sábado, 31 de julio de 2021

 


La crónica religiosa: historia sagrada y conciencia colectiva en el siglo XVII

Esta descripción y breve noticia he dado a la estampa, siguiendo el parecer de escritores sagrados y de historiadores políticos que enseñan a referir en las crónicas la tierra, lugar y partes de sus acaecimientos o misterios [...] La persona, el tiempo y el lugar se han de describir para más sólida raíz y cimiento de la historia.[1]

Con estas palabras el cronista fray Baltasar de Medina (1634-1697) destacaba los que debían ser los parámetros básicos de todo historiador al narrar un hecho, parámetros de referencia que son, por otro lado, los que tiene toda civilización para expresarse: el espacio y el tiempo. Durante el siglo xvii, un grupo de intelectuales novohispanos, de origen criollo y peninsular, construyeron una concepción de su tierra natal o adoptiva que les permitía apropiarse de un pasado glorioso y enorgullecerse por un excepcional entorno geográfico. Con esa construcción se buscaba dotar de sentido a este territorio y a sus habitantes y así encontrar una identidad propia frente a lo europeo. Los criollos, siguiendo la tradicional división de la historia en natural y moral, mostraron al mundo un país consolidado (aunque apenas se estaba haciendo) y vistieron su discurso con las formas de la retórica.

La primera apropiación básica, la del espacio, se inició con una exaltación de la belleza y de la fertilidad de la tierra mexicana, un locus amoenus, verdadero paraíso terrenal incontaminado y pródigo en frutos, con un aire saludable y un agua tan rica en metales que infundía valor. Este medio natural, cargado de símbolos morales, propiciaba (y reflejaba retóricamente) las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de sus habitantes, sobre todo de los criollos. 

Estas manifestaciones comenzaron a darse entre 1590 y 1640 como un difuso sentimiento de diferenciación, que veía las características propias como positivas, frente a la actitud despectiva del peninsular que consideraba a América como un continente degradado, lo que determinaba que sus pueblos, incluidos los de raza blanca, fueran blandos, flojos e incapaces de ningún tipo de civilidad. En los autores barrocos de la segunda mitad del siglo esta simple exaltación retórica se volvió un despliegue de erudición que abarcaba la geografía, la producción y las costumbres de los habitantes de todas las regiones que formaban el espacio novohispano. Al determinismo geográfico que insistía en la defectuosa humanidad americana como hija de un territorio de pantanos y calurosa naturaleza, los criollos oponían una visión de seres hábiles y laboriosos, producto de un clima templado y de una tierra pródiga y fértil; la historia natural daba argumentos para crear una historia moral gloriosa.

La segunda apropiación necesaria para crear una cultura propia era la del tiempo, la que buscaba una justificación del presente a partir de la reconstrucción del pasado, es decir la que le daba a la historia moral su sentido de continuidad. Al igual que el espacio, el tiempo novohispano se codificó en los términos de la retórica e hizo uso de los múltiples recursos del género demostrativo: la alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la amplificación, el exemplum, las pruebas, la digresión, la cita de autoridades. El funcionamiento de tales modelos retóricos provocaba, por ejemplo, que la Biblia y los autores cristianos y grecolatinos aparecieran citados exhaustivamente, pues ellos constituían una matriz dentro de la cual los cronistas debían reconstruir y traducir las nuevas experiencias americanas. La historia, por tanto, vista como una rama de la retórica, debía cumplir con tres objetivos básicos: enseñar comportamientos morales (docere), entretener (delectare) y provocar sentimientos de repudio o de admiración (movere).[2]

En primer lugar todo texto histórico era un espejo de virtudes, una escuela que enseñaba comportamientos morales y, por tanto, debía ser un discurso didáctico, ejemplar y edificante. En él se proponía un sistema de virtudes individuales y sociales que garantizaban la buena actuación del súbdito de un rey y del fiel de una Iglesia. Junto a las virtudes personales (como el valor, la humildad, la paciencia y la castidad) estaban las corporativas (como la obediencia, la justicia y la caridad); así, las monjas enclaustradas, los obispos, los funcionarios, los mercaderes, los frailes y los laicos de toda condición podían encontrar en ellos normas rectoras para cumplir con sus votos y obligaciones dentro de su propio estado y condición. Como lo prescribía Cicerón, la historia era maestra de la vida, y, por lo tanto, su objetivo primordial no era sólo mostrar la verdad de los hechos, sino convertir éstos en una narración que contuviera enseñanzas morales.

La segunda función del texto histórico, el entretenimiento, estaba relacionada con su capacidad de atraer la atención y evitar el tedio lo que permitía una mejor transmisión del mensaje. La efectividad que tuvo esta literatura se debió en buena medida a la riqueza de su carácter narrativo y a sus historias llenas de prodigios, historias que pudieron competir con las de los caballeros, las de los héroes galantes o las de los pícaros, e incluso desplazarlas.[3] En contraste con las obras de ficción, la historiografía tenía a su favor algo más que el apoyo oficial: sus autores tenían la pretensión de contar “hechos realmente acaecidos” y “no inventadas falacias”.

Finalmente, la historia cumplía con la función de engendrar sentimientos, de mover el pathos. Una primera intención, sobre todo tratándose de la historia sagrada, era sin duda despertar el fervor y la devoción hacia santos, imágenes, reliquias u órdenes religiosas. Pero detrás de la historia existían también otro cúmulo de intenciones entre las que destacaban aquellas dirigidas a la apología o al vituperio para conseguir favores o desacreditar a los enemigos, o bien a la emulación para despertar el fervor patrio. Ejemplos del primer caso son las historias escritas desde fines del siglo xvi por conquistadores, indios nobles y frailes que, junto con la relación de sus méritos, se quejaban ante la Corona por la pérdida de sus privilegios y para solicitar su restitución. En el segundo caso tenemos las narraciones sobre el pasado hechas por los “españoles” nacidos en Nueva España para promover la imagen de su tierra como un paraíso o una nueva Jerusalén y de su gente como una nueva Iglesia primitiva apostólica, con una enorme madurez espiritual y una riqueza moral incalculable. Con todo, ese sentimiento se reducía, en la mayoría de los casos, al ámbito local y lo exaltado era el terruño, la ciudad donde se había nacido.

La definición de los nuevos códigos de la cultura novohispana fueron expresados en un lenguaje religioso, no sólo porque el cosmos cultural era religioso, sino también porque la mayor parte de los autores pertenecían al clero. Los sectores eclesiásticos, formados casi exclusivamente por blancos y mayoritariamente por criollos, tenían una fuerte presencia económica, social y política como propietarios territoriales, como consumidores de bienes y servicios y como miembros destacados de las sociedades urbanas novohispanas. Sus miembros, casi todos individuos instruidos en la teología y en la literatura, eran los únicos que poseían, gracias a su condición estamental, una cohesión interna y las herramientas necesarias para forjar una conciencia colectiva; sólo ellos, por medio de su instrucción y del monopolio que ejercían sobre las instancias culturales (la educación, el arte, el sermón, la dirección espiritual, la imprenta, la fiesta etc.) podían ser los artífices de los nuevos códigos de socialización. Herederos de la Contrarreforma católica, los eclesiásticos novohispanos se consideraban a sí mismos como los únicos que podían atajar la heterodoxia y mantener la pureza de la fe. La Iglesia, única institución con una perspectiva clara y precisa de su misión y de su papel en la sociedad, utilizó la escritura de la Historia como uno de los medios más idóneos para llevarla a cabo.

No debemos olvidar, sin embargo, que las obras creadas en Nueva España responden a un contexto occidental cristiano, inmerso en el providencialismo mesiánico agustiniano, que veía la historia como un acontecer dirigido por la voluntad divina, pero en el que jugaba un importante papel la libertad humana. Dentro de esta visión, tal acontecer tomaba el carácter de una lucha entre los hijos de la luz, fieles a Dios, y los hijos de las tinieblas, seguidores de Satán. Al final de los tiempos, cuando Cristo regresara a la tierra para realizar el Juicio de la humanidad, los ciudadanos de la ciudad de Dios pasarían a gozar eternamente del cielo, mientras los hijos de las tinieblas serían arrojados al infierno. El cristianismo católico era considerada como la única religión poseedora de la verdad; el que la aceptaba se salvaría, el que no se condenaría. La pugna entre el bien y el mal dentro de la historia, explicaba las guerras, los males que sufría la humanidad y la lentitud en el avance del Evangelio. Su desarrollo, además, no se daba sólo entre los seres carnales: el mundo sobrenatural formado por santos, ángeles y demonios, actuaba constantemente dentro de ella. Así, la historia, narración de los avatares que el pueblo de Dios enfrentaba en su camino hacia la salvación eterna, incluía no sólo a la Iglesia militante que luchaba en la tierra contra las fuerzas infernales que se oponían a ese avance, sino también a la Iglesia triunfante que habitaba ya en los cielos, y a la Iglesia purgante que penaba en el purgatorio sus culpas. La historia trataba no sólo con realidades naturales, sino también con hechos sobrenaturales. Por ello, una de las características más significativas de las obras históricas es la insistencia en relatar prodigios y milagros. El mesianismo agustiniano compartía el espacio teológico con la concepción neotomista que consideraba a la sociedad como una estructura jerarquizada y estática sujeta a un orden divino que la trascendía y que señalaba a cada quien el sitio que debía ocupar en el mundo. Algunos elementos del humanismo, como la búsqueda del conocimiento por medio de la observación y de la experimentación y el rescate de tradiciones no cristianas como valiosas, se integraron en forma parcial a la visión agustinianotomista desde el siglo xv.

Junto con este contexto ideológico, tuvieron una gran influencia en la creación histórica del siglo xvii los hechos que transformaron la realidad novohispana y española en la segunda mitad de la centuria anterior. En la península ibérica, Felipe ii había conformado la idea de una monarquía católica con pretensiones de universalidad, que gobernaba sobre un imperio plural sostenido gracias a una compleja burocracia y a un rígido sistema tributario. Su sostén ideológico se basaba en la lucha contra los protestantes y los turcos y en el apoyo incondicional al Papado. Para llevar a cabo esta labor divina, el rey promovía la supremacía de una iglesia que se consolidaba gracias a la Contrarreforma, que fortalecía la posición de los clérigos como rectores sociales, que ejercía mayores controles sobre la religiosidad popular pero que, al mismo tiempo, daba espacio al culto de reliquias y de imágenes.

En Nueva España la Contrarreforma se impuso gracias a un conjunto de instituciones que hicieron posible la formación de una cultura autoritaria, aunque con un enorme poder de adaptación a las circunstancias locales: el tribunal del Santo Oficio, encargado desde 1571 de prohibir o permitir las manifestaciones religiosas que convenían a los intereses de una Iglesia que generaba cada vez mayores controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572, propulsora de una nueva espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo adaptarse fácilmente a las realidades locales; la fundación de las provincias de carmelitas, mercedarios y dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito urbano; los conventos de religiosas nacidos de la necesidad de dar cabida al excedente de una población femenina española cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los colegios jesuíticos y de la universidad y apoyado por los cabildos de las catedrales y por los obispos que, por medio de los concilios provinciales, aplicaron las reformas propuestas en Trento al ámbito novohispano. Y frente a estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que luchaban por conservar los privilegios obtenidos al haber sido las primeras en llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el cambio. Para dar a los laicos una mayor participación en la vida religiosa, además de promover la seguridad social, la transmisión de los valores locales y el control de las manifestaciones del culto, las órdenes religiosas y el clero secular fomentaron la creación de cofradías, órdenes terceras y congregaciones a las que pertenecían, dentro de un riguroso ordenamiento, casi todos los grupos sociales. En las últimas décadas del siglo xvi, los eclesiásticos buscaban respuestas religiosas adecuadas para una nueva realidad social. Por un lado, el estancamiento de la misión en el área de Mesoamérica, ya cristianizada para entonces, y las pocas perspectivas que había en el norte, asolado por la guerra chichimeca, hacía necesaria la búsqueda de un nuevo sentido religioso. Por otro lado, la persistencia de las idolatrías entre los indios convertidos, y la fuerte presencia de los curanderos, continuadores de los ritos antiguos, forzaban al clero a cambiar los métodos de la misión. En tercer lugar, el surgimiento de nuevos grupos desarraigados que era difícil integrar al sistema (como los mestizos, los indios plebeyos enriquecidos, los esclavos negros, los criollos y los emigrantes españoles). Estos grupos sólo podían sujetarse a la Iglesia institucional por medio de una actividad pastoral que incluyera cultos atractivos y promesas que llenaran sus expectativas de salud y bienestar.

A partir de los cánones que les daba la retórica, los clérigos criollos iniciaron la recuperación de su historia, una historia que les permitiría la construcción de una conciencia colectiva y que les serviría para atraer la devoción y controlar la religiosidad de todos los sectores sociales. Una parte de esa historia, la que vamos a llamar profana, se remontaba al mundo prehispánico y fue recuperada con base en las fuentes indígenas aportadas por escritores como Tezozómoc o Ixtlilxóchitl (véase Romero Galván). Otra parte, también profana, se abocó a rememorar la conquista militar, uno de los hechos fundacionales del reino, y fue obra de la generación criolla que vivió a caballo entre los siglos xvi y xvii y que había visto confiscadas sus tierras, perdidas sus encomiendas y sustituidos sus privilegios a favor de los funcionarios peninsulares; la conquista de Tenochtitlan fue utilizada como la justificación de sus pretensiones de nobleza (véase Rose). Por último estaba aquella historia que, aunque podía incluir narraciones sobre los indios prehispánicos y sobre la conquista, tenía como finalidad básica rememorar hechos religiosos: la historia de la evangelización, fundadora de la Iglesia de la Nueva España, las vidas de los hombres y mujeres destacados por su santidad y las leyendas sobre imágenes aparecidas milagrosamente en el ámbito novohispano. Todos estos hechos formaban lo que vamos a denominar historia sagrada; su construcción quedó plasmada en obras que se expresaron a partir de tres modelos literarios: la narrativa hierofánica, la hagiografía individual y la crónica.


El artículo "La crónica religiosa: historia sagrada y conciencia colectiva en el siglo xvii", de Antonio Rubial García, se publicó originalmente en Historia de la literatura mexicana. 2. La cultura letrada en la Nueva España del siglo xvii, coord. de Raquel Chang-Rodríguez, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México / Siglo xxi Editores, 2002, pp. 325-371.

Notas

1.  

Baltasar de Medina, Crónica de la Santa provincia de San Diego de México, México, El Colegio de Michoacán/ Fideicomiso Teixidor, 1996, p. 258.

2.  

Jaime Borja, Retórica de la tiranía o como se escribía una crónica en el siglo xvi: los indios medievales de fray Pedro de Aguado, Tesis doctoral inédita, México, Universidad Iberoamericana, 1997, pp. 124ss.

3.  

María Dolores Bravo Arriaga, “Santidad y narración novelesca en las crónicas de las órdenes religiosas (siglos xvi y xvii)”, en América-Europa. Encuentros, desencuentros y encubrimientos, Memorias del ii encuentro y diálogo entre dos mundos: 1992, México, D. F., Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa, 1993, p. 38.

 

http://www.elem.mx/estgrp/datos/160



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