martes, 21 de diciembre de 2021

 

LETRAS LIBRES


Lucifer de carne y hueso

 

En el bicentenario de Dostoievski ha circulado una célebre frase en boca de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”. En realidad, el segundo de los hermanos no dijo tal cosa, sino algo mucho más profundo e interesante.

Es bien sabido que la conocidísima frase de “Ladran los perros, Sancho, señal de que cabalgamos”, con cualquiera de sus variantes, no fue pronunciada por don Quijote, y debe de ser una confiscación de unos versos del poema Kläffen de Goethe, que habla justo de unos atronadores ladridos que “solo demuestran que cabalgamos”.

Por cierto, Goethe tiene otro poema en que menciona lo mucho que detesta los ladridos de perro; excepto los de su vecino, pues le anuncian que “ya viene mi amada”.

John Middleton Murry cita con memoria torcida a Chéjov. Dice que, al darle consejos a un joven autor, le escribió: “No me digas que la luna brilla; muéstrame el destello de la luz en una botella rota”. Chéjov dijo algo parecido, pero más elaborado; en su texto, el reflejo en el trozo de botella era como “una pequeña estrella”. Ahora muchos citan a Middleton Murry creyendo que citan a Chéjov.

El buen Chéjov llegó a hacer lo mismo, aunque con licencia prosaica. En su cuento “El corresponsal”, uno de los personajes cita tergiversadamente a Pushkin: “Bienaventurado el que fue joven en su juventud”. Mientras que el protagonista de “Una enigmática criatura”, en su afán por seducir a una mujer, parafrasea a Raskólnikov diciendo “No la beso a usted, encanto, sino al sufrimiento humano”. En cambio, la escena original dostoievskiana es la más intensa, humana y patética de Crimen y castigo: “No me arrodillo ante usted”, dice Raskólnikov a la prostituida Sonia, “sino ante todo el dolor humano”.

Pues bien, ahora que se cumplieron doscientos años del nacimiento de Dostoievski, volví a leer en diversas publicaciones la frase más famosa de este autor ruso a través de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido” aunque con mayor fe y mejor gramática se diría, “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”. Con la salvedad de que Iván Karamazov nunca dijo tal cosa.

He escuchado y leído la cita de marras de la boca y pluma de intelectuales que yo no soy digno de anudarles la corbata, por lo que siempre pensé que el error estaba en mí, y aún considero esa posibilidad; pero tras mis lecturas y relecturas de varias traducciones de los Karamazov, puedo jurar que Iván dijo algo mucho más profundo e interesante.

En la novela, suelen ser otros los que pretenden expresar las ideas de Iván. Miúsov lo dice así: “Si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente desaparecerá en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir viviendo en este mundo. Entonces no habría nada inmoral y todo estaría permitido, incluso la antropofagia”.

Su hermano Dmitri pregunta si ha entendido bien, si acaso quiere decir que “para el ateo, la maldad no solo está autorizada, sino que ha de considerarse una manifestación natural, necesaria y razonable”.

Iván apenas responde: “Yo creo que no hay virtud sin inmortalidad”. ¿Pero acaso la ausencia de virtud implica que todo está permitido? Habría que explorar también Crimen y castigo para ahondar en ese tema; y leer mucha filosofía, pues la palabra “virtud” nunca ha tenido significado inequívoco.

La de Iván no es una idea lineal y obvia, sino misteriosa. Además, plantea que Dios y la vida eterna del hombre no tienen que ir de la mano. ¿Por qué Dios, al crear al hombre, habría de equiparlo con alma inmortal? La existencia e inmortalidad del alma son ideas más platónicas que bíblicas.

Más adelante, Iván se sincera con su hermano menor: “Admito que es posible que Dios exista”. Pronuncia las palabras de Voltaire: “Si Dieu n’existait pas, il faudrait l’inventer”, y se maravilla de que la idea de un dios le haya sido necesaria al espíritu de “un animal perverso y feroz como el hombre”. Sin embargo, concede que “es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al hombre”, y reconoce que “me limito a declarar que admito la existencia de Dios”, mas agregando que “he decidido no intentar comprender a Dios… admito sin razonar no solo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible”.

Iván Karamazov pasa a describir atrocidades que les ocurren a los niños. El significado de su discurso parece ser: “Dios existe y todo está permitido”.

Dostoievski no presenta a Iván como ateo, sino como rebelde. “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”, dice Iván, ante el espanto de su hermano. “Eso es rebelarse”, contesta Aliosha. E Iván remata: “¿Rebelarse? Hubiera preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir sin rebeldía?”. Es Iván un Lucifer de carne y hueso. Sí, de carne y hueso y de palabras. Es también, a mis ojos, el más virtuoso de los Karamazov.

Muchas mentes han tratado de armonizar la idea de la bondad de Dios con la presencia del mal. Iván no lo intenta, simplemente a Dios lo manda al diablo. Acepta su existencia, pero no lo acepta a Él. Con todo respeto le hace a Dios lo que en Polonia se conoce como el gest Kozakiewicza.

No sé quién fue el primero que convirtió el razonamiento de Iván Karamazov en un eslogan pegajoso, tramposo, tuitero y simplista. A mí no me han bastado cientos de palabras para aclararlo. Habrá que leer la novela.

 

https://letraslibres.com/literatura/lucifer-de-carne-y-hueso/



La remuerte de Sócrates

 

El método de Sócrates era el de cuestionar y cuestionarse, y por eso mereció morir. A ojos de los encargados de la educación de cada país, lo sigue mereciendo.

En su Historia de la filosofía occidental, Bertrand Russell dice: “El relato de un estúpido sobre las ideas de un hombre inteligente nunca es acertado, porque inconscientemente traduce lo que oye en algo accesible a su entendimiento”. Usa estas palabras para referirse al texto en el que Jenofonte argumenta que no había razones para condenar a muerte a Sócrates.

La defensa de Jenofonte es tan clara y decisiva que necesariamente es simplona; pero con ella no acaba de demostrar una injusticia, pues si el comportamiento y las ideas de Sócrates hubiesen sido tan simples, ni siquiera habría motivo para haberlo juzgado.

Jenofonte comienza su libro mostrando asombro por el funesto veredicto: “A menudo me he preguntado sorprendido con qué razones pudieron convencer a los atenienses quienes acusaron a Sócrates de merecer la muerte a los ojos de la ciudad. Porque la acusación pública formulada contra él decía lo siguiente: ‘Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud’”.

El comentario de Russell es correcto, pero mal dirigido, pues Jenofonte no era ningún estúpido. Como alumno de Sócrates, ciertamente no estuvo al nivel de Platón. No en filosofía. Pero a Jenofonte se le considera uno de los grandes talentos militares. Gran templanza, lucidez, elocuencia, maña y liderazgo empleó para sacar del territorio enemigo a su ejército de mercenarios griegos. Este episodio se halla entre las grandes proezas de la historia militar. Sin duda ese ejército, bajo las órdenes de Sócrates o Platón o el mismo Russell, habría terminado empalado en las riberas del Tigris.

La filosofía podía ocuparse de abstracciones metafísicas, pero también había nacido para buscar el mejor modo de vivir. Una sabiduría terrena. La gran sabiduría para la situación en que se hallaban los soldados de Jenofonte no tenía que ver con la eternidad del alma o si en los cielos existía un círculo perfecto, sino con darse cuenta de que “la disciplina supone la salvación, mientras que la indisciplina ha perdido ya a muchos” o que “en la guerra, quienes buscan por todos los medios conservar la vida, ésos por lo general mueren” o con sapiencia tan elemental como: “No hay quien se atreva a hablar a los griegos de concertar treguas sin haber suministrado antes el almuerzo”.

En su Hipólito, Eurípides hace esta crítica a los filósofos por boca de Teseo: “¡Oh hombres que poseen muchos conocimientos en vano! ¿Por qué enseñan innumerables ciencias y de todo hallan salida y todo lo descubren y, en cambio, una sola cosa no saben y no la han cazado aún: enseñar la sensatez a los que no la poseen?”.

Aquí hay que hacerle poco caso a Teseo, que muestra pocas luces. Tampoco su hijo se acerca al buen juicio cuando le responde: “Muy hábil debe ser aquel capaz de obligar a ser sensatos a los que no lo son”.

Al menos socráticamente, la filosofía no es disciplina para enseñarse sino para aprenderse. El método socrático era el de cuestionar y cuestionarse. Era la vida examinada. Era conócete a ti mismo. Era la libertad dentro de la ley, pero cuestionando las leyes y a los gobernantes. Era la autodeterminación. No son recetas que se enseñen; son frutos que se cosechan.

Por eso Sócrates mereció morir. Maldito prevaricador. Y lo sigue mereciendo. Por fortuna los encargados de la educación de cada país nos protegen y le siguen administrando al filósofo griego su letal dosis de cicuta para desterrarlo de las escuelas y asegurarse de que nunca más vuelva a corromper a la juventud.

 

https://letraslibres.com/cultura/la-remuerte-de-socrates/



Buenos y malos consejos

Los consejos han sido siempre parte de la literatura. Algunos suenan muy razonables a pesar del paso del tiempo; otros parecen alejarse de la sabiduría.

“El que no oye consejo no llega a viejo”, reza el adagio. Pero a veces hay que hacer oídos sordos. Más allá de las leyes, reglas y obligaciones religiosas, los consejos han sido siempre parte de la literatura. Algunos suenan muy razonables a pesar del paso del tiempo; otros parecen alejarse de la sabiduría.

Alrededor del setecientos antes de Cristo, Hesíodo escribió su poema didáctico Trabajos y días. Da consejos sobre las labores de campo, la amistad, los vecinos, el matrimonio.

“En primer lugar”, escribe, “procúrate casa, mujer y buey de labor”, pero aclara, “mujer comprada, no desposada, para que también vaya detrás de los bueyes”.

Recomienda el matrimonio para el hombre alrededor de los treinta años, con una mujer en torno a los dieciocho “que viva cerca de ti” y eligiéndola bien porque “nada más terrible que la mala mujer, siempre pegada a la mesa y que, por muy fuerte que sea su marido, le va requemando sin antorcha y le entrega a una vejez prematura”. Al estilo de la familia pequeña vive mejor, dice: “Procura tener un solo hijo, para conservar intacto el patrimonio”.

Agrega que el mejor tesoro en los hombres es “una lengua parca”. Y entonces pasa a dar consejos sobre lo que más parece inquietarle: “No orines de pie vuelto hacia el sol, sino cuando se ponga; recuérdalo: hacia el oriente y sin desnudarte… tampoco en el camino ni fuera del camino te orines sobre la marcha; muy sensato es el hombre que lo hace agachado o el que se arrima al muro de un corral bien cercado… no te orines en las fuentes; guárdate bien de ello”. Más delante retoma el tema y recomienda tampoco hacerlo en los ríos.

Hay que recordar el modo en que vestían los griegos, si es que vestían, y la ausencia de ropa interior. Los judíos ataviaban también de modo ligero, por eso Jehová hubo de dictaminar: “No subirás por gradas a mi altar, para que tu desnudez no se descubra junto a él”. Aunque con Jehová de los ejércitos los consejos son ley. Tal como los consejos del jefe son órdenes.

No fue Pablo Neruda, sino San Pablo, el que pidió silencio a las mujeres: “Callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar… Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos”. San Bernardino de Siena, ese “patrón santo y piadoso de un pueblo que tanto te ama”, iba un poco más allá del silencio. Concedía a los maridos el derecho de golpear a sus mujeres, pero “no cuando estén embarazadas”. Y haciendo eco de tan santas palabras, un código legal francés proponía que “le mari ne doit battre sa femme que raisonnablement”.

Prefiero los consejos de libros que abogan por que en la mesa no se cepillen los dientes ni se use el mantel para limpiar las manos o el cuchillo ni se regrese al plato “lo que ya masticaste y vas a masticar de nuevo” ni se enjuaguen los dedos en el caldo.

Cuando Sancho es nombrado gobernador, don Quijote le da pertinentes consejos sobre justicia y buen gobierno, a los que agrega algunos más personales. “No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería… habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo… Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie”.

Malcolm Lowry nos habla de un par de carteles que deambulan entre el consejo y la advertencia: “Su salud estará a salvo no escupiendo en el interior de este vehículo” y “¿Le gusta este jardín? ¿Qué es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!”.

Hablando de hijos, Lorenzo de Medici manda una carta al suyo, que acaba de ser nombrado cardenal, a los dieciséis años. Le previene que Roma es un nido de víboras y que buscarán corromperlo; le dice que se vista sin ostentación pero sin austeridad, que emplee un lenguaje respetuoso, que muestre su buen gusto adquiriendo antigüedades y buenos libros, y muchas recomendaciones más. Pero al final le advierte que hay un consejo que debe seguir por sobre todos los demás: “Di levarvi ogni mattina di buona ora”. Salir de la cama cada mañana a buena hora.

Ese último consejo es un clásico. Válido desde la prehistoria hasta nuestros días. Qué más quisiera, pero soy de almohada tardía; y sin poder separar el oro del polvo, trato tamaña sabiduría con el mismo desaire que las sandeces de San Bernardino.

 

https://letraslibres.com/literatura/buenos-y-malos-consejos/






No hay comentarios:

Publicar un comentario

  LA CUARTA CRUZADA: la conquista latina de Constantinopla y el escándalo de la cristiandad Enrico Dandolo. Domenico Tintoretto (Public ...