórico de la etnomusicología; y, salvaguarda del patrimonio musical en México. Entre sus publicaciones: Versos, música y baile de artesa de la Costa Chica.

1No en vano, uno de los pocos investigadores mexicanos que se aventuró a definir “cultura musical”, Gonzalo Camacho (2009), abrevó —aunque sin mencionarlo— de estos y otros autores, como Jesús Jáuregui (1987). Poco después, Cecilia Reynoso realizó un breve pero interesante ejercicio al retomar un par de nociones de Camacho y aplicarlas en un caso específico, el de la cultura musical purépecha (Reynoso, 2012).

2Evidentemente, estas denominaciones suponen una reflexión en torno a los conceptos de ‘afrodescendencia’ (Velázquez e Iturralde, 2011), ‘región/Costa Chica’ (Pepin Lehalleur, 2003), y en su caso, ‘afromexicanidad’ (Velázquez e Iturralde, 2016).

3Regionalmente, el término ‘danza’ tiende a calificar expresiones dancísticas en contexto ceremonial, con significado y carácter mágico-religioso, que formal y coreográficamente buscan seguir patrones rígidos donde su realización implica una compleja organización. A diferencia, el término ‘baile’ tiende a denominar expresiones dancísticas en contextos festivos de carácter recreativo y de entretenimiento, que propician principalmente la relación social entre sexos y donde si bien hay patrones de movimiento definidos, se admiten variaciones en el diseño coreográfico por parejas, no requiriendo formas complejas de organización (Sevilla, Rodríguez y Cámara, 1983). Entre las generaciones de mayor edad, suele usarse un antiguo término, el de ‘juego’, que implica una triada compuesta por danza, ‘versada’ y música, y la consecuente interacción con la audiencia en contextos específicos.

4 Como se señalaba antes, la artesa es un cajón de madera de una sola pieza y grandes dimensiones que tiene labrado en sus extremos la forma de la cabeza y cola de algún animal vinculado a la ganadería.

5 Un acercamiento sobre esta tradición en las dos comunidades mencionadas puede verse en Ruiz 2005.

6Hasta mediados del siglo XX, la comunidad de Cruz Grande fue un prolífico centro de músicos arperos y grupos fandangueros de amplia influencia en toda la zona. De ese antiguo esplendor musical fandanguero solo queda actualmente la destacada agrupación de Los Gallardo. El uso de artesas zoomórficas para el baile fandanguero en Cruz Grande cayó en declive desde hace más de media centuria y ahora se utiliza un tablado ensamblado para tales fines.

 

 

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