LETRAS LIBRES
Lucifer
de carne y hueso
En el bicentenario de
Dostoievski ha circulado una célebre frase en boca de Iván Karamazov: “Si Dios
no existe, todo está permitido”. En realidad, el segundo de los hermanos no
dijo tal cosa, sino algo mucho más profundo e interesante.
Es bien sabido que
la conocidísima frase de “Ladran los perros, Sancho, señal de que cabalgamos”,
con cualquiera de sus variantes, no fue pronunciada por don Quijote, y debe de
ser una confiscación de unos versos del poema Kläffen de
Goethe, que habla justo de unos atronadores ladridos que “solo demuestran que
cabalgamos”.
Por cierto, Goethe
tiene otro poema en que menciona lo mucho que detesta los ladridos de perro;
excepto los de su vecino, pues le anuncian que “ya viene mi amada”.
John Middleton
Murry cita con memoria torcida a Chéjov. Dice que, al darle consejos a un joven
autor, le escribió: “No me digas que la luna brilla; muéstrame el destello de
la luz en una botella rota”. Chéjov dijo algo parecido, pero más elaborado; en
su texto, el reflejo en el trozo de botella era como “una pequeña estrella”.
Ahora muchos citan a Middleton Murry creyendo que citan a Chéjov.
El buen Chéjov
llegó a hacer lo mismo, aunque con licencia prosaica. En su cuento “El
corresponsal”, uno de los personajes cita tergiversadamente a Pushkin:
“Bienaventurado el que fue joven en su juventud”. Mientras que el protagonista
de “Una enigmática criatura”, en su afán por seducir a una mujer, parafrasea a
Raskólnikov diciendo “No la beso a usted, encanto, sino al sufrimiento humano”.
En cambio, la escena original dostoievskiana es la más intensa, humana y
patética de Crimen y castigo: “No me arrodillo ante usted”, dice
Raskólnikov a la prostituida Sonia, “sino ante todo el dolor humano”.
Pues bien, ahora
que se cumplieron doscientos años del nacimiento de Dostoievski, volví a leer
en diversas publicaciones la frase más famosa de este autor ruso a través de
Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido” aunque con mayor fe y
mejor gramática se diría, “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. Con
la salvedad de que Iván Karamazov nunca dijo tal cosa.
He escuchado y
leído la cita de marras de la boca y pluma de intelectuales que yo no soy digno
de anudarles la corbata, por lo que siempre pensé que el error estaba en mí, y
aún considero esa posibilidad; pero tras mis lecturas y relecturas de varias
traducciones de los Karamazov, puedo jurar que Iván dijo algo mucho más
profundo e interesante.
En la novela,
suelen ser otros los que pretenden expresar las ideas de Iván. Miúsov lo dice
así: “Si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente
desaparecerá en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir
viviendo en este mundo. Entonces no habría nada inmoral y todo estaría
permitido, incluso la antropofagia”.
Su hermano Dmitri
pregunta si ha entendido bien, si acaso quiere decir que “para el ateo, la
maldad no solo está autorizada, sino que ha de considerarse una manifestación
natural, necesaria y razonable”.
Iván apenas
responde: “Yo creo que no hay virtud sin inmortalidad”. ¿Pero acaso la ausencia
de virtud implica que todo está permitido? Habría que explorar también Crimen
y castigo para ahondar en ese tema; y leer mucha filosofía, pues la
palabra “virtud” nunca ha tenido significado inequívoco.
La de Iván no es
una idea lineal y obvia, sino misteriosa. Además, plantea que Dios y la vida
eterna del hombre no tienen que ir de la mano. ¿Por qué Dios, al crear al
hombre, habría de equiparlo con alma inmortal? La existencia e inmortalidad del
alma son ideas más platónicas que bíblicas.
Más adelante, Iván
se sincera con su hermano menor: “Admito que es posible que Dios exista”.
Pronuncia las palabras de Voltaire: “Si Dieu n’existait pas, il faudrait
l’inventer”, y se maravilla de que la idea de un dios le haya sido
necesaria al espíritu de “un animal perverso y feroz como el hombre”. Sin
embargo, concede que “es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que
hace gran honor al hombre”, y reconoce que “me limito a declarar que admito la
existencia de Dios”, mas agregando que “he decidido no intentar comprender a
Dios… admito sin razonar no solo la existencia de Dios, sino también su
sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible”.
Iván Karamazov
pasa a describir atrocidades que les ocurren a los niños. El significado de su
discurso parece ser: “Dios existe y todo está permitido”.
Dostoievski no
presenta a Iván como ateo, sino como rebelde. “No niego la existencia de Dios,
pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”, dice Iván, ante el espanto de
su hermano. “Eso es rebelarse”, contesta Aliosha. E Iván remata: “¿Rebelarse?
Hubiera preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir sin
rebeldía?”. Es Iván un Lucifer de carne y hueso. Sí, de carne y hueso y de
palabras. Es también, a mis ojos, el más virtuoso de los Karamazov.
Muchas mentes han
tratado de armonizar la idea de la bondad de Dios con la presencia del mal.
Iván no lo intenta, simplemente a Dios lo manda al diablo. Acepta su
existencia, pero no lo acepta a Él. Con todo respeto le hace a Dios lo que en
Polonia se conoce como el gest Kozakiewicza.
No sé quién
fue el primero que convirtió el razonamiento de Iván Karamazov en un eslogan
pegajoso, tramposo, tuitero y simplista. A mí no me han bastado cientos de
palabras para aclararlo. Habrá que leer la novela.
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La remuerte de
Sócrates
El método de Sócrates era el de cuestionar y
cuestionarse, y por eso mereció morir. A ojos de los encargados de la educación
de cada país, lo sigue mereciendo.
En su Historia
de la filosofía occidental, Bertrand Russell dice: “El relato de un
estúpido sobre las ideas de un hombre inteligente nunca es acertado, porque
inconscientemente traduce lo que oye en algo accesible a su entendimiento”. Usa
estas palabras para referirse al texto en el que Jenofonte argumenta que no
había razones para condenar a muerte a Sócrates.
La defensa de
Jenofonte es tan clara y decisiva que necesariamente es simplona; pero con ella
no acaba de demostrar una injusticia, pues si el comportamiento y las ideas de
Sócrates hubiesen sido tan simples, ni siquiera habría motivo para haberlo
juzgado.
Jenofonte comienza su libro mostrando asombro por el funesto veredicto:
“A menudo me he preguntado sorprendido con qué razones pudieron convencer a los
atenienses quienes acusaron a Sócrates de merecer la muerte a los ojos de la
ciudad. Porque la acusación pública formulada contra él decía lo siguiente:
‘Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad,
introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper
a la juventud’”.
El comentario de Russell es correcto, pero mal dirigido, pues Jenofonte
no era ningún estúpido. Como alumno de Sócrates, ciertamente no estuvo al nivel
de Platón. No en filosofía. Pero a Jenofonte se le considera uno de los grandes
talentos militares. Gran templanza, lucidez, elocuencia, maña y liderazgo
empleó para sacar del territorio enemigo a su ejército de mercenarios griegos.
Este episodio se halla entre las grandes proezas de la historia militar. Sin
duda ese ejército, bajo las órdenes de Sócrates o Platón o el mismo Russell,
habría terminado empalado en las riberas del Tigris.
La filosofía podía ocuparse de abstracciones metafísicas, pero también
había nacido para buscar el mejor modo de vivir. Una sabiduría terrena. La gran
sabiduría para la situación en que se hallaban los soldados de Jenofonte no
tenía que ver con la eternidad del alma o si en los cielos existía un círculo
perfecto, sino con darse cuenta de que “la disciplina supone la salvación,
mientras que la indisciplina ha perdido ya a muchos” o que “en la guerra,
quienes buscan por todos los medios conservar la vida, ésos por lo general
mueren” o con sapiencia tan elemental como: “No hay quien se atreva a hablar a los
griegos de concertar treguas sin haber suministrado antes el almuerzo”.
En su Hipólito, Eurípides hace esta crítica a los filósofos
por boca de Teseo: “¡Oh hombres que poseen muchos conocimientos en vano! ¿Por
qué enseñan innumerables ciencias y de todo hallan salida y todo lo descubren
y, en cambio, una sola cosa no saben y no la han cazado aún: enseñar la
sensatez a los que no la poseen?”.
Aquí hay que hacerle poco caso a Teseo, que muestra pocas luces. Tampoco
su hijo se acerca al buen juicio cuando le responde: “Muy hábil debe ser aquel
capaz de obligar a ser sensatos a los que no lo son”.
Al menos socráticamente, la filosofía no es disciplina para enseñarse
sino para aprenderse. El método socrático era el de cuestionar y cuestionarse.
Era la vida examinada. Era conócete a ti mismo. Era la libertad dentro de la
ley, pero cuestionando las leyes y a los gobernantes. Era la autodeterminación.
No son recetas que se enseñen; son frutos que se cosechan.
Por eso Sócrates mereció morir. Maldito prevaricador. Y lo sigue
mereciendo. Por fortuna los encargados de la educación de cada país nos
protegen y le siguen administrando al filósofo griego su letal dosis de cicuta
para desterrarlo de las escuelas y asegurarse de que nunca más vuelva a
corromper a la juventud.
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Buenos y malos
consejos
Los consejos han sido siempre parte de la literatura. Algunos suenan muy
razonables a pesar del paso del tiempo; otros parecen alejarse de la sabiduría.
“El que no oye consejo no llega a viejo”, reza el adagio. Pero a veces
hay que hacer oídos sordos. Más allá de las leyes, reglas y obligaciones
religiosas, los consejos han sido siempre parte de la literatura. Algunos
suenan muy razonables a pesar del paso del tiempo; otros parecen alejarse de la
sabiduría.
Alrededor del setecientos antes de Cristo, Hesíodo escribió su poema
didáctico Trabajos y días. Da consejos sobre las labores de campo, la
amistad, los vecinos, el matrimonio.
“En primer lugar”, escribe, “procúrate casa, mujer y buey de labor”,
pero aclara, “mujer comprada, no desposada, para que también vaya detrás de los
bueyes”.
Recomienda el matrimonio para el hombre alrededor de los treinta años,
con una mujer en torno a los dieciocho “que viva cerca de ti” y eligiéndola
bien porque “nada más terrible que la mala mujer, siempre pegada a la mesa y
que, por muy fuerte que sea su marido, le va requemando sin antorcha y le
entrega a una vejez prematura”. Al estilo de la familia pequeña vive
mejor, dice: “Procura tener un solo hijo, para conservar intacto el
patrimonio”.
Agrega que el mejor tesoro en los hombres es “una lengua parca”. Y
entonces pasa a dar consejos sobre lo que más parece inquietarle: “No orines de
pie vuelto hacia el sol, sino cuando se ponga; recuérdalo: hacia el oriente y
sin desnudarte… tampoco en el camino ni fuera del camino te orines sobre la
marcha; muy sensato es el hombre que lo hace agachado o el que se arrima al muro
de un corral bien cercado… no te orines en las fuentes; guárdate bien de ello”.
Más delante retoma el tema y recomienda tampoco hacerlo en los ríos.
Hay que recordar el modo en que vestían los griegos, si es que vestían,
y la ausencia de ropa interior. Los judíos ataviaban también de modo ligero,
por eso Jehová hubo de dictaminar: “No subirás por gradas a mi altar, para que
tu desnudez no se descubra junto a él”. Aunque con Jehová de los ejércitos los
consejos son ley. Tal como los consejos del jefe son órdenes.
No fue Pablo Neruda, sino San Pablo, el que pidió silencio a las
mujeres: “Callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar… Y si
quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos”. San Bernardino de
Siena, ese “patrón santo y piadoso de un pueblo que tanto te ama”, iba un poco
más allá del silencio. Concedía a los maridos el derecho de golpear a sus
mujeres, pero “no cuando estén embarazadas”. Y haciendo eco de tan santas
palabras, un código legal francés proponía que “le mari ne doit battre sa
femme que raisonnablement”.
Prefiero los consejos de libros que abogan por que en la mesa no se
cepillen los dientes ni se use el mantel para limpiar las manos o el cuchillo
ni se regrese al plato “lo que ya masticaste y vas a masticar de nuevo” ni se
enjuaguen los dedos en el caldo.
Cuando Sancho es nombrado gobernador, don Quijote le da pertinentes
consejos sobre justicia y buen gobierno, a los que agrega algunos más
personales. “No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu
villanería… habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a
ti mismo… Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda
secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni
de erutar delante de nadie”.
Malcolm Lowry nos habla de un par de carteles que deambulan entre el
consejo y la advertencia: “Su salud estará a salvo no escupiendo en el interior
de este vehículo” y “¿Le gusta este jardín? ¿Qué es suyo? ¡Evite que sus hijos
lo destruyan!”.
Hablando de hijos, Lorenzo de Medici manda una carta al suyo, que acaba
de ser nombrado cardenal, a los dieciséis años. Le previene que Roma es un nido
de víboras y que buscarán corromperlo; le dice que se vista sin ostentación
pero sin austeridad, que emplee un lenguaje respetuoso, que muestre su buen
gusto adquiriendo antigüedades y buenos libros, y muchas recomendaciones más.
Pero al final le advierte que hay un consejo que debe seguir por sobre todos
los demás: “Di levarvi ogni mattina di buona ora”. Salir de la cama cada
mañana a buena hora.
Ese último consejo es un clásico. Válido desde la prehistoria hasta
nuestros días. Qué más quisiera, pero soy de almohada tardía; y sin poder
separar el oro del polvo, trato tamaña sabiduría con el mismo desaire que las
sandeces de San Bernardino.
https://letraslibres.com/literatura/buenos-y-malos-consejos/
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