MUJERES SILENCIADAS
Hace poco escuchamos que J.K.
Rowling, la creadora del mundo mágico de Harry Potter, decidió no firmar con su
nombre, Joanne, siguiendo una sugerencia de sus editores. Algunos niños no
querrían leer una historia de aventuras escrita por una mujer, le advirtieron.
Claro que el éxito de la serie mágica no depende de este cambio. ¿Qué hubiese
pasado si Rowling no hubiera hecho caso a sus editores? Lo cierto es que el
consejo de firmar con un nombre neutral, pretendiendo que fuera leído como
masculino, obedece a un prejuicio lamentable: pensar que la pluma femenina no
tiene nada qué aportar al mundo literario de las aventuras y hazañas. Nuestra
predilección por las historias de Agatha Christie nos impide tomarnos en serio
esta opinión.
Tristemente, la historia está llena de mujeres silenciadas. ¿La
razón? Ser mujer. En la literatura, la ciencia, la política y el arte, las
mujeres han sido relegadas a un segundo plano. Por ello, en no pocas ocasiones,
algunas de ellas recurrieron a seudónimos masculinos para hacerse escuchar. En
un ámbito cotidiano, la voz femenina no era disfrazada, sino callada. Sí, la
mujer era silenciada por diversos mecanismos de opresión y marginación.
Hay un momento en la Odisea que me parece clave dentro de la
historia del silencio femenino. Penélope, arquetipo de la esposa fiel, espera
pacientemente el regreso de Odiseo a Ítaca. Hostigada por varios pretendientes
que se asientan en su palacio y devoran su despensa, Penélope encuentra una
manera de mantenerlos a raya: elegirá a uno de ellos el día en que termine de
tejer un sudario para su suegro. Pero sin que nadie lo sepa, Penélope desteje
el trabajo del día por la noche. En una ocasión, Penélope baja de su habitación
para pedir que en el banquete deje de cantarse sobre el regreso de los aqueos;
le duele el corazón al recordar a Odiseo. Entonces Telémaco, su hijo, la mandó
callar y le ordenó regresar a su habitación, pues la palabra es asunto de
varones. Penélope, que demostraba dotes de ingenio tan grandes como los del
propio Odiseo, obedece a su inexperto hijo.
Casandra, hija de Príamo y Hécuba, es otro de los casos más
desgarradores de silencio femenino. Era sacerdotisa del dios Apolo, quien la
deseaba intensamente. Después de otorgarle el don de la profecía, esperando a
cambio un encuentro carnal, Casandra rechaza acostarse con el dios.
Encolerizado, Apolo la maldice: mantendría su don profético, pero nadie haría
caso de sus predicciones. Casandra vaticinó la destrucción de Troya, pero nadie
creyó sus advertencias. La princesa troyana, agobiada por las desgracias que
vendrían, fue tomada por loca por su propia familia.
Un caso mítico de terrible silencio es el de Filomela, hija de
Pandión, rey de Atenas. Su cuñado Tereo la viola y le corta la lengua para que
no pueda acusarlo. Sin embargo, Filomela se hace de un telar para contar lo
sucedido a Procne, su hermana. ¿Y por qué no lo escribió?, se preguntará
alguno. Porque en aquella época, pocas mujeres sabían leer y escribir.
A través del arte del tejido, oficio femenino por excelencia,
Filomela puede comunicar a otra mujer su desgracia. El mito es atroz y no
exento de misoginia, pero hay en él un destello de esperanza; la mujer no puede
ser silenciada y no falta quién esté dispuesto a prestarle atención, a
escucharla.
Otro episodio en el que una
mujer es silenciada aparece en el diálogo Fedón de Platón. El día de la
ejecución de Sócrates, sus amigos llegan a despedirse de él a la cárcel. Según
Platón, al llegar a la celda, los visitantes se encontraron a Jantipa, esposa
de Sócrates, con uno de sus hijos en brazos. Al verlos llegar, Jantipa se
deshizo en lamentaciones por las últimas horas de vida de su marido. De acuerdo
con la narración, Jantipa comenzó a decir «lo que las mujeres acostumbran en
semejantes circunstancias» (sic). Desoyendo la desesperación de Jantipa,
Sócrates pidió a Critón, uno de sus amigos, que sus esclavos la sacaran de ahí
y la llevaran a casa. Una vez fuera de escena, Sócrates se acomodó y, libre ya
de las lágrimas de su mujer (sic), comenzó a platicar con sus amigos. Callada
la mujer, Sócrates comienza a dialogar con soltura.
En los diálogos platónicos predomina la palabra masculina. Sócrates
dialoga con varones de cualquier edad y oficio, incluso con esclavos. Pero no
conversa con mujeres, no las cuestiona. ¿Por qué? Pensemos que Sócrates se la
vivía en la calle. Casi no ponía un pie en casa; prefería la compañía del
exterior. Y en las calles de Atenas era poco probable que encontrara mujeres
con quienes discutir, pues el lugar de éstas no era la plaza pública, sino la
casa. Confinadas a las labores domésticas y a la crianza, la voz de la mujer
(que sí tenía) no era escuchada. ¿Quién se detuvo a escribir los diálogos de
las mujeres? Parece que no le importaron a nadie. La mayor parte de lo que
sabemos sobre las mujeres griegas es a través de voces masculinas.
Sin embargo, la mujer aparece en los diálogos platónicos en dos ocasiones. Una
es en el Banquete y otra en la República. En el primer diálogo una voz femenina
se cuela en una discusión sobre el amor. Cuando Sócrates toma la palabra,
cuenta que una sacerdotisa, Diotima de Mantinea, lo instruyó en la genealogía
del amor. De acuerdo con ella, el amor era hijo de la carencia y la necesidad.
La mujer, ausente en la reunión, habló a través de Sócrates. En el segundo
diálogo, la mujer es brevemente mencionada como parte de la clase de guardianes
en la república ideal de Platón. Pero esta mención no puede considerarse como
una suerte de reivindicación feminista. En realidad, en este diálogo tanto
varones como mujeres, son parte de una maquinaria política que obedece a una
noción de justicia particular. Nuevamente silencio.
Según algunas fuentes, Pitias de Aso colaboró con las
investigaciones biológicas de Aristóteles, su esposo. Parece que ambos
estudiaron el desarrollo de los embriones. Sea cierto o no, la verdad es que
Aristóteles no parece ser aliado de la mujer. En el sistema teórico aristotélico,
las observaciones naturalistas y sociales se nutrían mutuamente, por lo que la
carencia de agencia política femenina se relacionaba con una supuesta
inferioridad biológica ante el varón.
Durante la Edad Media, las mujeres encuentran su voz en la
mística. Relegadas de la discusión pública y confinadas a labores conventuales,
la mujer habla de visiones divinas, de raptos y de incendios espirituales.
Aunque existen excepciones, como santa Hildegarda von Bingen, la mayoría de las
voces femeninas se concentran en compartir sus arrebatos extáticos.
Existen, ciertamente, algunas
excepciones, como Leonor (m. 1204), condesa de Aquitania, y reina consorte de
Francia. En algunas regiones de Europa y en algunos momentos de la edad media,
la mujer pudo ejercer el poder. Esta tradición llegaría hasta la edad moderna,
como sucedió con Isabel, reina de Castilla, o Isabel I, reina de Inglaterra. No
obstante, en la mayoría de los casos, la mujer no podía ostentar los títulos
nobiliarios por derecho propio.
Otra excepción portentosa es Juana de Asbaje (1648-1695). Cuando
era niña, sor Juana Inés de la Cruz pensó en esconder su condición femenina
para poder asistir a la universidad. Las universidades no admitían mujeres. Así
de duro. Juana Inés rogó a su madre que la vistiera de varón y que la enviara a
México para continuar con su educación. Su madre, por supuesto, no le hizo
caso. Sin embargo, a falta de la instrucción deseada, sor Juana devoró la
biblioteca de su abuelo. Más adelante, se metió de monja en el Convento de San
Jerónimo para evitar las obligaciones del matrimonio y conservar la libertad
necesaria para el estudio. Las altas esferas de la sociedad novohispana
disfrutaban de su talento, pero entre 1690 y 1691, se involucró en una disputa
teológica que le valdría un llamado a callarse y a dedicar su tiempo a sus
labores religiosas. El obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le
recriminó haber criticado el sermón del predicador jesuita Antonio Vieira. Bajo
el seudónimo de «sor Filotea», el obispo admira a la vez que reprueba el genio
de sor Juana. En la Respuesta a sor Filotea, sor Juana defiende su labor
intelectual. Al final, parece que sor Juana tomó el consejo de recogerse y dejó
de escribir. Seguramente advirtió que, de proseguir enfrentándose con la
autoridad, ella se llevaría la peor parte.
Aunque el nombre de Louisa May Alcott (1832-1888) está ligado a
la novela Mujercitas (1868), la autora tenía una faceta literaria oculta bajo
el seudónimo A.M. Barnard. En 1942, la historiadora y especialista en libros
raros, Leona Rostenberg, dio con la correspondencia entre Alcott y un editor en
Boston. Gracias a este hallazgo, pudo determinar que la autoría de la novela
Tras la máscara (1866) correspondía a Louisa May Alcott. Gracias al seudónimo,
Alcott pudo escribir sobre temas tabú como el incesto, el adulterio y el uso de
la sexualidad como arma femenina.
Las hermanas Brontë también recurrieron al uso de seudónimos
masculinos para publicar sus obras. Cada una eligió un nombre cuya inicial
fuera la misma que su nombre y apellido real. Así Charlotte, Emily y Anne
Brontë pasaron a ser Currer, Ellis y Acton Bell. Las tres hermanas escribieron
novelas que causaron gran alboroto entonces. Charlotte escribió Jane Eyre
(1847); Emily, Cumbres borrascosas (1848); y Anne escribió La inquilina de
Wildfell Hall (1848). Cuando sus obras tuvieron cierto reconocimiento,
destaparon sus identidades. No exageraban en sus precauciones al ocultar su identidad.
Diez años antes de la publicación de Jane Eyre, Charlotte envió algunos de sus
poemas al poeta inglés Robert Southley para que le diera su opinión. Southley
le contestó que «la literatura no es asunto de mujeres y no debería serlo
nunca».
La voz de la mujer pertenece a donde la mujer quiera, ya sea
para la creación artística como para denunciar injusticias.
Héctor Zagal
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