La crónica religiosa: historia
sagrada y conciencia colectiva en el siglo XVII
Esta descripción y breve noticia he dado a la estampa, siguiendo el
parecer de escritores sagrados y de historiadores políticos que enseñan a
referir en las crónicas la tierra, lugar y partes de sus acaecimientos o
misterios [...] La persona, el tiempo y el lugar se han de describir para más
sólida raíz y cimiento de la historia.[1]
Con estas palabras el cronista fray Baltasar de Medina (1634-1697) destacaba
los que debían ser los parámetros básicos de todo historiador al narrar un
hecho, parámetros de referencia que son, por otro lado, los que tiene toda
civilización para expresarse: el espacio y el tiempo. Durante el siglo xvii, un grupo de intelectuales
novohispanos, de origen criollo y peninsular, construyeron una concepción de su
tierra natal o adoptiva que les permitía apropiarse de un pasado glorioso y
enorgullecerse por un excepcional entorno geográfico. Con esa construcción se
buscaba dotar de sentido a este territorio y a sus habitantes y así encontrar
una identidad propia frente a lo europeo. Los criollos, siguiendo la
tradicional división de la historia en natural y moral, mostraron al mundo un
país consolidado (aunque apenas se estaba haciendo) y vistieron su discurso con
las formas de la retórica.
La primera apropiación básica, la del
espacio, se inició con una exaltación de la belleza y de la fertilidad de la
tierra mexicana, un locus
amoenus, verdadero paraíso terrenal incontaminado y pródigo en
frutos, con un aire saludable y un agua tan rica en metales que infundía valor.
Este medio natural, cargado de símbolos morales, propiciaba (y reflejaba
retóricamente) las virtudes, habilidades, ingenio e inteligencia de sus
habitantes, sobre todo de los criollos.
Estas
manifestaciones comenzaron a darse entre 1590 y 1640 como un difuso sentimiento
de diferenciación, que veía las características propias como positivas, frente
a la actitud despectiva del peninsular que consideraba a América como un
continente degradado, lo que determinaba que sus pueblos, incluidos los de raza
blanca, fueran blandos, flojos e incapaces de ningún tipo de civilidad. En los
autores barrocos de la segunda mitad del siglo esta simple exaltación retórica
se volvió un despliegue de erudición que abarcaba la geografía, la producción y
las costumbres de los habitantes de todas las regiones que formaban el espacio
novohispano. Al determinismo geográfico que insistía en la defectuosa humanidad
americana como hija de un territorio de pantanos y calurosa naturaleza, los
criollos oponían una visión de seres hábiles y laboriosos, producto de un clima
templado y de una tierra pródiga y fértil; la historia natural daba argumentos
para crear una historia moral gloriosa.
La
segunda apropiación necesaria para crear una cultura propia era la del tiempo,
la que buscaba una justificación del presente a partir de la reconstrucción del
pasado, es decir la que le daba a la historia moral su sentido de continuidad.
Al igual que el espacio, el tiempo novohispano se codificó en los términos de
la retórica e hizo uso de los múltiples recursos del género demostrativo: la
alabanza de las virtudes, el vituperio de los vicios, la amplificación,
el exemplum,
las pruebas, la digresión, la cita de autoridades. El funcionamiento de tales
modelos retóricos provocaba, por ejemplo, que la Biblia y los autores
cristianos y grecolatinos aparecieran citados exhaustivamente, pues ellos
constituían una matriz dentro de la cual los cronistas debían reconstruir y
traducir las nuevas experiencias americanas. La historia, por tanto, vista como
una rama de la retórica, debía cumplir con tres objetivos básicos: enseñar
comportamientos morales (docere),
entretener (delectare)
y provocar sentimientos de repudio o de admiración (movere).[2]
En
primer lugar todo texto histórico era un espejo de virtudes, una escuela que
enseñaba comportamientos morales y, por tanto, debía ser un discurso didáctico,
ejemplar y edificante. En él se proponía un sistema de virtudes individuales y
sociales que garantizaban la buena actuación del súbdito de un rey y del fiel
de una Iglesia. Junto a las virtudes personales (como el valor, la humildad, la
paciencia y la castidad) estaban las corporativas (como la obediencia, la
justicia y la caridad); así, las monjas enclaustradas, los obispos, los
funcionarios, los mercaderes, los frailes y los laicos de toda condición podían
encontrar en ellos normas rectoras para cumplir con sus votos y obligaciones
dentro de su propio estado y condición. Como lo prescribía Cicerón, la historia
era maestra de la vida, y, por lo tanto, su objetivo primordial no era sólo
mostrar la verdad de los hechos, sino convertir éstos en una narración que
contuviera enseñanzas morales.
La
segunda función del texto histórico, el entretenimiento, estaba relacionada con
su capacidad de atraer la atención y evitar el tedio lo que permitía una mejor
transmisión del mensaje. La efectividad que tuvo esta literatura se debió en
buena medida a la riqueza de su carácter narrativo y a sus historias llenas de
prodigios, historias que pudieron competir con las de los caballeros, las de
los héroes galantes o las de los pícaros, e incluso desplazarlas.[3] En contraste con las obras de ficción,
la historiografía tenía a su favor algo más que el apoyo oficial: sus autores
tenían la pretensión de contar “hechos realmente acaecidos” y “no inventadas
falacias”.
Finalmente,
la historia cumplía con la función de engendrar sentimientos, de mover el pathos. Una primera
intención, sobre todo tratándose de la historia sagrada, era sin duda despertar
el fervor y la devoción hacia santos, imágenes, reliquias u órdenes religiosas.
Pero detrás de la historia existían también otro cúmulo de intenciones entre
las que destacaban aquellas dirigidas a la apología o al vituperio para
conseguir favores o desacreditar a los enemigos, o bien a la emulación para
despertar el fervor patrio. Ejemplos del primer caso son las historias escritas
desde fines del siglo xvi por
conquistadores, indios nobles y frailes que, junto con la relación de sus
méritos, se quejaban ante la Corona por la pérdida de sus privilegios y para
solicitar su restitución. En el segundo caso tenemos las narraciones sobre el
pasado hechas por los “españoles” nacidos en Nueva España para promover la
imagen de su tierra como un paraíso o una nueva Jerusalén y de su gente como
una nueva Iglesia primitiva apostólica, con una enorme madurez espiritual y una
riqueza moral incalculable. Con todo, ese sentimiento se reducía, en la mayoría
de los casos, al ámbito local y lo exaltado era el terruño, la ciudad donde se
había nacido.
La
definición de los nuevos códigos de la cultura novohispana fueron expresados en
un lenguaje religioso, no sólo porque el cosmos cultural era religioso, sino
también porque la mayor parte de los autores pertenecían al clero. Los sectores
eclesiásticos, formados casi exclusivamente por blancos y mayoritariamente por
criollos, tenían una fuerte presencia económica, social y política como
propietarios territoriales, como consumidores de bienes y servicios y como
miembros destacados de las sociedades urbanas novohispanas. Sus miembros, casi
todos individuos instruidos en la teología y en la literatura, eran los únicos
que poseían, gracias a su condición estamental, una cohesión interna y las
herramientas necesarias para forjar una conciencia colectiva; sólo ellos, por
medio de su instrucción y del monopolio que ejercían sobre las instancias
culturales (la educación, el arte, el sermón, la dirección espiritual, la
imprenta, la fiesta etc.) podían ser los artífices de los nuevos códigos de
socialización. Herederos de la Contrarreforma católica, los eclesiásticos
novohispanos se consideraban a sí mismos como los únicos que podían atajar la
heterodoxia y mantener la pureza de la fe. La Iglesia, única institución con
una perspectiva clara y precisa de su misión y de su papel en la sociedad,
utilizó la escritura de la Historia como uno de los medios más idóneos para
llevarla a cabo.
No debemos
olvidar, sin embargo, que las obras creadas en Nueva España responden a un
contexto occidental cristiano, inmerso en el providencialismo mesiánico
agustiniano, que veía la historia como un acontecer dirigido por la voluntad
divina, pero en el que jugaba un importante papel la libertad humana. Dentro de
esta visión, tal acontecer tomaba el carácter de una lucha entre los hijos de
la luz, fieles a Dios, y los hijos de las tinieblas, seguidores de Satán. Al
final de los tiempos, cuando Cristo regresara a la tierra para realizar el
Juicio de la humanidad, los ciudadanos de la ciudad de Dios pasarían a gozar
eternamente del cielo, mientras los hijos de las tinieblas serían arrojados al
infierno. El cristianismo católico era considerada como la única religión poseedora
de la verdad; el que la aceptaba se salvaría, el que no se condenaría. La pugna
entre el bien y el mal dentro de la historia, explicaba las guerras, los males
que sufría la humanidad y la lentitud en el avance del Evangelio. Su
desarrollo, además, no se daba sólo entre los seres carnales: el mundo
sobrenatural formado por santos, ángeles y demonios, actuaba constantemente
dentro de ella. Así, la historia, narración de los avatares que el pueblo de
Dios enfrentaba en su camino hacia la salvación eterna, incluía no sólo a la
Iglesia militante que luchaba en la tierra contra las fuerzas infernales que se
oponían a ese avance, sino también a la Iglesia triunfante que habitaba ya en
los cielos, y a la Iglesia purgante que penaba en el purgatorio sus culpas. La
historia trataba no sólo con realidades naturales, sino también con hechos
sobrenaturales. Por ello, una de las características más significativas de las
obras históricas es la insistencia en relatar prodigios y milagros. El
mesianismo agustiniano compartía el espacio teológico con la concepción
neotomista que consideraba a la sociedad como una estructura jerarquizada y
estática sujeta a un orden divino que la trascendía y que señalaba a cada quien
el sitio que debía ocupar en el mundo. Algunos elementos del humanismo, como la
búsqueda del conocimiento por medio de la observación y de la experimentación y
el rescate de tradiciones no cristianas como valiosas, se integraron en forma
parcial a la visión agustinianotomista desde el siglo xv.
Junto
con este contexto ideológico, tuvieron una gran influencia en la creación
histórica del siglo xvii los
hechos que transformaron la realidad novohispana y española en la segunda mitad
de la centuria anterior. En la península ibérica, Felipe ii había conformado la idea de una
monarquía católica con pretensiones de universalidad, que gobernaba sobre un
imperio plural sostenido gracias a una compleja burocracia y a un rígido
sistema tributario. Su sostén ideológico se basaba en la lucha contra los
protestantes y los turcos y en el apoyo incondicional al Papado. Para llevar a
cabo esta labor divina, el rey promovía la supremacía de una iglesia que se
consolidaba gracias a la Contrarreforma, que fortalecía la posición de los
clérigos como rectores sociales, que ejercía mayores controles sobre la
religiosidad popular pero que, al mismo tiempo, daba espacio al culto de
reliquias y de imágenes.
En Nueva
España la Contrarreforma se impuso gracias a un conjunto de instituciones que
hicieron posible la formación de una cultura autoritaria, aunque con un enorme
poder de adaptación a las circunstancias locales: el tribunal del Santo Oficio,
encargado desde 1571 de prohibir o permitir las manifestaciones religiosas que
convenían a los intereses de una Iglesia que generaba cada vez mayores
controles; la Compañía de Jesús, llegada en 1572, propulsora de una nueva
espiritualidad, más flexible y sincrética, que pudo adaptarse fácilmente a las
realidades locales; la fundación de las provincias de carmelitas, mercedarios y
dieguinos, dedicadas a la predicación en el ámbito urbano; los conventos de
religiosas nacidos de la necesidad de dar cabida al excedente de una población
femenina española cada vez más numerosa; un clero secular culto egresado de los
colegios jesuíticos y de la universidad y apoyado por los cabildos de las
catedrales y por los obispos que, por medio de los concilios provinciales,
aplicaron las reformas propuestas en Trento al ámbito novohispano. Y frente a
estas nuevas corporaciones eclesiásticas, las viejas órdenes mendicantes, que
luchaban por conservar los privilegios obtenidos al haber sido las primeras en
llegar y que se adaptaban a las condiciones impuestas por el cambio. Para dar a
los laicos una mayor participación en la vida religiosa, además de promover la
seguridad social, la transmisión de los valores locales y el control de las
manifestaciones del culto, las órdenes religiosas y el clero secular fomentaron
la creación de cofradías, órdenes terceras y congregaciones a las que
pertenecían, dentro de un riguroso ordenamiento, casi todos los grupos
sociales. En las últimas décadas del siglo xvi,
los eclesiásticos buscaban respuestas religiosas adecuadas para una nueva
realidad social. Por un lado, el estancamiento de la misión en el área de
Mesoamérica, ya cristianizada para entonces, y las pocas perspectivas que había
en el norte, asolado por la guerra chichimeca, hacía necesaria la búsqueda de
un nuevo sentido religioso. Por otro lado, la persistencia de las idolatrías
entre los indios convertidos, y la fuerte presencia de los curanderos,
continuadores de los ritos antiguos, forzaban al clero a cambiar los métodos de
la misión. En tercer lugar, el surgimiento de nuevos grupos desarraigados que
era difícil integrar al sistema (como los mestizos, los indios plebeyos
enriquecidos, los esclavos negros, los criollos y los emigrantes españoles).
Estos grupos sólo podían sujetarse a la Iglesia institucional por medio de una
actividad pastoral que incluyera cultos atractivos y promesas que llenaran sus
expectativas de salud y bienestar.
A partir
de los cánones que les daba la retórica, los clérigos criollos iniciaron la
recuperación de su historia, una historia que les permitiría la construcción de
una conciencia colectiva y que les serviría para atraer la devoción y controlar
la religiosidad de todos los sectores sociales. Una parte de esa historia, la
que vamos a llamar profana, se remontaba al mundo prehispánico y fue recuperada
con base en las fuentes indígenas aportadas por escritores como Tezozómoc o Ixtlilxóchitl (véase Romero Galván). Otra parte, también profana, se abocó a
rememorar la conquista militar, uno de los hechos fundacionales del reino, y
fue obra de la generación criolla que vivió a caballo entre los siglos xvi y xvii y que había visto confiscadas sus tierras,
perdidas sus encomiendas y sustituidos sus privilegios a favor de los
funcionarios peninsulares; la conquista de Tenochtitlan fue utilizada como la
justificación de sus pretensiones de nobleza (véase Rose). Por último estaba aquella historia que, aunque podía
incluir narraciones sobre los indios prehispánicos y sobre la conquista, tenía
como finalidad básica rememorar hechos religiosos: la historia de la
evangelización, fundadora de la Iglesia de la Nueva España, las vidas de los
hombres y mujeres destacados por su santidad y las leyendas sobre imágenes aparecidas
milagrosamente en el ámbito novohispano. Todos estos hechos formaban lo que
vamos a denominar historia sagrada; su construcción quedó plasmada en obras que
se expresaron a partir de tres modelos literarios: la narrativa hierofánica, la
hagiografía individual y la crónica.
Notas
1.
↑
Baltasar de
Medina, Crónica de la
Santa provincia de San Diego de México, México, El Colegio de
Michoacán/ Fideicomiso Teixidor, 1996, p. 258.
2.
↑
Jaime
Borja, Retórica de la
tiranía o como se escribía una crónica en el siglo xvi: los indios medievales de fray Pedro de Aguado,
Tesis doctoral inédita, México, Universidad Iberoamericana, 1997, pp. 124ss.
3.
↑
María
Dolores Bravo Arriaga, “Santidad y narración novelesca en las crónicas de las
órdenes religiosas (siglos xvi y xvii)”, en América-Europa. Encuentros, desencuentros
y encubrimientos, Memorias del ii encuentro
y diálogo entre dos mundos: 1992, México, D. F., Universidad
Autónoma Metropolitana Iztapalapa, 1993, p. 38.
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